«Antiguas brujerías»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
Antiguas brujerías (Ancient Sorceries) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1908: John Silence: médico extraordinario (John Silence, Physician Extraordinary), y luego reeditado en la colección de 1927: Antiguas brujerías y otros cuentos (Ancient Sorceries and Other Tales).
Antiguas brujerías, sin dudas uno de los mejores relatos de Algernon Blackwood, pertenece al ciclo de John Silence, aquel detective paranormal capaz de descifrar los casos más extraños, aquellos que desconciertan a la razón pura, y habitualmente relacionados con lo sobrenatural y lo paranormal.
En este caso, el cuento nos sitúa en una pequeña aldea francesa con un dos curiosidades demográficas: una población de gatos superior a la media, y una cantidad insospechada de aficionados a la brujería, la magia negra, y la nigromancia.
Además de ser un clásico entre los relatos de detectives de lo oculto, quizás el rasgo más destacado de Antiguas brujerías sea su exquisita personificación de lo salvaje, de la naturaleza, a través de la feminidad sagrada; en definitiva, uno de los motivos infames que sirvió de justificación para la caza de brujas en la Edad Media.
Antiguas brujerías.
Ancient Sorceries, Algernon Blackwood (1869-1951)
Al parecer, hay ciertas personas totalmente vulgares, sin ninguna característica que los induzca a la aventura, quienes, sin embargo, sufren una o dos veces en sus vidas apacibles una experiencia tan extraña que obligaría al mundo entero a contener la respiración. ¡Y a pensar en el más allá! Y son casos fundamentalmente de este tipo los que suelen caer, por regla general, dentro de la jurisdicción de John Silence, médico del alma, quien, apelando a su profundo humanitarismo, a su paciencia inagotable y a sus grandes cualidades de simpatía espiritual, consigue con frecuencia la solución de problemas de la más extraña complejidad y del más profundo interés humano.
Le gustaba seguir la pista y rastrear, hasta sus fuentes ocultas, los casos más curiosos y fantásticos, tan extraños que a veces eran casi increíbles. Para él constituía una verdadera pasión desentrañar conflictos yacentes en la más íntima naturaleza de la vida, aliviando, de paso, los sufrimientos de un alma humana atormentada. Y, desde luego, los nudos que deshacía eran extraños con mucha frecuencia. La gente, por supuesto, necesita una base plausible para dar crédito a ciertas cosas, al menos algo que pretenda explicarlas. Todo el mundo puede comprender fácilmente que tales casos le ocurran a un aventurero: estas gentes llevan en sí mismas la adecuada explicación de sus vidas excitantes; sus caracteres les impulsan continuamente a la búsqueda de ciertas circunstancias propicias a la aventura. No confían sino en sí mismos y esto les satisface. Pero las personas vulgares y corrientes no parecen tener derecho a sufrir experiencias del más allá; y, si las tienen, la gente, que no espera tal cosa de ellas, queda chasqueada, por no decir ofendida. Su esquema del mundo se ha visto rudamente trastornado.
—¡Que tal cosa le haya sucedido a ese individuo! —exclaman—, ¡A un hombre tan vulgar! ¡Es demasiado absurdo! ¡Debe haber alguna equivocación!
Sin embargo, no cabe duda de que al insignificante Arthur Vezin le sucedió efectivamente algo, algo sumamente curioso, por lo cual acudió a consultar al Dr. Silence, a quien se lo expuso con todo detalle. No cabe duda de que aquello le sucedió realmente, al menos en apariencia o quizá en su interior, pero le sucedió sin ningún género de dudas, a pesar de las burlas de los pocos amigos que escucharon el relato. No se sabe cómo será su muerte, pero indudablemente Vezin no ha vivido de la forma más anodina, al menos en lo tocante a este suceso concreto de su vida, que por lo demás es perfectamente apacible. Al oírle contar su experiencia y observar el cambio que se verificaba en sus rasgos pálidos y delicados, al escuchar cómo su voz se hacía más suave y sosegada a medida que avanzaba en el relato, se adquiría el convencimiento de que sus vacilantes inhábiles palabras eran incapaces de transmitirla.
Cada vez que la contaba, volvía a vivir su experiencia. Durante el relato se borraba hasta su personalidad propia. Se hundía en la narración, la cual casi llegó a convertirse en una especie de larga disculpa por haber vivido tal aventura. Parecía pedir excusas y perdón por haberse atrevido a tomar parte en un episodio tan fantástico. Pues el insignificante Vezin poseía un alma tímida, bondadosa, sensible, poco apta para la lucha, tierna para con los hombres y los animales; y era incapaz, casi constitucionalmente, de decir que no o de reclamar los derechos que en justicia le deberían haber correspondido. Todo su plan de vida parecía excluir de ella por completo cualquier episodio más emocionante que perder un tren o dejarse olvidado el paraguas en el autobús. Y cuando se vio mezclado en aquellos extraños sucesos, ya había sobrepasado los cuarenta años bastante más de lo que él admitía o sospechaban sus amigos.
John Silence, que le oyó hablar de su aventura en más de una ocasión, dijo que a veces omitía ciertos detalles o introducía otros nuevos; pero que, sin embargo, todos ellos eran notoriamente ciertos. Toda la aventura estaba grabada indeleblemente en su memoria. Ninguno de sus detalles era imaginario o inventado. Y cuando relataba la historia completa, con todos sus pormenores, el efecto que producía en el auditorio era innegable. Relucían sus expresivos ojos castaños y se descubría y revelaba la parte más cordial de su personalidad, que de ordinario estaba cuidadosamente reprimida. Nunca perdía, por supuesto, su excesiva modestia; pero, mientras hablaba, se olvidaba del presente y se mostraba casi apasionado al revivir de nuevo su pasada aventura.
Cuando comenzó ésta se hallaba cruzando el norte de Francia, de regreso a su hogar, tras una de esas excursiones montañeras a que se entregaba, solitario, todos los veranos. Sólo llevaba un maletín pequeño en la red de equipajes; el tren resultaba sofocante debido a la enorme cantidad de viajeros, la mayor parte de los cuales eran impenitentes turistas ingleses. Estos le disgustaban mucho, pero no porque fuesen compatriotas, sino porque eran ruidosos e impertinentes y conseguían borrar, con sus largas piernas y trajes chillones, todo el encanto de aquel día que, de lo contrario, tanto placer lo habría producido, sumergiéndolo dulcemente en su propia insignificancia y haciéndole olvidarse de su propio ser. Estos ingleses armaban a su alrededor, un fragor insoportable y le hicieron pensar vagamente en que debería mostrarse, en general, más enérgico y menos tímido y ser capaz de exigir con decisión algunas cosas que, si bien no le eran necesarias y carecían realmente de importancia, constituían pequeñas satisfacciones de las que tampoco tenía por qué privarse, como, por ejemplo, sentarse junto a la ventanilla, subir o bajar la persiana según le conviniese, etc.
De tal modo se sentía a disgusto en el tren, que deseaba ardientemente la llegada del final del viaje y encontrarse de nuevo en su cómoda casita de Surbiton, en compañía de su hermana soltera. Y cuando el tren, jadeante, se detuvo por diez minutos en aquella pequeña estación del norte de Francia y él bajó al andén a estirar un poco las piernas y vio, consternado, cómo una nueva remesa de las Islas Británicas transbordaba de otro tren al suyo, sintió súbitamente que le era imposible continuar el viaje. Incluso su alma abúlica se revolucionó ante tal perspectiva; y la idea de pasar la noche en la pequeña ciudad y proseguir el viaje al día siguiente, en un tren más lento y menos atestado, se fue adueñando de su mente. Cuando se le ocurrió esta idea, el pasillo que conducía a su compartimiento estaba ya totalmente bloqueado y el empleado gritaba ya En voiturel! Pero, por una vez, actuó con decisión y luchó impetuosamente por recuperar su maletín.
Viendo que el pasillo y las plataformas estaban atascados, golpeó la ventanilla (pues junto a ella estaba su asiento) y rogó al francés que iba sentado frente a él que le alcanzase su equipaje, explicándole torpemente, por sus dificultades en el idioma, que deseaba interrumpir allí su viaje. Y según declaró, este francés, hombre ya de edad madura, le arrojó una mirada, mitad de advertencia, mitad de reproche, que no podrá olvidar nunca hasta el día de su muerte. Le dio el maletín a través de la ventanilla del tren ya en movimiento y al mismo tiempo dejó caer en sus oídos una larga frase, dicha rápidamente y en voz baja, de la que tan sólo fue capaz de comprender las últimas palabras: á cause du sommeit et á cause des chats.
En contestación a la pregunta hecha por el Dr. Silence, quien, gracias a su singular agudeza psíquica, en seguida había comprendido que este francés representaba un punto vital de la aventura, Vezin confesó que el hombre le había impresionado favorablemente desde un principio, aunque no era capaz de explicar por qué. Habían estado sentados el uno frente al otro durante las cuatro horas que había durado el viaje y, aunque no habían entablado conversación —Vezin era tímido, y más aún ahora debido a su torpeza en el idioma—, había tenido la vista continuamente fija en la cara del francés, casi hasta parecer insolencia; ambos habían evidenciado, con toda clase de pequeñas cortesías y atenciones, su deseo de mostrarse amables. Se habían atraído mutuamente y sus personalidades no habían chocado o, mejor dicho, no habrían chocado de haberse llegado a tratar. El francés parecía, desde luego, haber ejercido una silenciosa influencia protectora sobre el pequeño e insignificante inglés; y, sin palabras ni gestos, había dado a entender que le agradaba y que gustosamente le habría hecho cualquier favor.
—¿Y esa frase que dejó caer junto con el maletín? —preguntó John Silence, sonriendo con esa simpatía habitual con que siempre lograba vencer las defensas de sus pacientes—, ¿es usted capaz de recordarla exactamente?
—Fue tan rápida, tan vehemente, en voz tan baja —explicó Vezin con su vocecilla—, que no me enteré prácticamente de nada. Sólo pude comprender unas pocas palabras, las últimas, y eso porque las pronunció muy claramente y sacando la cabeza por la ventanilla para que le oyese mejor.
—¿A cause du sommeit et á cause des chats? —repitió el Dr. Silence, como hablando consigo mismo.
—Eso es, exactamente —dijo Vezin—, que quiere decir algo así como ,a causa del sueño y a causa de los gatos, ¿no es así?
—Ciertamente, así lo traduciría yo —observó brevemente el doctor, que no deseaba hacer más interrupciones que las imprescindibles.
—Y el resto de la frase, es decir, todo el principio que no pude comprender, era como una advertencia de que no hiciera no sé qué, de que no me quedase en aquel pueblo o quizá en algún lugar determinado de él.
Esta fue la impresión que me dio. Después, por supuesto, había partido aquel tren bullicioso y Vezin había quedado, solo y bastante olvidado, en el andén. El pueblecito trepaba, disperso, por una escarpada colina que se levantaba más allá de la llanura donde estaba la estación, y lo coronaban las torres gemelas de la arruinada catedral, asomando por encima de la cumbre. Desde la estación, el pueblo parecía moderno y desprovisto de interés; pero la verdad es que la parte antigua, medieval, se hallaba fuera del campo de la vista, tras de la cresta de la colina. Y una vez que hubo llegado a la cúspide y penetrado en las viejas callejas de la parte antigua, se vio de pronto introducido en la vida de un siglo pretérito, lejos de su habitual y cotidiana realidad moderna.
