«El engendro del Abismo Verde»: C. Hall Thompson; relato y análisis


«El engendro del Abismo Verde»: C. Hall Thompson; relato y análisis.




El engendro del Abismo Verde (Spawn of the Green Abyss) es un relato de terror del escritor norteamericano C. Hall Thompson —Charles John Thompson (1923-1991)—, publicado originalmente en la edición de noviembre de 1946 de la revista Weird Tales.

El engendro del Abismo Verde, probablemente uno de los mejores cuentos de C. Hall Thompson, relata el regreso de los Profundos en 1947 [después de fracasar en Innsmouth], obsesionados con engendrar una prole híbrida con mujeres humanas para recuperar el control de la superficie [ver: «La Sombra sobre Innsmouth»: del odio racial a la empatía]

SPOILERS.

El engendro del Abismo Verde de C. Hall Thompson relata la historia de James Arkwright, un neurocirujano que se instala en Kalesmouth. Los lugareños le dicen que se mantenga alejado de Heath House, pero, a pesar de las advertencias, la encantadora Cassanda Heath acude a él cuando su padre, Lazarus, cae enfermo. El anciano evidencia una piel escamosa y una incipiente locura. Lazarus muere misteriosamente en la playa, y esa noche el médico le propone matrimonio a Cassie. Los dos huyen a la ciudad, pero tres meses después, Heath House llama a Cassandra. Lentamente, Arkwright observa cómo la enfermedad del lugar infecta a su esposa, justo después de quedar embarazada. Finalmente, Arkwright examina la biblioteca del anciano. Encuentra el diario de Lazarus Heath, que contiene la historia de cómo su barco, el Macedonia, fue destrozado por unas criaturas submarinas. Desde entonces, Lazarus empieza a cambiar. Más tarde es rescatado junto con una misteriosa niña. El diario revela que Cassandra es hija de Lázaro y la criatura marina conocida como Zoth Syra. Cuando esta llama a llama a Cassandra de regreso al mar, Arkwright se enfrenta a una tarea terrible: matar a la mujer que ama [ver: Las «familias extrañas» de Lovecraft]

El engendro del Abismo Verde de C. Hall Thompson pertenece a los Mitos de Cthulhu, a pesar de estar casi ausente del canon. El relato alude indirectamente a varios cuentos de H.P. Lovecraft, como La Llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu) y La sombra sobre Innsmouth (The Shaow Over Innsmouth) [el loco del pueblo, Solly-Jo, es una transparente imitación de Zadok Allen]. La trama, sin embargo, posee un enfoque marital que rara vez se encuentra en la obra del flaco de Providence [aunque el eje es, como en Lovecraft, un hombre de ciencia que es derrotado por fuerzas ajenas a su comprensión]. Por otro lado, los Engendros del Abismo Verde, estas criaturas submarinas que buscan desesperadamente reproducirse con los humanos para volver a tomar control de la superficie, son claramente una referencia a los Profundos.

El estilo de C. Hall Thompson es realmente bueno. Y si bien es una imitación de Lovecraft, es una buena imitación. Tal vez el defecto más notorio de la historia es la inexplicable similitud de los nombres de los Profundos: Zoth Syra, Yoth Zara y Yoth Kala, tal es así que uno debe regresar en la lectura para asegurarse de haber interpretado correctamente cada identidad. Yoth Zara es el nombre de Lazarus Heath entre los Engendros, Yoth Kala es el de Cassandra [híbrida engendrada por Lazarus y Zoth Syra], y Zoth Syra es la reina de esta raza submarina. ¿Son estos nombres tomados de Lovecraft o forjados por la imaginación de C. Hall Thompson? Es probable que sea solo una coincidencia, pero Yoth es el nombre de uno de los inframundos debajo de K'n-yan en el cuento de Lovecraft y Zealia Bishop: El montículo (The Mound), por lo que sería posible que C. Hall Thompson lo eligiera por sus connotaciones abismales [ver: Lovecraft y las lenguas prehumanas]

El engendro del Abismo Verde rinde tributo a La sombra sobre Innsmouth, pero con una pequeña vuelta de tuerca. Por ejemplo, aquí los Engendros se asemejan más a los Shoggoths que a los anfibios lovecraftianos [ver: Lovecraft y la IA: el futuro es de los Shoggoth]. La narrativa de Arkwright, por otro lado, parece afectada en un grado que normalmente no vemos en el típico narrador de Lovecraft. Además, C. Hall Thompson se enfoca mucho más en la relación del médico con Cassandra, en su intimidad como pareja, algo ausente en las historias de Lovecraft. A su vez, la relación incestuosa de Cassandra con su padre es un elemento que el flaco de Providence seguramente habría aprobado [ver: El horror hereditario y la enfermedad de Lovecraft]

El engendro del Abismo Verde es uno de los primeros relatos de los Mitos de Cthulhu posteriores a la muerte de Lovecraft, aclaro, escritos por alguien que no pertenecía al Círculo de Lovecraft. Esto no fue bien recibido por la aristocracia de Weird Tales. De hecho, se cree que August Derleth amenazó a C. Hall Thompson con tomar acciones legales si no dejaba de escribir cuentos ambientados en el universo lovecraftiano. No hay pruebas concretas de esto, pero parece estar de acuerdo con la reputación de Derleth, un hombre que amaba tanto a Lovecraft que llegó a pensar, o al menos a sentir, que su obra era suya [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]. En cualquier caso, si El engendro del Abismo Verde es un pastiche lovecraftiano [y lo es, y uno muy bueno], también es cierto que C. Hall Thompson demuestra ser un escritor muy superior a August Derleth.

C. Hall Thompson escribió solo dos relatos dentro del universo de los Mitos de Cthulhu: El engendro del Abismo Verde y El testamento de Claude Ashtur (The Will of Claude Ashur), el cual traduciremos pronto. Ninguno suele ser reconocido como tal debido a la negativa de Derleth a incluirlo oficialmente en el canon. En cualquier caso, en 1947, C. Hall Thompson dejó de escribir relatos lovecraftianos después de la amenaza de Derleth. ¿Acaso este temía perder la propiedad intelectual de las obras de Lovecraft? El hecho de que Lovecraft hubiera compartido abiertamente el uso de su extraña cosmología debe haber causado a Derleth cierta frustración legal. ¿Podría evitar que los veteranos como Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Robert Bloch o Henry Kuttner la usen? No, pero podría sacarles rédito, tal es así que estos nombres se repiten una y otra vez en todas las colecciones de Arkham House de la década de 1940. Pero C. Hall Thompson no era una de estas superestrellas de Weird Tales. De hecho, era un escritor desconocido que solo publicó un puñado de historias. Si Lovecraft no hubiera fallecido prematuramente estoy seguro de que lo habría alentado a continuar. Lamentablemente, Lovecraft estaba muerto, y Derleth se encargó de privarnos de un autor que tenía mucho para aportarle a los Mitos [ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»]




El engendro del Abismo Verde.
Spawn of the Green Abyss, C. Hall Thompson (1923-1991)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


No escribo esto para salvar mi vida. Cuando haya terminado la extraña historia de Heath House, este manuscrito se sellará en un sobre, que se abrirá solo después de mi ejecución. Quizás entonces las cuentas que han llenado los papeles durante mi encarcelamiento y juicio se entenderán más fácilmente. Hoy, en su eficaz barítono, el abogado del Estado dijo a un jurado mixto:

—Este hombre, el doctor James Arkwright, es el asesino a sangre fría de su esposa, Cassandra, y de su hijo por nacer. Habéis visto las pruebas, señoras y señores; la pistola homicida. El Estado y la voz de la difunta exigen que este asesino pague la pena máxima.

Verás, quiero morir. Por eso esto no se leerá hasta que el médico de la prisión me declare muerto. Si se leyera mientras yo viviera, es posible que nunca se me concediera la liberación, la nada de la muerte inmediata; en lugar de eso, debería pasar un sinfín de años recordando en el Asilo estatal para criminales locos.

No me malentiendas. Ningún sentimiento de remordimiento me impulsa a buscar el olvido. Si todo esto volviera a suceder —¡Dios no lo quiera!— sé que debería hacer lo mismo. Destruí a Cassandra porque era lo único que quedaba por hacer. Sin duda, eso suena insensible, pero cuando haya contado toda la horrible historia, parecerá la inevitable conclusión de un hombre cuerdo. Porque estoy cuerdo. Hubo momentos en los que dudé de mis sentidos durante esos espantosos meses en Kalesmouth Strand, pero, ahora, solo puedo decir que estoy convencido. Sé lo que vi y escuché, y le pido a Dios que ningún otro mortal sea maldecido con tal revelación. Hay cosas más allá del velo del entendimiento humano, extrañas monstruosidades antediluvianas que acechan en las sombras, se aprovechan de las mentes oscuras y perdidas, esperando en el borde del Gran Abismo para reclamarlas. Estas son las cosas de las que debo escapar. Y, para la mente que se ha dado cuenta de su existencia, la única vía de retirada es a través de los silenciosos laberintos de la muerte.

En los reportajes que publicaron varios periódicos locales sobre el juicio se han filtrado cuestiones inquietantes. El Kenicott Examiner menciona brevemente la extraña manera en que murió Lazarus Heath; un joven reportero precoz que visitó la antigua Heath House en Kalesmouth. Allí se toma nota sobre los efluvios nauseabundos que colgaban sobre la escalera que conducía a la cámara donde disparé a mi esposa; menciona, también, un rastro de salmuera marina seca que rayaba el suelo del vestíbulo de entrada, y la alfombra de esa misma escalera. Esas solo eran ondas irreflexivas en la repugnante y asquerosa superficie de la abominable verdad. No tocaron la música hipnótica y estridente que resonaba en esos salones decadentes; no se atrevían a soñar con el horror baboso y gelatinoso que hervía por la noche desde las profundidades acuosas y ciegas para reclamar lo suyo. Estas son las cosas de las que sólo yo puedo hablar; los otros que los presenciaron están misericordiosamente muertos.


***

En la noche, acostado en la dura y pegajosa cama de mi prisión, mirando la oscuridad silenciosa, a veces me pregunto si habría ido a Kalesmouth el otoño pasado si hubiera adivinado el horror que me esperaba. En general, creo que lo haría. Porque, en ese momento, debería haberme burlado de las leyendas que rondaban el pueblo anticuado que se extendía en una península desolada frente a la costa noreste de Nueva Jersey. Como médico y neurocirujano ligeramente exitoso, los habría atribuido al folklore antiguo susurrado por hogueras invernales, contado en la lengua fantasmal de nonagenarios supersticiosos. Luego, también, hubo breves momentos con Cassandra que valieron cualquier precio que tuviera que pagar; y, si no hubiera ido a Kalesmouth, nunca los habría vivido.

Durante ese verano había sido excepcionalmente activo y, siendo mi profesión tan exigente como lo es, hacia fines de septiembre comencé a sentir los efectos. La única respuesta al problema de los dedos temblorosos de un cirujano es un descanso completo. No sé qué motivó mi selección de Kalesmouth; no era un centro turístico. Pero, claro, no quería divertirme. Cuando vi el anuncio de una casa de campo en el aislamiento de una ciudad costera rocosa, me pareció ideal. Desde pequeño me había encantado la frescura salada del Atlántico. Hoy, cuando pienso en las olas verdosas rompiendo en la playa, agarrándola con dedos llorosos, nunca puedo reprimir un escalofrío estremecedor.

Kalesmouth es poco más que una pizca de cabañas con una sola tienda y una población de poco más de cincuenta años. Las pequeñas casas blancas están esparcidas a lo largo de un estrecho dedo de tierra, arena y roca que se adentra desafiante en el mar hacia el este. Hay agua en tres lados y una sola carretera hacia el continente. La gente habla poco con los extraños, y uno percibe un aura de gran antigüedad en la solitaria vida azotada por el sol y el mar que llevan. No diré que noté ningún signo de maldad en el aislado asentamiento, pero había un aire de tremenda y melancólica en los hogares y la gente por igual; la tierra misma parecía seca y estéril, una reliquia olvidada de días anteriores y más fructíferos.

Pero lo que necesitaba era tranquilidad y descanso después de la agotadora agitación de los pasillos llenos de antisépticos. Ciertamente, ninguna ciudad podría ofrecer mejores oportunidades que Kalesmouth, que olía a una época victoriana cuando la vida se movía a través de canales ocultos y pausados. Mi cabaña era pequeña pero cómoda, y Eb Linder, taciturno y seco propietario de la tienda general, me ayudó a conseguir una buena provisión de alimentos básicos. Pasé largos días vagando por el tramo blanqueado de una costa rocosa, y por las noches recurrí a mi colección de libros. Vi a poca gente y hablé con menos. Una o dos veces, cuando nos encontramos por casualidad en la tienda de Linder, hablé con el doctor Henry Joyce Ambler, el único médico de Kalesmouth. Era un individuo rubicundo, de pelo blanco, lleno de charlas comerciales del tipo de las que estaba tratando de escapar. Me temo que pude haber sido bastante grosero con él, porque en esos primeros días, todavía estaba agotado y necesitaba relajarme. Poco a poco, sin embargo, fui cayendo en un estado de ánimo suave y pensativo. Me interesé más por mi entorno.

No puedo estar seguro de cuándo fue que me fijé en la casa por primera vez. Mirando hacia atrás, debería decir que, de alguna manera, debí haber sido vagamente consciente de ello desde el principio. La ventana principal de mi pequeña sala de estar miraba hacia el este, hacia la extensión aguamarina del Atlántico. Situada como estaba, en el centro aproximado de la estrecha península de Kalesmouth, mi cabaña dominaba la vista del largo dedo de tierra que apuntaba tan audazmente hacia el mar. Entre yo y el punto extremo de la tierra, algunas cabañas perdidas se extendían al azar, pero no había señales de vida dentro de una buena media milla del borde de la tierra en la que se encontraba la casa.

