«La cabeza del distrito»: Rudyard Kipling; relato y análisis


«La cabeza del distrito»: Rudyard Kipling; relato y análisis.




La cabeza del distrito (The Head of the District) es un relato victoriano del escritor inglés Rudyard Kipling (1865-1936), publicado originalmente en la edición de enero de 1890 de la revista Macmillan’s Magazine, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: El hándicap de la vida (Life’s Handicap).

La cabeza del distrito, probablemente uno de los relatos de Rudyard Kipling menos conocido, pone de manifiesto el asombro y cierto rechazo de clases por la política de su amada India en la época de la colonia, y especialmente por inquietante un caballero en particular.




La cabeza del distrito.
The Head of the District, Rudyard Kipling (1865-1936)

Hay un condenado más dentro, en la cárcel central, detrás del muro de adobe; y en la zona de frontera el ladrón es uno menos: y así la paz de la Reina, mis muy queridos amigos, sobre las cosas impera, y así la paz de la Reina sobre las cosas impera. Sobrellevamos la culpa y la vergüenza del jefe, pues quitamos nuestra mano de la tierra sometida y así la paz de la Reina mis muy queridos amigos, sobre las cosas impera.

(El mandato de Shindand I.)


El Indo había crecido sin previo aviso. La noche anterior era un bajo que se podía vadear; a la siguiente, cinco millas de agua turbia y airada separaban una orilla firme de otra que se deshacía, y el río seguía creciendo bajo la luna. Una litera llevada por seis hombres barbudos, todos poco habituados a esa faena, se detuvo sobre la arena blanca que dibujaba una planicie más blanca aún.

—Es la voluntad de Dios —dijeron—. No nos atreveríamos a cruzar esta noche ni siquiera en una barca. Encendamos el fuego y preparemos la comida. Somos hombres cansados.

Miraron hacia la litera, inquisitivos. Dentro, yacía el delegado del gobierno del distrito de Kot –Kumhar–sen, moribundo de fiebre. Le habían llevado a campo traviesa seis guerreros de un clan fronterizo, que él se había ganado por el camino de una rectitud moderada, cuando se desmoronó al pie de aquellas montañas poco hospitalarias. Y Tallantire, su asistente, cabalgaba con ellos, con el corazón tan pesado como pesados estaban sus ojos por la pena y la falta de sueño. Había servido al enfermo durante tres años y había aprendido a amarle como aprenden a amar —o a odiar— los hombres unidos en la maraña de las tareas duras. Desmontó para separar las cortinas de la litera y echar una mirada dentro.

—Orde... Orde, amigo, ¿me oyes? Tenemos que esperar hasta que baje el río, mala suerte.

—Te oigo —respondió un murmullo seco—. Esperar hasta que baje el río. Pensaba que podríamos llegar al campamento antes del amanecer. Polly lo sabe, vendrá a buscarme.

Uno de los portadores miraba hacia el otro lado del río y advirtió el débil titilar de una luz muy lejana. Susurró a Tallantire:

—Allí están las luces de su campamento, y su mujer. Cruzarán por la mañana, tienen buenas barcas. ¿Vivirá hasta entonces?

Tallantire negó con la cabeza. Orde estaba a las puertas de la muerte. ¿Para qué atormentar su alma con esperanzas de un encuentro que no se podría producir? El río se tragaba las orillas, demolía las crestas de arena y gruñía, hambriento aún. Los porteadores buscaron algún combustible en las tierras baldías: espinos secos y restos de los campamentos que se habían establecido junto al cauce. Sus espadas sonaban mientras ellos se movían con suavidad en medio de la bruma de la luz lunar y el caballo de Tallantire tosió para explicar que le hubiese apetecido tener una manta.

—También yo tengo frío —dijo la voz desde la litera—. Creo que esto es el fin. ¡Pobre Polly!

Tallantire le acomodó las mantas; Khoda Dad Khan, al ver eso, se quitó su pesado abrigo de piel de borrego y lo echó sobre la pila.

—Me calentaré junto al fuego —dijo.

Entonces Tallantire tomó entre sus brazos el cuerpo enflaquecido de su jefe y lo estrechó contra su pecho. Tal vez, si pudiera mantenerlo bien abrigado, Orde viviría para volver a ver a su mujer. ¡Si la ciega Providencia hiciera que el río bajase tres pies!

—Así me encuentro mejor —dijo Orde con voz débil—. Siento ser una molestia, pero hay... ¿hay algo para beber?

Le dieron leche con whisky y Tallantire sintió cierta tibieza contra su pecho. Orde comenzó a susurrar algo.

—No me importa morir —dijo—. Me apena dejar a Polly y el distrito. Gracias a Dios no tenemos niños. Dick, tú sabes que estoy hundido, terriblemente hundido, por las deudas de mis primeros cinco años de servicio. La pensión no es alta, pero bastará para ella. Tiene a su madre en Inglaterra. Lo difícil será llegar hasta allá. Y.., y..., ya sabes, al no ser la mujer de un soldado...

—Le conseguiremos el pasaje, por supuesto —dijo Tallantire con calma.

—No es bonito pensar en pasar el sombrero pero, ¡Dios mío!, cuántos hombres yacen aquí y, me acuerdo, tuvieron que hacer lo mismo. Morten está muerto y era de mi edad. Shaughnessy ha muerto y tenía hijos. Recuerdo que solía leernos las cartas que le enviaban desde el colegio: ¡qué pesado nos parecía! Evans ha muerto: ¡Kot Kumharsen lo mató! Ricketts de Myndonie ha muerto yyo también voy a morir. «El hombre nacido de mujer es pequeñas y pocas patatas en las montañas.» Eso me recuerda, Dick, que los cuatro pueblos Khusru Kheyl de nuestra frontera quieren un tercio de la remesa esta primavera. Es justo, las cosechas son malas. Asegúrate de que lo reciban y habla con Ferris acerca del canal. Me gustaría haber vivido para verlo terminado, significa mucho para los pueblos del norte del Indo; pero Ferris es un hombre apático, despiértale. Tú te encargarás del distrito hasta que llegue mi sucesor. Quisiera que te hiciesen un nombramiento permanente. Tú conoces el paño. Sin embargo, me figuro que será Bullows. Es un buen hombre, pero demasiado débil para la labor de la frontera, y no entiende a los sacerdotes. El sacerdote ciego de Jagai tendrá que ser vigilado. Lo verás todo en mis papeles, en la caja del uniforme, creo. Llama a los hombres de Khusru Kheyl, será mi última audiencia pública. ¡Khoda Dad Khan!

El jefe de los hombres de un salto se puso junto a la litera, seguido de sus compañeros.

—Hombres, estoy muriendo —dijo Orde con rapidez, en lengua indígena— y pronto dejará de haber un sahib Orde que tire de vuestras colas para que no robéis ganado.

