«El licantropista»: Catherine Crowe; relato y análisis.
El licantropista (The Lycanthropist) es un relato de hombres lobo de la escritora inglesa Catherine Crowe (1803-1876), publicado originalmente la revista Chambers’s Edinburgh Journal en 1849, y luego reeditado en la antología de 1850: Luz y oscuridad (Light and Darkness). Posteriormente aparecería en la colección: Hombre lobo: historias de horror del Hombre-Bestia (Werewolf: Horror Stories Of The Man-Beast).
El licantropista, uno de los cuentos de Catherine Crowe menos conocidos, es una crónica sobre un caso real que causó una gran polémica en la sociedad victoriana.
En la Edad Media, las Brujas eran vistas como el catalizador de la transformación licantrópica; en otras palabras, los relatos medievales de hombres lobo generalmente tienen que ver con un «hombre bueno» transformado en bestia por una Bruja a través de encantamientos, hechizos y conocimientos arcanos. El licantropista de Catherine Crowe cambia esta fórmula. La autora comienza con una breve disquisición sobre varias criaturas sobrenaturales:
[«Cualquiera que haya leído Las mil y una noches estará familiarizado con las palabras ghoul y vampiro. Se creía que un ghoul era un ser con forma humana que frecuentaba los cementerios, donde desenterraba, despedazaba y devoraba los cuerpos enterrados allí [ver: Ghouls: la historia de los Necrófagos en la ficción]. Un vampiro era una persona muerta que salía de su tumba por la noche para chupar la sangre de los vivos, y quien fuera así succionado se convertía a su vez en vampiro cuando moría.»]
Aquí, Catherine Crowe plantea la leyenda solo para diferenciarse de ella, o, mejor dicho, para racionalizarla, algo que ya hizo en El lado nocturno de la naturaleza (The Night Side of Nature). Es decir: no podemos introducirnos en el misterio de los Hombres Lobo a menos que tengamos la mente abierta sin dejar de analizar racionalmente este tipo de incidentes [ver: Razas y clanes de hombres lobo]
Catherine Crowe también evoca el pasado al inicio de El licantropista. Quizás sea más fácil creer que pudo haber Ghouls, Vampiros y Hombrs Lobo en tiempos más oscuros, menos racionales y más supersticiosos. Sin embargo, la mayor parte de El licantropista se ocupa del caso del sargento François Bertrand, un caso real y bien documentado. El propio cuento proviene del informe judicial entregado «el 10 del presente mes [julio de 1849] (...). Se observa que «la corte estaba extremadamente concurrida y que muchas damas estaban presentes», incluida, quizás, la propia Catherine Crowe.
En este informe se nos cuenta que, durante algunos meses, los cementerios de París y sus alrededores fueron escenarios de «una espantosa profanación», cuyos autores «lograron eludir toda la vigilancia que se ejercía para detectarlos». Todos los testigos afirman haber visto:
[«Una figura misteriosa que merodeaba de noche entre las tumbas, a la que nunca pudieron ponerle las manos encima. Mientras se acercaban, desaparecía como un fantasma; y hasta los perros se detenían en seco y dejaban de ladrar, como si estuvieran atravesados por un encantamiento.»]
El caso más aberrante es la profanación del cadáver recién enterrado de una niña «muy querida», cuyo «cuerpo fue arrancado del ataúd, terriblemente mutilado, y el corazón extraído». Finalmente, se rastrea al culpable y se descubre que se trata de un joven soldado: el sargento François Bertrand, quien confiesa:
[«Fue un impulso horrible. Fui llevado a él contra mi propia voluntad: nada podía detenerme o disuadirme. No puedo describir ni comprender cuáles fueron mis sensaciones al desgarrar estos cuerpos.»]
Y, más adelante:
[«Me retiré temblando convulsivamente, sintiendo un gran deseo de reposo. Me dormí, no importa dónde, y durante varias horas; ¡pero durante este sueño escuché todo lo que pasaba a mi alrededor! He exhumado de diez a quince cuerpos en una noche. Los desenterré con mis manos, que a menudo estaban desgarradas y sangrando por el trabajo; pero no me importó nada, solo quería llegar a ellos. Los guardianes me dispararon una noche y me hirieron, pero eso no impidió que volviera la siguiente. Este deseo se apoderaba de mí generalmente una vez cada quince días.»]
Bertrand relata que, dos años antes, al pasar por un cementerio vio un cuerpo que unos sepultureros habían dejado en el suelo mientras se resguardaban de un temporal. «Ante esta vista —dice Bertrand—, me asaltaron horribles deseos: mi cabeza latía, mi corazón palpitaba violentamente (...). A partir de este período —continúa Catherine Crowe—, parece haber dado curso libre a sus inclinaciones». Bertrand detiene sus macabras actividades nocturnas solo cuando es detenido.
