«El Circo de Satanás»: Lady Eleanor Smith; relato y análisis.
El Circo de Satanás (Satan's Circus) es un relato de vampiros de la escritora inglesa Lady Eleanor Smith —Eleanor Furneaux Smith (1902-1945)—, publicado originalmente en la edición de octubre de 1931 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1932: El Circo de Satanás y otros relatos (Satan's Circus and Other Stories). Posteriormente aparecería en numerosas colecciones, entre ellas: El libro negro del doctor Caligari (Dr. Caligari’s Black Book) y 65 relatos para temblar de miedo (65 Great Spine Chillers)
El Circo de Satanás, posiblemente uno de los mejores cuentos de terror de Lady Eleanor Smith, relata la historia de un circo dirigido por una pareja nefasta y manipuladora, con la reputación de que su principal espectáculo está patrocinado por el mismísimo Satanás [ver: El «Efecto Milton» y la simpatía por el diablo]
SPOILERS.
El Circo de Satanás de Lady Eleanor Smith relata la espeluznante historia del Circo Brandt, dirigido por una pareja siniestra y, sobre todo, manipuladora: Carl y Lya Brandt. Cuando un nuevo empleado, llamado Anatole, se une a la compañía en el norte de África, se le asigna trabajar con los animales [leones, tigres, osos], y pronto consigue el afecto de todos sus colegas. Sin embargo, mientras el circo viaja por España hacia Francia, Anatole comienza a inquietarse. Finalmente, cuando llegan al País Vasco presenta su renuncia. Pero Lya Brandt, una mujer astuta y diabólica, ha adivinado su secreto [Anatole es un legionario desertor], y usa esa información para chantajearlo y obligarlo a trabajar como domador en un espectáculo en el que está condenado a pagar su deslealtad con la vida.
Lya Brandt [esto recién lo sabemos al final de la historia] es una vampiresa fría y calculadora. Lady Eleanor Smith va dejando pistas muy sutiles a lo largo del relato: Lya permanece durante el día en su vagón, es extremadamente inteligente y manipuladora, los animales se inquietan ante su presencia, etc. Si bien es poco lo que conocemos sobre ella [de su pasado, nada], la construcción del personaje es brillante, y ciertamente no asombra que al final la veamos dejar de lado sus modales aristocráticos para arrojarse sobre el cadáver del pobre Anatole para beber su sangre.
Dicho esto, tiene sentido que la reputación del Circo Brandt como Circo de Satanás tenga algo que ver con algún tipo de culto y, presumiblemente, con sacrificios humanos. En este contexto, la muerte de Anatole bien puede ser interpretada como un sacrificio de Lya al diablo, y su posterior accionar como vampiresa [bebiendo la sangre del cadáver] simplemente una cuestión secundaria [hay que aprovechar las sobras]. En cuanto a Carl Brandt, nada hace pensar que él también sea un vampiro. En todo caso, como encargado de las cuestiones administrativas del circo, y por su cercanía con Lya, podría tratarse de un familiar [ver: Los «espíritus familiares» en la brujería]
En este sentido, El Circo de Satanás presenta una de las mejores vampiresas de la mitad del siglo XX. Incluso si al final del relato no se revelara como tal, igualmente habría sido una villana excelente. Parte de la credibilidad del personaje descansa en el hecho de que Lady Eleanor Smith no se esfuerza en presentarla como villana. De hecho, solo retrata a esta mujer fría, emocionalmente distante, que actúa como si la vida de sus empleados no valiera nada, pero sin ejercer sobre ellos ningún tipo de violencia directa. Es una mujer que puede estar pintándose las uñas tranquilamente mientras te chantajea [en términos muy amables] para que entres en la jaula de los leones sabiendo que no tienes chances de sobrevivir [ver: El enlace entre el Vampiro y su víctima]
Además de Lya Brandt, El Circo de Satanás es un relato que simplemente fluye, al principio, con alguna dificultad, pero que rápidamente encuentra su ritmo y despliega ante el lector una ambientación notable. El estilo de Eleanor Smith es elegante, y siempre empuja la historia hacia adelante. En ningún momento se regodea en descripciones innecesarias y personajes periféricos. No hay demoras ni rodeos. En cierto modo, la autora parece tratarnos como espectadores del circo que hemos pagado la entrada para ver a los leones, no a escuchar al presentador.
Lady Eleanor Smith era miembro de la aristocracia inglesa, y se ganó el desprecio de sus pares a causa de su vida, digamos, desordenada [para las expectativas de la época]. Despreciaba la educación clásica [que consistía en preparar a la mujer para ser una buena esposa y madre], y comenzó a trabajar como reportera. Sus artículos fueron ganando interés a causa de la elegancia de sus ironías. Tras un artículo en el que demolía una producción ambiciosa, Eleanor Smith, que por entonces había abandonado el Lady, fue contactada por un misterioso gitano acaudalado, dueño de un circo, que buscaba contratar una dama de sus cualidades para encargarse de la publicidad de la compañía.
Eleanor Smith aceptó el trabajo, y no solo eso, se enamoró del circo, de sus exigencias y sus sacrificios, pero sobre todo de la vida errante, peregrina. El pueblo gitano, con sus extravagancias y tradiciones, la absorbió obsesivamente. Algunos señalan que esta pasión tuvo algo que ver con un acróbata rumano; otros, con la supuesta sangre húngara en sus venas. Lo cierto es que Eleanor Smith pronto sintió la necesidad de transmitir su amor por el circo; tanto es así que este es el escenario de sus mejores relatos y novelas, casi todos olvidados; con excepción, quizás, de El Circo de Satanás.
