«La cosa invisible»: W.H. Hodgson; relato y análisis


«La cosa invisible»: W.H. Hodgson; relato y análisis.




La cosa invisible (The Thing Invisible) es un relato de fantasmas del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado originalmente en la edición de enero de 1912 de la revista The New Magazine, y luego reeditado en la antología de 1913: Carnacki: el cazafantasmas (Carnacki, the Ghost-Finder).

La cosa invisible, quizás uno de los cuentos de W.H. Hodgson menos conocidos, pertenece al ciclo de relatos de Carnacki, un detective paranormal que, en este caso, se enfrenta a uno de los ejemplos más extraños de la Invisibilidad en la ficción.

Después de cenar con sus amigos, Carnacki revela que acaba de regresar del sur de Kent, donde fue convocado por un caso muy interesante. La propiedad de Sir Alfred Jarnock posee una capilla que tiene fama de estar embrujada. Según la leyenda local, si alguien entrara en la capilla después del anochecer sería atacado por una misteriosa y antigua daga que descansa sobre el altar.

Todo parece indicar que se trata de un cuento popular, una superstición, salvo por el hecho de que varias personas han muerto en incidentes poco claros dentro de la capilla. Para enfrentarse a la Cosa Invisible que acecha en la casa embrujada, Carnacki utilizará la tecnología: una novedosa cámara fotográfica que, según se dice, puede fotografiar a los fantasmas.




La cosa invisible.
The Thing Invisible, William Hope Hodgson (1877-1918)

Carnacki acababa de regresar a Cheyne Walk, en Chelsea. Supe de tan interesante acontecimiento por una postal, parca en palabras, que releía una y otra vez, en la que se me rogaba que me personase en su casa, no después de las siete de la tarde de aquel mismo día. El que suscribe, así como los restantes miembros de su selecto círculo de amigos, sabíamos que el señor Carnacki había pasado en Kent las tres últimas semanas; pero, aparte de este hecho, no sabíamos más de él. Carnacki era de naturaleza reservada y huraña, y sólo daba señales de vida cuando le apetecía.

En tales casos, sus otros tres amigos, Jessop, Arkright, Taylor, y yo recibíamos una postal o un telegrama, rogándonos que fuésemos a verle. Y eso era algo que, por nada del mundo, ninguno nos hubiésemos perdido, ya que después de una cena frugal, aunque exquisita, Carnacki se hundiría en su gran sillón, encendería su pipa y aguardaría a que nos hubiésemos instalado confortablemente en nuestros asientos de costumbre para comenzar a hablar.

Aquella noche, en particular, fui el primero en llegar y me encontré a Carnacki sentado, fumando tranquilamente, incunado sobre un periódico. Se levantó, me estrechó fuertemente la mano, me indicó una silla y volvió a sentarse, sin pronunciar palabra. Tampoco yo dije nada. Conocía demasiado bien a aquel hombre para importunarle con comentarios sobre el estado del tiempo, así que tomé asiento y un cigarrillo. Al poco tiempo llegaron los tres que faltaban, y pasamos una hora agradable cenando.

Acabada la cena, Carnacki se acomodó en su sillón y, siguiendo su costumbre como antes apunté, cargó su pipa y dio unas bocanadas, concentrándose en el fuego de la chimenea. Los demás adoptamos las posturas que nos parecieron más cómodas, cada uno a su manera. Uno o dos minutos después, Carnacki comenzó a hablar, ignorando cualquier observación preliminar, y fue sin rodeos al argumento de la historia que sabíamos que iba a contarnos.

—Acabo de regresar de la mansión de sir Alfred Jarnock, en Burtontree, al sur de Kent —dijo, sin apartar la mirada del fuego—. Como en los últimos tiempos habían tenido lugar en ella unos sucesos extraordinarios, el señor George Jarnock, el hijo mayor, me envió un telegrama, en donde me preguntaba si podía ir a su casa y ayudarles a aclarar un poco lo sucedido. Le contesté que sí, y me fui.


El castillo tenía adosada una antigua capilla, que era la responsable de haber conseguido una notable reputación de lo que, en términos populares, llamaban «apariciones». Como no tardé en descubrir, los habitantes se habían sentido más bien orgullosos de ello hasta no hacía mucho, justamente cuando había sucedido algo sumamente desagradable; aquello sirvió para recordarme que los fantasmas familiares no siempre se contentan con desarrollar funciones, podríamos decir, meramente ornamentales. Sé que puede sonar a risa eso de que un fenómeno sobrenatural, respetado durante mucho tiempo, de repente se vuelva peligroso; en este caso, la historia de las apariciones era considerada poco más que un antiguo mito, excepto después de anochecer, momento en que al parecer se hacía más tangibles.

Pero, cualquiera que fuese la naturaleza del fenómeno, no hay duda de que lo que podría llamarse la esencia de la aparición que residía en el lugar, de pronto se había convertido en algo peligroso, incluso mortalmente peligroso, después de que, una noche y en la capilla, el viejo mayordomo hubiese estado a punto de morir apuñalado por una antigua daga sumamente peculiar.

Según supone la gente, esa daga es la que se aparece en la capilla. Al menos, la historia transmitida en la familia siempre ha venido a decir que la daga atacaría a cualquier enemigo que se atreviese a aventurarse en la capilla después de anochecer. Por supuesto, tal creencia había sido recibida con la misma seriedad que la gente suele atribuirle a la mayor parte de las historias de fantasmas, es decir, sin suponer que pudiese causar ninguna molestia real. Quiero decir que la mayor parte de la gente jamás sabe de verdad si cree poco o mucho en cuestiones sobrenaturales o extraordinarias, y por lo general jamás tendrán oportunidad de saberlo. Además, como todos conocéis, soy tan tremendamente escéptico en lo que se refiere a la supuesta autenticidad de las historias de fantasmas como cualquier persona que conozcáis; sólo que podría definirme a mí mismo con el término de escéptico sin prejuicios.

No soy dado a creer, ni todo lo contrario, en cualquier cosa «por principio», como gran número de idiotas con los que me he encontrado, y lo que es más, algunos de ellos no sienten vergüenza por ufanarse de tan demente comportamiento. Siempre considero todos los informes que me presentan como casos no probados, hasta que los he examinado personalmente, y me veo obligado a admitir que noventa y nueve casos de cada cien resultan no ser más que simples farsas y alucinaciones. ¡Pero el centésimo! Bueno, si no fuese por ese centésimo caso no tendría muchas historias que contaros, ¿no os parece?

Después del ataque que había sufrido el mayordomo, era evidente que «algo» había de cierto en aquella antigua historia de la daga, como me pareció observar, ya que todo el mundo estaba medio convencido de que el arma en cuestión, peculiar y antigua, había herido realmente al mayordomo, ya fuese con el concurso de alguna fuerza inherente a ella, que resultaba ciertamente difícil de explicar, o con el de la mano de alguna cosa invisible o monstruo del Mundo Exterior.

Debido a mi gran experiencia, sabía que lo más probable era que el mayordomo hubiese sido acuchillado por algún ser malvado, pero totalmente material y de naturaleza humana. Naturalmente, lo primero que hice fue examinar la probabilidad de esta intervención humana. Comencé, pues, mi trabajo sometiendo a un interrogatorio bastante drástico a las personas mejor informadas de la tragedia. El resultado de los interrogatorios me agradó y sorprendió a un tiempo, pues me daba muy buenas razones para creer que acababa de encontrarme con una de las «manifestaciones auténticas», extraordinariamente raras, de una Fuerza venida de Fuera. Por utilizar una terminología más popular, de un genuino caso de aparición.

