«Autómata»: A.E. van Vogt; relato y análisis


«Autómata»: A.E. van Vogt; relato y análisis.




Autómata (Automaton) es un relato fantástico del escritor canadiense A.E. van Vogt (1912-2000), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1950 de la revista pulp Other Worlds Science Stories, y luego reeditado en la antología de 1951: Aventuras en el mañana (Adventures in Tomorrow).

Autómata, uno de los grandes cuentos de A.E. van Vogt, y sin dudas uno de los mejores relatos de robots del período, nos sitúa en el futuro, donde los seres artificiales secretamente empiezan a duplicarse a sí mismos en números inquietantes.

Los autómatas logran infiltrarse en todos los sustratos del Estado, hasta tomar control del mundo en la práctica, prohibiendo cuestiones elementales para el ser humano, como el amor, y convirtiendo a todos los que están en su contra en artificiales de segundo orden.

Frente a tamaña ofensa la humanidad se alza en armas contra los autómatas, los cuales se llaman a sí mismos Tobors, es decir, Robots al revés, palabra que encuentran sumamente ofensiva. Pero del mismo modo en que los autómatas originales se rebelaron contra la humanidad, los propios artificiales, fabricados por los autómatas, también se rebelan contra sus creadores.

Si bien a esta altura la idea de seres artificiales que se alzan en contra de la humanidad parece ser un cliché de la ciencia ficción, en los años '50, donde el relato pulp ya comenzaba a decaer en términos de popularidad, todavía era aceptable. En este sentido, Autómata, de A.E. van Vogt, es uno de los ejemplos más bellamente grotescos de la inteligencia artificial y las computadoras en la ciencia ficción.




Autómata.
Automaton, Alfred E. van Vogt (1912-2000)

El autómata humano se movió con dificultad en su pequeño y casi invisible avión. Aguzó la vista, escudriñando el cielo que se extendía ante él. De la inmensidad azul surgieron dos llamaradas. E instantáneamente, el avión entró en caída libre. Al principio fue cayendo lentamente, luego con más rapidez, hacia las líneas enemigas. Cuando se acercó a la Tierra, entró en acción un mecanismo de resistencia. La velocidad de caída se hizo menor. El autómata tuvo tiempo de divisar las ruinas de una vasta ciudad. El aparato fue a caer silenciosamente en el refugio del destruido sótano de lo que fue un edificio.

Transcurrió un instante hasta que comenzó a silbar la radio. Unas voces extrañas para él estaban sosteniendo una conversación.

—¡Bill! —exclamó la primera.

—¡Dispara!

—¿Lo hemos atrapado?

—No creo. No de modo definitivo. Creo que se hallaba bajo control parcial, por causa del aparato de seguridad que poseen. Mi huésped estará por aquí cerca, con el motor estropeado.

—Sí, seguramente.

—Ya conoces el procedimiento cuando uno de ellos queda dentro de nuestras líneas. Hay que emplear la psicología. Llamaré al Buitre.

—Ya estoy harto de salir a estas líneas. ¡Dáselo a ellos!

—Bien. Notifica la llegada.

—Está ahí abajo. ¿Deberíamos ir a atraparlo?

—No. Los autómatas que envían hasta aquí son los más inteligentes. No podríamos capturarlo. Sería lo bastante rápido como para usar cualquier arma, y tendríamos que matarlo. ¿Y quién puede querer matar a estos pobres y atormentados esclavos? ¿Has captado su imagen?

—Sí, estaba escuchando con una expresión muy concentrada. Un tipo bien parecido.

—¿Cuál será el número de ese tipo?

Hubo una pausa. El autómata se movió con inquietud. ¿Su número? El noventa y dos, naturalmente. ¿Cuál si no? La voz volvió a dejarse oír.

—Ese chico no recuerda posiblemente que antes tenía un nombre.

—¿Quién habría pensado, cuando fabricaron al primer duplicado humano, que hoy, apenas medio siglo después, estaríamos luchando por defender nuestras vidas contra personas exactamente iguales a nosotros, si exceptuamos que ellos son eunucos por naturaleza?

