«El canal»: Everil Worrell; relato y análisis.
El canal (The Canal) es un relato de vampiros de la escritora norteamericana Everil Worrell (1893-1969), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1927 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1947: Los durmientes y los muertos (The Sleeping and the Dead: Thirty Uncanny Tales).
El canal, posiblemente uno de los cuentos de Everil Worrell más reconocidos, relata la historia de un hombre melancólico, solitario, que deambula de noche por los márgenes de un canal y se encuentra con una mujer misteriosa, de la cual se enamora perdidamente, a punto tal que promete servirla incondicionalmente; con la mala fortuna de que se trata de una vampiresa.
Lo más interesante de El canal de Everil Worrell es que utiliza una leyenda de vampiros muy poco aprovechada en la ficción. Aquí, la vampiresa es menos vulnerable a los crucifijos, al ajo, a los espejos, a la luz del sol, que al agua corriente, en este caso, el agua del canal que fluye alrededor del refugio en el que está atrapada.
El Canal de Everil Worrell es un excelente cuento de vampiros, y uno que transita por un sendero completamente novedoso para el género. Es decir que no solo se encuentra entre los grandes relatos pulp de mujeres, sobre todo dentro de Weird Tales, sino que además ocupa un sitio de privilegio entre los más ingeniosos relatos de vampiros el siglo XX.
El canal.
The Canal, Everil Worrell (1893-1969)
Al pasar por la ciudad dormida el río se arrastra; a lo largo de su margen izquierda el viejo canal se lastra. Yo no pretendía que eso rimase, aunque el escenario es poético —poético de una manera sombría, horripilante, como los poemas de Poe. Lo conozco demasiado bien —he paseado con demasiada frecuencia por el camino cubierto de hierba junto al reflejo de los árboles negros y las chabolas medio derruidas y las lejanas chimeneas de las fábricas en las perezosas aguas que se movían tan despacio, y dejaban de moverse del todo.
Siempre he tenido afición al vagabundeo nocturno. Como raza, los seres humanos hemos llegado a ser demasiado inteligentes para tomar en serio cualquiera de los antiguos e instintivos miedos que nos protegieron a través de las generaciones precedentes. La única salvación que nos queda, por tanto, se ha convertido en nuestra tendencia a viajar en rebaño. Erramos por la noche, pero nuestro objetivo está en alguna parte, en las calles bien alumbradas o, a lo sumo, en algún sitio donde los hombres no van solos.
Cuando viajamos a un lugar lejano, lo hacemos acompañados. A pocos de mis conocidos, a pocos en toda esta ciudad, les gustaría andar a medianoche por el camino recubierto de hierba de que he hablado, no porque tengan miedo de hacerlo, sino porque semejantes cosas no se hacen ahora. Es peligroso ser distinto. Es peligroso apartarse del camino. Porque los miedos que protegieron a la raza humana en los albores del tiempo y a través de los siglos estaban fundados en la realidad.
Hace un mes yo era un extraño aquí. Acababa de empezar mi primer trabajo. En la primavera, tan sólo tres meses antes, me había graduado. Me sentía solo y lo más probable es que me siguiese sintiendo así durante algún tiempo, pues he sido siempre de carácter solitario. Me habían invitado al campamento de un compañero de trabajo en la empresa en la que estaba colocado, un campamento que estaba situado en el lado más distante del anchuroso río, del otro lado de la ciudad y del canal, donde la orilla era escarpada y cortada a pico, y muy frondosa, y donde las pequeñas tiendas de campaña brotaban como florecillas a lo largo de los márgenes. Aquella orilla no era un lugar como para gustarle a un hombre excéntrico y solitario. Pero la orilla más próxima, que habría parecido horrible a los campistas de no haber sido el río tan ancho, esa orilla más próxima, me atrajo a mí desde que la vislumbré por primera vez.
Nos embarcamos en una lancha de motor a cierta distancia río abajo, y remontamos por la orilla más próxima para luego apartarnos de ella y cruzar la corriente. Volví la vista hacia atrás. La negrura del agua estancada que constituía el canal, el revoltijo de edificios bajos que había más allá, la estrecha lengua de tierra, solitaria, plana, baldía, entre el canal y el río, los oscuros y dispersos árboles que allí crecían: eso es lo que vi y me propuse ver más de todo ello.