Estos son los hechos. El domingo anterior, por la tarde, toda la familia de sir Alfred Jarnock aguardaba en la capilla la celebración del servicio religioso. Os diré que el párroco acudía a ella dos veces por domingo, después de cumplir con sus deberes en la iglesia del pueblo, a unas tres millas. Al final del servicio celebrado en la capilla, sir Alfred Jarnock, su hijo, el señor George Jarnock, y el párroco se quedaron charlando un par de minutos, mientras el viejo Bellet, el mayordomo, volvía a la capilla para apagar las velas. De pronto el párroco recordó que se había dejado el pequeño devocionario en el altar, por lo que se volvió y pidió al mayordomo que se lo trajera antes de apagar todas las velas.

Llegados a este punto, quisiera llamar vuestra atención sobre él, ya que es importante porque, en un momento de lo más crucial, nos aporta felizmente unos testigos. Como veis, el párroco, al volverse para hablar a Bellet, de la manera más natural había obligado a sir Alfred Jarnock y a su hijo a mirar en la dirección en que se encontraba el mayordomo; en ese mismo instante, y mientras los tres estaban mirándole, el viejo mayordomo fue apuñalado... allí mismo, completamente iluminado por la luz de las velas, ante sus ojos. Aproveché la ocasión para madrugar e ir a visitar al párroco, después de haber interrogado al señor George Jarnock, quien contestó a mis preguntas en lugar de sir Alfred Jarnock, ya que el anciano se encontraba muy nervioso y afectado por lo que había sucedido, y su hijo hacía todo lo posible para no volver a hablar de lo sucedido.

La versión del párroco fue precisa y detallada, pues era evidente que venía a ser lo más extraño que jamás le hubiera ocurrido. Me describió todo lo sucedido: Bellet, ante la puerta del coro, iba a tomar su devocionario, completamente solo. Entonces recibió la PUÑALADA, que salía de la Nada, como el decía, con tremenda fuerza... y que le había lanzado hacia atrás, al interior de la capilla. Había sido como la coz de un caballo enorme, decía el párroco con su benévola mirada, que delataba que había visto mucho, brillándole clara e intensamente por el esfuerzo realizado para recordar unos hechos que suponían un desafío a todo lo que había vivido hasta entonces.

Cuando le dejé, reanudó la escritura que había pospuesto a mi llegada. Estoy seguro de que estaba desarrollando el primer sermón heterodoxo de su vida. Como era un hombre entrañable, me hubiera gustado oír aquel sermón. El último a quien visité fue el mayordomo. Se encontraba, desde luego, en un tremendo estado de nervios y terriblemente asustado. No pudo decirme nada que me sirviese para suponer que dentro de la capilla hubiera alguna fuerza. Me repitió la misma historia, hasta en sus mínimos detalles, que ya había oído a los demás. Se había dirigido hacia el altar para tomar el devocionario del párroco y apagar las velas, cuando algo le golpeó con tremenda fuerza en la parte izquierda del pecho, y él cayó hacia atrás, en una de las naves laterales.

Un examen minucioso demostró que había sido apuñalado por la daga —de la que os hablaré más detalladamente dentro de un momento—, que siempre estuvo colgada encima del altar. Por fortuna, el arma había penetrado a unas pulgadas del corazón, justo debajo de la clavícula, rompiéndola gracias a la tremenda fuerza del impacto, para atravesar limpiamente su cuerpo y salir cerca de uno de sus omóplatos. El pobre hombre no podía hablar mucho, y le dejé al poco tiempo; pero lo que me contó fue suficiente para estar seguro de que ningún ser vivo se había encontrado a menos de bastantes yardas de él en el momento de ser atacado; y este hecho, por lo que yo sabía, había sido confirmado por tres testigos válidos y responsables, además del propio Bellet. Así pues, lo que tenía que hacer, después de lo sucedido, era buscar en la capilla, que es pequeña y extremadamente antigua. A aquella construcción de paredes tan gruesas sólo se puede acceder por una sola puerta, que da al propio castillo, cuya llave se halla en poder de sir Alfred Jarnock. El mayordomo, debiera añadir, no posee duplicado de ella.

La forma de la capilla es oblonga, y el altar está separado del resto del edificio por una verja, como es lo usual. En la nave hay dos tumbas, pero ninguna en el coro, que está exento, a no ser por dos altos candelabros y su verja, más allá de la cual se encuentra el altar de sólido mármol, sin ningún tipo de colgaduras, sobre el que descansan cuatro pequeños candelabros, dos a cada lado. Encima del altar pende la Daga del Dolor, como he sabido que la llaman. Me imagino que el término proviene de un antiguo manuscrito en pergamino, que describe la daga y sus supuestas propiedades sobrenaturales. La descolgué y examiné, minuciosa y metódicamente.

La hoja era de diez pulgadas de larga, con una anchura de dos pulgadas en la base, y terminaba en punta, redondeada y afilada al mismo tiempo, algo que me pareció curioso. Era de doble filo. La vaina de metal es singular: una de sus partes es perpendicular a la otra, lo cual, unido al hecho de que viene a prolongar la empuñadura de la daga, le da apariencia de cruz. Ello no se debe al azar, ya que en una de sus caras ha sido grabada la imagen de un Cristo crucificado, mientras que la otra ostenta la siguiente inscripción en latín: «Mía es la venganza, y la cumpliré» . Una asociación de ideas un tanto extraña y terrible, como veis. En la hoja de la daga estaban grabadas, en mayúsculas y con una antigua caligrafía inglesa, estas dos palabras: «Aguardo. Hiero.» En el pomo podía verse, inciso, un pentáculo.

Acabo de daros una descripción bastante precisa de la antigua y peculiar arma que posee la curiosa e inquietante reputación de ser capaz (no se sabe si de propio acuerdo o mediante la mano de un agente invisible) de herir criminalmente a cualquier enemigo de la familia Jarnock que se aventure en la capilla después del atardecer. Ahora puedo deciros que antes de irme de allí tuve buenas razones para desterrar buena parte de mis dudas, pues pude comprobar por mí mismo la naturaleza letal del objeto en cuestión. Como sabéis, al comienzo de cualquier investigación, siempre me hallo en ese estadio en que considero la existencia de una Fuerza sobrenatural como algo aún sin demostrar. Así que lo primero que hice fue examinar a fondo la capilla, sondeando e inspeccionando las paredes y el suelo, prácticamente pulgada por pulgada, dedicando una especial atención a las dos tumbas. Al final de la investigación conseguí una escalera y procedí a un examen detallado del techo, que carecía de artesonado.

En aquellas pesquisas invertí tres días. Por la tarde del tercer día, para mi completa satisfacción, había demostrado que no había ningún escondrijo en el interior de la capilla donde pudiese esconderse ningún ser vivo, y que la única forma de entrar y salir de la misma era por la puerta que conducía al castillo, que siempre había estado cerrada, y cuya llave guardaba el propio sir Alfred Jarnock, como os he dicho. Lo que quiero decir es que aquella puerta es la única entrada posible para seres materiales.

De todos modos, como veréis, aun cuando hubiese descubierto otra entrada, secreta o no, no me habría servido para explicar, mediante medios normales, el misterio del increíble ataque. Pues, como sabéis, el mayordomo había sido atacado ante los ojos del párroco, de sir Alfred Jarnock y de su hijo. Además, el viejo Bellett sabía que ningún ser vivo le había tocado, pues el ataque... SALÍA DE LA NADA, en palabras del párroco, al describir aquella acción brutalmente inhumana. «Salía de la Nada.» Eso da qué pensar..., ¿no os parece? ¡Y ese era el misterio que debía resolver y por lo que me habían llamado! Después de haber pensado largamente aquel asunto, preparé un plan de acción. Le expuse a sir Alfred Jarnock que tenía pensado pasar una noche en la capilla y observar constantemente la daga. Al oír aquello, el viejo aristócrata —un hombrecillo enjuto y nervioso— se negó a seguir escuchándome.

