«La venganza de la bruja»: William Seabrook; relato y análisis


«La venganza de la bruja»: William Seabrook; relato y análisis.




La venganza de la bruja (The Witch’s Vengeance) es un relato de terror del escritor norteamericano William Seabrook (1884-1945), publicado originalmente en la edición de agosto de 1930 de la revista Cosmopolitan, y luego reeditado en la antología de 1931: Escalofríos nocturnos (Creeps by Night), editado nada menos que por Dashiell Hammett.

La venganza de la bruja, uno de los grandes cuentos de William Seabrook, vindica el viejo paradigma de la bruja vengativa, en este caso, una detestable mujer que utiliza una especie de muñeca vudú para lograr sus oscuros designios.

Recordemos que William Seabrook no solo escribía relatos de brujería, sino que realmente creía en ellas. De hecho, escribió uno de los tratados más interesantes sobre el tema: Brujería: su poder en el mundo actual (Witchcraft: Its Power in the World Today).




La venganza de la bruja.
The Witch’s Vengeance, W.B. Seabrook (1884-1945)

Las disensiones entre Mère Tirelou y mi joven amigo Philippe Ardet surgieron del hecho de que éste se había enamorado de Maguelonne, la nieta de la anciana. Aunque Maguelonne había cumplido ya los diecinueve años y era sin duda la muchacha más bella de la aldea, no tenía pretendientes entre los jóvenes de la localidad, pues los aldeanos de Les Paux, aquella aldea situada entre las ásperas montañas del sur de Francia, que yo venía visitando a intervalos desde hacía años, eran gentes inclinadas a la superstición y creían que la vieja Mère Tirelou era una sorcière, una especie de bruja. Maguelonne, que había quedado huérfana a consecuencia de la guerra, vivìa sola con la anciana en una antigua màs destartalada, en un lugar señorial, que se alzaba por encima de la casa, y las gentes decìan que Mère Tirelou habìa complicado a la muchacha, de buena o de mala gana, en sus negras actividades.

No eran perseguidas ni odiadas —en realidad los campesinos y pastores de Les Braux y de los alrededores algunas veces consultaban a Mère Tireloux en ciertos casos— pero salvo esas consultas especiales, pagadas normalmente con un conejo, una jarra de vino o de aceite, la vieja bruja y su nieta "aprendiz", si es que en realidad lo era, generalmente eran evitadas, aunque no despreciadas ni temidas.

Philippe, sin embargo, que se creía a sì mismo un hombre del gran mundo —había asistido a la Escuela Técnica de Marsella y trabajaba en una fábrica de aviones de Toulon— consideraba toda esta superstición local como tonterías, sin fundamento. Había venido a pasar sus vacaciones desde Toulon en motocicleta. Nos habíamos conocido en Lex Baux el verano anterior y nos alojábamos en el pequeño hotel. El Hotel Renè, asomado al brode de las rocas, que dirigían la tía de Philippe, madame Plomb y su marido Martín. Y Philippe, como he dicho, se había enamorado de Maguelonne. Esta era, en resumen, la situación cuando comenzaron los extraños acontecimientos, de los que en un principio no fui más que un observador casual para convertirme finalmente en protagonista activo.

Comenzaron una tarde cálida, en que estaba yo leyendo en mi habitación, que ocupaba un ángulo de la casa, con ventanas que se asomaban al baño y una ventana lateral situada inmediatamente encima de la puerta de las murallas medievales, desde la cual partía el camino que se dirigía serpenteando montaña abajo.

De pronto, exactamente debajo de mi ventana, oí y reconocí la voz ronca y quejumbrosa de Mère Tirelou, que gritaba enojada, y la respuesta de Philippe, mitad amable, mitad burlona. Era más bien un azar que la curiosidad, pues resultaba imposible no oírles, y luego, después de un breve murmullo, la anciana elevó de nuevo la voz, pero esta vez en un tono curioso, nada natural, por lo que me levanté a ver lo que ocurría. Estaban en pie, al sol, precisamente debajo de la ventana: rubio, de rostro encarnado, con el pelo rebelde, la cabeza descubierta, vestido con briches y camisa deportiva; ella de cabello gris, encorvada, con aspecto de halcón —o más bien de murciélago— con su coiffe arlesiana y su toquilla, con los brazos extendidos cerrando el paso al joven. Entonaba una extraña copla de ciego, de un modo monótono, agitando a un mismo tiempo en el aire sus manos semejantes a garras:


Baja, baja, apuesto joven,
Pero no subirás de nuevo.
Los pies enredados se retorcerán y volverán,
Y el cerebro ofuscado les seguirá.
Descenderás, apuesto joven
pero no subirás de nuevo.
Enrédate, enrédate, retuércete y vuélvete.
Van tejiéndose las telas de araña.