Al comienzo de El licantropista, Catherine Crowe afirma: «Lo que en Oriente se llama ghoulismo ha sido denominado en Occidente licantropía», lo cual era novedoso en 1849. El término «licantropía» recién adquiriría popularidad en 1865, cuando fue utilizado por Sabine Baring-Gould en El libro de los hombres lobo (The Book of Were-Wolves), donde declara: «Los casos en los que la sed de sangre y el canibalismo se unen con la locura son aquellos que caen propiamente bajo el título de licantropía».
Catherine Crowe continúa:
[«En algunos casos el licántropo declara que tiene el poder de transformarse en lobo, con cuyo disfraz se deleita en alimentarse de carne humana; y en los interrogatorios públicos de estos infelices individuos no faltaron testigos que corroboraran sus confesiones. En otros casos no hubo transformación, y el licántropo se parece más a un ghoul.»]
No está claro si Catherine Crowe creía en la posibilidad de la transformación en Hombre Lobo; sin embargo, está segura de que existen casos de licantropía en términos de desorden mental. Una implicación clara de vincular la licantropía con la psiquiatría es que relaciona a los Hombres Lobo con un motivo común en la ficción victoriana: la «Bestia Interior».
[«En algunos casos el licántropo declara que tiene el poder de transformarse en lobo, con cuyo disfraz se deleita en alimentarse de carne humana; y en los interrogatorios públicos de estos infelices individuos no faltaron testigos que corroboraran sus confesiones. En otros casos no hubo transformación, y el licántropo se parece más a un ghoul.»]
No está claro si Catherine Crowe creía en la posibilidad de la transformación en Hombre Lobo; sin embargo, está segura de que existen casos de licantropía en términos de desorden mental. Una implicación clara de vincular la licantropía con la psiquiatría es que relaciona a los Hombres Lobo con un motivo común en la ficción victoriana: la «Bestia Interior».
En este motivo, no hay necesariamente una transformación física de lo humano a lo inhumano. En la literatura gótica, lo animal [la Bestia] no se mueve desde afuera hacia adentro, sino que plantea la aterradora perspectiva de que la Bestia ya existe en nuestro interior, y que puede expresar de manera incontrolable nuestro lado más salvaje [el ejemplo más paradigmático es El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde (The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde)]. Ya no hay Brujas que conviertan al «hombre bueno» en un animal: la Bestia es la norma, y el «hombre bueno» es solo una máscara que se sostiene mediante rígidas normas sociales [ver: El Hombre Lobo y la Mujer Loba: algunas diferencias de género].
El caso de licantropía discutido por Catherine Crowe se produjo en un período en el que la «monomanía» se reconoció como una condición médica. De hecho, en el caso de Bertrand se asocia específicamente la licantropía con esta condición:
[«No había nada en el semblante o apariencia de este joven indicativo de la temible monomanía de la que era víctima; porque todo el tenor de su confesión prueba que no debe considerarse bajo ninguna otra luz su horrible propensión.»]
El sargento François Bertrand es juzgado y, por supuesto, declarado culpable; sin embargo, la corte decide que «no era responsable de estos actos»; por lo que solo es condenado a un año de prisión «durante el cual sin duda se tomarán medidas para completar su curación». Bertrand recibe un diagnóstico y es tratado con compasión. De hecho, desde el punto de vista del siglo XXI, una sentencia de apenas un año por delitos como estos parece indulgente. Sin dudas el sargento Bertrand tuvo suerte de haber cometido sus crímenes en una época en la que podían ser explicados y perdonados a través del diagnóstico de la monomanía.
El licantropista.
The Lycanthropist, Catherine Crowe (1803-1876)
Cualquiera que haya leído Las mil y una noches estará familiarizado con las palabras ghoul y vampiro. Se creía que un ghoul era un ser con forma humana que frecuentaba los cementerios, donde desenterraba, despedazaba y devoraba los cuerpos enterrados allí. Un vampiro era una persona muerta que salía de su tumba por la noche para chupar la sangre de los vivos, y quien fuera así succionado se convertía a su vez en vampiro cuando moría.
Ambos han sido rechazados por el moderno mundo científico como totalmente indignos de crédito o investigación, aunque, hace aproximadamente un siglo, las hazañas de los vampiros crearon tal sensación en Hungría que llegaron a los oídos de Luis XV, quien envió a un ministro a Viena para informar sobre ellos.