Puedo asegurar que, al menos él, no cuestionaba la realidad de que alguna fuerza sobrenatural y peligrosa merodeaba de noche por la capilla. Me informó que tenía la costumbre de cerrar con llave la puerta de la capilla todas las tardes, para evitar el riesgo de que nadie, ya fuese por estupidez o por descuido, se arriesgase a enfrentarse a cualquier peligro nocturno que pudiese darse en ella; por tanto, no podía permitir que yo me quedase dentro, después de lo que le había sucedido al mayordomo.

Pude ver que sir Alfred Jarnock se tomaba el asunto muy en serio y que, según todas las evidencias, se consideraría a sí mismo como el único responsable si, por permitirme realizar la experiencia, llegara a ocurrirme cualquier daño. No me molesté en discutir, y él, alegando la fatiga de sus años y lo débil de su salud, me dio las buenas noches y se retiró, dejándome con la impresión de que era un viejo caballero sumamente educado, pero bastante supersticioso. Aquella noche, sin embargo, mientras me quitaba la ropa, se me ocurrió la forma de conseguir lo que estaba buscando, o sea, entrar en la capilla después del atardecer, sin aumentar el nerviosismo de Sir Alfred Jarnock. A la mañana siguiente conseguiría la llave y sacaría de ella un molde, para tener un duplicado. Entonces, con mi propia llave, podría hacer lo que me pareciese. En efecto, a la mañana siguiente ejecuté mi plan. Conseguí la llave, aduciendo que quería hacer una fotografía del coro con luz del día. Cuando hube acabado, cerré con llave la puerta de la capilla y se la entregué en mano a sir Alfred Jarnock, no sin antes haber tomado un molde en jabón. Me llevé la placa expuesta, dejando la cámara dentro, ya que pensaba sacar una segunda fotografía del coro aquella noche, desde el mismo ángulo.

Me fui a Burtontree con la placa y el trozo de jabón utilizado para sacar el molde de la llave. El jabón se lo dejé al ferretero de la localidad (también realizaba funciones de cerrajero), quien me prometió que en dos horas tendría listo el duplicado. Encontré una tienda de fotografía, revelé la placa y dejé secándose el negativo hasta el día siguiente, cuando me acercara a recogerlo. Entre tanto habían pasado las dos horas, y fui a buscar la llave, que encontré terminada para mi gran satisfacción. Entonces volví al castillo. Aquella noche, después de cenar, estuve dos horas jugando al billar con el joven Jarnock. Al acabar, tomé una taza de café y me fui a mi habitación, con la excusa de que me encontraba tremendamente cansado. Asintió y me dijo que a él le pasaba lo mismo. Aquello me hizo sentirme bien, ya que lo que yo quería era que todos se recogiesen lo más pronto posible. Cerré la puerta de mi habitación y de debajo de la cama —donde las había escondido por la mañana, a primera hora, saqué varias piezas de armadura, que había tomado de la armería. También había una cota de malla, provista de capucha para proteger la cabeza.

Me puse las diferentes partes de la armadura, que me parecieron extraordinariamente incómodas; a continuación me coloqué la cota de malla. Es evidente que no conocía nada de armaduras, pues más tarde me enteré de que lo que había utilizado correspondía a dos tipos diferentes de protección corporal. Y aunque me sentía incómodo, pesado y rígido, y no podía mover con naturalidad brazos ni piernas, lo cierto es que para lo que estaba pensando hacer necesitaba proteger de alguna manera mi cuerpo. Me eché la bata por encima de la cota de malla, me metí el revólver en un bolsillo, y el flash múltiple en otro. En la mano derecha llevaba una linterna sorda. En cuanto estuve listo, salí al pasillo y escuché. Había tardado un tiempo considerable en hacer los preparativos, y el gran vestíbulo y las escaleras estaban ya bañados en tinieblas. Sobre la casa había caído el silencio. Retrocedí y cerré con llave la puerta de mi habitación.

Acto seguido, muy lenta y silenciosamente, bajé por las escaleras hasta el vestíbulo y torcí hacia el pasillo que conducía a la capilla. Llegué a su puerta y probé con la llave. Encajó perfectamente en la cerradura, y un momento más tarde me encontré en la capilla, tras cerrar la puerta a mis espaldas, rodeado por un completo y siniestro silencio. Apenas distinguía los vagos contornos de las vidrieras emplomadas, que reforzaban la sensación de oscuridad y soledad del lugar. Sería una estupidez negar ahora que no tuve una sensación extraña. Diría que de lo más extraña. Imaginadme allí, en medio de un oscuro silencio, recordando no sólo la leyenda del lugar, sino lo que no hacía mucho le había ocurrido al viejo mayordomo. Creo que puedo afirmar que, mientras me encontraba en aquel lugar, me parecía sentir que algo invisible se me iba acercando, volando por el aire de la capilla. Pero, como tenía que llegar hasta el final de aquel asunto, saqué fuerzas de flaqueza y comencé mis preparativos.

Lo primero que hice fue encender la linterna, para recorrer cuidadosamente el lugar, examinando cada rincón y recoveco. No encontré nada fuera de lo corriente. Al llegar ante la verja del coro, levanté la linterna y alumbré con ella la daga. Allí seguía estando, colgada, bastante tiesa, encima del altar, y recuerdo haber pensado la palabra «ominosa» mientras la miraba. No obstante, me deshice de aquella idea, pues para lo que pensaba hacer no tenía que cargarme con preocupaciones suplementarias. Completé la ronda del lugar con una sensación de frío extremo y de una desagradable desolación, que no sólo no se mantuvo constante, sino que fue en aumento... Una atmósfera de fría tristeza parecía adueñarse del lugar, y su silencio era abominable. Al término de mi búsqueda me dirigí hacia el lugar donde había dejado la cámara, o sea, frente al coro.

De la mochila que había depositado bajo el trípode saqué una placa virgen y la inserté en la cámara, ajustando el obturador. Destapé el objetivo, saqué el flash y apreté el disparador. Hubo un intenso y brillante resplandor, que me permitió ver instantáneamente la totalidad del interior de la capilla y que duró poquísimo. A la luz de mi linterna, inserté nuevamente el obturador y volví la placa fotográfica, para tener la posibilidad de volver a sacar una foto en cualquier momento.

Cerré la pared de la linterna y me senté en uno de los bancos, cerca de la cámara. No habría podido decir qué estaba esperando que ocurriera, pero tenía un extraordinario presentimiento, casi la convicción, de que algo peculiar o terrible iba a suceder en seguida. Fijaos, era como si lo supiese. Pasó una hora en absoluto silencio. Gracias al lejano y débil campaneo de un reloj que se levantaba encima de los establos sabía en todo momento qué hora era. Hacía un frío terrible, pues aquel lugar carecía por completo de radiadores para la calefacción o de estufa, como había descubierto durante mi inspección, así que la temperatura era lo bastante baja para animarle a uno el humor. Me sentí como una especie de conserva humana enlatada, helada de frío y de miedo. Además, la oscuridad que me rodeaba por todas partes parecía apretarse fríamente contra mi rostro. No sé si alguno de vosotros ha sentido ya esta sensación... Si es así, sabréis hasta qué punto le pone a uno los nervios de punta. De pronto tuve la horrible sensación de que algo se movía por allí. No es que hubiese oído nada, sino que sabía, mediante una especie de conocimiento intuitivo, que algo se había movido en la oscuridad.