Aquel fin de semana me aburrí, pero me desquité ya el lunes por la noche, la primera noche en que, de vuelta en la ciudad, estaba solo y libre. Cené en solitario, tan pronto como salí de la oficina, luego volví a mi habitación donde dormí desde las siete hasta cerca de medianoche. Me desperté entonces de forma natural pues estaba impaciente por explorar la seductora soledad que había descubierto. Me vestí, salí decasa sin que me vieran, y en la calle puse en marcha el motor de mi coche. Cuando aparqué en una calle pavimentada con guijarros y llena de baches, qué descendía directamente a las aguas negras como la tinta del canal, y crucé un estrecho puente, me sentí recompensado.
A los pocos minutos estaba pisando el antiguo camino. Mientras caminaba en dirección contraria a la corriente, las miserables chabolas en las que vivían gentes miserables del otro lado del canal parecían caminar conmigo, y luego se quedaban atrás. El puente que había cruzado estaba cerca del final de la ciudad yendo hacia el norte, mientras que el canal marcaba su extremo occidental. Después de andar diez minutos, las miserables chabolas quedaron atrás, el río estaba más lejos y la franja de tierra baldía era más ancha y estaba más poblada de árboles, por cierto, de aspecto sórdido.
Lejano y débil llegó a mis oídos el sonido de una campana de la ciudad. Era medianoche. Me paré, disfrutando de la desolación. Tenía el sabor que había previsto. Permanecí algún tiempo mirando el firmamento, observando el lento desplazamiento de las nubes, que eran visibles gracias al reflejo opaco y difuso de las lejanas luces del centro de la ciudad, por lo que parecían tener una misteriosa fosforescencia. El suelo, por el contrario, estaba totalmente desprovisto de luz.
Había avanzado a tientas, con mucho cuidado, reconociendo el borde del canal, en parte por instinto, en parte por la aún más perfecta negrura de sus aguas, y manteniéndome bastante bien dentro del camino porque estaba sensiblemente hundido respecto del terreno de al lado. Ahora bien, mientras estaba inmóvil en ese sitio, con los ojos vueltos hacia arriba y la mente vagando sobre extrañas fantasías, de repente, mi sensación de satisfacción dio paso a algo diferente.
El miedo era una emoción desconocida para mí, pues siempre me había sentido atraído por las cosas que dan miedo al hombre. Pero,entonces, a lo largo de toda mi espina dorsal percibí una sensación de escozor, de estremecimiento, como la que mis antepasados debieron sentir cuando se les erizaba el pelo de la espalda. Sabía que había unos ojos mirándome.
Estaba enteramente quieto, con la cara vuelta hacia el firmamento. Aunque con esfuerzo, pude dominarme. Muy, muy despacio, para propiciar al poseedor de los ojos invisibles con mi actitud despreocupada, bajé los míos. Miré hacia delante, a la silueta levemente oscilante de las copas de los árboles, a la negrura que era el canal, donde el reflejo de las nubes centelleaba confusamente y luego desaparecía. Cuando me acostumbré a la oscuridad, discerní el contorno de un viejo barco o barcaza, medio hundido en el agua.
¿Pero estaba yo soñando o había allí una figura vestida de blanco, sentada en el techo del achatado camarote de popa, un pálido rostro en forma de corazón, resplandeciendo de manera extraña desde la oscuridad?
Por supuesto, no podía haber duda en cuanto a los ojos. Brillaban como los ojos de los animales en la oscuridad, con un resplandor tenue. Y la verdad es que yo había oído contar que algunos ojos humanos tienen esa cualidad por la noche. Aquel rostro tan delicadamente moldeado era el de una joven, sin la menor duda. Lo veía cada vez más y más claro, o bien porque mis ojos se iban acostumbrando a escudriñar las más profundas tinieblas, o a causa de aquella fosforescencia de los ojos que me devolvía la mirada fijamente.
Levanté la voz suavemente, a fin de no romper demasiado el silencio de la noche.
—¡Hola! ¿Quién está ahí? ¿Estás perdida, o te has quedado incomunicada? ¿Puedo ayudarte?
Hubo una breve pausa. Empecé a notar un leve chapoteo a mis pies. El viento nocturno agitaba las oscuras aguas. El sudor me petrificaba, de manera que empecé a tiritar sin poder dominarme.
—Puedes quedarte y hablar un rato, si lo deseas. Estoy sola, pero no estoy perdida. Vivo aquí.