En un periódico de la época apareció un párrafo sobre Arnold Paul, natural de Madveiga, quien al ser aplastado hasta la muerte por un carro y enterrado, se había convertido desde entonces en un vampiro, y que él mismo había sido mordido previamente por uno. Informadas las autoridades del terror que sus visitas estaban ocasionando, y habiendo muerto varias personas con todos los síntomas del vampirismo, se abrió solemnemente su tumba y, aunque había estado en ella cuarenta días, el cuerpo era como el de un hombre vivo. Para curar sus propensiones errantes se le clavó una estaca, después de lo cual profirió un grito; entonces le cortaron la cabeza y quemaron el cuerpo.
Otros cuatro cuerpos, que habían muerto a consecuencia de sus mordeduras, y que fueron hallados en el mismo estado de perfecta salud, fueron tratados de igual manera. Se esperaba que estas vigorosas medidas extinguirían el mal, pero esto no sucedió. El mal continuó y, cinco años después, era tan grande que las autoridades determinaron hacer una limpieza completa de estos individuos problemáticos.
En esta ocasión se abrieron un gran número de fosas, de personas de todas las edades y de ambos sexos; y, por extraño que parezca, los cuerpos de todos los acusados de asolar a los vivos con sus visitas nocturnas, fueron encontrados en estado vampírico, llenos de sangre y libres de todo signo de muerte.
Los documentos que registran estas operaciones llevan la fecha del 7 de junio de 1732 y están firmados y atestiguados por tres cirujanos y otras personas acreditables. Los hechos, en resumen, son indudables, aunque sigue siendo extremadamente difícil interpretarlos. Una interpretación que se ha sugerido es que todos estos supuestos vampiros eran personas que habían caído en un estado de catalepsia o trance y habían sido enterradas vivas. Sea como fuere, el misterio es bastante desconcertante; y más aún, a través de toda Europa del Este han ocurrido innumerables casos de la misma clase, mientras que cada idioma tiene una palabra especial para designarlo.
Lo que en Oriente se llama ghoulismo ha sido denominado en Occidente «licantropía»; y este fenómeno, así como el vampirismo, ha sido tratado por numerosos autores antiguos; y aunque últimamente es rechazado por la ciencia, una vez fue generalmente creído.
Hay varios tonos y grados de licantropía. En algunos casos el licántropo declara que tiene el poder de transformarse en lobo, con cuyo disfraz se deleita en alimentarse de carne humana; y en los interrogatorios públicos de estos infelices individuos no faltaron testigos que corroboraran sus confesiones. En otros casos no hubo transformación, y el licántropo se parece más a un ghoul.
En el año 1603 se presentó un caso de licantropía ante el Parlamento de Burdeos. El acusado era un chico de catorce años, llamado Jean Grenier, que pastoreaba ganado. Varios testigos, principalmente muchachas jóvenes, se presentaron como sus acusadores, declarando que las había atacado disfrazado de lobo, y que las habría matado de no haber sido por la vigorosa defensa que plantaron. El mismo Jean Grenier confesó el crimen, admitiendo haber matado y comido a varios niños. El padre de los niños confirmó todo lo que dijo. Jean Grenier, sin embargo, parece no haber sido otra cosa que un idiota.
En el siglo XV, la licantropía prevaleció entre los valdenses y muchas personas sufrieron la muerte por ella; pero como no se ha oído hablar de un caso durante mucho tiempo, la licantropía y el ghoulismo se establecieron entre las supersticiones de Oriente y las locuras y fábulas de la Edad Media. Sin embargo, acaba de salir a la luz en Francia una circunstancia que arroja una luz extraña e inesperada sobre este curioso tema.
El relato que vamos a dar está sacado de un informe de la investigación ante un consejo de guerra, celebrado el 10 del presente mes (julio de 1849) por el coronel Manselon, presidente. Se observa que la corte estaba muy concurrida y que muchas damas estaban presentes. Los hechos de este misterioso asunto, tal como salieron a la luz en los exámenes, son los siguientes:
Durante algunos meses, los cementerios de París y sus alrededores han sido escenario de una espantosa profanación, cuyos autores habían logrado eludir la vigilancia de las autoridades. Hubo un tiempo en que se sospechaba de los guardianes de estos lugares de entierro; en otros, el odio se arrojó sobre los parientes de los muertos.
El cementerio de Pere la Chaise fue el primer campo de estas horribles operaciones. Parece que durante un tiempo considerable los guardianes habían observado una figura misteriosa que merodeaba de noche entre las tumbas, a la que nunca pudieron ponerle las manos encima. Mientras se acercaban, desaparecía como un fantasma; y hasta los perros se detenían en seco y dejaban de ladrar, como si estuvieran atravesados por un encantamiento.