De repente, el valor me abandonó. Me tapé el rostro con los brazos cubiertos de malla, como intentando protegerme. Había tenido la súbita y repelente sensación de que algo se cernía sobre mí en medio de la oscuridad. ¡Fijaos qué espanto! Podría haber gritado, de no haber estado totalmente asustado por el ruido... Y entonces, sin previo aviso, oí algo. De una de las naves laterales llegaba un sonido sordo y metálico, como el que habría hecho en el suelo de piedra un pie enfundado en una cota de malla. Me quedé inmóvil en el asiento. Comencé a luchar con todas mis fuerzas para recobrar el valor. No podía apartar las manos del rostro, pero me di cuenta de que poco a poco iba recobrando el coraje. Hice un poderoso esfuerzo y bajé los brazos. Levanté el rostro en medio de las tinieblas. Y os diré que, en razón de aquel acto, sentí un gran respeto por mí mismo, porque hasta aquel momento creí que me iba a morir. Pero precisamente entonces, a pesar de la revulsión que me había obligado a actuar, quizá no estaba tan enfermo y descorazonado por el pensamiento de que iba a morir, cuanto por la conciencia de la extrema cobardía y debilidad que inesperadamente se habían apoderado de mí y que por un momento me hicieron perder el control de mí mismo.

¿Me explico claramente? Estoy seguro de que comprendéis que este sentimiento de respeto del que hablo no es en absoluto egoísmo mal entendido; pues, como veis, me daba perfecta cuenta del estado de ánimo en que me hallaba. Quiero decir que, si hubiese logrado descubrir mi rostro mediante un simple esfuerzo de voluntad, sin que en nada interviniese en él el sentimiento de repulsión que sentía entonces, el mérito de lo que había hecho habría sido aún mayor. Pero, incluso así, al obrar de aquella manera, había elementos dignos de respeto. Me seguís, ¿verdad? Además, a fin de cuentas, no me pasó nada. De modo que, poco después ya me encontraba más o menos como siempre, sintiéndome suficientemente bien para llegar hasta el final de aquel asunto, libre ya de cualquier miedo. Habían pasado algunos minutos, cuando volví a oír el mismo ruido de antes, cerca del coro, como si un pie calzado de hierro avanzase cautelosamente. ¡Por Júpiter! Me quedé rígido.

Y de repente se me ocurrió pensar que el sonido que oía podía deberse a que la daga estaba arañando las piedras de encima del altar. No era una idea muy sensata, porque aquel ruido sonaba demasiado fuerte para ser producido por una daga. Sin embargo, como se comprenderéis, durante un trance como aquel, mi razón estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que le sugiriese mi imaginación. Recuerdo que la idea de que aquella aberración se convirtiese en algo animado y me atacase no se me presentó con un sentimiento de posibilidad o de realidad. más bien pensaba, de una manera un tanto vaga, en algún monstruo invisible llegado del Espacio Exterior, buscando a tientas la daga. Y recordaba la descripción que el viejo párroco había hecho del ataque sufrido por el mayordomo, que... SALÍA DE LA NADA.

Y había descrito la tremenda fuerza del golpe «como la coz de un caballo enorme». Así que podéis ver lo poco halagüeños que eran mis pensamientos en aquellos momentos. A tientas, con rapidez y precaución, busqué a mi alrededor la linterna. Estaba cerca de mí, en el banco, y con un movimiento súbito y brusco dejé su luz al descubierto. Dirigí el haz hacia la nave lateral de la capilla, por donde había sonado el ruido, y a uno y otro lado del coro, pero no pude ver nada que pudiese asustarme. Me volví rápidamente y dirigí el haz luminoso hacia la entrada de la capilla y a uno y otro lado; después, a mi derecha e izquierda, hacia delante y detrás, hacia el techo y por entre los escalones de mármol, pero allí no había nada que pudiese asustar a nadie ni ponerle la carne de gallina, sino la capilla inmóvil, fría y eternamente silenciosa. Creo que conocéis esa sensación. Al comenzar a iluminar la capilla me había puesto de pie. Volví a sentarme, no sin antes sacar el revólver y tapar, con un tremendo esfuerzo de voluntad, la luz de la linterna, rodeado por la oscuridad, para proseguir mi tenaz vigilancia.

Debió de pasar una media hora, o incluso más, sin que ningún sonido rompiese la intensa quietud. Poco a poco fui tranquilizándome, ya que el resplandor del flash, iluminando el lugar, me había hecho sentir que me hallaba dentro de los límites de lo normal..., recobrando algo de ese irracional sentimiento de seguridad que los niños nerviosos adquieren por la noche, al taparse la cabeza con las sábanas. Este ejemplo ilustra lo ilógico de mis pensamientos, por otra parte completamente humanos, puesto que cualquier Criatura, Cosa o Ser, responsable del horrible ataque al viejo mayordomo, era sin lugar a dudas invisible. Así que podéis imaginaros viéndome en la oscuridad: impedido por mi armadura, con el revólver en una mano y la linterna en la otra, dispuesto a abrirla. Después de aquel pequeño intervalo de relativa tranquilidad, tras un intenso nerviosismo, volví a estar con los nervios a flor de piel; pues en algún lugar, en medio del silencio absoluto de la capilla, me pareció oír algo. Agucé el oído, y permanecí tenso y envarado, con el corazón latiéndome un instante en los oídos; entonces volví a oír el mismo sonido.

Ya estaba seguro de que algo se había movido en uno de los extremos de la nave lateral. Intenté penetrar la tiniebla y cerciorarme, pero mis ojos sólo me mostraron negrura dentro de la negrura en cualquier parte donde mirase, de forma que no le di importancia a lo que me mostraban; pues, incluso si miraba hacia la pálida claridad de la ventana vidriada que había en el extremo superior del coro, mi vista me mostraba las formas de sombras vagas pasando una y otra vez, fantasmales y en silencio, ante ella. Hubo un momento de silencio de lo más peculiar, que me pareció terrible, o al menos así lo sentí. Y de repente creí escuchar un sonido cerca de mí, que volvió a repetirse, de una manera completamente furtiva. Era como si alguien avanzase por la nave lateral, lentamente, con paso cansino.

¿Os podéis imaginar cómo me sentí? No lo creo. Allí estaba yo, más rígido que las efigies de piedra de las dos tumbas, sentado, más bien petrificado, imaginándome que estaba oyendo aquellos pasos en toda la capilla. Y entonces, fijaos, habría podido asegurar que no los había oído... que jamás los había oído. Pasaron unos minutos, particularmente largos, aunque para entonces creo que mis nervios se habían calmado un poco, pues me parece recordar que ya era lo suficientemente consciente de mis sensaciones para comprender que los músculos de los hombros me dolían, debido a que los había tenido contraídos todo el tiempo que llevaba sentado allí, encogido y tenso. Recordad que todavía sentía un miedo bastante considerable. Sin embargo, lo que podría llamar «inminente sentido de peligro» parecía haberme abandonado; en cualquier caso, sentía, de una manera un tanto curiosa, que disponía de un respiro.

La malignidad que me rodeaba parecía haber desaparecido, al menos durante un tiempo. Me es imposible expresar de manera más clara mis sensaciones mediante palabras, pues tampoco yo soy capaz de analizarlas. Sin embargo, no quiero que os vayáis a imaginar que yo permanecía allí, sentado en el banco, como si nada, pues la tensión nerviosa a la que estaba sometido era tan grande que mi ritmo cardíaco se encontraba algo descontrolado, y sus latidos producían en ocasiones un zumbido sordo en mis oídos, con el resultado de la sensación de que no podía oír con la nitidez requerida. Es una sensación realmente terrible, sobre todo cuando uno se encuentra en circunstancias como aquellas.