No cerraba ya el paso a Philippe. Se había hecho a un lado, invitándole a pasar, de modo que me volvía a mí la espalda en tanto que Philippe estaba en donde yo podía verle la cara y las expresiones que por ella pasaban, primero de una atención interesada, incrédula y sorprendida, como si no pudiera creer lo que oía, luego una mueca de buen humor, pero burlona y desafiante, en tanto que la anciana repetía su cantinela.

—No, no, Mère Tirelou —dijo riendo—. No puedes asustarme con estas tonterías. Será mejor que cojas una escoba si quieres echarme. Ahórrate tus telas de arañan y tus encantamientos para Blèo y los pastores.

Y así, como un saludo alegre y desafiante y un au revoir marchó por la senda abajo silbando, en tanto que la vieja seguía gritándole:

—¡Baja, baja! ¡Bajarás pero no subirás, apuesto joven! ¡No subirás! ¡No subirás!

Seguía con la vista a Philippe, mientras descendía por el sendero hacia el valle, en tanto que Mere Tirelou, apoyada en el parapeto, le observaba también hasta que se convirtió apenas en un punto, abajo y desapareció detrás de la pared del huerto que bordea la carretera junto al pabellón de la Reina Juana. Luego cogió su bastón, llamó a su perro Blèo, y renqueando cruzó la puerta.

—Así, pues —pensé— la vieja se cree una bruja y, sin duda ¡cree que ha lanzado una maldición eficaz a Philippe!

Pero no me inquieté lo más mínimo. Sabía, o creía que sabía, mucho de brujería, al menos técnicamente. Creía que todo se reducía, en el último término a la sugestión y la autosugestión. Había visto que producía efectos tangibles, pero sólo aquellos casos en que la propia víctima (generalmente entre gentes primitivas y salvajes) era profundamente supersticiosa y, por tanto, fácil de asustar. Estaba plenamente convencido de que la incredulidad completa, firme, escéptica, la burla y la risa constituían un fuerte antídoto contra los hechizo, y por eso no pensé ni por un momento que Philippe corriera el menor peligro.

Con esta convicción y, por lo tanto, considerando una conclusión natural que Philippe regresaría sano y salvo, no volví a acordarme del asunto en toda la tarde; terminada la lectura, cené temprano, di un paseo hasta lo alto de las rocas para ver la puesta del sol y me retiré pronto a descansar.

Generalmente, hacia las diez de la noche toda la aldea de Lex Baux, incluido el interior del Hotel Rnè, esté profundamente dormida y silenciosa como una tumba. Pero aquella noche, ya muy tarde, me despertó el ruido de pasos apresurados por el suelo de piedra, de los pasillos del hotel, y oí voces apagadas en la calle, debajo de mi ventana, vi luz de linternas y oí cascos de cabalgaduras que resonaban contra los adoquines. Encendí una luz, viendo que apenas se había pasado la medianoche, y vistiéndome bajé. Martín Plomb hablaba con un grupo de vecinos. Su esposa estaba en pie junto a la puerta, envuelta en una bata acolchada.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté.

—Estamos preocupados por Philippe —respondió—. Salió a dar un paseo por el valle estar tarde y aún no ha regresado. Van a salir a buscarle. No nos inquietamos cuando no vino a cenar, pero ha pasado ya la medianoche y tememos que le haya ocurrido algún accidente.