Al amanecer, los estragos de este extraño visitante eran visibles: se habían abierto tumbas, forzado ataúdes y los restos de los muertos, terriblemente desgarrados y mutilados, yacían esparcidos por el suelo. ¿Serán los cirujanos los culpables? No. Un miembro de la profesión que fue llevado al lugar declaró que allí no había habido ningún bisturí; pero ciertas partes del cuerpo humano podrían ser requeridas para estudios anatómicos, y los sepultureros podrían haber violado las tumbas para obtener dinero con su venta.
La guardia se duplicó; pero en vano. Un joven soldado fue secuestrado una noche en una tumba, pero declaró que había ido allí para encontrarse con su amada y se había quedado dormido. Como no mostró temor, lo dejaron ir.
Por fin cesaron estas profanaciones en Pere la Chaise, pero no pasó mucho tiempo antes de que se reanudaran en otro barrio. Un cementerio suburbano fue el nuevo teatro de operaciones. Murió una niña de siete años muy querida por sus padres. Con sus propias manos la colocaron en su ataúd, ataviada con el vestido que le encantaba usar los días de fiesta, y con sus juguetes favoritos a su lado. Acompañados de numerosos parientes y amigos, la vieron puesta en tierra. A la mañana siguiente se descubrió que la tumba había sido violada, el cuerpo arrancado del ataúd, terriblemente mutilado y extraído el corazón. No hubo robo.
La sensación en el barrio fue tremenda; y en medio del terror y la perplejidad generales, la sospecha cayó sobre el padre afligido, cuya inocencia, sin embargo, se demostró fácilmente.
Se tomaron todos los medios para descubrir al criminal; pero el único resultado del aumento de la vigilancia fue que la escena de la profanación fue trasladada al cementerio de Mont Parnasse, donde las exhumaciones se llevaron a tal extremo que las autoridades se quedaron atónitas.
Teniendo en cuenta, por cierto, que todos estos cementerios están rodeados de muros y tienen puertas de hierro que se mantienen cerradas, ciertamente parece muy extraño que cualquier ghoul o vampiro de carne y hueso haya podido seguir su vocación durante tanto tiempo sin ser descubierto. Sin embargo, así sucedió; y no fue hasta que se les ocurrió tenderle una trampa a este misterioso visitante que fue detectado.
Habiendo notado un lugar donde la pared, aunque nueve pies de alto, parecía haber sido escalada con frecuencia, un viejo oficial ideó una especie de máquina infernal, con un cable conectado a ella, que arregló de tal manera que explotaría si alguien intentaba entrar en el cementerio en ese punto.
Hecho esto, y puesta la guardia, se creyeron ahora seguros de su propósito. En consecuencia, a medianoche una explosión despertó a los guardianes, quienes percibieron a un hombre ya en el cementerio; pero antes de que pudieran agarrarlo, había saltado la pared con una agilidad que los confundió; y aunque dispararon, logró escapar. Pero sus pasos estaban marcados con sangre, y en el lugar se recogieron varios retazos de ropa militar.
Sin embargo, parece que aún no estaban seguros de dónde buscar al delincuente, hasta que uno de los sepultureros de Mont Parnasse, mientras preparaba el último lugar de descanso de dos criminales a punto de ser ejecutados, escuchó por casualidad a algunos zapadores del 74º regimiento comentando que uno de sus sargentos había regresado la noche anterior cruelmente herido, nadie sabía cómo, y había sido trasladado a Val de Grace, que es un hospital militar.
Una pequeña investigación pronto aclaró el misterio; y se comprobó que el sargento Bertrand era el autor de todas estas profanaciones, y de muchas otras del mismo tipo antes de su llegada a París.
Apoyado en muletas, envuelto en una capa gris, pálido y débil, llevaron a Bertrand para examinarlo. No había nada en el semblante o apariencia de este joven indicativo de la temible monomanía de la que era víctima; porque todo el tenor de su confesión prueba que no debe considerarse bajo ninguna otra luz su horrible propensión.
En primer lugar, se reconoció autor de estas violaciones de los muertos tanto en París como en otros lugares.
—¿Qué objeto te proponías al cometer estos actos? —inquirió el presidente.
—No puedo decirlo —respondió Bertrand—: fue un impulso horrible. Fui llevado a él contra mi propia voluntad: nada podía detenerme o disuadirme. No puedo describir ni comprender cuáles fueron mis sensaciones al desgarrar estos cuerpos.
