«El hacedor de lunas»: Robert W. Chambers; relato y análisis


«El hacedor de lunas»: Robert W. Chambers; relato y análisis.




El hacedor de lunas (The Maker of Moons) —a veces publicado en español como El creador de lunas— es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert W. Chambers (1865-1933), publicado en la antología de 1896: El hacedor de lunas (The Maker of Moons).

El hacedor de lunas, sin dudas uno de los grandes cuentos de Robert W. Chambers, narra la historia del descubrimiento de la ciudad de Yian, donde habita Yue-Laou, a quien llaman el Hacedor de Lunas, junto con sus poderosos hechiceros y nigromantes, los Kuen-Yuin.

Es importante mencionar que El hacedor de lunas de Robert W. Chambers —junto al ciclo de relatos del Rey de Amarillo— es uno de los principales precursores de los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. [ver: Ciclo de Carcosa]




El hacedor de lunas.
The Maker of Moons, Robert W. Chambers (1865-1933)

He escuchado lo que los Conversadores conversaban: la conversación
Del principio y el fin;
Pero yo no converso del pnncipio y el fin.


I

Respecto a Yue-Laou y el Xin no sé más que lo que sabrán ustedes. Siento una tremenda ansiedad por aclarar el asunto. Quizá lo que escriba salve el dinero y las vidas del Gobierno de los Estados Unidos, quizás impulse al mundo científico a la acción; de cualquier modo pondré fin a la terrible incertidumbre que sufren dos personas. La certeza es mejor que la incertidumbre.

Si el Gobierno se atreve a no tener en cuenta esta advertencia y se niega a enviar sin demora, una expedición bien equipada, el pueblo del Estado se vengará sin vacilar de toda la región y dejará un desvastado yermo ennegrecido donde ahora arboledas y prados florecidos bordean el lago de los Bosques del Cardenal. Ustedes conocen ya parte de la historia; los periódicos de Nueva York publicaron abundantes y supuestos detalles. Esto sí es cierto: Barris atrapó al "Abrillantador" con las manos rojas o, más bien amarillas, porque sus bolsillos, sus botas y sus sucios puños estaban llenos de piezas de oro. Yo digo oro con conocimiento de causa. Ustedes llámenlo como quieran. Saben también cómo Barris fue... pero a no ser que empiece por el principio de mis propias experiencias, no estarán ustedes después de todo mejor enterados.

El tres de agosto de este año estaba yo en Tiffany's conversando con George Godfrey del departamento de diseño. Sobre el mostrador de cristal que nos separaba había una serpiente enrollada, una exquisita pieza de oro cincelado.

—No —replicó Godfrey a mi pregunta—, no es obra mía; me gustaría que lo fuera. ¡Vaya, hombre, es una obra maestra!

—¿De quién? —pregunté.

—También a mí me gustaría saberlo —dijo Godfrey—. Se la compramos a un viejo charlatán que dice que vive en el campo no lejos de los bosques del Cardenal. O sea cerca del lago Luz de Estrellas, según creo.

—¿El lago de las Estrellas? sugerí.

—Algunos lo llaman lago Luz de Estrellas. Es igual. Pues bien, mi rústico Reuben dice que él representa al escultor de esta serpiente para todo fin práctico y comercial. Obtuvo su precio, por lo demás. Esperamos que traiga alguna otra pieza. Ya hemos vendido ésta al museo Metropolitan.

Yo me inclinaba ocioso sobre la caja de cristal, observando los ojos penetrantes del artista que parecían preciosos metales mientras observaban de cerca la serpiente de oro.

—¡Una obra maestra! —musitó para sí mientras acariciaba la ondulante figura—. ¡Mire la textura! ¡Vaya!

Pero yo no estaba mirando la serpiente. Algo se movía, salía arrastrándose del bolsillo de la americana de Godfrey, el bolsillo que tenía más cerca de mi, algo blando y amarillo con patas de cangrejo, cubierto de áspero vello amarillo.

—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Qué tiene usted en el bolsillo? Está saliendo... ¡Está tratando de subir por su americana, Godfrey!

Él se volvió rápidamente y tomó a la criatura con la mano izquierda. Yo me eché atrás mientras sostenía al repulsivo bicho colgando delante de mí; rió y lo puso sobre el mostrador.

—¿Vio alguna vez algo parecido? —preguntó.

—No —dije con sinceridad—, y espero no volver a verlo nunca. ¿Qué es?

—No lo sé. Pregúntaselo al museo de Historia Natural, ellos pueden decírtelo. Es, creo, el eslabón perdido, entre el erizo de mar, la araña y el diablo. Parece venenoso, pero no le encuentro colmillo ni boca. ¿Es ciego? Puede que estos sean sus ojos, pero parecen pintados. Un escultor japonés podría haber creado una bestia así de inverosímil, pero es difícil creer que sea obra de Dios. Además, parece sin terminar. Se me ocurre la loca idea de que esta criatura es sólo una parte de un organismo más grande y todavía más grotesco... parece tan solitaria, tan desesperadamente dependiente, tan desdichadamente inacabada. La utilizaré como modelo. Si no sobrepaso a los japoneses en japonesidad, no me llamo Godfrey.

La criatura avanzaba lentamente por el cristal hacia mí. Me eché hacia atrás.

—Godfrey —dije—, asesinaría al hombre que realizala obra que usted se propone. ¿Con qué fin quiere perpetuar semejante reptil? Puedo soportar los grotescos japoneses, pero no puedo soportar... esa... araña.

—Es un cangrejo.

—Cangrejo o araña o gusano ciego. ¿Para qué quiere hacerlo? Es una pesadilla. ¡Es inmundo!

Odiaba al bicho. Era la primera criatura viviente por la que había sentido odio. Hacía un tiempo que venía notando en el aire un húmedo olor acre, y Godlrey dijo que provenía del reptil.

—Pues entonces, mátelo y sepúltelo —dije—. Además ¿de dónde ha salido?

—Tampoco eso lo sé —dijo Godfrey riendo—; lo vi adherido a la caja en que fue traída esta serpiente de oro. Supongo que mi viejo Reuben es el responsable.

—Si en los bosques del Cardenal acechan criaturas de esta laya —dije—, siento ir allí.

—¿Irá usted de caza? —preguntó Godfrey.
—Sí, con Barris y Pierpont. ¿Por qué no mata a esa criatura?

—Vaya usted a esa expedición de caza y déjeme a mí en paz —dijo Godfrey riendo.

Yo me estremecí ante el "cangrejo" y me despedí de Godfrey hasta diciembre. Esa noche Pierpont, Barris y yo estábamos sentados charlando en el vagón de fumar del Expreso de Quebec cuando el largo tren abandonó la estación del Gran Central. El viejo David se había adelantado con los perros; pobres animales, detestaban viajar en el vagón de equipajes, pero el ferrocarril de Quebec no dispone de comodidades para deportistas, de modo que David y los tres perdigueros deberían pasar una mala noche.

Con excepción de Pierpont, Barris y yo, el vagón estaba vacío. Barris, apuesto, corpulento, rojizo y bronceado, tamborileaba sobre el antepecho de la ventanilla mientras fumaba una corta y fragante pipa. La funda de su rifle estaba en el suelo junto a él.

—Cuando tenga el pelo cano y años de discreción —dijo Pierpont con languidez— no flirtearé con las doncellas bonitas ¿Y tú, Roy?

—No —contesté mirando a Barris.

—¿Te refieres a la doncella de la cofia en el vagón pullman? —preguntó Barris.

—Sí —dijo Pierpont.

Me sonreí porque también yo la había visto. Barris se retorció el rizado bigote grisáceo y bostezó.

—Es mejor que vosótros, chicos, os vayáis a la cama —dijo—. La doncella de esa señora es miembro del Servicio Secreto.

—Oh —dijo Pierpont— ¿una de tus colegas?

—Podrías presentárnosla, sabes —dije—; el viaje resulta monótono.

Barris extrajo un telegrama de su bolsillo, y mientras se estaba allí sentado dándole vueltas entre sus dedos, se sonreía. Al cabo de un instante o dos, se lo alcanzó a Pierpont que lo leyó con las cejas ligeramente arqueadas.

—Es un chasco... supongo que está cifrado —dijo—. Veo que lo firma el general Drummond...

—Drummond, jefe del Servicio Secreto del Gobierno —dijo Barris.

—¿Se trata de algo interesante? —pregunté yo encendiendo un cigarrillo.

—Algo tan interesante —respondió Barris—, que yo mismo me ocuparé de ello.

—Y estropearás así nuestro trío de caza.

—No. ¿Quieres saber de qué se trata? ¿Tú quieres, Billy Pierpont?

—Sí —respondió ese inmaculado joven.

Barris frotó la boquilla de ámbar de su pipa con el pañuelo, despejó el cañón con un trocito de alambre, inhaló una o dos veces y apoyó las espaldas en el asiento.

—Pierpont —dijo— ¿recuerdas esa velada en el Club de los Estados Unidos, cuando el general Miles, el general Drummond y yo estábamos examinando esa pepita de oro que tenía el capitán Mahan? También tú la examinaste, creo.

—Lo hice —dijo Pierpont.

—¿Era oro? —preguntó Barris tamborileando sobre la ventana.

—Lo era —replicó Pierpont.

—También yo la vi —dije—; por supuesto, era oro.

—El profesor La Grange la vio también —dijo Barris—; dijo que era oro.

—¿Pues bien? —dijo Pierpont.

—Pues bien —dijo Barris, no era oro.

Al cabo de un momento de silencio, Pierpont preguntó qué pruebas se habían hecho.

—Las pruebas habituales —contestó Barris—. La Casa de Moneda de los Estados Unidos está convencida de que es oro; también lo están todos los joyeros que la han visto. Pero no es oro y, sin embargo... sí es oro.

Pierpont y yo nos miramos.

—Ahora, para que Barris dé su acostumbrado efecto teatral —dije-: ¿de qué era la pepita?

—-Prácticamente era de oro puro; pero dijo Barris disfrutando intensamente la situación—, en verdad no era de oro. Pierpont ¿qué es el oro?

—El oro es un elemento, un metal...

—¡Equivocado, Billy Pierpont! —dijo Barris con tranquilidad.

—El oro era un elemento cuando yo iba a la escuela —dije.

—Hace dos semanas que ya no lo es —dijo Barris—; y con excepción del general Drummond, el profesor La Grange y yo, vosotros dos, jóvenes, sois las dos únicas personas, salvo una, que lo sabéis... o lo habéis sabido.

—¿Quieres decir que el oro es un metal compuesto? —preguntó Pierpont lentamente.

—Exactamente. La Grange lo ha logrado. Anteayer hizo una hoja de oro puro. La pepita era de oro manufacturado.

¿Era posible que Barris bromeara? ¿Era esto un engaño colosal? Miré a Pierpont. Murmuró algo acerca de solucionar la cuestión de la plata y volvió la cara hacia Barris, pero algo había en la expresión de éste que prohibía las burlas, y Pierpont y yo nos quedamos pensativos.

