«Las letras de fuego frío»: Manly Wade Wellman; relato y análisis


«Las letras de fuego frío»: Manly Wade Wellman; relato y análisis.




Las letras de fuego frío (The Letters of Cold Fire) es un relato de terror del escritor norteamericano Manly Wade Wellman (1903-1986), publicado originalmente en la edición de mayo de 1944 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 2001: Acólitos de Cthulhu (Acolytes of Cthulhu).

Las letras de fuego frío, uno de los mejores cuentos de Manly Wade Wellman, relata una nueva aventura del detective paranormal John Thunstone, quien en esta ocasión está menos preocupado por el Necronomicón que por un extraño libro maldito cuyos caracteres solo pueden leerse en la oscuridad [ver: Detectives de lo oculto en la literatura pulp]

SPOILERS.

El protagonista de Las letras de fuego frío es nada menos que John Thunstone, un detective paranormal muy exitoso en Weird Tales. Además de ser un erudito, un atleta y un playboy, Thunstone se dedica a investigar toda clase de eventos sobrenaturales. Esto lo lleva frecuentemente a enfrentarse con su mayor enemigo, un hechicero llamado Rowley Thorne, quien es el antagonista en esta historia.

Aquí, Thorne busca apropiarse de un misterioso libro prohibido cuyos caracteres [las letras de fuego frío del título] solo pueden leerse en la más absoluta oscuridad. El libro era estudiado en la Escuela Profunda, un sitio detestable dedicado a la nigromancia, y cuyos alumnos son encerrados en oscuras catacumbas durante años para incorporar aquel conocimiento maldito. Aquellos que adquieren ese saber profano son capaces de abrir portales a otras dimensiones y crear, a partir del pensamiento, realidades paralelas. En este caso, Thorne asesina al legítimo propietario del libro, llamado Cavet Leslie, y se dispone arrastrar a John Thunstone a un plano habitado por oscuras entidades.

Las letras de fuego frío de Manly Wade Wellman pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Aquí, el Necronomicón es un libro real y digno de temer, aunque hay otros libros malditos igualmente peligrosos en este universo. El propio Thunstone escribió una obra que puede inscribirse entre los volúmenes apócrifos de los Mitos de Cthulhu: El patrón mítico de los Shonokins (The Myth Patterns of the Shonokins), donde se estudia una extraña raza de criaturas alienígenas, de apariencia humana, que poblaron América del Norte antes de la llegada de los nativos americanos. Tenían fama de ser grandes magos, pero los recién llegados eventualmente los aniquilaron. Algunos dicen que los Shonokin todavía existen en pequeñas colonias subterráneas, y Thunstone ha dedicado buena parte de su tiempo a estudiarlas.

La prosa de Manly Wade Wellman es nítida, directa y capaz de evocar verdadera amenaza y extrañeza. Tal vez lo mejor de Las letras de fuego frío sean estos detalles tangenciales, como la descripción del nigromante Cavet Leslie de la Escuela Profunda, donde estuvo encerrado en la oscuridad durante siete años de estudio; la cual coincide en parte con la gran revelación de El caso de Charles Dexter Ward (The Case of Charles Dexter Ward) de Lovecraft, donde el lector se entera de la existencia de una abominación hambrienta en un calabozo, encerrada durante siglos. En este contexto, la cita de Thunstone del Necronomicón coloca a Las letras de fuego frío sólidamente en el territorio de los Mitos de Cthulhu.

Sería injusto tomar este relato de forma aislada. John Thunstone fue diseñado como un personaje recurrente, un ciclo literario, de modo que hay mucha información que se da por sentada; sin embargo, es una historia que puede leerse independientemente. Dicho esto, hay muchos detalles en Las letras de fuego frío que pueden parecer un cliché para el lector moderno, como este elegante playboy que resulta ser un investigador sobrenatural, su relación amorosa [un poco complicada] con una condesa, el villano recurrente y el puñetazo final como punto culminante de la acción; sin embargo, estos elementos no eran tan habituales en aquellos años.

Las letras de fuego frío es un relato interesante, sobre todo en el contexto de los Mitos de Cthulhu, no tanto de los Mitos de Lovecraft, sino más bien de la influencia de August Derleth posterior a la muerte del flaco de Providence [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]. No es un relato brillante, ni mucho menos, pero Manly Wade Wellman hace un buen trabajo aquí incorporando piezas genuinas del folclore y prácticas mágicas junto con sus creaciones. El propio Thunstone generalmente coquetea con varios ciclos literarios de Weird Tales, no solo con los Mitos; por ejemplo, suele mantener una profusa relación epistolar con otro detective de lo oculto: Jules de Grandin, creado por Seabury Quinn; y W.B. Seabrook directamente es mencionado en este relato como una autoridad en lo sobrenatural.

Probablemente el momento más extraño de Las letras de fuego frío es su resolusión. Internar a Thorne en un manicomio es escalofriante en sus implicaciones. Después de todo, es internado por la fuerza únicamente por lo que él declara sobre sus creencias mágicas. Por lo demás, lo mejor son los detalles, el trasfondo, las relaciones insinuadas, más que la historia propiamente dicha, en especial porque la tensa relación antagónica entre Thunstone y Thorne ya fue cubierta en historias anteriores, y aquí todo eso se da por sentada.