El autómata prestaba una vaga atención al diálogo de los dos invisibles interlocutores. De vez en cuando asentía, cuando sus observaciones le recordaban algo que había casi olvidado. Los duplicados humanos recibieron, al principio, el nombre de robots. Pero éstos, resentidos por tal denominación, la cambiaron por la de Tobor, o sea, robot al revés. Los Tobors habían demostrado ser grandes científicos, y en los primeros tiempos nadie advirtió la rapidez con qué se posesionaban de todos los cargos científicos en todos los lugares de la Tierra.

Tampoco se observó inmediatamente que los Tobors estaban llevando a cabo, en secreto, una campaña de duplicación a una tremenda velocidad. El gran golpe para la masa humana tuvo lugar cuando los gobiernos secretamente conducidos por los Tobors, en todos los continentes, dictaron leyes simultáneamente declarando que, a partir de aquel momento, la duplicación sería la única forma de procreación permitida. El sexo se prohibió con una penalidad de multa para la primera transgresión, la cárcel para las siguientes, para los recalcitrantes, en fin, los Tobors inventaron un proceso que convertía a los delincuentes en autómatas.

Una organización de policía especial –que venía ya de antes– se dedicó a administrar la nueva Ley. Los oficiales Tobors entraron inmediatamente en acción, y cada día se registraban disturbios callejeros. Ninguno de ambos bandos pensó en llegar a una fórmula de compromiso, por lo que al cabo de dos semanas había estallado la guerra.

—Ya ha escuchado suficiente —dijo Bill—. Vámonos.

Se oyó una leve carcajada y luego todo quedó en silencio. El autómata aguardaba, trastornado. Por su mente pasaban vagos recuerdos de un pasado en el que no existió la guerra, y en algún lugar, veía la imagen de una joven y de otro Mundo. Aquellas imágenes irreales se desvanecieron. Y de nuevo no quedó más que aquel extraño avión, que casi se ajustaba metálicamente a su cuerpo. Tenía la necesidad de continuar, de tomar vistas aéreas.

Sintió el impulso del avión como respuesta a su pensamiento, pero no se produjo ningún movimiento. Durante varios segundos, el autómata permaneció en estado letárgico, y luego volvió a formular la orden de vuelo. Una vez más el aparato se estremeció con esfuerzo, pero no se produjo el despegue.

—Algo debe haber caído sobre el aparato —pensó el autómata lentamente—, y lo mantiene preso. Tengo que salir.

Luchó por liberarse del metal que le aprisionaba. El sudor resbalaba por sus mejillas, pero al fin logró llegar al exterior, con polvo hasta los tobillos. Como le habían enseñado en caso de tales circunstancias, comprobó su equipo: las armas, las herramientas, la mascarilla antigás. Se tendió cuan largo era sobre el suelo cuando la enorme y obscura nave pasó por el cielo, en vuelo rasante, para aterrizar a varios centenares de metros. Desde su posición supina, el autómata vigilaba, pero no observó la menor señal de movimiento.

Extrañado, el autómata se puso en pie. Recordó que uno de los dos invisibles interlocutores había dicho que iba a llamar al Buitre. Estaba claro que le reservaban una estratagema con su fingida marcha. En el casco de la nave se destacaba claramente un nombre: Buitre 121.

Su aparición parecía sugerir la inminencia de un ataque. Su boca fuerte y decidida se tensó. Pronto aprenderían que no era bueno combatir contra un esclavo de los Tobors. Lucharía por los Tobors, moriría por ellos.

La joven observaba en tensión mientras el piloto hacía descender el avión ultraveloz hasta las ruinas de la ciudad donde se hallaba el Buitre. La enorme nave era inconfundible. Se elevaba sobre los restos de un muro. Era un inmenso bulto negro contra la uniformidad gris de los cascotes. Hubo un choque y luego la joven saltó del aparato, asiendo su bolsa.

Su tobillo derecho se torció cruelmente dos veces, mientras corría sobre el desnivelado suelo. Sin aliento, ascendió por la estrecha escalerilla. Se abrió una puerta de acero. Una vez en el interior, la joven miró a su espalda. Se cerraron las puertas, comprendió que se hallaba a salvo. Se detuvo en seco, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra de aquella estancia de metal. Al cabo de un momento divisó a un grupo de hombres. Uno de ellos, un individuo bajo con gafas y de rostro afilado, se adelantó. Tomó la bolsa de la joven con una mano, y con la otra la asió de la mano, estrechándosela calurosamente.

