«Bothon»: Henry S. Whitehead y H.P. Lovecraft; relato y análisis


«Bothon»: Henry S. Whitehead y H.P. Lovecraft; relato y análisis.




Bothon (Bothon) es un relato fantástico de los escritores norteamericanos Henry S. Whitehead (1882-1932) y H.P. Lovecraft (1890-1937), publicado originalmente en la edición de agosto de 1946 de la revista Amazing Stories, y luego reeditado por Arkham House en la antología de ese mismo año: Luces de las Indias Occidentales (West India Lights).

Bothon, uno de los mejores cuentos de Henry S. Whitehead, relata la historia de Powers Meredith, un hombre que sufre un pequeño accidente doméstico —golpeándose la cabeza en la ducha—, y que a partir de entonces empieza a experimentar un extraño fenómeno auditivo, que poco a poco se expande hacia sus otros sentidos. Al parecer, Meredith es capaz de escuchar, ver y sentir lo que experimentó uno de sus ancestros, el general Bothon, durante el cataclismo que hundió los continentes de la Atlántida y Mu.

SPOILERS.

Bothon explora el concepto de recuerdos ancestrales, fuertemente presente en el multiverso lovecraftiano; es decir, la idea de que existe una especie de memoria genética en cada ser humano, la cual resulta accesible en determinadas circunstancias, en el caso del protagonista de este relato, un hematoma en la cabeza.

A través de esas visiones, Meredith experimenta los últimos días de Bothon, un general atlante que debe rescatar a la mujer que ama de un terrible cataclismo que terminará hundiendo el continente de Mu. Si bien hay una breve mención a R´lyeh en una de las clauriaudiencias de Meredith, no queda claro si ese cataclismo se debe o no al brusco despertar de Cthulhu (ver: Cthulhu: origen e historia según el canon de H.P. Lovecraft). Hay indicios que apuntan en esa dirección. Por ejemplo, la historia se desarrolla en Mu (esto se revela al final), situada en el Pacífico, probablemente sobre la ciudad sumergida de Cthulhu. De otra forma el nombre de R'lyeh sería irrelevante en el contexto de la historia, de manera tal que podemos asumir que la mención es significativa.

Bothon es una historia que sufrió sucesivas correcciones. Comenzó siendo un cuento llamado El moretón (The Bruise), que Henry S. Whitehead envió a H.P. Lovecraft en 1930, quien lo reescribió parcialmente. El cuento no se publicó en ese momento, tal es así que ambos autores fallecieron, Whitehead en 1932, Lovecraft en 1937, sin enviarlo a ninguna revista. Eventualmente, el manuscrito Henry S. Whitehead corregido por H.P. Lovecraft cayó en manos de August Derleth, quien le añadió algunos elementos completamente irrelevantes.

En Yo soy Providence (I am Providence), S.T. Joshi afirma que Bothon no fue escrito por Henry S. Whitehead, sino por August Derleth a partir de un borrador de Lovecraft. Sin embargo, esa afirmación es inexacta. August Derleth no se habría molestado en introducir detalles oscuros de la vida de Henry S. Whitehead, que por otro lado no conocía, como la mención del Hospital Estatal de Connecticut para Enfermos Mentales, donde Whitehead se desempeñó como capellán (ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu).

Lovecraft respetaba a Henry S. Whitehead, lo consideraba un hombre culto, y por encima del promedio de los escritores de Weird Tales. El maestro de Providence era efusivo para animar a sus colegas, pero rara vez dispensaba elogios si no los consideraba merecidos. En este sentido, Henry S. Whitehead pertence a ese selecto grupo de autores del pulp a los que Lovecraft leía con genuino disfrute.




Bothon.
Bothon, Henry S. Whitehead (1882-1932) y H.P. Lovecraft (1890-1937)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


En su ducha antes de cena en un prestigioso club de Nueva York, Powers Meredith dejó que la pastilla de jabón cayera al suelo de baldosas. Inclinándose para recuperarlo, se golpeó un lado de la cabeza contra la pared de mármol. El hematoma resultante fue doloroso y casi de inmediato se hinchó hasta convertirse en un bulto notable.

Meredith cenó en la parrilla esa noche. Al no tener ningún compromiso después de la cena, entró en el tranquilo club de la biblioteca, vacío a esa hora, y se instaló con un libro nuevo junto a una lámpara de lectura con una suave pantalla. De vez en cuando, una leve presión involuntaria en su cabeza contra el respaldo tapizado de cuero le recordaba desagradablemente su accidente en la ducha. Esto, después de que sucediera varias veces, se convirtió en una molestia, y Meredith adoptó una actitud preventiva.

Nadie más entró en la biblioteca. Desde la sala de billar cercana, donde estaban jugando un par de hombres, llegaban ruidos débiles pero, absorto en su libro, no los advirtió. El único sonido perceptible era el de la lluvia suave y constante afuera. Esto, en forma de un murmullo continuo y reconfortante, llegó a través de las altas ventanas parcialmente abiertas.

Continuó leyendo.

Precisamente mientras pasaba la página nonagésima sexta de su libro, escuchó un sonido sordo, como una explosión muy grande proveniente de una gran distancia. Alerta, con un dedo ocupando el espacio entre dos páginas, escuchó. Entonces notó un rugido retumbante, como si estuvieran cayendo incontables toneladas de mampostería. Sin lugar a dudas, el trueno remoto de alguna ruina catastrófica. Dejó caer su libro y, obedeciendo a un impulso casi automático, se encaminó hacia la puerta.

No se encontró con nadie mientras bajaba corriendo las escaleras. En el guardarropa, dos compañeros conversaban tranquilamente. Meredith los miró, sorprendido. Corrió hacia la puerta y salió a la calle, donde se detuvo. ¡La calle estaba vacía!

La lluvia, reducida ahora a una simple llovizna, hacía relucir el asfalto. Hacia Broadway, ciertamente, encontró el caos de las once de Times Square. A lo largo de la Sexta Avenida, innumerables taxis zigzagueaban en un riachuelo multicolor, compitiendo por posicionarse en la vorágine del tráfico nocturno. En la esquina, un policía solitario balanceaba unos brazos largos y eficientes como un par de semáforos mecánicos y dirigía hábilmente el tráfico que se arrastraba. Para su asombro cada vez mayor, todo parecía normal.

Pero, ¿qué había sido entonces ese sonido catastrófico?

Al regresar a la entrada del club, vaciló, frunciendo el ceño, subió los tres escalones, vacilando, y entró, deteniéndose en el escritorio del portero.

—Envíeme un extra, por favor —le dijo al empleado. Luego subió a su dormitorio completamente desconcertado.

Media hora más tarde, mientras yacía en la cama despierto y tratando de componer en sus pensamientos el aspecto variado e incongruente de este extraño asunto, fue de repente consciente de un zumbido distante, tenue, confuso y rugiente. El elemento más destacado de este sonido era la mezcla profunda, suave e insistentemente penetrante de innumerables voces. A través de él corría una especie de nota dominante, una nota de horror. El sonido le heló la sangre. Fue espeluznante. Se encontró conteniendo la respiración mientras escuchaba, esforzando todas sus facultades para asimilar ese débil, distante y terrible clamor de miedo y desesperación.

No recordaba cuándo se había quedado dormido, pero cuando despertó a la mañana siguiente se cernió sobre su mente una sombra de horror recordado, que no se disipó del todo hasta que se bañó y empezó a vestirse. No escuchó ninguno de los sonidos en el momento de su despertar.

Ninguna edición extra yacía fuera de la puerta de su dormitorio, y un poco más tarde, durante el desayuno, abrió expectante y examinó varios periódicos en vano y con una creciente sensación de asombro en busca del relato de una catástrofe que habría causado los sonidos. Gradualmente, una implicación creció en él. De hecho, había escuchado la evidencia convincente e inconfundible de tal catástrofe, ¡y nadie más sabía nada al respecto!

