«Sonata a la luz de la luna»: Alexander Woollcott; relato y análisis.
«Vieron algo que no olvidarán mientras vivan.
Era el cuerpo de la cocinera.
Sólo el cuerpo. La cabeza había desaparecido.»
Era el cuerpo de la cocinera.
Sólo el cuerpo. La cabeza había desaparecido.»
Sonata a la luz de la luna (Moonlight Sonata) es un relato de terror del escritor norteamericano Alexander Woollcott (1887-1943), publicado originalmente en la edición del 3 de octubre de 1931 del periódico The New Yorker.
Sonata a la luz de la luna, uno de los cuentos de Alexander Woolcott más celebrados, nos sitúa en el condado de Kent, Inglaterra. En una antigua casa en ruinas, un jóven médico es testigo de la aparición de un fantasma encorvado en una silla, aparentemente bordando algo en su regazo.
El narrador abre diciento que esta historia le fue contada por personas serias. De todos modos, es cauteloso y no menciona los nombres reales. «Gran Bretaña tiene leyes estrictas sobre la difamación», informa.
Alvan Barach —siendo médico se supone que su reporte es confiable— se aloja en la vieja mansión en ruinas de un amigo, llamado Ellery Cazalet. En mitad de la noche, Alvan advierte que no está solo en su habitación. Hay una figura oscura en un rincón. Su primera impresión es la de estar ante un fantasma, sin embargo, la actitud de la aparición es desconcertante. Parece estar cosiendo pacíficamente.
De todos modos, el médico sale corriendo de la habitación. Afuera se encuentra con su amigo y el miedo a lo sobrenatural se diluye. Deciden ir a saquear la cocina. En la oscuridad tropiezan «con un bulto en el suelo»:
«Con una alegre maldición, se inclinó para ver qué era y soltó un silbido de sorpresa. Junto a dos velas encendidas, él y el doctor vieron algo que no olvidarán mientras vivan. Era el cuerpo de la cocinera. Sólo el cuerpo. La cabeza había desaparecido.»
Ahora bien, al principio se nos informó que Cazalet puede permitirse unos pocos empleados para trabajar en la destartalada mansión: una pareja de ancianos y un jardinero, llamado John Scripture, quien cuenta con la ayuda de su padre «lunático». Evidentemente, concluye Cazalet, la decapitación fue obra del viejo loco.
En el último párrafo se revela que el fantasma en la habitación del médico es en realidad el «lunático». No está cosiendo, como se pensaba:
«El viejo lunático no había abandonado su asiento junto a la puerta. Entre sus rodillas todavía sostenía la cabeza de la mujer que había asesinado. Escrupulosamente, felizmente, canturreando en su trabajo, estaba arrancando los pelos grises uno a uno.»
Sonata a la luz de la luna de Alexander Woollcott ofrece poco en cuanto a terror psicológico para el lector experimentado, pero mucho en materia visual. Es una muestra sucinta que nos deja una imagen memorable: este viejo lunático sentado en la oscuridad, arrancándole uno a uno los pelos a la cabeza decapitada de la cocinera. Es destacable que este retrato macabro encuentre un contexto en una historia que sólo tiene un par de páginas.
Recomendación: olvídense del estilo florido. Entorpece y aburre. Sonata a la luz de la luna es una pintura que deleita por lo grotesca.
Sonata a la luz de la luna.
Moonlight Sonata, Alexander Woollcott (1887-1943)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Si este informe se publicara en Inglaterra, tendría que cruzar los dedos para escribir un pequeño prólogo que explicara que todos los personajes son ficticios, requisito estricto de la ley británica sobre difamación. Sin embargo, ninguno de los personajes es ficticio, y la historia (contada a Katharine Cornell por Clemence Dane, y luego por Katherine a mí) narra lo que, según mi leal saber y entender, le ocurrió a un joven médico inglés al que llamaré Alvan Barach.
Es el relato de una aventura que hasta ahora no se ha contado. Ocurrió hace dos años cuando fue a Kent a visitar a un viejo amigo (llamémosle Ellery Cazalet), que pasaba la mayor parte de los días en el campo de golf y la mayor parte de las noches preguntándose cómo haría para pagar los impuestos de sucesión de la mansión familiar en ruinas que había heredado.
Esta casa era una prima destartalada de Compton Wynyates, con tejas de color rojo Tudor que la hacían acogedora bajo el sol del mediodía y una campana ronca que, desde la torre del reloj, había estado esparciendo despectivamente las horas desde que Enrique VIII era un jovenzuelo. En su interior, Cazalet sólo podía permitirse el lujo de una pareja de ancianos que se ocuparan de él, y los jardines, antaño suntuosos, hacían lo que querían bajo el cuidado de un solo jardinero. Creo que debo arriesgarme a dar el verdadero nombre del jardinero, porque no se me ocurre ninguno que tuviera un sabor tan apropiado. Era John Scripture, y lo ayudaba, de vez en cuando, un padre anciano y lunático que, en sus intervalos lúcidos, salía de su cautiverio bajo los aleros de la cabaña para ocuparse de la lujuriosa extravagancia de los setos.