El Circo de Satanás es uno de esos relatos en los que el lector advierte que el autor sabe de lo que está hablando. No solo que se ha informado y estudiado el tema, sino que SABE. Eleanor Smith conocía los secretos del circo, desde los arcanos de la teatralidad a los peligros de la acrobacia y [como en el caso de Anatole] el trabajo cotidiano con animales salvajes. En este contexto, El Circo de Satanás no es un manifiesto de la vida errante del circo, sino más bien un testimonio de sus peligros, de sus miserias, no solo en la arena, sino detrás del telón.
No podría presentar ninguna evidencia al respecto, pero Lya Brandt podría ser una representación de la bisabuela de Eleanor Smith. Como ya hemos dicho, la mayoría de sus historias se desarrollan en un escenario gitano o de circo [a veces simultáneamente], tal vez porque Eleanor Smith, además de trabajar en el circo ella misma, realizó su propia investigación genealógica y llegó a descubrir [según algunos, sin fundamento] que tenía una bisabuela romaní. Desde entonces, cultivó una imagen extraña de sí misma en la prensa. En sus memorias [La vida es un circo (Life's a Circus)] relata algunos encuentros de la infancia con un fantasma llamado Gyp y espeluznantes historias referidas por una niñera, que aparentemente asistió al último ahorcamiento público en Gran Bretaña. En la década de 1930, Eleanor Smith vivía en un apartamento en King's Road con un gato negro llamado Satanás [a pesar de que era católica romana], probablemente una referencia a El Circo de Satanás.
El Circo de Satanás.
Satan's Circus, Lady Eleanor Smith (1902-1945)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Una vez le pregunté a un artista de circo, que yo sabía que había trabajado alguna vez con el Circo Brandt, si le había gustado o no viajar con este conocido espectáculo. Su respuesta fue curiosa. Distorsionando rápidamente sus facciones en una horrible mueca, escupió violentamente al suelo. Ni una palabra más diría. Sin embargo, despertó mi curiosidad y me acerqué a un viejo payaso, ahora retirado, que tenía la reputación de conocer todos los circos europeos tan bien como conocía su propio bolsillo.
—¿El Circo Brandt? —dijo pensativo—. Bueno, ya sabes, los Brandt son gente extraña y tienen una reputación extraña. Son austriacos, y la gente de su propio país los llama gitanos, con lo que quieren decir nómadas, porque los Brandt nunca acampan en su propia tierra, sino que vagan por todo el mundo como si el mismo diablo les pisara los talones. De hecho, algunos los llaman el Circo de Satanás.
—Pensé —dije— que el Circo Brandt era un espectáculo notablemente bueno.
—Lo es —dijo, y encendió su pipa—; es caro, ambicioso, vistoso, bien administrado. A su manera, estas personas son artistas y merecen más éxito del que han tenido. Es difícil decir por qué son tan impopulares, pero el hecho es que nadie se queda con ellos más que unos pocos meses y, además, donde sea que vayan, India, Australia, Rumania, España o África, pronto se van. Detrás de ellos dejan una especie de reputación desagradable con respecto a las facturas impagas, lo cual —añadió, echando humo— es extraño, porque los Brandt son ricos.
—¿Cuántos Brandt hay? —pregunté, porque deseaba saber más sobre el circo más escurridizo de Europa.
—Haces demasiadas preguntas —dijo él—, pero, siendo esta mi última respuesta, no me importa decirte que son dos, y que son marido y mujer. Carl y Lya. La señora es un poco misteriosa, pero si me pides mi opinión te diría que es de sangre mexicana, que fue en algún momento una encantadora de serpientes, y que de los dos, ella es la peor, aunque eso es decir mucho. Sin embargo, todo esto son puras conjeturas de mi parte, aunque, después de haberla visto, puedo decirte que es hermosa, uno o dos años en el lado derecho de los cuarenta. Y ahora —dijo con firmeza—, no hablaré más del Circo Brandt.
Y hablamos en cambio de Sarrasani, de Krone, de Carmo y de Hagenbeck.
Pasó un año y me olvidé del Circo Brandt, que sin duda durante este período de tiempo vagó desde Tokio a San Francisco, de Belgrado a Estocolmo y de regreso, como si el mismo diablo estuviera pisándole los talones.
Y luego me encontré con un viejo amigo, un malabarista famoso, a quien no había visto en muchos meses. Le ofrecí un trago y le pregunté dónde había estado desde nuestro último encuentro. Se rio y dijo que había estado en el infierno. Le dije que no tenía mucha mano para los acertijos. Se rio de nuevo.
—Oh, diablos —dijo—, tal vez eso sea una exageración. Pero de todos modos, he estado tan cerca de él como siempre quise. He estado de gira con el Circo Brandt.
—¿El Circo Brandt?
—Exactamente. Por los estados de los Balcanes, España, el norte de África. Luego Holanda y Bélgica, y finalmente Francia. Me fui en Francia. Si me hubieran doblado el salario, no me habría quedado con ellos.
—¿Es tan duro como dicen?
—¿Duro? —dijo—. No, no es duro. Puedo tolerar lo duro. Lo que no soporto, sin embargo, es trabajar con personas que me dan escalofríos. Ahora te estás riendo, y no estoy sorprendido, pero puedo asegurarte que me he quedado despierto por la noche en mi carromato sudando de miedo, y de ninguna manera soy un tipo fantasioso.