Recordó el bullicio y la agitación del tren atestado como si fuera un episodio ocurrido muchos días atrás. Le envolvió el espíritu de esta silenciosa ciudad de la colina, remotamente ajena a turistas y automóviles, que soñaba su propia vida apacible bajo el sol de otoño, y se sintió hechizado por él. Bajo este hechizo estuvo actuando durante mucho rato sin darse cuenta. Anduvo blandamente, casi de puntillas, por las estrechas y tortuosas callejuelas, cuyos tejados casi se tocaban de uno a otro lado, y entró en el porche de la solitaria posada con actitud modesta e implorante, como pidiendo excusas por introducirse en aquel lugar y perturbar su sueño apacible. Al principio —según dijo Vezin— se fijó muy poco en estas cosas. Fue mucho después cuando empezó a intentar analizarlas. De momento, lo único que le impresionó fue el delicioso contraste entre aquel silencio y aquella paz, y el polvo y ruidoso rechinamiento del tren. Se sintió aliviado y acariciado como un gato.
—¿Como un gato, dice usted? —Interrumpió John Silence, cogiéndole la palabra rápidamente.
—Sí. Desde el primer momento sentí esa impresión —rió Vezin, como disculpándose—. Sentí como si el calor y el silencio y el bienestar me fuesen a hacer ronronear. Así parecía ser, por otra parte, el ambiente del lugar... entonces.
La posada, una casa antigua, retorcida, sobre la cual flotaba aún la atmósfera de lejanos días pretéritos, no pareció dispensarle una acogida demasiado calurosa. Según dijo, su sensación fue de ser simplemente tolerado. Pero era una posada cómoda y barata; y la deliciosa taza de té que pidió en cuanto pudo, le hizo sentirse realmente satisfecho de sí por haber dejado aquel tren de una manera tan atrevida y original. Pues a él le había parecido atrevida y original. Se sentía audaz. Su habitación, además, le agradó mucho, con su oscuro zócalo y el bajo techo irregular; y el pasillo, largo, un poco en cuesta, que a ella conducía, le pareció el camino más adecuado para llevarle a aquella verdadera Cámara del Sueño, pequeño y oscuro retiro alejado del mundo, donde ningún ruido podía entrar. Daba a la parte trasera de la casa, a un patio apacible. Todo ello era delicioso y, sin saber por qué, se sintió como si estuviese vestido de suavísimo terciopelo y como si los suelos fuesen mullidamente alfombrados, y las paredes, almohadilladas. Los ruidos de la calle no podían entrar allí. Le rodeaba una atmósfera de absoluta paz.
Para tomar aquella habitación de dos francos se había tenido que entender con la única persona que parecía haber en la posada aquella tarde adormecida, un viejo camarero de bigotes gatunos y somnolienta cortesía, que, al verle, se había dirigido perezosamente hacia él a través del patio de piedra. Pero más tarde, cuando bajó de su habitación a dar un paseo por el pueblo antes de cenar, se encontró con la posadera en persona. Era una mujerona enorme, cuyos pies, manos y facciones parecían flotar, como si nadase hacia él, a través del mar de su corpulenta persona. Emergían en su dirección, por así decir, pero tenía ambos ojos grandes, oscuros y vivaces que neutralizaban en parte la impresión producida por su corpulencia y revelaban que su propietaria era mujer vigorosa y alerta. Cuando la vio por primera vez, estaba sentada en una sillita baja, al sol, haciendo punto de media; y había algo en su aspecto o actitud, que le sugirió inmediatamente la idea de un enorme gato atigrado, adormilado, pero aún despierto, muy soñoliento; pero, sin embargo, al mismo tiempo, preparado para una acción instantánea.
Le hizo pensar en algo así como en un gran cazador de ratones al acecho. La mujer le abarcó de una sola y comprensiva ojeada, cortés aun sin ser cordial. Vezin observó que su cuello debía de ser extraordinariamente flexible, pese a sus proporciones, pues lo fue girando con suma facilidad, para seguirle con la vista a medida que él caminaba; y también la cabeza, que se inclinaba ton gran flexibilidad.
—Pero cuando me miró, ¿sabe usted? —dijo Vezin con aquella sonrisita suplicante en sus ojos castaños y aquel leve gesto de sus hombros, como de quien quita importancia a algo, tan característico en él—, tuve la extraña convicción de que, en realidad, había intentado hacer un movimiento completamente distinto, y que de un solo salto podría haber cruzado todo el patio para caer a zarpazos sobre mí, como un enorme gato sobre un ratón.
Lanzó una risita blanda y el Dr. Silence, sin interrumpirle, apuntó algo en su libro de notas, mientras Vezin proseguía en el tono de voz de quien teme haber hablado ya demasiado y dicho más de lo que pudiéramos creer.
—Era muy gruesa, pero muy activa para su volumen y masa; y me daba la sensación de que se daba cuenta de lo que yo hacía, incluso cuando me encontraba a su espalda y no podía verme. Su voz era melosa y suave cuando me habló. Me preguntó si me habían subido ya mi equipaje y si me encontraba cómodo en mi habitación; y luego añadió que la cena era a las siete y que en ese pueblo la gente era muy mañanera y madrugadora. Intentaba dar a entender a las claras que las últimas horas del día no eran muy sugestivas en aquel lugar.
Evidentemente, esta mujer contribuyó no poco, con su voz y modales, a darle la impresión de que allí iba a ser "manejado" por los demás; que otros se ocuparían de arreglar y planear las cosas por él, y que no tendría más que hacer sino encajar, como una rueda dentada en su muesca correspondiente, y obedecer. No se esperaba de él ninguna acción enérgica ni ningún esfuerzo personal. Todo esto constituía el exacto reverso del malhadado tren. Salió a la calle apacible y caminó lenta y placenteramente. Se daba cuenta de que se hallaba en un milieu muy apropiado a su manera de ser: siempre le había repelido la acción directa. Era mucho más agradable obedecer. Empezó de nuevo a ronronear y sintió que todo el pueblo ronroneaba con él.
Vagó sin rumbo por las calles de la pequeña ciudad, y cada vez se fue hundiendo más profundamente en la atmósfera de reposo que la caracterizaba. Sin rumbo fijo vagabundeó de arriba a abajo y de aquí para allá. El sol de septiembre caía oblicuamente sobre los tejados. Bajando por calles tortuosas orladas de aleros ruinosos y abiertas ventanas, captó vistas fantásticas de la extensa planicie, de los prados y de los amarillos matorrales que se extendían allá abajo igual que el mapa de un sueño en la niebla. Sintió que en aquel lugar actuaba poderosamente el hechizo del pasado. Las calles estaban llenas de hombres y mujeres pintorescamente vestidos, todos ellos muy atareados en sus respectivos quehaceres; pero ninguno pareció fijarse en él ni se volvió a mirar su aspecto llamativamente inglés.
Fue incluso capaz de olvidar que, con su marcado aspecto de turista, constituía una nota discordante en aquel cuadro encantador; y se fue fundiendo cada vez más con el ambiente, sintiéndose deliciosamente insignificante y sin conciencia de sí. Era como si fuera poco a poco entrando a formar parte de un sueño de colores suaves, pero en forma tan gradual que ni siquiera se diese cuenta de que era un sueño. Hacia el Este, la colina caía más verticalmente y la llanura de abajo se hundía súbitamente en un mar de densas sombras, donde los pequeños bosques formaban a modo de islas y los campos de rastrojo eran como aguas profundas. Vagabundeó a lo largo de viejos bastiones de fortalezas antiguas que sin duda alguna vez fueron formidables, pero que ahora sólo constituían un fantástico misterio de rotas murallas grises cubiertas de indómitas hiedras y enredaderas.
Desde el ancho parapeto en que se sentó un momento, y que estaba al mismo nivel que las redondeadas copas de los plátanos recién podados de la llanura, vio allá abajo la explanada que se extendía en las sombras. Aquí y allá se posaba en las caídas hojas amarillas un amarillo rayo de sol; y miró hacia abajo desde la altura y vio que la gente del pueblo paseaba por allí, sin rumbo, al fresco del atardecer. Pudo oír el sonido de sus pasos lentos; y el murmullo de sus voces se elevó hasta él a través de los resquicios de la enramada. Allá abajo, las figuras de calmosos movimientos lo parecieron sombras, apenas entrevistas a través de los claros del follaje. Allí estuvo sentado durante largo rato, pensativo, sumergido en las olas de murmullos y ecos casi perdidos que llegaba hasta él y rodeado de las hojas de los plátanos. Toda la ciudad y la pequeña colina en que se alzaba con la misma naturalidad que un antiguo bosque, le parecieron como un enorme ser que yaciese medio dormido en la planicie y ronronease para sí al tiempo que dormitaba.
Y, de pronto, mientras se fundía perezosamente con sus propios ensueños, llegó hasta sus oídos un sonido de trompas e instrumentos de cuerda y madera; y la banda del pueblo empezó a tocar en el lejano extremo del paseo lleno de gente, acompañada por tambores de son apagado y acariciador. Vezin era muy sensible para la música; era un inteligente aficionado e incluso se había aventurado, sin que lo supieran sus amigos, a componer algunas apacibles melodías de graves acordes, que él mismo tocaba para sí, delicadamente matizadas con el pedal, cuando se hallaban a solas. Y esta música que se elevaba entre los árboles, tocada por una banda invisible, pero sin duda muy pintoresca, le hechizó. No reconoció ninguna de las piezas que tocaron, las cuales le dieron la impresión de que estaban siendo simplemente improvisadas por una banda sin director.
A lo largo de las distintas melodías no se mantenía ningún movimiento marcado, y empezaban y terminaban de una manera singular y caprichosa, igual que el viento soplando a través de un Arpa Eolia. La música formaba parte integrante de la escena, y de la hora —tan parte integrante de la escena y de la hora como la moribunda luz del día o la tenue brisa acariciante—, y las dulces notas de las trompas arcaicas y plañideras, atravesadas por el sonido más agudo de la cuerda, y todo ello casi ahogado por el continuo retumbar del grave tambor, le hechizaron de una forma curiosamente intensa, casi excesiva, para ser totalmente agradable. Había ciertamente en todo esto una extraña atmósfera de hechizo. La música le evocaba el misterio de la naturaleza. Le hacía pensar en árboles barridos por el viento, en brisas nocturnas cantando en las cuerdas de ropa y en los cañones de las chimeneas o entre las jarcias de invisibles navíos: también le sugería —y el símil irrumpió en sus pensamientos con violenta intensidad— un coro de animales, de salvajes criaturas reunidas en alguno de los más desolados parajes del mundo, aullando y cantando como cantan o aúllan a la luna los animales.
