Dos palabras para una ruptura filosófica.
—Mirá, te cité porque necesitaba hablar con vos, Graciela. Tengo que sacarme esto de encima. No te rías porque es algo que me preocupa de verdad, como una presión en el pecho, ¿entendés?.
El diálogo se produjo en los reservados del Teufel, al fondo, detrás de las mesas de billar, y próximos a las dependencias sanitarias. Allí, por lo general, se reunen las parejas para dejarse y evitar los escándalos en la vía pública.
Cuando una pareja entra al Teufel, y se dirige hacia ese sector, alguno de nosotros se ubica estratégicamente en el pasillo que conecta el salón principal con el depósito. Desde allí puede oírse con claridad lo que ocurre en las últimas mesas. Esta actividad responde a inquietudes elevadas, aclaro, no a un mísero interés por las intrigas y enredos de pareja, y menos aún al tráfico de información.
—Me asombró que me llamaras —dijo Graciela—. Pero, bueno, acá estoy. ¿Qué querías decirme?
—Te agradezco que vinieras —dijo él—. Vos sabés bien que soy filósofo, y que esto de hablar por teléfono, por mensajes, me produce ansiedad. La síntesis, su necesidad, me da pavura. Yo necesito exponer acabadamente mis puntos de vista, argumentar, retorcer el tejido, la fibra de la razón, para poder…
—Gerardo, te pido por favor que vayas al grano —lo interrumpió ella, con mucha gentileza—. Hace un año que no hablamos. Un año. Yo rehice mi vida. Estoy en pareja, y muy bien, por cierto. De modo que si me citaste para pedirme que volvamos…
—No —dijo Gerardo, algo alarmado—. No es eso.
—¿Entonces?
—Vos sabés bien, Graciela, que las palabras, el simple hecho de decir algo, de nombrarlo, es el asesinato de la cosa nombrada.
—Creo que me lo habías comentado, sí —dijo ella, mirando de reojo su teléfono.
—No me refiero únicamente al sentido formal, y hasta elemental, de que al nombrar algo se implica una distancia con ella, y hasta su ausencia. La palabra mata a la cosa nombrada porque la trata como algo muerto, aunque todavía esté presente.
—Claro.
—Bueno, en este sentido, hay algunos filósofos, como Žižek, que argumentan algo interesante al respecto: decir algo es como practicar una disección radical entre eso que se dice y el objeto que se nombra.
—Entiendo —dijo ella, haciéndole un gesto al mozo, Finucho, cuyo rango de visión no supera los tres o cuatro metros.
—Vos sabés bien, Graciela, porque lo hemos discutido en repetidas ocasiones, que la palabra acuartela la cosa nombrada, la encierra, la arranca de su verdadero contexto, y la coloca en una esfera completamente diferente.
—Mozo.
—En este contexto, cuando decimos algo no le estamos dando entidad, como aseguran equivocadamente los terapeutas; sin ir más lejos, el tuyo, sino que la estamos exhumando del plano real, donde las cosas simplemente son, e incrustándola en una dimensión ilusoria, que juzgamos autosuficiente pero que en realidad no lo es.
—¡Mozo!
(Finucho, hay que agregar, también padecía repentinos ataques de sordera)
—Vos sabés bien, Graciela, que cuando decimos algo, algo importante, no boludeces, uno siente cierto alivio. Esa sensación de ligereza es como un duelo: lo que que se ha dicho está muerto. Y si está muerto, ya no puede afectarnos.
—Te pido, Gerardo, que vayas al grano —dijo ella, ya algo impaciente.
—Vos sabés bien, Graciela, que lo nuestro no tenía futuro. Yo soy un hombre de ideas, no de acción; un hombre contemplativo, pasivo, se diría, y vos una mujer capaz de desplegar un abanico aparentemente interminable de actividades banales.
—Coincido. No tenía futuro.
—Vos sabés bien que sí. Los dos lo supimos de entrada, cuando nos conocimos. Y después de la ruptura, también. Yo no quiero volver con vos, Gabriela, te juro que no quiero; y sé perfectamente que vos tampoco.
—¿Entonces?
—Lo que quiero, Gabriela, y quizás vos lo sabés bien, en tu interior, es olvidarte. Necesito dar vuelta la página. Vos dirás, seguramente, que lo nuestro fue un librito de dos páginas de mierda, un opúsculo, se diría, y coincido. Fueron dos meses, apenas, pero intensos, y vos sabés bien que la duración de algo no impugna el impacto que pueda tener sobre uno.
—Claro.
—Vos sabés bien, como te decía anteriormente, que la palabra mata al objeto nombrado. Y yo necesito dejarte atrás, exteriorizarte, amputarte, acuartelarte como la palabra acuartela lo dicho; matarte, metafóricamente hablando. Quiero decirte algo, y que al nombrar ese algo éste desaparezca.
—Decilo entonces.
—Te amo, Graciela.
Egosofía. I Crónicas del profesor Lugano.
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3 comentarios:
Excelente artículo, para pensar...
Un gusto enorme ocasiona haber leído esto.
No es un comentario....
Es sólo una pregunta; ¿El *Teufel* es un bar ficticio?
Gracias.
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