El hecho de que fuera una casa la distingue en Kalesmouth. Todas las demás eran bungalows de madera de un solo piso. En las noches empañadas por el mar, solía sentarme durante horas junto a mi ventana. Era un paisaje primordial, un remanente tambaleante y decadente del pasado nocturno. Masivo y laberíntico, con innumerables frontones y cúpulas, sus ventanas de cristales pequeñas y turbias parpadeaban siniestramente al sol poniente. Un nimbo ectoplásmico se aferraba densamente a torres maltrechas cuyas troneras tapiadas indicaban deserción. Noté que las gaviotas rodeaban el antiguo monumento con cautela; los pájaros no anidaban en los aleros desmoronados y cubiertos de telarañas. Sobre toda la visión onírica flotaba una atmósfera de lejanía que estaba vagamente teñida de miedo y repulsión; era algo que susurraba sobre males olvidados, blasfemias perdidas y enterradas. La primera vez que me sorprendí pensando así, me reí de la sensación y decidí que mi estancia solitaria estaba empezando a trabajar en mi imaginación. Pero, el sentimiento persistió, y al final, ganó mi curiosidad. Comencé a hacer preguntas durante mis infrecuentes visitas a la tienda.

A pesar de lo silencioso que era Eb Linder habitualmente, sentí una abrupta retirada en él cuando le mencioné la casa al final del terreno. Continuó pesando mi tabaco y habló sin mirarme.

—No quiere saber sobre Heath House, Doc. La gente de aquí no tiene nada que ver con eso...

Una advertencia hosca cargó su tono sereno. Sonreí, pero un pequeño escalofrío recorrió mi cuello. Miré al otro lado de la tienda, hacia donde estaba el doctor Ambler, su melena blanca inclinada intensamente sobre una de las últimas revistas. Levantó la cabeza; la sonrisa habitual había desaparecido de sus ojos opacos.

—Lazarus Heath vive allí, doctor —murmuró—, casi como un recluso.

—Lo cual también es una broma para nosotros —intervino Linder crípticamente.

Ambler asintió y volvió a su lectura.

Fue en ese momento que me di cuenta de la criatura despeinada y curtida por la intemperie en la entrada. Había visto a Solly-Jo antes, vagando por los páramos de arena y piedra de la playa. Encontrarás uno de esos marginados en cada pueblo pequeño, supongo. Un bruto torpe, con el pelo gris-rubio enmarañado, deambulando sin rumbo fijo de un lugar a otro, durmiendo al abrigo de alguna roca que sobresalía. Comía dónde y cómo encontraba comida. Los tristes ojos azul celeste que se volvían hacia mí habían mantenido una mirada ausente, pero, ahora, mientras Linder le daba su caja de leche gratis, Solly-Jo me miraba con algo así como una aguda comprensión en su rostro flemático. No hablamos más de Heath House, pero cuando salí de la tienda, Solly-Jo me siguió lentamente. Me alcanzó y se arrastró a mi lado, sonriendo vagamente por un tiempo antes de hablar.

—Estaba hablando de Heath House, ¿no es así, Doc?

Asentí. Solly-Jo se rió suavemente.

—Sé por qué lo preguntó —dijo con una mirada cómplice—. Solo que no debió hacerlo. Laz Heath no es amigo de nadie. Manténgase alejado de esa casa. Hay cosas ahí que no están bien. Cosas malas...

—¿Quién es Lazarus Heath? —pregunté.

—Un hombre muy… viejo. Tiene un olor extraño… olor a muerto, como a pescado muerto arrastrado a la playa. Solía ser marinero, pero ahora es demasiado viejo. Hay muchas historias sobre el viejo Laz. Sobre él y esa hija suya —la lujuriosa sonrisa regresó—. Será mejor que se sepa de la señorita Cassandra, doctor. Sé que la ha visto; es por eso que pregunta por la casa. Pero, ella no es gente como usted y yo...

Solly-Jo negó con la cabeza lentamente y soltó una risita triste.

—No señor. Viven allí, solos; y, como digo, son cosas de Heath House. Huelen mal, como el viejo Laz. Hace casi veinte años, Laz estuvo en un naufragio, perdido por casi dos años, luego un vagabundo lo encontró en una isla. Tenía a esta pequeña niña con él; dijo que era su hija; dijo que su esposa murió en el naufragio. Solo que nadie pudo encontrar ninguna lista de pasajeros. Luego, Laz regresó aquí y compró ese viejo lugar. Incluso antes de que él viniera, se hablaba de cosas malas en esa casa. La gente todavía habla, solo que ahora susurra, en caso de que el viejo Laz pudiera oír. Tome mi palabra, Doc, manténgase alejado de la bonita Cassandra.

Todavía puedo recordar la sombra simiesca de Solly-Jo arrastrando los pies por la escarpada hebra bañada por la luna, lenguas voraces de la marea nocturna lamiendo sus maltratadas zapatillas blancas. Si no había oído hablar de Cassandra Heath antes, ahora mi interés se hizo más intenso por el zumbido de la inquietante advertencia que aún zumbaba en mis oídos. Me reí entre dientes, diciéndome a mí mismo que probablemente era una absoluta tontería, los fantasmas de la mente solitaria y retorcida de Solly-Jo. Pero mi risa resonó en un inquietante páramo acuoso. Recordé la solemne reticencia del inteligente y educado doctor Ambler, la advertencia sin palabras de Eb Linder.

A pesar de esos recuerdos no podía apartar a Cassandra Heath de mi mente. Me prometí a mí mismo que la conocería, también a este legendario padre suyo. Parecía bastante fácil a primera vista; podría hacerles una visita, diciendo que era un nuevo vecino. Sin embargo, más de una vez durante los días siguientes intenté hacer precisamente eso y fracasé. Deambulando por la península desecada en una mañana soleada, me dirigía resueltamente hacia el casco brumoso de Heath House, pero nunca me atrevía a llegar hasta el final. Las rocas rezagadas y cubiertas de musgo parecían demasiado de otro mundo. Al mirar la casa, tenía la idea de que podía seguir caminando hacia ella pero nunca llegar al patio derrumbado, nunca pasar por la antigua puerta tallada. Es probable que nunca hubiera conocido a Cassandra Heath si no hubiera venido a verme.


2.

A principios de octubre, una tormenta de verano llegó desde el Atlántico. El día había sido largo y lúgubre, cubierto por una niebla húmeda y, al caer la tarde, feroces torrentes barrieron tierra adentro bajo una fanfarria de truenos. A través de las ventanas apenas podía distinguir el gigantesco caparazón de Heath House, que se alzaba desafiante sobre la furia de un mar hambriento. Encendí un fuego de leña y me acomodé en un sillón; el susurro apagado de la tormenta, combinado con un análisis bastante aburrido de Sigmund Freud, debió haberme adormecido. Hubo una sensación de pérdida giratoria; mi mente rebotó a través del pozo oscuro de la noche azotada por la lluvia. Una frialdad me rozó la cara; una humedad nauseabunda se me pegaba a los tobillos, sofocando el calor rosado de la chimenea. Algo hizo clic con fuerza y abrí los ojos. Pensé que todavía estaba soñando.

La chica estaba apoyada contra la puerta que acababa de cerrar. Las brasas moribundas proyectaban una fantasmagoría de luces y sombras en su rostro y cabello. Era delgada y bien formada; el cabello color ébano que le llegaba hasta los hombros le daba a uno una sensación de rica calidez. Coincidía con la constante negrura de unos ojos extraordinarios que sobresalían ligeramente. Su piel estaba profundamente bronceada. Un leve rubor en sus mejillas y un aliento saliendo en susurros rápidos a través de labios carnosos parecían indicar un viaje bastante apresurado. Me pregunté cómo podía estar seca hasta que me di cuenta de que la tormenta había muerto con la noche. Pasó un momento, en silencio, salvo por el leve goteo de agua de los aleros, cuando los ojos oscuros se encontraron con los míos.

—¿Doctor Arkwright?

La voz, culta y controlada, como la melodía gutural de un violonchelo, realzó mi confusión. Me levanté torpemente y mi libro se deslizó hasta el suelo. La chica sonrió.

—Me temo que debí haberme quedado dormido...

—Mi nombre es Cassandra Heath —dijo con suavidad—. Mi padre está muy enfermo, doctor. ¿Podría venir conmigo ahora mismo?

—Bueno, sería mejor buscar al doctor Ambler, señorita Heath. Verá, no soy un médico general...

—Lo sé. He leído sobre su trabajo. Es un neurocirujano. Eso es lo que mi padre necesita.

La voz tembló levemente; párpados en sombras cubrieron los ojos de ébano por un instante. Cassandra Heath tenía un control admirable. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono teñido de orgullo desafiante.

—No está obligado a venir.

—No, no es eso en absoluto. Por supuesto, iré, señorita Heath.

Mi mente se deslizó hacia atrás pensando en la historia del loco mientras preparé un pequeño equipo con manos extrañamente inestables. Cassandra Heath permaneció en silencio junto a la puerta. Me pregunté si la historia de Solly-Jo habría sido algo más que la extraña ficción de una imaginación perturbada. El desafío en la voz de la chica argumentaba a favor de que la leyenda de Heath House era conocida y temida por más que este insignificante vagabundo.

Incluso sin un velo de misterio tan grande en su vida, Cassandra Heath habría sido una persona sorprendente. Estaba fascinado por ella.

Caminamos un poco antes de que la chica hablara de nuevo. La luna había salido y las rocas brillaban con su resplandor acuoso. El océano golpeaba entrecortadamente en una playa mojada por la lluvia y nuestros pies dejaron huellas húmedas que desaparecieron rápidamente. Moviéndose con pasos largos y elegantes, Cassandra Heath habló en un tono monótono.

—Supongo que ha escuchado historias sobre mi padre. No puedes vivir en Kalesmouth por mucho tiempo sin escuchar sobre el viejo Lazarus Heath.

Un humor sombrío tocó los cálidos labios.

—Solly-Jo habló un poco —admití.

—No debe creer todo lo que oye, doctor. Mi padre está enfermo. Lo ha estado durante algunos años. Preferimos mantenernos solos en Heath House. Cuando la gente no puede hablar contigo, hablan de ti. Cuentan historias…

—Señorita Heath —aventuré—, ¿cree que tu padre...

—¿Está loco? —suspiró—. Hace dos años, el año pasado, incluso, habría dicho no. Ahora no puedo estar segura. Mi padre ha llevado una vida extraña, doctor, una vida extenuante. Últimamente se le ha dado a meditar. Siempre estaba de mal humor y callado, pero esto es algo diferente. Él... él tiene miedo de algo, creo... Luego, también, están las desapariciones…

—¿Desapariciones?

—Le ha dado por vagar por la noche. Cuatro veces en los últimos meses busqué en todo el Strand y no pude encontrarlo.

—Tal vez, se había ido al continente...

—Yo creo que no; alguien lo hubiera visto. No, se fue a algún lugar… mucho más lejano —por primera vez, una nota de miedo desconcertado se deslizó en la voz de Cassandra Heath—. Hizo eso esta noche, doctor. Justo antes de que estallara la tormenta. Lo encontré más tarde, horas después, deambulando por una pequeña cala más allá de la casa. Hablaba de forma extraña, y cantaba. Una pequeña melodía divertida. Está en su habitación ahora, todavía hablando, todavía cantando esa canción.

Los ojos de ónice brillaron para encontrarse con los míos; en ese breve instante iluminado por la luna, vi todo el terror dudoso, la ansiedad desconcertada que Cassandra Heath no admitiría, ni siquiera para sí misma. No tuve tiempo de interrogarla más, de intentar unir sus últimas frases rotas para poder adivinar el verdadero significado que se escondía en ellas. Kalesmouth Strand se había estrechado de repente y ahora, a cada lado, el océano de medianoche lamía posesivamente la tierra. Un camino tortuoso, enredado con zarzas marinas y rocas, serpenteaba hasta la veranda de Heath House, llena de sombras. Los tablones desgastados por el clima crujieron en protesta bajo pasos desacostumbrados.

A una suave presión de la mano de Cassandra, la pesada puerta de caoba se abrió silenciosamente. Incluso antes de que entrara en el pasillo iluminado por velas y la penumbra incrustada, podía olerlo: ese repugnante efluvio pegajoso de carne marina podrida del que Solly-Jo había murmurado. Se arremolinaba de manera repugnante en la atmósfera húmeda de un vestíbulo que era como la nave polvorienta de alguna catedral olvidada, elevándose a lo largo de paredes de paneles exuberantes hasta la oscuridad ciega en lo alto. Una escalera ancha y retorcida serpenteaba hacia un laberinto más alto, y mientras seguía a Cassandra Heath por las escaleras, cuya antigua alfombra gris estaba desgastada por el paso de pies olvidados, el fetor se volvió cada vez más poderoso, más ruidoso.

A través de pasillos de ensueño, seguí el resplandor intermitente del candelabro que llevaba la chica. Se abrió otra puerta y luego se cerró detrás de mí. Me paré en una cámara que parecía sacada de las fauces oscuras de eones perdidos. Enormes muebles de roble empequeñecían a la figura tendida sin fuerzas en una cama levantada por un estrado y, aunque las ventanas de pequeños paneles eran anchas, la niebla marina se arremolinaba a través de ellas hacia la habitación, el hedor era abrumador. Cassandra colocó el candelabro sobre un antiguo gabinete; un brillo espeluznante cruzó el rostro demacrado de Lazarus Heath.

Durante su vida profesional, un especialista en cerebro debe diagnosticar innumerables casos horribles, pero son los horrores de la mente nocturna o de la ceguera causada por un tumor. Son cosas médicas y se pueden entender. No se puede diagnosticar una malignidad fétida que va más allá del conocimiento médico y se arraiga en el suelo negro de los infiernos ancestrales. No había nada que el conocimiento médico pudiera hacer por Lazarus Heath.

Reprimiendo la repulsión, hice un examen minucioso. El enorme cuerpo, poco más que piel y huesos, desprendía ahora un aura hedionda de putrefacción y, sin embargo, no tenía llagas. La ropa empapada que colgaba hecha jirones estaba enredada con algas de un verde opaco, manchada con sal del océano. Pero fue el rostro lo que captó mi atención. La piel, tensa y seca, era del color del jade envejecido, cubierta de diminutas escamas relucientes. Mirando fijamente a la luz de las velas, los ojos pálidos de Lazarus Heath se hincharon horriblemente, y mientras la gran cabeza huesuda colgaba espasmódicamente de lado a lado, distinguí dos tenues rayas azuladas, de unas diez pulgadas de largo, que corrían a lo largo de cada lado del cuello escamoso, justo debajo de la línea de la mandíbula. Las líneas pulsaban densamente con los movimientos de aspiración de aire de sus labios resecos por la sal. Los encantamientos acuosos burbujearon hacia arriba en la húmeda quietud.