Las letras de fuego frío.
The Letters of Cold Fire, Manly Wade Wellman (1903-1986)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Había dado una vuelta alrededor de la esquina y a lo largo de la calle estrecha y asfaltada. Desde que las habían levantado, las viviendas de ambos lados parecían viejos vagabundos disipados a punto de derrumbarse. Entre dos de esos edificios de ladrillo rojo opaco por el tiempo se hundía un tercero, con el ladrillo cubierto densamente con pintura amarilla barata que bien podría ser lo único que lo mantenía unido. El piso inferior estaba ocupado por las lavanderías más sórdidas, y una puerta lateral conducía a los alojamientos de arriba. Rowley Thorne se dirigió a un terrateniente de ojos apagados en un idioma que ambos conocían:

—¿Cavet Leslie…? —comenzó.

El propietario negó con la cabeza lentamente.

—No se levanta de la cama.

—¿Lo ha visto el doctor?

—Dos veces al día. Me dijo que no había esperanza, pero Cavet Leslie no irá al hospital.

—Gracias —Thorne se volvió hacia la puerta.

Su gran mano estaba en el pomo, las yemas de los dedos enganchadas sobre el borde. Era una figura desmesuradamente voluminosa pero dura, como un barril con piernas. Tenía la cabeza calva y la nariz en forma de gancho, lo que le hacía parecer un águila sabia y malvada.

—Dígale —pidió— que un amigo vino a verlo.

—Nunca hablo con él —dijo el propietario, y Thorne hizo una reverencia y se fue, cerrando la puerta detrás de él.

Del otro lado de la puerta, escuchó. El propietario había regresado a sus propios cuartos oscuros. Thorne probó de inmediato el pomo; la puerta se abrió, porque al salir había quitado la cerradura nocturna.

Se escabulló por el vestíbulo sin ventanas y subió unas escaleras tan estrechas que los hombros de Thorne tocaron ambas paredes a la vez. El lugar tenía ese olor a ropa vieja de los antiguos tugurios de Nueva York. Desde esas colonias, los gánsteres de los Cinco Puntos y los Conejos Muertos habían salido a sus alegres guerras de pandillas de antaño, los matones se habían congregado en los Draft Riots de 1863 y la protesta contra la interpretación de Macbeth de Macready en Astor Place Opera House...

El pasillo de arriba era tan estrecho como las escaleras, y más oscuro, pero Thorne conocía el camino hacia la puerta que buscaba. Se abrió con facilidad, ya que su cerradura llevaba mucho tiempo fuera de servicio.

La habitación era más una celda que una habitación. El yeso, pintado de un verde sucio, caía en copos. La suciedad y las telarañas obstruían la única ventana. El hombre del andrajoso catre se movió, suspiró y volvió su delgada cara pálida hacia la puerta.

—¿Quién está ahí? —tembló con cansancio.

Rowley Thorne se arrodilló rápidamente a su lado, inclinándose como un ave de presa sobre un cadáver.

—Eras Cavet Leslie —dijo—. Trata de recordar.

Una fina ramita de mano se deslizó por debajo del edredón andrajoso. Frotó los ojos cerrados.

—Prohibido —gruñó el hombre—. Tengo prohibido recordar. Me olvido de todo, pero... —la voz se apagó y luego terminó con un esfuerzo—: Mis lecciones.

—Eras Cavet Leslie. Soy Rowley Thorne.

—¡Rowley Thorne! —la voz era más fuerte, más rápida—. Ese nombre será genial en el infierno.

—Será grandioso en la tierra —dijo Rowley Thorne con seriedad—. Vine a buscar tu libro. Dámelo, Leslie. Vale la pena nuestras vidas y más.

—No me llames Leslie. Me he olvidado de Leslie... desde...

—Desde que estudiaste en la Escuela Profunda —terminó Thorne por él—. Lo sé. Tienes el libro. Se le da a todos los que terminan allí los estudios.

—Pocos terminan —gimió el hombre en el catre—. Muchos comienzan, pocos terminan.

—La escuela está bajo tierra —dijo Thorne, como si lo insinuara—. ¿Recuerdas?

—Sí, bajo tierra. No debe venir ninguna luz. Destruiría lo que se enseña. Una vez allí, el erudito permanece hasta que se le ha enseñado o...

—El libro tiene letras de fuego frío —apuntó Thorne.

Letras de fuego frío —repitió la voz tenue—. Pueden leerse en la oscuridad. Una vez al día se abre una trampa y una mano peluda mete la comida. Terminé, estuve en esa escuela durante siete años, ¡o cien! —se interrumpió, gimiendo—. ¿Quién puede decir cuánto tiempo?

—Dame tu libro —insistió Thorne—. Está aquí en alguna parte.

El hombre que no se llamaría a sí mismo Cavet Leslie se incorporó sobre un codo. Fue un gran esfuerzo para su cuerpo descarnado. Aún mantenía los ojos cerrados con fuerza, pero volvió el rostro hacia el de Thorne.

—¿Cómo lo sabes?

—Es mi negocio saber. Digo ciertos hechizos y ciertas voces susurran en respuesta. No pueden darme la sabiduría que busco, pero dicen que está en tu libro. Dámelo.

—Ni siquiera te lo daría a ti, Rowley Thorne. Eres del riñón de la Escuela Profunda, pero el libro es solo para aquellos que estudian en la oscuridad sepultada durante años.

