Avichi: personas que nacen sin alma.
Uno de los infiernos más interesantes de todas las mitologías es el Avichi budista, que significa «sin movimiento» —o, literalmente, «sin ondulaciones»—; debido a que puede situarse en cualquier parte, o en todas partes, incluso aquí en la Tierra, entre nosotros.
El budismo se refiere al Avichi como el nivel más bajo del Naraka, el infierno, donde habitan los muertos que han cometido las peores atrocidades. Sin embargo, también las personas vivas pueden poblarlo, ya que este infierno no es un lugar físico, sino más bien un estado o condición psico-emocional, desde el cual no hay retorno y donde la premisa es languidecer eternamente.
Es decir que el Avichi no está situado en un lugar específico, sino que consiste en un estado o experiencia de miseria emocional para aquellos que se han entregado con devoción a mal. Lejos de asemejarse al Hades griego, el Hel nórdico, el Sheol hebreo, el Annwn celta, e incluso al Infierno cristiano, el ingreso al Avichi se produce cuando el sujeto rompe su vínculo con el Ego Superior, convirtiéndose básicamente en un ser sin alma.
Lo curioso es que este estado no necesariamente se experimenta después de la muerte, sino que puede producirse aquí, en el plano físico, donde aquellas personas condenadas al Avichi reencarnan sin alma, viviendo una vida plena de sufrimientos, volviéndose más y más bestiales a medida que transcurre el tiempo. Finalmente, después de varias reencarnaciones, la personalidad original del sujeto es aniquilada, quedando apenas un puñado de instintos voraces.
En cierto modo, el Avichi es la antítesis del Devachán, que en términos más o menos generales, e igualmente inexactos, podemos entender como Cielo, aunque muy lejos del concepto cristiano. Por suerte, no es tan sencillo ser condenado al Avichi. Hace falta más que un par de canalladas para conocer ese estado de perpetua miseria. Básicamente está reservado a aquellas personas que han alcanzado los más altos niveles de maldad.
Resulta interesante que la mecánica dentro del ciclo del Avichi sea tan flexible. Uno no ingresa en esa realidad necesariamente después de la muerte, tampoco entre dos reencarnaciones, sino que puede tener lugar dentro de la propia vida del sujeto. No obstante, una vez que comienza el ciclo del Avichi, al cual podríamos denominar como una especie de infierno ininterrumpido, la persona muere y renace una y otra vez dentro sus fronteras, sufriendo constantemente las mismas situaciones.
Quizás por eso el Avichi también es un epíteto del Myalba, la Tierra, es decir, el plano físico, donde coexisten las personas que reencarnan para alcanzar un estado de iluminación con aquellos que se encuentran prisioneros de una rueda que los sumerge más y más profundamente en la oscuridad.
El verdadero quiebre se produce, según el budismo, cuando la persona rompe su vínculo con el Ego Superior, es decir, cuando su personalidad formada en la Tierra se desvincula por completo de la espiritualidad, siquiera al nivel más básico. En esencia, se convierte en alguien sin alma.
El alma personal, para el budismo, es algo así como una hoja conectada a un gran árbol. Nuestros deseos, personalidades, inclinaciones, apetitos, son parte de una desvalida hoja, similar a muchas otras pero, al mismo tiempo, diferente; y que a su vez subsiste al estar conectada a la savia que fluye del árbol, la suma de todas las almas del universo forma una gran consciencia, que a su vez se manifiesta por una infinitud de representaciones temporales en el plano físico.
Para seguir con la misma imagen, la savia de aquel árbol cósmico arroja millones de personalidades sobre el plano físico. Algunas tienen una vida plena: brotan, crecen, se marchitan y renacen, mientras que otras se desconectan de la fuente a través del mal. Estas almas, al incorporarse al estado del Avichi, desaparecen después de un tiempo, sin dejar rastro, en un territorio tan siniestro que ni siquiera puede pronunciarse.
Pero no todo está perdido para los que habitan el Avichi. Mientras aún vive el cuerpo físico que ha perdido su conexión con el árbol todavía quedan esperanzas. Puede ser redimido, a veces a través de la comprensión y el arrepentimiento de sus actos, pero sobre todo mediante el esfuerzo y la determinación para enmendar el daño que ha causado. Esto, sin embargo, ocurre con muy poca frecuencia.
Reencarnación de personas sin alma.
Cuando una persona rompe definitivamente su contacto con el Ego Superior, se convierte en una entidad sin alma, volviéndose más y más animalesca a medida que pasa el tiempo. Tras la muerte de estos individuos, su destino más frecuente es la reencarnación directa, sin haber pasado antes por ninguna etapa de comprensión respecto de sus acciones, precisamente por estar desconectado del ciclo que lo engendró en primer lugar.
Cada reencarnación, en este contexto, trae un mayor y más profundo deterioro de sus capacidades espirituales. Por eso mismo se dice que la Tierra es el Avichi, y el peor Avichi posible; porque al estar separado de su propia esencia, de aquella consciencia global que reencarna con distintos matices y rasgos, la persona sin alma reencarna directamente en la Tierra, y siempre en una criatura inferior y más abyecta. De estos seres se desprende el mito de los Changelings, elementales criados por humanos.