Le parecía oír incluso los gemidos plañideros y semihumanos de los gatos en los tejados nocturnos; y esta música, de intervalos fantásticos, apagada por los árboles y la distancia, le hizo pensar en una extraña reunión de estas criaturas en algún remoto tejado del cielo, cantando a coro su música solemne a sí mismos y a la luna. Al momento se dio cuenta de que era muy extraña la imagen que la música le sugería, puesto que su sensación se expresaba mejor de una manera visual que de cualquier otra. Los intervalos ejecutados por los instrumentos eran locamente extraños y sugerían imágenes de gatos sobre las tejas nocturnas, tan velozmente subían los crescendos, tan bruscamente se precipitaban los disminuendos en las notas más graves, y tan loco, confuso y discordante resultaba el total. Pero, al mismo tiempo, de la melodía se desprendía una dulzura plañidera; y, por otra parte, las discordancias de los instrumentos eran tan singulares que no herían su sentido musical como hubiera hecho, por ejemplo, un violín desafinado. Durante largo rato estuvo escuchando, con total abandono de sí mismo; y luego volvió lentamente a la posada, envuelto en el crepúsculo y en el aire que se iba volviendo frío.
—¿No sintió usted ninguna alarma? —interrumpió brevemente el doctor Silence.
—Nada en absoluto —dijo Vezin—; pero, ya sabe usted, era todo tan fantástico y encantador que me quedé profundamente impresionado. Quizá demasiado —continuó explicando amablemente— y entonces quizá fuera esta violenta impresión, causa predisponente para otras impresiones que fui recibiendo luego; pues mientras regresaba a la posada, el hechizo del lugar empezó a apoderarse de mí de una docena de maneras, y todas ellas distintas. Hubo otras cosas que ni aun entonces me pude explicar.
—¿Quiere usted decir incidentes?
—No, casi no fueron ni incidentes. Se fueron superponiendo en mi mente un tropel de vividas sensaciones que no pude desentrañar. Acababa de ponerse el sol, y los viejos y destartalados edificios recortaban siluetas mágicas sobre un rojo y dorado cielo opalescente. La oscuridad se derramaba por las callejuelas retorcidas. La colina estaba ceñida en todo su contorno por un oscuro mar, cuyo nivel crecía con las tinieblas. El encanto de una escena como ésta, ya sabe usted, puede llegar a ser muy grande; y así lo fue aquella noche para mí. Sin embargo, me di cuenta confusamente de que lo que yo sentía no estaba directamente relacionado con el misterio y maravilla de la escena.
—Es decir, las sutiles transformaciones del espíritu no provenían únicamente de la belleza —indicó el doctor al notar que vacilaba.
—Exactamente —prosiguió Vezin, animándose de nuevo y sin miedo ya de que nos riéramos a su costa—. Mi sensación procedía de alguna otra cosa. Por ejemplo, al bajar por la bulliciosa calle principal, donde hombres y mujeres regresaban alegremente del trabajo a casa, compraban cosas en puestos y tenderetes, y charlaban ociosamente formando grupitos, vi que yo no despertaba el menor interés y que nadie se fijaba en mí como forastero y extranjero. Era totalmente ignorado y mi presencia entre ellos no excitaba ningún interés especial o atención. Y entonces, completamente de repente, me vino la convicción de que esa indiferencia y falta de curiosidad eran sencillamente fingidas. Todo el mundo, sin duda de ninguna clase, me estaba espiando furtivamente. Cada movimiento que yo hacía era advertido y observado. Su indiferencia no era sino fingida, cuidadosamente fingida.
Hizo una pausa para ver si nos reíamos de él; luego continuó, tranquilizado.
—Es inútil preguntarme cómo me di cuenta de esto, porque, sencillamente, no puedo explicarlo. Pero el descubrirlo me produjo una gran impresión. Antes de llegar a la posada, sin embargo, hubo otra cosa que se me metió irresistiblemente en la imaginación y que no pude por menos de reconocer como cierta. Y también ésta, lo digo desde ahora mismo, era igualmente inexplicable. Quiero decir que no puedo hacer más que relatar el hecho, el hecho tal como me sucedió.
El hombrecillo se levantó del sillón y se quedó en pie, sobre la alfombra y ante el fuego. Su timidez desaparecía por momentos, a medida que se perdía de nuevo en la magia de la vieja aventura. Incluso sus ojos le brillaban al hablar.
—Bien —prosiguió, levantando, en su excitación, su débil vocecilla—; cuando se me ocurrió por primera vez, acababa de entrar en una tienda.... aunque me figuro que la idea llevaría ya un buen rato fraguándose subconscientemente antes de aparecérseme en tan súbita y completa madurez. Estaba comprando unos calcetines, me parece —rió—, y luchando con mi detestable francés, cuando me di cuenta de que a la mujer de la tienda le importaba un comino el que yo comprase o dejara de comprar. Le tenía sin cuidado vender o no vender. Lo único que hacía allí era simular vender.
»Esto quizá les parezca un incidente demasiado trivial y caprichoso para edificar sobre él todo lo que sigue. Pero en la realidad no tuvo nada de trivial. Quiero decir que fue la chispa que prendió el reguero de pólvora que llegó a producir el enorme incendio de mi mente. Me acababa de dar cuenta, de repente, de que la realidad de aquel pueblo era muy otra de la que había visto yo hasta entonces. Las actividades verdaderas y los intereses auténticos de la gente eran otros y muy distintos de lo que parecía. La realidad de sus vidas quedaba oculta en algún lugar invisible, detrás del escenario. Su bullicio y actividad no eran sino apariencia externa, que enmascaraba sus verdaderas intenciones. Compraban y vendían, y comían y bebían, y paseaban por las calles; pero, sin embargo, la corriente fundamental de su existencia discurría por cauces subterráneos, por gargantas secretas, fuera del alcance de mi vista. En las tiendas y en los puestos no se preocupaban de si yo sentía o no interés por sus artículos; en la posada, eran indiferentes a si me iba o me quedaba; el curso de su vida discurría remoto para mí, brotaba de ocultas fuentes misteriosas, fluía lejos de mi vista, desconocido.
»Todo era una farsa enorme y deliberada, quizá montada en beneficio mío o quizá para sus propios fines. Pero el curso principal de sus existencias discurría por otro lado. Yo sentía algo así como lo que podría sentir una sustancia extraña y hostil introducida en un organismo humano, cuando éste trata por todos los medios de expulsarla o absorberla. Esto mismo estaba haciendo aquel pueblo conmigo. Esta extraña certidumbre se apoderó de mí en forma irresistible cuando regresaba paseando a la pasada; empecé a intentar imaginarme apresuradamente dónde podría residir la vida auténtica de este pueblo y cuáles podrían ser los intereses y actividades reales de su vida oscura. Y ahora que mis ojos estaban ya parcialmente abiertos, pude observar tres detalles que me intrigaron, el primero de los cuales creo que fue el extraordinario silencio que reinaba en todo el lugar.
Todos los ruidos del pueblo eran positivamente ahogados, sofocados. Aunque todas las calles estaban empedradas con guijarros irregulares, la gente se movía silenciosamente, blandamente, con pasos afelpados, igual que gatos. Todo resultaba acallado, mudo, amortiguado. Las mismas voces eran bajas, susurrantes como ronroneos. No parecía haber nada clamoroso, vehemente ni enérgico en aquella atmósfera adormecida, de sueño apacible, que envolvía al pueblecito dormido en la colina. Era como la mujer de la posada: quietud aparente que oculta una intensa actividad y desconocidos propósitos. Sin embargo, no percibí por ninguna parte señales de letargo o pereza. La gente era activa y despierta. Pero todo, el mismo bullicio de la calle, estaba envuelto en un amortiguamiento mágico y desconocido, como en un hechizo.
Vezin se pasó un momento la mano por los ojos, como si sus recuerdos se hiciesen demasiado dolorosos. Su voz se había ido convirtiendo en un susurro, por lo cual habíamos escuchado con cierta dificultad la última parte de su relato. Era evidente que lo que nos estaba contando era cierto, y también que se trataba de algo que él a la vez deseaba y odiaba contar.
—Volví a la posada —prosiguió en voz más alta— y cené. Sentía a mi alrededor un mundo nuevo y extraño. Se iba desdibujando mi antiguo mundo de realidades. Allí, me gustase o no, me tenía que enfrentar con algo nuevo e incomprensible. Lamenté haber dejado el tren tan impulsivamente. Me hallaba metido en una aventura y yo he sido siempre enemigo de toda clase de ellas, considerándolas como algo totalmente ajeno a mí. Más aún, sentía que me hallaba a las puertas de una aventura muy oscura y honda a suceder dentro de mí, que iba a tener lugar en un terreno que yo no podía controlar ni medir; y a mi asombro se mezcló un sentimiento de angustia, angustia por la integridad y estabilidad de lo que durante cuarenta años había considerado mi personalidad. Subí y me acosté, mientras mi cabeza rebosaba de pensamientos extraños a mí, de carácter obsesionante. Para aliviarme, me obligué a pensar en aquel tren encantador, prosaico y ruidoso, y en todos sus sanos y tumultuosos pasajeros. Casi deseaba volver a estar con ellos. Pero mis sueños me condujeron a otros terrenos. Soñé con gatos, con criaturas de movimientos afelpados, y con el silencio de una vida oscura y amortiguada que se extendía más allá de nuestros sentidos.
Vezin permaneció allí día tras día, Indefinidamente, mucho más tiempo del que había pensado quedarse. Se sentía adormilado y aturdido. No hacía nada en particular, pero el lugar aquel le fascinaba y no podía decidirse a abandonarlo. Siempre le había sido muy difícil tomar decisiones y, por ello, se asombraba a veces de lo bruscamente que había adoptado la de bajarse del tren. Parecía como si alguien la hubiera tomado por él; y, en una o dos ocasiones, sus pensamientos volaron hacia aquel atezado francés del asiento frontero al suyo. ¡Ojalá hubiera podido entender aquella larga frase que terminara, tan extrañamente, con un a cause du sommeil et a cause des chats! Se preguntaba cuál habría podido ser su exacto significado. Mientras tanto, le había dominado por completo la afelpada calma de la ciudad, e intentaba en medio de aquella paz y tranquilidad, descubrir dónde residía el misterio y en qué consistía. Pero su limitación en el idioma y su constitucional aversión a las investigaciones activas, le impidieron abordar a la gente y hacerles preguntas directas. Se contentaba con observar, vigilar y permanecer en estado negativo.
El tiempo siguió siendo tranquilo y neblinoso, y esto le ayudó. Vagabundeó por la ciudad hasta que conoció cada calle y cada paseo. La gente le permitía ir y venir sin obstaculizarle ni estorbarle; pero, cada día que pasaba, se le hacía más evidente que no dejaban de vigilarlo ni un momento. El pueblo le espiaba como el gato espía al ratón. Y él no consiguió adelantar ni un paso hacia el descubrimiento de por qué estaban todos tan atareados ni por dónde discurría la corriente real de sus actividades. Todo esto permanecía en tinieblas. La gente era tan suave y misteriosa como los gatos. Pero que estaba continuamente bajo vigilancia, se le fue haciendo más evidente de día en día. Por ejemplo, cuando iba, dando un paseo, hasta el extremo último del pueblo y allí entraba en un verde jardincillo público, bajo las murallas, y se sentaba a tomar el sol en uno de sus vacíos bancos, se veía completamente solo... al principio.