En ese momento yo estaba muy interesado.
—Por favor, dime —le pedí—, qué fue lo que te asustó tanto.
—Eso no lo puedo hacer —respondió, y pidió otro trago—, porque la verdad es que a mí personalmente no me trataron mal durante el recorrido. Los Brandt fueron muy corteses conmigo, demasiado corteses, de hecho, ya que a veces me invitaban a subir a su vagón para charlar entre funciones, y odiaba ir, me ponía la carne de gallina. De alguna manera, y te reirás de nuevo, lo sé, era como estar sentado hablando con dos grandes felinos que estaban esperando para saltar después de haber terminado de jugar contigo. Juro que creí, en ese momento, que Carl y Lya podían ver en la oscuridad. Ahora, por supuesto, eso es ridículo, y lo sé, pero todavía me dan escalofríos cuando pienso en ellos. Debo haber estado nervioso, demasiado cansado, ya sabes, en ese momento.
Le pregunté si alguien más en el circo se había sentido afectado de manera similar por los Brandt, y él arrugó las cejas, tratando de recordar, con evidente disgusto, más detalles de su gira.
—Hay una cosa que sucedió —comentó después de una pausa— en una parte salvaje de Rumania, en algún lugar cerca de los Cárpatos. Estábamos pasando por un pequeño pueblo, y los campesinos acudieron en tropel para vernos pasar, lo cual, por supuesto, era muy natural, ya que el espectáculo es muy bueno. Luego, en la calle del pueblo, se detuvo una furgoneta y los Brandt salieron de su gran vagón para ver qué había sucedido.
—¿Bien? —pregunté, porque se detuvo de repente.
—Bueno, fue extraño, eso es todo. Se dispersaron como conejos, se precipitaron en sus cabañas y cerraron las puertas. Seguimos adelante, pero en el pueblo de al lado no había señales de vida, porque todo estaba desierto y las puertas estaban atrancadas, pero en cada puerta había clavada una corona de flores de ajo.
—¿Algo más? —pregunté, porque había recaído en el silencio.
—Oh, una pequeña cosa que recuerdo haber notado. La colección de animales salvajes. Los Brandt rara vez se molestan en inspeccionar esa parte del espectáculo. Están demasiado ocupados con el escenario y la taquilla. Pero un día, Madame Brandt anduvo por allí. Realmente fue un poco extraño, el ruido era espeluznante. Era como si los leones y los tigres estuvieran asustados; no enojados, ya sabes. O rugiendo por su comida, pero un tipo de ruido muy diferente. Y, cuando ella se hubo ido, los caballos estaban sudando. Yo mismo los palpé, y era un día frío.
—En serio —dije—. Parece bastante increíble.
—Oh —respondió—, no espero que me creas. ¿Por qué deberías? No habría hablado si no me hubieras preguntado sobre el Circo Brandt. Solo habría dicho que me alegraba de estar en casa. Pero como me lo pediste… Bueno, un día te diré por qué los abandoné en Francia. No es una historia bonita. Pero no la contaré esta noche. Evito a los Brandt como tema para ir a la cama; he estado soñando con ellos últimamente.
Me tomó un tiempo convencerlo de que contara la historia del malabarista. Sin embargo, una mañana, mientras caminábamos por Unter den Linden bajo un pálido pero radiante sol de primavera, accedió a contarla. Traducida al español, esta es la historia:
Mientras el Circo Brandt recorría el norte de África, llegó un hombre pidiendo trabajo. Era, dijo, alsaciano, y había sido fogonero, pero su barco lo había abandonado en el Tánger y desde entonces buscaba trabajo. Fue entrevistado por el mismo Carl Brandt, quien había sido abordado por él en el lote. Eran una pareja curiosamente contrastada mientras estaban de pie hablando juntos fuera de los escalones del vagón palaciego de Brandt. El alsaciano era rubio, un joven corpulento y bien parecido, de espeso cabello rubio, piel bronceada y honestos ojos azules, un poco estúpidos. Carl Brandt también era alto, pero demacrado, gastado y moreno; tenía una cabeza negra y suave, como la de una serpiente; su rostro alargado estaba macilento y amarillo como el marfil viejo; lucía una diminuta barba imperial, oscura; sus ojos negros estaban febrilmente vivos en profundos huecos púrpuras y sus dientes estaban afilados, rotos y podridos. Se decía que se drogaba, y de hecho tenía mucho el aspecto de un adicto.
Mientras los dos hombres conversaban, la puerta del vagón se abrió y Madam Brandt apareció en el umbral preguntando a su esposo qué quería el extraño. Ella misma era, por cierto, una mujer notablemente hermosa, aunque ya no era joven. Conservaba su gracia, con abundante cabello negro, facciones delicadas, ojos oblicuos de párpados pesados y una de esas pieles blancas y opacas que parecen de leche. Incluso sus labios estaban pálidos, sin estar pintados, y su rostro tenía forma de corazón contra la sombra de su cabello oscuro. Vestía de blanco en los países cálidos y de negro en el norte, pero de alguna manera uno nunca notaba que no vestía de colores. Rara vez miraba a la persona con la que estaba hablando, de modo que cuando lo hacía era bastante impactante.
Su voz era baja y nunca enseñaba los dientes, haciendo imaginar que debían estar podridos, como los de su marido.