Ya los hombres, en grupos de dos o tres, algunos con anticuadas linternas de granjero, unos pocos con linternas eléctricas, descendían por la montaña. Me uní a Martín Plomb, que estaba en la puerta dándoles instrucciones para que siguieran éste o el otro camino a fin de que se mantuvieran en contacto unos con otros con determinados gritos. El personalmente iba a buscar por la otra ladera, en dirección a la Grotte des Fèes, a la que Philippe solía trepar de vez en cuando, temiendo que pudiera haberse caído a algún precipicio.

Yo marché con él… Poco antes de amanecer, después de cuatro horas de búsqueda infructuosa, oímos unos sonidos distintos al comienzo del valle. No podía yo distinguir las palabras, pero Martín me dijo inmediatamente:

—¡Lo han encontrado!

Cruzamos por el monte y descendimos hacia la carretera a lo largo de la cual podìímos ver las luces que regresaban ahora hacia Les Baux. Llevaban a Philippe en una camilla improvisada con ramas de pino y abeto entretejidas. Estaba consciente y tenía los ojos abiertos; pero parecía estar sumido en un extraño sopor y no había sido capaz, me dijeron, de explicar qué le había ocurrido. No tenía ningún hueso roto ni había sufrido ninguna lesión física seria, pero sus ropas estaban destrozadas, especialmente las rodilleras de sus briches, que estaban rozadas y rasgadas, como si se hubiera arrastrado por las peñas. Todos estaban de acuerdo en lo que debía haber sucedido; había subido por la montaña, entre las rocas, con la cabeza descubierta, en medio del calor de la tarde, y había sufrido una insolación fuerte, aunque no grave.

Se había recuperado parcialmente, y buscando ayuda, todavía delirante, se había perdido. Estaría bien de nuevo en un par de días, dijo Martín. A la mañana siguiente llamarían al médico de Arles. Por supuesto, aquella noche, pensé más de una vez en Mere Tirelou e incluso estuve a punto de contar el incidente de aquella tarde a Martín Plomb, pero esa explicación era tan razonable, natural y apropiada, que me parecía absurdo pensar en otra cosa que una simple coincidencia, por lo que no dije nada. Había ya amanecido cuando llegamos a Les Baux y metimos a Philippe en la cama, y cuando me desperté, a mediodía el médico ya le había visitado.

—Ha sufrido una fuerte insolación —me dijo Martin—. Tiene la cabeza despejada, pero hay algo que el médico no logra entender. Cuando Philippe intentó levantarse de la cama, no podía andar. Y sin embargo, no tiene ninguna lesión en las piernas. Es algo extraño. Tememos que se trate de una parálisis. Parece que las piernas se le tuercen, como si tropezara con sus propios pies.

Mientras hablaba, comprendí que todo aquello no podía achacarse a simple coincidencia; que me había equivocado; que algo tan siniestro y tan maligno como lo que observé en la selva, había ocurrido aquí, en Les Baux, ante mis ojos.

—Martin —le dije—, ayer por la tarde ocurrió algo que usted no sabe. No puedo, sin embargo, decirle todavía lo que fue. Pero debo ver a Philippe en seguida y hablarle. ¿Dice usted que su mente está completamente despejada?

—Sin duda —respondió Martin, sorprendido—. Aunque no comprendo a donde quiere usted ir a parar. Él también quiere verle.

Philippe estaba en la cama. Parecía más deprimido que enfermo y, ciertamente, estaba en plena posesión de sus sentidos. Le dije:

—Philippe, Martìn me ha contado que algo le pasa a tus piernas. Creo que yo mismo puedo decirte de qué se trata…

—¿Es que eres médico? —me interrumpió ansioso—. ¡Si lo hubiera sabido! El individuo que vino de Arles no parecía saber gran cosa.

—No, no soy médico. Pero no creo que éste sea trabajo para un médico. Quiero decirte algo. Sabes donde está mi habitación. Estaba yo ayer en la ventana y pude enterarme de lo que sucedió entre tú y Mère Tirelou. ¿No has pensado que puede existir alguna relación?

Me miró sorprendido y también con algo de desencanto y enojo.

—Tiens! —exclamó—. ¡Tú, un norteamericano moderno y culto, crees en estas locas fantasías! Yo procedo de estas montañas, he nacido aquí y, sin embargo, sé que no son más que tonterías. He pensado en ello, por supuesto, pero no tiene sentido. ¿Cómo podría…?