No estaba ocupado ningún otro asiento; el parque estaba desierto; los caminos, vacíos. Sin embargo, al cabo de unos diez minutos de su llegada, había ya muy bien veinte personas diseminadas a su alrededor, unas paseando sin rumbo fijo por los senderos de grava o contemplando las flores, y otras sentadas en los bancos de madera, tomando agradablemente el sol. Ninguna de ellas parecía reparar en él; a pesar de esto, comprendía perfectamente que habían ido allí a espiarle. Le mantenían sometido a estrecha vigilancia. En la calle le habían parecido bastante atareados y activos; sin embargo, ahora parecían haberse olvidado súbitamente de sus obligaciones y ya no tenían nada que hacer sino descansar ociosamente al sol, sin acordarse para nada de sus trabajos y quehaceres. Cinco minutos después de irse él, el jardín volvía a quedar desierto, los asientos vacíos.
Pero, en cambio, en la calle, ahora repleta de gente atareada, sucedía lo mismo; nunca estaba solo. Siempre estaban ocupándose de él. Poco a poco, además, fue empezando a comprender de qué modo tan inteligente lo espiaban, que no lo parecía. La gente aquella no hacía nada de una manera directa. Actuaban de un modo oblicuo. Se rió para sus adentros cuando expresó esta idea, circunscribiéndola en palabras, pero la verdad es que esta frase lo describía con exactitud. Le miraban desde ángulos desde los cuales, lógicamente, sólo se hubiese podido dirigir la vista hacia otro sitio muy distinto. Sus movimientos, además, eran oblicuos en todo lo que se refería a él. Era evidente que las cosas rectas, directas, no les gustaban. No hacían nada con claridad. Cuando entraba a comprar algo en una tienda, la mujer se iba rápidamente al extremo lejano del mostrador y allí se ponía a hacer cualquier cosa; sin embargo, le contestaba inmediatamente —en cuanto él decía algo, demostrando con ello que se había dado perfecta cuenta de su presencia, y era ésta únicamente su manera de atenderle. Era la actitud del gato la que adoptaban. Incluso en el comedor de la posada, el camarero, cortés y bigotudo, flexible y silencioso en todos sus movimientos, parecía incapaz de llegarse directamente hasta su mesa para atender un encargo o llevar un plato.
Iba haciendo zigzags, indirectamente, vagamente, de manera que parecía estar yendo a cualquier otra mesa, sólo que de pronto, en el último momento, se volvía y ya estaba allí junto a él. Vezin sonreía de una forma singular al describir cómo fue empezando a darse cuenta de estas cosas. No había más turista que él en la hospedería, pero recordaba que uno o dos viejos del pueblo iban allí a tomar su déjeuner y a cenar; y también recordaba cuán fantásticamente entraban en el comedor, en actitud similar a la de todos los demás. Primero se detenían en el umbral de la puerta, atisbando la habitación; luego, después de una cuidadosa inspección, entraban de lado, por así decir, pegados a la pared de tal manera que Vezin nunca sabía a qué mesa se estarían dirigiendo; y, en el último momento, casi se abalanzaban hacia sus respectivas sillas. Y de nuevo esto le sugirió las maneras y métodos de los gatos. También le llamaron la atención otros pequeños incidentes que ocurrían por todas partes en aquel pueblo extraño y sigiloso, de vida indirecta, amortiguada. La gente aparecía y desaparecía con una extraordinaria rapidez, que le intrigaba sobremanera.
Sabía que era posible que el fenómeno fuese perfectamente natural; pero no podía descifrar cómo la calle se tragaba o arrojaba a las personas en un instante, sin puertas visibles ni aberturas lo suficientemente próximas para explicar racionalmente el fenómeno. En cierta ocasión fue siguiendo a dos mujeres de edad que había sorprendido examinándole con un interés tan particular como disimulado desde el otro lado de la calle. Era muy cerca de su posada, y las vio doblar la esquina sólo unos pocos pasos delante de él. Pues bien, cuando él, que iba pisándoles los talones, torció vivamente por la misma esquina, no vio más que una calle desierta, sin la menor señal de vida. Y la única abertura por donde podían haberse escabullido era un soportal que había a unos cincuenta metros de la esquina y al cual, en ese tiempo, no habría podido llegar el más rápido de los corredores humanos.
Y de la misma forma súbita aparecía la gente cuando menos se lo esperaba. Una vez oyó el ruido de una gran disputa que procedía de detrás de cierto pequeño vallado; se apresuró a ver qué sucedía y consiguió ver un grupo de mujeres y jovencitas enzarzadas en vociferadora discusión, que se apagó al momento, hasta convertirse en el murmullo habitual de la ciudad, en cuanto su cabeza hubo asomado por encima de la valla. E incluso entonces, ninguna de ellas se volvió para mirarle directamente, sino que todas se escabulleron a través del patio con increíble rapidez y desaparecieron por puertas y soportales. Y sus voces —pensó— habían sonado muy parecidas, extrañamente parecidas a gruñidos coléricos de animales irritados, casi como de gatos. A pesar de todo, el alma auténtica del pueblo seguía evitándole, esquiva, variable, escondida del mundo exterior, y, al mismo tiempo, intensa y genuinamente vital; y, desde el momento en que él, ahora, pertenecía a la vida del pueblo, esta esquivez y oscuridad le intrigaban y le irritaban; más aún, empezaban ya a asustarle.
A través de las nieblas que lentamente se iban acumulando en sus pensamientos habituales, empezó a surgir la idea de que los habitantes del pueblo estaban esperando algo de él, esperando a que se decidiese, a que tomase una actitud, a que hiciera una cosa u otra; y que, cuando él se hubiese definido, ellos, a su vez, darían por fin una respuesta directa y lo aceptarían o rechazarían. Pero no podía conjeturar sobre qué asunto concreto se esperaba su decisión. Una o dos veces se puso a seguir a pequeñas comitivas o grupos de ciudadanos con el objeto de descubrir, si era posible, qué es lo que pretendían; pero siempre le descubrieron a tiempo y se desparramaron, tomando cada uno un camino distinto. Siempre era lo mismo: no había manera de saber dónde residía la vida real de estas gentes. La catedral siempre se hallaba vacía; y la vieja iglesia de San Martín, que estaba al otro extremo del pueblo, desierta. Comerciaban porque tenían que hacerlo, no porque deseasen comprar nada. Las tabernas estaban solitarias, los tenderetes no eran visitados, los pequeños cafés permanecían vacíos. A pesar de esto, las calles siempre se encontraban llenas y la gente siempre bulliciosa.
—¿Es posible —se dijo, aunque con una sonrisa de indulgencia por haberse atrevido a pensar una cosa tan rara—, es posible que estas gentes sean gentes de crepúsculo, que sólo de noche vivan su vida real, que sólo se manifiesten sinceramente en la oscuridad? ¿Están durante el día haciendo una simple farsa, insincera pero valiente, y sólo cuando se hunde el sol empiezan su vida auténtica? ¿Tienen alma, quizá, de cosa nocturna, y está toda la bendita ciudad en manos de los gatos?
Su fantasía se las arreglaba para torturarle continuamente con escalofríos y pequeñas crisis de espanto. Pero, aunque fingía reírse, se daba perfecta cuenta de que estaba empezando a sentirse allí más que a disgusto, y de que fuerzas extrañas estaban tirando con mil cuerdas invisibles del mismo centro de su ser. Algo remotamente lejano a su ordinaria vida cotidiana, algo que había permanecido dormido durante años, empezó a insinuarse poco a poco en lo más hondo de su alma, lanzando sutiles tentáculos a su cerebro y su corazón, moldeando ideas extravagantes e influyendo incluso en algunos de sus menores actos. Sentía que en la balanza estaba en juego algo extraordinariamente vital para él, para su alma. Y siempre que volvía a la posada, a la hora del crepúsculo, veía las figuras de los habitantes del pueblo escabulléndose furtivamente en la oscuridad de las tiendas, paseando como centinelas de aquí para allá en las esquinas de las calles, y siempre desvaneciéndose en silencio, como sombras, en cuanto él intentaba aproximarse. Y como la posada cerraba invariablemente sus puertas a las diez, nunca había encontrado la oportunidad, que temía y deseaba, de descubrir por si mismo las revelaciones que podría hacerle de noche la propia ciudad.
—A cause du sommeil et á cause des chats —las palabras sonaban en sus oídos cada vez con mayor frecuencia, aunque continuaban desprovistas aún de toda significación definida.
Más aún, había algo que le hacía dormir como un muerto. Creo que fue al quinto día de estar allí —aunque en este detalle a veces variaba su relato— cuando hizo un descubrimiento definitivo, que aumentó su inquietud y le condujo al más vivo acmé de la ansiedad. Antes de esto ya había sentido que se estaba verificando un cambio dentro de sí mismo y que habían acontecido ciertas sutiles transformaciones en su carácter, modificándose incluso algunos de sus pequeños hábitos. Y él había fingido ignorarlo. Esto otro, sin embargo, no lo pudo ignorar por mucho tiempo; y le aterró.
A lo largo de toda su vida casi nunca se había mostrado muy positivo, sino más bien francamente negativo, acomodaticio y complaciente; sin embargo, cuando la necesidad le obligaba a ello, era capaz de actuar con razonable vigor y tomar una decisión relativamente enérgica. El descubrimiento que acababa de hacer, y que tan viva angustia le había producido, era que esta capacidad habla disminuido realmente hasta desaparecer por completo. Le era imposible reagrupar su mente dispersa. Porque este quinto día se dio cuenta de que ya había permanecido bastante tiempo en la ciudad y de que, además, por razones que sólo vagamente podía intuir, lo más prudente y seguro era abandonarla. ¡Y se daba cuenta de que no podía dejarla!
Todo esto es muy difícil de expresar en palabras, y fue más, el gesto y la expresión de su cara lo que hizo comprender al doctor Silence el grado de impotencia a que Vezin había llegado. Toda aquella vigilancia, todo aquel espionaje —dijo—, le habían envuelto, por así decir, en una densa red que le tenía atrapado y le imposibilitaba toda huída; se sentía como una mosca enredada en una enorme telaraña; estaba cogido, apresado, y no se podía escapar. Era una sensación angustiosa. Había sido invadida su voluntad por un insidioso entumecimiento que la dejaba incapaz de la menor decisión. La simple idea de acción —en el sentido de escaparse— le empezaba a causar terror. Todas sus fuerzas vitales estaban dirigidas ahora hacia las profundidades de sí mismo, luchando por arrastrar hacia la superficie algo que yacía enterrado allí, casi más allá de sus propios alcances. Se vio obligado a reconocer la indudable existencia de algo que él, sin duda, había ya olvidado hacia mucho tiempo, quizá años o, más aún, quizá siglos.
Parecía como si se estuviese abriendo una ventana en las profundidades de su ser, ventana que le iba quizá a revelar un mundo completamente distinto y desconocido, aunque en, cierto modo, incomprensiblemente, vagamente familiar también. Aún más allá de este mundo, imaginaba una cortina enorme; y, cuando ésta se descorriese, se ofrecería a sus ojos un panorama más amplio de esta misma región; y, por último, sería capaz de empezar a comprender la vida secreta de aquella insólita ciudad.
—¿Tendrá esto alguna relación con su vigilancia? —se preguntaba con el corazón encogido—. ¿Será que están aguardando el momento en que yo me una a ellos... o los rechace definitivamente? Entonces, en última instancia, ¿la decisión depende de mí y no de ellos?