—Ellos llaman… Llaman a Lazarus Heath… Zoth Syra lamenta su pérdida; me invita a volver a casa. ¿Oyes? ¡Los Engendros del Abismo Verde me saludan! ¡Vengo, hermosa Zoth Syra! ¡Tu perdido regresa, oh, Diosa Llorona de la Nada Verde!

Un poder repentino energizó el esqueleto laxo, por lo que no tuve un momento fácil para sujetarlo a la cama. Los ojos pálidos miraban más allá de este mundo, y los labios agrietados de Lazarus Heath se deformaron en una sonrisa espantosa. Entonces, tan repentinamente, se calmó; el pesado cráneo se ladeó patéticamente en una actitud de escucha grotesca.

—¿Oyes? —la voz hueca gorjeó—. ¡Me canta! ¡La canción de Zoth Syra!

La voz áspera de Heath se convirtió en un trino extrañamente inquietante, una canción repelente con sus entonaciones sutilmente malvadas.

Zoth Syra llama al que conoce el Abismo Verde;
Los hombres de sal y hierba son amantes
de la Diosa del Vacío Verde y arremolinado.
¡Vengan a Zoth Syra! ¡Vengan!

—¡Padre!

La voz de Cassandra era apenas más que un grito angustiado, pero al oírlo, la odiosa e hipnótica sonrisa se congeló en el rostro pálido como el pergamino de Heath y luego, lentamente, se descompuso en una máscara retorcida de horror enfermizo. Por primera vez, algo parecido a una razón aterrorizada se filtró en esos ojos extrañamente protuberantes.

—¡Cassie! ¡Cassandra!

Heath miró a su alrededor frenéticamente como un niño perdido en la oscuridad; una vez más trató de levantarse, pero, antes de que pudiera contenerlo, cayó hacia atrás en un coma mudo.

Media hora después, de pie en las sombras del patio, mirando hacia el este, hacia el desierto del Atlántico abrasado por la luna, le dije a Cassandra que no había nada malo en la mente de su padre. Quizás debería haberlo expresado con más frialdad y agregar: Nada que la ciencia médica pueda curar. Pero, al sentir la vida libre y vibrante que fluía en el cuerpo y el cerebro de la chica, no me atreví a decirle que pensaba que Lazarus Heath se estaba volviendo loco. Además, no estaba del todo seguro de mi propio diagnóstico.

Le dije a Cassandra que quería tiempo para observar más de cerca a su padre, y ella pareció muy aliviada al saber que consideraría el caso del anciano. En lo que a mí respecta, confieso que no podría haberlo hecho de otra manera. A pesar de la sombra maligna que envolvía a Heath House en un misterio sin edad, sabía que volvería una y otra vez, no solo porque sentía curiosidad por los aspectos singulares que acompañaban la aparente locura crepuscular de Heath, sino porque, cuando la dejé esa noche, Cassandra extendió su mano y yo la tomé en la mía. Fue un gesto simple y amistoso, y ambos sonreímos. A partir de ese momento, me enamoré completa e irrevocablemente de ella.

Mirando hacia atrás, me parece que nuestro breve momento de felicidad fue como un milagro menor, surgiendo a través de un miasma asfixiante para tocar, aunque solo sea por un instante, un mundo limpio e iluminado por el sol que solo conocen los amantes. De alguna manera, logramos trascender el fantasma omnipresente de la enfermedad de Lazarus Heath. Es cierto que el anciano volvió a la normalidad durante esa última quincena de su atribulada existencia, y por un tiempo Cassandra pudo olvidar el extraño enigma de los locos balbuceos de su padre y esas repentinas e inexplicables desapariciones. Sin embargo, siendo médico, nunca lo olvidé. A menudo, durante esas dos últimas semanas, hablé con Lazarus Heath; se sometió al interrogatorio y al examen con bastante calma. En cuanto a la peculiar condición de su piel y las extrañas líneas de su garganta, profesaba ignorancia, y la vez que mencioné a Zoth Syra una o dos veces, se volvió sombríamente reticente hacia mí. Dijo que el nombre no significaba nada para él, pero nunca antes ni desde entonces había visto a un hombre tan claramente abrumado por un secreto blasfemo y desgarrador. Comía poco y pasaba los días y las noches desplomado en una silla de mal gusto, contemplando la neblina azulada de la pequeña cala más allá de Heath House.

Cassandra necesitaba el olvido; tanto como pude, la saqué de la hosca soledad de la mansión antediluviana. Con el paso de los días, se relajó y volvió a su propio yo encantador, un aspecto de su naturaleza para el que, creo, incluso ella podría haber sido una extraña.

Pasamos los largos días soleados juntos en la playa; Cassandra era como una ninfa liberada de repente. Nadó con la gracia de quien nace en el agua, y corrió a lo largo de la arena árida con la ligereza de un niño, su maravilloso cabello flotando salvajemente en la brisa del mar. Un hombre no puede ver tanta juventud y belleza y permanecer intactos. Mi Cassandra no solo tenía estos atributos, además, había un aire de tranquila sabiduría en ella, que de alguna manera era nostálgico y triste. Era muy culta y me dijo que su padre la había educado. A veces hablaba de años de infancia largos y solitarios, cuando vivía sola en las páginas de los innumerables libros de la biblioteca de Lazarus Heath.

Había visto esa pequeña habitación llena de libros con sus ricas encuadernaciones mohosas; el anciano pasaba mucho tiempo allí. Es extraño cómo un rincón tan cómodo y común pudo albergar un secreto tan vil e inhumano a lo largo de los años. Si hubiera sabido ese secreto antes, Cassandra estaría viva hoy.


3.

Lazarus Heath murió la noche que le propuse matrimonio a su hija. Hasta ese momento había mejorado bastante; hasta que, por momentos, al ver la nueva vivacidad que había conmovido a Cassandra, parecía casi normalmente complacido. Creo que el anciano concibió un aprecio por mí; porque le había dado algo a Cassie; le había dado mi amistad y mi amor.

La noche en que le pedí a Cassandra que se casara conmigo, fue cálida y tranquila, y habíamos estado caminando por Kalesmouth Strand, mirando las cintas plateadas de la luna en el Atlántico. Recuerdo que me detuve abruptamente, murmurando que tenía algo que preguntarle, y luego Cassandra sonrió y me besó. Sus labios estaban cálidos y llenos de promesas.

—La respuesta es sí, cariño —murmuró.

Nos reímos, entonces, como nunca olvidaré. Abrazados, corrimos por la arena iluminada por la luna. El mar invernal ya lamía hambriento la tierra. Cassie parloteó alegremente sobre lo feliz que sería su padre, pero de alguna manera, a medida que nos acercábamos a la tenebrosidad sepulcral de Heath House, un vacío se deslizó en su risa. Era como si ya sintiera el horrible descubrimiento que teníamos ante nosotros.

No hubo respuesta cuando Cassandra gritó en el pozo hueco del vestíbulo. Comenzamos nuestra búsqueda de Lazarus Heath con bastante calma, pero, ahora, la risa había desaparecido por completo. No estaba en el polvoriento santuario de su biblioteca; la ropa de cama de su enorme lecho de roble se agitaba con el viento que rozaba las ventanas abiertas hacia la noche helada. La mirada de terror absoluto en los ojos de Cassandra me dijo que estábamos razonando en la misma línea.

No tardó en llegar a la extraña cala a la sombra de Heath House. Una cualidad fría, de ensueño, saturó cada rincón de esa playa en miniatura, escondida de la vista excepto en el Este, donde el murmullo depredador del mar parecía peligrosamente cerca. Pero puedes despertar de la locura de un sueño; no había tal escape de la terrible realidad de esa noche.

En el centro de la cala, bordeando el agua, había cuatro pilares extrañamente tallados, colocados de manera que cada uno formaba la esquina de un cuadrado tosco; en el resplandor de la luna tenían el aspecto de siniestros altares medievales de sacrificio, erigidos para dioses nocivos e innombrables. Desparramado en el centro del cuadrado maligno, boca abajo en un pie de agua de mar, yacía el cuerpo sin vida de Lazarus Heath.

No puedo recordar correctamente cómo metí el cadáver enredado en salmuera en la casa. Hay una imagen abrasadora del rostro de Cassandra, congelado por el dolor enfermizo; y otro, yo mismo, solo en ese fétido dormitorio, realizando una autopsia, escuchando los distantes y lastimosos sollozos de Cassie todo el tiempo. Esa noche, me arrodillé y oré a Dios para que las cosas que había descubierto no pudieran ser así. Sin embargo, había visto con mis propios ojos el aumento de la descamación del rostro de Heath, el horrible agrandamiento de sus ojos. Sabía que mi primera suposición había sido incorrecta: Lazarus Heath no se había ahogado. ¡Porque esas líneas infernales en su garganta se habían convertido en hendiduras largas y supurantes, como las branquias babeantes de un pez! Tenía la enfermiza sensación de que los extraños murmullos de Heath podrían no haber sido el galimatías de un loco, sino el delirio de alguien que había aprendido cosas que ningún mortal debería saber jamás.

Lo enterramos en un ataúd de pino. Si los funerarios del continente notaron el extraño estado del cadáver, no dieron ninguna señal. Con ellos era un negocio; la muerte tenía innumerables formas, cada una tan fría e incuestionable como la anterior. Con Cassandra, sin embargo, tenía que tener más cuidado. Sabía el terrible efecto que ese rostro hinchado y nauseabundo tendría sobre ella. Le dije que la autopsia lo había desfigurado bastante, que sería mejor que no viera a su padre. Ella obedeció con la simple aquiescencia de un niño perdido, solitario y necesitado de guía.

Una vez, ella se despertó de un frío y apático estado de conmoción para decirme que Heath siempre había querido ser enterrado en la cala.

Llovió el día del entierro; agujas heladas cayeron con tristeza sobre la madera sin pintar, mientras dos negros inquietos bajaban a Lazarus Heath a su descanso final. Un tímido pastor del continente entonó el Padre Nuestro con una voz triste y chillona. Esa noche, no hubo nada más que la lluvia y la horrible quietud de la abandonada Heath House. Flores escasas se marchitaron en el montículo de arcilla fresca en la ensenada; una marea húmeda entró lentamente, lamiendo el borde de la tumba de Lazarus Heath.

Tenía que alejar a Cassandra de ahí. Viendo la duda reprimida y el miedo convertir su hermoso rostro en una máscara inexpresiva, supe que debía ser liberada del manto de incertidumbre que envolvía a Heath House. Hablamos durante la mayor parte de esa noche solitaria bañada por la lluvia y, por primera vez en mi carrera médica, mentí.

Cuando realicé esa autopsia, no encontré ninguna causa para la muerte de Lazarus Heath. No había agua en sus pulmones; todos los órganos estaban en excelentes condiciones. Pero le dije a Cassie que el anciano murió de un ataque al corazón. Le dije que estaba seguro de que su padre había estado perfectamente cuerdo. Incluso mientras hablaba, un nuevo color enrojeció sus mejillas; una expresión de alivio indescriptible iluminó los ojos de ébano. Cassandra no podía saber que la cordura del anciano era más temible que su locura. Un cerebro inestable podría responder por balbuceos salvajes, por melodías impías, pero, ¿qué podría explicar la terrible concreción de ese cadáver escamoso y parecido a un pez? No pude encontrar ninguna explicación en el sentido médico aceptado; y no me atrevía a ir más allá de eso, a la malévola tradición de épocas olvidadas, para descubrir qué horror blasfemo había destruido a Lazarus Heath. Preferí olvidar, seguir con Cassandra, cubrir esta pesadilla con interminables momentos de una vida normal y feliz.

Muchas veces, durante los meses siguientes, pensé que lo había logrado. Una semana después del funeral, Cassie y yo nos casamos con un agradable y apopléjico juez de paz. Tuvimos nuestra cena de bodas en el tranquilo lujo de uno de los mejores hoteles y, por primera vez desde la muerte de su padre, Cassandra sonrió. La ciudad resultó ser buena para ella. Deliberadamente, hice de esos primeros días una brillante ronda de alegría. Le presenté a Cassie las luces de la vida en la ciudad. Éramos exquisitamente felices. Su risa era una maravillosa y cálida piscina de sol de verano, arremolinándose brevemente en esa ciudad invernal y que luego, de repente, se congelaba.

No puedo recordar cuándo noté por primera vez el cambio en Cassandra. Quizás yo mismo había sido demasiado feliz para darme cuenta de lo que le estaba sucediendo. La ciudad había brillado muy intensamente para Cassie, pero se había quemado en el esfuerzo. Después de un tiempo, perdió su fascinación. Al principio, traté de decirme que estaba imaginando cosas, pero, gradualmente, sentí que la felicidad se nos escapaba. Las sonrisas de Cassandra se volvieron más escasas cada día; había una mirada lejana, infinitamente triste, que no dejaba de colarse en sus ojos en los momentos más inesperados. Empecé a imaginar que se había puesto pálida. La observé de cerca. Su fin llegó una tarde de finales de agosto.

Encontré a Cassandra sola en la terraza de nuestro apartamento, mirando hacia el este a través de la ciudad asfixiada por el verano. Cuando le toqué los hombros, se sobresaltó un poco y luego sonrió con tristeza.

—¿Puedes olerlo, cariño? —murmuró con nostalgia, después de un momento.

—¿Qué cosa?

—El mar…

En ese momento, creo que tuve una visión repentina del rostro escabroso e hinchado que había luchado desesperadamente por olvidar, y, flotando malévolamente en el aire de la noche, sentí una brizna de los efluvios podridos de Heath House. Luché por mantener mi voz firme.

—¿A qué quieres llegar, Cassie?

Cassandra volvió a sonreír.

—No puedo engañar a mi médico, ¿verdad? —su voz era suave—. Querido, ¿te importaría si volviéramos a Kalesmouth... a Heath House?