Se quedó dormido inmediatamente después de acostarse.

La mañana siguiente era domingo. La sala de lectura estaba llena y se llevó el libro a su dormitorio después del desayuno tardío para leer el resto en paz. Poco después de sumergirse en él, su atención se distrajo con el golpeteo de una persiana. Era molesto y se detuvo en su lectura, con la intención de levantarse y ajustarla. Cuando apartó los ojos, y parte de su atención, del libro, de repente escuchó un nuevo sonido. Fue precisamente como si se hubiera abierto abruptamente una puerta distante.

Mientras escuchaba, fascinado, se apoderó de él un miedo frío y paralizante. No parecía haber nada que lo detuviera. La tenue penumbra de una ligera náusea lo sacudió. Ahora podía distinguir matices, tonos altos, gritos de batalla; el impacto de una carga contra una horda resistente; ruido de armas en movimiento.

La persiana volvió a golpear contra el marco de la ventana. Volvió a entrar en el ambiente familiar de su dormitorio. Se sintió un poco enfermo y débil. Se levantó tembloroso, cruzó la habitación y entró en el baño y, salpicando ruidosamente el agua, se lavó las manos y la cara. Luego hizo una pausa para escuchar de nuevo, mientras sostenía una toalla entre las manos tensas. Pero ahora no podía oír nada, nada excepto el golpeteo de la persiana de la ventana en la brisa fresca. Colgó la toalla en su barra de porcelana y regresó a su silla.

Era demasiado temprano para almorzar, pero quería urgentemente estar donde hubiera gente, incluso camareros, gente que no oyera cosas.

Para prolongar su compañía con el viejo Cavanagh, el único que almorzaba temprano, Meredith comió algo más de lo habitual. La inusual comida pesada a esa hora lo adormeció y, después de comer, se tendió frente a una de las dos chimeneas abiertas de la sala de lectura ahora desocupada, y se quedó dormido de inmediato. Poco antes de las tres se despertó, y cuando llegó a la vigilia consciente comenzó a oír, al principio con bastante claridad, y luego con creciente intensidad, como si una mano firme estuviera abriendo un altavoz, el mismo sonido de fuego y conflicto humano, y el espantoso rugido amenazante de la incalculable ira de un océano atronador.

Entonces, el Viejo Cavanagh, durmiendo la siesta en el otro davenport, luchó con senil deliberación para ponerse en pie, y comenzó a caminar pesadamente por la habitación hacia él.

—Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?

La bondadosa buena voluntad se asomó a través del semblante distorsionado del anciano. Meredith, incapaz de controlarse por más tiempo, balbuceó su increíble historia.

—¡Hmm! Extraño… —fue el comentario del anciano cuando Meredith terminó.

Sacó, encendió y dio una calada a un enorme puro. Pareció reflexionar mientras los dos se sentaban uno al lado del otro en un silencio embarazoso de varios minutos. Por fin habló.

—Estás molesto, muchacho, naturalmente. Pero, puedes escuchar todo lo que sucede a tu alrededor, ¿no? Tu audición real está bien, entonces. ¡Hmm! Esta otra audición comienza y continúa solo cuando todo está perfectamente tranquilo. La primera vez, estabas aquí leyendo; la segunda vez, en la cama; la tercera vez, leyendo de nuevo; esta vez, si no estaba roncando, estabas en perfecto silencio una vez más. Probemos eso, ahora. Quédate en silencio; yo haré lo mismo. Veamos si escuchas algo.

Se quedaron en silencio una vez más, y por un momento Meredith no pudo oír nada de los extraños sonidos. Luego, a medida que el silencio se hacía más profundo, volvió a aparecer ese complejo entramado que indicaba una batalla devastadora, un asesinato y una muerte repentina.

Hizo un gesto de asentimiento en silencio a Cavanagh y, ante el murmullo complaciente del anciano, los sonidos cesaron de repente.

Los médicos, le recordó Cavanagh, guardarían silencio ante cualquier condición extraña o vergonzosa. Ética profesional.

Fueron juntos a la parte alta de la ciudad esa tarde con el doctor Gatefield, un destacado especialista. El médico escuchó la historia con atención profesional. Luego probó la audición de Meredith con varios instrumentos delicados. Finalmente dio una opinión.

—Estamos familiarizados con el tinnitus, señor Meredith. En algunos casos, la ubicación de una de las arterias demasiado cerca del tímpano produce ruidos de rugido. Hay otros similares. He eliminado esa posibilidad. Su organismo físico está en excelentes condiciones, y su oído es inusualmente agudo. No hay nada malo en su audición. Este es un caso para un psiquiatra.

»No estoy sugiriendo nada parecido a un trastorno mental, pero le recomiendo al doctor Cowlington. Este parece ser un caso claro de lo que a veces se llama clariaudiencia o algo similar. Lo que estoy indicando es el equivalente auditivo de la clarividencia, si entiende lo que quiero decir. La segunda vista tiene que ver con los ojos, por supuesto, pero es mental, aunque a menudo hay algunos antecedentes físicos. No tengo conocimiento de esos fenómenos. Espero que siga mi consejo y permita que el doctor Cowling...

—¡Bien! —interrumpió Meredith—. ¿Dónde vive?

El doctor Gatefield mostró rastros de simpatía bajo su exterior profesional bastante frío. Dejó caer al diagnosticador y se convirtió en un caballero amable y cortés. Llamó por teléfono a su colega, el psiquiatra, y luego sorprendió tanto a Meredith como a Cavanagh al acompañarlos a la casa del doctor Cowlington.

El psiquiatra resultó ser una persona alta, delgada y bastante bondadosa, con anteojos pesados y complejos en una nariz prominente, y mechones de cabello color arena. Mostró un marcado interés por el caso desde el principio. Después de escuchar la historia de Meredith y el informe de su colega, sometió a Meredith a un examen de más de una hora, del cual salió sintiéndose más o menos como si lo hubieran disecado, sin embargo obtuvo una considerable sensación de alivio.

Se decidió que Meredith debería hacer arreglos de inmediato para tomarse varios días libres, ir a la casa del doctor Cowlington y permanecer bajo observación.

Llegó al lugar a la mañana siguiente y le dieron una agradable habitación en el piso de arriba, con muchos libros y un cómodo asiento en el que, en una posición reclinada, sugirió el psiquiatra, debería pasar la mayor parte de sus horas de vigilia, leyendo.

Durante el lunes y martes, Meredith escuchó atentamente cualquier cosa que pudiera llegarle desde lo que parecía otro —y muy inquieto— mundo. Escuchó durante largos períodos, sin interrupciones por distracciones auditivas, el drama de una gran comunidad en las garras paralizantes del miedo, luchando por su vida contra una fatalidad irresistible, inminente y terrible.

Más o menos en ese momento, por sugerencia del doctor Cowlington, empezó a escribir algunos de los silabeos de los gritos tan bien como pudo, sobre una base puramente fonética. Los sonidos correspondían a ningún idioma conocido por él. Las palabras y frases estaban borrosas y estropeadas por el continuo alboroto de las furiosas aguas. Este fue, y continuó siendo, el fondo sostenido y distintivo de cada sonido que escuchó durante los períodos en los que permaneció pasivo y callado. Las diversas palabras y frases eran completamente ininteligibles.

Sus notas no parecían nada que él o Cowlington pudieran relacionar con cualquier lengua antigua o moderna. Cuando se leía en voz alta, no eran más que galimatías. Estos extraños términos fueron estudiados con mucho cuidado por el doctor Cowlington, por el mismo Meredith y por no menos de tres profesores de Arqueología y Filología Comparada, uno de los cuales, el Arqueólogo, era amigo de Cowlington y los otros dos convocados por él. Todos estos expertos en lenguajes antiguos y obsoletos escucharon con la mayor cortesía el intento de Meredith de explicar el aparente escenario de los sonidos; la mayoría parecían gritos de batalla, fragmentos de una oración pronunciada desesperadamente, y otros se oían como aullidos groseros y estridentes.