—Tal vez no lo tenga —le respondí—, pero de todos modos, ¿podrías decirme lo que recuerdas de lo que sucedió en la tarde y en la noche de ayer?

—¡Diablos! Ya sabes tú lo que ocurrió. Sufrí una insolación. Y me ha dejado así. Preferiría morirme antes que estar toda la vida paralítico.

Y quedó sumido en un silencio sombrío. Pero yo había oído bastante.

Hay personas que han estado tendidas en la cama paralíticas toda su vida, sin ninguna lesión orgánica, tan sólo porque creían que no podían levantarse y andar. Si yo había de ayudarle no podía hacerlo más que con pruebas abrumadoras. Tenía que visitar a Mère Tirelou… Ni la nieta ni la vieja se habían acercado al hotel aquella mañana. Subí por la calle adoquinada y serpenteante y llamé a la puerta. A los pocos momentos Maguelonne abrió la puerta de mala gana.

—Vengo a ver a Mère Tirelou. Se trata de un asunto grave.

Me miró con ojos inquietas y cautelosos, como si no supiera que responder, y por último dijo:

—No está aquí. Se marchó anoche por el monte, más allá de Saint-Remy. Tardará varios días en volver.

Y advirtiendo mis dudas, con tono ofensivo, casi suplicante, añadió:

—Puede usted entrar y comprobarlo, si lo desea. No está en casa.

Era indudable que la muchacha estaba preocupada y comprendía que sabía o sospechaba la razón de mi visita.

—En ese caso —le dije— debemos hablar. ¿Lo hacemos aquí o prefiere que entremos?

Me hizo un gesto para que entrara.

—Señorita Maguelonne —le rogué—, le pido que sea sincera conmigo. Usted sabe lo que las gentes dicen de su abuela, y hay algunos que lo dicen también de usted. Espero que esto último no sea cierto. Pero su abuela ha hecho algo que estoy decidido a deshacer. Estoy tan seguro de lo que se que si es necesario se lo contaré a Martìn Plomb y marcharé con él a la policía de Arles. Señorita, me parece que sabe usted perfectamente de qué hablo. Se trata de Philippe, y quiero preguntarle si usted...

—¡No, no, no! —exclamó la muchacha—. ¡Yo no tengo nada que ver con eso! ¡Intenté impedirlo! ¡Le avisé! ¡Le supliqué que no volviera a verme! Le dije que ocurrirìa algo horrible, pero se rió de mi. No cree en esas cosas. Yo he ayudado a mi abuela otras veces, pues ella me obligaba a hacerlo, pero nunca en algo tan perverso. ¡T contra Philippe! No, no, señor, nunca le hubiera ayudado en semejante cosa. Ni siquiera si… —De pronto la muchacha comenzó a sollozar—. ¿Qué puedo hacer?

—¿Quiere decir que hay algo que usted puede hacer?

—Tengo miedo —respondió—. Miedo a mi abuela. ¡Oh, si usted supiera! No me atrevo a entrar. Y además la puerta está cerrada. Tal vez eso no esté allì.

—Maguelonne —le dije—, me parece que se interesa por Philippe y creo que usted le interesa a él. ¿Sabe que ha perdido el uso de sus piernas?

—¡Oh, oh, oh! —sollozó—: Sí, lo haré, aunque mi abuela me mate. Pero tiene usted que encontrar algo para forzar el candado, pues ella se lleva siempre la llave.

Me condujo a la cocina, que estaba en la parte trasera de la casa, construida junto a las rocas, casi debajo de las viejas ruinas del castillo. Mientras encendía una lámpara, encontré una hacha pequeña.

—Es por ahí —me advirtió señalando un armario cuya puerta estaba cubierta por una pesada cortina.

En el fondo del armario, oculta por ropas viejas colgadas de clavos, había una pequeña puerta cerrada. Estaba construida de madera dura, pero no tuve dificultades para forzar la cerradura y abrila, quedando al descubierto un tramo de escalera que, en caracol, se perdía en la oscuridad. (No había nada misterioso en el hecho de que existiera semejante escalera. Toda la pared lateral del acantilado, debajo del castillo, estaba surcada por pasadizos semejantes.) La muchacha marchaba delante y yo le seguía, iluminando el camino.