—Buena chica, señorita Harding, ha sido usted muy puntual. Estoy seguro del hecho que ninguna nave espía de los robots ha podido identificarla durante el medio minuto que ha durado su vuelo, perdóneme —sonrió, disculpándose—. No debía llamarles robots, ¿verdad? Han invertido el nombre. Ahora es Tobor. Lo cual significa un mayor ritmo y, psicológicamente, más satisfacciones para ellos. Bien, ahora ya se ha serenado. A propósito, soy el doctor Claremeyer.

—Doctor —preguntó la señorita Harding—, ¿está seguro que es él?

—Sin duda se trata de su prometido, John Gregson, un químico extraordinario.

Un individuo más joven le interrumpió. Avanzó y tomó la bolsa que sostenía el doctor Claremeyer.

—La patrulla captó la imagen por el nuevo proceso, que nosotros sintonizamos con las placas comunicadas. La imagen fue retransmitida al cuartel general y después a nosotros —Hizo una pausa, sonriendo con cierto encanto—. Me llamo Madden. Éste de la cara alargada es Phillips. Ese otro tipo de pelo alborotado, que se pasea como un elefante, es Rice, nuestro veterano. Y ya conoce al doctor Claremeyer.

La señorita Harding se quitó el gorro con una mano nerviosa. Las sombras se retiraron de su cara a sus ojos, pero insinuó una sonrisa en sus labios.

—Señor Rice, he vivido con un hombre cuyo apodo era Ciclón Harding. Para él, nuestro lenguaje corriente es un enemigo al que ataca con todas las armas de las que dispone. ¿Contesta esto a sus disculpas?

El hombrón sonrió.
—Usted gana. Pero vayamos al grano. Madden, usted que posee un cerebro que piensa en palabras, cuéntele a la señorita la situación.

—De acuerdo. Tuvimos la suerte de estar en vuelo bastante cerca cuando nos avisaron que un autómata había caído con vida. Tan pronto como llegó la identificación, le pedimos al cuartel general del ejército que dispusiera un círculo defensivo con todos los aviones disponibles. Casi desguarnecieron todas las líneas para ayudarnos —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Tenía que hacerse con todo cuidado, para evitar que los Tobors tuviesen la menor idea de lo que nos proponíamos. Su prometido no puede despegar, creo que no queda duda. Y no puede ser rescatado, a menos que los Tobors acudan y nos tomen momentáneamente por sorpresa. Nuestro problema consiste ahora en capturarle vivo.

—Y esto, como es natural —continuó Claremeyer—, puede ser fácil o difícil. Por desgracia, hay que actuar con rapidez. Los Tobors no tardarán en advertir esta concentración de fuerzas, después examinarán sus archivos, analizarán al menos una parte de la situación y actuarán en consecuencia. Uno de los aspectos más tristes es que en el pasado hemos sufrido un buen porcentaje de fracasos. Claro, debe usted comprender que nuestra táctica es casi enteramente psicológica, basada en impulsos fundamentalmente humanos.

Con gran paciencia, expuso el método.

—¡Noventa y dos! ¡Sorn te habla!

La voz sonó insistente, fría, en la radio que el autómata llevaba en la muñeca. Se estremeció sobre el suelo de cemento del refugio.

—¿Sí, Amo?

Aparentemente, el contacto era lo único que deseaban, ya que el otro contestó:

—¡Todavía vive!

La voz sonó muy apagada esta vez, como si el humanoide se dirigiese a otro ser.

—Normalmente no me habría molestado —repuso otra voz con cierta vacilación—, pero éste es el que destruyó su expediente. Y ahora un Buitre intenta salvarle.

—Siempre lo hacen.

—Lo sé —el segundo interlocutor parecía impaciente—. Sin embargo, creo que ya le hemos concedido mucho tiempo, más de lo normal. Y se da el hecho que esta nave está en contacto con el cuartel general mediante una serie de mensajes cifrados. Además, hace poco se ha presentado una mujer.