Curiosamente, todo lo que sentí por un instante fue una sensación de alivio. Había estado esperando esa pregunta todo el tiempo. Casi me alegré de que la espera hubiera terminado. Tomé a Cassandra en mis brazos y le besé la punta de la nariz. Quería sonar descuidado y brillante. Le dije que si realmente quería regresar, no había nada que me gustara más. Cassie sonrió, acurrucando su cabeza contra mi hombro. Mientras estábamos allí, mirando a la oscuridad por encima de las luces parpadeantes de los edificios, un escalofrío me recorrió. Quería decir que todo el asunto estaba mal; que no podíamos regresar. No dije nada. Silenciosamente, hipnótico y estridente, un familiar y odioso susurro llegó desde el distante Atlántico: …amantes de la Diosa del Vacío Verde y arremolinado. ¡Vengan a Zoth Syra! ¡Vengan!. Me pregunté si Cassandra podría oírlo. Recé para que no pudiera.

No estoy seguro de lo que esperaba a nuestro regreso a Heath House. No podía olvidar los horrores palpitantes y nauseabundos que habíamos dejado atrás; el hedor de un cadáver escamoso parecía no dejar nunca mis fosas nasales. Recuerdo que me sudaban las manos en el volante mientras conducía a través del largo puente que conectaba Kalesmouth Strand con el continente. La niebla de la madrugada pareció cerrarse detrás de nosotros, aislándonos de la realidad. El siniestro dedo del solitario camino que conducía a Heath House apuntaba con terrible certeza a la acerada extensión del mar.

Sin embargo, el cambio en Cassandra me animó, disipando un poco mis inquietantes premoniciones. Su tez ya había vuelto a su anterior calidez y belleza; su risa onduló suavemente por alguna broma débil que había hecho, y la capa de ébano de su cabello era rica y viva en la brisa del mar. Nuestro regreso a casa fue mucho más agradable y prosaico de lo que me había atrevido a esperar; no dio ningún presagio tembloroso del mal helado y salobre que acecharía nuestras horas futuras en la casa malévola. Solo el mar rió expectante en la cala solitaria cerca de la tumba de Lazarus Heath.

Es imposible rastrear las etapas en las que sentí celos de Heath House. Había algo sutil y cruel en el cambio que me sobrevino después de los primeros días y noches en el árido punto de tierra que tanto significaba para Cassandra. Al principio, me las arreglé para convencerme de que estaba feliz porque Cassie parecía estarlo, por primera vez en meses. Incluso sentí algo así como un afecto incómodo por el antiguo lugar, porque hizo de Cassandra lo que yo quería que fuera: llena de una vida rica y salvaje, tocada por el misterioso encanto que primero me había atraído.

Comenzamos a renovar y remodelar la casa; el estruendo mundano de las sierras y los martillos de los obreros, el olor terrenal de la trementina y la pintura parecían infundir frescor en los pasillos y cámaras inmundos y anticuados. Me dije a mí mismo que era simplemente otra casa antigua y encantadora donde la gente podría ser feliz si se esforzara lo suficiente; pero, todo el tiempo, una nueva voz susurrante dentro de mí clamaba por atención. Sabía que estaba perdiendo a Cassandra por un pasado del que no había formado parte; Heath House la estaba reclamando.

La propia Cassandra pareció no notar ningún cambio en nuestra relación; era gentil y llena de ternura hacia mí, y aún así, tuve la terrible sensación de que una barrera se levantaba entre nosotros, día a día, segundo a segundo. Cassie adoptó un hábito que despertó en mí recuerdos incómodos; a cualquier hora del día o de la noche, se apoderaba de ella el impulso de caminar a lo largo del borde azotado del mar. No eran los placenteros vagabundeos que habíamos conocido en el pasado; era como si Cassandra estuviera tratando de llegar a alguna parte, tratando inconscientemente de alcanzar algo.

Una o dos veces mencioné el hábito, pero ella solo sonrió remotamente y dijo que no había nada malo en un paseo por la orilla del mar, ¿verdad? No tuve respuesta. No podía hablarle del miedo frío, poco profesional e irracional que había comenzado a atormentarme. Continuamos con nuestras reparaciones de Heath House y, gradualmente, iluminada por luces y tapices restaurados, llena de muebles de época, se volvió habitable. Lo habíamos terminado todo, salvo la biblioteca; Nuestro plan era convertir esto en un estudio, en el que podría trabajar en el libro que planeaba escribir sobre cirugía cerebral. Nunca remodelamos la biblioteca. Vi el interior de esa habitación aborrecida sólo una vez después de la noche en que Cassandra cerró la puerta con paneles y me hizo prometer que no pediría la llave. Ojalá nunca lo hubiera visto.

Esa noche, un baluarte de nubes plomizas se balanceó pesadamente tierra adentro desde el mar; un viento helado de finales de octubre se cernió bajo la tormenta inminente, arremolinándose en la arena en pequeñas bocanadas a lo largo de la playa de Kalesmouth. Por el olor a sal en el aire y la furia reticente del oleaje, el noreste nos iba a dar un gran golpe. Aceleré el paso, caminando a casa desde la tienda; la escasez de incidentes me había arrullado en un olvido incierto y, en ese momento, casi me complacía la perspectiva de la velada que tenía por delante. A primera hora de la tarde, le había dicho a Cassie que esta noche podría ser un momento tan bueno como cualquier otro para revisar la biblioteca. Ahora, con una tormenta que se avecinaba, la idea de revisar los libros y los efectos personales de mi misterioso suegro me fascinaba. El viento cortante y el cielo ceñudo me parecieron un toque atmosférico final. Me pregunté si el hechizo de Heath House también había comenzado a reclamarme.

En el momento en que la vi, supe que algo había salido mal. Había una extraña palidez debajo de la piel de Cassandra, y sus ojos no se encontraron con los míos. Una o dos veces durante nuestra tranquila cena se rió, pero la risa resonó huecamente. El trueno había comenzado a temblar malignamente en el mar. Un rayo hizo añicos la oscuridad y las luces de nuestras baterías de almacenamiento parpadearon ansiosamente. Vi a Cassandra sobresaltarse y volcar su copa; el oporto se extendió como una mancha de sangre sobre el lino de Madeira. Miré mi plato, fingiendo no notar su extraordinario nerviosismo.

—Estaba esperando esta noche —dije.

—¿Empiezas a mirar hacia adelante, cariño?

Esa falsa sonrisa quebradiza estaba en la voz de Cassandra.

—Sí. Siempre he querido leer esos fabulosos libros.

El ruido del metal contra la porcelana me sobresaltó. Cassie había dejado caer el tenedor de unos dedos que de repente parecían paralizados. Me miró con ojos ciegos y una mano delgada alzada en un inútil gesto de protesta. Sus labios incoloros temblaron.

—¡No! No debes…

Un miedo mordaz se apoderó del vacío de su mirada; hizo como si se levantara y, en un instante, toda la vida pareció fluir de su cuerpo. Se deslizó silenciosamente hasta el suelo.

Lo que hice entonces fue con el hábito inconsciente de un médico; el entrenamiento eclipsó la enfermiza y acuosa debilidad de mis piernas. De alguna manera, llevé a Cassandra a nuestro dormitorio en el segundo piso. Su rostro exquisito tenía una blancura que susurraba la muerte, pero el aliento era inquietante, gemidos y estremecimientos. Froté sus muñecas, una agonía de vacilación girando en mi cerebro. Un trueno se deslizó por el cielo, estrellándose locamente sobre Heath House; la tormenta estalló. Los ojos oscuros se abrieron de repente en el rostro pálido de Cassie. Su mano apretó la mía con tanta violencia que sus uñas se clavaron en la carne.

—No puedes entrar ahí. Nadie puede entrar, nunca más. ¿Oyes? ¡Nadie... nunca más!

—Está bien, cariño. Intenta relajarte. Dime qué te ha asustado.

Su cabeza se sacudió con tristeza.

—No puedo… Nunca podré decírtelo. Tienes que confiar en mí. Nunca puedes entrar en esa habitación; nunca lo intentes. Cerré la puerta con llave, y nunca debes pedírmela. ¡Por favor! ¡Prométeme que no lo harás! ¡Por favor!


4.

Se lo prometí.

Me escuché decir las palabras una y otra vez en un tono monótono. Parecían no alcanzarla. Sus labios colgaban sueltos, el miedo distorsionaba la belleza de su rostro, dejando nada más que una histeria irracional. Continuó suplicando, incapaz de escuchar mis garantías. El sedante que le proporcioné no fue débil. Mis manos temblaron mientras lo preparaba. Tuve que trabajar en la oscuridad. Nuestras baterías de almacenamiento se habían agotado.

No había nada más que oscuridad y la furia balbuceante de los elementos, masticando sin piedad a Heath House. Quizás fueron solo mis nervios; porque podría haber jurado que allí, en la penumbra pulsante, un hedor abrumador, un efluvio que era casi tangible, me rozó.

Finalmente, los gemidos de Cassandra se extinguieron. Se hundió en un profundo sueño intermitente. Un rayo se estrelló con un brillo maníaco en la habitación; por un instante lavó la cara y la garganta de Cassie. Tenía una delicada cadena bañada en oro alrededor del cuello; en ella había colgado la llave de la biblioteca.

No siempre puedes dar razón a tus acciones. Esa noche pude haber robado la llave. Podría haber ido por el pasillo a través de la oscuridad, a la maldita cámara que guardaba un secreto lo suficientemente impío como para empujar a mi esposa al borde de la locura. Si lo hubiera hecho, las cosas podrían haber salido de otra manera. Tal vez fui un cobarde, temeroso del horror antediluviano que me esperaba más allá de la enorme puerta tallada. Quizás no quería saber la verdad. Me dije a mí mismo que le había hecho una promesa a Cassandra, así que dejé la llave donde estaba y bajé a trompicones las escaleras en la negrura estigia.

Chirriantes banshees de lluvia rogaban entrada por las ventanas; un fuego ardía irregularmente en la sala de estar. Encontré una botella de ron en el armario junto a la ventana. No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando, torturándome con dudas y miedo, tratando de creer que Cassie estaba cuerda, preguntándome qué monstruosidad palpitante se escondía en la biblioteca de Lazarus Heath. Me hundí en un sillón y bebí; la tormenta parecía haberse alejado de mí. La botella de ron tintineó contra el cristal mientras servía. Echo la cabeza hacia atrás. Un rayo latía a través de mis nervios ópticos, pero el sonido era solo un remolino borroso, picante y empapado de ron. Entonces, solo hubo oscuridad. Dormí.

Fueron los sordos golpes de ira lo que me despertó. Me puse de pie, inestable, y me quedé en el centro de la habitación hasta que la oscuridad arremolinada se aclaró. Algo nuevo se había filtrado en la habitación; el fuego todavía chisporroteaba obstinadamente y, sin embargo, había una humedad que no podía disipar. Un susurro helado de aire marino suspiró por el suelo. Entré al vestíbulo; el frío se apoderó de mí en un maremoto. La puerta principal se agitaba de un lado a otro sobre sus pesadas bisagras; la lluvia caía a cántaros en un charco en el pasillo. Solté un juramento y cerré la puerta de golpe, abriendo el pestillo. Entonces, me quedé muy quieto. ¡Cassie! El nombre brilló como un letrero de neón en mi cerebro. Creo que supe en ese momento que ella se había ido.

La búsqueda fue algo que surgió de un sueño, una pesadilla aterradora en la que la geometría estaba mal. Quería gritar o llorar, pero el miedo seco se apoderó de mi garganta. Todo se retorció locamente en mi cabeza. La cama vacía de Cassie, el tamborileo de la puerta principal abierta; yo mismo, tropezando y llamándola una y otra vez. Finalmente llegué a la casa de Eb Linder y saqué a la mitad de la gente de Strand de sus cuerdos lechos para vagar por la noche infernal en busca de Cassandra. Debió haber durado horas. No puedo recordar excepto en vagos fragmentos. Había un pescador imperturbable de rostro gris que murmuraba algo sobre el mar reclamando lo suyo. A intervalos de ensueño, Solly-Jo entraba y salía de la lluvia. La hermana de Eb Linder me preparó café y me pidió que me cambiara la ropa empapada. Ella seguía diciéndome que todo estaría bien. Los hombres, con el doctor Ambler a la cabeza, habían recorrido cada centímetro del Strand y no encontraron nada. La señorita Linder siguió diciendo que todo saldría bien. A las 3:30 entró un niño empapado. Dijo que habían encontrado a Cassandra en la cala detrás de Heath House.

No estaba muerta.

Cuando llegué a la casa, Ambler la tenía en la cama, cubierta con innumerables mantas. Su ropa estaba empapada en el suelo. Ambler me sirvió un trago y creo que lloré. Él fue paciente y esperó a que me desahogara. Seguí mirando para ver si Cassie respiraba; estaba muy pálida.

—No puedo entenderlo —dijo Ambler en voz baja, después de un rato—. Pasamos por esa cala tantas veces, juraría que era imposible que nada ni nadie estuviera allí. Entonces, Linder se encontró con ella, acostada al borde del agua, en la tumba de su padre. Estaba toda… toda enmarañada con algas… yo…. —me miró fijamente. El horror paralizante que congeló mis entrañas debió de mostrarse en mis ojos— ¡Algas marinas!

No escuché más de lo que dijo. Fui a la cama y miré a Cassandra de cerca por primera vez. Su piel brillaba débilmente en el incierto sustituto de la luz de las velas, ¡como si estuviera cubierta de escamas! A cada lado de su cuello distinguí dos rayas azuladas pálidas. Mi cabeza dio vueltas. Sentí como si me fuera a enfermar. Levantándose insidiosamente de la mugrienta pila de ropa en el suelo, un hedor vil y decadente inundó la cámara. Desde una distancia tremenda, una voz susurró suavemente:

—¡Vengo, Oh, Yoth Kala! ¡Tu novia ha escuchado tu llamada! ¡A través de la noche y la tormenta, vengo!

Era la voz de Cassandra.

—No hay nada de qué preocuparse, hombre —estaba diciendo Ambler amablemente—. Solo un caso de exposición. Ella estará bien...