Así pues, estaba sentado con la oreja tendida, escuchando en cuerpo y alma, como suele decirse, cuando de repente tuve la horrible convicción de que algo agitaba el aire de aquel lugar. Todos mis sentidos parecieron embotarse, por estar sentado en el banco, y mi cabeza encogerse, como si tuviese el cuero cabelludo entrado hacia arriba. Aquello era tan real que sufrí un auténtico dolor, muy peculiar y, al mismo tiempo, intenso; me dolía toda la cabeza. Sentí un enorme deseo de taparme nuevamente el rostro con los brazos vestidos de malla, pero conseguí sobreponerme. Si hubiese cedido, no habría tenido otra cosa que hacer que salir corriendo de allí. Así que me senté, cubierto de sudor frío (es la pura verdad), mientras un escalofrío me recorría la espalda...

Volví a oír el sonido de aquellos pasos poderosos, pero lentos, por la nave lateral, en aquella ocasión mucho más cerca de mí. Hubo un breve silencio, por lo demás horrible, durante el cual tuve la sensación de que algo enorme se inclinaba sobre mí desde la nave lateral..., y entonces, mientras la sangre me latía brutalmente en los oídos, me llegó un leve sonido desde el lugar donde estaba la cámara..., como si algo reptase, y después un golpecito seco. Tenía la linterna en la mano izquierda: la destapé, desesperado, y la levanté por encima de mí, pues estaba seguro de que allí había algo. Pero no vi nada. Inmediatamente dirigí la luz hacia la cámara, apuntando a la nave lateral, pero tampoco vi nada. Giré la linterna, describiendo con el haz luminoso una gran circunferencia a mi alrededor, que cubriese todo el lugar; la llevé hacia delante y hacia detrás, hacia la izquierda y hacia la derecha, pero seguí sin ver nada.

Me puse de pie en el instante en que comprendí que no había nada cerniéndose sobre mí. Decidí que iría a ver qué había en el coro y comprobar si alguien había tocado la daga. Así que abandoné las filas de los bancos y me dirigí hacia el coro, teniendo que detenerme abruptamente, pues una tremenda repugnancia, casi irresistible, me impedía avanzar hacia aquella parte de la capilla. Un escalofrío constante y singular iba y venía a lo largo de mi columna vertebral, acompañado de un dolor sordo en la base de la misma, como si estuviese luchando conmigo mismo para domeñar aquella nueva sensación de espantoso terror. Nadie que no haya pasado por ese tipo de experiencias puede hacerse idea del auténtico y real dolor físico que resulta de ellas, como efecto de la intensa tensión nerviosa a que los terrores abominables experimentados en el transcurso de las mismas someten al sistema nervioso.

Me quedé inmóvil, sintiéndome positivamente cansado. Pero, como antes, me recobré al cabo de medio minuto, y supongo que comencé a andar con el mismo garbo que un autómata de hojalata, alumbrando con la linterna de izquierda a derecha y de atrás hacia delante, volviendo la cabeza todo el tiempo. La mano que empuñaba el revólver estaba tan llena de sudor, que el arma se me deslizaba virtualmente de ella. Creo que todo esto no suena muy heroico, ¿no os parece?

Atravesé el coro, de reducidas dimensiones, y llegué hasta el peldaño que conducía a la pequeña puerta de la verja del coro. Dirigí el haz luminoso de la linterna hacia la daga. Sí, pensé, todo está en orden. De pronto tuve la impresión de que había algo fuera de lugar, y me incliné hacia delante, por encima de la pequeña puerta de la verja del coro, para ver mejor, manteniendo la luz bien alta. Mi sospecha había sido espantosamente cierta. La daga no estaba. Sólo la vaina, en forma de cruz, seguía suspendida sobre el altar. De repente, como si la imaginación me lo representase con la rapidez del relámpago, tuve la visión de la daga moviéndose libremente por la capilla, como si tuviese voluntad propia, pues la Fuerza que la guiaba se encontraba fuera del alcance de mi vista. Volví la cabeza despacio, por lo entumecido de mi cuello, hacia la izquierda, mirando aterrorizado a mi espalda, agitando la linterna para ver mejor.

En el mismo instante recibí un tremendo golpe a la altura del corazón y me desplomé hacia atrás, desde la verja del coro, donde me encontraba, hasta la nave lateral, mientras la armadura sonaba terriblemente en medio del horrible silencio. Caí de espaldas y me deslicé a lo largo del mármol pulimentado. Mi hombro izquierdo golpeó uno de los bancos de la primera fila, pero conseguí levantarme a duras penas, medio desvanecido. Apenas me tenía en pie, sintiéndome terriblemente cansado y dolorido; pero el miedo que llevaba encima tenía el efecto de insensibilizarme, al menos de momento. Había perdido el revólver y la linterna y estaba tan desorientado que no sabía lo que hacía. Agaché la cabeza y emprendí una fuga a ciegas en medio de la más completa oscuridad, hasta que me golpeé contra un banco. Reboté hacia atrás, vacilando, tomé un poco de aliento y eché a correr por el centro de la nave lateral, protegiéndome la cabeza con los brazos cubiertos de malla.

Choqué violentamente contra mi cámara, tirándola entre los bancos. Me di contra la pila bautismal y salí rebotado. Entonces vi que estaba en la salida. Rebusqué alocadamente en el bolsillo de mi bata la llave. La encontré y exploré febrilmente la puerta y el hueco de la cerradura; cuando di con él, giré la llave, abrí la puerta de una patada y penetré en el pasadizo por el que se salía de la capilla. La cerré de un golpe y me apoyé con todo mi peso en ella, sin aliento, mientras volvía a buscar, enloquecido, el hueco de la cerradura, esta vez para cerrar con llave la puerta de la capilla, no fuese a salir lo que se encontraba en su interior. Lo conseguí y comencé a buscar el camino como un estúpido, guiándome por las paredes del corredor. No tardé en llegar al gran vestíbulo, y desde allí me dirigí a mi habitación.

Me senté durante largo rato, hasta que me hube calmado y vuelto a la normalidad. Poco después comencé a quitarme la armadura. Entonces comprobé que la cota de malla y el peto habían sido traspasados a la altura del corazón. Y comprendí que la Cosa había intentado apuñalarme justo en él. Desnudándome sin pérdida de tiempo, constaté que la piel de mi pecho, encima del corazón, hacía recibido un corte lo suficientemente profundo para hacer manar un poco de sangre y mancharme la camisa, pero nada más. El único problema era que aquella parte de mi pecho estaba muy contusionada y me dolía terriblemente. Imaginad lo que habría ocurrido de no haber llevado la armadura. En cualquier caso, era un verdadero milagro que no hubiese perdido el conocimiento.

Aquella noche no me acosté, sino que me quedé sentado en el borde de la cama, pensando y esperando el amanecer, ya que tenía que arreglar el desorden causado en la capilla antes de que entrase sir Alfred Jarnock, si quería ocultarle que había conseguido hacer un duplicado de su llaves. En cuanto la pálida luz de la mañana alcanzó la intensidad suficiente para permitirme apreciar los objetos contenidos en mi habitación, me dirigí en silencio a la capilla. Calladamente y con los nervios en tensión, abrí la puerta. La helada luz de la mañana iluminaba nítidamente el lugar... Todo aparecía bañado en una calma espectral y sobrenatural. ¿Captáis esa sensación? Esperé varios minutos en la puerta a que se hiciese de día, mientras hacía acopio de valor, supongo. En aquellos momentos, el sol naciente proyectaba un extraño rayo luminoso a través del gran ventanal de la fachada este, bañando con una luz coloreada el interior de la capilla.

Sólo entonces, con un tremendo esfuerzo, me obligué a entrar. Me fui a la nave lateral, llegando hasta el lugar donde, debido a la oscuridad, había volcado la cámara. Las patas del trípode asomaban por encima de los bancos, por lo que supuse que el aparato se habría hecho añicos; pero, aparte de que el cristal donde se apoya la placa estaba roto, no había sufrido daños mayores.