—Casi siempre emplean mujeres en sus operaciones de rescate —la voz del otro Tobor sonaba desdeñosa.

Esta vez reinaron varios segundos de silencio. Por fin, el que parecía más vacilante volvió a hablar.

—En mi departamento he tenido conciencia del hecho que en nuestras operaciones de hace dos años capturamos a un químico humano que, según se puso de manifiesto, había descubierto un proceso para sexualizar a los Tobors.

El disgusto emotivo era demasiado para él, y a pesar de la sinceridad de sus siguientes palabras, le tembló la voz.

—Por desgracia, lo supimos demasiado tarde como para poder identificar al individuo. Aparentemente, lo habían ya hecho pasar por una entrevista rutinaria, y privado de la mente —recuperó el control de sí mismo y continuó con sarcasmo—: Como es lógico, pudo tratarse de una historia sólo de propaganda, destinada a inquietarnos. Y sin embargo, nuestra Inteligencia informó, entonces, que una atmósfera de depresión y malestar se había apoderado del cuartel general de los humanos. Por lo visto, atacamos una ciudad, capturamos a ese tipo, destruimos su laboratorio y quemamos sus papeles.

Su tono implicaba un encogimiento de hombros.

—Fue uno de tantos centenares de ataques, imposible de identificar. Los prisioneros capturados en tales ataques no se diferencian de los obtenidos por otros sistemas.

—¿Debo ordenar que lo maten?

—¿Sabes si lleva armas?

—¿Tienes una detonadora lanzallamas, noventa y dos? —preguntó la voz.

El autómata humano, que había escuchado la conversación con ojos ausentes, el cerebro absorto, se puso en tensión al oír aquella pregunta a través de la radio de su muñeca.

—Tengo armas manuales —contestó monótonamente.

Una vez más, su interrogador se apartó del micrófono.

—¿Y bien?

—La acción directa es muy peligrosa —dijo el segundo Tobor—. Ya sabes que se resisten al suicidio. A veces, esta idea les saca de su estado de automatismo. La voluntad de vivir es demasiado fuerte.

—Entonces volvemos al principio.

—No. Dile específicamente que se defienda de la muerte. Es algo diferente. Es una apelación a su lealtad, a su odio adoctrinado hacia nuestros enemigos, los humanos, y a su patriotismo por la causa Tobor.

Tendido entre los cascotes, el autómata asintió cuando la firme voz del Amo le dictó sus instrucciones. Naturalmente, hasta la muerte, sí.

Por la radio, Sorn no pareció satisfecho.

—Creo que tendremos que forzar las cosas. Habrá que concentrar nuestros proyectos en la zona y averiguar lo que sucede.

—En el pasado siempre han aceptado estas instrucciones.

—Sólo hasta cierto punto. Creo que deberíamos comprobar sus reacciones. Opino que este hombre soportó demasiado durante su cautiverio y ahora se ejercen fuertes presiones sobre él.

—Los seres humanos son astutos —afirmó el otro—. Algunos sólo ansían volver a su hogar. Éste parece ser un poderoso motivo —Su objeción había sido retórica. Tras un momento de silencio, levantó la vista y añadió con decisión—: ¡Está bien, atacaremos!

Una hora después del anochecer, un centenar de proyectores estaban iluminados en cada bando. La noche brillaba con sus resplandores.

—¡Caramba! —exclamó, Rice, al entrar en la nave; su rostro cuadrado estaba rojo por el esfuerzo; cuando la puerta se cerró a sus espaldas, jadeó—. Señorita Harding, su prometido es un hombre peligroso. Se siente muy feliz y necesita más propaganda.

La joven palideció. Había contemplado el intento de Rice de colocar la pantalla en posición desde la gran ventana enrejada del observatorio.

—¡Tal vez debiera salir ahora! —propuso ella.

—¿Y matarse? —el doctor Claremeyer avanzó, parpadeando tras sus gafas—. No se engañe, señorita Harding. Sé que parece increíble que el hombre a quien usted ama haya cambiado tanto, hasta el extremo de matarla si la viese, pero tiene que aceptar la realidad. El hecho que los Tobors hayan decidido combatir por él aún empeora las cosas.