Los Brandt se quedaron hablando con el alsaciano durante unos diez minutos bajo el cálido sol. Era imposible escuchar a escondidas. Finalmente, sin embargo, Carl Brandt llevó al hombre al cuidador principal de la colección de fieras y le dijo que le darían trabajo. El alsaciano, por su parte, dijo que se llamaba Anatole y que estaba acostumbrado a los trabajos rudos. Poco después, el circo prosiguió hacia Túnez.
El nuevo ayudante, Anatole, era un tipo bonachón, simpático y sencillo que pronto se hizo popular no sólo entre los carpas y mozos de cuadra, sino también entre los más democráticos de los actores, que se divertían en el tedio de los saltos de longitud. haciéndolo cantar para ellos, porque tenía una voz rica y hermosa. Generalmente cantaba en alemán o canciones de music-hall francesas, olvidadas hace mucho tiempo, pero a veces las favorecía con fragmentos de baladas estruendosas, picantes e insolentes. En una ocasión, antes del espectáculo de la noche, cuando Anatole estaba gritando una de estas canciones toscamente alegres dentro de la Gran Carpa, el telón se abrió de repente para revelar el rostro pálido y vigilante de Madam Brandt.
Instantáneamente, aunque parte de la pequeña audiencia no la había visto, una curiosa y sutil incomodidad se apoderó de la alegre fiesta. Anatole, que estaba de espaldas a la entrada, se dio cuenta inmediatamente de cierta tensión entre sus oyentes y, dando media vuelta, se detuvo bruscamente. El pequeño grupo se puso torpemente en pie.
Madame Brandt murmuró en voz baja:
—No dejen que interfiera con su concierto, amigos míos. Adelante —a Anatole— esa es una canción animada que estabas cantando. ¿Dónde lo recogiste?
Anatole, de pie respetuosamente ante ella, guardó silencio. Madam Brandt no lo miró ni pareció preocuparse por él de ninguna manera, sino que envió sus ojos oblicuos a recorrer los asientos vacíos de la gran carpa, pero de alguna manera, de alguna manera curiosa, se hizo evidente para sus oyentes que ella estaba obstinadamente decidida a arrancarle una respuesta.
Anatole finalmente murmuró:
—La canción la aprendí, señora, a bordo de un frutero portugués hace muchos años.
Madam Brandt no dio muestras de haberlo oído.
Después de este incidente, ella comenzó a emplearlo en varios trabajos en su propio carromato con el resultado de que él tenía menos tiempo para cantar y no mucho tiempo ni siquiera para su trabajo en la colección de animales salvajes. Anatole, jovial y de buen humor como era, pronto sintió una violenta aversión por la propietaria que no se molestó en ocultar a sus amigos, quienes, dicho sea de paso, estaban totalmente de acuerdo con él en este punto. Todos odiaban a los Brandt, muchos les temían.
El circo cruzó a España y empezó a recorrer Andalucía. Varios artistas se fueron, y rápidamente se contrataron nuevos actos. A Carl Brandt siempre le había resultado fácil deshacerse de los artistas. Diez minutos antes de la inauguración del espectáculo, mandaba llamar a algún desafortunado trapecista y, señalando el aparato del hombre, complicado y pesado, colgado de uno de los grandes postes, decía casualmente:
—Quiero que muevas eso al otro lado de la carpa antes del espectáculo.
El artista tal vez se reiría, pensando que el director estaba haciendo una broma oscura. Brandt luego continuaría, suavemente:
—Será mejor que te des prisa, ¿no crees?
El artista protestaba indignado.
—Es imposible, señor; ¿cómo puedo moverlo en diez minutos?
Brandt lo miraba, con desdén, durante unos segundos. Luego se alejaba, diciendo suavemente:
—Despedido por insubordinación —y se marcha para telegrafiar a su agente para un nuevo acto.
Madam Brandt sentía un curioso y perverso placer en burlarse de Anatole. Sabía que él le temía, y le divertía mandar a buscarlo, mantenerlo de pie en su carro mientras ella se pulía las uñas o cosía o escribía cartas, totalmente indiferente a su presencia. Después de unos diez minutos, ella levantaba la vista, observaba algún punto por encima de su cabeza y le preguntaba, con su voz suave y lánguida, si le gustaba la vida en el circo y si era feliz con ellos. Charlaría durante algún tiempo, haciéndole preguntas casuales acerca de los otros artistas; luego, de repente, ella lo miraba directamente, con esa extraña mirada inquietante, mientras decía:
—Mejor que los barcos, ¿no es cierto? Supongo que estarás más cómodo aquí que como fogonero.
A veces añadía:
—Cuéntame algo sobre la vida de un fogonero, Anatole. ¿Cuáles eran tus deberes y tu horario?
Siempre, cuando ella lo despedía, su cabello estaba húmedo de sudor.
El Circo Brandt deambuló gradualmente hacia el norte, hacia el País Vasco. Debían atravesar Francia hacia Holanda y Bélgica, y luego regresar. Los Brandt nunca podían quedarse mucho tiempo en ningún lugar. Justo antes de que el circo entrara en territorio francés, Anatole dio su aviso al cuidador principal. Era un gran trabajador y tan popular entre sus compañeros que el portero se quejó con Carl Brandt, quien accedió a un aumento de salario. Anatole se negó a quedarse.