Los expertos estudiaron sus notas con meticuloso cuidado. El veredicto fue unánime, incluso enfático por parte del filólogo más joven y dogmático. Estos sonidos diferían completamente de cualquier discurso conocido, incluido el sánscrito, el indoiranio, y hasta de las conjeturadas lenguas acadias y sumerias. Las palabras transcritas no correspondían a nada en ningún idioma conocido, antiguo o moderno. Enfáticamente no eran japonesas.

Los tres profesores se marcharon y Meredith y el psiquiatra volvieron a repasar la lista.

Meredith había escrito: Yo, yo, yo, yo; —¡R'ly-eh! —Ieh nya, —Ieh nya; —¡zoh, zoh-annuh! Solo había un grupo de palabras que formaba algo así como una sección de discurso continuo, u oración, y que Meredith había podido capturar más o menos intacta y escribir: Itoh, Itoh, -natcal-o, do yank ho thutthut.

Hubo muchos otros gritos y, como él creía, oraciones pronunciadas tan extrañas y fuera de los caminos trillados del habla humana reconocida como las anotadas.

Posiblemente fue debido a su concentración en este asunto de las palabras recordadas —su propio interés en ellas fue naturalmente mejorado por el doctor Cowlington y el de los tres expertos— que las impresiones del estado de sueño de Meredith justo en este momento, y de repente, se hicieron marcadamente agudas. Estos sueños habían sido consecutivos desde su inicio varias noches antes, pero en esta noche, después de la investigación bastante elaborada de las palabras y sílabas, Meredith comenzó en serio a conocer el asunto de su entorno en la extraña ciudad de las llamas y los conflictos y confusión y de un océano rugiente. La impresión de su sueño esa noche fue absolutamente vívida; tan agudamente idéntica a los términos del estado de vigilia; ¡que no podía distinguir la diferencia entre el sueño y la conciencia despierta!

Todo lo que había obtenido mentalmente del sueño de esa noche estaba clara y definitivamente presente en su mente. Le pareció como si no hubiera estado dormido; que no había salido de un descanso nocturno normal a las circunstancias habituales de un despertar. Más bien, era como si hubiera pasado abruptamente de una vida bien definida a otra; como si, como se le ocurrió después, hubiera salido de un teatro a la vida de Times Square.

Una de las fases radicales de esta situación no era sólo que la sucesión de experiencias oníricas había sido continua. Las experiencias oníricas casi consecutivas habían sido los acontecimientos de los últimos días en una vida de treinta y dos años, transcurridos en ese mismo entorno y civilización cuyas condiciones catastróficas que él había estado imaginando parecían presagiar un final espantoso.

Él era, para exponer claramente lo que había sacado de la experiencia de ensueño de la noche anterior, un tal Bothon, general de las fuerzas militares del gran distrito de Ludekta, la división provincial al suroeste del continente de la Atlántida, que había sido colonizada, como bien sabía todo niño de la escuela atlante, unos mil ochocientos años antes por una serie de emigraciones desde el continente. El idioma naacal, con variaciones menores no muy diferentes a las diferencias entre el habla estadounidense y el inglés británico, era el idioma común de ambos continentes.

Desde su Ludekta natal, el general Bothon había hecho varios viajes a la madre tierra. El primero de ellos había sido a Ghua, la provincia centro-oriental, una especie de gran recorrido que hizo justo después de terminar, a los veintidós años, su curso profesional en el Colegio de Entrenamiento Militar Ludekta. Por lo tanto, estaba familiarizado por experiencia, al igual que muchos otros atlantes cultos de las clases altas, con la civilización muy desarrollada del continente madre.

Estos contactos culturales habían sido ayudados por su segunda visita, y reforzados aún más poco antes del período actual de las experiencias oníricas cuando, a la edad de treinta y un años, Bothon, que ya tenía el rango de general, fue enviado como embajador a Aglad-Dho, capital conjunta de las provincias confederadas del sudeste de Yish, Knan y Buathon, uno de los puestos diplomáticos más estratégicos y la segunda confederación provincial más importante del continente madre.

Había servido en su capacidad de embajador durante sólo cuatro meses, y luego había sido llamado repentinamente sin explicación, pero, como pronto descubrió a su llegada a casa, debido a la petición comunicada en forma privada del propio Emperador. Sus superiores diplomáticos en casa no lo censuraron. Tales solicitudes imperiales no eran desconocidas. Estos caballeros, en realidad, desconocían las razones detrás de la solicitud imperial. No se les dio ninguna explicación.

Pero el general Bothon conocía muy bien las razones, aunque las guardó estrictamente para él. De hecho, solo había una razón, ya que él era muy consciente de ello.

Los requisitos de su puesto lo habían llevado con bastante frecuencia a Alu, la capital continental, metrópoli del mundo civilizado.

Allí, en la gran ciudad de Alu, se reunieron de todas las partes conocidas del globo los diplomáticos, artistas, filósofos, comerciantes y capitanes de barcos. Allí, en los grandes almacenes de piedra maciza y a lo largo de los innumerables muelles, se amontonaban los productos del mundo: telas y perfumes; animales extraños para el deleite de los curiosos no viajados.

Allí, en los interminables puestos y mercados, se teñían telas y sedas; tubas y platillos y sonajeros y liras musicales; maderas selectas e implementos para el baño: estrías y pequeños bloques de piedra de jabón, curiosamente tallados a mano, y aceites para refrescar la barba y ungir los cuerpos. Allí había túnicas, sandalias, cinturones y correas de pieles de suave curtido y diversos perfumes. Se exhibían muebles domésticos tallados y hábilmente forjados: espejos de pared de cobre, estaño y acero, brillantes y bruñidos, cojines de plumas de cisne, mesas de artesanía simple y pulida, pergaminos, sillas, taburetes, alacenas, cómodas y reposapiés. Allí había innumerables ornamentos: pantallas de fuego, husillos para rollos de pergamino, tenazas y pantallas para lámparas hechas con pieles raspadas de animales; lámparas de metal de todos los diseños y aceites vegetales para las lámparas en tinajas de barro de diferentes tamaños y formas.

Allí había alimentos, vinos, frutos secos y miel de muchos sabores; granos y carnes secas y panes de cebada y harina de trigo más allá de todo cálculo. En la gran calle de los armeros, había mazas, hachas, espadas y dagas de todas las variedades y diseños del mundo; armaduras de placas y cadenas: cotas de malla, grebas, y estantes con filas y filas de pesados platos y cascos estandarizados para el uso de los combatientes como el propio Bothon comandaba por miles.

Allí se podían ver y examinar los costosos toldos y las elaboradas literas en las que los esclavos de los ricos llevaban a sus amos por las estrechas calles y las amplias y aireadas avenidas de Alu. Había alfombras en una infinita profusión de tamaños, formas y diseños; alfombras de la lejana Lemuria y de la Atlántida y de las Antillas tropicales, y de las regiones montañosas del interior del propio continente madre, donde miles de hábiles tejedores trabajaban en sus telares; alfombras ordinarias de fieltro prensado y hermosas alfombras de seda resplandeciente de las regiones del sur donde crecían las moreras; también alfombras y cortinas finas y suaves de complejos dibujos hechos con lana de cordero y con el pelo largo y sedoso de la oveja montesa.

Allí en Alu, centro de la cultura mundial, estaban los filósofos con sus grupos de discípulos, pequeños o grandes, proponiendo sus sistemas en las esquinas de las calles y en las plazas públicas, discutiendo incesantemente sobre el fin del hombre, y el mayor bien, y el origen de las cosas materiales. Allí había vastas bibliotecas que contenían la esencia de todo lo que se había escrito acerca de la ciencia, la religión, la ingeniería y las innumerables bellas artes de la civilización de cuarenta mil años. Allí estaban los templos de la religión donde los jerarcas proponían los principios de la vida, colegios de sacerdotes que estudiaban incesantemente más y más profundamente los misterios de los cuatro principios; enseñando a la gente las infinitas aplicaciones de estos asuntos esotéricos a su conducta y vida diaria.