La voz era poco más que un susurro, pero me había llegado claramente: era la voz de una joven. Y vivía allí, en un viejo barco abandonado, medio hundido en las aguas estancadas.
—¿No estarás sola ahí?
—No, sola no. Mi padre vive aquí conmigo, pero está sordo y duerme muy profundamente.
¿Se había hecho el viento nocturno aún más frío, como si nos llegase de un mar invisible y congelado, o es que había algo en su tono que me helaba, al mismo tiempo que una extraña atracción me empujaba hacia ella? Yo quería aproximarme, perderme en los brillantes ojos que había visto relucir en la oscuridad. Quería, sí, tomarla entre mis brazos, besarla.
Di un imprudente paso para acercarme más.
—¿Podría pasar a donde tú estás? —pregunté—. No me importa mojarme. Es tarde, lo sé, pero me gustaría sentarme y charlar, aunque sea unos minutos, antes de volver a la ciudad.
¿Fue la inconveniencia de mi petición lo que hizo que sus palabras pareciesen un prolongado estremecimiento de protesta? Había algo extraño en la modulación de su voz que me asombraba cada vez que hablaba.
—¡No, no! ¡Oh, no! No puedes pasar.
—Entonces podría ir mañana, o algún otro día. ¿Me dejarías entonces subir a bordo, o quizá podrías bajar tú a tierra a charlar conmigo?
—No, durante el día no, nunca.
La intensidad de su negación, a pesar del tono apagado que utilizó, me volvió a fascinar. No era, por tanto, lo impropio de la hora lo que le había dictado su comportamiento, pues, evidentemente, cualquier chica con el menor sentido de lo que se debe o no hacer hubiese preferido citarse durante el día que después de medianoche. Sin embargo, de sus últimas palabras podía sacarse la conclusión de que si yo volvía tenía que ser de noche.
—¿Por qué dices nunca durante el día? Si viniese de día y conociese a tu padre, ¿no sería eso lo mejor? Entonces podríamos ser amigos.
—De noche duerme mi padre. De día duermo yo.
—Dormís muy profundamente, tú y tu padre, ¿no es así?
—Sí, dormimos profundamente.
—¿Y siempre a horas diferentes?
—Sí, siempre. Estamos de guardia, uno de nosotros está siempre de guardia. Nos han tratado muy mal, allá abajo, en tu ciudad. Y nos hemos refugiado aquí. Y estamos siempre, siempre, de guardia.
Mi resentimiento se desvaneció y sentí que de nuevo me resultaba simpática. Estaba tan pálida y tan conmovedora en la noche. Mis ojos iban aprendiendo a atravesar más y más la oscuridad y me estaban dando una imagen mucho más definida. La tristeza de la solitaria escena, la perfección de la propia soledad, esas cosas contribuían a hacerla más conmovedora. Y además estaba lo extraño del ambiente del que, aún entonces, no me había apercibido más que en parte.
Seguía el extraño frío que me hacía tiritar y que, no obstante, no se parecía al saludable frío de una noche fresca. En realidad no me evitaba sentir la opresión de la noche, que era especialmente bochornosa. Era como un ligero hálito mortal que iba y venía y que, sin embargo, no alteraba la temperatura del aire en sí. Pero tampoco era eso todo. Había un olor insalubre en la noche —un olor húmedo, pestífero, que podía haber sido el hálito de la muerte y la putrefacción—. Incluso yo, que era un conocedor de todas las cosas sórdidas y malsanas, trataba de evitar que mi mente cavilase en demasía sobre ese olor.
Lo que debía de ser vivir respirándolo continuamente, no podía ni imaginármelo. Pero, sin duda, la chica y su padre estaban habituados a él y, sin duda, provenía del agua estancada del canal y de la madera podrida de la vieja barcaza.
Al ver a la joven con más claridad se me hacía evidente que estaba lastimosamente delgada. La ropa le colgaba como si fuesen harapos. Estaba seguro de que su pálida carita en forma de corazón sería aún más bella si pudiese verla de más cerca. Tenía que verla de más cerca.
—Éste es un sitio muy pobre para considerarlo un refugio —dije finalmente—. Aunque se tenga muy poco dinero se puede encontrar algo mejor. Tal vez pueda ayudarlos; estoy seguro de que podría. Si lo mal que os trataron en la ciudad fue por vuestra pobreza, yo no soy rico pero podría ayudar con algo de dinero, o, en todo caso, podría encontrarte un empleo. Estoy seguro de que podría.