—¿Y qué hiciste después de una de estas visitas al cementerio?
—Me retiré temblando convulsivamente, sintiendo un gran deseo de reposo. Me dormí, no importa dónde, y durante varias horas; ¡pero durante este sueño escuché todo lo que pasaba a mi alrededor! He exhumado de diez a quince cuerpos en una noche. Los desenterré con mis manos, que a menudo estaban desgarradas y sangrando por el trabajo; pero no me importó nada, solo quería llegar a ellos. Los guardianes me dispararon una noche y me hirieron, pero eso no impidió que volviera la siguiente. Este deseo se apoderaba de mí generalmente una vez cada quince días.
Agregó que no había tenido acceso a esta propensión desde que estaba en el hospital, pero que no estaba seguro de que no regresaría cuando sus heridas sanaran. Esperaba que no.
—Creo que estoy curado —dijo—. Nunca había visto morir a nadie; en el hospital he visto morir a varios de mis compañeros cuarto. Creo que estoy curado, porque ahora temo a los muertos.
Los cirujanos que lo atendieron fueron examinados, y uno de ellos leyó una especie de memoria que había recibido de Bertrand, que contenía la historia de su enfermedad hasta donde sus recuerdos se lo permitían.
De estas notas parece que había algo singular y anormal en él desde que tenía siete u ocho años. No era tanto en los actos cuanto en su amor a la soledad y su profunda melancolía que se manifestaba la aberración; y no fue hasta hace dos años que su espantosa peculiaridad se desarrolló por completo. Pasando un día por un cementerio, donde los sepultureros cubrían un cuerpo que acababan de enterrar, entró a observarlos. Un violento chaparrón interrumpió sus labores, que dejaron inconclusas.
—Ante esta vista —dice Bertrand—, me asaltaron horribles deseos: mi cabeza latía, mi corazón palpitaba violentamente; me disculpé con mis compañeros y regresé apresuradamente a la ciudad. Tan pronto como me encontré solo, me procuré una pala y regresé al cementerio. Acababa de exhumar el cuerpo cuando vi a un campesino que me observaba en la puerta. Mientras iba a informar a las autoridades de lo que había visto, me retiré a un bosque vecino. Me acosté y, a pesar de los torrentes de lluvia que caían, permanecí allí en un estado de profunda insensibilidad durante varias horas.
A partir de este período parece haber dado curso libre a sus inclinaciones; pero como generalmente volvía a cubrir los restos mutilados con tierra, pasó algún tiempo antes de que sus procedimientos despertaran preguntas. Estuvo a punto de ser atrapado varias veces, o asesinado por las pistolas de los guardianes, pero su agilidad parece haber sido casi sobrehumana.
Era gentil y amable con los vivos, y era especialmente querido en su regimiento por su franqueza y alegría.
Los médicos interrogados dieron por unanimidad su opinión de que, aunque en todos los demás aspectos estaba perfectamente cuerdo, Bertrand no era responsable de estos actos. Fue condenado a un año de prisión, tiempo durante el cual sin duda se tomarían medidas para completar su curación.
Al relatar este curioso caso del Vampiro, como se le llama en París, donde el asunto ha suscitado considerable atención, especialmente en el mundo médico, he omitido varios detalles dolorosos y repugnantes; pero he dicho lo suficiente para demostrar que, sin lugar a dudas, ha habido algún fundamento para la antigua creencia en el ghoul y la licantropía; y que los libros del doctor Weir y otros, en los que se niega con desdén la existencia de esta enfermedad, se han presentado sin la debida investigación del asunto.
Relatos góticos. I Relatos de Catherine Crowe.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Catherine Crowe: El licantropista (The Lycanthropist), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
El caso de licantropía discutido por Catherine Crowe se produjo en un período en el que la «monomanía» se reconoció como una condición médica. De hecho, en el caso de Bertrand se asocia específicamente la licantropía con esta condición:
[«No había nada en el semblante o apariencia de este joven indicativo de la temible monomanía de la que era víctima; porque todo el tenor de su confesión prueba que no debe considerarse bajo ninguna otra luz su horrible propensión.»]
El sargento François Bertrand es juzgado y, por supuesto, declarado culpable; sin embargo, la corte decide que «no era responsable de estos actos»; por lo que solo es condenado a un año de prisión «durante el cual sin duda se tomarán medidas para completar su curación». Bertrand recibe un diagnóstico y es tratado con compasión. De hecho, desde el punto de vista del siglo XXI, una sentencia de apenas un año por delitos como estos parece indulgente. Sin dudas el sargento Bertrand tuvo suerte de haber cometido sus crímenes en una época en la que podían ser explicados y perdonados a través del diagnóstico de la monomanía.