En este fascinante tesoro de una gran civilización, el embajador Bothon había penetrado con tanta frecuencia como le fue posible. La excelencia de su origen familiar, su propio carácter y cualidades personales, y su posición oficial, todo se combinó para convertirlo en un huésped bienvenido en las mansiones de los miembros de la corte del emperador y del estrato más alto de la vida social en Alu.

El general, Bothon se deleitaba con estos muchos contactos sociales elevados. Muy pronto encontró dentro de sí mismo y creciendo rápidamente, el fuerte y ciertamente natural deseo de un tipo de vida al que sus antecedentes y logros le habían dado derecho, pero del que hasta ahora se había visto privado debido a la incesante exigencia de su servicio militar.

En resumen, el embajador de Ludekta llegó a desear mucho el matrimonio con alguna dama de su propia casta y, preferiblemente, de esta ciudad metropolitana de Alu con su sofisticación y amplia cultura; una dama que podría presidir gentilmente su establecimiento de embajadores; quien, cuando concluyera su mandato, regresaría con él a su Ludekta natal en la Atlántida para adornar la hermosa residencia que tenía en mente cuando, un poco más tarde, se retirara del ejército y se estableciera como un senador en el tipo de vida que preveía para su mediana edad.

Había sido tanto afortunado como desafortunado en su enamoramiento real. La dama, que correspondía a sus ardientes avances, era Netvissa Ledda, hija del Netvis Toldon, hermano del emperador. El aspecto afortunado de esta intensa y repentina historia de amor que hizo que todo Alu la comentara, fue la compatibilidad virtualmente perfecta entre los dos. Su mutua atracción inicial se había convertido en un respeto establecido de la noche a la mañana. Pocos días después, estaban profundamente enamorados.

Considerado humanamente, el asunto era la perfección en sí. Cada circunstancia, salvo una, prometían una unión ideal.

Sin embargo, la única dificultad en el camino de este matrimonio era, lamentablemente, insuperable. La Netvissa Ledda, sobrina del emperador, pertenecía por derecho a la casta social más alta del imperio. El rango y el grado de Netvis estaban al lado de la realeza y, en el caso de la familia de Netvis, Toldon participaba de la realeza. Frente a este hecho básico en la estructura de la costumbre arraigada del imperio, el embajador, el general Bothon de Ludekta, aunque un caballero de los más altos logros, carácter y valía, cuyo historial familiar se remontaba a mil años en el oscuro pasado anterior la colonización de Atlántida, y cuya reputación era insuperable en el imperio, era un plebeyo. Como tal, de acuerdo con el rígido sistema que prevalecía en la corte de Alu, capital del Imperio, era desesperadamente inelegible.

El matrimonio estaba simplemente fuera de discusión.

Al ser llamado el Emperador para resolver este incómodo asunto, actuó sumariamente, con el espíritu de alguien que destruye a una criatura desesperadamente herida y sufriente como un acto de misericordia. El Emperador tomó el único camino que se le ofrecía en estas circunstancias, y el general Bothon, sin que tuviera otra opción que la sumisión a una solicitud imperial que tenía fuerza de ley, tomó el barco hacia Ludekta, dejando tras él en Alu la esperanza más alta y más querida de su vida, irremediablemente destrozada.

Para la conducta posterior del general Bothon, recientemente embajador de Ludektan en Aglad-Dho, hubo tres razones muy definidas.

De éstas, la primera y más destacada fue la profundidad, la intensidad y la autenticidad de su amor por la Netvissa Ledda. Más allá de todas las cosas posibles, la deseaba; y el alma orgullosa de Bothon estaba dolorosamente atormentada y desgarrada por la repentina, inesperada y arbitraria separación que había provocado la solicitud imperial.

El viaje de Aglad-Dho a Ludekta, a través de dos secciones de los grandes océanos del, duró siete semanas. Durante este período de inacción forzada, el amargo disgusto y la profunda decepción de Bothon se cristalizaron por medio de la reflexión sostenida. Llegó a Ludekta en un estado mental que lo preparó para cualquier cosa.

La tercera fue la satisfacción inmediata de su deseo de actividad. Durante el transcurso de su viaje a casa, los macabros subhumanos esclavos, el simio Gyaa-Hau, habían iniciado una revuelta. Esto se había extendido, en el momento de la llegada de Bothon, por toda la provincia de Ludekta. El Estado necesitaba urgentemente los eficientes servicios del más joven y brillante de sus generales, y su recepción al desembarcar fue más parecida a la de un salvador de lo que podría esperar un diplomático virtualmente deshonrado.

En esta campaña, que prosiguió con el mayor vigor y una completa eficacia militar, Bothon se entregó con una energía tan abundante que ni sus más ardientes admiradores de Ludektan habían anticipado. Al final de una campaña intensiva de menos de tres semanas, con esta revuelta muy peligrosa completamente aplastada y los líderes del Gyaa-Hua colgando del cuello en filas espantosas a lo largo de las murallas exteriores de la ciudad, el general Bothon se encontró como el héroe de Ludekta y de sus tropas. Como rígido disciplinario, la actitud de los oficiales y hombres del ejército permanente de Ludektan hacia este general se había basado hasta ahora en el respeto que sus grandes habilidades siempre habían inspirado. Ahora se encontraba recibiendo algo casi como adoración debido a esta última brillante campaña suya.

Aunque es muy probable que lo hubieran condecorado debido a este logro, la verdadera ocasión para recompensar a Bothon con el mando supremo del ejército permanente fue el discurso ante ese cuerpo del anciano generalísimo. Tarba. El viejo Tarba terminó su notable panegírico depositando su porra, emblema del mando supremo, sobre la gran losa de mármol ante el senador que presidía, con un gesto dramático.

Así, Bothon se vio repentinamente poseído por ese intenso culto al héroe que haría que el estado aceptara cualquier cosa que su objeto pudiera sugerir. Estaba, al mismo tiempo, al mando supremo del ejército seccional permanente más grande de todo el continente de la Atlántida; un ejército, gracias principalmente a su propia eficiencia, que era la unidad de combate mejor entrenada y más eficaz que existía.

Bajo el efecto combinado de las causas contribuyentes y su nueva autoridad, el general Bothon tomó una decisión. El undécimo día después de su entrada triunfal en la ciudad capital de Ludekta, cuarenta y siete naves de guerra ludekta recién equipadas, sus esclavos de remo complementados por una reserva de los Gyaa-Hau, seleccionados por el poder y la resistencia de sus cuerpos de gorilas, con nuevas velas de piel en toda la flota, y la flor del ejército de Ludektan a bordo, zarpó de hacia el oeste, hacia Alu, bajo el mando del general Bothon.

Fue al arribar a las costas de la gran ciudad de Alu que comenzaron los disturbios sin precedentes que afectaron a todo el continente. Estos eran comparables a nada registrado. El primer presagio de estas calamidades inminentes tomó la forma de un tinte cobrizo que reemplazó al azul del cielo. Sin previo aviso, el gran oleaje occidental cambió abruptamente, junto con el color del agua, a una especie de gris ladrillo opaco, a olas cortas, agitadas y cubiertas de espuma. Estas arrojaron incluso las grandes galeras de guerra de Ludektan con tanta violencia que destrozaron muchos de los barridos.

¡El viento, para consternación de varios de los capitanes de Bothon, parecía venir de todos lados a la vez! En algunos casos, arrancó las pesadas velas de piel de sus anillos de cobre. En otros, partía las velas en limpias líneas rectas, como si las hubieran cortado con cuchillos afilados.