Los ojos, que chispeaban a intervalos hacia mí como dos pequeños pozos de agua iluminados intermitentemente por un cielo barrido de nubes, parecieron brillar con más luminosidad. Había estado medio acurrucada, medio sentada, en el techo del camarote, pero entonces se puso de pie de un salto con un movimiento ligero, sinuoso, brusco, y dio varios pasos rápidos y desasosegados hacia delante y hacia atrás antes de contestar.
—¿Crees que me ayudarías atándome a una mesa de escribir, encerrándome detrás de unas puertas, lejos de la libertad, lejos del placer de hacer mi voluntad, de vivir como quiero? Es preferible este viejo barco, es preferible una tumba desierta bajo las estrellas.
Una sensación positiva de afinidad con aquel extraño ser, cuya cara apenas había visto, se apoderó de mí. Yo mismo podría haber hablado así, eso mismo había sentido yo con frecuencia, aunque nunca había soñado siquiera expresar mis pensamientos tan enérgicamente. Mi reglamentado horario de la vida cotidiana era algo en lo que pensaba poco: en realidad, únicamente vivía en mis vagabundeos nocturnos. ¡Aquella chica tenía razón! Toda la vida debería ser libre.
—Comprendo mucho mejor de lo que crees —respondí—. Quiero volver a verte, llegar a conocerte. Por supuesto tiene que haber alguna manera de que pueda serte útil. Desde esta noche en adelante, para siempre, no tienes más que pedirme lo que quieras, ¡lo juro!
—¿Juras eso, lo juras de verdad?
Encantado por la ilusión con que pronunció sus palabras, levanté la mano hacia el cielo.
—Entonces, escucha. Esta noche no puedes venir a donde estoy, ni yo a donde tú estás. No quiero que subas a este barco, ni esta noche, ni ninguna noche; y, sobre todo, ningún día. Pero no pongas esa cara tan triste. Yo iré hacia ti. No, esta noche no, y quizá tampoco durante muchas noches; sin embargo, será dentro de poco. Yo iré hacia ti, en la orilla del canal, cuando el agua deje de correr.
Yo debí de hacer algún gesto de impaciencia, o de desesperación. Parecía como una manera de decir nunca, pues, ¿por qué habría de dejar de correr el agua del canal?
Leyó mis pensamientos de alguna manera:
—Es que no comprendes. Estoy hablando en serio; te estoy prometiendo reunirme contigo ahí en la orilla, pronto. El agua se mueve cada vez más despacio. Más arriba, han desecado el canal. Entre estas esclusas más bajas el agua sigue pasando y cae suavemente corriente abajo. Pero llegará una noche en que se quedará estancada. Esa noche yo iré a reunirme contigo. Y cuando vaya te pediré un favor.
Esa noche no pude obtener más que esa promesa. Había vuelto al lado del camarote, donde antes había estado acurrucada, y volvió a adoptar la misma postura, quedándose quieta y silenciosa, observándome. Unas veces veía sus ojos fijos en mí, otras veces no. Pero sentía que me miraba fijamente. El airecillo frío, que finalmente había olvidado mientras hablaba con ella, soplaba de nuevo, y el pestífero olor a podredumbre se hizo más intenso antes del amanecer.
Me marché, y a los primeros albores del amanecer subí sigilosamente las escaleras de mi pensión y entré en mi cuarto.
Al día siguiente, en la oficina, estaba muerto de cansancio. Y pasaban uno y otro día sin sentirse y estaba cada vez más y más cansado, pues un hombre no puede velar noche y día sin sufrir las consecuencias. Rondaba incesantemente el viejo camino y esperaba, noche tras noche, en la orilla, frente a la embarcación hundida.
Unas veces veía a mi dama de la oscuridad, pero otras no. Cuando la veía, ella hablaba poco, pero en algunas ocasiones se sentaba allí, en lo alto del camarote, y me dejaba contemplarla hasta el amanecer, o hasta que una extraña inquietud, que daba miedo, me apartaba de ella. Entonces volvía a mi habitación, donde me agitaba inquieto en el calor y soñaba extraños sueños, medio despierto, hasta que entraba el sol y me daba en la frente.