—¡El libro! —dijo Thorne con brusquedad.

Su gran mano se cerró sobre el hombro huesudo, las puntas de sus dedos sondearon conscientemente en busca de un centro nervioso. El hombre que había estado en la Escuela Profunda gimió.

—¡Me lastimas!

—Vine por el libro. Y lo tendré.

—Llamaré a los espíritus para que me protejan, Tobkta…

Lo que pudo haber dicho se transformó en un gemido cuando Thorne movió la mano para tapar la boca temblorosa. Aprisionó la mandíbula flaca como un mozo con un caballo y empujó la cabeza de Cavet Leslie contra el colchón. Con el otro pulgar levantó un párpado. Convulsivamente, el atormentado liberó su boca por un momento.

—¡Oooooooh! —se quejó—. No me hagas ver la luz, no después de tantos años.

—El libro. Si te rindes, levanta un dedo.

Una mano tembló, se cerró, todo menos el índice. Thorne soltó su agarre.

—¿Dónde está?

—En el colchón...

De inmediato, y con todas sus fuerzas, Thorne cortó con el borde duro de la mano la garganta temblorosa. Era como un hacha sobre un tronco anudado. El hombre que había sido Cavet Leslie se retorció, jadeó y se aflojó abruptamente. Thorne agarró una muñeca exigua, sus dedos buscando el pulso. Se quedó en silencio durante un minuto, luego asintió y sonrió para sí mismo.

—Terminado —murmuró—. Ese golpe de garganta es mejor que una soga.

Tiró el cuerpo del catre y palpó rápidamente todo el colchón. Su mano se detuvo en un bulto. Sacó a la vista un libro, no más grande que un ortográfico escolar. Estaba envuelto en una especie de piel oscura sin curtir sobre la que crecía un pelo áspero y rancio, negro como el hollín.

Thorne se lo metió bajo el abrigo y salió.

***


John Thunstone estaba sentado solo en su estudio. Era menos un estudio que un salón: no menos de tres sillas estaban dispuestas en el suelo, sillas suaves y bien ahuecadas al alcance de la mano de una estantería, un atril para fumar y una mesa de café. Allí también había un sofá cubierto de cuero. Porque Thunstone consideraba que el trabajo del cerebro era tan fatigoso como el trabajo del cuerpo. Le gustaba la comodidad física al escribir o investigar.

Estaba sentado en la más cómoda de las tres sillas, frente a una rejilla en la que ardía uno de los pocos fuegos auténticos de Nueva York. Era más alto que Rowley Thorne y bastante masivo, quizás incluso más duro de cuerpo, aunque no tan denso. Su rostro, con la nariz rota y el bigote pequeño y recortado, podría haber sido el de un hombre muy salvaje y de mentalidad física, excepto su cráneo, que le daba la cabeza de un pensador. Sus manos eran tan grandes que uno miraba dos veces para ver que estaban bien. Sus ojos oscuros podían ser brillantes, francos, enigmáticos, estrechos o risueños como quisieran.

En su regazo, abierto, había un gran libro gris, con un reverso rojo con letras doradas.

Reflexionó sobre un pasaje de la página abierta ante él:

«Después de barajar y cortar las cartas como se describe aquí, seleccione una al azar. Estudie el dispositivo durante el tiempo que cuente un lento veinte. Luego fije la mirada en un punto que tiene delante, mire sin pestañear y sin moverse hasta que parezca que hay una puerta cerrada frente a usted. Aclare la imagen en su mente y manténgala allí hasta que la puerta parezca abrirse y sienta que puede entrar y ver, oír o experimentar lo que puede suceder más allá de esa puerta.»

Similar, reflexionó John Thunstone, al juego de magos chino de Yi King, investigado y experimentado por W. B. Seabrook. Se alegraba de que él, y nadie menos apto para tales estudios, se hubiera encontrado con el libro y las extrañas cartas en esa tienda de chatarra de Brooklyn. Quizás se trataba de una forma anglicanizada del libro de Yi King:

«Este libro es mío, con muchos más, de maldad y lúgubre tradición. Que yo sepa del Diablo y me enseñe a trabajar con él. San Dunstan también leyó tales tradiciones, de modo que la Cruz tiene un lugar más firme. Mi camino con honor ha sido; no hay nada mejor que eso, supongo.»

¿Quién lo había escrito? ¿Y qué le había sucedido al propietario, que vendió su extraño libro en una tienda de segunda mano? Quizás, si el hechizo abriera una puerta espiritual, Thunstone lo sabría.

Cortó las cartas en el soporte a su lado. La tarjeta que vio estaba estampada con un dibujo simple y coloreado de una grotesca figura mitad humana, cubierta de espinas y alas de murciélago. Thunstone sonrió levemente y se hundió en la silla. Sus ojos, entrecerrados, se fijaron en el corazón de la llama roja...

La ilusión llegó antes de lo que pensaba. Al principio era diminuto, como la tapa decorada de una caja de puros, luego creció en tamaño y claridad, apagando, al parecer, incluso la luz del fuego que Thunstone había mirado. Parecía verde y macizo, y la figura con alas de murciélago brillaba débilmente, como si fuera una incrustación de nácar tamaño natural. Fijó su atención en él, encontró sus ojos dividiendo la superficie de la puerta para buscar el pomo o el pestillo. Luego lo vio, algo así como un enorme gancho de metal. Después de un momento, la puerta se abrió, como si el peso de su mirada la hubiera empujado hacia adentro.