Sin inmutarse por estas manifestaciones y los informes de sus augures, la indomable voluntad de Bothon forzó a su flota a un desembarco ordenado. Envió de inmediato a su hombre de confianza como mensajero al Emperador, acompañado por una imponente guardia de honor. En tablillas, Bothon había expresado su demanda de su propia mano. Esto fue en forma de un conjunto de alternativas.

Se pidió al Emperador que lo recibiera como generalísimo de las fuerzas militares de Ludekta y que consintiera en su matrimonio inmediato con la Netvissa Ledda; o, él, Bothon, procedería inmediatamente al sitio de Alu y tomaría a la dama de su corazón por la fuerza y las armas.

El mensaje rezaba al Emperador para que eligiera la primera alternativa. También estableció brevemente y en términos heráldicos formales el estado de la antigua familia de Bothon. El Emperador se había sentido muy molesto por su desafío. Sintió que su cargo y dignidad habían sido ultrajados. Crucificó a toda la delegación de Bothon.

El asedio de Alu comenzó de inmediato bajo ese cielo amenazador teñido de cobre y con el acompañamiento de una serie retumbante de pequeños terremotos.

Nunca antes la metrópoli del mundo civilizado había habido manifestaciones. Que algo como esta terrible campaña que el renombrado general Bothon de Ludekta puso en marcha contra ella pudiera llegar a suceder, nunca se le había ocurrido a nadie en Alu. Bothon lanzó su ataque con tanta prontitud que los cuerpos torturados de los miembros de su delegación ante el Emperador aún no habían dejado de retorcerse en sus cruces antes de que él hubiera penetrado, a la cabeza de sus legionarios entrenados, en las proximidades del Palacio Imperial que se encontraba en el centro de la gran ciudad.

Prácticamente no hubo resistencia. Esta intensa campaña habría concluido triunfalmente en veinte minutos, el Emperador probablemente capturado junto con todos sus guardias del Palacio y su familia, la persona de Lady Ledda asegurada por este ardiente amante suyo, y todo el objetivo de la expedición cumplido, salvo por lo que en la fraseología legal moderna se habría descrito como un acto de Dios.

Los temblores de tierra premonitorios que habían acompañado a esta invasión armada culminaron, en ese punto del avance del ejército de Bothon, en un terrible cataclismo sísmico. Las calles empedradas se abrieron en grandes fisuras. Los enormes edificios se estrellaron tumultuosamente alrededor y sobre los invasores. El general, Bothon, al frente de sus tropas, aturdido y ensordecido y arrojado violentamente al suelo, conservó la conciencia el tiempo suficiente para ver a las tres cuartas partes de sus devotos seguidores engullidos, aplastados, despedazados, aplastados en montones irreconocibles de pulpa sanguinolenta; y este holocausto, rápida y misericordiosamente, borrado ante su visión debilitada por el polvo de millones de toneladas de mampostería desmoronada.

Despertó en la fortaleza más íntima de la mazmorra en la ciudadela de Alu.

El doctor Cowlington, que había tomado una decisión durante la noche sobre cierto asunto, entró silenciosamente en el dormitorio de Meredith alrededor de las diez de la mañana, y dirigió en silencio su conversación inicial con su paciente de observación hacia el tema que había sido más prominente en su mente desde su conferencia de ayer sobre los extraños términos lingüísticos que Meredith había anotado.

—Se me ha ocurrido que podría muy bien contarte sobre algo fuera de lo común que pasó por mi conocimiento hace siete u ocho años. Sucedió mientras era jefe interno en el Hospital Estatal de Connecticut para Enfermos Mentales. Serví allí durante dos años con el doctor Floyd Haviland antes de que entrara en la práctica privada. Tuvimos algunos pacientes privados en el hospital, y uno de ellos, que estaba a mi cargo particular, era un caballero de mediana edad, a quien llamaré Smith, que no estaba ni legal ni realmente loco. Su dificultad, que había interferido muy seriamente con el curso de su vida, normalmente se clasificaría como delirios. Estuvo con nosotros casi dos meses. Como paciente voluntario de la institución, y hombre de recursos, tenía habitaciones privadas. Era en todos los sentidos normal excepto por su intensa preocupación mental por sus delirios. En el contacto diario me convencí de que el señor Smith no sufría nada parecido a un afecto engañoso de la mente.

»Diagnostiqué su dificultad, y el señor Haviland estuvo de acuerdo conmigo, que este paciente, Smith, sufría mentalmente los efectos de una memoria ancestral.

»Un caso así es tan raro que es virtualmente único. El psiquiatra promedio pasaría toda su vida trabajando en su especialidad sin encontrar nada por el estilo. Sin embargo, hay casos registrados. Pudimos enviar a nuestro paciente a casa en una condición mental de casi completa normalidad. Como ocurre a veces, su cura virtual se logró al dejarle claro nuestro diagnóstico, imprimiendo en su mente a través de declaraciones reiteradas y muy positivas que él no estaba en ningún sentido de la palabra demente, y que su condición, aunque inusual, no estaba fuera del rango y las limitaciones de la completa normalidad.

—Debe haber sido un caso muy interesante —dijo Meredith.

Su respuesta no fue dictada por nada más profundo que el deseo de ser cortés. Porque su mente estaba llena de los asuntos del general Bothon, enfurecido ahora en su cámara de prisión; su mente angustiada, ansiosa por el destino de sus soldados sobrevivientes; ese resplandor espeluznante, atenuado por la lejanía de su cámara de prisión teñida de llamas, en sus ojos; su mente torturada y su agudo sentido del oído aturdido por el sostenido y espantoso rugido de ese mar implacable. Él, Meredith, por razones demasiado profundas para su propio análisis, se sintió absolutamente incapaz de decirle al doctor Cowlington lo que estaba ocurriendo en esos sueños suyos. Todos sus instintos más íntimos le estaban advirtiendo, aunque inconscientemente, que lo que podría decir ahora, si lo hiciera, no sería creído.

El doctor Cowlington vio en su paciente una cara demacrada y arrugada como si tuviera un estrés mental devastador; una expresión profundamente introspectiva en los ojos, que, profesionalmente hablando, no le gustó. El médico reflexionó un momento antes de reanudar, erguido en su silla, las rodillas cruzadas, las yemas de los dedos unidas en una actitud un tanto judicial.

—Francamente, Meredith, hice hincapié en el hecho de que el hombre al que he llamado Smith no estaba loco en ningún sentido porque siento que debo ir más lejos y decirte que la naturaleza de sus aparentes delirios estaba relacionado con su propio caso. ¡No quería darle la más mínima alarma sobre la perfecta solidez de su propia mentalidad! Para decirlo claramente, el señor Smith recordó, aunque de forma bastante vaga, ciertas fases de esos recuerdos ancestrales que mencioné, y fue capaz de reproducir una serie de términos de algún lenguaje desconocido y aparentemente prehistórico. Meredith —el doctor se volvió y miró intensamente a los ojos de su paciente ahora interesado—: había tres o cuatro de las palabras de Smith idénticas a las suyas.

—¡Dios! —exclamó Meredith—. ¿Cuáles fueron las palabras, doctor? ¿Tomó notas de ellas?

—Sí, las tengo aquí —respondió el psiquiatra.

Meredith se levantó de la silla y se inclinó ansiosamente sobre el hombro del médico mucho antes de que Cowlington ordenara sus papeles. Contempló las palabras y frases escritas cuidadosamente en varias hojas de folletos. Escuchó, con una atención casi trémula, mientras el doctor Cowlington reproducía cuidadosamente los sonidos de estos términos. Luego, volviendo a sentarse en su silla, leyó todo lo que se había escrito, pronunciando las palabras en voz baja, sin apenas mover los labios.