En cierta ocasión le pregunté por qué había puesto la fantástica condición de que no bajaría a tierra a encontrarse conmigo hasta que el agua del canal dejase de correr. (¡Con qué afán observaba yo esas aguas! ¡Cómo me escabullí más de una vez al mediodía, no para acercarme al viejo barco, sino para observar el casi imperceptible navegar de las burbujas, las pajitas, las ramitas, los desperdicios!)
Pero mis preguntas la molestaron. Mi papel era esperar. Fue algo más de una semana después cuando volví a hacerle una pregunta, pero esa vez sobre un tema diferente. Y después de eso, reprimí firmemente mi curiosidad.
—Nunca me hables de cosas que no entiendes de mí, o no volverás a verme.
Le había preguntado qué tipo de persecución habían sufrido ella y su padre en la ciudad, como para ir a parar a aquel lugar tan solitario, y en qué sitio de la ciudad habían vivido.Temeroso de perder el terreno que estaba seguro había ganado con ella, iba a ponerme a hablar de otra cosa, pero antes de encontrar las palabras me llegó de nuevo su tenue voz.
—¡Fue horrible, horrible! Dime, ¿acaso no son esas casas de debajo del puente, esas casas que hay a lo largo del canal, peores que mi barco? La vida allí era recluida y sigilosa. Yo no era libre como lo soy ahora, y la libertad que pronto tendré me hará olvidar las cosas que aún no he olvidado. ¡Qué griterío, qué injurias y blasfemias! ¡Piensa lo mucho que te gustaría estar encerrado en una de esas casas y temiendo por tu vida!
No me atreví a contestarle. Estaba sorprendido de que se hubiese dignado a decirme tanto. Pero, evidentemente, sus palabras implicaban que antes de venir avivir a la vieja y podrida embarcación había habitado una de aquellas horribles casas por las que yo pasaba cuando me dirigía hacia donde ella estaba. Aquellas casas, cada una de las cuales parecía el escenario elegido para un crimen.
Cuando me separé de ella aquella noche, me pareció que había estado muy osado. Y, sin embargo, al día siguiente mis pensamientos se vieron claramente perturbados por primera vez. Había estado viviendo en un sueño, y empecé a especular en cuanto a dónde me conduciría. Para entonces me había hecho francamente impopular en mi lugar de trabajo. No es que me hubiese creado enemigos, pero mis absurdas costumbres habían dado lugar a muchos comentarios adversos. Creo que no habría costado mucho trabajo hacer creer a todo el personal que yo estaba loco.
Me arrastraba día tras día, exhausto por la falta de sueño, consciente de sus miradas inquisitivas, sin vivir más que para la noche siguiente.
Un día abordé al hombre que me había invitado al campamento del otro lado del río.
—¿Has advertido alguna vez la fila de casas medio en ruinas que hay a lo largo del canal del lado de la ciudad? —le pregunté.
Me miró de una forma un tanto extraña. Supongo que se dio cuenta de lo que implicaba romper el silencio después de tanto tiempo.
—Qué gustos más raros tienes, Morton —dijo al cabo de un momento—. Supongo que es que a veces deambulas por lugares extraños. Pero mi consejo es que te mantengas lejos de esas casas. Son siniestras y tienen muy mala fama. Puedes muy bien poner en peligro tu vida si vas por allí a fisgar. Han sido escenario de varios asesinatos. Por qué diablos ibas tú a querer investigarlas...
—No es que piense investigarlas —dije—. Me han interesado sencillamente desde fuera. A decir verdad, es que he oído una historia, un rumor —aunque no importa dónde—, sobre una joven y su padre que tuvieron que huir de allí. ¿Has oído esa historia alguna vez?
Barrett me miró de forma extraña, como se mira al hablar de algo horrible que ha pasado pero que es tan espantoso que el mero hecho de mencionarlo hace revivirlo.
—Lo que cuentas me recuerda algo que decían que había ocurrido allí —contestó —. Apareció en todos los periódicos. Un niño desapareció en una de esas casas y se acusó a un padre y a una hija de habérselo llevado. Se les acusó de, bueno, no me gusta hablar de semejantes cosas. Fue sumamente desagradable. Se encontró el cuerpo del niño; o, más bien, se encontró parte de él. Estaba mutilado. Tenía una herida muy grave en el cuello, según se supo después, y era como si le hubiesen chupado la sangre. Fue encontrado en el cuarto de la chica, escondido. El anciano y su hija huyeron antes de que se avisase a la policía. Se rastreó la zona pero no se les encontró. Debes de haberlo leído en los periódicos hace un par de años.
