¿De qué hablan los poetas cuando NO HABLAN DE AMOR?
Si el hecho poético implica una multiplicidad de interpretaciones, cualquier referencia directa, por ejemplo, al amor, debería significar algo más, si es que quiere seguir siendo poesía. Esto no ocurre muy a menudo; de hecho, cuando los poetas hablan de amor, en general, la cagan.
El problema de las interpretaciones es que existen tantas como intérpretes, lo cual dificulta enormemente la creación de un mensaje sin ambigüedades. Un poeta puede utilizar la palabra rosa, sin ambiciones metafóricas, e inducir al lector a la sospecha de que, en realidad, está hablando sobre oscuros reflejos vasodilatadores.
En el romanticismo las cosas eran más simples y, a la vez, más complicadas.
Por aquel entonces, los poemas de amor eran sustitutos de la experiencia; es decir, una herramienta por la cual el poeta ejercitaba la habilidad de poseer, en el discurso, aquello que era incapaz de controlar en la vida real.
Por eso los poemas de amor florecieron como una hermosa plaga en el romanticismo, y también por eso, tal vez, hoy en día proliferan los poemas acerca de la desesperación, el desamparo, la soledad, en síntesis, aquello que el poeta no puede controlar en la vida real.
El amor —hay que decirlo— a veces se inscribe en esta categoría, pero casi siempre como un ejercicio del ingenio a propósito de algún desengaño.
Incluso podemos pensar que un buen poema solo puede provenir de una circunstancia que el poeta sea incapaz de manejar en la realidad; es decir, de un conflicto.
En última instancia, ¿quién puede soportar el poema de amor de un tipo enamorado? Ahí no hay conflicto, por eso mismo, el hecho poético tampoco está presente. Lo sí puede existir, si tenemos suerte, es la pericia del autor, o la presencia de un lector impresionable.
El paisaje rural que conmueve al poeta en lo más hondo de su ser no tiene valor estético para el hombre de campo, lo mismo que las estrellas son versificadas por aquel que no duerme a la intemperie.
El mismo principio podría llevarse a otros formatos, como el relato o la novela. Ciertamente se pueden escribir muy buenas obras sin que el autor sea detective, mago o asesino; pero la excelencia, que siempre es el producto de una gran obsesión, solo puede alcanzarse al trabajar sobre un conflicto personal.
Corriendo el grave riesgo de salpicar al lector con una observación autorreferencial, confieso que no me interesa ninguna obra de ficción que no provenga de esa matriz. Y uno aprende, créame, a reconocer las obras que provienen de una obsesión.
Volvamos.
La poesía del romanticismo es, en esencia, una poética de la ausencia. Toda la buena poesía lo es.
En este contexto, el significado de la palabra AMOR cambia por completo, transformándose de la vaga definición de un sentimiento en una abstracción que representa la grieta entre el deseo y su realización.
La palabra AMOR —dentro del marco del romanticismo— puede ser una metáfora de muchas cosas, pero nunca de algo que culmina en su realización; sino más bien una síntesis de todas aquellas cosas que valen la pena en la vida, y que tal vez por eso poseen una fragilidad estremecedora.
Es así que los poetas románticos, cuando hablan de amor, tratan de llenar el vacío resultante de la pérdida —de una ausencia—, y de ese modo recuperar la experiencia en el discurso.
Es por eso también que los mejores poemas de amor, los que carecen de fecha de vencimiento, son esencialmente repetitivos: el conflicto se expone una y otra vez, como un ritmo, una cadencia, un movimiento que oscila entre la pasividad de la aceptación y su completo dominio.
Taller de literatura. I Egosofía.
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