Y fue entonces cuando por primera vez se le apareció el verdadero carácter siniestro de la aventura, por lo que sintió una angustia sofocante. Estaba en juego la estabilidad de su pequeña y vacilante personalidad, y sintió pavor en el fondo de su corazón. ¿Por qué, si no, habría adquirido la costumbre de caminar furtivamente, sigilosamente, haciendo el menor ruido posible y mirando constantemente detrás de él? ¿Por qué, si no, habría andado siempre casi de puntillas por los pasillos de la posada prácticamente desierta, y cuando estaba en la calle, no cesaba de buscar deliberadamente un refugio en que poderse eventualmente guarecer? ¿Y por qué, de no haber estado asustado, le habría parecido tan súbitamente juiciosa y deseable la precaución de no salir a la calle después del atardecer? ¿Por qué todo ello, en efecto? Y cuando John Silence insistió, con tacto, en que diese alguna posible explicación de estas cosas, confesó, disculpándose, que no podía dar ninguna.
—Era simplemente el terror de que en cualquier momento podía pasarme algo, a menos que me mantuviese siempre alerta. Sentía miedo. Era instintivo —fue todo lo que pudo decir—. Tenía la impresión de que toda la ciudad iba detrás de mí, que me querían para algo, y que, si conseguían hacerse conmigo, ya podía darme por perdido, a mí o, al menos, a mi yo conocido, para caer en un desconocido estado de conciencia. Pero yo no soy psicólogo, ya lo sabe usted —añadió humildemente, y no sé explicarlo mejor.
Hizo éste, su gran descubrimiento una tarde que se dedicaba a holgazanear por el patio en espera de que le llamaran para cenar; e inmediatamente subió a su apacible habitación, al fondo del tortuoso corredor, para pensar a solas sobre aquello. Cierto que el patio también estaba vacío, pero en él siempre existía la posibilidad de que aquella enorme mujer, tan temida por él, saliese de cualquier puerta, con el pretexto de hacer calceta, y se sentase allí a espiarle. Esto ya había pasado varias veces y no podía soportar ya ni la simple vista de la corpulenta mujer. Aún se acordaba de aquellas extrañas fantasías que se le habían ocurrido al principio, de que ella iba a saltar sobre él en el momento en que la volviese la espalda, y que caería sobre su cuello de un solo salto demoledor. Por supuesto, no era más que una tontería, pero no podía quitárselo de la cabeza; y, cuando una idea se empieza a comportar de esta forma, deja ya de ser una tontería para convertirse en algo importante y real.
Subió, pues, por las escaleras. Estaban oscuras y aún no habían encendido las lámparas de aceite en el corredor. Anduvo a trompicones por la desigual superficie del viejo entarimado y pasó junto a las sombrías siluetas de las puertas del corredor —puertas que nunca había visto abiertas— que sin duda daban a habitaciones que nunca parecían tener ocupante. Anduvo, según su nueva costumbre, sigilosamente y de puntillas. A mitad de camino del último tramo de corredor, precisamente del que conducía a su cuarto, había un brusco recodo, y fue en él donde, mientras tentaba a ciegas las paredes con las manos extendidas, tocaron sus dedos algo que no era pared, algo que se movía. Era algo suave y cálido, indescriptiblemente fragante, y que le llegaría a la altura de su hombro; y él, inmediatamente, pensó en un gatito peludo y perfumado. Al momento siguiente se dio cuenta de que se trataba de algo radicalmente distinto.
Sin embargo, en vez de investigar más —sus nervios, según confesó, estaban demasiado sobreexcitados para ello—, lo que hizo fue encogerse todo lo que pudo contra la pared opuesta. La cosa, fuera lo que fuese, pasó a su lado, deslizándose con un murmullo suave, y luego, retirándose con pasos leves por el corredor por donde él acababa de llegar, desapareció. Le llegó una ráfaga de aire cálido y perfumado. Durante un momento, Vezin contuvo la respiración y permaneció en silencio total, medio apoyado en la pared; y luego, de pronto, cruzó casi corriendo la distancia que le quedaba, entró precipitadamente en su cuarto y cerró a toda prisa la puerta. Sin embargo, no había sido el miedo lo que le había hecho correr: era excitación, una excitación placentera. Sus nervios hormigueaban y un fuego delicioso le recorría todo el cuerpo. Como en un relámpago, se dio cuenta de que esto era precisamente lo mismo que había sentido hacía veinticinco años, cuando, siendo un muchacho, se enamoró por primera vez.
De arriba a abajo le recorrían cálidas oleadas de vida que le inundaban en un remolino de dulce placer. De pronto, se había vuelto tierno, amoroso, apasionado. La habitación estaba completamente a oscuras, y se dejó caer en el sofá que había junto a la ventana, intentando dilucidar lo que le había sucedido y su posible significado. Pero lo único que en aquellos momentos podía comprender claramente es que en él acababa de verificarse un cambio etéreo, mágico: ya no quería irse de allí, ni siquiera pensar en ello. El encuentro en el corredor lo había cambiado todo. Aún flotaba a su alrededor el extraño perfume que hechizaba su razón y su alma. Pues sabía perfectamente que había sido una mujer joven quien había pasado junto a él y una cara de mujer joven lo que sus dedos habían tocado en la oscuridad, y se sentía, incomprensiblemente, como si ella le hubiera besado, como si le hubiera besado de lleno en los labios.
Temblando, se sentó en el sofá junto a la ventana y se esforzó en poner en orden sus ideas. Era completamente incapaz de comprender cómo el simple paso de una joven junto a él en la oscuridad de un estrecho pasillo podía haber comunicado un estremecimiento tan fulgurante a todo su ser, hasta el punto de estar todavía agitado por la dulce impresión. ¡Sin embargo, así era! Era tan innegable como imposible de analizar. En sus venas había penetrado alguna especie de fuego antiguo que ahora corría tumultuosamente por su sangre, y el hecho de que tuviese cuarenta y cinco en vez de veinte años no significaba lo más mínimo. Por encima de todo, de su tormento interior y confusión emergía un único hecho saliente y definitivo: la mera presencia, el contacto meramente casual con aquella muchacha desconocida, invisible en la oscuridad, había sido suficiente para despertar fuegos dormidos en lo hondo de su corazón y levantarle todo el ánimo, desde un estado de perezosa debilidad a otro de desgarradora y tumultuosa excitación.
Al cabo de un rato, sin embargo, la edad de Vezin empezó a manifestar sus poderosos efectos, se tranquilizó algo, y cuando por fin sonó un golpecito en la puerta y oyó la voz del camarero notificándole que la cena estaba ya dispuesta, hizo un esfuerzo y bajó lentamente las escaleras que conducían al comedor. Cuando entró, todos levantaron la vista hacia él, pues llegaba con mucho retraso; pero él ocupó su asiento de costumbre, en el rincón alejado y empezó a comer. Todavía le perduraba un cierto temblor en los nervios, pero el hecho de haber cruzado patio y vestíbulo sin ver ninguna mujer había contribuido a calmarle un poco. Comió tan de prisa que casi pareció estar representando la escena habitual de la mesa redonda tan frecuente en muchas posadas, y, de pronto, atrajo su atención un leve cambio acontecido en la estancia.
Su silla estaba colocada de tal manera que la mayor parte de la larga salle á manger quedaba a su espalda; mas no necesitó volverse para saber que la misma persona con que se había cruzado en el corredor acababa de entrar en la habitación. Sintió su presencia mucho antes de ver u oír algo. Luego se puso tenso cuando los viejos, únicos huéspedes además de él, se fueron levantando uno a uno de sus sitios y cambiaron saludos con alguien que pasaba junto a ellos, de mesa en mesa. Y cuando, por último, con el corazón latiéndole furiosamente, se volvió para cerciorarse por sí mismo. Vio la figura de una jovencita flexible y esbelta que atravesaba la habitación hacia la mesa del rincón que él ocupaba. Andaba maravillosamente con la gracia sinuosa de una joven pantera, y su proximidad le llenó de un tan delicioso aturdimiento que en un principio fue totalmente incapaz de fijarse en su cara y de pensar qué significaba allí la presencia de aquella criatura que de nuevo le hacía sentirse lleno de calor y felicidad.
—Ah, ¡Ma'mselle est de retour! —oyó murmurar a su lado al viejo camarero; y sólo le había dado tiempo a figurarse que debía de ser la hija de la propietaria, cuando ya estaba ella a su lado y oyó su voz. Se dirigía a él.
Vio confusamente unos labios rojos, dientes blancos, reidores, y unos descuidados rizos de fino cabello oscuro en torno a sus sienes; todo lo demás era como un sueño en el que su propia emoción se interponía como una pesada nube ante sus ojos y le impedía ver los detalles de aquel rostro y darse cuenta también de lo que él mismo hacía. Sin embargo, sí se la dio de que ella le estaba saludando con una graciosa y leve reverencia, que sus ojos grandes y bellos se miraban profundamente en los suyos, que el perfume que había sentido en el pasillo oscuro llegaba de nuevo hasta él, y que ella se inclinaba hacia su cara, apoyando una mano en la mesa, junto a su brazo. Se hallaba muy cerca —esto era lo principal— y le estaba explicando que ella siempre se interesaba mucho por el bienestar de los huéspedes de su madre y que ahora venía a ofrecer sus servicios al último llegado, es decir, a él.
—M'sieur ya lleva aquí unos pocos días — oyó decir al camarero; y luego oyó la voz de ella, dulce, musical, que replicaba:
—Ah, pero M'sieur no irá a dejarnos precisamente ahora. Mi madre es muy vieja y muchas veces no puede atender debidamente al confort de nuestros huéspedes; pero ya estoy yo aquí y pondré remedio a todo —rió deliciosamente—. M'sieur quedará satisfecho.
Vezin, pugnando con su emoción y su deseo de mostrarse educado, medio se levantó para agradecer tan halagüeñas palabras y consiguió tartamudear una especie de respuesta; pero, al hacerlo, su mano rozó casualmente la de ella, que estaba apoyada en su mesa, lo cual le transmitió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Los mismos cimientos de su alma se tambalearon en sus profundidades. Vio los ojos de ella fijos en los suyos con una mirada de atenta curiosidad; y, un momento después, observó que, en su turbación, se había vuelto a sentar en la silla, incapaz de hablar, que la muchacha ya se iba, atravesando de nuevo el comedor, y que él se había puesto a comer la ensalada con un cuchillo de postre y una cucharilla de café.
Anhelando que volviese y temiéndolo, al mismo tiempo, engulló de cualquier manera el resto de la cena y en seguida se marchó a su habitación para quedarse a solas con sus pensamientos. Esta vez los pasillos estaban iluminados y no tuvo en ellos ningún contratiempo excitante, a pesar de que el tortuoso corredor se hallaba lleno de sombras y, de que el último tramo, desde el recodo de marras en adelante, le pareció más largo que nunca. El corredor no era llano, sino que tenía un cierto declive, como un sendero en la ladera de una montaña; al recorrerlo suavemente, de puntillas, le dio la sensación de que en realidad aquel pasadizo le iba a conducir al exterior de la casa, al mismo corazón de un gran bosque antiguo. El mundo cantaba en su alma. Por su cerebro revoloteaban extrañas fantasías; y una vez en su habitación no encendió las velas, sino que se sentó junto a la abierta ventana y estuvo pensando largamente, soñando sueños remotos que espontáneamente y en bandadas acudían a su mente.
