Consejos para terminar con los poemarios.
Libro de quejas del profesor Lugano.
Nos consta que el arte es subjetivo, así como toda crítica, análisis o estudio que se realice sobre él también lo es; de forma tal que en esta densa cerrazón de subjetividades todo está permitido en el plano teórico, e incluso en el experimental: todo es arte, señores, todo es poesía.
En esta alegre tapera —sobre todo para las editoriales de vanguardia, que se arriesgan por sus obras siempre que el autor gestione la tinta que mean las imprentas—, los poemarios abundan, como una plaga, una peste que se esparce desde las realidades más tediosas.
El procedimiento, análogo a las reuniones de Tupperware, es loable: el autor paga la edición y se compromete a vender una cantidad más o menos utópica de ejemplares; entonces sí, se realizan las presentaciones correspondientes en bares que ostentan sifones vacíos —pero viejos, de antes—, se hacen lecturas, interpretaciones en vivo, improvisaciones, hasta que por fin un grupo de amigos espartanos —que nunca antes han comprado un libro— efectúan una generosa inversión en reconocimiento al autor.
Es decir que el poeta debe contar con unos cien amigos para no salir en desventaja frente a la estupenda oportunidad que le ha ofrecido la editorial. Y si cualquier poeta con cien amigos ya nos despierta alguna sospecha, podemos deducir que la adquisición de un poemario en semejante situación de apriete es razón suficiente para reducir esa cifra dramáticamente en el futuro inmediato.
Pongámonos por un momento en lugar de aquel amigo, de aquella tía que asiste a la presentación de nuestro poemario. ¿Acaso el poeta, por su oficio, debe salir indemne de la presión a la que somete a sus allegados?
¿Acaso un carpintero organiza semejantes aquelarres con el propósito de vender sus sillas a un público cautivo? Convengamos que algunos sí lo hacen, pero también que una silla siempre es más útil que un poemario.
Es justo decir que la fauna que asiste a esta clase de reuniones es muy variada. Están los amigos de verdad, —pocos, amuchados en una mesa del fondo—, las parejas, los familiares cercanos, los no tan cercanos, los que el poeta ni siquiera se ha tomado el trabajo de invitar a su cumpleaños, y los autores, es decir, los otros poetas que luego invitarán al anfitrión a sus propias quermeses autogestionadas.
Esta especie es la más desagradable. Uno puede entender, y hasta justificar, que la pareja del poeta asista a la función con sus mejores mocasines, e incluso que, en privado, acorralado por futuros reproches, lea uno o dos poemas e invariablemente se halle a sí mismo en todos. ¿Qué otra opción le queda? El divorcio, con suerte, la separación de bienes, y acaso convertirse en el blanco de futuros desaires versificados.
Pero los autores, esos otros poetas que giran en un ciclo interminable de presentaciones y presentados. ¿Cómo ahuyentarlos? Las comidas con alto contenido de grasas son una excelente alternativa para generar cierta desorientación. Es sabido que los poetas contemporáneos, lejos de entregarse al láudano y el opio, prefieren la rúcula.
Tal grado de veneración en el público suele emocionar al poeta. Al concluir la presentación, un tanto exigua en opciones, agradece la visita y firma a diestra y siniestra cuanto ejemplar se le ponga adelante. Esta es una buena oportunidad para deslizar pagarés, seguros de caución, pero también para gratificar al comprador con el ejercicio de la memoria.
Para la tía Rita, por tantos recuerdos imborrables.
Sería bueno dar cuenta de al menos uno de esos recuerdos imborrables, habida cuenta que la tía Rita se ha venido hasta San Telmo desde Don Torcuato, en tren, y se siente un poco confundida respecto de su propia identidad.
¿Cómo terminar con los poemarios?
La tarea es ardua, pero no imposible.
Podemos empezar por seguir asistiendo a esos ágapes y, una vez dentro, efectuar pequeños actos de sabotaje. Un bostezo sonoro durante una lectura a viva voz, desde la penumbra clandestina de las mesas del fondo, acaso podría influir en el estado de ánimo de los inversores.
En este punto no queda más que confesarlo: no tenemos una receta infalible para terminar con los poemarios; pero debemos hacer algo, cualquier cosa, para que esa epidemia que usurpa los mejores bares de trampa se traslade, por ejemplo, a los templos evangélicos, insuperables en términos de acústica.
No hay mucho más para agregar al respecto, salvo que nos gusta la poesía, y también algunos poemarios. Lo que nos causa cierta urticaria es esa obsesión casi adolescente con el papel impreso.
Versificar no es hacer poesía, y publicar es, al acto de escribir, lo mismo que un micrófono al canto: algo secundario, útil en presencia de un gran público pero jactancioso para cantar en la ducha.
Yo soy un tipo maduro, por no decir decrépito; y es por eso que desde hace muchos años que ya no me urge salir corriendo del telo para contarle a los muchachos mis proezas, casi siempre imaginarias. Me gusta quedarme ahí, en la experiencia, me gusta escribir; porque publicar, a veces, se parece demasiado a una infidencia desleal, no a un sinceramiento, hecho en el peor lugar posible y frente a la gente equivocada.
Filosofía del profesor Lugano. I Taller de literatura.
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2 comentarios:
Me ha encantado este texto y me he reído mucho de sus reflexiones. Quisiera pedir permiso para reproducirlo.
Me alegra que te haya gustado, Roberto. Y, por cierto, ningún problema con su reproducción, si consideras que vale la pena, claro. Saludos.
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