En efecto, lo había leído, pero lo recordé después. De nuevo me invadió una terrible duda. ¿Quién era esa chica, qué era esa chica, que parecía tener mi corazón en sus manos?
Embotado por el agotamiento, ofuscado por un horrible encantamiento, no tenía la cabeza para pensar. Y, sin embargo, un proceso mental, semejante al que salva al sonámbulo situado a una altura peligrosa, me estaba dando la voz de alarma. Tenía la mente repleta de imágenes tenebrosas. Había mujeres, sobre las que había leído y oído hablar, que asesinaban por satisfacer su sed de sangre. Había fantasmas, espectros —llámeselos como se quiera: sus nombres han sido legión en las tétricas páginas de ciertas tradiciones que se remontan a la infancia de la raza humana.
Vampiros —así se les llamaba—. Cadáveres de día, espíritus del mal por la noche. Matan el alma y el cuerpo de sus víctimas, pues quien muere del beso del vampiro, que deja su señal en el cuello, se convierte también en vampiro.
Sobre todas esas cosas había leído. Y en este último día en la oficina, recordé que había leído que esos espectros tenían una limitación en sus vuelos nocturnos: no podían cruzar el agua que corre.
Esa noche seguí el camino de siempre, reconociendo plenamente la desgracia de ser víctima de un encantamiento más fuerte que mi débil voluntad. Me acerqué a la zona donde se encontraba la embarcación en el momento en que el lejano reloj de la ciudad daba la primera campanada de las doce. No había luna y el cielo estaba encapotado. Relámpagos de calor parpadeaban bajos en el firmamento, y parecía que procedían de todas las direcciones limitando el horizonte, como si hubiese unos incendios invisibles detrás de los confines de la tierra. El intermitente resplandor me permitió ver algo nuevo: entre el viejo barco y la orilla del canal se extendía una sombra larga, delgada, de aspecto sólido: ¡habían bajado una pasarela!
En ese momento me di cuenta de que había estado jugando con unos poderes del mal que no tenían intención de dejarme marchar y que estaban ciertamente a punto de apoderarse de mí de manera inexorable. ¿Por qué había acudido esa noche? ¿Por qué, a no ser que aquel hechizo al que me habían sometido fuese más fuerte, y mucho más irrompible, que cualquier otro hechizo de amor?
Detrás de mí, en la oscuridad oí el crujir de una ramita y algo pasó rozándome el brazo. Esto suponía, por tanto, la realización de mi sueño. Supe, sin volver la cabeza, que el pálido y delicado rostro de ojos brillantes estaba cerca del mío, que no tenía más que extender el brazo para tocar la esbelta elegancia de la joven que tanto había ansiado atraer hacia mí. Lo supe, y debería haber sentido el éxtasis que había augurado. Pero, en su lugar, me dominaron los hedores pestíferos de la noche, pesados y opresivos por el calor, que no se veía aliviado ni por una brizna de aire.
Las hojas de los árboles colgaban inmóviles, como si realmente se estuviesen marchitando en las ramas. Haciendo un esfuerzo volví la cabeza. Dos manos me agarraron por el cuello. El pálido rostro estaba tan cerca que sentí su respiración en la cara. Y, de repente, todo lo que había de saludable en mi pervertida naturaleza ascendió al grado sumo. Ansiaba el contacto con la boca encarnada, como una flor oscura que se abría ante mí en la noche; la ansiaba y, sin embargo, la temía aún más.
Retrocedí y sujeté con firmeza las frágiles manos que trataban de asirme. Me encontraba frente al camino que llevaba a la ciudad. El sordo retumbar de un trueno rompió el tórrido silencio de la noche estival. El resplandor de un relámpago pareció rasgar la noche en dos. En lo alto, las nubes corrían locamente, adoptando formas fantásticas, empujadas por un viento que barría las alturas del firmamento sin producir ni un leve temblor en el aire de más abajo. Y por el canal, a lo lejos, la siniestra luz deslumbradora parecía estar jugando y saltando por encima de la fila de chabolas, malditas y embrujadas por el fantasma de un niño muerto.