Madam Brandt estaba en el vagón cuando se le dio esta noticia a su esposo. Ella le dijo a Carl:
—Si quieres que el alsaciano se quede, lo arreglaré. Déjamelo a mí. Creo que entiendo el problema y, como dices, es un hombre útil.
Al día siguiente mandó llamar a Anatole y, después de ignorarlo durante unos cinco minutos, le preguntó con desgana qué quería decir con dejarlos. Anatole, de pie, rígido cerca de la puerta, balbuceó una torpe disculpa.
—Me han... me han ofrecido un trabajo.
—¿Mejor que este? —preguntó ella mientras seguía cosiendo.
—Sí, señora.
—Sin embargo —continuó distraídamente—, eras feliz con nosotros en África, feliz en España. ¿Por qué no entonces en Francia?
—Señora…
Ella rompió un hilo con los dientes.
—¿Por qué no en Francia, Anatole?
No hubo respuesta.
De repente, ella tiró la costura al suelo y lo miró fijamente. Algo en sus ojos lo sobresaltó, una mirada fea, desnuda y hambrienta, que nunca antes había visto allí. Sus ojos lo quemaban, como los ojos de un demonio. Ella dijo, hablando rápidamente, moviendo apenas los labios:
—Te diré por qué tienes miedo de Francia, Anatole. He adivinado tu secreto, amigo mío. Eres un desertor de la Legión Extranjera y tienes miedo de ser capturado. ¿No es así? Oh, no te molestes en mentir; lo he sabido desde África.
Él sacudió la cabeza, tragando, incapaz de hablar.
Era un día caluroso y él solo vestía una camisa delgada. En un segundo ella saltó de su silla al otro lado del carro y se arrojó sobre él, rasgando esta prenda con los dedos. Aterrorizado, luchó, pero ella era demasiado rápida, demasiado violenta, demasiado implacable. La camisa se rasgó en dos y ella vio sobre su pecho blanco la costura de cicatrices lívidas.
—¡Heridas de bala! —se rio en su oído—, ¡un fogonero con heridas de bala! Tenía razón, ¿no es así, Anatole?
Era consciente, por encima de su miedo, de una extraña sensación de repulsión ante su proximidad. Dios, pensó, ella está detrás de mí. Y sintió náuseas, como algunas personas se enferman al ver una serpiente mortal. Entonces, sorprendentemente, se salvó.
Ella se alejó de él, se hundió en la silla y recogió la costura. Su rápido oído había escuchado los sigilosos pasos de Carl Brandt. Anatole se quedó allí, aturdido, agarrándose la gran rasgadura de su camisa. Carl Brandt entró en el vagón sin hacer ruido, porque siempre usaba suelas de goma en los zapatos. Su esposa se dirigió a él con su voz baja y tranquila.
—¿Ves a Anatole allí? Me acaba de decir por qué tiene miedo de venir con nosotros a Francia. Es un desertor de la Legión Extranjera. Mira las heridas en su pecho.
Anatole miró con impotencia la cara alargada y amarilla de Brandt, quien lo miró fijamente durante unos momentos en silencio.
—¿Un desertor? —Brandt dijo por fin, y se rio entre dientes—. ¿Un desertor? No tienes por qué tener miedo, muchacho, de venir con nosotros a Francia. Tienen algo mejor que hacer que cazar legionarios fugitivos. Estarás a salvo. Te protegeré.
Y se quedó frotándose las manos y mirando pensativo a Anatole con sus brillantes ojos negros. Anatole, para escapar de ellos, prometió quedarse. Tuvo la desagradable sensación de haberse enfrentado aquella tarde no a una serpiente, sino a dos. No le gustaban los reptiles.
Tenía la intención de salir corriendo, pero le había mentido a Madam Brandt cuando habló de un nuevo trabajo, y se sentía cómodo donde estaba. Él también era una criatura sin imaginación y los horrores de la Legión ahora parecían muy remotos. Pronto estuvo en Francia, completamente incapaz de creer que estaba en peligro. Para su deleite, su ama lo ignoró después de la escena en el carro. Evidentemente se había dado cuenta, pensó para sí mismo, de que la encontraba repugnante, casi obscena, a pesar de su buena apariencia. Y habría sido completamente feliz si no hubiera sabido que se había hecho una enemiga peligrosa.
El Circo Brandt empleó como domador de leones a un hombre llamado «Capitán» da Silva. Este individuo no estaba muy satisfecho con su situación. Había perdido los nervios aproximadamente un año antes, pero después de trabajar con el mismo grupo de leones durante diez meses se había vuelto más confiado y, en consecuencia, más contento. Luego, sin previo aviso, Carl Brandt compró un grupo mixto de animales y le dijo a da Silva que comenzara a trabajar de inmediato. El domador estaba furioso. ¡Leones, tigres, osos y leopardos! Se encogió de hombros y obedeció malhumorado. Pronto el grupo estuvo listo para el escenario, y apareció durante una semana con gran éxito.
Entonces, una mañana, da Silva fue a las jaulas y encontró a sus animales en un estado salvaje, anormal. Gruñendo, erizados, echando espuma por la boca, parecían incapaces incluso de reconocer a su domador. Los miró con fría consternación. Un camarada, viniendo a mirar, le susurró al oído.
—Ella caminó anoche.
Da Silva se estremeció. Había una leyenda en el Circo Brandt que decía que cada vez que los animales estaban nerviosos o molestos, Lya Brandt había caminado dormida la noche anterior, entrando en la colección de animales salvajes y aterrorizando a las bestias que presumiblemente la conocían por lo que era.