El licantropista.
The Lycanthropist, Catherine Crowe (1803-1876)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Cualquiera que haya leído Las mil y una noches estará familiarizado con las palabras ghoul y vampiro. Se creía que un ghoul era un ser con forma humana que frecuentaba los cementerios, donde desenterraba, despedazaba y devoraba los cuerpos enterrados allí. Un vampiro era una persona muerta que salía de su tumba por la noche para chupar la sangre de los vivos, y quien fuera así succionado se convertía a su vez en vampiro cuando moría.
Ambos han sido rechazados por el moderno mundo científico como totalmente indignos de crédito o investigación, aunque, hace aproximadamente un siglo, las hazañas de los vampiros crearon tal sensación en Hungría que llegaron a los oídos de Luis XV, quien envió a un ministro a Viena para informar sobre ellos.
En un periódico de la época apareció un párrafo sobre Arnold Paul, natural de Madveiga, quien al ser aplastado hasta la muerte por un carro y enterrado, se había convertido desde entonces en un vampiro, y que él mismo había sido mordido previamente por uno. Informadas las autoridades del terror que sus visitas estaban ocasionando, y habiendo muerto varias personas con todos los síntomas del vampirismo, se abrió solemnemente su tumba y, aunque había estado en ella cuarenta días, el cuerpo era como el de un hombre vivo. Para curar sus propensiones errantes se le clavó una estaca, después de lo cual profirió un grito; entonces le cortaron la cabeza y quemaron el cuerpo.
Otros cuatro cuerpos, que habían muerto a consecuencia de sus mordeduras, y que fueron hallados en el mismo estado de perfecta salud, fueron tratados de igual manera. Se esperaba que estas vigorosas medidas extinguirían el mal, pero esto no sucedió. El mal continuó y, cinco años después, era tan grande que las autoridades determinaron hacer una limpieza completa de estos individuos problemáticos.
En esta ocasión se abrieron un gran número de fosas, de personas de todas las edades y de ambos sexos; y, por extraño que parezca, los cuerpos de todos los acusados de asolar a los vivos con sus visitas nocturnas, fueron encontrados en estado vampírico, llenos de sangre y libres de todo signo de muerte.
Los documentos que registran estas operaciones llevan la fecha del 7 de junio de 1732 y están firmados y atestiguados por tres cirujanos y otras personas acreditables. Los hechos, en resumen, son indudables, aunque sigue siendo extremadamente difícil interpretarlos. Una interpretación que se ha sugerido es que todos estos supuestos vampiros eran personas que habían caído en un estado de catalepsia o trance y habían sido enterradas vivas. Sea como fuere, el misterio es bastante desconcertante; y más aún, a través de toda Europa del Este han ocurrido innumerables casos de la misma clase, mientras que cada idioma tiene una palabra especial para designarlo.
Lo que en Oriente se llama ghoulismo ha sido denominado en Occidente «licantropía»; y este fenómeno, así como el vampirismo, ha sido tratado por numerosos autores antiguos; y aunque últimamente es rechazado por la ciencia, una vez fue generalmente creído.
Hay varios tonos y grados de licantropía. En algunos casos el licántropo declara que tiene el poder de transformarse en lobo, con cuyo disfraz se deleita en alimentarse de carne humana; y en los interrogatorios públicos de estos infelices individuos no faltaron testigos que corroboraran sus confesiones. En otros casos no hubo transformación, y el licántropo se parece más a un ghoul.
En el año 1603 se presentó un caso de licantropía ante el Parlamento de Burdeos. El acusado era un chico de catorce años, llamado Jean Grenier, que pastoreaba ganado. Varios testigos, principalmente muchachas jóvenes, se presentaron como sus acusadores, declarando que las había atacado disfrazado de lobo, y que las habría matado de no haber sido por la vigorosa defensa que plantaron. El mismo Jean Grenier confesó el crimen, admitiendo haber matado y comido a varios niños. El padre de los niños confirmó todo lo que dijo. Jean Grenier, sin embargo, parece no haber sido otra cosa que un idiota.
En el siglo XV, la licantropía prevaleció entre los valdenses y muchas personas sufrieron la muerte por ella; pero como no se ha oído hablar de un caso durante mucho tiempo, la licantropía y el ghoulismo se establecieron entre las supersticiones de Oriente y las locuras y fábulas de la Edad Media. Sin embargo, acaba de salir a la luz en Francia una circunstancia que arroja una luz extraña e inesperada sobre este curioso tema.