Tenía la mirada fija en ellas, mientras me apartaba del pálido rostro y me debatía contra el abrazo que pretendía vencer la resistencia de mi voluntad. Y así pasó un prolongado momento. El resplandor se desvaneció del cielo y una más intensa oscuridad se abatió sobre el mundo. Pero cerca había una luz más amenazadora, fija en mi cara: la luz de dos ojos que vigilaban los míos, que me habían vigilado mientras yo, irreflexivamente, contemplaba las oscuras casuchas.
Esa joven —esa mujer, que había venido a mí porque yo insistentemente se lo había pedido— no me amaba, puesto que yo me había apartado de ella. No me amaba, pero no era solamente eso. Me había observado mientras dirigía la mirada hacia las casas que contenían su oscuro pasado, y estaba seguro de que había adivinado mis pensamientos. Sabía el horror que sentía por esas casas; sabía de mi recién nacido horror por ella. Y me odiaba por ello, me odiaba más perversamente.
¿Podría un ser humano abrigar tanto odio como el que yo leí, mientras mi temblor iba en aumento, en aquellos candentes fuegos, encendidos con lo que más me parecían los fuegos del infierno que la luz que debería brillar en los ojos de una mujer? Mi calma me abandonó; al llegar a ese punto comprendí que me habían empujado a una horrible pesadilla de la que no había escapatoria, ni vuelta a la realidad. Mientras escribo, esa sensación me sobrecoge de nuevo, hasta el punto de que apenas puedo seguir escribiendo, y de no ser por lo que tengo que hacer, saldría corriendo a la calle, gritando, para que encierren.
Sé que, horrorizado por el odio que vi en aquellos ojos, me hubiese ido. Pero las dos delgadas manos que me agarraron por el brazo fueron lo bastante fuertes para impedirlo. Me había librado del beso, pero no me iba a escapar del juramento que había hecho de servirla.
—Lo prometiste, lo juraste —me susurró al oído—. Y esta noche vas a cumplir tu juramento.
Mi juramento; sí, tenía un juramento que cumplir. Había levantado una mano hacia el oscuro cielo y había jurado servirla. Libremente, y por mi propia voluntad, había jurado.
—Déjame que te ayude a volver a tu barco —rogué—. Tú no sientes nada bueno hacia mí. Voy a volver a la ciudad y tú puedes volver con tu padre y olvidarme.
La risa con que recibió mis palabras no la olvidaré jamás.
—¡Así es que tú no me amas y yo te odio! ¿Acaso crees que he estado esperando todos estos aburridos meses a que se detenga el agua sencillamente para volver ahora? Cuando desviaron el agua hacia el canal, mientras dormía, de manera que ya no podría escapar hasta que dejase de correr, a causa de lo que soy; cuando la reclusión que compartimos dejó de importarle a mi padre. Puedes subir mañana al barco, si te atreves, y sabrás por qué. Soñé con esta noche. He estado sola, abandonada, hambrienta, pero ahora el mundo va a ser mío. Y eso, con tu ayuda.
Le pregunté qué quería de mí. Sabía que lo que quería se encontraba en la orilla opuesta del gran río, donde estaban los campamentos de verano. Y en la locura que me produjo el terror, me hizo comprender y obedecerla. Tenía que llevarla en brazos y cruzar el largo puente que atravesaba el río, que estaba desierto en las altas horas de la noche. El camino de vuelta a la ciudad fue largo esa noche, muy largo. Ella caminaba detrás de mí y yo no volvía la vista ni a la derecha ni a la izquierda. Pero al pasar por las casas medio derruidas las vi reflejadas en el canal y temblé al pensar en el niño.
Sé que pisamos el largo y ancho puente que cruzaba el río. Sé que la tormenta estalló allí, y que tuve que luchar por no caerme, y casi, me pareció, por no perder la vida, a causa del imponente diluvio. Y el horror que yo había invocado lo llevaba en brazos, agarrándose a mí, escondiendo la cabeza en mi hombro. Tan espantosa se había ido haciendo mi compañera que apenas pensaba en ella como mujer. La tormenta seguía bramando cuando saltó de mis brazos en la otra orilla. Y de nuevo continué caminando con ella contra mi voluntad, mientras los árboles agitaban sus ramas a mi alrededor, dejando al descubierto el pálido revés de las hojas con los fuertes y frecuentes resplandores que rasgaban el firmamento.