—¡Malditos! —se quejó ella—. ¿Y qué van a hacer ahora?

—Más propaganda.

—¿Cree que los oirá por encima del clamor de los proyectores? —la joven estaba asombrada.

—Sabe de qué se trata —afirmó el doctor Claremeyer—. La pauta ya ha quedado establecida. Incluso una sola palabra le recordará todo el proceso.

Unos momentos más tarde, la muchacha escuchaba, mientras los altavoces radiaban su mensaje:

— Eres un ser humano. Nosotros también somos seres humanos. Fuiste capturado por los robots. Y nosotros queremos rescatarte de entre sus manos. Los robots se hacen llamar Tobors porque suena mejor, pero son robots. No son seres humanos, y tú sí lo eres. Nosotros somos seres humanos y queremos rescatarte. Haz lo que te pidamos. No hagas nada de lo que te digan ellos. Queremos tu bienestar y tu salvación. Nosotros queremos salvarte, sí.

La nave se movió con brusquedad. Un momento después, llegó el comandante del Buitre.

—Tengo que dar la orden de despegue. Volveremos al amanecer. Los Tobors deben estar perdiendo equipo a gran velocidad. Para ellos es la lucha por la posesión de una avanzada, pero también resulta un objetivo demasiado importante para nosotros.

Debió pensar que la joven acogería mal la orden de retirada, y entonces le explicó en voz más baja:

—Debemos emplear todas las precauciones posibles para preservar la vida de un esclavo. Ha sido entrenado precisamente para eso. Además, hemos instalado la pantalla y la imagen se verá una y otra vez. Asimismo —añadió—, nos han dado permiso para entrar en contacto directo con él.

—¿Y eso qué significa?

—Que emplearemos una señal débil que no servirá más que a unos centenares de metros. De esta forma, los Tobors no podrán sintonizar lo que nosotros digamos. Nuestra esperanza reside en que haya sido lo suficientemente estimulado para revelarnos su fórmula secreta.

La señorita Harding permaneció sentada largo rato, con el ceño fruncido.

—No estoy segura de aprobar lo de las imágenes por la pantalla.

—Tenemos que atacar los impulsos básicos del ser humano —observó juiciosamente el comandante.

Y se marchó.

John Gregson, que había sido una autómata, se dio cuenta que estaba aferrado a una pantalla muy brillante. Al tomar conciencia de sus actos, fue demorando su frenético intento de asir las engañadoras formas que le habían hecho salir del refugio. Retrocedió.

A su alrededor todo eran tinieblas. Cuando se volvió para retroceder, tropezó con una traviesa retorcida. Estuvo a punto de caer, pero logró impedirlo aferrándose al metal, chamuscado y carcomido. Crujió bajo su peso y en las manos se le quedaron varios diminutos fragmentos de metal. Se retiró afanosamente hacia la obscuridad para aprovechar mejor el reflejo luminoso. Por primera vez advirtió que estaba en una ciudad destruida.

—¿Cómo he llegado aquí? —pensó—. ¿Qué me ha ocurrido?

Una voz que surgió por la radio de su muñeca le hizo dar un respingo.

—¡Sorn! —gritó la voz con insistencia.

Aquel tono helado inmovilizó a John Gregson. En su cerebro, muy hondo, una campanilla pareció tañer su primer aviso. Estaba a punto de contestar, cuando se dio cuenta que la voz no se había dirigido a él.

—¿Sí? —la respuesta pareció llegar desde una larga distancia.

—¿Dónde estás ahora?

—He aterrizado a medio kilómetro de la pantalla —dijo Sorn—. Me he equivocado, ya que quería acercarme más. Por desgracia, al aterrizar se torcieron las direcciones. No puedo ver nada.

—La pantalla que emplean para las imágenes todavía funciona. Veo su reflejo en la radio de Noventa y dos. Seguramente constituye un brillante punto de referencia. Debe hallarse dentro de un hoyo, o detrás de un montón de ruinas. Yo estoy rodeado por la más intensa obscuridad. Contacta con Noventa y dos.