—Sí —asentí—. —Ella estará bien…

La última esperanza de felicidad me abandonó. Me sentí débil y perdido en un vacío que se desplomaba. Hubo momentos, en los días que siguieron, en que tuve la sensación de vivir en un mundo extraño y aterrador, un mundo en el que estaban ocultos los secretos blasfemos de la muerte y la tumba, un mundo que cantaba con extraños deseos de sangre, encantamientos de cultos perdidos y asesinos. No había nada humano en el terror que me tenía prisionero. Puedes luchar contra el mal si es concreto. Esto era algo que no se podía tocar ni ver, sin embargo, siempre estaba pisándome los talones, su aliento apestoso y podrido me quemaba el cuello.

Escondí mis dudas de Cassandra, tratando de ser alegre. Convaleció lentamente bajo el cuidado de Ambler. Durante días, parecía ser ella misma; sonreía y hablaba de cómo sería cuando volviera a estar bien. Y, entonces, abruptamente, su estado de ánimo cambiaba a uno de negro secreto que dejaba sus ojos en blanco y hostiles. Gimió en sueños y se puso a tararear el extraño trino que había sido el canto del cisne de Lazarus Heath.

Cada vez más me poseía la sensación de que la había perdido. Poco a poco, su cuerpo volvió a fortalecerse. Pudo estar despierta y deambular por el Strand en los días soleados, su rostro silencioso y reservado, sus ojos cerrándome cuando trataba de alcanzarla. Un hechizo enfermizo e inquietante invadió Heath House. Cassandra comenzaba a ponerse nerviosa cada vez que estaba cerca de ella; le molestaba mi intromisión en sus paseos solitarios. Era como si me considerara un carcelero, y Heath House como una prisión de la que debía escapar de algún modo. Habló con frialdad y se estremeció cuando la toqué. Pero, en raros momentos, recuperaba algo de su antigua dulzura; se podía ver perplejidad y miedo en su rostro. Por un instante volvimos a estar juntos, y luego, sin previo aviso, la barrera se enfriaba entre nosotros. Cassandra se apartó; el miedo y el desconcierto se congelaron en lo que solo podía ser sospecha y odio.

El invierno se arrastró tierra adentro sobre las heladas patas de un gato; frágiles zarcillos de aire helado se agitaron bruscamente a lo largo de la península. Incluso el sol de la tarde se había retirado detrás de una capa de frío de diciembre. El Atlántico azotaba con regularidad depredadora las arenas desiertas, a escasos metros de Heath House. Intenté trabajar en mi libro, pero no sirvió de nada. El fuerte frío había obligado a Cassandra a permanecer en casa; paseaba por los interminables y laberínticos pasillos con la fría paciencia de un jaguar enjaulado. Hablaba poco y pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente a la ventana que miraba hacia el este, hacia el ondulante ataúd de hierro del océano. A veces, simulaba débilmente leer, pero, siempre, sus ojos buscaban ese páramo melancólico, como si esperara ver algo, o alguien. Me dolía la cabeza constantemente, el tempestuoso y malvado problema de Cassie palpitaba en mis sienes con infernal persistencia.

Una vez hablé con Ambler sobre su estado de ánimo; habló de complejos y Freud. Fue reconfortante escuchar su enfoque tranquilo y razonado del tema, pero incluso mientras hablaba supe que había algo torturando a Cassie que ningún psicoanalista podía explicar. Estaba poseída por una entidad cuya sutil y odiosa influencia era más fuerte que cualquier giro fantástico de la mente. Una y otra vez, caminaba frente a la imponente puerta de roble de la biblioteca, tratando de reunir el valor para romper mi promesa. Una vez, ella me descubrió allí. Ella no habló, solo me miró con un odio tan intenso que me dio miedo. Después de eso, me pareció que estaba doblemente atenta a la llave de bronce que colgaba de la frágil red de su collar.

Su silenciosa hostilidad se extendió como un charco ondulante a través de Heath House; borró todo lo que habíamos intentado hacer del lugar y lo dejó como estaba antes, un caparazón pegajoso y repugnante del pasado, un pasado que no quería formar parte del presente, que no admitiría ninguna intrusión de luz o esperanza. Cassandra era una criatura de ese pasado.

El doctor Ambler continuó haciendo llamadas mensuales de rutina. Según todas las apariencias, Cassandra ya no estaba enferma, sin embargo, persistía una cierta palidez enfermiza. Cuando estaba sin maquillaje me aterrorizaba la prominencia débilmente luminosa de las delicadas escamas. Si las notó, Cassandra no dijo nada. Las largas y descoloridas rayas en su cuello se habían vuelto apenas perceptibles, pero no podía apartar mis ojos de ellas. Ambler no hizo ningún comentario sobre estas nocivas rarezas; siguió su camino terrenal, de médico rural. Creo que nunca tuvo el menor indicio del verdadero horror que se apoderó de la casa que visitaba con tanta regularidad. Ciertamente, no tenía idea del mal que se escondía en las noticias que me dijo esa noche a fines de diciembre.

El día no había sido nada bueno. El aguanieve de mediados de invierno atravesaba una densa niebla que se deslizaba y lloraba contra las ventanas de Heath House. Había pasado la mayor parte del tiempo solo, leyendo, vagando inquieto de habitación en habitación, mirando ciegamente de una ventana con cortinas de niebla tras otra. Durante esos últimos días, había llegado a anticiparme a una tormenta con un miedo terrible y asfixiante, porque los estados de ánimo de Cassandra parecían más hoscos y morbosos mientras el viento del este azotaba lluvia o nieve furiosa en la pequeña cala detrás de la casa. Se quedaba de pie durante horas mirando el montículo devorado por el agua que albergaba algo que sólo podía recordar con un temblor de disgusto, una oleada de náuseas que se agitaba como plomo en la boca de mi estómago. La había visto hacer eso toda la mañana; ella murmuró algo sobre lo solo que debía de estar allí, y luego caminó lentamente por el pasillo. Escuché la cerradura de la puerta detrás de ella. Había dejado de intentar comprender sus comentarios indirectos, breves susurros que no parecían dirigidos a mí, sino más bien, pensamientos vagos, personales y asombrosos, expresados en voz alta sólo por accidente.

Cuando Ambler hubo terminado su examen en la intimidad de la habitación de Cassandra, bajó pesadamente la escalera serpenteante. Le ofrecí un trago, murmurando algo sobre que era una noche cruda. Para mí fue sólo una pretensión de cortesía, hasta que, a la luz del fuego de la sala de estar, vi la nueva expresión que se había infiltrado en sus ojos. Había visto muchas expresiones allí, después de esas sesiones con Cassandra; de duda o desconcierto, o de satisfacción profesional por su aparente recuperación, pero, ahora, había algo casi como placer en esos suaves ojos grises. Le serví una copa de jerez.

—Han sido personas sabias, usted y su esposa, doctor —dijo, después de una pausa.

Sus ojos brillaban.

—¿Sabias?

Su buen humor había comenzado a irritarme.

—¡Por supuesto! Nada podría haber sido más inteligente. No me gusta parecer personal, pero después de todo, ha sido bastante obvio que usted y Cassandra... bueno, que algo se interpuso entre ustedes. Pero, ahora, esto… Ciertamente, un niño es lo que los unirá de nuevo. Hará toda la diferencia del mundo en este viejo y lúgubre lugar.

Supongo que en realidad no lo había estado escuchando. Recuerdo haber preparado mi pipa distraídamente, y rascar una cerilla en la caja. Hizo un pequeño ruido perdido en la penumbra de la habitación. Luego, me quedé allí, mirándolo, con la cerilla parpadeando en mi mano. No había nada más que un entumecimiento hueco en mí; después, encontré una cicatriz chamuscada en la piel de mi pulgar e índice.

Me di cuenta de que Ambler estaba riendo entre dientes; su mano estaba en mi hombro.

—Bueno, no te veas tan confundido, viejo —dijo con extraña confianza—. Supongo que Cassandra quería sorprenderte ella misma, y ahora yo se lo he estropeado soltándolo...

—Ella nunca dijo una palabra...

Ambler se echó a reír y creo que logré esbozar una sonrisa acuosa; me dijo que el marido siempre es el último en enterarse. Tomamos otra copa de jerez. Traté de actuar con naturalidad. El vino se esparció confusamente a través de mi perplejidad; una calidez se arremolinó en mi cabeza y, cuando vi a Ambler yendo hacia la puerta, sentó una ira vaga e irrazonable. Me dolió el muro silencioso que Cassandra había erigido entre nosotros; Parecía imposible, casi inhumano, que ella pudiera haber sabido algo así, y deliberadamente me lo mantuviera oculto.

Cuando Ambler desapareció en las fauces de la tormenta, eché el cerrojo a la puerta. Nuestras luces se habían apagado de nuevo y yo caminaba inestable. La ira palpitaba ahora en mis sienes. Marcaba el ritmo con el parpadeo de la luz del candelabro mientras subía lentamente la escalera de caracol hacia la habitación de Cassandra.


5.

La puerta estaba cerrada. Mi sombra proyectaba una mancha oscura contra sus paneles, un fantasma que vacilaba en la penumbra. Mi mano estaba sudando; el candelabro seguía resbalando en mis manos. Llamé, escuchando el eco plomizo que resonaba en las catacumbas de la casa. No hubo respuesta:

—¡Cassie! —mi lengua se sentía espesa y seca. Esperé.

—Estoy acostada, cariño. Me duele la cabeza. —la voz de Cassie era frágilmente ligera, controlada con esfuerzo.

—Quiero hablar contigo —la ira atravesó mi tono.

Durante un largo momento no hubo nada más que el susurro espectral de las mechas enceradas mientras chisporroteaban ansiosamente; luego, un murmullo de pasos más allá, y la llave giró en su cerradura. Entré, cerrando la puerta detrás de mí.

Cassandra estaba junto a la chimenea. En el instante en que la vi, la ira desapareció de mi mente. Había algo terriblemente asustado en su hermoso y pequeño cuerpo. Dejé el candelabro sobre una mesa y me acerqué a ella; mis manos temblaron ante el calor de sus hombros. Ella no se apartó; no se movió en absoluto.

—Ambler me habló del bebé —le dije con suavidad.

Fue entonces cuando ella se volvió; estaba sonriendo, y en ese momento, toda la falsedad había desaparecido de su rostro. Una calidez silenciosa lo tocó. Ella trazó mis labios con las yemas de sus dedos.

—Quería decírtelo yo misma...

No me di cuenta, entonces, de que la tensa farsa aún estaba en su voz. La besé. Le dije que era maravilloso. Dije todas las tonterías que un hombre tiene derecho a decir en ese momento. Y luego, de repente, me detuve. Su máscara se había deslizado; la cálida ternura se había ido. Una pared de nada borró sus ojos. Cassandra se apartó violentamente de mí.

—No es bueno —susurró con voz ronca—. ¡No es bueno!

—Cassie, no entiendo. Yo…

Ella se giró para mirarme; borrosas manchas de lágrimas surcaban la palidez de sus mejillas. A la ictericia del resplandor de las velas, sus ojos brillaban anormalmente.

—¿No puedes ver? ¿Tienen que decírselo? —labios temblorosos se torcieron en una burla. Sus pequeños y uniformes dientes parecían de alguna manera feroces—. ¡No te quieren aquí! ¡Solo vete y déjame en paz! ¡No quiero volver a verte! —la dura sonrisa se ensanchó y una risa inestable burbujeó histéricamente en su garganta—. ¡Tu niño! ¿Crees que daría a luz a tu hijo? ¿No ves que he cambiado? ¿No sabes que me has perdido, que ahora le pertenezco, desde esa noche que fui a la cala, al Abismo? Siempre le perteneceré. ¡Siempre! ¡Siempre! ¡La novia de Yoth Kala!

La risa maníaca se cortó cuando la agarré por los hombros; mis dedos masticaron su carne. Podía sentir su aliento contra mi cara, caliente, sollozando.

—¡Basta! —exclamé—. ¡Basta, Cassie!

Ella se quedó allí por una eternidad, mirándome; de nuevo se veía en sus ojos un miedo infantil y desconcertado. Ella comenzó a llorar, su cuerpo delgado se estremeció lastimosamente.

—Es cierto, te lo digo —jadeó—. No es tu hijo. No me crees... piensas que estoy loca... No necesitas creerme. Sólo vete antes de que venga por mí. Dijo que vendría. No quiero que te haga daño. No quiero que te obliguen a quererme, como mi padre —balbuceaba sin sentido—. Yoth Kala vendrá… Escucho su voz. Canta, ¿lo oyes? Llamándome… su novia… la madre de su hijo. Oh, voy, esposo del Vacío Verde. Voy…

No fue fácil abrazarla. Todavía tengo cuatro cicatrices paralelas en mi mejilla derecha donde sus uñas se clavaron frenéticamente. Se retorció con una fuerza que no era humana, sus labios murmurando, su voz aguda y quebrada chillaba esa repugnante melodía que significaba muerte y horror y un malestar sin fin para cualquiera que la oyera. De repente, dejó de luchar, miró infantilmente la oscuridad más allá de nosotros, con la cabeza ladeada patéticamente, escuchando. Dio un paso inseguro hacia la ventana antes de caer. No hubo ningún sonido salvo el susurro de su negligé cuando se derrumbó a mis pies. Un hilo de niebla se arrastró a través de la ventana entreabierta, persistiendo como un sudario sobre su cuerpo. El hedor era algo procedente de las profundidades acuosas del sepulcro, un efluvio vil que de alguna manera era la encarnación de cada terror malévolo que acechaba a Heath House.

Cassandra y yo éramos sombras interpretando un papel en una escena de las pesadillas de Poe, llenas de opiáceos. Hice cosas sin detenerme a preguntarme por qué. Recuerdo que la llevé a la cama y controlé su pulso con dedos tan entumecidos por el horror que apenas podían detectar el palpitar del corazón debajo de ellos.

Esa fue la noche en que llegué a mi límite. Puedes seguir esperando que las cosas cambien, que despiertes de este monstruoso sueño de caer en un vacío de indecible terror; entonces, tocas fondo. Mirando la quietud calcárea del rostro de mi esposa, perdida en la blancura de las almohadas, supe que tendría que hacer algo. Si quería salvarla, tenía que llegar al fondo del asunto, tenía que tomar este miedo espantoso en mis manos y arrancarlo de raíz.

