Nathaniel Hawthorne y las brujas de Salem


Nathaniel Hawthorne y las brujas de Salem.




Nathaniel Hawthorne es, desde luego, Nathaniel Hawthorne; pero también es alguien más.

En ocasiones, el pasado puede ser demasiado ominoso como para ignorarlo, demasiado terrible en sus consecuencias. La indiferencia o el desinterés no bastan para que pierda su influencia en el presente, y ni siquiera hombres de talla inconmensurable pueden eludir los errores de sus ancestros.

Tal es el caso de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), cuyo nombre de nacimiento era Hathorne; un apellido ligado eternamente a uno de los procesos judiciales más infames de la historia: el juicio a las brujas de Salem.

1804. Salem, Massachusetts. Varias docenas de personas fueron acusadas falsamente de brujería. Muchas de ellas fueron encarceladas. Veintiún personas fueron ejecutadas.

Con los años se supo que aquel juicio estaba construido sobre el testimonio fraudulento de un grupo de muchachas despechadas. Casi todos los jueces involucrados en el proceso se arrepintieron de su proceder —no así de la creencia en brujas—, pero hubo uno, uno solo, que jamás se arrepintió de sus actos.

Su nombre era John Hathorne (1641-1717), que además de juez cumplió la función de verdugo.

John Hathorne, mercader de Salem, era un hombre ignorante, sádico, bestial, e igualmente devoto; combinación que, desde luego, lo volvía una personalidad temible para cualquiera que no se ajustara a su modo particular de ética.

En su rol de juez se mantuvo firme en su decisión de negar el testimonio válido de testigos confiables que abogaban por la inocencia de los acusados. Más aún, cuando el resto de los jueces ofrecieron el perdón a los enjuiciados a cambio de arrepentimiento, es decir, a declararse culpables y portar un sayo ignominioso de por vida, John Hathorne sugiere cínicamente que cada nombre de los que firmen sea tallado en un mural para que las generaciones venideras supiesen el pasado hereje de sus ancestros.

Fue él quien ejecutó a todos los sentenciados a muerte, y lo hizo con plena consciencia de que quienes agonizaban cruelmente en la hoguera eran hombres y mujeres inocentes.

Ni siquiera se arrepintió en la primavera de 1717, casi veinticuatro años después del juicio, cuando todos las autoridades involucradas ya habían admitido su error y el viejo John Hathorne yacía en su lecho de muerte.

Este hombre sádico y analfabeto fue el tatarabuelo de, quizás, el mejor escritor de su época: Nathaniel Hawthorne.

Siendo en todo opuesto a su ancestro, Nathaniel Hawthorne fue un narrador genial. Vivió toda su juventud apesadumbrado por los hechos ominosos que pesaban sobre su nombre, marcado por un fuego vivo y acaso imborrable. Pronto supo que su obra, notable desde todo punto de vista, no sería suficiente para redimir el pasado abominable de su estirpe, de modo que resolvió juiciosamente no cargar con los pecados de otro.

Desde entonces Nathaniel Hathorne se convirtió en Hawthorne.

Liberado de su pasado, aparecieron obras como La letra escarlata (The Scarlet Letter), La casa de los siete tejados (The House of the Seven Gables), e innumerables relatos que han sido fundamentales para la posteridad literaria. Sin embargo, el pasado siempre encuentra alguna grieta en el presente, algún umbral descuidado por donde regresar.

Nathaniel Hawthorne recibió ese pasado con estoicismo; con un nombre diferente, es cierto, pero admitiendo abiertamente los crímenes aberrantes de su familia.

El exorcismo final de su canallesco tatarabuelo se produjo durante la composición de uno de sus mejores relatos, llamado con toda justicia: La marca de nacimiento (The Birth Mark).




Nathaniel Hawthorne. I Autores con historia.


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