Volví a colocar la cámara en la posición desde la que había tomado la última fotografía; pero como la placa había estado expuesta a la luz del flash, la retiré, guardándomela en un bolsillo, mientras lamentaba no haber hecho una segunda foto en el instante en que había oído los extraños sonidos cerca del coro. Habiendo colocado en su lugar la cámara fotográfica, regresé al altar, para recuperar la linterna y el revólver, que, como sabéis, se me habían caído de las manos en el momento en que era atacado. Encontré la linterna en el suelo, cerca del púlpito, irremediablemente deformada, con las lentes partidas. El revólver lo debía de haber llevado en la mano hasta que mi hombro chocó contra el banco, porque se encontraba en el suelo de la nave lateral, justo donde había impactado en la esquina del banco. Estaba intacto.

Habiendo recuperado aquellos dos objetos, me dirigí hacia la verja del coro, para ver si la daga había vuelto, o la habían devuelto, a su vaina, encima del altar. Cuál no sería mi sorpresa al observar, en el suelo del coro, a una distancia de una yarda del lugar donde había sido atacado, la daga, inmóvil y ominosa sobre el mármol pulimentado del suelo. No sé si podéis comprender el nerviosismo que me asaltó al ver aquel objeto. Con un impulso súbito e irracional, di un salto y puse un pie encima de la daga. ¿Lo comprendéis? ¿De veras? Por lo menos durante un minuto fui incapaz de agacharme para tomarla. Sin embargo, cuando la tuve entre mis manos, se me pasó aquel susto, y mi razón (y supongo que también la luz del día) me hizo comprender que me había comportado como un asno. ¡Os aseguro que pensar eso me pareció la cosa más natural del mundo! Sin embargo, comenzaba a sentir un miedo distinto.

No me refiero naturalmente al que me había hecho comportarme como un asno, sino a otro tipo de miedo, que jamás había conocido ni aun, imaginado. ¿Queréis saber cómo era ese miedo? Bueno. Pues me puse a examinar la daga, minuciosamente, dándole vueltas una y otra vez entre las manos, pero sin empuñarla, como no tardé en darme cuenta. Me sentía como si estuviese sorprendido, de manera un tanto inconsciente, de que se estuviese quieta entre mis manos. Sin embargo, aquella sensación desapareció poco después. La curiosa arma no presentaba signos del golpe, a no ser por el hecho de que el color oscuro de su hoja fuese ligeramente más brillante en la redondeada punta que había traspasado mi armaduras. Poco después, cuando acabé de examinar la daga, subí el peldaño del coro y entré por la pequeña puerta de la verja. A continuación, tras arrodillarme en el altar, introduje la daga en su vaina y volví a salir por la puerta de la verja, cerrándola tras de mí y sintiéndome terriblemente a disgusto por haber devuelto la vieja arma a su lugar acostumbrado.

Sin pasar a analizar profundamente mis sentimientos, supongo que tenía la convicción irracional, aunque no fuese totalmente consciente de ella, de que había mayor probabilidad de peligro cuando la daga descansaba en el lugar que le había sido asignado en los últimos cinco siglos que cuando se encontraba fuera de él. Sin embargo, no creo que esa fuera una buena explicación, sobre todo cuando recuerdo el aura ominosa, que aquel objeto parecía tener cuando estaba en el suelo del coro. Sólo sé que, cuando volví a meter la daga en su vaina, sufrí un ataque de nervios que sólo se me calmó cuando recogí la linterna del suelo, donde la había dejado para observar el arma, y me dirigí a la silenciosa nave lateral con paso raudo, abandonando aquel lugar.

Hasta que no cerré la puerta tras de mí no comprendí la enormidad de la tensión a que había estado sometido. No tenía ganas de hablar con el anciano hipocondríaco de sir Alfred, con su manía de tomar tantísimas precauciones en lo referente a la capilla. Y de pronto se me ocurrió preguntarme si no conocería alguna tragedia que hubiera sucedido en el pasado, donde la daga hubiese jugado un papel preponderante. Regresé a mi habitación, me lavé, me afeité y me vestí, tras lo cual leí un poco. Luego bajé por la escalera y le pedí al activo mayordomo que me sirviera algunos sandwiches y una taza de café. Media hora más tarde me dirigí a Burtontree, caminando tan deprisa como podía, ya que se me había ocurrido una idea que estaba ansioso por comprobar.

Llegué a la población poco antes de las ocho y media, y encontré al fotógrafo local con la puerta aún sin abrir. No esperé a que lo hiciera, sino que llamé a su casa, hasta que apareció sin el mandil, claro indicio de que aún no había tomado el desayuno. Le expliqué en pocas palabras que tenía que usar su cuarto oscuro inmediatamente, y al instante lo puso a mi disposición. Había llevado conmigo la platina con la placa que había tomado con flash, y en seguida comencé su revelado. Pero no fue esa placa la que metí primero en el baño de solución, sino la segunda, la que había estado en el aparato todo el tiempo que yo esperé a oscuras. Como recordaréis, había dejado el objetivo al descubierto, de forma que todo el coro se había encontrado, como si dijéramos, bajo observación.

Todos estáis al tanto de mis experimentos en «fotografía sin luz», o sea con luz que no resulta visible. Fueron los trabajos realizados con los rayos X los que me orientaron en esa dirección. Pero lo que quiero que comprendáis es que, a pesar de hallarme revelando aquella placa, supuestamente no expuesta, no tenía ninguna idea de los resultados que iba a obtener..., sino solamente la vaga esperanza de que pudiese mostrarme algo. Por tanto, como no sabía lo que podría obtener, observé la acción del líquido revelador sobre la placa con un interés de lo más intenso y concentrado. No tardé en distinguir una ligera mancha negra en la parte superior, seguida de otras, vagas y de contornos imprecisos. Tomé el negativo y lo acerqué a la luz.

Las manchas eran bastante pequeñas y prácticamente se concentraban en uno de sus extremos, pero, como ya he dicho, les faltaba resolución. Sin embargo, consiguieron excitarme, por lo que volví a sumergir el negativo en la solución. Algunos minutos más tarde lo examiné de nuevo, sacándolo una o dosveces del baño para mirarlo más detenidamente, pero sin conseguir imaginarme qué podrían ser aquellas manchas, hasta que observé que en uno o dos lugares formaban como una cruz. Pero como eran tan indefinidas, me mostré prudente y no me dejé impresionar por tan turbadora similitud, aunque, debo confesarlo, aquel simple pensamiento fue suficiente para suscitar en mí todo tipo de escalofríos.

Proseguí durante un poco más con el revelado, introduje el negativo en el baño de hiposulfito y comencé a trabajar con la otra placa. Quedó revelada en seguida, y en pocos instantes tuve un negativo bastante bueno, que parecía similar en todos los aspectos (excepto por la diferente exposición) al que había tomado el día anterior. Lo fijé, después de haberlo lavado, lo mismo que el otro, el que no había estado «expuesto», con agua del lavabo, y los dejé en una solución de alcohol desnaturalizado durante quince minutos, tras lo cual los llevé a la cocina del fotógrafo y los sequé. Mientras tanto, el fotógrafo y yo realizamos una ampliación del negativo que había tomado por la mañana. Hicimos lo mismo con los dos que acababa de revelar, lavándolos lo más deprisa posible, pues no quería dejar huellas en ellos, y los secamos con alcohol.