—No me preguntéis cómo se hace —dijo Barris tranquilamente—; no lo sé. Pero si sé que en cierto sitio de la región de los bosques del Cardenal hay una banda de gente que sí sabe cómo se hace el oro y que lo hace. Sabéis el peligro que esto constituye para todas las naciones civilizadas. Hay que ponerle fin, por supuesto. Drummond y yo hemos decidido que yo soy el hombre indicado para hacerlo. Dondequiera esté esta gente y sea quien fuere... estos hacedores de oro... deben ser atrapados, cada uno de ellos... atrapados o muertos.

—O muertos —repitió Pierpont, que era propietario de la mina de oro de Traviesa y sus ingresos le parecían demasiado escasos—; el profesor La Grange será por supuesto prudente; no es preciso que la ciencia conozca cosas que alterarían el mundo.

—Pequeño Billy —dijo Barris riendo—, tus ingresos no corren peligro.

—Supongo —dije— que alguna falla de la pepita puso a La Grange sobre aviso.

—Exactamente. Quitó la falla antes de que la pepita fuera puesta a prueba. Trabajó en la falla y separó los tres elementos del oro.

—Es un gran hombre —dijo Pierpont—, pero será el hombre más grande del mundo si se guarda el descubrimiento para sí.

—¿Quién? —preguntó Barris.

—El profesor La Grange.

—Al profesor La Grange le dispararon un tiro en el corazón hace dos horas —dijo Barris lentamente.


II
Hacía cinco días que estábamos de caza en los bosques del Cardenal cuando un mensajero montado llevó un telegrama a Barris de la estación telegráfica más próxima, en Fuentes del Cardenal, un villorrio junto al ferrocarril de transporte de madera que se une al de Quebec y del Norte en la confluencia de los Tres Ríos, a treinta millas al sur. Pierpont y yo estábamos sentados bajo los árboles, cargando como experimento ciertas cápsulas especiales; Barris estaba de pie junto a nosotros, bronceado, erecto, sosteniendo la pipa con cuidado para que ninguna chispa fuera a caer en la caja de pólvora. El ruido de cascos sobre la hierba llamó nuestra atención y cuando el delgado mensajero detuvo su cabalgadura frente a la casa, Barris avanzó y tomó el telegrama sellado. Cuando lo hubo abierto, entró en la casa y reapareció en seguida leyendo algo que había escrito.

—Esto debe partir sin demora —dijo mirando al mensajero de lleno en la cara.

—Inmediatamente, coronel Barris —contestó el andrajoso campesino.

Pierpont levantó la cabeza y yo le sonreí al mensajero que cogía las riendas y se aprestaba a usar las espuelas. Barris le alcanzó la respuesta escrita y movió la cabeza en beñal de despedida: hubo un sonido apagado de cascos en la hierba, un resonar de herraduras en la grava, y el mensajero desapareció. A Barris se le apagó la pipa y él fue a barlovento para reencenderla.

—Es raro —dije— que tu mensajero, un rústico nativo, hablara como alguien educado en Harvard.

—Se ha educado en Harvard —dijo Barris.

—La trama se complica —dijo Pierpont—. ¿Están los bosques del Cardenal llenos de hombres del Servicio Secreto, Barris?

—No —replicó Barris—, pero las estaciones telegráficas, sí. ¿Cuántas onzas de perdigón utilizas, Roy?

Se lo dije alcanzándole el vaso de medición ajustable de acero. Hizo una señal de aprobación. Al cabo de un instante o dos se sentó en un asiento de campamento junto a nosotros y cogió unas tenazas para detonador.

—El telegrama era de Drummond —dijo—; el mensajero era uno de mis hombres como vosotros dos brillantes muchachos lo habéis adivinado. ¡Bah! Si hubiera hablado el dialecto del condado del Cardenal, no os habríais dado cuenta.

—Su maquillaje era bueno —dijo Pierpont.

Barris hizo girar las tenazas para detonador y miró la pila de cápsulas cargadas. Luego cogió una y dobló hacia adentro su borde.

—Déjalas —dijo Pierpont—, tú aprietas demasiado.

—¿Recula tu pequeño rifle cuando los cartuchos están demasiado apretados? —preguntó Barris con ternura—; bien, que doble él sus propios cartuchos entonces. ¿Dónde está tu hombrecito?

"Su hombrecito" era una extravagante importación de Inglaterra, rígido, escrupulosamente limpio, que se embrollaba en la aspiración de las haches, de nombre Howlett. Como valet, transportador de equipos, portador del rifle y doblador de cartuchos, ayudaba a Pierpont a soportar el ennui de la existencia haciéndolo todo por él excepto respirar. Ultimamente, sin embargo, los escarnios de Barris habían logrado que Pierpont hiciera unas pocas cosas por sí mismo. Para su asombro, descubrió que limpiar el propio rifle no era una lata, de modo que tímidamente cargó una cápsula o dos, sintiéndose muy contento de sí mismo, cargó unas pocas más, las plegó y se fue a desayunar con gran apetito. De modo que cuando Barris preguntó dónde estaba "su hombrecito", Pierpont no contestó, sino que sacó un vaso de perdigones de la bolsa y los volcó solemnemente en la cápsula llenada a medias.

El viejo David vino con los perros y, por supuesto hubo toda una fiesta cuando Voyou, mi perdiguero Gordon, meneó su espléndida cola sobre la mesa de cargar y arrojó por tierra una docena de cartuchos abiertos que vomitaron pólvora y perdigones.

—Llévate a los perros a una milla o dos de distancia —dije—; estaremos en el refugio de caza de los Helechos Dulces aproximadamente a las cuatro, David.

—Dos rifles, David —agregó Barris.

—¿No irás? —preguntó Pierpont mirándolo mientras David desaparecía con los perros.

—Me espera una caza mayor —dijo Barris lacónico.

Tomó un vaso de cerveza de la bandeja que Howlett acababa de dejarnos y bebió un largo trago. Nosotros hicimos lo mismo en silencio. Pierpont puso su vaso en el césped a su lado y reanudó la tarea de cargar cartuchos. Hablamos del asesinato del profesor La Grange, de cómo las autoridades de Nueva York no lo habían hecho público por pedido de Drummond, de la certeza de que era uno de los miembros de la banda de los hacedores de oro el que lo había cometido y del posible estado de alerta de la banda.

—Oh, saben que Drummond los perseguirá tarde o temprano —dijo Barris—, pero no saben que los molinos de Dios ya han empezado la molienda. Esos listos periódicos de Nueva York hicieron algo mejor de lo que creían cuando uno de sus reporteros con ojos de hurón metió sus rojas narices en la casa de la calle Cincuenta y ocho y se deslizó fuera de ella con una columna escrita en los puños acerca del "suicidio" del profesor La Grange. Billy Pierpont, mi revólver está colgado en tu habitación; me llevaré el tuyo también...

—Sírvete a tu gusto —dijo Pierpont.

—Pasaré la noche afuera —continuó Barris—; todo lo que llevaré será mi poncho y algo de pan y de carne, con excepción de los ladradores.

—¿Ladrarán esta noche? —pregunté.

—No, confío en que durante varias semanas. Sólo olfatearé un poco. Roy ¿nunca te pareció extraño que esta maravillosa región estuviera deshabitada?

—Es como esos magníficos rápidos y extensiones de estanques que se encuentran en los ríos donde abundan las truchas y en los que jamás se ve un pez —sugirió Pierpont.

—Exacto, y sólo Dios sabe por qué -dijo Barris-; creo que los seres humanos esquivan esta región por las mismas misteriosas razones.

—En consecuencia, la caza es más abundante —observé.

—La caza no está mal —dijo Barris—. ¿No has visto las agachadizas en el prado junto al lago? Todo teñido de pardo, tal es su abundancia. Ese es un magnífico prado.

—Es natural —dijo Pierpont—; jamás un ser humano despejó nunca esa tierra.

—Entonces es sobrenatural —dijo Barris—. Pierpont, ¿quieres venir conmigo?

—Es muy amable de tu parte. Si puedo...


III

A las cuatro, poco más o menos, de aquella tarde, encontré a David y los perros en el soto desde donde se va al refugio del Dulce Helecho. Los tres perdigueros, Voyou, Gamin y Mioche, estaban cubiertos de plumas —David había matado a una becada y un par de gallos del bosque sobre ellos esa mañana— y correteaban cerca por el soto cuando yo aparecí con el rifle bajo el brazo y la pipa encendida.

—¿Cuáles son las perspectivas, David? —pregunté tratando de mantener tranquilos a los perros que agitaban la cola y gimoteaban—. ¡Hola! ¿qué le sucede a Mioche?

—Una zarza en la pata, señor; se la quité y le cubrí la herida, pero le debe de haber entrado pedregullo. Si no tiene inconveniente, señor, podría regresar conmigo.

—Sería menos riesgoso —dije—; llévate también a Gamin, Sólo necesito un perro esta tarde. ¿Cuál es la situación?

—Bastante buena, señor; los gallos del bosque están a un cuarto de milla del segundo robledal. Las becadas están en su mayoría en los alisos. Vi gran cantidad de becadas en los prados. Había algo más junto al lago... no sé qué, pero los patos silvestres salieron en desbandada con gran estruendo cuando yo estaba en la espesura como si una docena de zorros les mordiera las plumas de la cola.

—Probablemente un zorro -dije-; ata a esos perros, deben aprender a soportarlo. Estaré de regreso para la cena.

—Hay algo más, señor —dijo David—. Vi a un hombre en los bosques junto al refugio del Roble... al menos me pareció.

—¿Un leñador?

—Creo que no, señor... a menos... ¿hay un chino entre ellos?

—¿Un chino? No. ¿Quieres decir que viste a un chino en el bosque?

—Yo... creo que sí, señor. No puedo asegurarlo. Cuando corrí al refugio había desaparecido.

—¿Los perros lo advirtieron?

—No puedo decirlo con exactitud. Actuaron de modo algo raro. Gamin se echó a tierra y gimió... pudo haber sido un cólico... y Mioche aulló, quizá fuera el brezo.

—¿Y Voyou?

—Voyou fue el más notable, señor: se le erizó el pelo del lomo. Vi a una marmota que se dirigía a un árbol en la cercanía.

—No es raro entonces que a Voyou se le erizara el pelo. David, tu chino era un tronco o un montecillo de hierbas. Ahora llévate a los perros.

—Supongo que así fue señor; buenas tardes, señor —dijo David y se alejó con los Gordon dejándome solo con Voyou en el soto.

Miré al perro y él me miró a mi.

—¡Voyou!

El perro se sentó e hizo danzar las patas delanteras con sus hermosos ojos pardos resplandecientes.

—Eres un tramposo —dije—. ¿Dónde iremos, a los alisos o a las tierras altas? ¿A las tierras altas? ¡Bien! ¡A la busca de gallos del bosque! Sígueme de cerca, amigo mío, y demuestra tu milagroso autodominio.