El tigre rugió y la leona le respondió. Da Silva escuchó durante un minuto y luego se volvió hacia su compañero.
—Me voy. No trabajaría con estos gatos esta noche por una fortuna. Hay otros circos en el mundo. El Circo Brandt debe encontrar otro domador.
En veinte minutos estaba en la estación de tren.
Carl Brandt escuchó la noticia en silencio. Luego levantó el brazo y golpeó salvajemente a su guardián principal en la boca. Envolviendo su capa negra sobre su figura alta y delgada, salió de la oficina y buscó su propio carro. Su esposa estaba ocupada bebiendo una taza de café. Se miraron en silencio por un momento.
Entonces ella dijo, tranquilamente:
—Es da Silva, ¿supongo?
—Da Silva, sí. Se fue. ¿Ahora quién va a trabajar el grupo mixto?
Vació su taza y respondió pensativa:
—Sé de varios domadores.
—Probablemente. ¿Y cuánto tardarán en llegar aquí?
—Estoy de acuerdo —dijo ella, sirviendo más café—. Esa es la gran objeción. ¿No hay nadie en el lote que pueda trabajar con los gatos durante una o dos semanas?
—¿Qué tontería estás diciendo?
Ella puso su mano sobre sus ojos.
—Pareces olvidar a Anatole. Un legionario fugitivo en territorio francés. ¿Crees que desobedecería tus órdenes?
Hubo una pausa.
—Enviaré por él —dijo Brandt al fin.
Se quedaron en silencio mientras esperaban al alsaciano. Cuando entró, Lya no lo miró, sino que comenzó a pulirse las uñas.
Carl Brandt volvió su rostro amarillo y arrugado hacia Anatole. Sus ojos eran huecos oscuros y ardientes. Dijo suavemente:
—¿Sabes que da Silva se fue?
—Sí, señor.
Anatole estaba perplejo, no podía imaginar por qué lo habían llamado.
—No hay nadie para trabajar con los animales hasta que se contrate un nuevo domador.
—No, señor.
—No tengo la costumbre de fallar a mis clientes. Siempre muestro lo que anuncio. El nuevo domador debería estar aquí en una semana. Es sobre esta semana que deseo hablar.
Otra pausa.
El corazón de Anatole comenzó a latir contra sus costillas. Una sospecha monstruosa se estaba formando en su mente.
Brandt dijo plácidamente:
—Estoy a punto de ascenderte, amigo mío. Durante una semana trabajarás en el grupo mixto.
Anatole se puso rojo oscuro. Estaba furiosamente enojado, tanto que su miedo a la mujer silenciosa sentada a la mesa se desvaneció por completo. Ya no consciente de su presencia, soltó violentamente:
—¿Qué? ¿Quieres que vaya a la jaula con esos animales? Entonces debes encontrar a alguien más; no soy tan tonto. No lo haría por una fortuna.
Brandt sonrió, mostrando sus dientes negros y rotos. Su esposa, completamente indiferente, continuó pintándose las uñas de un rojo brillante. Brandt dijo amablemente:
—¿Estás en condiciones de negarte, amigo mío? Puedo estar equivocado, por supuesto, pero tengo la impresión de que ahora estamos en territorio francés.
Anatole se quedó en silencio.
Pensó de repente y con horror en la Legión: el sol abrasador, la inmundicia y la brutalidad. Pensó también en las minas de sal, esa espantosa muerte en vida a la que inevitablemente sería condenado. Entonces recordó a los animales tal como los había visto por última vez, feroces, enloquecidos, anormales.
Sacudió la cabeza.
—No soy un domador —dijo—. No puedes obligarme a entrar en la jaula.
Carl Brandt se rio entre dientes. El delicado marfil amarillo de su piel se cosió en mil arrugas. Sacó su reloj.
—Tienes cinco minutos, Anatole, para venir conmigo a la casa de fieras. Si no, llamo a la policía. Si se me permite aconsejarte, sugiero la casa de fieras. Incluso el vientre de un león es preferible, me imagino, a las minas de sal africanas, pero tú eliges.
Madam Brandt, soplando sus uñas, se entrometió silenciosamente en la conversación.
—No, Anatole —dijo pensativa—, no le será posible huir en la noche. El Herr Director se tomará la molestia, mucha molestia, de localizarlo. No tiene ningún deseo de albergar criminales.
Una vez más ella lo miró directamente, fijándolo con la mirada ardiente y amenazante que era como una espada. Luego bajó los ojos, absorta en su manicura.
Una pausa.
Brandt miró su reloj.
—Debo recordarte, Anatole, que sólo te quedan dos minutos —dijo con aire de gran cortesía—. ¿Cuántos años sirvió en la Legión, me pregunto? ¿Son ocho años en las minas de sal para desertores o quizás más?
—Trabajaré con los animales —dijo Anatole brevemente.
Sabía que Lya Brandt había leído sus pensamientos, y se secó el sudor de la cara mientras se dirigía a la casa de fieras. No era posible que el grupo mixto apareciera en el matiné, pero se anunció al circo en general que los gatos trabajarían esa noche sin falta, Anatole pasaría la tarde ensayando.