Toda esta parte del relato le fue contada al doctor Silence sin hacerse mucho rogar, es cierto, aunque no sin gran embarazo y muchos balbuceos. No podía explicarse de ninguna de las maneras —dijo— cómo se las había arreglado la chica para afectarle tan profundamente, incluso antes de haber puesto sus ojos en ella. Su simple proximidad en las tinieblas fue suficiente para encender la hoguera. No sabía lo que era un flechazo; y, durante años, habíase mantenido apartado de toda relación sentimental Con cualquier miembro del sexo opuesto, pues vivía encerrado en su timidez y era excesivamente consciente de sus propios abrumadores defectos. A pesar de todo, esta hechicera jovencita le había buscado a él deliberadamente. Su comportamiento no ofrecía duda, pues siempre se iba con él, a la menor ocasión. Casta y dulce lo era sin duda, pero francamente incitante también; y le dominaba por completo con una simple mirada de sus ojos brillantes, si es que no le tenía ya dominado desde la primera vez, en la oscuridad, con la única magia de su invisible presencia.
—¿Le daba a usted la sensación de que ella era sana y buena? —inquirió el doctor—. ¿No tuvo usted ninguna reacción de cierto tipo..., por ejemplo, de alarma?
Vezin levantó vivamente la cabeza, con una de sus inimitables sonrisas de disculpa. Tardó un ratito en contestar. El simple recuerdo de su aventura hizo enrojecer sus tímidas facciones, y sus ojos pardos miraron hacia el suelo cuando contestó.
—No me atrevería a afirmarlo —explicó por fin—. Tuve que confesarme a mí mismo, algunas noches que no podía dormir y me quedaba despierto en la cama hasta muy tarde, que sentía ciertos escrúpulos de conciencia. Me iba viniendo la certeza de que en ella había algo... ¿Cómo diría yo?... Bueno, algo impío. No es que fuese impureza de ninguna clase, ni física ni mental, lo que quiero decir, sino otra cosa, algo completamente indefinible, que me daba una especie de sensación vaga como de reptil. Ella me atraía y al mismo tiempo me repelía mas que... que... Nunca me ha pasado nada igual, ni antes ni después —concluyó confusamente—. Me figuro que habrá sido, como acaba usted de sugerir, algo parecido a un flechazo. De todas formas, fuera lo que fuese, era algo lo suficientemente fuerte para hacerme deseable aquel espantoso pueblo encantado y quedarme en él durante años y años sólo por verla a diario, oír su voz, contemplar sus maravillosos movimientos y, alguna vez, quizá tocar su mano.
—¿Podría explicarme donde cree, dónde siente que radicaba el origen de su poder sobre usted? —preguntó John Silence, mirando deliberadamente a cualquier sitio menos al turbado narrador.
—Me sorprende que me pregunte usted eso —respondió Vezin, con la máxima dignidad que pudo expresar—. Creo que ningún hombre puede explicar convincentemente a otro dónde radica la magia de la mujer que le ha apresado en sus redes. Yo, desde luego, no puedo. Lo único que puedo decir es como no decir nada: que una mujer me ha hechizado, que simplemente el saber que ella vivía y dormía bajo el mismo techo me llenaba de una extraordinaria sensación de placer. Pero hay algo que sí puedo decir —prosiguió gravemente, con los ojos encendidos—. Y es que ella parecía resumir y sintetizar todas las extrañas fuerzas ocultas que tan misteriosamente actuaban en el pueblo. Cuando caminaba de un lado para otro, tenía los sedosos movimientos de una pantera, suave, silenciosa, y los mismos procedimientos indirectos, oblicuos, de los habitantes del pueblo; daba la impresión de ocultar, igual que éstos, algún propósito secreto, propósito que, no me cabía duda, me tenía a mí como objetivo. Para mi terror y placer, me sentía constantemente vigilado por ella, y eran tales su maestría y disimulo que otro hombre menos susceptible que yo, por así decirlo —hizo un gesto suplicante—, o quizá menos sobre aviso por lo que ya había pasado antes, nunca se habría dado cuenta de nada en absoluto. Siempre callada, siempre reposada, parecía, si embargo, estar en todas partes a la vez, de manera que nunca podía escapar de su vigilancia. Continuamente me encontraba con la mirada fija y risueña de sus grandes ojos, —en los rincones de cualquier habitación, en los pasillos, contemplándome tranquilamente desde una ventana, o en una de las calles más bulliciosas del pueblo.
La intimidad entre ambos parece que hizo rápidos progresos desde aquel primer encuentro que tan violentamente había alterado el equilibrio interior del hombrecillo. Era este hombre muy estirado y relamido, y la gente estirada y relamida suele vivir habitualmente en un mundo tan reducido que cualquier cosa violenta e inusitada les puede sacar brusca y completamente de él; por ello, esta clase de gente suele desconfiar instintivamente de todo lo que represente una cierta originalidad. Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, Vezin empezó a olvidarse de su estiramiento. La chica se portaba siempre modestamente y además, como representante de su madre, era lógico que tratase con los huéspedes del hotel. El que entre ambos brotase un espíritu de camaradería no tenía nada de particular. Además, era joven, era encantadoramente bonita, era francesa, y, evidentemente, él le gustaba.
Al mismo tiempo, había en todo ello algo indescriptible —una cierta atmósfera indefinible, propia de otros lugares y otras edades— que le hacía mantenerse alerta y a veces llegaba hasta a cortarle la respiración con un brusco sobresalto. Según confió en un susurro al doctor Silence, era algo así como un sueño o un delirio, mitad delicioso, mitad terrible; y más de una vez se dio cuenta bruscamente de que estaba diciendo o haciendo algo, obligado por unos impulsos que apenas reconocía como propios. Y, aunque a veces le volvía la idea de marcharse, cada vez lo hacía con menos insistencia, de modo que seguía allí día tras día, fundiéndose cada vez más con la soñolienta vida de aquella extraña ciudad medieval y perdiendo cada vez más su propia personalidad. Sentía que pronto se iba a descorrer la cortina de las profundidades de su alma, con horrible ímpetu, y que se vería de repente admitido en el secreto de la oscura vida que se extendía al otro lado. Pero, para entonces, ya se habría convertido en un ser completamente distinto.
Mientras tanto, notaba, por varios pequeños detalles, que intentaban hacerlo agradable su estancia allí: flores en el cuarto, una butaca más confortable en su rincón, e incluso platos especiales, extraordinarios, en su mesa del comedor. Además, las conversaciones con "Mademoiselle Ilsé" se iban haciendo cada vez más frecuentes y placenteras; y, aunque casi siempre giraban acerca del tiempo o detalles locales, observó que la chica nunca tenía prisa por terminarlas y que con frecuencia se las arreglaba para interpolar pequeñas y extrañas sentencias, que, aunque nunca acababa él de comprender, se daba cuenta de que eran muy significativas. Y fueron precisamente estos incisos ocasionales, llenos de un significado que se le escapaba, los que le harían sospechar en ella algún propósito oculto y encontrarse a disgusto. Todos iban encaminados a hacerle sentirse seguro, dándole mil razones para prolongar indefinidamente su permanencia en el pueblo.
—¿Y qué, todavía no ha tomado M'sieur una decisión? —preguntóle ella suavemente al oído, un día, sentada junto a él en el patio soleado, antes del déjeuner. La familiaridad entre ellos había progresado con rapidez significativa—. ¡Porque, si es tan difícil tomarla, entre todos podemos intentar ayudarle!
La pregunta le sobresaltó, porque calcaba sus propios pensamientos. Había sido acompañada de una preciosa sonrisa; y al volverse ella para lanzarle una picaresca mirada, un mechón de pelo rebelde cayó sobre uno de sus bellos ojos. El quizá no logró captar el pleno sentido de la pregunta, pues la proximidad de la muchacha siempre le confundía su corto conocimiento del francés. Pero sus palabras, su actitud y algo más que no asomaba a las palabras, sino que permanecía oculto en la mente de la joven. Le asustaron, ya que apoyaban su vieja sensación de que el pueblo entero estaba aguardando a que él se decidiera en algún importante asunto. Y al mismo tiempo, su voz cálida, su presencia tan cercana, el suave vestido oscuro que llevaba, le excitaban inexpresablemente.
—Es cierto que me resulta difícil marcharme —balbuceó, abandonándose voluptuosamente dentro de las profundidades de sus hechiceros ojos—, y especialmente ahora que ha venido mademoiselle Ilsé.
Quedó sorprendido de lo bien que le había salido la frase y encantado de su propia galantería. Pero, a la vez, se habría cortado la lengua por haberla dicho.
—Entonces, después de todo, es que le gusta a usted nuestra pequeña ciudad porque, si no, no se alegraría de seguir aquí —dijo ella, ignorando totalmente el cumplido.
—Estoy encantado de ella y encantado de usted —gritó él, sintiendo que se había emancipado plenamente del control de su cerebro. Y estaba ya dispuesto a empezar a decir las cosas más ardientes y apasionadas, cuando la muchacha se levantó ágilmente de la silla y se dispuso a irse.
—Hoy tenemos soupe á l'oignon —exclamó sonriendo, gloriosamente iluminada por el sol—, y tengo que ir a la cocina a ver cómo va. Si no, ya sabe a M'sieur no le gustará la comida y entonces quizá nos deje.
La miró mientras cruzaba el patio, moviéndose con toda la gracia y ligereza de la raza felina, y se le ocurrió que incluso su traje negro la ceñía exactamente igual que la piel a esos ágiles animales. Al llegar al porche de la puerta de cristales, se volvió ella a sonreírle, y después se detuvo a hablar un momento con su madre, que estaba haciendo calceta como de costumbre, sentada enfrente justo de la puerta del salón. Pero ¿por qué en el mismo instante en que sus ojos cayeron sobre esta desgarbada mujer se le representaron ambas de repente cambiadas, distintas de como eran? ¿De dónde procedía aquella impresión de dignidad que las transfiguraba, aquella sensación de poder que las envolvía, como mágicamente, a ambas? ¿Qué había en aquella mujerona maciza que la hacía de pronto, parecer regia, como si estuviese sentada en un trono, en medio de algún tenebroso y siniestro escenario, empuñando un cetro sobre el rojo resplandor de alguna tempestuosa orgía? ¿Y por qué esta jovencita delicada, grácil como un sauce, elástica como un leopardo joven, adoptaba de pronto aquel aire de siniestra majestad y parecía moverse con la cabeza nimbada de fuego y de humo, y la oscuridad de la noche bajo los pies?
Vezin contuvo la respiración y se sentó, traspasado. Entonces, casi al mismo instante de aparecer, se desvaneció esta visión extraña y la clara luz del sol envolvió a ambas mujeres; oyó la voz reidora que hablaba a su madre de la soupe á l'oignon, y captó la sonrisa que le dirigió por encima de su delicado hombro adorable, la cual le hizo pensar en una rosa cubierta de rocío cabreándose bajo la brisa del verano. Por supuesto, la sopa de cebolla estuvo especialmente excelente aquel día; además, Vezin vio otro cubierto en su misma mesa, y, con el corazón palpitante, oyó al camarero murmurar, a guisa de explicación, que Ma'mselle Ilsé acompañaría hoy a M'sieur en el déjeuner, según acostumbra hacer a veces con los huéspedes de su madre.