La pequeña escalera torció bruscamente hacia abajo para abrirse directamente en una cámara vieja y rectangular, olvidada, que antaño debió ser bodega o almacén del castillo. Pero ahora había varios objetos extraños y repugnantes, cuyas sombras se movían por las paredes mientras yo colocaba la lámpara en un nicho y observaba en mi derredor. Sabía que en ciertos lugares de Europa todavía existían auténticas brujas que practicaban sus negras artes, de acuerdo con la tradición medieval. Y sin embargo, quedé sorprendido al ver aquellos objetos extraños de un arte diabólico que todavía sobrevivía.

No hace falta que lo describa; era un lugar perverso y muchos de los objetos eran grotescamente diabólicos; ante la pared opuesta había un altar, coronado por un par de cuernos, debajo de los cuales se leía la inscripción Inri, boca abajo y con letras distorsionadas en forma de símbolos sacrílegos; balanceándose cerca de aquel había una Mano de Gloria negra y marchita y en el suelo, preparado minuciosamente, maliciosamente y con infinito trabajo, cubriendo un espacio considerable, estaba lo que habíamos venido a buscar y que, pese a todos mis esfuerzos para ser razonable, me hizo estremecer al examinarlo.

Cuatro tacos de madera verticales habían sido sujetos al suelo como postes en miniatura, formando un campo cuadrado de algo menos de dos metros de diagonal, rodeado por cuerdas que iban de un taco a otro. Dentro de esta zona, sujeto a las cuerdas circundantes, había una maraña laberíntica, a la manera de una tela de araña hecha de hilos de algodón. En el centro, enredado como un insecto cogido en la tela de araña, se veía una figura de unos veinte centìmetros de altura. Había sido una muñeca corriente, con la cabeza de porcelana sujeta a su cuerpo relleno de serrìn; una muñeca de las que podían comprarse por tres francos en cualquier baratillo.

Pero a aquella muñeca le había sido arrancado el vestido que llevaba cuando la compraron y le habían puesto un vestido que se asemejaba burdamente al atuendo deportivo —briches y camisa— de un hombre. Los ojos del maniquí estaban vendados con una estrecha tira de paño negro, sus pies y sus piernas amarrados, sujetos, estaban enredados en aquella malla de hilo.

Estaba apelotonado, hundido, torcido en un ángulo vicioso, ni erguido ni caído, grotescamente siniestro, como el cuerpo de un hombre herido prendido en una alabrada. Todo esto puede parece infantil. Pero no lo era, sino que, por el contrario, era perverso y maligno. Desaté con cuidado el pequeño muñeco y lo observé detenidamente para ver si su cuerpo había sido atravesado por alfileres o agujas. Pero no había ninguno. La vieja, cuando menos, se había detenido sin llegar al intento de asesinato. Entonces Maguelonne se llevó el muñeco a su regazo, sollozando:

—¡Oh, Philippe! ¡Philippe!

Tomé la lámpara y nos dispusimos a alejarnos. En aquel lugar, sin embargo, había otro objeto que no he mencionado y que examiné detenidamente. Suspendido por una pesada cadena del techo se encontraba un aparato de madera semejante a una jaula de gran tamaño, con correas de cuero ennegrecidas y cadenas de hierro, tan perversamente diabólico como el ingenio humano más depravado podìa inventar. Inmediatamente adiviné su nombre y su uso por los viejos grabados que había visto en los libros que trataban de los sentimientos sàdicos y oscuros de la brujerìa medieval. Era una Cuna de Bruja y había algo en torno a las correas que me hizo preguntarme...
Maguelonne, al verme exminar aquel objeto, se estremeció.

—Ma`m`selle —le dije—. ¿Es posible?

—Sí —respondió—; ahora que ha estado aquí, no vale la pena ocultar nada. Pero, por mi parte, siempre lo he hecho obligada y contra mi voluntad.

—Pero, ¿Por qué no la denunciado? ¿Por qué no la abandonó?

—Señor —respondió—, tenía miedo de lo que sabía. Y, ¿adónde ir? Además, es mi abuela.

—Pero debía hacerlo.