Voyou se me pegó a los talones rehusándose noblemente a tener en cuenta las descaradas ardillas con la cola media docena de veces contra las hojas secas y con un suspiro se reacomodó. Miré ocioso a mi alrededor y por primera vez me di cuenta cuán bello era el sitio que había elegido para dormir una siesta. Era un claro oval en el corazón del bosque, nivelado y cubierto por una alfombra de hierba verde. Los árboles que lo rodeaban eran gigantescos; formaban un alto muro circular de verdor, borrándolo todo excepto el azul turquesa del óvalo de cielo. Y ahora notaba que en el centro del verdor había un estanque de aguas cristalinas, que resplandecían como un espejo en la hierba del prado, junto a una roca de granito.

Apenas parecía posible que la simetría de árboles, prado y estanque traslúcido pudieran ser uno de los accidentes de la naturaleza. Nunca había visto antes este prado ni había oído a Pierpont o a Barris hablar de él. Era una maravilla ese claro cuenco diamantino, regular y gracioso como una fuente romana, engastado en la gema de las hierbas, Y estos gigantescos árboles... tampoco ellos correspondían a América, sino a algún bosque de Francia habitado de leyendas, donde marmoles cubiertos de musgo se levantan descuidados en oscuros valles y el crepúsculo del bosque cobija hadas y esbeltas figuras de tierras sombrías. Yacía y contemplaba la luz del sol que bañaba la espesa maleza donde resplandecían flores carmesíes o un rayo aislado en el que brillaba el polvo y rozaba el borde de las hojas flotantes tiñéndolas del más pálido color dorado. Había pájaros también, que irrumpían entre las penumbrosas avenidas de los árboles como lenguas de fuego, el magnífico cardenal vestido de carmesí, el pájaro que daba al bosque, a la aldea a quince millas de distancia, al condado todo, el nombre de Cardenal.

Me volví de espaldas y contemplé el cielo. Qué pálido —más pálido que el huevo de un tordo— parecía. Era como si me encontrara en el fondo de un pozo de verdes paredes que se elevaban por todas partes. Y mientras yacía todo el aire a mi alrededor se llenó de delicado aroma. Más y más dulce, más y más penetrante era el perfume y me pregunté qué brisa errante que soplara sobre acres de lirios podría haberlo traído. Pero no soplaba brisa; el aire estaba inmóvil. Una mosca dorada se posó en mi mano... una abeja. Parecía tan perturbada como yo ante el perfumado silencio.

Entonces, tras de mí, mi perro gruñó. Me senté muy quieto en un principio, respirando apenas, pero mis ojos estaban fijos en una figura que se trasladaba a lo largo del borde del estanque entre las hierbas del prado. El perro había dejado de gruñir y miraba ahora fijamente, alerta y tembloroso. Por fin me puse en pie y avancé rápidamente hacia el estanque con mi perro pegado a mis talones. La figura de una mujer se volvió lentamente hacia nosotros.


IV

Estaba inmóvil cuando me aproximé al estanque. El bosque a nuestro alrededor estaba tan silencioso, que al hablar el sonido de mi propia voz me sobresaltó.

—No —dijo ella, y su voz era suave como el fluir del agua—, no me he perdido. ¿Su hermoso perro vendrá a mí?

Antes que pudiera hablar, Voyou se le acercó arrastrando y apoyó su sedosa cabeza contra las rodillas de ella.

—Por supuesto —le dije— no habrá venido usted aquí sola.

—¿Sola? Claro que vine sola.

—Pero el establecimiento más cercano es Cardenal, probablemente a diecinueve millas desde donde nos encontramos.

—No conozco Cardenal —dijo ella.

—Santa Cruz, en Canadá está a cuarenta millas cuando menos. ¿Cómo llegó a los bosques del Cardenal? —pregunté asombrado.

—¿A los bosques? —repitió ella con algo de impaciencia.

—Sí.

No respondió en un principio, sino que se estuvo acariciando a Voyou con gentileza en las palabras y en los gestos.

—Me gusta su hermoso perro, pero no me interroguen —dijo tranquilamente—. Me llamo Ysonde y vengo a la fuente a ver a su perro.

Había sido puesto en mi lugar. Al cabo de un instante dije que dentro de una hora oscurecería, pero ella no me replicó ni me miró.

—Este —aventuré— es un hermoso estanque... usted lo llama fuente... una deliciosa fuente; nunca la había visto antes. Es difícil imaginar que la naturaleza hizo todo esto.

—¿Lo es? —preguntó ella.

—¿No lo cree usted? —pregunté a mi vez.

—Nunca lo he pensado; querría cuando se fuera que me dejara su perro.

—¿Mi perro?

—Si no tiene inconveniente —dijo ella con dulzura, y por primera vez me miró a la cara.

Por un instante nuestras miradas se encontraron, luego asumió un aire grave y advertí que su mirada estaba fija en mi frente. Súbitamente se puso en pie y se me acercó mirando con suma atención mi frente. Tenía una ligera marca allí, un minúsculo cuarto creciente sobre la ceja. Era una marca de nacimiento.

—¿Es eso una cicatriz? —preguntó acercándose.

—¿Esa marca con forma de cuarto creciente? No.

—¿No? ¿Está usted seguro? —insistió.

—Completamente —respondí atónito.

—¿Una... una marca de nacimiento?

—Sí ¿puedo preguntar por qué?

Cuando se alejó de mí, vi que el color le había abandonado las mejillas. Por un segundo se cubrió los ojos con ambas manos como para alejar mi imagen, luego dejando caer las manos, se sentó en un largo bloque de piedra que a medias rodeaba el cuenco y sobre el que, con asombro, vi grabados. Voyou fue a ella nuevamente y hundió la cabeza en su regazo.

—¿Cómo se llama? —preguntó después de transcurrido cierto tiempo.

—Roy Cerdene.

—Yo me llamo Ysonde. Yo grabé estas libélulas en la piedra, estos peces y conchas y mariposas que ve.

—¡Usted! Son maravillosamente delicadas... pero esas no son libélulas americanas...

—No... son más hermosas. Mire, tengo el martillo y el cincel conmigo.

Sacó de un extraño bolsillo que llevaba a un lado un pequeño martillo y un cincel y me los tendió.

—Tiene usted mucho talento —dije—.¿Dónde ha estudiado?

—¿Yo? Nunca estudié. Sabía cómo hacerlo. Veía las cosas y las tallaba en piedra. ¿Le gustan? Alguna vez le mostraré otras cosas que he hecho. Si tuviera un gran pedazo de bronce podría hacer a su perro. ¡Es tan hermoso!

Se le cayó el martillo al agua y yo me incliné y sumergí el brazo en el agua para recuperarlo.

—Está allí brillando en la arena —dijo ella inclinándose junto conmigo.

—¿Dónde? —inquirí mirando el reflejo de nuestros rostros en el agua. Porque sólo en el agua hasta entonces me había atrevido yo a mirarla largo tiempo.

El estanque espejaba el exquisito óvalo de su cabeza, los pesados cabellos, los ojos. Oí el sedoso crujido de su vestido, tuve el atisbo de un brazo blanco y el martillo fue recobrado goteante del agua. La cara preocupada del estanque se serenó y una vez más vi reflejados sus ojos.

—Escuche —dijo en voz baja— ¿cree que volverá otra vez a mi fuente?

—Volveré —dije—. Tenía la voz opacada; el sonido del agua me llenaba los oídos.

Entonces una rápida sombra pasó sobre el estanque; me froté los ojos. Donde su cara reflejada había estado inclinada junto a la mía, nada se espejaba salvo el sol rosado de la tarde donde titilaba una pálida estrella. Me puse en pie y me volví. Había desaparecido. Vi la ligera estrella brillar sobre mí en el crepúsculo, vi los altos árboles inmóviles en el tranquilo aire de la tarde, vi mi perro dormido a mis pies. El dulce aroma en el aire se había desvanecido, dejándome en las narices el pesado olor de los helechos y el moho del bosque. Un miedo ciego se apoderó de mí, tomé la escopeta y de un salto me interné en los bosques en penumbra. El perro me siguió haciendo crujir las malezas a mi lado. La luz se opacaba más y más, pero yo seguí avanzando, el sudor me bañaba la cara y el pelo, mi cabeza era un caos. Cómo llegué al soto, no lo sé. Al girar por el sendero, tuve el atisbo de una cara que me espiaba desde la negra espesura: una horrible cara humana, amarilla y tensa sobre altos pómulos y ojos estrechos.

Involuntariamente me detuve; el perro gruñó a mis tobillos. Entonces avancé de un salto hacia ella abriéndome camino ciegamente en la espesura, pero la noche había caído de prisa, y me encontré jadeante y luchando en un laberinto de matorrales retorcidos y viñas entrelazadas, incapaz de ver siquiera la maleza que me tenía atrapado. Fue con una cara pálida y llena de rasguños que me hice presente a una tardía cena aquella noche. Howlett me sirvió con mudo reproche en el rostro, pues la sopa había estado esperando y el gallo del bosque se había secado. David trajo a los perros después que hubieron comido y yo acerqué la silla al fuego y puse la cerveza en una mesa junto a mí. Los perros se echaron a mis pies pestañeando gravemente ante las chispas que crepitaban y volaban en lluvias remolineantes desde los pesados leños de abedul.

—David —pregunté—, ¿dijiste que hoy viste a un chino?

—Así es, señor.

—¿Qué piensas de ello ahora?

—Debo de haberme equivocado, señor...

—Pero no lo crees. ¿Con qué clase de whisky llenaste hoy mi frasco?

—El de siempre, señor.

—¿He bebido mucho?

—Unos tres tragos, como de costumbre, señor.

—¿No crees que haya podido haber algún error con el whisky... alguna medicina que se haya mezclado con él, por ejemplo?

—No, señor.

—Pues bien —dije yo—, he tenido un sueño extraordinario. Me quedé dormido en el bosque a las cinco poco más o menos, en ese bonito claro donde la fuente... quiero decir, donde se encuentra el estanque. ¿Conoces el sitio?

—No, señor.

Lo describí minuciosamente dos veces, pero David sacudió la cabeza.


V

A las ocho de la mañana siguiente poco más o menos yo miraba distraídamente la taza de café que Howlett estaba llenando, Gamin y Mioche empezaron a aullar y al instante siguiente oí los pasos de Barris en el portal.

—Hola, Roy —dijo Pierpont entrando ruidoso en el comedor—. ¡Quiero mi desayuno, caramba! ¿Dónde está Howlett? ¡Nada de café au lait para mí! Quiero una chuleta con huevos. Mira ese perro, se arrancará la bisagra de la cola en cualquier momento.

—Pierpont —dije—, esa locuacidad es asombrosa, pero bienvenida. ¿Dónde está Barris? Estás empapado de la cabeza a los pies.