Estaba pálido y temblaba de la cabeza a los pies cuando por fin se levantó y devolvió el delgado fascículo de papeles a su propietario. El doctor Cowlington lo miró ansiosamente, con su mente profesional alerta, sus temores algo despertados por la sabiduría de este experimento suyo al traer su caso anterior de manera abrupta a la atención de su paciente. El doctor Cowlington se sintió algo desconcertado. No pudo, a pesar de su larga y cuidadosa preparación en el manejo de casos mentales, señalar con precisión cuál de las emociones simples y complejas conocidas dominaba, en este momento, a este interesante paciente suyo.

Se habría sentido aún más perplejo si lo hubiera sabido.

Para Meredith, al leer los extraños balbuceos de Smith, reconoció todas las palabras y términos, y se topó con la frase:

—Nuestro amado Bothon ha desaparecido.

El doctor Cowlington, sintiendo con precisión que no sería prudente prolongar esta entrevista en particular, concluyó sabiamente que Meredith recuperaría más fácilmente su equilibrio y ecuanimidad si se le dejaba solo. Se levantó en silencio y se acercó a la puerta del dormitorio. Sin embargo, se detuvo allí por un instante antes de salir de la habitación y miró al hombre. Meredith, aparentemente, ni siquiera había notado los movimientos del médico. Su mente, obviamente, se volvió hacia adentro. Al parecer, era completamente ajeno a su entorno.

Y el doctor Cowlington, cuyo comportamiento exterior profesional, adquirido a través de años de contacto con personas anormales, no había borrado por completo una disposición bondadosa, notó con cierta emoción propia que había lágrimas sin control claramente visibles en los ojos de su paciente.

Una hora más tarde, una de las enfermeras lo llamó a la habitación de Meredith, y el doctor Cowlington encontró a su paciente recuperado a su acostumbrada normalidad urbana.

—Le pedí que subiera un momento, doctor —comenzó Meredith—, porque quería preguntar si podría darme algo para inducir el sueño —luego, con una sonrisa de desprecio—. Las únicas cosas que conozco son la morfina y el láudano.

El doctor Cowlington pensó rápidamente en esta solicitud inesperada. Tomó en consideración cómo su historia sobre el paciente, Smith, parecía haber alterado a Meredith. Deliberadamente se abstuvo de preguntar por qué Meredith quería una poción para dormir. Luego asintió con la cabeza.

—Utilizo una preparación muy sencilla —dijo—. No genera hábito; se basa en una droga bastante peligrosa, el cloral; pero, como lo uso mezclado con un jarabe aromático y diluido con medio vaso de agua, funciona muy bien. Pero recuerde, por favor, cuatro cucharaditas de jarabe es la dosis extrema. Dos probablemente serán suficientes. Nunca más de cuatro, y no más de una dosis en veinticuatro horas.

El doctor Cowlington se levantó, se acercó a Meredith y miró el lugar donde se había golpeado el costado de la cabeza contra la pared de mármol de la ducha. El hematoma seguía ahí. El médico pasó los dedos suavemente sobre la contusión.

—Está empezando a bajar —comentó. Luego sonrió amablemente, volvió a asentir con la cabeza hacia Meredith y comenzó a irse. Meredith lo detuvo cuando estaba a punto de salir de la habitación.

—Quería preguntarle, doctor —dijo Meredith—, si estaría dispuesto a ponerme en contacto con el hombre al que se refirió como Smith.

El doctor negó con la cabeza.

—Lo siento, el señor Smith murió hace dos años.

En diez minutos, la enfermera trajo una pequeña bandeja. Sobre ella había un vaso, una cuchara para mezclar y una botella recién preparada de ocho onzas que contenía un jarabe de color rojizo de sabor agradable.

Veinte minutos más tarde, Meredith, que se había comprometido con tres cucharaditas, estaba profundamente dormida en su cama; y el general Bothon, en la cámara de la mazmorra más interna de la gran ciudadela de Alu, estaba de pie en el centro del suave piso de piedra, tenso para saltar en cualquier dirección; mientras a su alrededor el estruendo desgarrador de miles de toneladas de la mampostería agrietada ensordecía contra todos los demás sonidos, excepto la incesante e indescriptiblemente atronadora furia del océano ahora enloquecido.

El resplandor espeluznante de los fuegos del exterior se había intensificado notablemente. Detonación tras detonación llegaban a los oídos de Bothon a intervalos frecuentes. Los Aluan estaban haciendo explotar esta parte central de la gran ciudad, con el fin de detener el avance de la conflagración que se había desatado durante días y noches, completamente fuera de control. Estas detonaciones parecieron realmente débiles para el hombre alerta en esa habitación de la prisión contra el espantoso estrépito de las secciones de la ciudadela misma y el rugido sostenido del océano.

De repente llegó la crisis que había estado esperando. El suelo de piedra bajo sus pies se combó y se hundió a su derecha. Se dio la vuelta y saltó lejos en la otra dirección, presionándose con las manos y los brazos extendidos por encima de la cabeza contra la pared. Su corazón latía salvajemente, su respiración se entrecortaba en grandes jadeos y sollozos como el sofocante terremoto. El aire endurecido a su alrededor se redujo a una atenuación repentina y devastadora. Luego, la sólida pared de enfrente se dividió de arriba a abajo, y una nube aún más sofocante de polvo blanco se cernió abruptamente a través de la habitación cuando el techo se partió en dos.

Asfixiándose, luchando por respirar y vivir, el general Bothon volvió a girar en dirección a esta estruendosa rotura, y se abrió camino a tientas por el suelo ahora precario con la débil esperanza de descubrir una vía de escape. Se esforzó por subir un empinado montículo de escombros a través de la oscuridad gris. Se abrió camino a tientas a través de las nubes más espesas de polvo de piedra, bordeó los agujeros abiertos y se afanó arriba y abajo en montículos de escombros, más allá del lugar donde se había levantado el muro confinado de su mazmorra, hacia adelante y hacia atrás, resueltamente hacia ese vago objetivo de la libertad.

Por fin, los recursos de su poderoso cuerpo se gastaron. Sus ojos eran dos agujeros rojos torturados, su boca y garganta sentían un dolor abrasador. Bothon emergió a través de la última colina de basura que había sido la ciudadela de Alu y salió al borde de la esquina de una de la mayor de las grandes plazas públicas de la ciudad.

Por primera vez en el curso de su progreso para salir de esa trampa mortal, Bothon pisó algo suave y flexible. Apenas podía ver, se agachó y palpó con las manos bajo el denso montículo de polvo. Era el cuerpo de un hombre, en una cota de malla. Bothon exhaló un doloroso suspiro de satisfacción. Hizo girar el cuerpo, liberándolo de los kilos de polvo que tenía sobre él, y deslizó la mano a lo largo del cinturón de cuero hasta hacha corta y pesada. La sacó de su funda. Luego, de la túnica de seda del muerto, arrancó un gran trozo, se limpió los ojos y la boca y se secó el polvo cubierto de sudor de la cara.

Finalmente, sacó del cadáver un pesado bolso de cuero.

Se acostó por unos momentos junto al soldado muerto para un breve descanso. Unos diez minutos más tarde se levantó, se estiró, y reajustó sus ropas, apretándose finalmente una sandalia suelta.

Ahora estaba libre en el centro de Alu, y adecuadamente armado. Una gran ráfaga de energía lo atravesó. Se orientó a sí mismo; luego se volvió con un instinto tan seguro como el de una abeja mensajera en la dirección que había estado buscando, y comenzó a marchar al paso de un legionario ludektán directamente hacia el Palacio Imperial.

Bothon había asentado a fondo en su mente la respuesta a una pregunta que, durante los primeros momentos de su cautiverio, lo había desconcertado. ¿Por qué se había quedado solo y sin ser molestado en ese confinamiento? ¿Le traían comida y agua a intervalos regulares de acuerdo con la rutina ordinaria de la ciudadela? ¿Por qué, para decirlo claramente, habiendo sido obviamente capturado por los criados del Emperador mientras yacía inconsciente cerca del Palacio Imperial, no había sido crucificado sumariamente? Su mente aguda y entrenada le había advertido que la respuesta se encontraba en la espantosa agitación del mar embravecido y en los espantosos sonidos de una ciudad en desintegración. El Emperador había estado demasiado ocupado por esos cataclismos incluso para ordenar el castigo de este líder de un ataque armado como no se había conocido en toda la larga historia del continente.