Al acabar aquellas operaciones, los tomé y los llevé a la ventana para proceder a un examen detallado, comenzando con el que parecía mostrar el contorno de la daga en varios sitios. Y aunque este estuviese ampliado, aún no podía asegurar que aquellas manchas representasen nada anormal; lo dejé a un lado, ya que no quería que mi imaginación comenzase a imaginarse dagas a partir de aquellos contornos indefinidos. Tomé las otras dos ampliaciones, las dos del coro, como recordaréis, y comencé a compararlas. Estuve examinándolas unos minutos, sin distinguir ninguna diferencia en la escena que habían captado. Entonces observé que diferían en algo. En la segunda ampliación —la que había hecho del negativo que se había tomado con el flash— la daga no estaba en su vaina. Sin embargo, yo estaba seguro de que había estado en ella minutos antes de que tomara la fotografía. Tras aquel descubrimiento comencé a comparar las dos ampliaciones de manera muy diferente a mi anterior examen. Le pedí al fotógrafo una regla graduada y llevé a cabo una comparación metódica y exacta de los detalles revelados por ambas fotografías.

Repentinamente caí en la cuenta de algo que me llenó de excitación. Devolví al fotógrafo su regla graduada, le pagué por su trabajo y abandoné su tienda, saliendo a la calle. Me llevaba las tres ampliaciones, que había enrollado antes de irme. Tuve la suerte de encontrar en una esquina de aquella misma calle un coche de punto, con lo que no tardé en llegar al castillo. Subí rápidamente a mi habitación para dejar las fotografías en ella y volví a bajar, con la intención de localizar a sir Alfred Jarnock; pero el señor George Jarnock, con quien me encontré, me dijo que su padre se sentía demasiado indispuesto para levantarse, por lo que prefería que nadie entrase en la capilla hasta que él no se hubiese levantado.

El joven Jarnock me presentó sus excusas, casi en tono de condolencia, por el hecho de que sir Alfred Jarnock se mostrase quizá excesivamente prudente; pero, considerando todo lo ocurrido, debíamos de estar de acuerdo en que la necesidad de tanta prudencia se había visto justificada. También añadió que, incluso antes del horrible ataque sufrido por el mayordomo, su padre siempre había llevado consigo la llave y jamás había permitido que se abriera la puerta excepto cuando se realizaba el Servicio Divino o cuando se efectuaba la limpieza, una hora diaria antes del mediodía.

Asentí con un movimiento de cabeza a todo lo que me decía; pero, cuando el joven se fue, tomé el duplicado de la llave que había hecho de la puerta de la capilla y me fui hasta ella, cerrándola por dentro. Realicé algunos experimentos particularmente interesantes e incluso singulares y, como los llevé a cabo con éxito, abandoné el lugar en un completo estado de excitación. Cuando pregunté por el señor George Jarnock, me dijeron que estaba en el salón.

—Venga conmigo —le dije, en cuanto hube dado con él—. Écheme una mano, por favor. Tengo que mostrarle algo de lo más extraño.

Era evidente que se sentía sumamente perplejo, pero me siguió sin perder tiempo. Mientras caminábamos, me lanzó un cúmulo de preguntas, a las que sólo asentí afirmando con la cabeza y rogándole que esperase un poco. Le conduje a la armería. Allí le sugerí que llevásemos entre los dos un maniquí que estaba vestido con media armadura. Me obedeció, evidentemente extrañado, y entre los dos nos lo llevamos hasta la puerta de la capilla. Cuando vio que sacaba la llave del bolsillo y abría, pareció aún más estupefacto, pero se contuvo, esperando sin duda una explicación. Entramos en la capilla y cerramos la puerta a nuestro paso, tras lo cual transportamos el maniquí con su armadura por la nave lateral hasta la puerta de la verja, donde le dejamos descansando en su base circular de maderas.

—¡Deténgase! —grité de repente al joven Jarnock, ya que hacía ademán de abrir la puerta—. ¡Por Dios, hombre, no lo haga!

—¿Que no haga qué? —preguntó, entre perplejo e irritado por mis palabras y maneras.

—Aguarde un instante —dije—. Hágase a un lado unos instantes y espere.

Se fue hacia la izquierda mientras yo sujetaba el maniquí entre mis brazos y le situaba mirando al altar, de forma que se encontrase cerca de la puerta. Entonces, manteniéndome bien apartado a la derecha, empujé al maniquí por detrás, de manera que diese ligeramente contra la puerta y la abriese. En el mismo instante, el maniquí recibió un tremendo golpe que le arrojó hacia la nave lateral, entre el estruendo y el clangor que hacía su armadura al rebotar sobre el pulido mármol del suelo.

—¡Válgame Dios! —exclamó el joven Jarnock, apartándose de la verja, terriblemente pálido.

—Acérquese y mire —dije, y le conduje hacia donde yacía caído el maniquí, cuyos miembros superiores aparecían curiosamente desarticulados, adoptando extrañas contorsiones. Me incliné sobre él y señalé con el dedo. Allí, justo en medio del peto de grueso acero, se encontraba clavada «la Daga del Dolor».

—¡Válgame Dios! —repitió el joven Jarnock—. ¡Válgame Dios! ¡Si es la daga! ¡El maniquí ha resultado apuñalado de la misma manera que Bellett!

—Sí —comenté, y le vi echar un rápido vistazo hacia la entrada de la capilla. Pero, en justicia, debo decir que no se movió ni una pulgada.

—Venga a ver cómo ocurrió —dije.

Recorrí el camino inverso, hasta llegar a la verja del coro, De la pared situada a la izquierda del altar, descolgué un instrumento de hierro, largo y curiosamente adornado, bastante parecido a una lanza corta. Inserté su extremo apuntado en un agujero que se encontraba en el montante izquierdo de la puerta de la verja del coro. Hice fuerza, y una sección del montante, elevándose del suelo, se inclinó hacia dentro, hacia el altar, como si se encontrase anclada en su base. Después quedó más baja, dejando levantada la parte que quedaba del montante. Como yo seguía haciendo fuerza, para que la parte móvil del montante se inclinase, sonó un click, y una sección del suelo se apartó hacia un lado, mostrando una cavidad larga y poco profunda, que bastaba para contener el montante. Me apoyé con todo mi peso en la parte que hacía de palanca y conseguí que el montante se alojase en el nicho. Inmediatamente se oyó un sonido metálico, como el de algún mecanismo de seguridad que se enganchase y retuviese el tremendo resorte que estaba trabajando.

A continuación me dirigí hacia el maniquí y, tras un esfuerzo de varios minutos, conseguí sacar la daga de su armadura. Tomé la antigua arma y coloqué su empuñadura en un agujero, cerca de la parte superior del montante, donde encajó a la perfección, con la punta hacia arriba. Acto seguido, me fui hacia la palanca y tiré con fuerza de ella, con lo que el montante descendió cerca de un pie, hasta el fondo de la cavidad, alojándose en ella con otro clang. Retiré la palanca, y la estrecha sección del suelo volvió a su primitiva posición, ocultando montante y daga, sin presentar ninguna diferencia con el suelo de las proximidades. Entonces cerré la puerta de la verja y ambos nos echamos a un lado. Aferré la palanca en forma de lanza y di a la puerta un ligero empujón, para que se abriera. Instantáneamente, hubo un ruido sordo, y algo hendió el aire con un silbido, yendo a estrellarse contra la pared del fondo de la capilla. Era la daga. Entonces hice observar a Jarnock que la otra mitad del montante había vuelto a su lugar, haciendo que el montante pareciese tan sólido como el que se encontraba a la derecha de la puertas.

—¡Ahí la tiene! —dije, volviéndome hacia el joven y dando una palmada al montante que podía separarse en dos—. Ahí tiene la cosa «invisible» que empuñaba la daga. Ahora hay que averiguar quién diablos era la persona que manejaba la trampa —y, mientras hablaba, no dejaba de mirarle fijamente.

—Mi padre es el único que tiene llave —confirmó—. Por lo que es prácticamente imposible que cualquier otra persona haya podido hacer funcionar este mecanismo.

Volví a mirarle, pues era obvio que aún no había llegado a ninguna conclusión.

—Dígame, señor Jarnock —comenté, quizá con más brusquedad de la que debiera, considerando lo que tenía que decir—. ¿está usted totalmente seguro de que sir Alfred se encuentra... mentalmente bien?