Su rostro estaba gris cuando se encerró en la jaula armado solo con un látigo. Afuera había dos guardianes con revólveres cargados. Ellos también estaban nerviosos. Los animales se quedaron inmóviles para mirar al extraño, con los pelos de punta, los inquietos ojos amarillos fijos en él. Alrededor de la jaula había pedestales de madera sobre los cuales se entrenaba a los animales para que se sentaran a la orden. El alsaciano dio ahora esa orden. No hicieron caso. La repitió más fuerte, golpeando las barras con su látigo, y se dispersaron, presas del pánico repentino, para ocupar sus asientos acostumbrados.
Sacó el aro por el que deben saltar los leones. Estos gruñeron durante varios minutos, golpeando con sus patas salvajes; luego, al final, posiblemente decidiendo que la obediencia era menos problemática, saltaron a través del aro con mala gana. Los dos guardianes, y también Anatole, no tardaron en sudar a borbotones como si los hubieran sumergido en el agua. El alsaciano se mostró, sin embargo, más confiado.
Se volvió hacia los osos.
Veinte minutos después, Brandt se reunió con su esposa en el vagón. Estaba de pie cerca de la ventana, de espaldas a él.
—Mejor de lo que esperaba —dijo el director con frialdad—. No veo ninguna razón por la que las cosas no vayan a salir bien esta noche. ¡Tiene coraje, este legionario! ¡Y qué suerte que estemos en Francia!
Madam Brandt no respondió ni volvió la cabeza. Parecía completamente indiferente a los asuntos de Anatole.
Aquella noche, el alsaciano recibió del vestuario del circo un espléndido uniforme azul y unos calzones color cereza. Se vistió mecánicamente, sin prestar atención a los estímulos del vestidor. En el solar, sus camaradas lo miraron con simpatía. Uno o dos, inconscientes de sus antecedentes, le advirtieron que desafiara a Brandt y se mantuviera fuera de la jaula. Anatole simplemente negó con la cabeza, incapaz de dar una explicación.
—Debo hacerlo —dijo al fin.
Y la gente del circo fue unánime en su compasión por él.
Estaba anocheciendo. Los músicos, espléndidos con sus uniformes verdes y dorados, tocaron la obertura dentro de la enorme carpa. Un grupo de payasos, que brillaban con lentejuelas, esperaban para hacer su entrada cómica. Detrás de los payasos, seis o siete mozos de cuadra controlaban veinte sementales árabes, blancos como la leche, con melenas y colas blancas y lanudas. Estos caballos eran magníficos en sus atavíos escarlata. La compañía china, con kimonos oscuros sobre hermosas túnicas de brocado, practicaba diligentemente cerca de la jaula de los osos. Anatole se sentó en un fardo de heno cerca de los tigres, sordo a los consejos que varios camaradas le susurraban al oído.
Arriba, en la cúpula de la tienda, dos jóvenes musculosos con mallas color melocotón se lanzaban de barra en barra con una gracia y una rapidez emocionantes. Abajo, los asistentes construyeron rápidamente una enorme jaula, tambaleándose bajo secciones de pesados barrotes de hierro. Pronto la jaula estuvo lista; los trapecistas se habían bajado de la cúpula. La banda tocó un acorde y Anatole, el legionario, entró en la jaula, inclinándose modestamente en respuesta a los aplausos que saludaron su espectacular entrada.
Luego se deslizó a un lado una puerta de hierro y por el estrecho túnel hacia una fila de formas leonadas.
Leones, tigres, leopardos, osos. Entraron con gracia en la arena, estirándose, frotándose contra los barrotes de la jaula, bostezando ante las luces brillantes, mostrando los dientes, deslizándose con una agilidad felina por el cuadrilátero.
Anatole pronunció la primera orden. Un minuto después los animales estaban sentados con cierta docilidad sobre sus pedestales de madera. Anatole sacó su aro. Al principio la gente del circo contuvo la respiración; luego, gradualmente, se relajaron.
Lo estaba haciendo bien.
Suspiraron con alivio.
El clímax era un cuadro durante el cual los animales se agrupaban, erguidos sobre sus patas traseras, alrededor del entrenador, quien saltaba sobre un pedestal, con el brazo levantado para dar más efecto a esta subyugación de las bestias. El tigre más grande yacía a sus pies durante el cuadro, y mientras que los otros animales pronto asumieron sus posiciones acostumbradas cuando se les ordenó, el tigre al principio nunca estaba dispuesto a arrojarse sobre el aserrín.
Anatole, con un pie en el pedestal, habló enérgicamente, secamente, a la gran bestia, que lo miraba malhumorada, inmóvil salvo por el movimiento de la cola. Pasó un segundo, que a los observadores del circo les pareció más largo que un minuto. El tigre siguió mirando, y Anatole, golpeando los barrotes con su vara, señaló obstinadamente el suelo a sus pies.
Estaba de espaldas a la entrada de la arena y no vio que los mozos de cuadra y los asistentes retrocedieran respetuosamente para dejar pasar a alguien a través de las cortinas de terciopelo rojo. Sus camaradas lo hicieron y se dieron codazos unos a otros, ya que Madam Brandt rara vez se acercaba a la arena durante una actuación. Se detuvo un momento cerca de las cortinas, alta y erguida con su vestido blanco, el rostro pálido contra la densa negrura de su cabello.