—¡Dios no permita semejante cosa! —exclamó el coro de bajos—. El sahib no morirá.

—Sí que lo hará, y así ha de saber si quien decía la verdad era Mahoma o Moisés. Pero vosotros debéis ser hombres buenos cuando yo ya no esté aquí. Aquellos que viváis en nuestras fronteras tendréis que seguir pagando los impuestos con toda calma, como hasta ahora. Ya he dicho qué pueblos deben ser bien tratados este año. Aquellos que viváis en las montañas no debéis robar ganado, ni quemar pajares, ni prestar oído a la voz de los sacerdotes que, al no conocer la fuerza del Gobierno, podrían llevaros a guerras insensatas, por las que vosotros seguramente moriríais y vuestras cosechas serían comidas por extraños. Tampoco debéis asaltar ninguna caravana y tenéis que dejar vuestras armas en el puesto de policía cuando vengáis, tal como ha sido vuestra costumbre y mi orden. El sahib Tallantire estará con vosotros, pero no sé quién ocupará mi lugar. Os hablo ahora con la verdad, pues ya casi estoy muerto, hijos míos..., porque aunque seáis hombres fuertes sois unos niños.

—Y tú eres nuestro padre y nuestra madre —interrumpió Khoda Dad Khan, tras soltar un juramento—, ¿Qué haremos ahora que ya no habrá nadie que hable por nosotros o que nos enseñe a obrar con sabiduría?

—Está el sahib Tallantire; acudid a él, que conoce vuestra lengua y vuestro corazón. Mantened tranquilos a los jóvenes, escuchad a los ancianos y obedeced. Khoda Dad Khan, toma mi anillo. El reloj y la cadena son para tu hermano. Guarda estas cosas como recuerdo mío y yo hablaré con el Dios que haya de encontrar y le diré que los Khusru Kheyl son buena gente. Tenéis mi venia para marcharos. Khoda Dad Dhan, con el anillo en el dedo, se ahogó en un sollozo audible al escuchar la muy conocida fórmula que ponía fin a una entrevista. Su hermano volvió para mirar hacia la otra margen del río. Rompía el alba y una mancha blanquecina se mostraba en la plata opaca de la corriente.

—Allí viene ella —dijo el hombre en un susurro—. ¿Podrá vivir dos horas más? –y sacó de su cinturón el recién adquirido reloj y miró el cuadrante sin entender, tal como había visto que hacían los ingleses. A lo largo de dos horas la vela hinchada viró, subió y bajó por el río, mientras Tallantire seguí estrechando en sus brazos a Orde y Khoda Dad Khan le frotaba los pies. Volvió a hablar, de cuando en cuando, del distrito y de su mujer pero, a medida que se aproximaba el fin, con mayor frecuencia de ella. Todos esperaban que no supiese que, en esos precisos instantes, ella estaba arriesgando su vida en una barca nativa absurda para llegar a su lado. Pero la terrible presciencia de los moribundos les engañó. Orde echándose hacia adelante con esfuerzo, miró a través de las cortinas y vio cuán cerca se hallaba la vela.

—Es Polly —dijo simplemente, aunque su boca se retorcía de dolor—. Polly y..., la broma pesada más siniestra que jamás e le haya gastado a un hombre. Dick..., tú tendrás... que... explicarle. Una hora más tarde, Tallantire recibió sobre la orilla a una mujer vestida con un traje de montar de zaraza y una pamela que le preguntó a gritos por su marido –su niño y su amado–, mientras Khoda Dad Khan se arrojaba boca abajo en la arena y se cubría los ojos.

La simplicidad misma de la idea constituía su encanto. ¿Qué podría ser más fácil que ganar una reputación de estadista de gran previsión, de originalidad y, sobre todo, de deferencia ante los deseos de la gente, nombrando a un hijo del país para gobernar ese país? Doscientos millones de amantes y agradecidos súbditos bajo el dominio de Su Majestad alabarían el acontecimiento y su alabanza perduraría por siempre. Sin embargo, él se sentía indiferente a la alabanza o a la crítica, como correspondía al Más Grande de Todos los Virreyes. Su administración se basaba en los principios y los principios han de ser respetados en tiempo y a destiempo. Su pluma y su lengua habían creado la Nueva India, rebosante de posibilidades —estentórea, insistente, una nación entre las naciones— todo por su propia obra.

Por tanto, el Más Grande de Todos los Virreyes avanzó un paso más y con él pidió consejo a quienes le ayudarían a nombrar el sucesor de Yardley Orde. Había un caballero y miembro de la administración bengalí que había obtenido su plaza y un título universitario, por añadidura, en competición abierta con los hijos de los ingleses. Era hombre culto y de mundo y, si el informe decía verdad, había dirigido con sensatez y, sobre todo, con buena disposición un distrito densamente poblado de Bengala suroiental. Había sido a Inglaterra y encantado a muchas tertulias. Su nombre, si el Virrey recordaba bien, era Mr. Grish Chunder Dé, M.A. En resumen, ¿tenía alguien alguna objeción al nombramiento, siempre por principio, de un hombre del país para gobernar ese país?

El distrito de Bengala suroriental podía pasar, con ventaja según había averiguado, a un funcionario civil más joven de la misma nacionalidad que Mr. G. C. Dé (quien había escrito un artículo de notable grado de inteligencia sobre el valor político de la simpatía en la administración); y Mr. G.C. Dé podía ser transferido al norte, a KotKumharsen. El Virrey, por principio, era contrario a interferir en los nombramientos que dependían de los gobiernos provinciales. Deseaba que se comprendiese que él tan sólo recomendaba y aconsejaba en esta instancia. En lo concerniente al mero tema de la raza, Mr. Gris Chunder Dé era más inglés que un inglés y, no obstante, poseía esa simpatía peculiar y esa perspicacia que los mejores de la mejor administración del mundo sólo pueden obtener al final de su carrera. Los reyes adustos y de negras barbas sentados en el Consejo de India se dividieron en la ocasión, con el resultado inevitable de llevar al Más Grande de Todos los Virreyes al borde un ataque de histeria y a una obstinación confusa, tan patética como la de un niño.

—El principio es bastante acertado —dijo, con una mirada de sus ojos cansados, el cabeza de las Provincias Rojas, donde se hallaba Kot Kumharsen, porque también él tenía sus teorías—. La única dificultad es...

—Ajústele los tornillos a los oficiales del distrito. Sume a Dé un par de delegados del Gobierno vigorosos a cada lado; otórguele el mejor ayudante de la provincia; llene a la gente de temor de Dios con anticipación y si algo funciona mal, diga que los colegas no han colaborado con Dé. Las consecuencias de estos maravillosos experimentos, por último, acaban recayendo sobre el delegado del distrito —dijo el Caballero de la Espada Desenvainada, con una brutalidad tan manifiesta que hizo que el Cabeza de las Provincias Rojas se estremeciese. Y sobre un acuerdo tácito de esta naturaleza se cumplió el traslado, tan discretamente como fue posible, por diversas razones.