—Barris está telefoneando a Fuentes del Cardenal... Creo que quiere que le envíen a algunos de sus hombres. ¡Gamin, idiota!. Howlett, tres huevos escalfados y un poco más de tostadas... ¿Qué estaba diciendo? Oh, Barris. Dio con una cosa y otra que, espera, le permitira localizar a esos fabricantes de oro. Lo pasé muy a gusto. Ya él te contará.

—¡Willy, Willy! —dije con complacido asombro—. ¿Estás aprendiendo a hablar! ¡Dios! Cargas tus propios cartuchos, llevas tu propia escopeta y la disparas tú mismo. ¡Vaya! Aquí está Barris completamente cubierto de barro. Verdaderamente tendríais que cambiaros. ¡Qué olor tan espantoso!

—Es probablemente esto —dijo Barris arrojando algo al hogar donde se estremeció durante un momento y luego empezó a retorcerse—. Lo encontré en el bosque junto al lago. ¿Sabes qué puede ser, Roy?

Con disgusto vi que era otra de esas criaturas con algo de cangrejo, gusano y araña que Godfrey tenía en Tiffany's.

—Me pareció que reconocía ese olor acre —dije—. ¡Por todos los santos, llévatelo de la mesa de desayuno, Barris!

—Pero ¿qué es? —insistió mientras se quitaba los prismáticos y el revólver.

—Te diré lo que sé después del desayuno —repliqué con firmeza—. Howlett, trae una escoba y barre esa cosa Fuera de aquí. ¿De qué te ríes, Pierpont?

Howlett barrió la repulsiva criatura y Barris y Pierpont fueron a cambiar sus ropas empapadas de rocío por otras más secas. David vino para llevarse a los perros a tomar aire y a los pocos minutos reapareció Barris y ocupó su sitio a la cabecera de la mesa.

—Bien —dije— ¿hay algo que contar?

—Sí, no mucho. Están cerca del lago al otro lado de los bosques... me refiero a los fabricantes de oro. Pillaré a uno de ellos esta tarde. No localicé todavía con certidumbre al grueso de la banda. Alcánzame la tostadora ¿quieres, Roy? No, sin certidumbre todavía, pero le echaré mano a uno de cualquier modo. Pierpont me ayudó mucho, en verdad y... ¿Qué te parece, Roy? ¡Quiere formar parte del Servicio Secreto!

—¿El pequeño Willy?

—Exactamente. ¡Oh, lo disuadiré! ¿Qué clase de reptil es el que traje? ¿Lo barrió Howlett?

—Por mí, puede volver a traerlo —dije con indiferencia—. Terminé de desayunar.

—No —dijo Barris tragándose de prisa el café—, no tiene importancia; puedes hablarme del animal...

—Te merecerías que te lo hubieran servido sobre una tostada —le repliqué.

Pierpont entró radiante, refrescado por un baño.

—Sigue con tu historia, Ray —dijo; y yo les conté de Godfrey y su mascota reptil.

—Ahora bien ¿qué puede encontrar Godfrey de interesante en esa criatura, en nombre del sentido común? —terminé arrojando el cigarrillo a la chimenea.

—¿Crees que es japonesa? —preguntó Pierpont.

—No —dijo Barris—, no es un grotesco artístico, es vulgar y horrible... tiene aspecto barato y sin terminar...

—Sin terminar. Exacto —dije—, como un humorista americano...

—Sí —dijo Pierpont—, barato. ¿Y qué hay de esa serpiente de oro?

—Oh, la compró el museo Metropolitan; tienes que verla, es una maravilla.

Barris y Pierpont habían encendido sus cigarrillos y, al cabo de un momento, todos nos levantamos y fuimos andando hacia el prado, donde se habían puesto sillas y tendido hamacas bajo los arces. Pasó David con la escopeta bajo brazo y los perros a los talones.

—Tres escopetas en los prados a las cuatro de esta tarde —dijo Pierpont.

—Roy —dijo Barris mientras David inclinaba la cabeza en señal de asentimiento—, ¿qué hiciste ayer?

Esta era la pregunta que había estado esperando. Toda la noche había soñado con Ysonde y el claro en el bosque donde, en el fondo de la fuente cristalina, veía el reflejo de sus ojos. Toda la mañana, mientras me duchaba y me vestía me había estado convenciendo a mí mismo que no valía la pena contar el sueño y que buscar el claro y las imaginarias tallas de piedra era ridículo. Pero ahora, cuando Barris formuló la pregunta, me decidí a contar toda la historia.

—¡Ea, compañeros! —dije abruptamente—. Os contaré algo verdaderamente extraño. Os podéis reír tanto como queráis también, pero antes quiero hacerle a Barris una o dos preguntas. ¿Has estado en China, Barris?

—Sí —dijo Barris mirándome a los ojos.

—¿Es probable que un chino se hiciera leñador?

—¿Has visto a un chino? —preguntó con voz serena.

—No lo sé; David y yo imaginamos que sí lo vimos.

Barris y Pierpont se intercambiaron una mirada.

—¿También vosotros lo habéis visto? —pregunté, volviéndome para incluir a Pierpont en la pregunta.

—No —dijo Rarris lentamente—; pero sé que hay o ha habido un chino en el bosque.

—¡El diablo! —exclamé.

—Sí —dijo Barris gravemente—; el diablo, si quieres... un diablo... un miembro de los Kuen-Yuin.

Acerqué mi silla a la hamaca donde Pierpont yacía extendido cuan largo era alcanzándome una bola de oro puro.

—¿Y bien? —dije mientras examinaba los grabados que había en su superficie, que representaban una masa de criaturas entrelazadas, dragones, supuse.

—Pues bien —repitió Barris extendiendo la mano para tomar la bola de oro—, este globo en el que hay grabados reptiles y jeroglíficos chinos es el símbolo de los Kuen-Yuin.

—¿Cómo lo obtuviste? —pregunté, con el sentimiento de que oiría algo sorprendente.

—Pierpont lo encontró esta mañana junto al lago al amanacer. Es el símbolo de los Kuen-Yuin —repitió—, los terribles Kuen-Yuin, los hechiceros de China, y la más diabólica secta de asesinos que hay sobre la tierra. Son hechiceros. Los he visto, los he visto en sus diabólicas prácticas, y os repito solemnemente que así como hay ángeles en lo alto, hay una raza de diablos en la tierra, y son hechiceros. Roy, te aseguro que los Kuen-Yuin tienen absoluto control de un centenar de millones de personas, dominan su mente y su cuerpo, su cuerpo y su alma. ¿Sabes lo que sucede en el interior de la China? ¿Lo sabe Europa? ¿Podría algún ser humano concebir la situación de esa inmensa fosa del infierno? Leéis los periódicos, oís cotorreos diplomáticos acerca de Li Chang y el Emperador. Veis crónicas de guerras en mar y tierra y sabéis que Japón ha iniciado una tempestad de juguete a lo largo del mellado filo de ese gran desconocido. Pero jamás habéis oído antes de los Kuen-Yuin; no, ni tampoco ningún europeo, salvo algún misionero aislado o dos, y sin embargo os digo que cuando las llamas de ese foso infernal hayan devorado el continente hasta la costa, la explosión inundará la mitad del mundo... y Dios ayude a la otra mitad.

A Pierpont se le apagó el cigarrillo; encendió otro y miró fijamente a Barris.

—Pero —agregó—, basta por hoy; sabéis, no tenía intención de decir tanto como lo hice; de nada serviría; aun tú y Pierpont lo olvidaréis;parece algo tan imposible y tan lejano... como que se apagara el sol. Lo que quiero discutir es la posibilidad o la probabilidad de que un chino, un miembro de los Kuen-Yuin se encuentre aquí en este momento, en el bosque.

—Si lo está —dijo Pierpont—, es posible que los fabricantes de oro le deban su descubrimiento.

—No lo dudo ni por un instante —dijo Barris con seriedad.

Tomé en la mano el pequeño globo de oro y examiné los caracteres que había grabados en él.

—Barris —dijo Pierpont—, no me es posible creer en la hechicería mientras llevo uno de los trajes de caza de Sandford's en uno de cuyos bolsillos hay un volumen de la Duquesa con las páginas sin cortar todavía.

—Tampoco yo —dije—, porque leo el Evening Post y sé que el señor Godkin no lo permitiría. ¡Vaya! ¿Qué sucede con esta bola de oro?

—¿Qué sucede? —preguntó Barris torvamente.

—Pues... pues, está cambiando de color... púrpura, carmesí... no, quiero decir, verde... ¡Dios de los Cielos! Los dragones se retuercen bajo mis dedos...

—¡Imposible! —murmuró Pierpont inclinándose sobre mí—; esos no son dragones...

—¡No! —exclamé excitado—. Son imágenes de ese reptil que trajo Barris... Mirad, mirad como se arrastran y se vuelven.

—Déjala caer —ordenó Barris; y yo arrojé la bola por tierra. En un instante todos nos habíamos arrodillado en la hierba junto a ella, pero la bola era otra vez de oro, con sus grotescos grabados de dragones y signos extraños. Pierpont, con la cara algo enrojecida, la recogió y se la alcanzó a Barris. Este la puso en una silla y se sentó a mi lado.

—¡Pfui! —exclamé enjugándome el sudor de la cara—. ¿Cómo es el truco, Barris?

—¿Truco? —dijo Barris despectivo.

Miré a Pierpont y el corazón me dio un vuelco. Si no era un truco ¿qué era? Pierpont me devolvió la mirada y enojeció, pero todo lo que dijo fue:

—Diabólicamente extraño.

Y Barris respondió:

—Diabólicamente, sí.

Entonces Barris me pidió que volviera a contar mi historia, y yo lo hice, empezando por el instante en que me encontré en el soto con David hasta el momento en que salté a la espesura en sombras desde donde esa máscara amarilla se había sonreído como una calavera fantasma.

—¿Intentamos encontrar la fuente? —pregunté al cabo de una pausa.

—Sí... y... este... la joven —sugirió Pierpont vagamente.

—No seas asno —dije con algo de impaciencia—, no es preciso que vengas, ya lo sabes.

—Oh, iré —dijo Pierpont—, a no ser que me crean indiscreto...

—Calla, Pierpont —dijo Barris—, esto es serio; jamás oí de semejante claro o de semejante fuente, claro que nadie conoce enteramente este bosque. Vale la pena intentarlo; Roy ¿puedes encontrar el camino de regreso hasta allí?

—Sin dificultad —respondí—. ¿Cuándo nos ponemos en marcha?

—Se echará a perder nuestra partida de caza —dijo Pierpont—, pero cuando uno tiene la oportunidad de encontrar en la realidad una mujer de ensueños.

Me puse en pie profundamente ofendido, pero Pierpont no estaba muy compungido y su risa era irresistible.

—La joven te pertenece por derecho, pues tú la descubriste —dijo—. Prometo no inmiscuirme en tus sueños. O soñar con otras mujeres.

—Vamos, vamos —dije—, haré que Howlett te ponga en cama dentro de un minuto. Barris, si estás pronto. Podemos volver para la casa.

Barris se había puesto en pie y me miraba con gravedad.