Entonces, de repente, hubo un tumulto en la pacífica jaula cuando, gruñendo furiosamente, los animales saltaron de sus pedestales para estrellarse salvajemente contra los barrotes. Atrapado por la sorpresa, Anatole se dio la vuelta, golpeando con su vara, gritando, sin darse cuenta del malhumorado tigre que tenía detrás. Un leopardo, enloquecido por el miedo, chocó contra él y lo envió tropezando al suelo. Con la feroz rapidez de un poderoso halcón saltó el gran tigre. Un gruñido espeso y ahogado que heló la sangre. Hubo gritos de terror entre la multitud y luego el chasquido de dos disparos de revólver. Armados, los hombres de la casa de fieras hicieron retroceder a los animales. El tigre fue herido en el hombro y arañó el suelo, mordiéndose a sí mismo en un frenesí de miedo y dolor.
Anatole yacía como un muñeco de trapo, tan flácido y retorcido estaba su cuerpo. Sobre el azul brillante de su uniforme rezumaba un chorro rojo coagulado. ¿Su cara? Anatole ya no tenía rostro; sólo una herida enorme, cruda y abierta.
Abriendo una puerta lateral, sacaron su cuerpo de la jaula y rápidamente lo envolvieron en el magnífico abrigo de un acróbata chino que estaba cerca. Gritando, llorando, maldiciendo, la audiencia horrorizada salió corriendo en estampida de la tienda. En medio del ruido y el tumulto, Madam Brandt se deslizó a través de las cortinas de terciopelo rojo y desapareció como una sombra blanca.
Con el rostro pálido y demacrado, se ordenó a los miembros de la banda que tocaran su marcha más alegre. Pronto la tienda estuvo vacía, a excepción de un pequeño grupo de personas que se inclinaban sobre la forma acurrucada que era Anatole y la de un médico, llamado apresuradamente, que pronto se fue porque no tenía nada que hacer.
Esa noche el cuerpo fue depositado temporalmente en el camerino de los payasos. Era tarde cuando la gente del espectáculo se retiró a la cama, pero a la una de la madrugada todo estaba tranquilo en la ciudad de tiendas del Circo Brandt. Sólo el vigilante nocturno, un tipo impasible y sin imaginación, se paseaba lentamente de un lado a otro balanceando su linterna, pero de vez en cuando un león gemía y gruñía en el silencio de la noche, o un caballo coceaba con impaciencia contra el tabique de madera de su pesebre.
Fue el vigilante, sin embargo, quien luego relató a sus camaradas lo que vio durante esta solitaria vigilia.
Faltaba aproximadamente una hora para el amanecer, y el hombre estaba recostado sobre un montón de heno, sin duda aliviado al pensar que la noche terminaría pronto, cuando de repente su oído captó el suave sonido de pasos que se acercaban. Se dio la vuelta, escondiendo su linterna debajo de su abrigo. Era Madam Brandt, por supuesto, caminando lentamente, como una sonámbula, a través de la arena desierta hacia los camerinos, pareciendo tan tangible como una sombra, una sombra blanca que brilló por un momento en la oscuridad y luego desapareció, tragada por la noche.
Ahora bien, el vigilante era un tipo valiente e inclinado a ser inquisitivo. Se quitó los zapatos y se arrastró tras ella.
Madam Brandt se deslizó directamente al pequeño vestidor donde yacía el cuerpo destrozado del legionario. El vigilante no se había atrevido a traer su linterna, por lo que le costaba ver lo que pasaba, pero al mismo tiempo logró observar bastante. Vislumbró su figura blanca, arrodillada cerca de la forma oscura en el suelo; mientras la miraba forcejeaba con una u otra cortina, y vio que estaba tratando de quitar la sábana que cubría el cadáver. Habiendo aparentemente logrado su propósito, permaneció inmóvil por un momento, mirando; esta inmovilidad, que duró sólo un segundo, fue sucedida por una súbita repugnancia, porque con toda la ferocidad de un animal hambriento se arrojó sobre el cuerpo, sacudiéndolo, agarrándolo con fuerza, mientras empujaba su rostro, su boca, sobre ese cuello roto y sangrante.
Luego, en la lejana colección de animales salvajes, los leones y los tigres rompieron el silencio de la noche con un súbito tumulto.
—Sí —dijo el malabarista después de una larga pausa—, nos gustaba Anatole. Era un buen camarada, aunque, fíjate, probablemente había sido un asesino y, con toda seguridad, un ladrón. Pero en el Circo Brandt, ya sabes, eso no significa nada.
—¿Dónde está el Circo Brandt ahora? —pregunté, después de otra pausa.
Se encogió de hombros.
—Polonia, creo; o posiblemente Perú. ¿Cómo puedo saberlo? Los Brandt son gitanos, nómadas. Hoy aquí, mañana allá. Posiblemente viajan rápido porque siempre hay algo que callar. Pero, ¿quién puede decirlo? El diablo tiene el admirable hábito de cuidar a sus amigos.
Guardé silencio, porque estaba pensando tanto en Lya Brandt como en Anatole. De repente me sentí bastante enfermo.
—Mira —dije—, ¿te importa si no hablamos más sobre Circo Brandt?
Lady Eleanor Smith (1902-1945)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Lady Eleanor Smith.
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2 comentarios:
Hay algo en los circos que los hace propicios para historias de terror.
Muy logrado relato, con un elaborado clima, en Lya Brand es mostrada como inquietante, en más de un sentido.
Talentosa esta escritora, por todo lo que tiene este relato.
Creo que me gustará leer sus otros cuentos.
Otro excelente relato de esta autora fue NO SHIPS PASS año 1932,últimamente la han publicado en antologías de terror marinos
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