Es triste pensar que lo que en India pasa por ser la opinión pública no advirtió, en general, la sabiduría del nombramiento hecho por el Virrey. Tampoco hubo ausencia de órganos mercenarios, con toda evidencia al servicio de una burocracia tiránica, que hicieron más que sugerir que Su Excelencia era un tonto, un soñador de imposible, un doctrinario y, lo peor de todo, un hombre que jugaba con las vidas de los hombres. The Viceroy’s Excellence Gazette, publicado en Calcuta, se vio en figurillas para agradecer a «Nuestro amado Virrey, una vez más, su gloriosa vindicación de las potencialidades de las naciones bengalíes para cumplir con amplias tareas ejecutivas y administrativas en regiones que estén fuera de nuestro ámbito. No abrigamos duda alguna acerca de que nuestro excelente conciudadano, Mr. Grish Chunder Dé, Esq., M.A., mantendrá muy alto el prestigio de los bengalíes, por encima de las intrigas sombrías y de las estrategias que se puedan organizar para dañar su fama y destruir sus perspectivas entre los orgullosos civiles, algunos de los cuales ahora tendrán que servir a un nativo despreciado y estar, además, a sus órdenes. ¿Qué tal les resultará, señores? Rogamos a nuestro amado Virrey que continúe manteniéndose por encima de los prejuicios, y que permita que la flor de esta que ahora es nuestra administración reciba todas las pagas y ayudas otorgadas a sus hermanos de mayor fortuna».

—¿Cuándo se va a incorporar a su cargo este hombre? Ahora mismo estoy solo y me figuro que bajo sus órdenes seguiré igual.

—¿Te hubiese gustado que te trasladaran? —dijo Bullows con vivacidad; después, poniendo una mano sobre el hombro de Tallantire—: estamos en el mismo barco, no nos abandones. Aunque, ¿por qué demonios has de quedarte si puedes obtener otro cargo?

—Era el de Orde —dijo Tallantire con sencillez.

—Pues ahora es de Dé. Es el más bengalí de los bengalíes, atiborrado de códigos y jurisprudencia, un hombre magnífico en materia de rutina y trabajo burocrático, además de tener una conversación agradable. Como es natural, siempre lo han mantenido en su distrito natal, donde vivían todas sus hermanas, primas y tías, por no sé dónde al sur de Dacca. No hizo más que convertir el lugar en una pequeña y agradable reserva familiar, permitió a sus subordinados que hiciesen lo que querían y dejó que todos tuviesen alguna oportunidad con las rupias. Por consiguiente, allá abajo es inmensamente popular.

—No tengo nada que ver con eso. ¿Cómo diablos explicaré en el distrito que van a ser gobernados por un bengalí? ¿Supones —supone el Gobierno, quiero decir— que los Khusru Kheyl se quedarán tranquilos y sentados cuando lo sepan? ¿Qué dirán los jefes musulmanes de las aldeas? ¿Cómo trabajará a sus órdenes la policía, compuesta por sijs muzbíes y patanes? Nosotros no podríamos decir nada aunque el Gobierno nombrase a un barrendero, pero mi gente tendrá mucho que decir, ya lo sabes. ¡Es una muestra de locura cruel!

—Mi querido muchacho, sé todo eso y más. Lo he explicado y me han dicho que estaba mostrando un prejuicio culpable y pueril. ¡Por Júpiter, si los Khusru Kheyl no muestran algo más que eso, yo no conozco la frontera! Hay grandes probabilidades de que se te incendie el distrito entre las manos, y yo tendré que dejar mi trabajo para ayudarte a sortear el peligro. No tengo que pedirte que apoyes al benglí de todas las formas posibles. Lo harás por tu propio bien.

—Por el de Orde. No puedo decir que a mí me interese un comino, personalmente.

—No seas tonto. Sabe Dios que es bastante lastimoso, y el Gobierno lo sabrá más adelante, pero eso no es motivo para que te enfurruñes. Tú debes tratar de gobernar el distrito; tú debes pacificar a los Khusru Kheyl y convendrá que adviertas a Curbar, el policía, que tal vez surjan problemas. Yo estoy al otro extremo del telégrafo y siempre preparado para jugarme mi reputación con tal de mantener el distrito en calma. Tú, desde luego, perderás la tuya. Si tú mantienes todo en orden y a él no le pegan de verdad con un palo cuando salga a hacer sus inspecciones, los méritos serán para él. Si algo funciona mal, te dirán que tú no le has brindado un apoyo leal.

—Sé lo que tengo que hacer —dijo Tallantire, preocupado— y lo haré. Pero es duro.

—El trabajo está en nuestras manos; los hechos, en las de Alá, como solía decir Orde cuando se veía más presionado que de costumbre —y Bullows se marchó en su caballo.

Que dos caballeros de la Administración bengalí de Su Majestad tuviesen que discutir a un tercero, también integrante de esa administración, que por otra parte era hombre culto y afable, parece extraño y afligente. No obstante, escuchen ustedes la charla inculta del mullah ciego de Jagai, el sacerdote de los Khusru Kheyl, sentado en una roca que domina la frontera. Cinco años antes, un proyectil disparado al azar por una batería había arrojado tierra a la cara del mullah, lo que originó un ataque de los ghazis contra media docena de bayonetas británicas. Así fue como quedó ciego, y no odió menos a los ingleses por el pequeño accidente. Yardley––Orde conocía su punto débil y muchas veces se había reído de él por eso.

—Perros sois vosotros —decía el mullah ciego a los hombres de la tribu que le escuchaban en torno a la hoguera—. ¡Perros apaleados ! Porque escuchasteis al sahib Orde, le llamasteis padre y os comportasteis como sus hijos, el Gobierno británico ha dado muestras de cuánto os considera. El sahib Orde ha muerto, ya lo sabéis.

—¡Ay, ay, ay! —dijo media docena de voces—. El era un hombre. Ahora, en lugar de él, ¿quién creéis que viene? Un bengalí de Bengala, un sureño que como pescado.

—¡Eso es mentira! —dijo Khoda Dad Khan—. Si no fuese por la pequeñez de que seas sacerdote, te haría tragar la culata de mi fusil.

—¡Ajá! ¿Eres tú, adulón de los ingleses? Ve mañana al otro lado de la frontera para saludar al sucesor del sahib Orde y te descalzarás ante la tienda de un bengalí y tu amo entregará tu presente a la mano negra de un bengalí. Lo sé, y en mis tiempos juveniles, si un hombre joven hablaba de mal modo a un mullah que conoce las puertas del cielo y del infierno, no se le hacía tragarla culata de un fusil. ¡No! El mullah ciego odiaba a Khoda Dad Khan con un odio afgano: ambos se disputaban el mando de la tribu, pero el segundo era temido por sus atributos físicos, así como el otro lo era por los espirituales. Khoda Dad Khan miró el anillo de Orde y gruñó:

—Iré mañana porque no soy un viejo tonto que predica la guerra contra los ingleses. Si el Gobierno, tocado de locura, ha hecho eso, entonces...