Recordó lo que el libro decía entonces: Levántate de tu cuerpo y entra por la puerta. Pero no sintió ningún movimiento, físico o espiritual. Porque a través de la puerta abierta sólo vio su estudio, la mitad de su estudio que estaba detrás de su espalda, reflejada como en un espejo. No, porque en el espejo la izquierda se convertiría en la derecha. Aquí estaba la parte trasera de la habitación exactamente como la conocía.

¡Y no estaba vacía!

Una negrura furtiva y en movimiento estaba allí, fluyendo o arrastrándose por la alfombra entre una silla y un puesto de fumar como un pulpo en el fondo del mar.

Thunstone miró. No era una nube ni una sombra, sino algo sólido que no tenía una forma clara. Llegó a una vista más clara, más cercana, en el mismo umbral de la puerta imaginada. Allí comenzó a elevarse, una imponente y esbelta manifestación de negrura.

A Thunstone se le ocurrió que, si la escena dentro de la puerta era fielmente una reproducción de la habitación detrás de él, entonces podría ver casi el punto exacto donde estaba colocada su propia silla. En otras palabras, si algo oscuro, indistinto y sigiloso se estaba desenrollando allí, ese algo estaba directamente detrás de donde estaba sentado.

No se movió, ni siquiera aceleró su respiración. La forma —ahora tenía una forma, como un árbol sin hojas con un tallo estrecho y hambriento y ramas en movimiento como zarcillos— aspiraba casi al techo de la sala de visión. Los zarcillos se balancearon como en un viento suave, luego se retorcieron y cayeron. Se inclinó hacia el punto donde podría estar la cabeza de un hombre sentado; si tal cosa estaba realmente detrás de él, estaba llegando a su cabeza.

Thunstone se lanzó hacia adelante desde la silla, directamente hacia la puerta de la visión. Cuando se alejó bastante de donde se había sentado, enderezó su gran cuerpo y, ligero como un gato a pesar de su tamaño de luchador, giró sobre las puntas de sus pies. De los muchos hechizos extraños que había leído en años de estudio, uno vino a sus labios, de los secretos egipcios:

—¡Quédense quietos, en nombre del cielo! ¡No des fuego ni llama ni castigo!

Vio la silueta oscura y alta detrás de su silla, con los zarcillos que lo coronaban colgando en el mismo espacio que había ocupado su cuerpo. La luz del fuego hacía confusos sus detalles y contornos, pero por el momento era sólido. Thunstone sabía que no debía retroceder un paso, pero estaba al alcance de la mano de un enorme escritorio viejo. Un rápido tirón abrió un cajón, lo empujó en su mano y lo cerró con un palo delgado, no más que un trozo de espino blanco cortado en bruto. Levantando el trozo de madera como una daga, se movió hacia el intruso medio borroso.

—Te lo ordeno en nombre de… —comenzó Thunstone.

La entidad se retorció. Sus zarcillos se extendieron y flotaron, de modo que por el momento pareció un gigantesco brazo escuálido, extendiendo los dedos para pedir piedad. El contorno negro perdió su claridad y se disolvió como tinta en el agua. La oscuridad se volvió gris, se agitó y se alejó hacia la puerta. Parecía filtrarse entre el panel y la jamba. El aire se hizo más claro y Thunstone se secó la cara con la mano que no sostenía el espino blanco.

Se agachó y recogió el libro que se había caído de su regazo. Se enfrentó al fuego. La puerta, si alguna vez hubiera existido fuera de la mente de Thunstone, había adquirido la forma de un zarcillo. Thunstone tomó una pipa de su puesto de fumar y se la metió en la boca. Su rostro estaba mortalmente pálido, pero la mano que encendía una cerilla era tan firme como un soporte de bronce.

Thunstone colocó el libro con cuidado sobre el escritorio.

—Quienquiera que sea usted, quien escribió las palabras —dijo en voz alta—, y dondequiera que se encuentre en este momento, gracias.

Se movió por el estudio, mirando la alfombra sobre la que se había alzado esa imagen de sombra, incluso arrodillándose para oler. Sacudió la cabeza.

—No hay señales, ni rastros, sin embargo, por un momento fue lo suficientemente real y potente, solo una persona que conozco tiene el ingenio y la voluntad para atacarme de esa manera.

Se enderezó.

—¡Rowley Thorne!

Al salir del estudio, John Thunstone se puso el sombrero y el abrigo. Bajó por el vestíbulo de su edificio de apartamentos y detuvo un taxi en la calle.

—Lléveme al ochenta y ocho Musgrave Lane, en Greenwich Village —le indicó al conductor.

***


La pequeña librería parecía una cueva lúgubre. Para entrar, Thunstone debió bajar los escalones de la acera y pasar un letrero casi borrado que decía: LIBROS DE TODO TIPO.

Bajo tierra se enfatizó el motivo de la cueva. Era como si uno entrara en una gruta irregular entre los depósitos naturales más peculiares de libros: estantes, soportes y mesas, y montones de ellos en el suelo. Una bombilla desnuda colgaba del extremo de un cordón del techo, pero parecía iluminar sólo la habitación exterior. Al parecer, ningún rayo podía atravesar un umbral en la parte trasera; sin embargo, Thunstone tenía, como siempre, el sentido no visual de una cueva de libros más grande allí, en la que tal vez grupos de volúmenes colgaban de alguna manera del techo, como estalactitas…

—Pensé que vendría, señor Thunstone —se escuchó un gruñido afable desde un rincón lejano, y la antigua propietaria dio un paso adelante.