El budismo es bastante duro al respecto. La persona sin alma solo es humano en apariencia y constitución, pero carece de espiritualidad, aún a un nivel muy rudimentario, lo cual lo sitúa en una posición de constantes sobresaltos kármicos a lo largo de su vida. De hecho, las causas y mecanismos del karma y la reencarnación operan sobre él en una espiral descendente; es decir, contraria al ascenso espiritual.
A medida que transcurren las reencarnaciones de la persona sin alma, cada vez más frecuentes y como producto de muertes violentas o prematuras, su ser se torna básicamente animal, elemental —lo cual no quiere decir que carezca de inteligencia, e incluso de genialidad, como veremos más adelante—, hasta que por fin se disuelve en el Kamaloka, donde habitan las almas de los animales.
Esencialmente podemos encontrar dos clases de personas sin alma en la Tierra: aquellos que han perdido su conexión con el Ego Superior (el árbol) en el transcurso de la vida presente, y aquellos que ya nacen sin alma, producto de una ingrata sucesión de reencarnaciones sin aprendizaje ni arrepentimiento en el medio.
Los primeros recién comienzan a desandar el camino del Avichi, mientras que lo segundos, tanto dentro como fuera de sus cuerpos humanos —ya que la reencarnación puede producirse en el Plano Astral, o mejor dicho, en el Bajo Astral—, se encuentran en las últimas etapas previas a la desintegración.
Ahora bien, las personas sin alma no necesariamente son estúpidas, sino más bien todo lo contrario. Poseen un grado de astucia extremadamente elevado, y nadie, a simple vista, podría decir que sobre ellos pesa la ausencia de alma. Pueden imitar todo el rango de emociones humanas, desde el amor a la tristeza, aunque siempre con una nota de exageración que puede despertar sospechas, como si fueran malos actores.
En esencia, los que nacen sin alma son incapaces de sentir empatía, y sus intereses están dirigidos únicamente hacia la satisfacción de sus deseos, casi siempre elementales y en función de una agenda donde predomina el mal. De ahí que el budismo los considere «animales» en términos espirituales.
La persona sin alma, decíamos, en ocasiones no se reencarna inmediatamente en el plano físico, sino que permanece en el plano astral, donde se convierte en una especie de ser que la teosofía denomina Morador del Umbral (Dweller on the Threshold). Sin un cuerpo físico que le permita ejercer acciones que expresen su arrepentimiento, si es que lo tiene, y así revertir su condición, el Morador del Umbral se fortalece en el mal y se convierte en una entidad independiente.
Estos seres no humanos del plano astral, ya que no solo carecen de alma, sino también de cuerpo físico, se dedican a hostigar a los vivos de diversas formas, generalmente alimentándose de nigromantes y practicantes de la magia negra, quienes a su vez los utilizan para sus odiosos ritos. Pueden manifestarse en el plano físico, y a ellos el budismo les atribuye la aparición de Fantasmas, Gente Sombra, Tulpas, Ghouls, Formas de Pensamiento, y toda clase de criaturas nefastas.
Así como el Avichi es el opuesto del Devachán, la existencia inmaterial de las personas sin alma finalmente los conduce a un estado llamado Manvantara, el opuesto, a su vez, del Nirvana.
En esencia, el Nirvana es el cierre del ciclo de reencarnaciones, en donde el ser alcanza la plenitud. El Manvantara, por el contrario, es la condición de existencia más baja que existe, un estado de horror y miseria tan insondables que ni siquiera los sabios se han atrevido a dar cuenta de sus características.
El verdadero objetivo del Mal, al menos dentro de esta filosofía, es absorber la mayor cantidad de personas hacia el Manvantara; es decir, conducir a la humanidad hacia el punto más alejado del Nirvana.
Los Señores del Mantanvara bien pueden ser vistos como demonios, ya que las personas sin alma que lo habitan han cortado todo contacto con las siete esferas de existencia. Son, en resumen, los desgraciados habitantes de la octava esfera, que a su vez tiene dieciséis grados menores.
En los primeros catorce, la entidad, después de atravesar prolongados períodos de sufrimiento, pierde sus siete sentidos astrales y espirituales. Los misterios de los últimos dos grados no se comunican, no pueden escribirse, ni siquiera pronunciarse.
Quizás el concepto de Avichi sea, después de todo, uno de los más interesantes en términos de cómo el ser humano concibe el infierno; en este caso, no ya como un lugar físico, sino como un estado, una condición, que puede atravesarse incluso en nuestro planeta.
Frente a esa posibilidad, es justo razonar que el ritmo de personas que alcanza el Nirvana es mucho más bajo que el de los que se sumergen en el Mantanvara, el pozo más oscuro del Avichi.
Fenómenos paranormales. I Parapsicología.
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4 comentarios:
Sumamente interesante y muy bien explicado, muchas gracias.
Creo que yo soy un humano sin alma...
Me recuerda a lo que dicen los ummitas, que contemplan como posibilidad que la perversidad de alguien sea tan grande que su alma quede más allá de la posibilidad de ser purgada post-mortem, de modo que no puede comunicarse con otras almas ni con el Alma Planetaria, quizá sólo con almas en el mismo estado de perversidad, pasando toda la eternidad en un perpetuo aburrimiento.
Yo creo que tampoco tengo alma, a ver si me muero pronto
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