—Entonces —graznó el mullah—, ¿reunirás a los jóvenes y atacarás en los cuatro pueblos de la frontera?

—O te retuerzo el pescuezo, cuervo negro de Jehannum, por ser portador de malas nuevas. Khoda Dad Khan aceitó sus largos rizos con mucho cuidado, se ciñó su mejor cinturón de Bokhara, un turbante nuevo y unas bonitas babuchas verdes y, acompañado por unos pocos amigos, bajó de las montañas para visitar al nuevo delegado del Gobierno en KotKumharsen. También llevó un tributo: cuatro o cinco mohures de oro, inestimables, de los tiempos de Akbar, dentro de un pañuelo blanco. El delegado del Gobierno los tocaría y devolvería. La breve ceremonia solía ser un símbolo de que, en el campo de la influencia personal de Khoda Dad Khan, los Khusru Kheyl serían buenos chicos... hasta la próxima vez: en especial si ocurría que a Khoda Dad Khan le cayese bien el nuevo delegado del Gobierno. Durante el consulado de Yardley––Orde, la visita concluía con una cena fastuosa, quizá con licores prohibidos, y sin duda con magníficos relatos y mucha camaradería. Entonces Khoda Dad Khan volvía a su tierra entre aires de jactancia, afirmando solemne que el sahib Orde era un príncipe y el sahib Tallantire otro, y que todo el que hiciese una incursión por el territorio británico sería desollado vivo. En esta ocasión se encontró con que las tiendas del delegado del Gobierno tenían el mismo aspecto de siempre. Como se consideraba un privilegiado, franqueó la puerta abierta para encontrarse con un bengalí afable, corpulento, vestido a la inglesa, ocupado ante una escribanía. Poco versado en la influencia enaltecedora de la educación, y sin que le importasen nada los títulos universitarios, Khoda Dad Khan no tardó en clasificar al hombre como un badu —el amanuense nativo del delegado del Gobierno—, un animal detestado y despreciado.

—¡Eh! —dijo con jovialidad—. ¿Dónde está tu amo, babujee?

—Soy el delegado del Gobierno —dijo el caballero en inglés.

Como él sobrevaloraba los efectos de los títulos universitarios, miró fijamente a Khoda Dad Khan a la cara. Pero si desde la más tierna infancia te han habituado a mirar de frente batallas, asesinatos y muertes repentinas, si la sangre derramada te afecta tanto como si fuese pintura roja y, por encima de todo, si has creído con firmeza que el bengalí es el siervo de todos los indostanos y que todos los indostanos son muy inferiores a tu propio yo, vasto y vigoroso, puedes tolerar, por muy poco educado que estés, una buena cantidad de miradas. Incluso puedes llegar a mirar desde arriba a un graduado de alguna facultad de Oxford, si sabes que ha nacido en un burdel, de una estirpe criada en un burdel, y que es tan temeroso del dolor físico como algunos lo son del pecado; en especial si la madre de tu oponente le ha aterrado de niño, a la hora de dormir, con cuentos horribles de demonios que viven en Afganistán y leyendas lúgubres del Norte negro. Detrás de las gafas de oro, los ojos buscaron el suelo. Khoda Dad Khan se rió entre dientes y salió para encontrarse a poca distancia con Tallantire.

—Aquí están —dijo con grosería, arrojando ante él las monedas—, tócalas y devuélvelas. Esto responde por mi buen comportamiento. Pero dime, sahib, ¿se ha vuelto loco el Gobierno para enviarnos a este perro negro bengalí? ¿Qué quiere decir esto?

—Es una orden —dijo Tallantire: él se había esperado algo así—. Es un sahib muy inteligente.

—¡Ese un sahib! Ése es un Kala admi, un hombre negro, indigno de correr junto a la grupa del burro de un alfarero. Todos los pueblos del mundo han saqueado Bengala. Así está escrito. ¿Sabes dónde vamos nosotros, los del Norte, cuando queremos mujeres o rapiña? A Bengala: ¿a qué otro lugar? ¿Qué chiquillada es ésa de llamarle sahib? ¡Y además, después del sahib Orde! De verdad que el mullah ciego llevaba razón.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Tallantire, inquieto. Desconfiaba de ese viejo de ojos muertos y lengua mortífera.

—Vaya, por el juramento que hice al sahib Orde cuando le vi morir junto al río, ahora te lo diré. En primer lugar ¿es verdad que los ingleses han puesto el talón de un bengalí encima de su propio cuello y que ya no hay más poderío inglés en la tierra?

—Yo estoy aquí —dijo Tallantire—, y sirvo a la Maharaní de Inglaterra.

—El mullah dijo lo contrario y agregó que porque nosotros amábamos al sahib Orde el Gobierno nos mandaba un cerdo para demostrarnos que somos perros, que hasta ahora hemos estado bajo una mano fuerte. También ha dicho que se estaban llevando los soldados blancos, que vendrían más indostanos y que todo estaba cambiando. Esto es lo peor de un manejo irreflexivo de un país muy grande. Lo que parece tan aceptable en Calcuta, tan justo en Bombay, tan inexpugnable en Madrás, es mal entendido por el Norte y cambia por completo sus características en las riberas del Indo. Khoda Dad Khan explicó tan claramente como le fue posible que, aunque él mismo se proponía ser bueno, en realidad no podía responder por los miembros más temerarios de su tribu bajo el mando del mullah ciego. Podrían crear problemas o no, pero sin duda no tenían intención alguna de obedecer al nuevo delegado del Gobierno. ¿Estaba bien seguro Tallantire de que, en caso de producirse una serie de ataques fronterizos, las fuerzas del distrito podrían responder con rapidez?

—Dile al mullah que si sigue hablando tonterías —dijo Tallantire con sequedad—, llevará a sus hombres a una muerte segura y a su tribu a sufrir asedio, multas por infracción de la ley y a obtener dinero a costa de sus vidas. ¿Pero por qué hablo con quien ya no tiene peso en los consejos de la tribu? Khoda Dad Khan se tragó ese insulto. Se había enterado de lo que tanto había querido saber, y regresó a sus montañas para recibir la enhorabuena sarcástica del mullah, cuya lengua, encarnizándose alrededor de las hogueras, resultaba ser la llama más mortal que alimentara estiércol alguno.