Era corpulenta, andrajosa, de pelo blanco, pero tenía un orgulloso rostro picudo, ojos y dientes como una niña de veinte años.

—El profesor Rhine y Joseph Denninger bien pueden escribir todo lo que quieran sobre la transferencia de pensamiento. Yo simplemente me siento aquí y practico con personas cuyas mentes pueden sintonizar con la mía, como la suya, señor Thunstone. Me atrevo a decir que vino por un libro.

—Supongamos —dijo Thunstone— que quisiera una copia del Necronomicón.

—Supongamos que sí —replicó la anciana. Se volvió hacia un estante, sacó varios libros y metió la mano marchita en el hueco de atrás—. Nadie más que yo conozca podría examinar el Necronomicón sin meterse en problemas. Para cualquier otra persona, el precio sería prohibitivo. Para usted, señor Thun...

—¡Deje ese libro donde está! —le ordenó él con dureza.

Ella miró hacia arriba con sus brillantes ojos juveniles, deslizó los volúmenes de regreso a su lugar y se volvió para esperar lo que él diría.

—Sabía que lo tenía —dijo Thunstone—. Pero quería estar seguro de que todavía estuviera en su posesión. Y que se lo quedarías.

—Me lo quedaré, a menos que alguna vez lo quiera —prometió la anciana.

—¿Rowley Thorne alguna vez viene aquí?

—¿Thorne? ¿El hombre como un águila calva vieja y corpulenta? No durante meses; no tiene dinero para pagar los precios que le pediría incluso por reimpresiones baratas del Albertus Magnus.

—Adiós, señora Harlan —dijo Thunstone—. Es usted muy amable.

—Así que amable —dijo la anciana—. Cuando usted muera, señor Thunstone, y que pase mucho tiempo desde ahora, toda una generación rezará por su alma. ¿Puedo decir algo?

—Por favor —hizo una pausa en el acto de irse.

—Thorne vino aquí una vez para pedirme un favor. Se trataba de un pobre enfermo que vive, si se puede decir que vive, en una casa al otro lado de la ciudad. Su nombre era Cavet Leslie, y Thorne dijo que me autorizaría a pagar cualquier precio por un libro que tenía Cavet Leslie.

—¿No es el Necronomicón? —preguntó Thunstone.

Su cabeza blanca se sacudió.

—Thorne pidió el Necronomicón el día anterior y le dije que no tenía uno para venderle, lo cual era la verdad. Pensaba que el libro de Cavet Leslie podría ser un sustituto.

—¿El nombre del libro de Leslie?

Ella arrugó su rostro hasta que pareció una nuez.

—Dijo que no tenía nombre. Se refería a él como libro de texto.

—Mmmm —tarareó Thunstone, frunciendo el ceño—. ¿Cuál era la dirección?

La escribió en un trozo de papel. Thunstone lo tomó y sonrió.

—Adiós de nuevo, señora Harlan. Algunos libros deben conservarse, lo sé, a pesar de su peligro. Pero es usted la mejor y más sabia persona para conservarlos.

Ella lo miró fijamente durante unos momentos después de su partida. Un gato negro se acercó silenciosamente y frotó su cabeza contra ella.

—Si realmente tuviera que hacer magia con estos libros —le dijo al animal—, cortaría años de mi edad y quitaría a John Thunstone a esa condesa Monteseco, que nunca, nunca le hará justicia.

***


No había mucho en el lugar donde Cavet Leslie había mantenido su pobre alojamiento. El propietario no entendía inglés, y Thunstone tuvo que probar otros dos idiomas antes de enterarse de que Leslie había estado enfermo, tratado por un médico de caridad y muerto ese mismo día, aparentemente de algún tipo de espasmo de estrangulamiento. Por un dólar, Thunstone obtuvo permiso para visitar la sórdida cámara de muerte.

El cuerpo había desaparecido y Thunstone examinó todos los rincones de la habitación.

Encontró el colchón roto y estudió el hueco rectangular entre los tacos de acolchado antiguo. Había un libro allí. Tocó el lugar y sintió un extraño escalofrío. Luego se volvió rápidamente, mirando al otro lado de la habitación.

Había habido algún tipo de forma, una forma que se desvaneció cuando se volvió, pero que dejó una impresión. Thunstone silbó suavemente.

—Señora Harlan no pudo conseguir el libro —decidió—. Thorne vino y lo consiguió. Ahora, ¿qué camino debo seguir para llegar hasta él?

La calle de afuera estaba oscura. Thunstone se detuvo un momento frente a la lúgubre vivienda, hasta que volvió a tener la sensación de que algo lo observaba. Se volvió de nuevo y vio o sintió el retroceso de una sombra furtiva. Caminó en esa dirección.

La sensación de presencia se fue, pero siguió caminando en la misma dirección, hasta que tuvo una sensación de falta de rumbo en la noche. Luego se recompuso, con toda la indiferencia que pudo hacer evidente, hasta que hubo un susurro de amenaza en su conciencia. Girando, lo siguió como antes.