—¿Qué ocurre? —pregunté nervioso, porque vi que su mirada se me clavaba en la frente, y recordé a Ysonde y la blanca cicatriz en forma de cuarto creciente.

—¿Es eso una marca de nacimiento? —preguntó Barris.

—Sí ¿por qué, Barris?

—Por nada, es una interesante coincidencia...

—¿Cómo? ¡Por Dios...!

—La cicatriz... o más bien, la marca de nacimiento. Es la huella de la garra del dragón: el símbolo en forma de cuarto creciente de Yue-Laou.

—¿Y quién demonios es Yue-Laou? —pregunté bastante enfadado.

—Yue-Laou, el Hacedor de Lunas, Dzil-Nbu de los Kuen-Yuin; es mitología china, pero creo que YueLaou ha retornado para gobernar a los Kuen-Yuin. Dadme un lápiz y un trozo de papel —dijo.

Howlett los trajo. Barris se dirigió a la ventana y escribió rápidamente. Dobló el papel, lo puso en el cajón superior de su mesa escritorio, cerró el cajón, me dio la llave y nos hizo señas de que lo precediéramos. Cuando estuvimos otra vez bajo los arces, se volvió hacia mí con una expresión impenetrable.

—Ya sabrás cuándo utilizar esa llave —dijo—. Ven, Pierpont, debemos tratar de encontrar la fuente de Roy.


VI

Esa tarde a las dos, por sugerencia de Barris, abandonamos la búsqueda del claro y atravesamos el bosque hasta el soto donde David y Howlett nos esperaban con nuestras escopetas y los tres perros. Pierpont me tomó el pelo implacablemente por la mujer de ensueño, como la llamaba, y, si no hubiera sido por la significativa coincidencia de las preguntas de Ysonde y Barris acerca de la cicatriz blanca que tenía en la frente, yo sabría estado perfectamente persuadido que todo no había sido más que un sueño. Tal como el asunto se manifestaba, no tenía explicación alguna. No habíamos podido encontrar el claro, aunque cincuenta veces llegué a las señales que me convencieron que estábamos a punto de entrar en él.

Durante toda la búsqueda Barris se mantuvo en silencio sin dirigirnos apenas una palabra. Nunca lo había visto antes con tal depresión de espíritu. No obstante, cuando avistamos el soto donde nos esperaba una pieza de gallo del bosque fría y una botella de Borgoña, Barris pareció recobrar su buen humor habitual.

—¡Por la mujer de ensueño! —dijo Pierpont levantando la copa y poniéndose de pie.

No me gustó. Aun cuando no fuera más que un sueño me irritaba oír la voz burlona de Pierpont. Quizá Barris lo comprendió, no lo sé, pero le pidió a Pierpont que se bebiera su vino sin hacer más bulla, y el joven obedeció con una confianza infantil que hizo casi sonreír a Barris.

—¿Qué hay de las agachadizas, David? —pregunté—. El prado debe de estar en buenas condiciones.

—No hay ni una agachadiza en el prado, señor —dijo David solemnemente.

—Imposible —exclamó Barris—, no pueden haber partido.

—Pues partieron, señor —dijo David con una voz sepulcral que apenas le reconocí.

Los tres miramos al hombre con curiosidad a la espera de una explicación de esta decepcionante aunque asombrosa información. David miró a Howlett y Howlett examinó el cielo.

—Yo iba —empezó el viejo con la mirada fija en Howlett— yo iba a lo largo del soto con los perros, cuando oí un ruido en el refugio y vi a Howlett que marchaba de prisa hacia mí. De hecho —continuó David—, puedo afirmar que corría. Les pido perdón, pero preferiría que Howlett contara el resto. El vio cosas que yo no vi.

—Prosigue Howlett —ordenó Pierpont sumamente interesado.

—Lo que dice David es cierto, señor —empezó—; observé a los perros desde cierta distancia, señor, cómo actuaban, y David se detuvo para encender la pipa tras el abedul cuando una cabeza asomó por el refugio sosteniendo un palo como si apuntara con él a los perros, señor.

—¿Una cabeza que sostenía un palo? —preguntó Pierpont con severidad.

—La cabeza y las manos, señor —explicó Howlett—, las manos sostenían un palo pintado... así, señor.

—Yo contaré el resto —dijo David—. Pues bien, señor, cuando Howlett y yo abandonamos la persecución, estábamos en el acantilado que da al prado del sur. Vi que había centenares de aves allí, en su mayoría zarapitos y frailecillos, y Howlett las vio también. Entonces, antes que pudiera decirle una sola palabra a Howlett, algo en el lago salpicó, una salpicadura como si todo el acantilado hubiera caído en el agua. Me asusté tanto que de un salto me oculté tras la maleza y Howlett se sentó de prisa, y todas las agachadizas giraron en lo alto, por centenares, todas chillando de miedo, y los patos silvestres pasaron aturdidos sobre el prado como si los persiguiera el diablo.

David hizo una pausa y miró pensativo a los perros.

—Nada más, señor. Las agachadizas no volvieron.

—Pero ¿la salpicadura en el lago?

—No sé lo que fue, señor.

—¿Un salmón? ¿Un salmón no podría haber asustado de ese modo a las agachadizas y a los patos?

—No ¡oh, no, señor! Si cincuenta salmones hubieran saltado, no habrían producido semejante salpicadura. ¿No es cierto, Howlett?

—De ningun modo —dijo Howlett.

—Roy —dijo Barris por fin—, lo que nos cuenta David interrumpe la caza por hoy. Llevaré a Pierpont a la casa. David y Howlett nos seguirán con los perros... Tengo algo que decirles. Si quieres, ven; si no, ve a cazar un par de gallos del bosque para la cena y vuelve a las ocho si quieres ver lo que Pierpont y yo descubrimos anoche.

David silbó para que Mioche y Gamin acudieran y siguió a Howlett cargado de enseres a la casa. Llamé a Voyou a mi lado, recogí mi escopeta y me volví a Barris. A pesar de mí mismo, la continua aparición del chino me ponía nervioso. Si volvía a molestarme, estaba firmemente decidido a pillarlo y averiguar qué estaba haciendo en los bosques del Cardenal. Si no podía dar una explicación satisfactoria, lo llevaría ante Barris como sospechoso de ser uno de los fabricantes de oro; lo pillaría de cualquier manera, pensé, y librarla al bosque de su fea cara. Me preguntaba qué sería lo que David había oído en el lago. Debió de haber sido un pez grande, un salmón, pensé; probablemente el caso del chino habría exasperado los nervios de David y Howlett.

Un gemido del perro rompió el hilo de mis meditaciones y levanté la cabeza. Me detuve en seco. El claro perdido estaba delante de mí. El perro había ya entrado en él de un salto y corrido por el aterciopelado césped hacia la piedra tallada donde estaba sentada una esbelta figura. Vi que mi perro apoyaba su sedosa cabeza cariñosamente sobre su túnica de seda; vi la cara de ella inclinada sobre él y sin, respirar apenas, entré lentamente en el claro iluminado por el sol. Casi con timidez me tendió una blanca mano.

—Ahora que ha venido —dijo— puedo mostrarle otros trabajos míos. Le dije que podía hacer otras cosas además de estas libélulas y mariposas en la piedra. ¿Por qué me mira así? ¿Se encuentra enfermo?

—Ysonde. Yo no esperaba volver a verla -dije con dificultad-. Tú... creí que eras un sueño... Pensé que había soñado.

—¿Soñar conmigo? ¿Quizá soñaste. ¿Es eso tan raro? Regresé a mi casa, donde tallo mis hermosas imágenes; mira, aquí hay una que traje para mostrarte.

Tomé el animal esculpido que me ofrecía, un lagarto de oro macizo con frágiles alas desplegadas de oro tan delgado que el sol ardía a través de él y teñía el suelo de flamígeras manchas doradas.

—¡Dios de los cielos! ¡Ysonde, esto no tiene precio!

—Oh, así lo espero —dijo ella con seriedad—. No me gusta vender mi obra, pero mi padrastro se la lleva. Esto es lo segundo que hago y ayer me dijo que debo dárselo. Supongo que es pobre.

—No me explico cómo puede ser pobre si te da oro para esculpir —dije asombrado.

—¡Oro! ¡Oro! ¡Tiene una habitación llena! Él lo fabrica.

—¿Dónde vive tu padrastro?

—Aquí. En los bosques cerca del lago. Nunca podrías encontrar su casa. ¿Creías que vive en un árbol? Qué tontería. Vivo con mi padrastro en una hermosa casa... una casa pequeña, pero muy hermosa. Él fabrica el oro allí, pero los hombres que se lo llevan jamás van a la casa porque no saben dónde se encuentra y, si lo supieran, no podrían entrar en ella. Mi padrastro lleva el oro a un saco de lona. Cuando el saco está lleno, lo lleva a los bosques donde viven los hombres y no sé qué hacen con él. Me gustaría que vendiera el oro y se enriqueciera, pues entonces podría regresar a, Yian donde todos los jardines son dulces y el río fluye bajo los mil puentes.

—¿Dónde está esa ciudad?

—¿Yian? No lo sé. El perfume y el sonido de las campanas de plata la llenan de dulzura todo el día. Ayer llevaba una flor de loto seca de Yian en el pecho y todos los bosques se llenaron de fragancia. ¿No la oliste? Me preguntaba anoche si la habrías sentido. ¡Qué hermoso es tu perro! Lo amo. Ayer pensaba más en tu perro. ¿Por qué llevas la garra del dragón?

Llevé la mano impulsivamente a la frente ocultando la cicatriz.

—¿Qué sabes de la garra del dragón?

—Es el símbolo de Yue-Laou y Yue-Laou gobierna a los Kuen-Yuin, dice mi padrastro. Mi padrastro me dice todo lo que sé. Vivimos en Yian hasta que tuve dieciseis años. Ahora tengo dieciocho; hace dos años que vivimos en el bosque. ¡Mira esos pájaros de color escarlata! ¿Qué son? Hay pájaros del mismo color en Yian.

—¿Dónde está Yian, Ysonde?

—No lo sé. Está más allá de siete océanos y el gran río, más largo que la distancia de la tierra a la luna.

—¿Quién te dijo eso?

—Mi padrastro. Él me lo dice todo.

—¿Quieres decirme su nombre Ysonde?

—No lo sé, él es mi padrastro, eso es todo.

—¿Tu padrastro fabrica oro? ¿Lo has visto hacerlo alguna vez?

—Oh, sí. Lo fabricaba también en Yian, y me encantaba ver las chispas en la noche, revoloteando como abejas doradas. Yian es hermosa... es como nuestro jardín y los jardines de alrededor. Desde mi jardín puedo ver los mil puentes y la montaña blanca más allá.

—¿Y la gente? ¡Háblame de gente, Ysonde!

—¿La gente de Yian? Podía verla en enjambres, como hormigas, muchos millones que cruzaban y recruzaban los mil puentes.