Tengan ustedes la gentileza de examinar ahora, por un momento, el desconocido distrito de KotKumharsen. Cortado longitudinalmente por el Indo, se extiende al pie de la cadena montañosa de Khusru, una muralla de tierra inútil y de rocas desmoronadas. Tenía setenta millas de largo por cincuenta de ancho, sustentaba una población de algo menos de doscientas mil personas y pagaba impuestos por cuarenta mil libras al año sobre una superficie que era, en algo más de la mitad, un yermo total. Los labriegos no eran gente cortés, los mineros que explotaban la sal eran menos corteses aún y los criadores de ganado menos corteses que todos los demás. Un puesto de policía en el extremo derecho y un pequeño fuerte de adobe en el izquierdo evitaban todo el contrabando de sal y el abigeato que la influencia de los civiles no podía reprimir; en el extremo inferior derecho se alzaba Jumala, el centro de operaciones del distrito, un nudo lamentable de cobertizos que, por mero chiste, eran alquilados como casas, a pesar de su hedor a fiebre de frontera, de sus goteras cuando llovía y de ser unos hornos en el verano.

Hacia ese lugar viajaba Grish Chunder Dé, para hacerse cargo allí, formalmente, del distrito. Pero las nuevas acerca de su arribo habían llegado antes. Los bengalíes eran tan escasos como los perros de lanas entre los sencillos fronterizos que se partían la cabeza, uno a otro, con sus largas espadas y rezaban, imparciales, tanto en los santuarios hindúes como en los musulmanes. Se apiñaron para verle, señalándole y comparándole o bien con una búfalo lechera preñada o bien con un caballo decrépito, según lo que les sugiriese su capacidad metafórica limitada. Rieron ante su guardia de policía y quisieron saber durante cuánto tiempo los corpulentos sijs iban a mandar a los monos bengalíes. Preguntaron si él había traído consigo a sus mujeres y le hicieron una advertencia explícita de que no tocara a las de ellos. Sucedió además que una vieja llena de arrugas, junto a la carretera, a su paso, se golpeó los pechos descarnados mientras gritaba:

—He amamantado a seis que podrían haberse comido a seis mil como él. ¡El Gobierno les mandó matar y convirtió a Esto en rey! A lo que un viejo robusto, que arreglaba arados, tocado con un turbante azul, gritó:

—¡Ten esperanzas, madre! Puede que él todavía siga el camino de tus vagabundos. Y los niños, esos pequeños hongos marrones, le miraron con curiosidad. A menudo atraía a los niños a vagar por la tienda del sahib Orde, donde se podían ganar monedas de cobre con un simple deseo, y relatos tan auténticos de los que ni siquiera sus madres conocían más de la primera parte. ¡No! Ese hombre gordo y negro no podía decirles cómo había hecho Pir Prith para arrancarles los colmillos a diez diablos; ni cómo había sido posible que las grandes rocas se alinearan todas en la cima de las montañas de Khusru, y qué ocurría si al atardecer, por la puerta del pueblo, gritabas al lobo gris «Badl Khas ha muerto». Entre tanto, Grish Chunder Dé hablaba atolondradamente y mucho con Tallantire, tal como lo hacen aquellos que son «más ingleses que los ingleses», acerca de Oxford y de «la tierra», con abundante y curioso conocimiento literario de las cenas en que se celebraban los incidentes de las regatas, de los partidos de criquet, de las cacerías y de otros deportes impíos de los extraños.

—Debemos mantener sujetos a estos hombres —dijo una o dos veces, intranquilo—, mantenerles bien sujetos y llevarles con la rienda corta. De nada vale, sabe usted, ser flojo en el distrito. Y un momento después, Tallantire oyó que Debendra Nath Dé, quien llevado por su sentimiento fraterno había seguido la suerte de su pariente y esperaba la sombra de su protección como mediador, susurraba en bengalí:

—Mejor es el pescado seco en Dacca que las espadas desnudas en Delhi. Hermano mío, estos hombres son demonios, como dijo nuestra madre. ¡Y tú siempre tendrás que viajar a caballo! Aquella noche se celebró una audiencia pública en un pueblo decadente y pequeño a treinta millas de Jumala, en la que el nuevo delegado del Gobierno, en respuesta a los saludos de sus subordinados nativos, pronunció un discurso. Era un discurso cuidadosamente pensado, que hubiese resultado de gran valor a no ser porque su tercera frase comenzó con tres inocentes palabras: «Hamara hookum hai», «por orden mía». Entonces resonó una risa, límpida y sonora, en el fondo de la tienda, donde estaban sentados unos pocos propietarios de tierras de la frontera, y la risa creció, mezclándose con el desprecio, y la cara cenceña y punzante de Debendra Nath Dé se puso pálida y Grish Chunder, volviéndose hacia Tallantire, habló:

—Usted... usted ha preparado esto. En aquel momento se oyó el ruido de un galope y de inmediato entró Curbar, el superintendente de policía del distrito, sudoroso y cubierto de polvo. El Estado le había arrojado a un rincón de la provincia durante diecisiete años tediosos, para que evitara el contrabando de sal y esperase un ascenso que nunca había llegado. Había olvidado cómo tenía que mantener limpio su uniforme blanco, calzaba unas espuelas herrumbradas sobre unos zapatos de charol y cubría su cabeza con un casco o con un turbante. Agriado, viejo, corroído por los calores y los fríos, esperaba a tener el derecho de una pensión suficiente como para no morir de hambre.

—Tallantire —dijo, sin tomar en cuenta a Grish Chunder Dé—, vamos fuera. Quiero hablar contigo —y salieron—. Se trata de lo siguiente —prosiguió Curbar—: los Khusru Kheyl han atacado y herido a media docena de culis en el terraplén del nuevo canal de Ferris, mataron a un par de hombres y se llevaron a una mujer. Yo no te molestaría por esto, porque Ferris y Hugonin, mi asistente, van tras ellos con diez policías montados. Pero me figuro que esto sólo es el principio. Se ven sus hogueras en el alto de Hassan Ardeb y a menos que nos demos mucha prisa, muy pronto arderá toda nuestra frontera. Sin duda atacarán las cuatro aldeas Khusru de nuestro lado del confín: hace años que hay animosidad entre ellos y tú sabes que el mullah ciego ha estado predicando una guerra santa desde que Orde nos dejó. ¿Qué piensas?

—¡Maldición! —dijo Tallantire, pensativo—. Han empezado pronto. Bien, creo que será mejor que yo vaya a Fort Ziar y traiga todos los hombres que pueda para distribuirlos por las aldeas de la zona baja, si no es demasiado tarde. Tommy Dodd está al mando en Fort Ziar, creo. Ferris y Hugonin tendrán que dar una lección a los ladrones del canal y... No, no podemos poner al jefe de policía a vigilar ostentosamente la Tesorería. Tú vuelve al canal. Telegrafiaré a Bullows para que vaya a Jumala con una fuerte guardia de policía y se quede dentro de la Tesorería. No tocarán el lugar, pero hay que guardar las apariencias.

—Yo... yo... yo insisto en que me expliquen qué significa todo esto –dijo la voz del delegado del Gobierno, que había seguido a ambos interlocutores.