El relato que vamos a dar está sacado de un informe de la investigación ante un consejo de guerra, celebrado el 10 del presente mes (julio de 1849) por el coronel Manselon, presidente. Se observa que la corte estaba muy concurrida y que muchas damas estaban presentes. Los hechos de este misterioso asunto, tal como salieron a la luz en los exámenes, son los siguientes:
Durante algunos meses, los cementerios de París y sus alrededores han sido escenario de una espantosa profanación, cuyos autores habían logrado eludir la vigilancia de las autoridades. Hubo un tiempo en que se sospechaba de los guardianes de estos lugares de entierro; en otros, el odio se arrojó sobre los parientes de los muertos.
El cementerio de Pere la Chaise fue el primer campo de estas horribles operaciones. Parece que durante un tiempo considerable los guardianes habían observado una figura misteriosa que merodeaba de noche entre las tumbas, a la que nunca pudieron ponerle las manos encima. Mientras se acercaban, desaparecía como un fantasma; y hasta los perros se detenían en seco y dejaban de ladrar, como si estuvieran atravesados por un encantamiento.
Al amanecer, los estragos de este extraño visitante eran visibles: se habían abierto tumbas, forzado ataúdes y los restos de los muertos, terriblemente desgarrados y mutilados, yacían esparcidos por el suelo. ¿Serán los cirujanos los culpables? No. Un miembro de la profesión que fue llevado al lugar declaró que allí no había habido ningún bisturí; pero ciertas partes del cuerpo humano podrían ser requeridas para estudios anatómicos, y los sepultureros podrían haber violado las tumbas para obtener dinero con su venta.
La guardia se duplicó; pero en vano. Un joven soldado fue secuestrado una noche en una tumba, pero declaró que había ido allí para encontrarse con su amada y se había quedado dormido. Como no mostró temor, lo dejaron ir.
Por fin cesaron estas profanaciones en Pere la Chaise, pero no pasó mucho tiempo antes de que se reanudaran en otro barrio. Un cementerio suburbano fue el nuevo teatro de operaciones. Murió una niña de siete años muy querida por sus padres. Con sus propias manos la colocaron en su ataúd, ataviada con el vestido que le encantaba usar los días de fiesta, y con sus juguetes favoritos a su lado. Acompañados de numerosos parientes y amigos, la vieron puesta en tierra. A la mañana siguiente se descubrió que la tumba había sido violada, el cuerpo arrancado del ataúd, terriblemente mutilado y extraído el corazón. No hubo robo.
La sensación en el barrio fue tremenda; y en medio del terror y la perplejidad generales, la sospecha cayó sobre el padre afligido, cuya inocencia, sin embargo, se demostró fácilmente.
Se tomaron todos los medios para descubrir al criminal; pero el único resultado del aumento de la vigilancia fue que la escena de la profanación fue trasladada al cementerio de Mont Parnasse, donde las exhumaciones se llevaron a tal extremo que las autoridades se quedaron atónitas.
Teniendo en cuenta, por cierto, que todos estos cementerios están rodeados de muros y tienen puertas de hierro que se mantienen cerradas, ciertamente parece muy extraño que cualquier ghoul o vampiro de carne y hueso haya podido seguir su vocación durante tanto tiempo sin ser descubierto. Sin embargo, así sucedió; y no fue hasta que se les ocurrió tenderle una trampa a este misterioso visitante que fue detectado.
Habiendo notado un lugar donde la pared, aunque nueve pies de alto, parecía haber sido escalada con frecuencia, un viejo oficial ideó una especie de máquina infernal, con un cable conectado a ella, que arregló de tal manera que explotaría si alguien intentaba entrar en el cementerio en ese punto.
Hecho esto, y puesta la guardia, se creyeron ahora seguros de su propósito. En consecuencia, a medianoche una explosión despertó a los guardianes, quienes percibieron a un hombre ya en el cementerio; pero antes de que pudieran agarrarlo, había saltado la pared con una agilidad que los confundió; y aunque dispararon, logró escapar. Pero sus pasos estaban marcados con sangre, y en el lugar se recogieron varios retazos de ropa militar.
Sin embargo, parece que aún no estaban seguros de dónde buscar al delincuente, hasta que uno de los sepultureros de Mont Parnasse, mientras preparaba el último lugar de descanso de dos criminales a punto de ser ejecutados, escuchó por casualidad a algunos zapadores del 74º regimiento comentando que uno de sus sargentos había regresado la noche anterior cruelmente herido, nadie sabía cómo, y había sido trasladado a Val de Grace, que es un hospital militar.