—Pero ¿qué aspecto tenían? ¿Vestían como yo?

—No lo sé. Estaban muy lejos, eran como manchas móviles sobre los mil puentes. Durante dieciséis años los vi cada día desde mi jardín, pero nunca salí de mi jardín a las calles de Yian porque mi padrastro me lo había prohibido por completo.

—¿Nunca viste de cerca en Yian a un ser viviente? —le pregunté exasperado.

—Mis pájaros, oh, pájaros de aspecto tan sabio, de color gris y rosado. ¿Por qué me haces estas preguntas? ¿Estás disgustado?

—Háblame de tu padrastro. ¿Tiene aspecto semejante al mío? ¿Viste, habla como yo? ¿Es americano?

—¿Americano? No lo sé. No viste como tú, ni tampoco tiene tu aspecto. Es viejo, muy, muy viejo. A veces habla como tú, otras como lo hacen en Yian. También yo hablo de las dos maneras.

—Entonces habla como lo hacen en Yian. ¡Vaya! ¡Ysonde! ¿Por qué lloras? ¿Te he ofendido? No era mi intención... ¡Ni soñaba que te molestaría! Vamos, Ysonde, perdóname. Mira, te lo pido de rodillas a tus pies.

Me interrumpí, mi mirada fija en una pequeña bola de oro que le colgaba de la cintura por una cadena dorada. La vi temblando sobre su muslo, la vi cambiar de color, ora carmesí, ora púrpura, ora llameante escarlata. Era el símbolo de los Kuen-Yuin. Ella se inclinó sobre mí y puso sus dedos suavemente en mi brazo.

—¿Por qué me preguntas esas cosas? Me hace doler aquí —se presionó el pecho con la mano—, me duele. No sé por qué. Miras la bola de oro que me cuelga de la cintura. ¿Deseas saber qué es? Es el símbolo de los Kuen-Yuin.

Si la rodeé con el brazo y la atraje hacia mí, si borré con mis besos las lágrimas que se escurrían lentamente entre sus dedos, si le dije cuánto la amaba —¡cómo me dañaba el corazón verla desdichada!—, después de todo eso era cuestión mía. Cuando se sonrió a través de las lágrimas, el puro amor y la dulzura que había en sus ojos elevó mi alma más alto que la vaga luna que lucía en el cielo azul iluminado por el sol. Mi felicidad fue tan súbita, tan aguda y abrumadora que sólo pude quedarme allí de rodillas, con sus dedos entrelazados con los míos, con la mirada alzada hacia la bóveda azul y la pálida luna. Entonces algo entre las largas hierbas junto a mí se movió cerca de mis rodillas y un húmedo hedor acre invadió mis narices.

—¡Ysonde! -grité, pero el tacto de su mano ya había desaparecido y mis dos puños cerrados estaban fríos y húmedos de rocío.

Volví a llamar, con la lengua rígida de miedo; pero llamé como alguien que despierta de un sueño, de un horrible sueño, porque las ventanas de la nariz se me estremecían por el húmedo olor acre del cangrejo-reptil que se me pegaba a la rodilla. ¿Por qué la noche había caído tan pronto? ¿Y dónde me encontraba? ¿Dónde? Rígido, helado, desgarrado y sangrante, tendido como un cadáver en mi propio umbral mientras Voyou me lamía la cara y Barris se inclinaba sobre mí a la luz de una lámpara que resplandecía y humeaba en la brisa de la noche como una antorcha. ¡Ajjj! El olor asfixiante de la lámpara me despertó y grité:

—¡Ysonde!

—¿Qué diablos pasa? —murmuró Pierpont levantándome en sus brazos como a un niño.


VII

En unos pocos minutos fui capaz de mantenerme en pie e ir con rigidez a mi dormitorio donde Howlett me tenía preparado un baño caliente y un vaso de whisky escocés más caliente todavía. Pierpont, con una esponja, me limpiaba la sangre que se me había coagulado en la garganta. El corte era poco profundo, el mero pinchazo de una espina. Un lavado de cabeza me despejó la mente y una inmersión en agua fría y una fricción con alcohol hicieron el resto.

-—No existe tal ciudad.

—Es una ciudad —continué con calma— en la que el río serpentea bajo los mil puentes, donde los jardines tienen dulce fragancia y en el aire resuena la música de las campanas de plata.

—¡Basta! —dijo Barris jadeante, y se puso en pie tembloroso. Había envejecido diez años.

—Roy —intervino Pierpont severo—, ¿por qué diablos atormentas a Barris?

Miré a Barris y él me miró a mí. Al cabo de un segundo o dos volvió a sentarse.

—Prosigue, Roy —dijo.

—Debo hacerlo —respondí—, porque ahora estoy seguro de que no he soñado.

Les dije todo; pero aun mientras lo contaba, todo parecía tan vago, tan irreal, que a veces me interrumpía con la sangre caliente que me resonaba en los oídos, pues parecía imposible que hombres juiciosos pudieran hablar seriamente de tales cosas en el año 1896 después de Cristo. Tuve miedo por Pierpont, pero éste ni siquiera sonreía. Hundida sobre el pecho y la pipa apagada asida fuertemente con ambas manos. Cuando hube terminado, Pierpont se volvió lentamente y miró a Barris. Dos veces movió los labios como si fuera a preguntar algo y luego permaneció mudo.

—Yian es una ciudad —dijo Barris como si hablara en sueños—. Yian es una ciudad donde el gran río serpentea bajo mil puentes, donde los jardines tienen dulce aroma y el aire se llena de la música de las campanas de plata.

—¿Dónde está la ciudad?

—Se extiende más allá de los siete océanos y el río que es más largo que la distancia que separa la tierra de la luna.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Pierpont.

—Estoy usando las alegorías de otra tierra; dejémoslo pasar. ¿No os he hablado de los Kuen-Yuin? Yian es el centro de los Kuen-Yuin. Se esconde en esa sombra gigantesca llamada China, vaga y vasta como los Cielos de la medianoche... un continente desconocido, impenetrable. Lo he visto. He visto las llanuras muertas de la negra Catay y he cruzado las montañas de la Muerte, cuyas cimas se elevan por sobre la atmósfera. He visto la sombra de Xangi arrojada sobre Abddon. ¡Es mejor morir a un millón de millas de Yezd y Ater Quedah que haber visto de cerca el loto blanco a la sombra de Xangi! He dormido entre las ruinas de Xaindu donde los vientos nunca cesan y el Wulwulleh es lamentado por los muertos.

—¿Y Yian? —insté gentilmente.

Había una mirada que no era de este mundo en su cara cuando se volvió hacia mí.

—Yian... he vivido allí... y he amado allí. Cuando el aliento de mi cuerpo cese, cuando la garra del dragón se desvanezca de mi brazo —se desgarró la manga y vimos un cuarto creciente blanco que le brillaba sobre el codo—, cuando la luz de mis ojos se haya apagado para siempre, ni siquiera entonces olvidaré la ciudad de Yian. Pues... ¡es mi hogar! ¡El mío! El río y los mil puentes, el pico blanco más allá, los jardines de dulce aroma, los lirios, el placentero ruido de los vientos del verano, cargado de la música de las abejas y de la música de las campanas... todas esas cosas son mías. ¿Creéis acaso que porque los Kuen-Yuin temían la garra del dragón en mi brazo he terminado con ellos? ¿Creéis que porque Yue-Laou podía dar, yo reconozco su derecho a quitar? ¿Es él Xangi, en cuya sombra el loto blanco no osa levantar la cabeza? ¡No, no! —gritó con violencia— ¡No fue de Yue-Laou, el hechicero, el Hacedor de Lunas, de quien vino mi felicidad! ¡Era real, no era una sombra para desvanecerse como una pompa de color! ¿Puede un hechicero crear y dar a un hombre la mujer que ama? ¿Es Yuen-Laou tan grande como Xangi entonces? Xangi es Dios. En Su propio tiempo, en Su infinita bondad y clemencia me devolverá otra vez la mujer que amo. Y sé que ella me espera a los pies de Dios.

En el tenso silencio que siguió, pude oír el latido redoblado de mi corazón, y vi la cara de Pierpont, pálida y transida de piedad. Barris se sacudió y levantó la cabeza. El cambio habido en su cara rojiza me asustó.

—¡Atención! —dijo dirigiéndome una terrible mirada— tienes en la frente la huella de la garra del dragón, y Yue-Laou lo sabe. Si debes amar, ama como un hombre, porque sufrirás como un alma en el infierno al final. Dime otra vez su nombre.

—Ysonde —respondí simplemente.


VIII

A las nueve de esa noche atrapamos a uno de los fabricantes de oro. No sé cómo Barris le había tendido la trampa; todo lo que vi del asunto puede contarse en un minuto o dos. Nos habíamos apostado en el camino de Cardenal a una milla de la casa poco más o menos, Pierpont y yo, con revólveres desenfundados a un lado, bajo el nogal ceniciento, Barris al otro con un Winchester cruzado sobre las rodillas. Acababa de preguntarle a Pierpont la hora, y él tanteaba en busca de su reloj, cuando a lo lejos camino arriba oímos el galope de un caballo que se acercaba más y más con creciente estruendo de cascos hasta pasar a nuestro lado. Entonces el rifle de Barris escupió fuego y la masa oscura, caballo y jinete, se desmoronaron en el polvo. Pierpont en un segundo tuvo asido por el cuello al jinete a medias atontado; el caballo había muerto; cuando encendimos una rama de pino para examinar al individuo, los dos jinetes de Barris se acercaron al galope y tiraron de las riendas junto a nosotros.

—Es el Abrillantador o yo soy un contrabandista de licores.

Nos agrupamos curiosos para ver al "Abrillantador". Era pelirrojo, gordo e inmundo, y sus ojillos rojos le ardían en la cabeza como los de un cerdo airado. Barris le revisé los bolsillos metódicamente mientras Pierpont lo sujetaba y yo sostenía la antorcha. El Abrillantador era una mina de oro; los bolsillos, la camisa, las cañas de las botas, el sombrero, aun los puños sucios que mantenía apretados y sangrantes, reventaban de pálido oro amarillo. Barris dejó caer este "oro lunar", como habíamos llegado a llamarlo, en los bolsillos de su chaqueta de caza, y se apartó para interrogar al prisionero. Volvió al cabo de unos pocos minutos e hizo señas a sus hombres montados para que se hicieran cargo del Abrillantador. Los observamos; conducían lentamente a sus caballos con el rifle sobre el muslo, adentrándose lentamente en la oscuridad mientras el Abrillantador, fuertemente atado arrastraba torvo los pies entre ellos.

—¿Quién es el Abrillantador? —preguntó Pierpont deslizándose nuevamente el revólver en el bolsillo.

—Un contrabandista de licores, un falsificador y un asaltante de caminos —dijo Barris—, y probablemente un asesino. Drummond se alegrará de verlo, y creo que es probable que lo persuada de confesar lo que se negó a confesarme a mí.