El doctor bajaría cuando pudiera, con la promesa de jugar al golf, largas noches de exquisito silencio y uno o dos fantasmas si así lo deseaba. Era característico de su humor un tanto pesado que, al escribir para fijar un día, se dirigiera a «The Creeps, Sevenoaks, Kent». Cuando llegó, se encontró con que su anfitrión estaba fuera de casa y no volvería hasta altas horas de la noche. Barach cenaría solo con un acomodador despectivo como compañero, y no lo esperaría levantado. Su dormitorio en la planta baja estaba bellamente revestido de paneles desde el pie de cama hasta el techo, pero alguna ama de llaves despistada, bajo el cuarto George, había dado a la hermosa carpintería con una lata de barniz negro. La dote que había traído una novia de Cazalet de la década malva se había invertido en unos cuantos cuartos de baño antiguos, y uno de ellos había sustituido a un armario de oración que antaño daba a este dormitorio. Sólo había una vela para leer, pero la luz de la luna llena se filtraba a través de las enredaderas que cubrían a medias las ventanas con parteluces.
En este museo, Barach se quedó dormido. No sabía cuánto tiempo había dormido cuando se encontró despierto de nuevo y consciente de que algo se movía en la habitación. Le llevó un momento localizar el movimiento, pero al final, en un retazo de luz de luna, distinguió una figura encorvada que parecía estar sentada con la cabeza inclinada y absorta en la silla junto a la puerta. Era la mano, o más bien el brazo entero, lo que se movía, trazando un recorrido recurrente aunque irregular en el aire. Al principio, el gesto le resultó burlonamente familiar, pero luego Barach lo reconoció como el que hace una mujer al bordar. Había una vacilación como si la aguja estuviera siendo introducida a través de un material tenso y resistente, y luego, cada vez, el tirón largo, rápido y seguro del hilo.
Al sorprendido huésped, aquella le pareció la actividad menos amenazante que jamás había oído atribuir a un fantasma, pero de todos modos sólo tenía una idea, y era salir de la habitación lo antes posible.
Su mente hizo un rápido reconocimiento. La puerta que daba al vestíbulo estaba descartada, pues la locura estaba por allí. Al menos tendría que pasar justo por delante de aquel brazo que tejía. Tampoco le apetecía lanzarse a ciegas entre los arbustos espinosos que había bajo su ventana y correr descalzo por el césped helado. Por supuesto, estaba el baño, pero eso no le serviría de mucho si no podía salir por otra puerta. En un espasmo de concentración, recordó que había visto otra puerta. Justo en el momento de darse cuenta de esto, oyó el reconfortante sonido de un coche que subía por el camino de entrada y adivinó que era su anfitrión que regresaba. Con un movimiento magnífico, saltó al suelo, entró en el baño y cerró la puerta tras de sí. El suelo de la habitación de al lado estaba cubierto de luz de luna. Avanzando entre ella, llegó sin aliento, pero sin ser molestado, al pasillo. Más adelante pudo ver la lámpara encendida en el vestíbulo de entrada y oír el ruido de su anfitrión al cerrar la puerta principal.
Cuando Barach salió corriendo de la oscuridad para saludarlo, Cazalet vociferó su alegría por tal afabilidad y, hambriento por el largo y frío viaje, propuso una redada inmediata en la despensa. El doctor, ya avergonzado por su reciente pánico, no dijo nada al respecto y se puso a comer. Con velas encendidas, el grupo de búsqueda descendió a las oficinas, y el anfitrión estaba describiendo los méritos de la carne asada fría, el queso y la leche como un refrigerio ligero de medianoche, cuando tropezó con un bulto en el suelo. Con una alegre maldición a la vieja cocinera que siempre dejaba algo por ahí, se inclinó para ver qué era y soltó un silbido de sorpresa. Entonces, junto a dos velas encendidas, él y el doctor vieron algo que no olvidarán mientras vivan. Era el cuerpo de la cocinera. Sólo el cuerpo. La cabeza había desaparecido. En el suelo, a su lado, yacía un cuchillo ensangrentado de carnicero.
—¡Viejo Scripture, por Dios! —gritó Cazalet.
Todavía agarrando una vela en una mano, arrastró a su compañero a través de la interminable casa hasta la habitación de la que había huido, indicándole que guardara silencio y dando los últimos pasos de puntillas. Esa precaución fue en vano, porque un regimiento no podría haber perturbado la extática satisfacción de la ceremonia que todavía se estaba desarrollando en el interior. El viejo lunático no había abandonado su asiento junto a la puerta. Entre sus rodillas todavía sostenía la cabeza de la mujer que había asesinado. Escrupulosamente, felizmente, canturreando en su trabajo, estaba arrancando los pelos grises uno a uno.
Alexander Woollcott (1887-1943)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de terror.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Alexander Woollcott: Sonata a la luz de la luna (Moonlight Sonata), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com