De modo que estuvo sentada junto a él durante aquella comida de ensueño, le habló dulcemente en su fluido francés, cuidó de que fuese bien servido, le aliñó la ensalada y le ayudó incluso con sus propias manos en todo cuanto hizo falta. Y después, por la tarde, mientras se hallaba fumando en el patio, soñando con verla cuando terminase sus faenas caseras, volvió de nuevo a su lado; y cuando él se levantó de la silla para saludarla, le pareció indecisa, como llena de una dulce timidez que la impidiese hablar.
—Cree mi madre —dijo por fin— que debería usted conocer todas las bellezas que encierra nuestra pequeña población, y yo también creo lo mismo. ¿Me aceptaría quizá M'sieur como guía? Yo puedo enseñárselo todo, porque conozco bien el lugar. Mi familia vive aquí desde hace muchas generaciones.
Antes de que él fuera capaz de encontrar ninguna palabra con que expresar su placer, ya le había cogido ella de la mano y, sin que él hiciera nada por resistirse, le había conducido a la calle, aunque de una manera tan espontánea que su comportamiento resultó completamente natural y desprovisto de la más leve insinuación de atrevimiento o descaro. Su rostro estaba iluminado de placer e interés y, con su vestido corto y el cabello revuelto, representaba perfectamente a la encantadora chiquilla de diecisiete años, que era inocente, traviesa, orgullosa de su patria chica, cuya arcaica belleza había aprendido a sentir en el transcurso de sus pocos años. Así fueron juntos por la ciudad, y ella le enseñó lo que consideraba más importante: la vieja casa en ruinas donde habían vivido sus antepasados, la sombría y aristocrática mansión en que había morado durante siglos la familia de su madre y la vieja plaza del mercado donde, hace varios cientos de años habían sido quemadas las brujas en la hoguera.
De todo ello hizo un relato muy vivo y fluido, pero del cual no comprendió él ni la décima parte, mientras caminaba penosamente al lado de la jovencita, maldiciendo sus cuarenta y cinco años y sintiendo que revivían todos sus anhelos de la adolescencia burlándose de él. Mientras ella hablaba, Inglaterra y Surbiton le parecían algo tremendamente lejano, algo que perteneciera casi a otra edad de la historia del mundo. La voz de la muchachita removía algo inconmensurablemente viejo que dormía en sus profundidades. Arrullaba la parte más superficial de su conciencia, adormeciéndola, pero hacía despertar lo más hondo, lejano, ancestral. Igual que la ciudad, con su fingida pretensión de activa vida moderna, los estratos superiores del pobre hombre estaban cada vez más embotados, amortiguados, apaciguados; pero lo que había debajo empezaba a removerse en su sueño. Aquella enorme cortina empezaba a agitarse un poco. En cualquier momento podía descorrerse para siempre.
Empezó por fin a ver un poco más claro. Lo que sucedía en la ciudad se estaba reproduciendo en él. Su vida externa habitual cada vez se encontraba más ahogada, mientras aquella otra vida secreta, interna, mucho más real y vital, se iba afirmando cada vez más y más. Y esta jovencita probablemente era la suma sacerdotisa, principal instrumento de su consumación. Nuevos pensamientos, nuevas interpretaciones, inundaban su mente mientras caminaba a su lado por las retorcidas callejuelas; y entonces, el pueblo viejo y pintoresco, de tejados picudos, iluminado suavemente por la luz del crepúsculo, le pareció más maravilloso y seductor que nunca. Pero durante el paseo sólo surgió un incidente inquietante y perturbador; el incidente fue trivial en sí, pero completamente inexplicable, e hizo asomar un terror a la carita infantil, y un grito en los risueños labios de la chiquilla.
De pronto, había observado él una columna de humo azul que se elevaba de una hoguera de otoñales hojas secas y se recortaba contra los rojos tejados; luego, había corrido junto a la fogata y la llamó para que se acercara a ver las llamas que brotaban de entre el montón de desechos. Ella, al darse cuenta de lo que se trataba, se había alarmado terriblemente, su cara se había alterado en forma espantosa, y había huido como el viento, gritándole viejas palabras mientras corría, de las que él no había entendido ni una sola, excepto que el fuego parecía asustarla y que quería alejarse rápidamente, llevándole a él consigo. Pero cinco minutos después ya estaba otra vez tan tranquila y feliz como si nada la hubiese asustado o desagradado, y ambos olvidaron el incidente. Fueron luego juntos, caminando por el borde de las ruinosas murallas, escuchando aquella música fantástica de la banda del pueblo, tal como la oyó el día de su llegada. Le conmovió profundamente, igual que la primera vez, y se las arregló para recobrar el uso de la palabra y, con ésta, su mejor francés. La jovencita caminaba sobre las piedras, al filo de la muralla, pegada a él. Nadie había en los alrededores. Arrebatado por crueles mecanismos internos empezó a balbucear algo —apenas sabía qué— sobre su extraña admiración por ella. Apenas comenzó a hablar, saltó ella ágilmente del muro y le miró cara a cara, sonriendo y casi rozándole las rodillas cuando él se sentó. Como de costumbre, ella iba sin sombrero, y el sol caía de lleno en su cabello, iluminando también una de sus mejillas y parte del cuello.
—¡Qué contenta estoy! —exclamó batiendo palmas—; y estoy tan contenta porque eso quiere decir que, si me quiere a mí, también tendrá que querer todo lo que yo hago y aquello a que pertenezco.
Lamentó él amargamente su impensada pérdida de control. Pues en aquella frase había algo que le heló. Supo entonces lo que era el miedo de embarcarse en un mar peligroso y desconocido.
—Quiero decir que usted debe tomar parte en nuestra vida real —añadió ella suavemente, como engatusándole, como si se hubiese dado cuenta del estremecimiento que le había recorrido—. Volverá con nosotros.
Otra vez se sintió dominado por aquella infantil indecisión; se sentía cada vez más preso en las redes de la muchacha; de ella emanaba algo que se apoderaba de sus sentidos; sintió que la personalidad de aquella jovencita, a pesar de toda su gracia sencilla, contenía en sí fuerzas imponentes, majestuosas, augustas. De nuevo la vio rodeada de humo y llamas, en un escenario quebrado y tempestuoso, dotada de fuerza espantosa, y acompañada de su terrible madre. Todo esto se entreveía siniestramente en medio de su sonrisa y su aspecto de encantadora inocencia.
—Volverá, yo lo sé —repitió subyugándole con la mirada.
Estaban completamente solos, en lo alto de las murallas, y la sensación de que ella le dominaba despertó una salvaje sensualidad en su sangre. Su mezcla de abandono y reserva le atrajo furiosamente y toda su hombría se encrespó contra esta creciente influencia, a la vez que la deseaba con todo el ímpetu de su olvidada juventud. Le vino un deseo irresistible de hacerle una pregunta, para la que tuvo que reagrupar los restos de su antigua, minúscula y desintegrada personalidad, en un esfuerzo por mantener la estabilidad de su propio ser. La muchacha, ya tranquila, estaba de nuevo apoyada en la ancha muralla, junto a él, los codos en el repecho, inmóvil como una figura cincelada en piedra, contemplando la llanura que se iba cubriendo de sombras. Echó mano él de todo su valor.
—Dime, Ilsé —dijo, imitando inconscientemente la voz ronroneante de la joven y dándose cuenta, sin embargo, de que se trataba de un asunto de absoluta seriedad—, ¿qué significa esta ciudad y cuál es esa vida real de que me has hablado? ¿Y por qué me vigilan todos, de la mañana a la noche? Dime, ¿qué significa todo esto? Y dime —añadió apresuradamente, con un temblor de pasión en la voz—, ¿quién eres tú en realidad... tú... tú misma?
Ella se volvió hacia él y le miró a través de sus párpados entornados, a pesar de lo cual una sombra de rubor traicionó su creciente excitación interna.
—Me parece —balbuceó torpemente bajo la mirada de ella— que tengo cierto derecho a saber...
De pronto, ella abrió los ojos del todo.
—Entonces, ¿me quieres? —preguntó suavemente.
—¡Lo juro! —exclamó él respetuosamente, como arrastrado por la fuerza de una marea creciente...—. Nunca he sentido antes..., nunca he conocido otra mujer que...
—Entonces tienes derecho a saber —interrumpió ella, cortando tranquilamente su torpe confesión—,— pues el amor nos hace partícipes de todos los secretos.
Se detuvo y a él le corrió un estremecimiento como de fuego por todo el cuerpo. Las palabras de la joven le habían elevado sobre la tierra; sintió una radiante felicidad seguida casi instantáneamente, en horrible contraste, de la idea de la muerte. Supo entonces que ella había vuelto sus ojos hacia los suyos y que le estaba hablando de nuevo.
—La vida real de que hablaba —murmuró— es la vieja, la antigua vida de aquí, la vida de hace mucho tiempo, la vida a que también tú perteneciste una vez y a la que aún perteneces.
Al hundirse en su alma la voz susurrante de la muchacha, una leve ondulación alteró las profundidades negras de su memoria. Sabía instintivamente que lo que le estaba diciendo era verdad, pero no podía comprender exactamente a qué se refería. Su vida actual parecía huir de él, deslizándose, mientras escuchaba, y se sentía hundir en otra personalidad mucho más antigua y poderosa. Era precisamente esta pérdida de su ser la que le había sugerido la idea de la muerte.
—Viniste —continuó ella— con el propósito de buscar esta vida, y el pueblo se dio cuenta y se puso a esperar a ver qué decidías, si los abandonabas sin haberla encontrado o si...
Sus ojos seguían fijos en los de él, pero su rostro empezó a cambiar, a hacerse mucho más grande y oscuro, adquiriendo una expresión de más edad.
—Eran sus pensamientos, girando constantemente en torno de tu alma, lo que te hacía sentirte vigilado. No te vigilaban con los ojos. Aquello a que se dirige su vida interior te llamaba, intentaba hacerse oír de ti. Todo tú formaste parte de la misma vida antigua del lugar; y ahora quieren que vuelvas de nuevo entre ellos.
Al oír esto, el tímido corazón de Vezin se ahogó de pavor; pero los ojos de la muchacha le mantenían preso en una red de placer de la que no deseaba escapar. Le fascinaba; le hacía sentirse fuera de sí, de su ser habitual.
—Por sí solos, sin embargo, nunca hubieran conseguido poseerte y retenerte —continuó—. Las fuerzas repulsivas no son ya lo bastante fuertes; se han ido debilitando al cabo de los años. Pero yo —se calló un momento, mirándole con una expresión en sus ojos espléndidos, de total confianza en sí misma—, yo poseo el hechizo para conquistarte y retenerte: el hechizo del viejo amor. Yo puedo lograr que vuelvas de nuevo y hacerte vivir conmigo la vida antigua, porque la fuerza de la Vieja atadura que hay entre tú y yo, si me decido a usarla, es irresistible. Y me he decidido a usarla. Te necesito. A ti, querida alma de mi pasado sombrío —se apretó junto a él tanto que su aliento le rozaba los ojos, y su voz cantó literalmente al decir—: Te tengo, porque tú me amas y estás por completo a mi merced.