Caminamos por el camino oscuro en silencio por un rato, mientras me preguntaba que intentaría hacer Barris, pero él no dijo nada más hasta que llegamos a nuestra galería. Allí tendió su mano primero a Pierpont y luego a mí despidiéndose como si estuviera por emprender un largo viaje.

—¿Cuándo estarás de regreso? —le pregunté en alta voz cuando ya se acercaba al portalón. Atravesé el prado otra vez y otra vez nos tomó la mano con un sereno afecto del que no lo creía capaz.

—Iré —dijo— a poner fin a la fabricación de oro esta misma noche. Sé que jamás sospechasteis lo que me traía entre manos durante mis solitarios paseos nocturnos después de la cena. Os lo diré. Ya he matado sin hacer ruido a cuatro de estos fabricantes de oro. Mis hombres los pusieron bajo tierra junto al mojón cuarto, Quedan tres con vida: el Abrillantador que atrapamos, otro criminal llamado Amarillo o Yaller en el hábla vernacular y el tercero. Bueno, al tercero no lo he visto nunca. Pero sé quién y qué es... lo sé; y si es de carne humana y de sangre, su sangre será derramada esta noche.

Mientras hablaba, un débil ruido que venía desde más allá del prado atrajo mi atención. Un hombre montado avanzaba en silencio a la luz de las estrellas por las tierras esponjosas. Cuando estuve cerca, Barris encendió una cerilla, y vimos que llevaba un cadáver cruzado sobre la montura.

—Yaller, coronel Barris —dijo el hombre, tocándose el flácido sombrero como saludo.

La lúgubre aparición del cadáver hizo que me estremeciera y al cabo de un instante de haber examinado el rígido cuerpo de grandes ojos abiertos, retrocedí.

—Identificado —dijo Barris—, llévalo a puesto del mojón cuarto y envía sus efectos a Washington... sellados, Johnstone, tenlo en cuenta.

El hombre se alejó a medio galope con su carga fantasmal, y Barris nos estrechó la mano por última vez. Luego se alejó alegremente con una broma en los labios, y Pierpont y yo nos volvimos a casa. Durante una hora fumamos ensimismados en la sala ante el fuego, hablando muy poco, hasta que Pierpont dijo de pronto:

—Habría querido que Barris hubiera llevado consigo a uno de nosotros esta noche.

—Barris sabe lo que hace.

Esta conversación no nos sirvió de consuelo ni abrió el camino de la conversación, y al cabo de unos pocos minutos Pierpont me dio las buenas noches y llamó a Howlett para que le trajera agua caliente. Cuando Howlett lo dejó bien arropado en cama, dejé encendida sólo una lámpara, envié a los perros con David y despedí a Howlett por esa noche. No sentía deseos de retirarme porque sabía que no podría dormir. Había un libro abierto en la mesa junto al fuego, lo tomé y leí una página o dos, pero tenía la mente en otras cosas. La persiana de la ventana estaba abierta y miré el firmamento cuajado de estrellas. No había luna esa noche, pero el cielo estaba cubierto de estrellas titilantes y una pálida irradiación, más brillante aún que la de la luna, cubría el prado y el bosque. A lo lejos oía la voz del viento, un cálido viento suave que murmuraba un nombre, Ysonde.

Donde las largas hierbas temblaban con la cadencia del grillo, oía su nombre, Ysonde; lo oía en la susurrante madreselva donde revoloteaban grises mariposas nocturnas; lo oía en el repetido gotear del rocío en la galería. El silencioso arroyo del prado murmuraba su nombre, las ondulantes corrientes del bosque lo repetían, Ysonde, Ysonde, hasta que toda la tierra y el cielo se colmaron del suave tremor, Ysonde, Ysonde, Ysonde.

Un tordo nocturno cantaba en la espesura junto al porche, y yo me deslicé a la galería para escuchar. Al cabo de un momento volvió a empezar algo más lejos. Me aventuré por el camino. Otra vez lo oí a lo lejos en el bosque, y lo seguí, porque sabía que cantaba de Ysonde.

Cuando llegué al sendero que abandona el camino principal y conduce al refugio del Dulce Helecho en el seto, vacilé; pero la belleza de la noche me sedujo y seguí adelante mientras los tordos nocturnos me llamaban desde la espesura. En la irradiación estelar, arbustos, hierbas, flores del campo se destacaban distintos, pues no había luna que arrojara sombras. Prado y arroyo, bosquecillo y río estaban iluminados por el pálido resplandor. Como grandes lámparas encendidas, los planetas colgaban del alto cielo abovedado y a través de sus rayos misteriosos, las estrellas fijas, calmas, serenas, miraban desde lo alto como ojos. Vadeé hasta la cintura por campos de varas de oro cubiertas de rocío, a través de tréboles tardíos y avena silvestre, eglantinas de frutos carmesíes, moras y ciruelos salvajes, hasta que el acallado murmullo del arroyo Wier me advirtió que el camino había terminado.

Pero no me detuve porque en el aire nocturno pesaba el perfume de los nenúfares y a lo lejos, por sobre los acantilados boscosos y el húmedo prado más allá, había un distante fulgor de plata, y oí el murmullo de las adormecidas aves acuáticas. El camino estaba despejado, salvo por los densos renuevos de los arbustos y las trampas que tendían las malezas. Los tordos nocturnos habían cesado su canto, pero no tenía deseos de la compañía de criaturas vivientes. Esbeltas figuras veloces se me cruzaban como dardos en el camino por intervalos, delgados visones que huían como sombras a mi paso, nervudas comadrejas y gordas ratas almizcleras que avanzaban presurosas a una cita o una matanza.

Nunca había visto tantos animalitos del bosque en movimiento. Empecé a preguntarme dónde se dirigían con tanta prisa, por qué se precipitaban todos en la misma dirección. Ora me cruzaba una liebre que iba saltando entre las malezas, ora un conejo que se escurría. Al penetrar el segundo bosquecillo de abedules, dos zorros se deslizaron junto a mí; algo más adelante una gama irrumpió desde los arbustos, y de cerca la siguió un lince con ojos brillantes como brasas. No hizo caso de la gama ni de mí, sino que se alejó de prisa hacia el norte. El lince estaba huyendo.

¿De qué? No había incendio en el bosque, ni ciclón, ni inundación. Si Barris hubiera pasado por allí ¿habría sucitado semejante éxodo? Imposible; ni siquiera un regimiento en el bosque había podido poner en fuga a estas aterradas criaturas. Miré el cielo. El plácido fulgor de las estrellas detenidas me serenó y avancé por el estrecho sendero bordeado de abetos que conduce a la orilla del Lago de las Estrellas. Viburnos silvestres y enredaderas me trataban los pies, ramas cubiertas de rocio me humedecían y las duras agujas de los abetos me arañaban la cara mientras me abría camino por sobre troncos cubiertos de musgo y profundos montecillos esponjosos de hierbas hasta la grava nivelada de las orillas del lago. Aunque no soplaba viento, pequeñas ondas se apresuraban en el lago y las oí romper sobre el pedregullo. En la pálida luz de las estrellas miles de nenúfares levantaban hacia el cielo sus cálices a medias cerrados. Me tendí cuan largo era en la orilla y, con la barbilla apoyada en la mano, contemplé la orilla opuesta del lago.

Las ondas del lago avanzaban salpicando a lo largo de la orilla, cada vez más altas, cada vez más cercanas, hasta que una película de agua, delgada y resplandeciente como la hoja de un cuchillo, llegó hasta mis codos. No podía entenderlo; el lago crecía, pero no había llovido. A lo largo de toda la costa el agua crecía; oí las ondas entre las juncias; las plantas a mi lado se anegaban. Los nenúfares se mecían en las pequeñas olas, cada uno levándose, hundiéndose, elevándose otra vez hasta que todo el lago resplandeció de ondulantes flores. ¡Qué dulce y profunda era la fragancia de los nenúfares! Y ahora el agua descendía lentamente, las ondas retrocedían apartándose del borde de la orilla hasta que las blancas piedrecillas aparecieron otra vez, brillantes como la escarcha de un vaso lleno hasta el borde.

Ningún animal que nadara en la oscuridad a lo largo de la orilla, ningún salmón que emergiera podría haber anegado la entera orilla como si la onda de un gran barco hubiera surcado las aguas. ¿Podría haber sido la inundación consecuencia de alguna lluvia precipitada a lo lejos en el bosque y llegada aquí por el arroyo de la Presa? Esta era la única explicación que le encontraba, aunque cuando había cruzado el arroyo de la Presa no había notado que estuviera crecido. Y mientras yacía allí pensando, sopló una ligera brisa y vi la superficie del lago blanquear de lirios. A mi alrededor suspiraban los alisos; oí que el bosque tras de mí se agitaba; las ramas entrecruzadas se frotaban suavemente corteza contra corteza. Algo -quizá fuera un búho- salió de la noche, bajó, levantó vuelo y volvió a perderse y lejos, más allá de las aguas oí su ligero grito salir de las sombras: Ysonde.

Entonces, por primera vez, porque tenía el corazón colmado, me eché de bruces llamándola por su nombre. Tenía los ojos húmedos cuando levanté la cabeza —porque el agua crecía nuevamente— y mi corazón latía pesadamente:

—Ya nunca más, nunca más.

Pero mi corazón mentía porque mientras alzaba la cabeza hacia las serenas estrellas, la vi en pie silenciosa cerca de mí; y pronuncié su nombre muy quedo, Ysonde. Ella extendió ambas manos.

—Me sentí sola —dijo— y fui al claro, pero el bosque está lleno de animales espantados que me asustaron a mí. ¿Ha sucedido algo en los bosques? Los ciervos huyen hacia las tierras altas. ¿Por qué me dejaste sin decir palabra allí en la fuente del claro? —me preguntó.

—¡Yo, dejarte!

—En verdad lo hiciste, corriste veloz con tu perro internándote entre la maleza y los arbustos... oh, me asustaste.

—¿Te he dejado de ese modo?

—Sí, después de que me besaste.

Entonces nos recostamos juntos y contemplamos las negras aguas en las que había engarzadas estrellas, como nos habíamos inclinado juntos sobre la fuente del claro.

—¿Lo recuerdas? —pregunté.

—Sí. Mira en el agua hay engarzadas estrellas de plata... por todas partes flotan lirios blancos, y las estrellas debajo, en lo profundo.

—¿Qué flor es ésa que tienes en la mano?

—Un loto acuático blanco.

—Cuéntame de Yue-Laou, Dzil Nbu de los Kuen-Yuin. —susurré levantándole la cabeza para poder verle los ojos.