—¡Oh! —dijo Curbar que, por ser policía, era incapaz de comprender que quince años de estudios pudiesen, por dogma, convertir al bengalí en británico—. Ha habido luchas en la frontera y muchos hombres han muerto. Habrá otra lucha y montones de hombres que moraran.

—¿Por qué?

—Porque los muchos millones de habitantes de este distrito no le aprueban, exactamente, y piensan que bajo su benigno mandato lo pasarán en grande. Se me ocurre que lo mejor sería que usted tomase decisiones. Como usted sabe, yo debo cumplir sus órdenes. ¿Qué recomienda?

—Yo... yo pongo a todos ustedes por testigos de que todavía no me he hecho cargo del distrito tartamudeó el delegado del Gobierno y no en un tono de lo «más inglés».

—Ah, ya me parecía. Bien, como iba diciendo, Tallantire, tu plan es sensato. Llévalo adelante. ¿Quieres una escolta?

—No, sólo un buen caballo. ¿Qué tal si telegrafiamos al cuartel general?

—Me figuro, por el color de sus mejillas, que tu superior enviará algunos telegramas estupendos antes que termine la noche. Deja que lo haga y tendremos la mitad de las tropas de la provincia subiendo a ver qué pasa por aquí. Bien, echa a correr y cuídate: los Khusru Kheyl te acuchillan desde abajo hacia arriba, recuérdalo. ¡Eh!, Mir Khan, dale al sahib Tallantire el mejor de los caballos y ordena que cinco hombres vayan a Jumala con el sahib Bahadur, delegado del Gobierno. Corre mucha prisa. Mucha era la que corría, y no mejoró las cosas en nada el que Debendra Nhat Dé se colgara de la brida de un policía y le exigiera que le dijese cuál era el camino más corto, el más corto de todos, a Jumala. Pues bien, la originalidad es fatal para el bengalí.

Debendra Nath tendría que haberse quedado junto a su hermano, que con decisión viajó hacia Jumala por ferrocarril, dando gracias, a dioses por completo desconocidos para la más católica de las universidades, de no haberse hecho cargo del distrito y de tener todavía la posibilidad—–¡feliz recurso de una raza fértil!— de enfermar. Y lamento decir que cuando llegó a destino, dos policías, no faltos de un ingenio rudo, que se habían consultado mientras subían y bajaban sobre sus sillas, prepararon un entretenimiento para su provecho. Consistía en que, primero uno y después el otro, entraban en la habitación del delegado con detalles prodigiosos de la guerra, de la reunión de tribus sedientas de sangre y endemoniadas y de los incendios de pueblos. Era casi tan bueno, dijeron esos pícaros, como cabalgar con Curbar detrás de afganos evasivos. Cada mentira mantenía al oyente atareado durante media hora con unos telegramas que ni el saqueo de Delhi hubiese podido justificar. A cualquier autoridad que pudiese mover una bayoneta o transferir a un hombre aterrado, apelaba Grish Chunder Dé por telégrafo. Se hallaba solo, sus asistentes había huido y, en verdad, él no se había hecho cargo del distrito.

De haber sido despachados los telegramas muchas cosas hubieran ocurrido, pero dado que el único telegrafista de Jumala se había ido a dormir y el jefe de estación, después de echar una mirada a la terrible pila de papel, descubrió que las ordenanzas del ferrocarril prohibían despachar mensajes imperiales, los policías Ram Singh y Nihal Singh se vieron obligados a convertir la pila en una almohada y con ella durmieron muy confortablemente. Tallantire clavó sus espuelas en un brioso semental picazo con ojos de porcelana azul, y se aprestó para el viaje de cuarenta millas hasta Fort Ziar. Conocía el distrito a ciegas, de modo que no perdió tiempo buscando atajos, sino que a través de los más ricos pasturajes se dirigió hacia el vado en que Orde había muerto y había sido enterrado. El terreno polvoriento apagaba el ruido de los cascos de su caballo, la luna arrojaba su sombra, un duende incansable, ante él y el rocío denso le calaba hasta la piel. Altozanos, matas que rozaban la panza del caballo, caminos de tierra donde las hojas ásperas de los tarayes le azotaban la frente, ilimitadas planicies llenas de espinos y salpicadas de ganado soñoliento, un yermo y otro altozano quedaban atrás a su carrera, y el caballo picazo avanzaba con esfuerzo a través de las arenas profundas del vado del Indo. Tallantire no tuvo conciencia de ningún pensamiento definido hasta que la proa del ferry tocó tierra en la orilla opuesta y su caballo se encabritó. Entonces descubrió y gritó como para que el muerto pudiese oírle:

—¡Ya han atacado, amigo! Deséame buena suerte. En medio del frío del alba estaba martillando con el estribo a las puertas de Fort Ziar, donde se suponía que cincuenta sables de ese regimiento desmoronado, los Belooch Beshaklis, guardaban los intereses de Su Majestad a lo largo de unos cientos de millas de frontera. Ese fuerte específico estaba al mando de un subalterno que, nacido en la rancia familia de los Deroulett, respondía, como es natural, al nombre de Tommy Dod. Tallantire le encontró cubierto con un abrigo de piel de borrego, temblando de fiebre como un álamo, y tratando de leer la lista de inválidos del boticario nativo.

—De modo que has venido tú también —dijo el hombre—. Mira, aquí todos estamos enfermos y no creo que haya caballos para treinta hombres, pero estamos muy, muy ansiosos e interesados por hacerlo. Espera, ¿te parece que esto es una trampa o una mentira? —arrojó un trozo de papel hacia Tallantire, sobre el que con esfuerzo se vía escrito, en un gurmukhi casi incomprensible: «No podemos sujetar a los potros. Se alimentarán después que se ponga la luna en las cuatro aldeas de la frontera y han de salir del paso de Jagai mañana por la noche». Y en inglés: «Tu amigo sincero».

—¡Qué buen hombre! —dijo Tallantire—. Esto es obra de Khoda Dad Khan, lo sé. Es la única frase en inglés que ha podido aprender de memoria y está muy orgulloso por eso. ¡Juega contra el mullah ciego en su propio beneficio, es un rufián y un traidor!

—No sé nada de la política de los Khusru Kheyl, pero si te satisface a ti, también a mí. Esto lo echaron dentro por encima de la puerta principal, y pensé que teníamos que recobrar las fuerzas e ir a ver qué está pasando. ¡Oh, pero tenemos fiebre, de verdad! ¿Crees que va a ser algo grave? —dijo Tommy Dodd.