Anduvo durante varias cuadras, cambiando de dirección una vez. Lo que sea que lo espiaba o buscaba tenderle una emboscada, se estaba retirando hacia una base definida de operaciones... Al final, pudo llamar a cierta puerta en cierto hotel.

Rowley Thorne estaba frente a él, de pie, muy tranquilo e incluso triunfante en chaleco y mangas de camisa.

—Entre, Thunstone —dijo con burlona cordialidad—. Esto es más de lo que me había atrevido a esperar.

—Pude enfrentar y perseguir a tu perro, sea lo que sea —dijo Thunstone al entrar—. Me trajo aquí.

—Lo sabía —asintió Thorne, su cabeza rapada brilló apagadamente a la luz de una pequeña lámpara de escritorio—. ¿No se pondrá cómodo? Verá —y tomó un libro de cubierta desgreñada del brazo de un sillón—, por fin me siento impulsado a aceptar la idea de un escrito que, literalmente, le dice a uno todo lo que necesita saber.

—Mataste a Cavet Leslie por eso, ¿no es así? —preguntó Thunstone y dejó caer el sombrero sobre la cama.

Thorne chasqueó la lengua.

—Eso es mala suerte para alguien, un sombrero en la cama. Cavet Leslie había sobrevivido a todo menos a una pizca de su yo físico. En algún lugar está sobreviviendo a eso, porque supongo que sus experiencias y estudios no han preparado a su alma para ningún más allá convencional. Pero me dejó un legado bastante divertido.

Y bajó la mirada al libro abierto.

—Me debería halagar que te concentraras en primer lugar en inmovilizarme —observó Thunstone, apoyando su gran hombro contra el marco de la puerta.

—¿Halagado? Después de todo, me has obstaculizado una y otra vez.

—Vamos, Thorne. Ni siquiera eres honesto como adorador del mal. No te importa si estableces un culto a Satanás o no.

Thorne siguió sus labios duros.

—Me atrevo a decir que tienes razón. No soy un fanático. Cavet Leslie lo era. Entró en la Escuela Profunda, ¿lo sabes?

—Sí —dijo Thunstone—. Se mantuvo en un sótano en algún lugar de este continente. Lo encontraré algún día y pondré fin al plan de estudios.

—Leslie ingresó a la Escuela Profunda —continuó Thorne—, y terminó todo el estudio que tenía para ofrecer. También se terminó a sí mismo como un ser capaz de ser feliz. No podía mirar la luz, ni reunir fuerzas para caminar, ni siquiera sentarse. Probablemente la muerte fue un alivio para él, aunque, sin saber lo que le sucedió después de la muerte, no podemos estar seguros. Lo que estoy resumiendo es que soportó esa vida miserable bajo tierra para recibir el regalo de este libro de texto. Ahora lo tengo, sin pasar por un suplicio tan espantoso. No lo intentes, Thunstone. De todos modos, no pudiste leerlo.

Lo sostuvo hacia adelante, abierto. Las páginas se mostraban opacas y en blanco.

—Está escrito con letras de fuego frío —recordó Thunstone—. Letras que se muestran solo en la oscuridad.

—¿Entonces que se haga la oscuridad?

Thorne apagó la lámpara.

Thunstone, que no se había movido de su postura holgazana en la puerta, se dio cuenta de inmediato de que la habitación estaba completamente sellada. La negrura era absoluta. Ni siquiera podía juzgar la dimensión del espacio.

Thorne habló de nuevo en medio de la asfixiante penumbra:

—Muy inteligente de tu parte, quedándote al lado de la puerta. ¿Quieres intentar irte?

—No es bueno huir del mal —respondió Thunstone.

—Pero trata de abrir la puerta —casi suplicó Thorne.

Thunstone extendió la mano para encontrar el pomo. No había pomo ni puerta. De repente, se dio cuenta de que ya no estaba apoyado en el marco de una puerta. No había jamba ni ninguna otra solidez contra la que apoyarse.

—¿No te gustaría saber dónde estás? —se burló Thorne—. Soy el único que lo sabe, porque está escrito aquí en la página para que yo lo vea, en letras de fuego frío.

Thunstone dio un paso sigiloso en dirección a la voz. Cuando Thorne volvió a hablar, evidentemente se había quedado fuera de su alcance.

—¿Le describo el lugar, Thunstone? Está al aire libre en algún lugar. Sopla una brisa tenue —y mientras hablaba, Thunstone sintió la brisa, cálida, débil y fétida como el aliento de algún animalito repugnante—. Y a nuestro alrededor hay arbustos y árboles. Forman parte de un crecimiento espeso, pero solo aquí son escasos. Porque, a no más de una docena de pasos, es campo abierto. Te he traído a la zona fronteriza de un lugar muy interesante, Thunstone.

Thunstone dio otro paso. Sus pies estaban sobre tierra suelta, no sobre alfombra. Un guijarro giró y traqueteó bajo la suela de su zapato.

—Estás donde siempre quisiste estar —dijo Thorne—. Donde al decir algo puedes hacerlo real.

Intentó un tercer paso, esta vez en silencio.

—¿Quién lo creerá?