—¿Te gustaría escucharlo? Todo lo que sé te pertenece ahora, como te pertenezco yo, todo lo que soy. Acércate. ¿Quieres saber de Yue-Laou? Yue-Laou es Dzil-Nbu de los Kuen Yuin. Vivió en la Luna. Es viejo... muy, muy viejo, y una vez antes que viniera a regir a los Kuen-Yuin, era el viejo que une con una cuerda de seda a todas las parejas predestinadas, de modo tal que nada después puede prevenir la unión. Pero todo eso ha cambiado desde que vino a regir a los Kuen-Yuin. Ahora ha pervertido a los Xin —los genios bondadosos de China— y ha modelado con sus cuerpos retorcidos un monstruo que llama el Xin. Este monstruo es horrible, porque no sólo vive en su propio cuerpo, sino que tiene miles de espantables satélites, criaturas vivientes sin boca, ciegas, que se mueven cuando el Xin se mueve, como un mandarín y su escolta. Son parte del Xin, aunque no estén unidos con él. No obstante, si se lastima a uno de los satélites, el Xin se retuerce de dolor. Es terrible... ese enorme bulto viviente y esas criaturas esparcidas como dedos arrancados que se retuercen alrededor de una mano espantosa.

—¿Quién te ha contado eso?

—Mi padrastro.

—Entonces ¿crees que hay un Xin aquí?

—Debe haberlo... quizás en el lago. Cuando el Xin está a punto de dar muerte a un hombre los perros de Yeth galopan en la noche.

—¿Qué son los perros de Yeth, Ysonde?

—Los perros de Yeth no tienen cabeza. Son los espíritus de niños asesinados, que merodean por los bosques en la noche, emitiendo sonidos plañideros.

—¿Crees en eso?

—Sí, porque he llevado el loto amarillo. El amarillo es el símbolo de la fe.

—¿Dónde?

—En Yian.

—Ysonde ¿sabes que hay un Dios?

—Dios y Xangi son uno.

—¿Has oído alguna vez de Cristo?

—No.

El viento empezó a soplar otra vez entre la copa de los árboles. Sentí que sus manos se cerraban en las mías.

—Ysonde —volví a preguntar— ¿crees en los hechiceros?

—Sí, los Kuen-Yuin son hechiceros; Yue-Laou es un hechicero.

—¿Has sido testigo de brujerías?

—Sí, el satélite reptil del Xin...

—¿Y algo más?

—Mi hechizo... la bola de oro, el símbolo de los Kuen-Yuin. ¿No la has visto cambiar...? ¿No has visto los reptiles retorcerse?

—Sin embargo —dije en voz alta—, Dios existe y la hechicería no es más que un nombre.

—Ah —murmuró Ysonde, acercándoseme aún más—, en Yian dicen que los Kuen-Yuin existen; Dios no es más que un nombre.

—Mienten.

—Ten cuidado, puede que te oigan. Recuerda que tienes la marca de la garra del dragón en la frente. ¿No sabes que los que tienen la marca de la garra del dragón son seguidos por Yue-Laou para bien o para mal y que el mal significa la muerte si lo ofendéis? Sabe de ti... no, yo no le he dicho nada... ¡Ah! ¿qué es esto...? Mira, una cuerda, una cuerda de seda en torno a tu cuello... ¡y en torno al mío!

—¿De dónde salió esto? —pregunté asombrado.

—Debe de ser... debe de ser Yue-Laou que me ata a ti... es como mi padrastro lo dijo... él dijo que YueLaou nos uniría.

—-Tonterías —dije casi con rudeza, y tomé la cuerda de seda, pero para mi sorpresa, se deshizo en mi mano como si fuera humo—. ¿Qué significan todos estos malditos trucos?

Mi irritación se desvaneció al pronunciar las palabras y un estremecimiento convulsivo me sacudió entero. De pie a la orilla del lago, a una pedrada de distancia, se encontraba una figura retorcida y encorvada... Era un viejecito que despedía chispas de un carbón encendido que tenía en la palma desnuda soplando en él. El carbón resplandecía con creciente intensidad iluminando la cabeza semejante a una calavera del anciano y arrojando un fulgor rojizo en la arena a sus pies. Pero ¡la cara! ¡La espantosa cara china sobre la que la luz titilaba! ¡Y los oblicuos ojos de serpiente que echaban chispas a medida que el carbón refulgía más ardiente! ¡Carbón! No era carbón, sino un globo de oro que teñía la noche con llamas carmesíes... era el símbolo de los Kuen-Yuin.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira la luna que se remonta entre sus dedos! Oh, creí que era mi padrastro y es Yue-Laou, el Hacedor de Lunas... ¡No, no! Es mi padrastro... ¡Oh, Dios, son el mismo!

Helado de terror, me dejé caer de rodillas buscando a tientas mi revólver que abultaba en el bolsillo de mi chaqueta; pero algo me detuvo... algo que me ceñía como una red de fuerte trama sedosa. Me debatí y luché, pero la red me ajustaba cada vez más... nos rodeaba por todas partes atrayéndonos, volcándonos el uno en los brazos del otro hasta que yacimos juntos, unidos mano, cuerpo y pie, palpitantes, jadeantes como un par de palomas en una red. ¡Y esa criatura allí en la orilla! Cuán no fue mi horror al ver una luna enorme y plateada alzarse como una burbuja de entre sus dedos, elevarse más y más en el aire inmóvil y quedarse suspendida en lo alto en el cielo de medianoche, mientras otra luna se alzaba de entre sus dedos, y otra y otra más, hasta que la vasta expansión del cielo quedó cubierta de lunas y la tierra chisporroteaba como un diamante en el blanco fulgor. Un fuerte viento empezó a soplar desde el este y trajo a nuestros oídos un prolongado aullido luctuoso, un grito tan extraterreno, que por un instante nuestros corazones se detuvieron.

—¡Los perros de Yeth! ¿Los oyes? ¡Corren por el bosque! ¡El Xin está cerca!

Entonces todo a nuestro alrededor en las hierbas secas de las juncias se oyó un crujido como si se arrastraran animales pequeños y un acre hedor húmedo llenó el aire. Conocía el olor, vilas criaturas semejantes a cangrejos y arañas aparecer como un enjambre a mi alrededor y arrastrar sus cuerpos de amarillo vello por entre las hierbas apartadas. Pasaban por centenares envenenando el aire, cayendo, retorciéndose, arrastrándose con las ciegas cabezas alzadas y sin boca. Los pájaros medio adormilados y confundidos por la oscuridad se alejaban volando delante de ellos con temor impotente, los conejos saltaban fuera de sus madrigueras, las comadrejas se deslizaban como sombras huidizas. Las criaturas del bosque que quedaban se pusieron en marcha y huyeron de la asquerosa invasión; oí el lamento de una aterrorizada liebre, el resoplido de un ciervo espantado y el torpe galope de un oso; todo el tiempo me estaba ahogando, medio sofocado por el aire envenenado. Entonces, mientras me debatía para librarme de la trama de seda que me rodeaba, miré con mortal terror al hechicero y vi que se volvía sobre sus pasos.

—¡Alto! —exclamó una voz de entre los arbustos.

—¡Barris! —grité dando casi un salto en mi agonía.

Vi al hechicero saltar hacia adelante, oí el bang, bang, bang de un revólver y, al caer el hechicero sobre el borde del agua, vi a Barris avanzar en el blanco resplandor y disparar otra vez, una, dos, tres veces sobre la figura que se retorcía a sus pies. Entonces ocurrió algo espantoso. Del negro lago surgió una sombra, una innombrable masa informe sin cabeza, ciega, gigantesca, que boqueaba de un extremo al otro. Una gran ola dio contra Barris y éste cayó, otra lo arrastró por las piedras, otra lo llevó remolineando al agua y entonces... entonces esa cosa se abalanzó sobre él... y yo me desvanecí.


Esto es, pues, todo lo que sé acerca de Yue-Laou y el Xin. No temo el ridículo a que puedan exponerme los científicos o la prensa, porque he dicho la verdad. Barris se ha ido y la cosa que lo mató vive hoy en el Lago de las Estrellas mientras que sus arácnidos satélites rondan por los bosques del Cardenal. La caza ha huido, los bosques alrededor del lago se han vaciado de criaturas vivientes, salvo los reptiles que se arrastraban cuando el Xin se mueve en las profundidades del lago. El general Drummond sabe lo que ha perdido con Barris, y nosotros, Pierpont y yo, también lo sabemos.

Encontramos su testamento en el cajón del que me había dado la llave. Estaba envuelto en un papel en el que había escrito:

Yue-Laou, el hechicero, se encuentra aquí en los bosques del Cardenal. Debo matarlo o, de lo contrario, él me matará a mí. Él hizo y me dio la mujer que amé... El la hizo -yo lo vi-; la hizo con un capullo de loto acuático de color blanco. Cuando nació nuestra hija, se presentó de nuevo ante mi y me exigió la devolución de la mujer que amaba. Entonces, cuando me negué, se fue, y esa noche mi esposa y mi hija desaparecieron de mi lado y encontré en la almohada de ella un capullo de loto blanco. Roy, la mujer de tu sueño, Ysonde, quizá sea mi hija. Dios te asista si la amas, porque Yue-Laou da... y quita, como si fuera Xangi, que es Dios. Mataré a Yue-Laou antes de abandonar este bosque... o él me matará a mí. FRANKLYN BARRIS.

Ahora el mundo sabe lo que Barris pensaba de los Kuen-Yuin y de Yue-Laou. Veo que los periódicos están empezando a entusiasmarse con los atisbos que les ha procurado Li-Hung-Chang acerca del negro Catay y los demonios de los Kuen-Yuin. Los Kuen-Yuin están al acecho. Pierpont y yo hemos desmantelado el refugio de caza de los bosques del Cardenal. Estamos dispuestos en cualquier momento a unirnos y dirigir la primera partida gubernamental para dragar el lago de las Estrellas y limpiar el bosque de los cangrejos reptantes. Pero será necesario disponer de una gran fuerza y muy bien armada por lo demás, porque nunca encontramos el cuerpo de Yue-Laou y, esté vivo o muerto, le temo. ¿Vivirá acaso?

Pierpont, que nos encontró a Ysonde y a mí inconscientes a la orilla del lago a la mañana siguiente, no vio la menor señal del cadáver ni huellas de sangre en la arena. Puede que haya caído al lago, pero me temo, e Ysonde también lo teme, que esté vivo. Nunca pudimos volver a encontrar el lugar donde ella moraba, ni el claro o la fuente. Lo único que queda de su vida anterior es la serpiente de oro en el museo Metropolitan y el globo dorado, el símbolo de los Kuen-Yuin; pero éste último ya no cambia de color. David y los perros me esperan en el patio mientras escribo. Pierpont está en el cuarto de armas llenando cartuchos, y Howlett le lleva un jarro de mi cerveza tras otro desde el bosque. Ysonde se inclina sobre mi mesa escritorio: siento su mano en mi brazo, y me dice:

—¿No crees que ya has trabajado bastante pór hoy, querido? ¿Cómo es posible que escribas tales disparates sin el menor rastro de verdad o fundamento?

Robert W. Chambers (1865-1933)




Relatos góticos. I Relatos de Robert W. Chambers.


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El análisis y resumen del cuento de Robert W. Chambers: El hacedor de lunas (The Maker of Moons), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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