Tallantire hizo en pocas palabras un resumen del caso y Tommy Dodd alternó silbidos y temblores de fiebre. Ese día se dedicó a la estrategia, el arte de la guerra, y a vivificar a los inválidos, hasta que al atardecer estuvieron aprestados cuarenta y dos hombres flacos, agotados, desaliñados a los que Tommy Dodd inspeccionó con orgullo y arengó así:

—¡Hombres! Si morís, iréis al infierno. Por lo tanto, esforzaos por manteneros con vida. Pero si vais al infierno, aquello no será más caluroso que esto, y no está dicho que allí vayamos a sufrir fiebres. Por consiguiente, no temáis a la muerte. ¡De uno en fondo! —los hombres sonrieron y se pusieron en marcha.

Mucho tiempo ha de pasar antes que los Khusru Kheyl olviden su ataque nocturno contra las aldeas de las tierras bajas. El mullah les había prometido una victoria fácil y pillaje ilimitado; pero, atención, que de la misma tierra surgieron soldados de la Reina, armados y capaces de apuñalar, acuchillar y cabalgar bajo las estrellas, de modo que nadie sabía hacia dónde volverse, y todos temían tener que vérselas con un ejército entero y huyeron hacia las montañas. Entre el pánico de esa huida, se vio caer a muchos hombres bajo un cuchillo afgano que se hundía de abajo hacia arriba, y a muchos más bajo el fuego de las carabinas de largo alcance. Después se elevó un lamento de traición y cuando llegaron arriba, a sus tierras bien protegidas, junto con unos cuarenta muertos y sesenta heridos, habían dejado en las llanuras bajas toda su confianza en el mullah ciego. Clamaron, juraron y argumentaron en torno a las hogueras; las mujeres gimieron por las pérdidas y el mullah chilló maldiciones contra los que habían vuelto.

Entonces, Khoda Dad Khan, elocuente y sin mostrar fatiga, porque él no había tomado parte en la lucha, se puso en pie para sacar partido de la ocasión. Señaló que la tribu debía cada minucia de su actual desdicha al mullah ciego, quien había mentido en cada uno de los detalles posibles y les había instado a caer en una trampa. Sin duda era un insulto que un bengalí, hijo de un bengalí, tuviese la pretensión de administrar la frontera, pero ese hecho —como había dado a entender el mullah— no auguraba un tiempo total de desenfreno y robo, y la inexplicable locura de los ingleses no les había quitado ni un ápice de su autoridad para defender sus linderos. Por el contrario, la tribu, confundida, superada en sus tácticas, en el momento justo en que sus reservas de comida eran menores, tendría que verse impedida de cualquier trato con los indostanos hasta que hubiesen enviado rehenes como garantía de buen comportamiento, además de pagar la multa por los disturbios y la expiación de la sangre, treintay seis libras inglesas por la cabeza de cada aldeano que hubiesen acuchillado.

—Y vosotros sabéis que esos perros de las tierras bajas jurarán que hemos matado docenas. ¿Será el mullah quien pague las multas o tendremos que vender nuestras armas? —un gruñido sordo recorrió las hogueras—. Pues bien, ya que todo esto es obra del mullah, y en vista de que no hemos ganado nada más que promesas de un paraíso, mi corazón me dice que nosotros, los de Khusru Kheyl, no tenemos un santuario donde orar. Estamos débiles, así qué, ¿cómo podremos atrevernos a pasar la frontera de Madar Kheyl, según la costumbre, para arrodillarnos ante la tumba de Pir Sajji? Los hombres de Madar caerán sobre nosotros, y con derecho. Pero nuestro mullah es un hombre santo. Ha ayudado a dos docenas de los nuestros a entrar esta noche en el paraíso. Dejad que acompañe a su rebaño, y sobre su cuerpo edificaremos una bóveda de losas azules de Mooltan y encenderemos lámparas a sus pies todos los viernes por la noche. Será un santo, tendremos un santuario y allí nuestras mujeres alzarán su plegaria para tener semilla fresca que rellene las grietas de nuestras cuentas de guerra. ¿Qué pensáis?

Risas ahogadas y siniestras siguieron a la sugerencia, y a las risas siguió el siseo suave de los cuchillos al ser desenvainados. Era una excelente idea y satisfacía un anhelo antiguo de la tribu. El mullah se puso en pie de un salto, fulminante la mirada de sus ojos marchitos, impetrando las maldiciones de Dios y Mahoma para la tribu. Entonces comenzó la cacería del hombre ciego en torno a las hogueras y entre ellas, cacería que el poeta tribal, Khuruk Shah, ha cantado en versos que no morirán. Los hombres le hacían cosquillas en las axilas con la punta de sus cuchillos. Él saltaba hacia un lado, para sentir que una hoja fría le rozaba la nuca o que el cañón de un fusil le acariciaba las barbas. Llamó a gritos a sus partidarios para que le ayudasen, pero la mayoría había muerto en los llanos, porque Khoda Dad Khan se había tomado algunas molestias para que sus muertes se concretasen. Los hombres le describieron las glorias del santuario que construirían y los niños, entre palmas, gritaban: « ¡Corre, mullah, corre! ¿No hay nadie a tus espaldas! ».

Por fin, cuando el juego los tuvo aburridos, el hermano de Khoda Dad Khan le hundió un cuchillo entre las costillas.

—Por lo tanto —dijo Khoda Dad Khan con una simplicidad encantadora—, ¡ahora yo soy el jefe de los Khusru Kheyl! Ningún hombre objetó y todos se fueron a dormir, fatigados y doloridos. En la llanura, Tommy Dodd disertaba sobre las bellezas de una carga nocturna de caballería y Tallantire, inclinado sobre su silla, jadeaba, histérico, porque de su muñeca pendía una espada de la que chorreaba la sangre de los Khusru Khyel, la tribu que Orde había dominado tan bien. Cuando un soldado de la casta rajput le hizo ver que la oreja derecha del picazo había sido cortada al ras por algún golpe ciego de su inhábil jinete, Tallantire se desmoronó, entre risas y sollozos, hasta que Tommy Dodd hizo que desmontara para descansar. Hemos de esperar hasta el amanecer —dijo él—. He telegrafiado al coronel justo antes de partir, pidiéndole que enviara una brigada de los Beshakli a nuestro encuentro. Pero se pondrá furioso conmigo por monopolizar la diversión. Esa gente de las montañas no nos volverá a traer problemas.

—Entonces diles a los Beshakli que vayan a ver qué ha pasado con Curbar en el canal. Debemos patrullar toda la línea de la frontera. Tommy, ¿estás completamente seguro de que... de que eso... de que eso sólo era la oreja del picazo?

—Oh, completamente —dijo Tommy—. Estuviste a punto de cortarle la cabeza. Yo te vi cuando entramos en la pelea. Duerme, amigo.