Bordeando sus enormes muros exteriores, Bothon llegó por fin a la entrada principal del Palacio Imperial. Esta enorme estructura, sus paredes básicas de dos metros y medio de grosor, era maciza, magnífica, intacta. Sin dudarlo, empezó a subir los amplios escalones en línea recta hacia las magníficas puertas de entrada de cobre, oro y pórfido.

Frente a estas puertas, en la rígida línea y bajo el mando de un oficial del Emperador, había una docena de soldados completamente armados. Uno de ellos, a una palabra del oficial, bajó corriendo los escalones para hacer retroceder al intruso. Bothon lo mató de un solo golpe y continuó subiendo los escalones. Ante esto, una orden a gritos del oficial envió a toda la tropa hacia él. Bothon hizo una pausa y, esperando hasta que el primero no fuera más que el espacio de dos de los anchos escalones por encima de él, dio un ligero salto a su derecha. Luego, cuando los cuatro primeros soldados pasaron más allá de él bajo el ímpetu de su carga descendente, Bothon dio un ligero salto hacia atrás, su pesada hacha cayó sobre el flanco de la tropa con golpes mortales, cortos y rápidos.

Antes de que pudieran recuperarse, el oficial y cinco de sus hombres yacían muertos en los escalones. Dejando que el resto desmoralizado se reuniera lo mejor que pudieran, Bothon saltó los escalones intermedios y atravesó las grandes puertas de entrada y, con un par de golpes de hacha, como relámpagos, se deshizo de los dos hombres de armas apostados junto a la puerta.

Estaba en el Palacio ahora completamente sin obstáculos. Bothon aceleró a través de habitaciones bien recordadas y a lo largo de amplios pasillos hasta el corazón del Palacio Imperial de Alu.

En treinta segundos había localizado los apartamentos de Netvis Toldon, hermano del Emperador. Allí descubrió a la familia reclinada sobre la mesa en forma de herradura, porque era la hora de la cena. Se detuvo en la puerta, se encontró con miradas de sorpresa y se inclinó ante el Netvis Toldon.

—Le suplico que perdone esta intrusión, mi Señor Netvis. Sería imperdonable bajo otras circunstancias.

El noble no respondió, solo lo miró sorprendido. Entonces, la querida dama de su corazón, Netvissa Ledda, se puso de pie desde su lugar en la mesa de su padre, con los ojos muy abiertos de asombro. Al darse cuenta de lo que podría significar esta extraña invasión, su hermoso rostro adquirió de repente el tono de las rosas de Aluan.

Miró a este amante suyo con el alma en los ojos.

—¡Ven, mi señora Ledda! —dijo Bothon rápidamente, y con la ligereza de un ciervo, Netvissa Ledda corrió hacia él.

La tomó del brazo, muy silenciosamente, y, antes de que los miembros reunidos de la familia se recuperaran de su sorpresa, los dos se apresuraron por el pasillo hacia la entrada del palacio.

A la vuelta de la primera esquina llegaron sonidos abruptos de hombres armados. Hicieron una pausa, escuchando, y Bothon pasó el hacha a su mano derecha y se acercó a lady Ledda, pero ella le puso las manos firmes sobre su brazo izquierdo.

—¡Por aquí, rápido! —susurró, y lo condujo por un pasillo estrecho.

Lo atravesaron apresuradamente, y apenas habían cruzado un giro brusco cuando oyeron correr la tropa de guardia por el pasillo principal y una voz que ordenaba:

—¡Al apartamento de mi señor, Netvis Toldon!

El estrecho pasillo los condujo más allá de cocinas y lavaderos, y terminó en una pequeña puerta que se abría a un patio estrecho. De ahí emergieron a una plaza en el lado oeste del palacio, y mucho antes de que cualquier persecución pudiera rastrear su curso, se volvieron indistinguibles entre la vasta concurrencia de personas que atestaban las amplias avenidas de Alu.

Bothon retomó la dirección de su ruta de escape. Liderando el camino a través de una plaza adyacente más grande, llegó a la esquina apartada, amontonada con escombros, donde había asegurado su arma. Todavía no había pasado el crepúsculo de una tarde de mediados de verano, y ahora no había nada que interfiriera con su aguda visión.

Sí, era como había adivinado por la calidad de ese fragmento desgarrado de túnica de seda con el que se había limpiado los ojos torturados. El muerto era un oficial de una de las Legiones Imperiales. Bothon se arrodilló rápidamente junto al cadáver y vistió con sus ropas. A simple vista era un Elton de la Legión Imperial del Halcón.

Luego se apresuraron hacia el sur, uno al lado del otro, a través de la gran plaza con su desolación de los edificios destrozados, hacia una de las pocas residencias que quedaban, ante la cual cuatro esclavos negros bajaban una litera ornamental. Del lujoso vehículo emergió un ciudadano corpulento que los miró inquisitivamente, su miedo inicial desapareció al reconocer a la sobrina del Emperador y el uniforme de una Legión Imperial.

—Solicitamos el préstamo de su litera, mi señor —dijo Bothon.

—De buena gana —respondió el ciudadano, inclinándose.

Bothon expresó su agradecimiento, metió a su compañera en la litera, distribuyó un puñado de plata entre los cuatro esclavos y le dio el destino al negro que estaba de pie junto al poste delantero izquierdo. Luego se subió y corrió las cortinas de seda roja.

Los fuertes postes de la litera se tensaron y crujieron cuando la carga fue izada a cuatro hombros musculosos, y luego se alejó de la residencia de su dueño, todavía inclinado y sonriente, hacia el recinto militar que albergaba y custodiaba las naves.

—Puede que hayas observado cuán completamente te he confiado mi persona —comentó Netvissa Ledda, sonriendo. Conocía muy bien las razones de la solicitud imperial que había enviado a Bothon de regreso a Ludekta, y de la primera invasión armada contra la metrópolis de Aluvia—. ¡Ni siquiera he preguntado sobre nuestro destino!

—Es mi intención buscar seguridad en el noroeste —respondió Bothon con gravedad—. Estoy convencido de que la predicción de Bal sobre la destrucción del Continente Madre no es un mero clásico que aprendimos en nuestra infancia como un ejercicio formal de retórica. Además, mis cuatro augures me advirtieron del peligro antes de que trajera mis galeras de guerra a las playas de Alu. Las cuatro grandes fuerzas, insistieron, estaban en connivencia con ese fin. ¿No lo hemos visto acaso? Fuego arrasando la tierra; tierra temblando poderosamente; vientos como nunca se han encontrado hasta ahora en el planeta; agua, cuya conmoción supera todas las experiencias, ¿no es así, amada mío? ¿No estoy obligado a hablar así para ser escuchado en medio de este tumulto infernal?

Ledda asintió, grave ahora a su vez.

—Hay muchos sordos en el palacio —comentó—. ¿Dónde vamos a buscar refugio?

—Partimos directamente esta noche, hacia las grandes montañas de A-Wah-Ii —respondió Bothon—, si es así, las cuatro grandes fuerzas nos permitirán la posesión de un carro de guerra.

La dama Ledda volvió a asentir, comprensiva, y se quitó del dedo medio de la mano derecha el anillo de los dos soles y la estrella de ocho puntas que, como miembro de la Familia Real, tenía derecho a llevar. Bothon lo recibió y lo deslizó sobre el dedo meñique de su mano derecha.

El centinela que estaba de guardia ante el cuartel del oficial que comandaba el recinto militar del cuartel de suministros de Aluvia, saludó al Elton de aspecto imponente de la Legión del Halcón que descendió de la ornamentada litera. El Elton se dirigió a él en formales frases militares.