Tuve que abrir la llaga cancerosa del secreto que devoraba la mente de Cassandra, el secreto que yacía enterrado en la biblioteca de Lazarus Heath.

Estaba bastante tranquilo al respecto. Cuando su respiración se volvió segura, tomé suavemente la llave del collar. Con algo que era más instinto que propósito, saqué mi revólver del cajón de la mesa de noche; estaba completamente cargado. Bajé por el pasillo a la biblioteca. El arma me hizo sentir mejor. Era algo sólido y sensato a lo que aferrarse. Un mes después, la fiscalía usó el arma como prueba principal. ¡La llamaron el arma homicida!

Lo que encontré más allá del enorme portal cincelado fue algo que se rió de la insignificante valentía humana; un mal floreciente que se engendró a sí mismo en las palabras garabateadas con pluma de un hombre que era desde hace mucho alimento para los gusanos. Cuando empujé la puerta para abrirla, mirando ciegamente el abismo de oscuridad más allá, casi deseé un terror apestoso, nacido en la carne, con el que pudiera chocar; un mal que viviera y respirara, que pudiera sangrar y morir. No encontré nada más que una cámara polvorienta y un olor a podredumbre seca. En el borde de lo que Lazarus Heath había utilizado como escritorio, había una vela enmohecida y medio quemada. La encendí.

Una mariposa de fuego chisporroteó, arrojando sombras gigantescas a lo largo de las paredes de yeso que se desmoronaban, un ojo de luz en los estantes interminables de libros acostumbrados a la privacidad de la noche. Vagué sin rumbo fijo por la habitación alta y estéril, contemplando títulos tan anticuados, tan parte de un pasado más allá del recuerdo, más allá de la vida y la muerte, que debería haber jurado que era una biblioteca directamente del abismo llameante del infierno. Eran libros que no estaban destinados a ojos mortales, cuentos contados por cultos que se hundieron en el olvido antes de que se midiera el tiempo, arrojados de la tierra, dejando tras de sí las ruinas de sus horribles ritos sedientos de sangre. Aquí y allá aparecían volúmenes más cuerdos y comprensibles. Había una colección invaluable de tradiciones marinas, y en un rincón lleno de telarañas, encontré una copia amarillenta de La Odisea; una sección había sido subrayada, sus páginas maltrechas eran testimonio mudo de lectura y relectura interminables. Era el pasaje que describía la huida de Ulises de las sirenas. Dios sabe que Lazarus Heath tenía motivos para estar fascinado con ellas.

El estridente tumulto del salvaje balbuceo de Cassandra todavía tronaba suavemente en mi cerebro. Me quedé muy quieto, pensando: Esta es la habitación. La raíz tenía que estar enredada en el polvo que parecía una tumba de esta cámara en sombras. ¿Pero dónde? Mi mente hizo eco. ¿Dónde? Mis vagabundeos me habían llevado a la silla detrás del escritorio de Heath. La luz de la vela hizo una danza macabra mientras me hundía pesadamente en el asiento; lavó el tablero de mármol negro con un torrente de helado amarillento. Entonces, vi el diario. Le di una mirada indiferente e irritada, y luego, cuando los garabatos frenéticos se imprimieron en mi conciencia, me incliné más cerca. En la penumbra brillaban tenues letras bañadas en oro: Lazarus Heath..

Puede que haya sido sólo el producto de una imaginación enferma y sobreexcitada; no lo sé. Sé que lo sentí allí dentro de mí, en el instante en que toqué el libro. Sentí que la maldad que suspiraba a través de Heath House cobró vida de repente, mientras hojeaba nerviosamente las páginas húmedas del diario de Lazarus Heath. Las risitas dementes de la tormenta pasaron de un susurro al aullido de un perro rabioso. El aguanieve azotaba las altas ventanas abatibles y las cortinas de seda crujían ansiosamente. Incluso antes de que comenzara a leer ese increíble e impío registro, sabía que tenía la raíz en mis manos.

No había nada siniestro en la primera entrada. Estaba escrita con la letra firme y cuadrada de un marinero autodidacta y fechada el 21 de febrero de 192—. Las palabras eran seguras y sensatas, sin el menor indicio del horror infernal que yacía en las páginas finales del libro.

Lazarus Heath se había embarcado como primer oficial a bordo del carguero Macedonia, con destino al sureste de África. Era tan simple y prosaico como eso. Durante páginas no había nada más que la charla tranquila y satisfecha de un hombre que navegaba por el mar y que, para su propia diversión, dejaba el registro de un viaje interesante pero mundano. La primera etapa del había ido bien; incluso el tiempo había sido agradable. La tripulación era competente y no demasiado pendenciera. Solo deseaban pasar algún tiempo en las ciudades costeras africanas. Luego, en algún lugar del Atlántico Sur, se encontraron con la niebla.

Al principio, Lazarus Heath sólo la mencionó de pasada; aunque les había llegado inesperadamente y era intensamente espesa y desconcertante, se juzgó que navegarían a través de ella sin demasiada dificultad. En este punto, había una actitud controlada y sensata en el guión de Heath; estaba escribiendo para sí mismo las cosas que les había dicho a sus hombres. Por ejemplo, en una entrada, como si detestara admitirlo incluso para sí mismo, escribió: Hay un cierto malestar entre los hombres; no es bueno para los nervios, esta niebla interminable y cegadora. La escritura se apagó con el primer susurro de la incertidumbre que asediaba la mente de Lazarus Heath.

La siguiente entrada se hizo cuatro días después con una mano fría y apresurada. Fue breve y desconcertada:

«Sigue esta maldita niebla, y eso no es lo peor. Los instrumentos han comenzado a actuar de manera extraña. Debemos seguir adelante lo mejor que podamos y confiar en el Todopoderoso. Los hombres están muy nerviosos» Y, en la noche del mismo día, la mano controlada había vacilado perceptiblemente mientras escribía: «Instrumentos muertos. ¿Qué significa esto, en el nombre de Dios?»

La llegada de las voces no fue repentina. Comenzó con Dyke. Lazarus Heath sabía poco sobre el chico larguirucho y de barba rubia llamado Alan Dyke. Se había inscrito en Nueva York como bombero. Un individuo tranquilo e inquieto, pasaba la mayor parte de su tiempo libre con los libros. En el fondo era solo un niño y estaba asustado. Comenzó, según Heath, cuando los motores se apagaron. Habían esperado eso durante lo que pareció un siglo. El Macedonia no podía seguir arando en círculos ciegos para siempre; el combustible se acabó. El fuego del infierno en las entrañas del barco de Heath goteó y murió; sólo había un fantasma resonante del rugido que había ahogado la sala de máquinas.

Un silencio impío y desgarrador envolvió al Macedonia. Después de un tiempo, los hombres incluso dejaron de hablar, como si el eco mismo de sus voces, huecas y muertas en la niebla sofocante, los aterrorizara.

Dyke estaba en la cubierta de proa cuando escuchó las voces. Heath, de pie a su lado, había sentido una nueva tensión en el cuerpo huesudo y corpulento. El rostro adolescente de Dyke se torció hacia un lado, los ojos azul mármol miraron ciegamente la niebla. Escuchó. Sus palabras llegaron a Lazarus Heath como si las hubiera separado un abismo bostezante y ahogado por la niebla.

—¿Los escuchas? ¿Las voces? Puedo oírlas; nos están llamando. Las sirenas entonan las melodías de la muerte acuosa… Zoth Syra llama.

La voz ya no era la de Dyke. Era ligera y empalagosa, poseída de una belleza maligna. Los hombres se congelaron y miraron; parecían no oír las órdenes bruscas de Heath.

—No escuché nada —escribió Heath esa noche—. Aún así, los sonidos deben haber estado ahí. Dyke debe haber escuchado algo; él y los demás. Pero, no debo creer estas leyendas susurradas sobre sirenas. Alguien debe mantener unida a esta tripulación abandonada por Dios. Si tan solo tuviera la fuerza... si tan solo pudiera evitar escuchar las voces.

Esa fue la última oración de Lazarus Heath, la noche en que el Macedonia encalló y se hundió en las costas fantasmales de una isla perdida e inexplorada.

Poco espacio separaba la siguiente entrada de esas últimas palabras frenéticas, garabateadas de manera desigual en una página del diario manchada de agua y maloliente, sin embargo, leyendo, tuve la sensación de un giro sin fin a través de una nada oscura y acuosa. Viví la pesadilla de la que escribió Lazarus Heath con la tranquila tristeza de un hombre completamente cuerdo.

El fin del Macedonia había sido repentino y extraño. A la hora, habían sabido que debía ser mediodía en ese mundo exterior con el que habían perdido toda esperanza de contacto. Su propia existencia se había convertido en una noche perpetua llena de niebla; el monstruoso tic-tac de los relojes del barco no hacía más que burlarse de ellos. Las campanas del barco rebotaron burlonamente en la oscuridad. Habían estado repicando cuando llegó el final.

Lazarus Heath había pasado la mayor parte de su vida en el agua; había sobrevivido a más de un naufragio. El pánico y la furia aplastante del mar no eran nada nuevo para él. Era el silencio lo que lo aterrorizaba. La tripulación pareció no entender; sus ásperas y amargas órdenes cayeron en oídos sordos. El Atlántico arremolinado les chupaba los pies con sed y no se movían. Oficiales y hombres por igual, permanecían de pie o sentados en un estupor apático y mudo, sin pensar en la muerte que se arremolinaba y lamía por todos lados. Cada rostro tenía la misma expresión absorta e hipnotizada. Uno habría dicho que estaban escuchando…

Heath se armó de valor. No debía escuchar. No debía permitirse escuchar. Quería vivir. Caminó airadamente a lo largo del puente, gritando ásperas órdenes. Solo la niebla y el mar escucharon y resonaron. El barco gimió tristemente; el agua, espesa y enmarañada con salmuera, inundó su agarre. Nadie se movió. Tenía que hacer algo, hacer que lo escucharan, devolverlos a la vida.

La humedad se apoderó de él, haciéndolo girar a ciegas en un pozo sin fondo. Sus pulmones estallarían… debían... ¡Aire! Y, luego, estaba en la superficie. En la distancia cercana de la niebla, la masa gris de su barco se alzaba siniestramente. Se hundió; no hubo gritos de terror o dolor, solo un silencio engendrado por la muerte. El Macedonia se hundió. No había nada más que una tenue fosforescencia en la superficie y la extensión negra y helada del mar y la niebla.


6.

Heath nunca estuvo muy seguro de la isla. Parecía probable que el barco hubiera encallado en el punto de tierra que se elevaba como una monstruosa medusa desde las profundidades verde malva del mar, pero Heath nunca se había enterado de la existencia de una isla así; no estaba marcada en ningún mapa humano. En un momento dado, pareció alzarse en la niebla algodonosa. El agua que lamía sus costas cubiertas de hongos gorgoteaba locamente mientras se tragaba lo último del Macedonia.

La salmuera manchada de aceite enredó las extremidades de Lazarus Heath; nadar era casi imposible. Nunca supo cuánto tiempo estuvo perdido en los remolinos que lamían la isla. En la oscuridad ilimitada de la niebla luchó desesperadamente, hasta que finalmente sus pies tocaron fondo. Se deslizó a tierra, azotado por la marea entrante. La sal le quemó los labios y los ojos; estaba entre ahogarse y llorar. Al abrigo de un gigantesco dedo de roca, cayó de rodillas y se hundió hacia adelante, boca abajo, en un estupor irreflexivo.

La niebla nunca se disipó. Cuando la mente de Heath se arrastró hacia arriba desde las silenciosas profundidades de la inconsciencia, no tenía forma de saber cuánto tiempo había estado acostado, sin sentido, con la tierra húmeda y cubierta de musgo de la isla pegada a él como si tuviera algún poder de posesividad física. Rodó sobre su espalda, su cabeza palpitaba y estaba aturdido. Ahora respiraba con más facilidad; algo de la fatigada tensión se le había escapado de las extremidades. Haciendo una mueca de dolor por el esfuerzo, se arrastró hasta ponerse de pie. Se apoyó en la sombría dureza de la roca. Su mano salió cubierta de una baba verde y maloliente. Heath se limpió la mano y se sintió repentinamente enfermo por la fría humedad que se apoderó de él. No podía estar enfermo; tenía que hacer algo... algo para mantener su mente ocupada. Arrastrando pesadamente un pie tras otro, comenzó a explorar la isla.

Cuando trató de dejar la incomunicable y estéril soledad de ese lugar perdido, Lazarus Heath fracasó. Su pluma tartamudeó, buscando las palabras adecuadas, y finalmente admitió que el tono del lugar era indescriptible. Vagó sin cesar a través del empalagoso azul de la niebla y no encontró nada que le ofreciera esperanza de ningún tipo. Toda la superficie de la isla parecía estar cubierta con el mismo limo nauseabundo que su mano había encontrado en la roca costera. Chupaba hambriento sus pies con cada paso que daba. Rezumaba de los troncos y las ramas nudosas y sin vida de los árboles que estaban esparcidos hacia el interior. La espuma suave y mucosa cubría las formaciones rocosas que sobresalían dondequiera que saltaran al ser espectral, haciéndolas brillar con una fosforescencia malévola. Lazarus Heath escribió una frase espantosa, cuya importancia no adivinaría hasta que pasó una época de horror.

—Uno tiene la impresión singular y aterradora de que esta isla ha sido parte de las profundidades del océano durante más años de los que el hombre puede contar y, de alguna manera, se ha elevado para causar la tragedia del Macedonia y reclamar a su único superviviente, yo.

Esto fue escrito justo antes de que comenzara a escuchar las voces.

Quizás, antes, incluso hasta el último momento de pesadilla, cuando vio a la tripulación hipnotizada y sin resistencia a las fauces babeantes del mar, Lazarus Heath no había creído en las voces. Un gran número de explicaciones pueden haber pasado como una fantasmagoría salvaje por su mente. Sobre todo, creía que tanto los oficiales como los hombres se habían apoderado de una repugnante locura masiva. Los sonidos que escucharon con tanta atención deben ser producto de alguna enfermedad de la mente. Pero allí, en las húmedas brumas de la isla perdida cubierta de limo, de repente supo que las voces eran muy reales.