Estuve a solas con Philippe en su dormitorio. Había traído conmigo al muñeco, envuelto en un trozo de periódico. Se se tratara de una simple ficción, lo habría encontrado mágicamente curado desde el momento en que los hilos habían sido soltados. Pero la magia, en realidad, opera siguiendo un proceso más oscuro. Estaba tal como le había dejado, incluso más deprimido. Le dije lo que había descubierto. Se mostró escéptico e interesado, y cuando le mostré el muñeco vestido de aquel modo para simbolizarle, y comprendió claramente que Mère Tirelou había tratado deliberadamente de hacerle un grave daño, se enojó e incorporándose en la almohada, exclamó:

—¡Ah, la vieja bruja! ¡Verdaderamente quería hacerme daño!

Juzgué que había llegado el momento. Me puse en pie y le dije:

—Philippe, olvídate de todo esto ahora, ¡olvídate de todo! No necesitas sino una cosa, tienes que creer que puedes andar y andarás.

Me miró, impotente, se dejó caer de nuevo sobre la almohada y exclamó:

—¡No lo creo!

Había sido un fracaso. Su mente carecía, a mi juicio, de la necesaria imaginación consciente. Pero me quedaba todavía otro recurso. Le dije suavemente:

—Philippe, te interesa la señorita Maguelonne, ¿no es verdad?

—Amo a Maguelonne —respondió.

Y entonces le dije brutalmente, de un modo conciso, casi perverso, lo que había visto colgado allí en la bodega, y el uso a que estaba destinado. El efecto fue violento, tan físico como si de pronto le hubieran golpeado el rostro.

—¡Ah! ¡Ah! Tonnerre de Dieu! La coquine. La vilaine coquine —gritó saltando de la cama como un hombre enloquecido.

El resto fue sencillo. Philippe estaba enojado, demasiado enojado y preocupado por lo sucedido a Maguelonne para sorprenderse o incluso agradecer esa repentina curación. Pero era lo bastante sensato para comprender que por bien de la muchacha no debía armar un escándalo público. Así, pues cuando nos marchamos a buscar a Maguelonne para sacarla de aquella casa llevó consigo a su tía y una hora más tarde todas las cosas de la joven estaban en la habitación de madame Plomb.

Martin Plomb se ocuparía eficazmente de la vieja Mère Tirelou. No iba a presentar ninguna acusación referente al papel que había desepeñado en lo sucedido a Philippe. Era difìcil probar legalmente aquello, pero le advertiría que si intentaba molestar nuevamente a Maguelonne o impedir el matrimonio con su sobrino, presentarìa una demanda criminal contra ella, por malos tratos a una menor confiada a su tutela.

Quedan tan sólo dos elementos sin resolver en este caso, que debemos intentar explicar al menos. La creencia que siempre he sostenido respecto a la magia negra es que opera por medio de la autosugestión y que, por lo tanto, ningún hechizo puede causar el menor daño, a menos que la supuesta víctima crea en él. En este caso, que parecía contradecir aquella tesis, cabe únicamente suponer que, aunque la mente consciente de Philippe reaccionaba con un escepticimismo total, su mente inconsciente (su familia procedìa de estas mismas montañas) conservaba ciertos temores atávicos, supersticiosos, que le hacían vulnerable.

El segundo elemento es, por supuesto, la complicada mojiganga del maniquí cogido entre las redes, de aquella muñeca, pariente sin duda de las imágenes de cera que en la Edad Media eran atravesadas con agujas o fundidas lentamente en fuego. La propia bruja, si no se trata de puera charlatanería, cree implícitamente en que hay transmisión literal y sobrenatural de identidades. Mi propia creencia es que la imagen sirve, sencillamente, como foco para concentrar la fuerza malévola de la voluntad de la bruja.

Sostengo, en resumen, que la brujería es una fuerza real peligrosa, pero que su explicación última no hay que buscarla casi nunca en el mundo sobrenatural, sino más bien el campo de la psicología patológica.

William .B. Seabrook (1884-1945)


Relatos góticos. I Relatos de William Seabrook.


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El análisis y resumen del cuento de William. B. Seabrook: La venganza de la bruja (The Witch’s Vengeance). fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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