—Todo el mundo creerá —Thorne estaba casi agitado—. Una vez que se demuestra un hecho, deja de ser maravilloso. El hipnotismo se llamó magia en su época y se convirtió en ciencia aceptada. Hoy se está logrando con la transferencia del pensamiento mediante la experimentación en la Universidad de Duke y en programas de radio en Nueva York. Así será cuando cuente mis escritos, muy completos y muy claros, pero, ¿no hemos estado demasiado tiempo en la más absoluta oscuridad?

En ese instante, Thunstone pudo ver un poco. Luego trató de decidir de qué color era realmente esa luz. Quizás de un verde lagarto, pero nunca estuvo seguro. Revelaba, muy débilmente, los crecimientos atrofiados y sin hojas que lo rodeaban, el suelo desnudo y aparentemente seco; y el claro más allá de ellos. No podía estar seguro del horizonte o el cielo.

Algo se movió, no muy lejos. Era Thorne, por la silueta. Thunstone vio el destello de los ojos de Thorne, como si irradiaran luz propia.

—Este país —dijo Thorne—, puede ser uno de varios lugares. Otra dimensión. ¿Crees en otras dimensiones? ¿O un mundo espiritual de algún tipo? Te traje aquí, Thunstone, sin actuar, sin hablar, solo leyendo mi libro.

Thunstone deslizó cuidadosamente una mano dentro de su bolsillo. Su dedo índice tocó algo liso, pesado, rectangular. Sabía lo que era: un mechero que le había regalado Sharon, la condesa Monteseco, en una ocasión de feliz agradecimiento.

—Fuego frío —estaba diciendo Thorne—. Estas letras y palabras pertenecen a un idioma conocido solo en la Escuela Profunda, pero verlas es suficiente para transmitir conocimiento. Suficiente, también, para crear y dirigir. Esta tierra es lo suficientemente espaciosa, ¿no crees?, para sustentar a otras criaturas vivientes además de nosotros.

Thunstone distinguió manchas de oscuridad en la penumbra verde del claro. Manchas inmensas y groseras que se movían lenta pero conscientemente hacia los arbustos. Y en algún lugar detrás de él, un enorme bulto hizo un ruido seco en los extraños arbustos.

—¿Estas cosas tienen hambre? —musitó Thorne—. Lo tendrán, si las hago tener hambre con el pensamiento. Thunstone, creo que he hecho lo suficiente. Ahora estoy listo para dejarte aquí, también por un pensamiento, llevándome el libro con letras de fuego frío. No puedes tenerlo...

—Tengo fuego caliente —dijo Thunstone, y se arrojó hacia adelante.

Fue una estocada poderosa, increíblemente rápida. Thunstone, entre otras cosas, es un atleta entrenado. Su gran cuerpo se estrelló contra el de Thorne, y los dos forcejearon y se desplomaron entre las quebradizas ramitas de uno de los arbustos. Cuando Thorne cayó, más abajo, levantó la mano que sostenía el libro como para ponerlo fuera del alcance de Thunstone. Pero la mano de Thunstone también se disparó y sostuvo algo: el encendedor.

Con un movimiento del pulgar, surgió una llama, una cálida llama anaranjada en una lengua que brotó repentinamente y, por un momento, lamió el pelo áspero y desgreñado de la piel sin curtir que encuadernaba el libro.

Thorne aulló y dejó caer la cosa. Un momento después, se soltó y saltó. Thunstone también se había levantado, moviéndose para bloquear a Thorne del libro. Las llamas crecieron y se agitaron detrás de él, en una luz más pálida, como si quemara algo gordo y podrido.

—¡Se arruinará! —gritó Thorne, y se arrojó como un bloqueador en el campo de fútbol.

Thunstone, un viejo futbolista, se agachó, dejando que la dura articulación de la rodilla entrara en contacto con el cráneo calvo y recargado de Thorne. Con un gruñido, Thorne cayó al suelo, se dio la vuelta y volvió a enderezarse.

—¡Apaga ese fuego, Thunstone! —gritó—. ¡Puedes destruirnos a los dos!

—Me arriesgaré —murmuró Thunstone, moviéndose de nuevo para alejarlo del libro en llamas.

Thorne volvió a la lucha. Una mano grande hizo una garra de sí misma, agarrando la cara de Thunstone. Este se agachó bajo la mano, metió su propio hombro bajo la boca del brazo levantado y tiró. Thorne se tambaleó hacia atrás, tropezó. Cayó y se puso en cuatro patas, esperando.

Su rostro, vuelto hacia Thunstone, era como una máscara de horror tallada para aterrorizar a los adoradores en algún templo de demonios.

Era fácil ver ese rostro, porque el fuego del libro se encendió con un último resplandor ardiente. Luego murió. Thunstone, que se tomó un tiempo para mirar, solo vio fragmentos de hojas carbonizadas y brillantes y las trituró con un rápido movimiento de su talón.

Oscuridad de nuevo, sin siquiera la luz verde simulada. Thunstone no sintió la brisa, no escuchó el ruido de los arbustos que se balanceaban o el movimiento de la forma sigilosa y pesada; ni siquiera podía oír la respiración de Thorne. Dio un paso a un lado, tanteando. Su mano encontró el borde de un escritorio, luego una pequeña lámpara. Encontró un interruptor y lo presionó. De nuevo estaba en la habitación de hotel de Thorne, y este se estaba poniendo de pie, aturdido.

Cuando Thorne se aclaró la cabeza, sacudiéndola, Thunstone tomó un fajo de papeles del escritorio y los estaba hojeando rápidamente.