—El mediodía trajo dos escuadrones de Beshakli y un corro de furiosos oficiales camaradas, que exigían consejo de guerra para Tommy Dodd por haberles «estropeado la fiesta», y un galope a campo traviesa hacia las obras del canal, donde Ferris, Curbar y Hugonin arengaban a los aterrorizados culis acerca de la atrocidad que representaba el abandonar un buen trabajo y una paga alta, sólo porque media docena de sus compañeros hubiesen sido acuchillados. El hecho de ver una tropa de Beshakli restauró la confianza tambaleante y la parte de los Khusru Kheyl capturados por la policía tuvo el gusto de ver que el terraplén del canal hervía de vida como siempre, mientras que tantos de sus hombres como habían buscado refugio en cursos de agua y barrancos eran obligados a salir por las tropas. Hacia el atardecer comenzó la patrulla despiadada de la frontera, a cargo de policía y ejército, muy semejante al continuo cabalgar de los vaqueros alrededor del ganado inquieto.

—Bien —dijo Khoda Dad Khan a sus pares, señalando la línea de hogueras que centelleaban abajo—, ya podéis ver hasta dónde cambia el viejo orden. Tras su caballería vendrán los pequeños cañones desmontables, esos que pueden llevar hasta la cima de las montañas y, por lo que sé, hasta las nubes cuando nosotros lleguemos a la cima. Si el consejo de la tribu lo ve bien, iré en busca del sahib Tallantire, que me aprecia, y veré si puedo impedir al menos el bloqueo. ¿Hablo en nombre de la tribu?

—Sí, habla por la tribu, en nombre de Dios. ¡Cómo brillan esos fuegos malditos! ¿El inglés ha llamado a la caballería por telégrafo..., o es obra del bengalí? Cuando Khoda Dad Khan bajaba la montaña sufrió una demora a causa de una entrevista con un apurado hombre de su tribu, lo que le hizo volver deprisa en busca de algo que olvidara tras de sí. Después de entregó a los dos soldados que habían perseguido a su amigo y pidió que le sirvieran de escolta hasta la presencia del sahib Tallantire, por entonces en Jumala junto a Bullows. La frontera estaba en calma y el tiempo de las razones por escrito había llegado.

—¡Gracias al Cielo! —dijo Bullows—. al menos los problemas llegaron todas a una. Por supuesto que no es posible poner por escrito las razones, pero toda India comprenderá. Y es mejor tener una insurrección abrupta y breve que cinco años de administración impotente entronizada en la frontera. Es menos caro. Grish Chunder Dé ha dicho que estaba enfermo y ha sido transferido a su propia provincia sin ninguna clase de reprimenda. Se ha mantenido firme en que no se había hecho cargo del distrito.

—Desde luego —dijo Tallantire con amargura—. Bien, ¿qué se supone que he hecho mal?

—Oh, te dirán que te has excedido en todas tus atribuciones y que tendrías que haber enviado informes, escritos y notificaciones durante tres semanas, hasta que los Khusru Kheyl hubiesen podido bajar en un alud. Pero no creo que las autoridades se atrevan a quejarse demasiado. Han recibido su lección. ¿Conoces la versión de Curbar sobre este asunto? No puede escribir un informe, pero puede decir la verdad.

—¿De qué vale la verdad? Lo mejor sería que rompiese el informe. Estoy harto y acongojado por todo esto. Era tan absolutamente innecesario, excepto por lo de habernos librado de ese babu. Con toda desenvoltura se presentó Khoda Dad Khan, con un saco de forraje, lleno, en la mano y los soldados a sus espaldas.

—¡Que nunca os abrume la fatiga! —dijo con ufanía—. Bien, sahibs, ha sido una buena pelea y la madre de Naim Shah está en deuda conmigo, sahib Tallantire. Un golpe limpio, me han dicho, que le atravesó la mandíbula y el abrigo hasta la clavícula. ¡Buen golpe! Pero hablaré en nombre de la tribu. Ha habido una falta..., una falta grande. Tú sabes que yo y los míos, sahib Tallantire, mantuvimos el juramento que hicimos al sahib Orde sobre la ribera del Indo.

—Como un afgano guarda su cuchillo: con buen filo por un lado y romo por el otro —dijo Tallantire—. Lo mejor para dar una cuchillada, pues. Pero estoy diciendo la verdad de Dios. Sólo el mullah ciego empujó a los jóvenes con la punta de su lengua, y dijo que ya no había más ley en la frontera porque habían enviado un bengalí y que no era necesario que tuviésemos ya temor de los ingleses. Así fue como bajaron para vengar ese insulto y entregarse al pillaje. Tú ya sabes lo que sucedió y cuánto he ayudado yo. Ahora cinco docenas de los nuestros están muertos o heridos, todos nos sentimos avergonzados y dolidos y no queremos que haya más guerra. Por otra parte, para que nos atendáis mejor, le hemos cortado la cabeza al mullah ciego, cuyos consejos perversos nos llevaron a la locura. He traído esto como prueba —y dejó caer la cabeza al suelo—. Ya no creará más problemas, porque yo soy el jefe ahora, y por lo tanto me siento en el lugar más elevado en todas las reuniones. No obstante, esta cabeza tiene una contrapartida. Eso fue otra falta. Uno de los hombres se topó con esa bestia negra bengalí, que fue quien originó el problema, vagando a caballo y sollozando. Al pensar en que ese hombre había ocasionado la pérdida de mucha vida valiosa, Alla Dad Khan, al que si vosotros lo pedís mañana fusilaré, le cortó la cabeza, y yo la traigo para disculpar vuestra vergüenza, de modo que la podáis enterrar. Mirad, nadie se ha quedado con las gafas, aunque son de oro. Lentamente rodó hasta los pies de Tallantire la cabeza de un caballero bengalí, de pelo corto, ojos y boca abiertos: la cabeza del Terror encarnado. Bullows se inclinó. Otro rescate de sangre y muy caro, Khoda Dad Khan, porque ésta es la cabeza de Debendra Nath, el hermano de ese hombre. El babu está a salvo hace tiempo. Todos los tontos, excepto los Khusru Kheyl, lo saben.

—Vaya, no me gusta la carroña. Para mí, carne fresca. Esa cosa iba al pie de nuestras montañas preguntando por el camino a Jumala, y Alla Dad Khan le indicó la carretera hacia Jehannum porque, como has dicho, no es más que un tonto. Ahora hay que ver lo que nos hará el Gobierno. Con respecto al bloqueo...

—¿Quién eres tú, vendedor de carne de perro —tronó Tallantire—, para hablar de términos y tratados? ¡Vuelve allá, a las montañas, ve y espera allí, aunque te mueras de hambre, hasta que el Gobierno se complazca en convocar a tu pueblo para el castigo..., que sois unos niños y unos tontos! Contad vuestros muertos y manteneos tranquilos. ¡Tened la certeza de que el Gobierno os enviará un hombre!

—Sí —respondió Khoda Dad Khan—, porque también nosotros somos hombres —mirando a Tallantire a los ojos, agregó—: ¡y por Dios, sahib, que tú seas ese hombre !

Rudyard Kipling (1865-1936)




Relatos góticos. I Relatos de Rudyard Kipling.


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El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: La cabeza del distrito (The Head of the District), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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