—Informar de inmediato al Ka-Kalbo Netro, la llegada de Elton Barko de la Legión del Halcón, transportando a un miembro de la casa imperial al exilio. Estoy requisando un carro de batalla con capacidad para dos personas, y raciones de oficiales suficiente para catorce días, junto con el suministro de medicinas para un equipo completo de hombres. Mi autoridad, el Sello Imperial. ¡Mirad!

El centinela saludó al anillo de sol y estrellas del Emperador, repitió sus órdenes como un eficiente autómata, saludó al Elton de la Legión Halcón y partió para buscar al comandante, el Ka-Kalbo Netro.

El Ka-Kalbo llegó puntualmente en respuesta a esta convocatoria. Saludó al Sello Imperial y, como Ka-Kalbo superaba en rango a Elton en un grado completo, fue puntualmente saludado de acuerdo con el uso militar por parte de Elton Barko de la Legión del Halcón, un oficial cuyo conocimiento personal no había conocido previamente.

En diez minutos, Netvissa Ledda había sido llevada ceremoniosamente y colocada en su asiento en el carro de batalla, y el Elton Barko había ocupado su lugar a su lado. Entonces, la docena de sudorosos mecánicos que habían cumplido las órdenes del comandante en un tiempo récord, de pie en una rígida fila de saludos, el carro de batalla partió a un rígido galope, el conductor de pie y moviendo su larga tanga con fuertes informes sobre los lomos de los caballos, mientras que en la retaguardia del gran carro, el líder del caballo de repuesto silbaba continuamente a los cuatro animales de relevo que galopaban detrás.

Las alturas de A-Wah-Ii, al noroeste, ofrecían cierta promesa, en opinión de Bothon, de seguridad frente a la sumersión del continente predicha en la antigüedad.

Esas imponentes montañas estarían, al menos, entre las últimas secciones en hundirse, en caso de que los cinturones de gas exploten y eliminen el soporte submarino de esta gran tierra de la civilización más antigua y noble del mundo.

Poco después del amanecer, y con precisión, según el mapa, el carro se detuvo en el centro de una gran meseta a un cuarto del camino hacia su destino. El país estaba completamente deshabitado. Estaban relativamente seguros aquí, en una región poco visitada por los terremotos, y en absoluto por el fuego. El rugido del viento del norte molestó gravemente Netvissa Ledda. Bothon apenas lo notó. Ahora estaba convencido de que estaba perdiendo el sentido del oído.

Comieron y durmieron y reanudaron su viaje al mediodía después de un reajuste de las provisiones y un cambio de los animales ahora descansados. Su viaje de cuatro días hacia el noroeste transcurrió sin incidentes. El auriga avanzaba con paso firme. Al cuarto día, cuando la bola cobriza que era el sol humeante alcanzaba y tocaba un horizonte plano, vieron por primera vez las elevadas cumbres de la región A-Wah-Ii.

El doctor Cowlington, con una expresión de ansiedad, estaba de pie junto a la cama de Meredith cuando se despertó a media mañana. Había dormido veinte horas. Sin embargo, su alegría era tan pronunciada después del prolongado sueño de su paciente, que el doctor Cowlington se tranquilizó y cambió de opinión acerca de quitarle el frasco de somníferos. Claramente, había tenido un efecto excelente en Meredith.

Estirado en su habitual actitud de silencio en el comedor justo antes del almuerzo, Meredith de repente dejó de leer. Se le había ocurrido que no había escuchado nada de la confusión de Alu durante ese período de vigilia. Se sentó, perplejo. Bothon, recordó, había estado escuchando los sonidos a su alrededor sólo vagamente, una extraña, quizás significativa, coincidencia.

Sintió el hematoma detrás de la oreja derecha. Ya no era ni siquiera un poco dolorosa al tacto. Presionó las yemas de los dedos firmemente contra el lugar. La contusión ahora era apenas perceptible. Informó de la aparente pérdida de lo que el especialista en oído Gatefield había llamado su clariaudiencia al doctor Cowlington después del almuerzo.

—Su hematoma está bajando —dijo el médico. Examinó el borde posterior del área temporal derecha de Meredith—. Eso pensé. Tu audición secundaria comenzó con esa lesión. A medida que esta se recupera, disminuye tu capacidad para escuchar esos sonidos. Probablemente solo podrías escuchar un poco más desde ahora. Y en uno o dos días no escucharás nada más, ¡y luego podrás irte a casa!

En el curso de una hora llegó ese último sonido. Irrumpió en la tranquila lectura de Meredith una vez más como si alguien hubiera abierto esa puerta insonorizada.

Lo acompañó una curiosa visión mental secundaria. Era como si Meredith, en su propia persona, pero a través de la extraña conexión con el general, Bothon, estuviera en las alturas de Tharan-Yud, con vistas a la ciudad devastada de Alu. La furia absoluta de las olas montañosas acompañó a los ahora titánicos rugidos de la tierra maligna, el estallido generalizado de la mampostería ciclópea de Alu mientras la vasta ciudad se derrumbaba bajo sus ojos horrorizados.

Con estos horrores infernales se fue el rugido salvaje de las llamas devastadoras y la cacofonía histérica y desesperada de los millones condenados de Alu.

Entonces se oyó, por fin, un sonido como un bostezo del más profundo y acuoso golfo de la tierra, y el mismo sol fue borrado por un monstruoso muro verde de muerte que avanzaba. El mar se elevó y cayó sobre la maldito Alu, ahogando para siempre los gritos de absoluta desesperación, los chirridos del Gyaa-Hua royendo su repugnante banquete: silbidos, rugidos, chillidos, quejidos, lágrimas, un cacofonía que ningún oído humano podría soportar, una visión de devastación total.

Meredith sintió un estupor misericordioso cuando las aguas de Mu-Iadon se cerraron para siempre sobre el continente, y cuando su conciencia le falló, emergió una vez más de ese dormitorio silencioso, lejos de su vista de la mayor catástrofe del mundo, y mientras Bothon caminaba junto a Ledda a lo largo de un barranco boscoso en A-Wah-Ii, entre árboles frutales cargados, pero no, al parecer, sobre las alturas imponentes de esas nobles montañas, sino sobre una isla alrededor. cuyas orillas rodaban y rugían un océano pardo y viscoso ahogado por el barro que había sido el suelo del continente.

—Estamos a salvo aquí, al parecer, mi Bothon —dijo Netvissa Ledda—. Vamos a acostarnos y dormir, porque estoy muy cansada.

Y después de observar un poco mientras Ledda se recostaba y dormía, Bothon se acostó a su lado y cayó de inmediato en el sueño profundo y sin sueños del agotamiento físico absoluto.

Meredith despertó en su cama. La habitación estaba a oscuras, y cuando se levantó, encendió las luces y miró su reloj, descubrió que eran las cuatro de la mañana. Se desvistió y se fue a la cama y se despertó tres horas después sin haber soñado.

Un mundo y una era habían llegado a su fin cataclísmico, y él había sido testigo de ello.

La contusión en su cabeza había desaparecido, observó el doctor Cowlington más tarde en la mañana.

—Creo que ya puedes irte, no volverás a escuchar —dijo el médico, en su tono profesional—. Pero, por cierto, Meredith, ¿cuál es, si puedes recordar, el nombre de ese continente tuyo?

—Lo llamábamos Mu —dijo Meredith.

El médico guardó silencio un rato; luego asintió con la cabeza. Había tomado una decisión.

—Eso pensé —dijo con gravedad.

—¿Por qué? —preguntó Meredith.

—Porque Smith lo llamó así —respondió el médico.

Henry S. Whitehead (1882-1932)
H.P. Lovecraft (1890-1937)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Henry S. Whitehead. I Relatos de H.P. Lovecraft.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry S. Whitehead y H.P. Lovecraft: Bothon (Bothon), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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