—Supongamos —dijo, gentil pero altivamente—, que llamamos a todo esto un pequeño truco de la imaginación.

—Si lo llamas así, estarás mintiendo —dijo Thorne entre dientes ensangrentados.

—Una mentira contada por una buena causa es la más blanca de las mentiras... este escrito sería un documento de interés si convence.

—El libro —murmuró Thorne—. El libro convencería. Te llevé a una tierra más allá de la imaginación, con solo una pizca del poder que tenía ese libro.

—¿Qué libro? —preguntó Thunstone. Miró a su alrededor—. No hay libro.

—Lo prendiste fuego. Ardía, en ese lugar donde luchamos, sus cenizas permanecen, mientras nosotros regresamos aquí porque su poder se ha ido.

Thunstone miró los papeles que había recogido.

—¿Por qué hablar de quemar cosas? No quemaría este conjunto de notas por nada. Atraerá otras atenciones además de la mía.

Sus ojos se elevaron para fijar los de Thorne.

—Bueno, peleaste de nuevo conmigo, Thorne. Y te di la espalda.

—El que lucha y huye… —Rowley Thorne encontró la fuerza para reír—. Ya conoces el resto, Thunstone. Tienes que dejarme escapar esta vez, y en nuestra próxima pelea sabré mejor cómo lidiar contigo.

—No huirás —dijo Thunstone.

Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con el mechero que aún tenía en la mano. Thorne enganchó sus pesados pulgares en su chaleco.

—¿Me detendrás? Yo creo que no. Porque estamos de vuelta en tierras convencionales, Thunstone—. Si vuelves a ponerme las manos encima, será una lucha a muerte. Ambos somos grandes y fuertes. Podrías matarme, claro, entonces serías castigado por asesinato. Quizás ejecutado —la lengua pálida y puntiaguda de Thorne se humedeció los labios duros—. Nadie te creería si trataras de explicarlo.

—No, nadie lo creería —asintió Thunstone gentilmente—. Por eso lo explicarás tú.

—¿Yo? —gritó Thorne y volvió a reír—. ¿Explicar qué? ¿A quién?

—De camino aquí —dijo Thunstone—, hice un plan. En el vestíbulo de la planta baja llamé por teléfono para que alguien me siguiera, no, no a la policía. Un médico.

Un hombre delgado y de ojos grises estaba entrando. Detrás de él se movían dos asistentes atentos con chaquetas blancas. En silencio, Thunstone entregó al médico los papeles que había tomado del escritorio. El médico miró la primera página, luego la segunda. Sus ojos grises brillaron con interés profesional. Finalmente se acercó a Thorne.

—¿Es usted el caballero que el señor Thunstone me pidió que viera? —preguntó—. Tú... sí, te ves bastante cansado y alterado. Quizás un descanso, sin nada que te moleste...

El rostro de Thorne se contrajo.

—¡Usted! ¡Se atreve a sugerir…! —hizo un gesto amenazador, pero se calmó cuando los dos hombres de bata blanca se acercaron a él desde ambos lados—. Eres insolente —prosiguió, más tranquilamente—. No estoy más loco que usted.

—Por supuesto que no —asintió el médico.

Volvió a mirar las notas, gruñó, dobló las hojas y las guardó con cuidado en un bolsillo interior. Thunstone hizo un leve gesto de despedida, tomó su sombrero de la cama y salió con descuido.

—Por supuesto, no estás loco —dijo de nuevo el médico—. Solo estás… cansado. Ahora, si responde una o dos preguntas...

—¿Qué preguntas? —exclamó Thorne.

—Bueno, ¿es cierto que cree que puede convocar espíritus y obrar milagros, simplemente usando su mente?

La ira de Thorne estalló histéricamente.

—¡Pronto verías lo que podría hacer si tuviera ese libro!

—¿Qué libro?

—Thunstone lo destruyó, lo quemó...

—¡Oh, por favor! —suplicó el doctor de buena gana—. No hay ningún libro, nunca hubo un libro. Necesitas descansar, te digo. Ven.

Thorne aulló como una bestia y se aferró a su torturador. El médico se movió suavemente fuera de su alcance.

—Tráiganlo al coche —dijo el médico a los dos hombres con batas blancas.

Inmediatamente se deslizaron, cada uno agarrando uno de los brazos de Thorne. Este gruñó y luchó, pero los hombres, con habilidad practicada, sujetaron y retorcieron sus muñecas. Sometido, se dejó llevar.

***


Thunstone y la condesa Monteseco estaban tomando un cóctel en su mesa favorita en un restaurante de la calle 47. Allí eran conocidos y queridos, y ni siquiera un camarero los molestaría a menos que se lo indicaran.

—Dime —dijo la condesa—, ¿a qué clase de fantástico peligro te enfrentaste anoche?

—No corría ningún peligro —sonrió John Thunstone.

—Pero sé que lo estabas. Fui al concierto y luego a la recepción, pero todo el tiempo tuve la sensación más abrumadora de tu lucha y peligro. Llevaba la cruz que me diste, la sostuve en la mano y oré por ti; oré hora tras hora.

—Por eso —dijo Thunstone—, por eso no estaba en peligro.

Manly Wade Wellman (1903-1986)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Manly Wade Wellman.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Manly Wade Wellman: Las letras de fuego frío (The Letters of Cold Fire), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.