La primera referencia a su número le sobresaltó con una serie de asociaciones. La segunda trajo a su mente un flujo de odiosos recuerdos, que atarearon a Gregson. En un caleidoscopio de imágenes, comprendió su situación y trató de recordar la secuencia de sucesos que le habían hecho recobrar el dominio de sí mismo. Alguien había estado llamándole con insistencia, no por su número, sino por su nombre. Y le habían repetido constantemente una pregunta, algo respecto a una fórmula para... ¿para qué? No podía recordarlo. Algo respecto a... ¡Y de pronto, lo recordó!

Agazapado en la obscuridad, cerró los ojos en una extraña reacción física.

—Yo se la di. Les dije la fórmula. Pero... ¿quiénes eran ellos?

Sólo podía haber sido a algún miembro de la tripulación del Buitre, se dijo, estremeciéndose. Los Tobors no conocían su nombre. Para ellos sólo era Noventa y dos.

Aquel recuerdo le hizo recuperar el control, sobresaltándose. Lo hizo a tiempo de poder oír la voz de su radio, que decía:

—Está bien, lo he captado. Estaré allí dentro de diez minutos.

El Tobor que habló desde el distante Centro de Control sonó impersonal.

—Esto es por cuenta tuya, Sorn. Pareces sentir una obsesión por este caso.

—Le están radiando con una onda local —contestó Sorn—, una onda tan directa, tan cercana que no podemos oír nada de lo que dicen. Y la respuesta de Noventa y dos, cuando por fin la ha dado, se vio interferida, por lo que tampoco hemos podido escucharla, pero se trataba de una fórmula. Confío en la posibilidad que no sea capaz de dársela por completo. Puesto que todavía se encuentra junto a la pantalla, no ha sido rescatado, y lo mataré dentro de unos cuantos minutos.

Hubo un chasquido y la voz enmudeció. Gregson estaba de pie en la obscuridad que rodeaba a la pantalla, y se estremeció al reflexionar sobre su situación. ¿Dónde estaba el Buitre? El firmamento aparecía muy obscuro, negro por completo, aunque se divisaba una ligera luminosidad hacia el este, preludiando el nacimiento del nuevo día. El sonido de los proyectores había enmudecido, no siendo ya una amenaza. La gran batalla nocturna había terminado. Pero la batalla de los individuos estaba a punto de comenzar.

Gregson se retiró más hacia la oscuridad, y buscó en su cuerpo las armas. No tenía ninguna.

—¡Esto es ridículo. Yo tenía una detonadora lanzallamas y...! —pensó.

Calló. Y una vez más, desesperado, buscó sus armas. Nada. Supuso que en su apresuramiento por llegar a la pantalla, las habría perdido. Estaba todavía indeciso cuando oyó un movimiento en medio de la noche.

El Buitre 121 aterrizó suavemente en las tinieblas del falso amanecer. Juanita Harding se había despojado de su vestido, y llevaba ahora una túnica. No vaciló cuando Rice la llamó. El hombre le sonrió, tranquilizándola.

—Me llevaré un cilindro de la fórmula, por si acaso ese joven no se inspira con rapidez.

La joven le sonrió en respuesta. El doctor Claremeyer fue hasta la puerta con ellos. Estrechó la mano de Juanita Harding con un fuerte apretón.

—¡Recuerde que esto es la guerra! —le advirtió.

—Lo sé. Y en el amor y la guerra, todo está permitido, ¿verdad?

—Usted lo ha dicho.

Un momento después se hallaban en las tinieblas de la noche.

Gregson estaba retrocediendo, sintiéndose mucho más aliviado. Sería difícil que alguien le localizara en aquel amontonamiento de vigas de cemento, mármol y metal. A cada instante, sin embargo, el horizonte se volvía más gris. De pronto, divisó la nave en las sombrías ruinas de su derecha. Su forma era inconfundible. ¡El Buitre! Gregson corrió hacia la nave por entre las ruinas de lo que antes había sido una calle empedrada. Jadeando con alivio, vio que la escalerilla estaba bajada. Mientras ascendía por la misma, dos hombres le cubrieron con sus armas. Bruscamente, uno de ellos gritó:

—¡Es Gregson!