Una pequeña investigación pronto aclaró el misterio; y se comprobó que el sargento Bertrand era el autor de todas estas profanaciones, y de muchas otras del mismo tipo antes de su llegada a París.
Apoyado en muletas, envuelto en una capa gris, pálido y débil, llevaron a Bertrand para examinarlo. No había nada en el semblante o apariencia de este joven indicativo de la temible monomanía de la que era víctima; porque todo el tenor de su confesión prueba que no debe considerarse bajo ninguna otra luz su horrible propensión.
En primer lugar, se reconoció autor de estas violaciones de los muertos tanto en París como en otros lugares.
—¿Qué objeto te proponías al cometer estos actos? —inquirió el presidente.
—No puedo decirlo —respondió Bertrand—: fue un impulso horrible. Fui llevado a él contra mi propia voluntad: nada podía detenerme o disuadirme. No puedo describir ni comprender cuáles fueron mis sensaciones al desgarrar estos cuerpos.
—¿Y qué hiciste después de una de estas visitas al cementerio?
—Me retiré temblando convulsivamente, sintiendo un gran deseo de reposo. Me dormí, no importa dónde, y durante varias horas; ¡pero durante este sueño escuché todo lo que pasaba a mi alrededor! He exhumado de diez a quince cuerpos en una noche. Los desenterré con mis manos, que a menudo estaban desgarradas y sangrando por el trabajo; pero no me importó nada, solo quería llegar a ellos. Los guardianes me dispararon una noche y me hirieron, pero eso no impidió que volviera la siguiente. Este deseo se apoderaba de mí generalmente una vez cada quince días.
Agregó que no había tenido acceso a esta propensión desde que estaba en el hospital, pero que no estaba seguro de que no regresaría cuando sus heridas sanaran. Esperaba que no.
—Creo que estoy curado —dijo—. Nunca había visto morir a nadie; en el hospital he visto morir a varios de mis compañeros cuarto. Creo que estoy curado, porque ahora temo a los muertos.
Los cirujanos que lo atendieron fueron examinados, y uno de ellos leyó una especie de memoria que había recibido de Bertrand, que contenía la historia de su enfermedad hasta donde sus recuerdos se lo permitían.
De estas notas parece que había algo singular y anormal en él desde que tenía siete u ocho años. No era tanto en los actos cuanto en su amor a la soledad y su profunda melancolía que se manifestaba la aberración; y no fue hasta hace dos años que su espantosa peculiaridad se desarrolló por completo. Pasando un día por un cementerio, donde los sepultureros cubrían un cuerpo que acababan de enterrar, entró a observarlos. Un violento chaparrón interrumpió sus labores, que dejaron inconclusas.
—Ante esta vista —dice Bertrand—, me asaltaron horribles deseos: mi cabeza latía, mi corazón palpitaba violentamente; me disculpé con mis compañeros y regresé apresuradamente a la ciudad. Tan pronto como me encontré solo, me procuré una pala y regresé al cementerio. Acababa de exhumar el cuerpo cuando vi a un campesino que me observaba en la puerta. Mientras iba a informar a las autoridades de lo que había visto, me retiré a un bosque vecino. Me acosté y, a pesar de los torrentes de lluvia que caían, permanecí allí en un estado de profunda insensibilidad durante varias horas.
A partir de este período parece haber dado curso libre a sus inclinaciones; pero como generalmente volvía a cubrir los restos mutilados con tierra, pasó algún tiempo antes de que sus procedimientos despertaran preguntas. Estuvo a punto de ser atrapado varias veces, o asesinado por las pistolas de los guardianes, pero su agilidad parece haber sido casi sobrehumana.
Era gentil y amable con los vivos, y era especialmente querido en su regimiento por su franqueza y alegría.
Los médicos interrogados dieron por unanimidad su opinión de que, aunque en todos los demás aspectos estaba perfectamente cuerdo, Bertrand no era responsable de estos actos. Fue condenado a un año de prisión, tiempo durante el cual sin duda se tomarían medidas para completar su curación.
Al relatar este curioso caso del Vampiro, como se le llama en París, donde el asunto ha suscitado considerable atención, especialmente en el mundo médico, he omitido varios detalles dolorosos y repugnantes; pero he dicho lo suficiente para demostrar que, sin lugar a dudas, ha habido algún fundamento para la antigua creencia en el ghoul y la licantropía; y que los libros del doctor Weir y otros, en los que se niega con desdén la existencia de esta enfermedad, se han presentado sin la debida investigación del asunto.
Catherine Crowe (1803-1876)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Catherine Crowe.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Catherine Crowe: El licantropista (The Lycanthropist), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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