No eran sonidos ordinarios. Eran cadencias suaves y empalagosas que atrapaban y mantenían la conciencia en una telaraña de malvada belleza. Parecían pronunciadas por innumerables lenguas extrañas que resonaban a través de un vasto y terrible abismo y, sin embargo, mientras Heath avanzaba a trompicones en su búsqueda, habría jurado que su fuente debía estar allí, justo al otro lado de la siguiente loma viscosa. No pensó en por qué debía encontrarlas; sólo sabía que esta vil armonía de repente se había vuelto muy clara y comprensible en su mente.

¡Ven! —corearon, con el sonido de una miríada de laúdes—. ¡Ven con tu novia, Zoth Syra! Ven... lejos... a la Reina del Abismo Verde...

—Me tambaleé ciegamente hacia adelante —escribió Heath en su diario—. No sabía adónde iba, ni por qué. Caí una y otra vez; mis manos y rodillas sangraban al luchar entre las resbaladizas y traicioneras rocas. Llegué a la playa. De alguna manera, la niebla allí pareció levantarse, hacerse menos densa, y me encontré en el borde del océano. Sabía que debía detenerme o ahogarme, pero mis piernas seguían bombeando con una persistencia de pistón. Las voces estaban más cerca ahora; tenían una belleza malévola más convincente que los sonidos que resuenan a través de los sueños narcóticos. Presa del pánico, sentí que el agua helada se elevaba por mi cuerpo, y aun así seguí avanzando hacia el mar. Las voces corearon locas cacofonías en mis oídos; salvajes, discordantes, irresistibles. El agua llegó a mi cuello, a mi boca… y luego, mi cabeza estaba cubierta… Sumergido, seguí caminando, respirando, lenta, fácilmente, no por la nariz o la boca, sino a través de un par de branquias. Avancé a grandes zancadas a través de las profundidades arremolinadas y opalescentes, siempre hacia el canto aullante, maligno y alegre, ¡hacia mi novia, Zoth Syra!

Entre estas palabras frenéticas y asombrosas y la siguiente y última entrada, hay un espacio de varias páginas en blanco. De no ser por esto, uno podría haber adivinado que los episodios finales de ese espantoso registro fueron soñados: los desvaríos fanáticos de una mente perdida más allá del rescate. No se puede arriesgar tal suposición cuando se ha leído la última entrada. Está fechada casi veinte años después, en Kalesmouth. La escritura es precisa; las palabras tienen el tono frío y aterrador de una verdad incuestionable y blasfema. Lazarus Heath escribió esas frases finales con una determinación tranquila, casi sombría. La misma desnudez del estilo recortado, sin emociones, tiene una cualidad adormecedora. Dios sabe que hubiera preferido morir antes que creer en esta impía historia, pero no había elección.

Incluso después de veinte años, Heath solo pudo insinuar el monstruoso sueño que siguió a su descenso a lo que llamó El Imperio del Abismo Verde. Sus palabras susurran sobre un mundo desconocido para los mortales, un imperio submarino, asfixiado por el limo de extrañas dimensiones geométricas, una ciudad cuya arquitectura de alguna manera estaba totalmente equivocada. Al entrar, Lazarus Heath sintió una náusea indecible, una repulsión que le hizo querer volver y morir como lo harían los hombres normales en tales circunstancias. Pero prosiguió. De alguna manera inexplicable, se había convertido en parte de este mundo de repugnante putrefacción acuosa. Se convirtió en uno con las criaturas que eran los súbditos de Zoth Syra, Emperatriz del Abismo.

Obviamente, la pluma vaciló, las palabras no salieron, sino que permanecieron estancadas e indescriptibles en la mente de Heath cuando trató de describir a estas criaturas. No podía hacer un dibujo de ellas más de lo que podía explicar el hechizo maligno que tenían sobre él, un hechizo encarnado en el canto impío que llamaban Zoth Syra. Lazarus Heath se sintió a la vez repelido e irresistiblemente atraído por esta reina que lo había elegido como su amante. Con garabatos temblorosos insinúa los ritos monstruosos y primitivos que formaban parte de su ceremonia de compromiso. Y de sí mismo escribe con aterradora sencillez:

—Estaba indefenso. Yo era parte de esas blasfemias decadentes y lo sabía, pero no tenía la voluntad de resistir. Solo quería seguir escuchando esa voz dulce e infernal que pertenecía a mi Reina.

No había tiempo; no había nada más que una locura interminable, agridulce, de la que no tenía ganas de escapar. Se convirtió en las criaturas del Abismo, Yoth Zara, el Elegido. Y reinando junto a la malvada belleza, Zoth Syra, se dio cuenta de un murmullo incesante de voces inquietas que resonaban en la canción de su Reina. Quizás fue entonces cuando Heath armó su explicación de ese inframundo horriblemente magnífico. No lo sé. Pero fue el susurro de las voces lo que lo inquietó, lo que hizo que su mente luchara hacia arriba desde el Abismo, tanteando ciegamente hacia la luz de la normalidad. Fueron las leyendas murmuradas las que hicieron posible su escape final. El horror le dio la fuerza que necesitaba; ensordeció sus oídos al cántico de Zoth Syra. Y, cuando la Emperatriz del Abismo dio a luz a una niña, él huyó con la beba, salvajemente, locamente, elevándose a través de las sombras ondulantes de un sueño loco.

Más de un año y medio después de la desaparición del Macedonia, Lazarus Heath fue encontrado, más muerto que vivo, en una isla inexplorada del Atlántico. Algunos a bordo del barco de rescate se preguntaron acerca de las extrañas marcas azules en el cuello de Heath; se preguntaban cómo podía sobrevivir un hombre durante casi veinte meses cuando no había señales de refugio o vegetación en la isla. Lo interrogaron sobre la niña que fue rescatada junto con él. Heath dijo que su nombre era Cassandra.


7.

«Yo, Lazarus John Heath, estando sano y cuerdo de cuerpo y mente, y bajo la influencia de ninguna cosa u hombre, natural o de otro tipo, hoy pongo mi mano en protesta de la verdad de lo que he escrito anteriormente. Mi historia no es un sueño; sucedió, y le ruego al Todopoderoso que nunca vuelva a suceder. A primera vista, tendrá, para el lector, todas las características de la fantasía, pero después de una consideración más cercana de los hechos, después de un estudio de la tradición del mar, estoy seguro de que pensará distinto.

«En los libros antiguos, los hombres han escrito sobre una raza de Sirenas, monstruosas bellezas de los mares que atraían a los hombres a la muerte y cosas peores con sus cánticos extraños e irresistibles. Esta raza, dicen, fue desterrada de la tierra por su malvada práctica de la magia negra; las Sirenas se convirtieron en los rocosos y traicioneros bajíos del océano; convertidas en piedra.

«Las leyendas susurradas del Abismo tienen otra historia que contar. Sí, murmuran. Su raza fue expulsada como los hombres registraron, pero solo condenada a las profundidades que una vez controlaron; para que, hoscas y solas, engendraran a la Gente del Abismo, una raza de criaturas que acecha al borde del tiempo, a salvo en las fauces del océano verde, hasta que llegue el momento en que se proclamarán nuevamente y retomarán el mundo de donde fueron desterrados hace incontables años. Yo he sido uno de ellos; a través de mí esperaban atacar, creo. Yo iba a ser su contacto con este mundo. He escuchado sus gemidos insatisfechos; se irritan por la liberación. Y digo cuidado. Me han reclamado. Es cierto que escapé, pero aún así soy suyo. Al final, me reclamarán, pero no vivo, si puedo evitarlo. Todos estos años desde que escapé del Abismo, he escuchado sus canciones, su interminable canto pagano. Hasta ahora me he resistido, pero me debilito cada vez más. Algún día ganarán. Pero, no es esto lo que me aterroriza. Sé que debo morir como un traidor a su causa. Mi único temor es que de alguna manera, algún día, se den cuenta de que conmigo me llevé a la hija de Zoth Syra. Rezo a Dios para que nunca la reclamen… porque Cassandra es una de ellos, al igual que yo.»

Las últimas palabras del horrible testamento de Lazarus Heath vacilaron frágiles a lo largo de la página, como si la mano controlada del escritor se hubiera debilitado demasiado para continuar. La tinta estaba borrosa en algunos puntos por vagas manchas circulares que podrían haber sido causadas por gotas de lluvia o las lágrimas impotentes de un anciano perdido y asustado.

Con los dedos entumecidos cerré ese libro de los condenados. Me hundí contra la fría hostilidad de la silla y cerré los ojos. Podía sentir gotas de sudor helado formándose en la base de mi cráneo y goteando por la parte posterior de mi cuello. No solo mis manos estaban entumecidas, mi cerebro trabajaba con la lentitud de un sonámbulo. Visiones curiosamente malvadas bailaron a través de las encuadernaciones oscuras y deterioradas de los libros en la pared del fondo. No sé cuánto tiempo estuve sentado allí. La vela se apagó. Seguí sentado, rodeado por los fantasmas que se retorcían en la habitación donde Heath había escrito su odiosa confesión.

Afuera, la tormenta rugió, hirviendo a través de los túneles olvidados, pirateados por ratas debajo de Heath House. Vagamente, pensé que, de alguna manera, con cada instante que pasaba, el mar y el viento se habían vuelto más feroces, más depredadores, como azotados por una furia devastadora, por alguna perturbación infernal y sobrenatural. Luego, lentamente, a través de la locura de la tormenta, me di cuenta de otro sonido: una canción en sí misma, un coro de innumerables voces que resonaban desde más allá de la vida y la muerte, que susurraban inquietantemente, malvadamente, los secretos de lo desconocido. La canción de las Sirenas murmuró mi mente. Sí, su canción. Pero, ¿para quién? Ahora tenían a Lazarus Heath; debían estar llamando a otro…

Incluso antes de escuchar la voz de Cassandra, estaba fuera de la silla, tropezando hacia la puerta. Entonces, el primer lamento angustiado de su espantosa letanía congeló mis sentidos. Por un momento incalculable solo pude estar de pie y escuchar. Ese latido insoportable no era mi corazón; eran las frágiles manos de Cassandra que golpeaban locamente la puerta de su habitación para que la liberaran. Y siempre, de manera constante, su grito se elevaba, estridente a través de los pasillos llenos de sombras de Heath House, un cántico obsceno y terrible, a la vez engatusador, seductor y autoritario. Lentamente, dolorosamente, entendí las palabras.

—Te escuché llamar, ¡Oh, Yoth Kala! He visto los espíritus del Abismo volverse salvajes como presagio de tu venida; su regocijo ha desatado el mar que es su imperio. ¡Resuena en el trueno, el viento negro y el relámpago! ¡Ven entonces, esposo mío y padre de mi hijo! ¡Reclama a tu novia! ¡Ven a mí por la cala de Yoth Zara, mi padre! ¡Yo espero! Ven entonces. ¡Ven!

El silencio en el que se extinguió esa última súplica impía fue una eternidad de horror para mí, pero debió haber durado sólo un instante. Era un silencio extraño y embarazoso, plagado de terror inminente. Me di cuenta de que esas innumerables voces que se habían alzado un momento antes por encima del viento aullante se habían acallado con la misma rapidez. Ahora, en su lugar, otra voz, única y aterradora en la misma soledad de su sonido, pasó de un murmullo a un agudo canto nasal que atravesó la violencia de la tormenta como si fuera un mero céfiro. Alguien, algo, muy cerca, pero fuera, estaba llamando a Cassandra. La cala, repetía mi mente mecánicamente. Ven a mí por la cala de Yoth Zara, mi padre…

Me tambaleé a través de la cegadora oscuridad hacia la única ventana alta del estudio de Heath. Sentí la piel de mi tobillo desgarrarse cuando tropecé con algún objeto vago y afilado. Maldije y me enderecé. Mi mano agarró la cortina y su fuerza aterciopelada y polvorienta me sostuvo. Escudriñé a través de los cristales emplomados y manchados hacia las fauces de la tormenta.

—¡Cassandra! —esa voz engendrada por el infierno hizo eco—. Ven, oh, Cassandra, mi novia...

No sé cómo me veía allí de pie, esa noche, en la penumbra empapada de maldad, pero sé lo que vi. Quizás, al final, no logre expresar con palabras el horror esencial y blasfemo de esa visión de Lazarus Heath. Pero debo intentarlo. Si puedo transcribir solo un grano de la repugnancia real de la criatura nacida del Abismo llamada Yoth Kala, tal vez, entonces, los hombres sabrán por qué maté a Cassandra.

El relámpago que rasgó los cielos enloquecidos no fue nada ordinario. Fue como un repentino sol de mediodía, a medianoche, que puso de relieve la horrible y turbulenta cala donde murió Lazarus Heath. La fría piedra de los pilares de los sacrificios proyectaba sombras sobre la arena viscosa; un torrente de mar cacareante se estrelló tierra adentro y las ahogó por un instante, luego, de repente, retrocedió, y la Cosa estaba allí. No recuerdo qué descabelladas conjeturas atravesaron mi cerebro torturado por el miedo en ese momento. Quizás pensé que me había vuelto loco; tal vez me dije a mí mismo que estaba dejando que mi imaginación se me escapara.

No puedo decir que la Cosa en la cala caminó; se movía tierra adentro rápidamente, pero con un movimiento amebiano aparentemente gradual. Se expandió y refluyó, zarcillos gelatinosos arrastrándose sobre la arena de la ensenada, extendiéndose como una mancha de tinta o sangre negra y venenosa. No vi ninguna forma distinta. Solo era consciente de un montículo monstruoso, gelatinoso, negro y reluciente con una putrefacción nauseabunda cubierta de limo. La Cosa se bamboleaba hacia Heath House, cubriendo el terreno con una velocidad aterradora. Y desde esta criatura infernal, a través del latigazo de la tormenta, chilló la voz aguda e hipnótica de Yoth Kala, llamando a su novia.