Y así seguimos, con las ramas volando por los aires, pero sin atinarnos gracias aun milagro de mala suerte, que evitó que ella o yo nos viésemos decapitados por las que caían. El río era una confusión de olas encopetadas que, al ser aplastadas por la violencia con que caía la lluvia, adoptaban formas extrañas. Las nubes, tal como las veíamos, eran como demonios surcando el cielo. Dejamos atrás, una tras otra, varias tiendas de campaña, y unas pocas en las que se veía una tenue luz detrás de las paredes de lona. Se paró delante de una tienda iluminada, indicándome que me quedase atrás. Vi su oscura silueta destacarse, la vi moverse sigilosamente hacia la puerta, y luego aumentar detamaño al entrar.
La oí hablar en los tonos bajos y conmovedores que me habían hechizado el alma la primera vez que nos encontramos:
—Perdón, me he perdido con la tormenta. Por favor, déjeme quedarme un momento. Estoy muy cansada y tengo mucho frío.
Sabía lo que iba a ocurrir. Le besaría y entonces...
Pero a mí me había perdonado el beso del vampiro. Y era porque tenía interés en utilizarme de otros modos.
Pude marcharme libremente esa noche. Dentro de aquella tienda ella podía satisfacersu sed de sangre, de la que llevaba tanto tiempo privándose. Me lo indicaba esa avidez que había habido en su voz. Las dos voces de la tienda se apagaron tanto que no oía las palabras. Sin embargo, esos tonos bajos hablaban por sí mismos. Y no había nada en el mundo que yo pudiese hacer para dar la voz de alarma. No se puede irrumpir en la tienda de un hombre y prevenirle contra la hermosa mujer a la que está a punto de besar, diciéndole que es un vampiro.
El que me encerrasen en un manicomio no iba a servir para salvar a nadie del mal que yo inconscientemente había desencadenado. Cabizbajo, aguantando la lluvia, que entonces caía más mansamente, descendí al borde del agua. El viento había amainado. Los carrizos susurraban a lo largo de la orilla. El estrépito de las olas se había reducido a un sombrío chapotear contra las rocas. Las nubes se desvanecían y se alejaban rumbo al horizonte, mientras yo permanecía pensativo, y la luna creciente brillaba distante y difusa detrás de un velode neblina. Y supe lo que tenía que hacer. Y sé, mientras escribo estas últimas líneas, lo que quiero hacer.
Cuando mi horripilante amor entró en la tienda de aquel otro hombre, supe que, por mucho que la aborreciese, no podía vivir sin ella. Me ha perdonado el beso del vampiro. Pero tendré eso de ella, en cuanto salve a otros de su maldición. Me lo he ganado con el alma. Llegaré a conocer ese oscuro éxtasis y voy a asegurarme de que nadie lo conozca después de mí.
Es extraño cómo le lleva a uno la vida desde la felicidad de la infancia y de la juventud hacia un destino decretado de antemano. Yo tenía un joven tío al que le entusiasmaban los antiguos libros de caballería, como a mí me ha entusiasmado lo macabro. Me hizo una espada de roble, y cuando se fue de voluntario a una de esas guerras de la gente pequeña, afiló la punta de la espada. Cayó en su primera acción, lejos, en tierra extranjera. La espada está colgada de mi pared. Nunca la he descolgado desde que él se marchó.
Empezó al fin a despuntar la aurora, asqueada y lavada por la tormenta. No los vi marcharse, pero sé que su víctima y amante habrá vuelto a cruzar el puente con ella en brazos, por encima del agua que corre. Pues, como es lo que es, tiene que volver a la vieja embarcación del canal. Allí tendrá que dormir hasta esta noche. Y allí iré a reunirme con ella entonces, pero llevaré la espada afilada, que mantendré oculta en la penumbra.
—He vuelto a quedarme contigo para siempre —le diré—. Ante mis ojos no puede haber ningún otro rostro de mujer; tan sólo el tuyo, en forma de corazón, pálido y bello. Abandonaría el cielo y me iría al infierno por un beso tuyo, y me alegraría de ello. Bésame ahora.
Y entonces tomaré la espada de madera, fatal para todos los vampiros, y la mataré.
Everil Worrell (1893-1969)
Relatos góticos. I Relatos de Everil Worrell.
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El análisis y resumen del cuento de Everil Worrell: El canal (The Canal), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Que odioso terminó siendo el protagonista.
En verdad un protagonista repugnante
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