Me miró como espantado y se ruborizó lentamente. Entonces comprendí lo indelicado de mi pregunta.

—No..., no lo sé — respondió, después de una breve pausa, y después quedó en silencio, aparte de una o dos observaciones incoherentes.

—Dígame la verdad —dije—. ¿Nunca había sospechado nada, ni siquiera alguna vez? No tiene por qué avergonzarse de contármelo.

—Bueno —respondió lentamente—. Debo admitir que a veces he encontrado a mi padre un poco..., un poco extraño. Pero siempre he querido suponer que estaba equivocado. Siempre había pensado que nadie más se daría cuenta. Ya ve, estoy muy orgulloso del viejo gruñón.

—Tiene toda la razón —dije, tras asentir con la cabeza—. No hay ninguna necesidad de organizar un escándalo por lo sucedido. No obstante, pienso que algo tendremos que hacer, aunque de manera discreta. Sin ruido, ya sabe. Creo que debiera tener una conversación con su padre, para decirle que hemos descubierto todo el asunto —y di una palmada al montante dividido.

El joven Jarnock pareció alborozado por mi comentario y, después de estrecharme la mano enérgicamente, me quitó la llave y se fue de la capilla. Regresó cerca de una hora después, con aire preocupado. Me dijo que mis conclusiones eran perfectamente correctas. Sir Alfred Jarnock había sido quien había conectado el mecanismo las dos veces, la noche en que le faltó bien poco para acabar con el mayordomo y la de la víspera. Además, todo apuntaba al hecho de que era el viejo aristócrata quien lo ponía en marcha desde hacía muchos años. Se había enterado de su existencia gracias a un antiguo libro manuscrito de la biblioteca del castillo. El mecanismo había sido planeado y utilizado antaño para proteger los cálices de oro del Oficio Divino, que al parecer se encontraban en un nicho secreto bajo el altar. Sir Alfred Jarnock había utilizado aquel escondrijo para guardar en él las joyas de su esposa.

Después de su muerte, ocurrida hacía doce años, sir Alfred no había vuelto a ser el mismo, como me confesó su hijo. Tras aquella declaración, le mencioné lo intrigado que me tenía el hecho de que la noche en que resultara herido el mayordomo, la trampa estuviese montada antes de la celebración del servicio religioso; pues, si había comprendido bien, su padre había adquirido el hábito de montarla cada noche y anular su mecanismo cada mañana, antes de que cualquiera pudiese entrar en la capilla. Me contestó que su padre, en un acceso de falta de memoria (por otra parte natural, dada su condición neurótica), la había conectado demasiado pronto, y poco faltó para provocar una tragedia.

Y esto es todo lo que puedo contaros del asunto. Por lo que he podido saber, el anciano no está tan loco como sugiere el sentido popular de la palabra. Es extremadamente neurótico y ha caído en cierto estado hipocondríaco, ocasionado probablemente por el duelo de la muerte de su esposa, que acabó conduciéndole a largos años de tristes meditaciones y a un exceso de falta de compañía y de pensamientos obsesivos. De hecho, el joven Jarnock me contó que a veces su padre se pasaba rezando horas enteras, encerrado en la capilla. Carnacki acabó su discurso y se inclinó hacia delante, para tomar una cerilla.

—Pero todavía no nos has contado cómo descubriste el secreto del montante que se separaba en dos, ni todo lo demás —dije, hablando por los cuatro.

—¡Ah, eso! —exclamó Carnacki, dando unas vigorosas bocanadas a su pipa—. Al comparar... las fotos..., descubrí que la que había... tomado con luz... diurna, mostraba que el montante izquierdo de la puerta de la verja tenía mayor espesor que en la que había tomado de noche, con el flash. Eso fue lo que me puso en la pista. Comprendí al momento que debía existir algún truco mecánico en todo aquel asunto, y nada de elementos sobrenaturales. Examiné el montante, y el resto fue bastante simple, como habéis visto. A propósito —prosiguió, levantándose y dirigiéndose a la repisa de la chimenea—, seguro que estaréis interesados en echar un vistazo a la llamada «Daga del Dolor». El joven Jarnock fue muy gentil al regalármela, como un pequeño recuerdo de mi aventura.

Nos la pasó para que la examináramos, mientras él se quedaba mirando en silencio al fuego, dando bocanadas a su pipa, con aire meditabundo.

—Jarnock y yo hicimos lo necesario para que la trampa no volviese a funcionar —comentó al cabo de algunos momentos—. Como veis, yo me he quedado con la daga, mientras el viejo Bellett va y viene, y el asunto ha podido mantenerse en silencio, con cierta discreción. A pesar de todo, me imagino que la capilla jamás perderá su reputación de lugar peligroso. Y estoy condenadamente seguro de que se podrán dejar en ella todo tipo de objetos de valor.

—Hay dos cosas que todavía no nos has explicado —comenté—. A tu entender, ¿qué fue lo que causó aquéllos sonidos metálicos que oíste en dos ocasiones, mientras estabas a oscuras en la capilla? La segunda pregunta sería si creíste que aquellos sonidos de pasos apagados eran reales, o sólo una ilusión de tu cerebro, por llevar trabajando en tensión tanto tiempo.

—No estoy seguro de conocer el origen de esos sonidos —respondió Carnacki—. Es algo que me tiene un poco intrigado. Sólo puedo suponer que el resorte que hacía funcionar el montante se aflojó, deslizándose ligeramente de su posición de equilibrio. Si ocurrió tal cosa, bajo una tensión tan enorme, aquello debió traducirse en un sonido metálico. Y un sonido, aunque sea débil, llega muy lejos en medio de la noche, sobre todo si uno está pensando en fantasmas. Supongo que lo comprenderéis.

—En efecto —dije—. ¿Y los demás sonidos?

—Bueno, pues lo mismo... Quiero decir que la extraordinaria quietud que reinaba en la capilla puede explicarlos, aunque sólo en cierta medida. Ha podido tratarse de cualquier sonido usual, de esos que jamás se oyen en condiciones normales, o también todo pudo ser obra de mi imaginación. Es imposible decirlo. Realmente me preocuparon muchísimo. En cuanto al ruido de algo que se deslizaba, estoy casi seguro que una de las patas del trípode de mi cámara se deslizó unas cuantas pulgadas, con lo que bien pudo caerse de encima de la cámara la tapa que protegía el objetivo, lo que explicaría el
golpecito seco que oí poco después.

—¿Cómo explicas que la daga estuviese en su lugar, encima del altar, cuando la examinaste lo primero de todo, aquella noche? —pregunté—. ¿Cómo podía estar allí y, al mismo tiempo, en la trampa?

—¡Ese fue mi error! —replicó Carnacki—. La daga no pudo haber estado en la vaina en aquellos momentos, aunque yo pensé que sí lo estaba. Como la vaina tiene esa forma tan curiosa de cruz, creí que contenía la daga, como podéis imaginar. La empuñadura de la daga sobrepasa en muy poco la parte vertical de la vaina..., lo que resultaría un inconveniente a la hora de desenvainarla rápidamente.

Asintió sagazmente mientras nos miraba, bostezó y miró al reloj.

—¡Fuera todo el mundo! —dijo de manera amistosa, usando como siempre su fórmula favorita?.

Nos levantamos, le estrechamos la mano y nos hundimos en la noche y en el silencio del Embankment, para dirigirnos hacia nuestras respectivas casas.

W.H. Hodgson (1877-1918)




Relatos góticos. I Relatos de W.H. Hodgson.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de William Hope Hodgson: La cosa invisible (The Thing Invisible), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

muy buen relato, de como el miedo nos hace perder la razón. y de como existe explicaciones para cosas que son supuestamente anormales,........Kd



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