El período de espera llegó a un abrupto final. Supe, de repente, que el tiempo para pensar y la incredulidad racional se habían agotado. Ya no era cuestión de adivinar y preguntarse por los locos escritos de Lazarus Heath. Yo mismo los había visto cobrar una vida repugnante y sin alma. Había sido testigo de la maldad del Abismo encarnado, arrastrándose implacablemente hacia su objetivo: ¡reclamar a Cassandra!

La cosa fétida desapareció en la esquina oscura de Heath House. Me moví con más seguridad, con una extraña y gélida calma. Tenía al menos una cosa por la que estar agradecido. El mal contra el que luché había tomado forma concreta; Ya no luchaba contra las sombras. Agarrando la fría culata del revólver en mi bolsillo, salí a las turbias sombras del pasillo. Me moví en silencio, sin apenas atreverme a respirar. Debía llegar a Cassandra. Debía mantenerla alejada de esta criatura de las edades perdidas. Y siempre, mientras caminaba, la discordante y estridente trinidad de Yoth Kala me cortaba la conciencia. Los golpes en la puerta de Cassandra se volvieron más frenéticos a cada segundo. Su voz se elevó salvajemente, llamando a la Cosa surgida de la tumba salada del mar.

Casi había llegado a su puerta cuando me detuve. Un vértigo repentino se apoderó de mi cerebro; Me agarré a la balaustrada para sostenerme. Saliendo del pozo del vestíbulo, un efluvio apestoso se extendió por todos los rincones de la casa asolada. No diré que realmente escuché movimiento; era simplemente un sonido suave y silbante, como el de agua aceitosa comiendo los pilares podridos de un muelle fluvial. Miré hacia la larga escalera, tratando de enfocar mis ojos, y luego, abruptamente, la Cosa estaba allí, subiendo rápidamente. La vi claramente por primera vez.

Nadie cuya mente esté abrumada por concepciones recortadas de la forma y las tres dimensiones conocidas, posiblemente pueda sentir la vaga y espantosa falta de forma de esa criatura del Abismo. La forma que poseía no se puede dibujar en unidades de altura, grosor o densidad. Parecía ondular, variando por segundos, elevándose gelatinosamente hasta una altura de unos diez pies, y luego, hundiéndose, hinchándose, extendiendo tentáculos viscosos hacia adelante. Toda la gomosa piel exterior estaba cubierta con un olor fétido, una pegajosidad alquitranada que parecía secretada por monstruosos poros coriáceos. Creo que fue esta baba azulada la que soltó el hedor rancio que se hacía más abrumador con cada momento, con cada centímetro de su avance por la escalera.

En el centro aproximado de esta masa putrefacta, azul negruzca, un agujero en carne viva y babeante, que parecía ser una boca rudimentaria, succionaba con un ritmo obsceno. De esta abertura en la piel de reptil emanaba el cántico empalagoso y mucoso de Yoth Kala. En realidad, no había rostro, pero, casi un pie por encima de la boca con forma de herida, había un solo tentáculo serpentino que se retorcía de lado a lado, sintiendo, en lugar de ver, luciendo como un periscopio hecho en carne. Al final del tentáculo, distinguí lo que podría haber sido un ojo: el orbe escamoso, oscuro e inexpresivo de una serpiente. Y, ahora, mientras la Cosa se arrastraba hacia arriba, el tentáculo del ojo de repente se puso rígido y se volvió hacia mí. Por un segundo, la enorme forma gelatinosa vaciló, luego volvió a avanzar, esta vez directamente hacia mí.

Mecánicamente, enfermo por la pútrida vileza del olor que la Cosa expulsaba, me tambaleé hacia atrás, alejándome del inminente horror. El tentáculo del ojo vaciló y me siguió. El hedor era insoportable. Me pareció que la canción pagana de Yoth Kala había adquirido una nota aguda y malévola. El agujero de la boca babeante se extendió en lo que solo podía ser una horrible sonrisa de anticipación.

Ahora, mi espalda estaba contra la pared. Todavía podía escuchar a Cassandra golpeando los paneles de su puerta, gritando su invitación a este detestable amante suyo, pero ya no pensaba en ella. Solo podía pensar en la larga sonda gelatinosa, enviada desde la masa negra y viscosa, curvándose lentamente alrededor de mi cintura, aplastando. Quizás, grité o maldije. No lo sé. Recuerdo meter la mano en el bolsillo y apretar el gatillo del revólver. Hubo un olor a tela chamuscada cuando la bala atravesó mi abrigo y luego, con fuerza, un grito, casi humano, de furioso dolor. Una herida fea y rajada se abrió en el palpador, y una baba azulada y maloliente se derramó sobre mi mano y cintura. ¡Ésta era la sangre inmunda y pútrida de la criatura del Abismo! Un icor espeso y nauseabundo que brotaba como aceite de la herida de bala. Se desenrolló en un tremendo reflejo de agonía, y me alejé dando traspiés por el pasillo, buscando a tientas en el bolsillo la llave de la puerta de Cassandra. Cerré el pesado portal detrás de mí y me apoyé contra él, sollozando histéricamente.

Lo primero de lo que me di cuenta fue del repentino silencio; cayó como una mata de araña sobre Heath House. Me di cuenta de que, por un momento, la canción de Yoth Kala se había detenido.

Más allá de la puerta, hubo un susurro vago y líquido, luego un silencio tenso y expectante, como si la Cosa estuviera muy quieta, escuchando.

Y aquí, en la habitación de Cassandra, hubo otro silencio. Ante mí, en las sombras, el óvalo pálido del rostro de Cassandra vacilaba como un fantasma, mirándome; los ojos oscuros y brillantes estaban torturados por un miedo sorprendentemente cuerdo. De repente, como si el silenciamiento de ese encantamiento blasfemo la hubiera liberado momentáneamente de la cordura, Cassie estaba en mis brazos, llorando suavemente.

—¡No dejes que me atrape, cariño! ¡No debes dejar que me atrape! ¡Prométeme que no lo harás! ¡Por favor! Estoy bien ahora; es solo cuando escucho su voz que no puedo rechazarlo.

—Está bien —dije con voz ronca—. Saldremos de aquí de alguna manera. Nos iremos donde él nunca pueda tocarte.

—No, no puedo escapar de él de esa manera.

—¡Podemos, Cassie! Debemos.

—¡No! ¡Créeme! ¡Sé! Solo hay un escape. Tienes que matarme.

—¡Cassie!

—¡Es cierto! Es la única salida. Si no te preocupas por mí, piensa en el niño, mi hijo junto a él.

—Basta. Te digo que escaparemos.

—Piensa en el niño —insistió Cassandra—. Soy la hija de Zoth Syra. Mi padre era un humano. Nací a imagen de ese padre. Pero, piensa en el niño que debo tener. Supongamos... supongamos que nace a la imagen de su padre... ¡de esa... esa Cosa que está ahí fuera!


8.

Ya no veía ese rostro frágil y angustiado, gris como la muerte, con sus espantosas y azuladas cicatrices en el cuello. Ya no era consciente del horror que brillaba a través de los ojos de Cassandra, el terror de una mente atrapada en una red de la que no había escapatoria. Todo lo que podía ver era esa monstruosidad atroz y babeante más allá de la puerta de la habitación. ¡Un niño! ¡Su hijo, nacido en su propia imagen espantosa! ¡No podría ser! ¡Nunca debía suceder! ¡Esta raza decadente y perdida del mal invadiendo la tierra, engendrando su fruto infernal sobre los humanos y, al final, abrumando, conquistando, reclamando, como había profetizado Lazarus Heath!

¡Cassandra! ¡Oh, esposa mía! Princesa del Abismo, te llamo. ¡Yoth Kala te llama!

Debajo de mis manos, sentí el frágil cuerpo de Cassandra ponerse rígido; su carne de repente se quemó contra la mía. Aquellos ojos oscuros brillaban horriblemente, y en su garganta, las líneas azuladas pulsaban obscenamente, como las branquias de un pez, como la boca nauseabunda de la Cosa en el pasillo. Traté de abrazarla, pero cuando el cántico de Yoth Kala se elevó salvajemente, sus manos golpearon locamente mi cara; sus uñas se clavaron en mi carne. Con una especie de fuerza sobrenatural, Cassandra se soltó. Me empujó a un lado y ya estaba en la puerta, tirando frenéticamente el pestillo, chillando una respuesta nasal e hipnótica a su pareja.

Ahora, al mirar la puerta vi que los enormes paneles se combaban como por una tremenda presión desde el exterior. Un fétido tentáculo negro rezumaba a través de la grieta en la parte inferior de la puerta. Rodeaba, obscenamente posesivo, los tobillos de Cassandra, malévolo, cariñoso. La tormenta palpitaba en las ventanas ennegrecidas. Ahora no había relámpagos; sólo interminable, abismal negrura, todas las miríadas de odiosas voces del Abismo Verde, aullando a coro con los encantamientos de Yoth Kala y su novia.

Lo que hice entonces lo hice con la tranquilidad segura e irreflexiva de un hombre que ha tomado su decisión final. Caminé lentamente hacia el lado de Cassandra; ya no era consciente de mi existencia. Desgarró tan maniáticamente la puerta de la libertad que le sangraron los dedos. El revólver se sentía frío en mi mano empapada de sudor. Llevé el pulcro y formal cañón a unos centímetros de la sien de Cassandra. Ahora sabía que tenía razón. Solo había un escape. Apreté el gatillo.

Esperé la muerte.

Debes entender eso. Esperaba morir completamente. No tenía idea de correr. Vi a Cassandra desplomarse contra la puerta. Mientras se deslizaba hasta el suelo, sus dedos se aferraron convulsivamente a la madera oscura. Ella se quedó muy quieta. En ese instante, mientras el eco estrepitoso del disparo se convertía en silencio a través de las catacumbas de Heath House, un gran lamento aterrorizado se elevó locamente por encima del embate de la tormenta; un grito de dolor y rabia. La enorme puerta se dobló bajo una presión sobrehumana. Luego, lentamente, mientras esperaba una muerte repugnante y maloliente en las garras de Yoth Kala, una muerte contra la que no tenía la intención de luchar, el extraño cántico del exterior se desvaneció. Había silencio. Un silencio extraño y absolutamente pacífico como el que Heath House no había conocido durante incontables años. Vi que el tentáculo negro y apestoso se retiraba de la habitación. Afuera, en el pasillo, un siseo enfermizo resonó con tristeza. Bajó la escalera que crujió bajo su peso en retirada.

Caminé vacilante hacia la ventana y miré a través de una tormenta extrañamente amainada. Una luna repentina y pacífica se había deslizado detrás de nubes opacas. Y a través de la fría playa iluminada por la luna, hacia la ensenada, una vez más para ser tragada por las profundidades ciegas del Abismo Verde, se deslizó la espantosa Cosa engendrada por el infierno que ningún otro hombre vivo ha visto jamás. Yoth Kala se había ido.

Ahora sé por qué sucedió de esa manera. Lo he pensado mucho en estas últimas horas de soledad y creo haber encontrado la respuesta. Había esperado la venganza de Yoth Kala. Esperaba morir como el destructor de su novia. Pero, Yoth Kala no pudo alcanzarme. Como Lazarus Heath lo había sido antes que ella, Cassandra era un instrumento. Ella era la llave en las garras de la gente del Abismo, su único contacto con este mundo que los había expulsado desde hacía siglos, la única a través de la cual podían recuperar un punto de apoyo en ese mundo, en quien podrían engendrar la raza que algún día reclamaría todo lo que habían perdido. Cuando maté a Cassandra, corté ese contacto. Yoth Kala y su horrible raza fueron una vez más consignados al anonimato del Abismo. Esta vez, al menos, el mundo había escapado a su venganza.

Caminé de regreso a donde yacía Cassandra, tranquila y en paz. Me senté a su lado y le acaricié suavemente el cabello. Creo que lloré. La tormenta susurró una última protesta y murió. Me senté allí con Cassandra hasta bien entrada la noche siguiente, cuando el doctor Ambler nos encontró.

Sólo falta otra media hora para el amanecer. El bloque de celdas ha estado muy tranquilo la mayor parte de la noche. Afuera, en la penumbra grisácea, se oye un bullicio distante, fantasmal, entrando a través de los barrotes en el aire frío de la madrugada. Se oye un crujido de madera y luego un ruido sordo, repentino. Esto se repite varias veces. Están probando mi horca.

Dicen que las oraciones ayudan. Si has llegado hasta aquí, si crees que comprendes la historia de Cassandra Heath, puedes intentarlo. Que sea una oración muy especial. No para Cassandra y para mí. Todas nuestras oraciones fueron dichas desde hace mucho tiempo. Estamos en paz.

Esta oración debe ser para ti, para ti y todos los demás que deben quedar atrás, que no pueden caminar conmigo, subir ese último tramo de escaleras de madera a la paz y escapar, que deben seguir viviendo a la sombra de un mal monstruoso el que ni siquiera son conscientes, y por lo tanto, que nunca podrán destruir. Puede que necesites esas oraciones.

En algún lugar más allá del borde del último labio solitario de la tierra, más allá del borde de la realidad, hundidas bajo el limo y la maleza de innumerables siglos, las criaturas del Abismo siguen viviendo. Zoth Syra todavía reina, y las canciones de las Sirenas todavía se cantan. Enterradas en su imperio sucio y acuoso, se retuercen; inquietas, esperando. Esta vez han perdido su punto de apoyo. Esta vez su vínculo con el mundo de la normalidad se ha roto. Esta vez han fallado.

Pero lo intentarán de nuevo… y de nuevo…

C. Hall Thompson (1923-1991)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de horror cósmico.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de C. Hall Thompson: El engendro del Abismo Verde (Spawn of the Green Abyss), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

wiedmann borbon robles dijo...

Fue muy egoísta la amenaza de August Derleth por que el relato es excelente! Me gustó;Un nuevo autor por investigar

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me parece un gran error de Derleth. Me parece un destacable cuento, con elementos propios, que Lovecraft no incluía en sus relatos. Sí lo hacía Clark Ashton Smith.

El narrador personaje es un recurso efectivo, puede preguntarse sobre cuanto hay que creerle al protagonista. ¿Podría mentir en algunos detalles, si realmente Cassandra le pidió que la matara o si prefería sobrevivir, aun siendo la novia de Yoth Kala?

Me interesa leer el otro relato.

Gracias por todas estas traducciones.



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