Las armas volvieron a sus fundas de cuero. Unas manos se asieron ávidamente a las del joven, y hubo muchos saludos y apretones. Varios ojos escudriñaron su rostro, buscando señales de cordura. Las encontraron y todos los semblantes se iluminaron de placer. Un millar de palabras surgieron al alba.

—Captamos la fórmula.

—Estupendo.

—El genio fabricó algunas hormonas de gas en el laboratorio de la nave. ¿Cuánto tarda en hacer efecto?

Gregson adivinó que el «genio» era el individuo alto y sombrío que le habían presentado como Phillips.

—Segundos —respondió—. Al fin y al cabo, se respira, yendo directamente a la sangre. Es un gas muy poderoso.

—Tuvimos la idea de emplearlo para intensificar tus reacciones —le explicó Madden—. Rice tomó un poco... —calló, y luego añadió—. Pero espera un instante. Rice y la señorita Harding están... —volvió a enmudecer.

Fue un hombre bajo, el doctor Claremeyer, quien completo la idea de Madden.

—Gregson, divisamos a un tipo por nuestras pantallas infrarrojas. Estaba muy lejos para ser identificado, por lo que dimos por sentado que eras tú. Entonces, Rice y la señorita Harding salieron y...

—¡Rápido! —intervino el comandante—. ¡Salgamos de aquí! ¡Puede ser una trampa!

Gregson apenas lo oyó. Estaba ya corriendo hacia la escalerilla.

—¡Sorn! —la voz en la radio de muñeca sonó impaciente—. ¿Qué te ha pasado, Sorn?

En la penumbra junto a la pantalla, los hombres y la joven escucharon las palabras del Tobor en la radio de Gregson. Desde aquel ventajoso lugar, vieron cómo Sorn contemplaba las imágenes de la pantalla.

—Sorn, tu último informe fue que estabas muy cerca del sitio donde estaba escondido Noventa y dos...

Rice colocó una mano sobre la radio de Gregson para apagar su sonido y susurró:

—Fue entonces cuando se lo hicimos respirar. Chico fue una magnífica idea traer un cilindro de tu gas, Gregson. Le disparé una dosis a unos veinte metros de distancia, y no supo de qué se trataba.

—Sorn, sé que estás vivo. Te oigo murmurar.

—En el futuro, deberemos tener cuidado con las dosis —observó Rice—. Prácticamente, está listo para captar todas las imágenes. Puedes verlo por ti mismo. La guerra entre los humanos y los Tobors ha concluido.

Gregson contempló silenciosamente cómo el antiguo cabecilla Tobor se acercaba afanosamente hacia la pantalla. Una docena de jovencitas estaban desfilando junto a una piscina. Una tras otra, se zambullían en el agua. Podía verse entonces un par de piernas largas y musculosas, el destello de una espalda atezada, y después todas volvían a salir del agua. Esto lo repetían una y otra vez. Lo malo era que cada vez que Sorn intentaba aferrar las imágenes, su sombra se proyectaba sobre la pantalla, obscureciéndola. Frustrado, iba hacia otra imagen, para que ocurriese sólo lo mismo.

—¡Sorn, responde!

Esta vez el Tobor se detuvo. Y la respuesta que dio hizo estremecer los cimientos del cuartel general de los robots, y su efecto llegó a todos los ejércitos de robots del Mundo. Gregson apretó su brazo apreciativamente en torno a la cintura de Juanita Harding, que todavía vestía la túnica con la que le había atraído hacia la salvación, mientras escuchaban las fatídicas y salvadoras palabras.

—¡Las mujeres —dijo Sorn— son maravillosas!

A. E. van Vogt (1912-2000)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de A.E. van Vogt: Autómata (Automaton), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Dinaminzer dijo...

Solo conosco de Van Vogt lo que he leido
en el ensayo historico de Sadoul sobre Ciencia-Ficcion.
Me llama mucho la atencion
la similitud entre su novela 'Slan' con
la trama general de 'X-Men' de Stan Lee.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

La gran emoción fue un recurso poderoso.



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