Vezin oía y, sin embargo, no oía; comprendía, pero sin comprender. Estaba en la plenitud de la exaltación. El mundo yacía bajo sus pies, hecho de música y flores; y él volaba muy por encima, a través de un crepúsculo de pura delicia. Se había quedado sin respiración, desmayado ante la maravilla de sus palabras. Estas le habían intoxicado. Pero todavía le seguían oprimiendo, por debajo del placer de aquellas frases maravillosas, el terror y la horrible idea de la muerte. Pues a través de aquella voz cantarina brotaban llamas y humo negro que lamían su alma. Le daba la impresión de que entre ellos existía una especie de rápida telepatía; con su pésimo francés nunca habría podido decir todo lo que había dicho. Sin embargo, ella le entendía perfectamente; y las palabras de la joven le sonaban como un recitado de versos conocidos y olvidados hacía mucho tiempo, versos cuyo intenso dolor y ternura eran casi intolerables para su débil alma.
—Sin embargo, yo vine aquí por una completa casualidad —se oyó decir a sí mismo.
—No —exclamó ella con pasión—, viniste porque yo te llamé. Te estuve llamando durante años y viniste empujado por toda la fuerza del pasado. Tenías que venir, porque yo te poseo y yo te llamé.
Se irguió y se le acercó más, mirándole con una cierta insolencia: la insolencia del poder. El sol se habla puesto tras las torres de la vieja catedral y cada vez fue subiendo más el nivel de la oscuridad, que se alzaba de la planicie, hasta envolverles por completo. Había cesado la música de la banda. Colgaban, inmóviles, las hojas de los plátanos; pero el frío del otoño se despertó y estremeció a Vezin. No se oía más sonido que el de sus voces y, en ocasiones, el suave roce del vestido de la muchacha. Podía oír el latido de su propia sangre en los oídos. Apenas se daba cuenta de dónde estaba o qué hacía. Alguna terrible magia le arrastraba hacia las profundidades, hacia los cimientos de su propia personalidad, y le aseguraba que las palabras que ella decía eran verdad.
Y vio cómo esta sencilla muchachita francesa, que con tanta autoridad le hablaba, se convertía allí mismo, a su lado, en un ser muy distinto. Mientras la miraba de lleno en los ojos, creció y se precisó la visión que ya antes le había asaltado y que esta vez fue haciéndose más vívida y clara en su interior, hasta que alcanzó un grado tal de realismo que no tuvo más remedio que aceptarla como auténtica. Igual que la otra vez, vio ahora a la joven, alta y majestuosa, en un salvaje y fragoso escenario de bosques y cavernas rocosas, nimbada su cabeza por el resplandor de las llamas y envueltos en nubes de humo sus pies. Guirnaldas de hojas oscuras ornaban su cabello, que flotaba abandonado al viento; y sus miembros brillaban entre los andrajos que la cubrían. Había otros a su alrededor, también; y, por todas partes, ojos ardientes lanzaban sobre ella miradas delirantes; pero ella no miraba más que a uno solo, a uno que llevaba tomado de la mano.
Pues era ella quien dirigía la danza, en medio de una tempestuosa bacanal, bajo la música de un coro de voces; y la danza que dirigía era una ronda que corría en derredor de una grande y espantosa figura que, desde su trono, dominaba la escena y brotaba de entre resplandores y vapores cárdenos. Mientras, en la danza, una infinidad de rostros y formas bestiales se amontonaban furiosamente a su alrededor. Y Vezin se dio cuenta de que a quien llevaba la joven de la mano era a él, y también de que la espantosa figura del trono era la madre de ella. Esta visión inundó su interior, arrojándole a las profundidades del tiempo olvidado, atronándole con la voz poderosa de la memoria que despierta de nuevo. Y entonces la escena se apagó y disolvió, y sólo vio otra vez ante sí, los claros ojos de la muchacha que le miraban profundamente; y ella se convirtió de nuevo en la preciosa hija de la posadera, y él recuperó el uso de la palabra.
—Y tú —susurró temblorosamente—, tú, niña de visiones y encantamientos, ¿cómo me has hechizado que te he adorado incluso antes de verte?
—La llamada del pasado —dijo—; además —añadió altivamente—, en la vida real soy una princesa...
—¡Una princesa! —gritó él.
—¡... y mi madre, una reina!
Al oír esto, Vezin perdió totalmente la cabeza. El placer inundó su corazón y le arrastró a un éxtasis total. oír aquella dulce voz cantarina y ver aquellos labios adorables expresando tales cosas trastornó su equilibrio más allá de toda esperanza de recuperación. La cogió entre sus brazos y cubrió de besos su cara sin que ella se resistiese. Pero incluso entonces, pese a estar dominado por la más ardiente pasión, sintió que ella era tan mórbida como aborrecible, y que los besos con que le respondió lo mancillaban el alma... Cuando por fin la jovencita se liberó de su abrazo y se desvaneció en la oscuridad, él permaneció allí, apoyado en el muro, en un estado de aniquilamiento total, estremecido de horror ante el recuerdo del contacto con aquel cuerpo complaciente, y encolerizado interiormente contra su propia debilidad, que —se daba cuenta de ello oscuramente— iba a ser causa de su ruina. Y de las sombras de los viejos edificios entre los que había desaparecido la muchacha, se alzó, en el silencio de la noche, un grito singular y prolongado, que él tomó al principio por carcajadas, pero que más tarde, y ya con toda seguridad, reconoció como el casi humano sollozo de un gato.
Durante largo rato permaneció allí Vezin, apoyado en el muro, a solas con el caudal de sus pensamientos y emociones. Comprendía que acababa de hacer lo más adecuado para atraer sobre sí todas las fuerzas de este pasado ancestral. Pues en aquellos besos apasionados había reconocido la atadura de días remotos y la había sentido revivir. Y le vino, con un estremecimiento, el recuerdo de aquella leve caricia impalpable que había tenido lugar, en el oscuro corredor de la posada. La jovencita le había dominado desde el principio y le había ido manejando, hasta hacerle consumar, al fin, el acto que precisaban sus propósitos. Después de un lapso de siglos había sido acechado, conquistado. De esto se daba cuenta perfectamente e intentaba tramar algún plan de huída. Pero en aquellos momentos era incapaz de dominar sus ideas o su voluntad, pues todo el dulce y fantástico frenesí de su aventura le inundaba el cerebro como un ensalmo y no podía sino recrearse en el glorioso sentimiento de que se hallaba hechizado, en un mundo infinitamente más amplio y salvaje que el suyo habitual.
Empezaba ya a elevarse la luna pálida y enorme sobre aquella llanura que parecía un mar, cuando, por fin, decidió marcharse. Los rayos oblicuos de la luna prestaban a las casas un nuevo aspecto, de modo que los tejados, brillantes ya de recio, parecían mucho más altos y hundidos en el cielo que de costumbre, y las cúpulas y viejas torres fantásticas se extendían hasta la lejanía de su bóveda purpúrea. La catedral era irreal entre la niebla de plata. Anduvo con sigilo, ocultándose en las sombras; pero las calles estaban desiertas y silenciosas; las puertas, cerradas; los postigos, atrancados. No se movía un alma. La quietud de la noche reinaba sobre el lugar. Parecía la ciudad de los muertos o un cementerio de lápidas tremendas y grotescas.
Haciendo conjeturas sobre adónde y cómo habría ido a parar el bullicio de la vida diurna de la ciudad, fue regresando lentamente a la posada. Entró en ella por una puertecita trasera que daba a los establos, con el objeto de alcanzar su habitación sin que nadie le viese. Llegó sin novedad al patio y lo cruzó manteniéndose pegado a la sombra de la pared. Así, pues, rodeó todo el patio, caminando de puntillas y a pasitos cortos, medio de lado, precisamente igual que los viejos aquellos cuándo entraban en la salle á manger. Se horrorizó al darse cuenta de ello. Sintió entonces un impulso extraño y violento, que se apoderó de todo su cuerpo: el impulso de dejarse caer a cuatro patas y correr ligero y silencioso en esta posición. Miró a lo alto y le vino la idea de saltar hasta el antepecho de su ventana, allá arriba, en vez de dar el rodeo natural para subir por las escaleras. Se le ocurrió dar el salto, como si éste fuese el procedimiento más sencillo y natural. Era como si estuviese empezando a transformarse espantosamente en otra cosa. Se ahogaba de terror.
La luna estaba ya en lo alto del cielo y las sombras eran muy oscuras por el sitio por donde iba él. Se mantuvo resguardado por las más profundas y así llegó al porche donde estaba la puerta de cristales. Pero allí había luz; desgraciadamente, todavía debían de hallarse levantados los huéspedes. Confiando en poder deslizarse por el vestíbulo sin ser visto y llegar así a las escaleras, abrió con todo cuidado la puerta y entró furtivamente. Entonces es cuando vio que el vestíbulo no estaba vacío. En el suelo, junto a la pared de su izquierda, había una cosa grande y oscura. Al principio pensó que debía tratarse de algún utensilio del menaje de la casa. Entonces, aquello se movió, y se dio cuenta de que era un gato inmenso, distorsionado de una manera extraña por un juego de luces y sombras. Después, se alzó del todo, irguiéndose ante él, y vio que era la dueña de la casa.
Sobre lo que hubiera estado haciendo esa mujer en aquel lugar y posición, sólo pudo aventurar una sospecha horrible; y en el momento en que ella se irguió ante él, se dio cuenta de que estaba revestida de una extraña dignidad que instantáneamente le recordó la afirmación de su hija de que era una reina. Allí permaneció, —enorme y siniestra, a la luz del candil, a solas con él en el desierto vestíbulo. El espanto le hacía palpitar el corazón y le removía hasta las raíces de sus miedos ancestrales. Sintió que debía inclinarse ante ella y rendirle alguna especie de pleitesía. El impulso era vehemente e irresistible, como un antiguo hábito. Echó una rápida mirada a su alrededor. No había nadie más. Entonces, lenta, deliberada y ostensiblemente, inclinó su cabeza ante ella. Le hizo una reverencia.
—Enfin! M'sieur s'est donc décidé. C'est bien alors. J'en suis contente.
Sus palabras resonaron como a través de un amplio espacio abierto. Luego, la enorme figura atravesó súbitamente el enlosado vestíbulo y lo tomó las manos temblorosas. De ella emanaba una fuerza irresistible que le dominó.
—On pourrait faire un p'tit tour ensemble, n'est—ce pas. Nous y allons cette nuit et il faut s'exercer un peu d'avance pour cela, Ilsé, Ilsé, viens donc ici. Viens vite!
Y entonces le obligó a girar, en los primeros pasos de una danza que le pareció singular y horriblemente familiar. La extraña pareja, tan desigual, no hacía el menor ruido sobre las piedras del piso. La danza era suave y furtiva. Y entonces, cuando el aire parecía espesarse como si fuera humo, y un rojo resplandor de fuego semejaba brotar de la oscuridad, se dio cuenta Vezin de que con ellos había alguien más, y que su mano, que la madre había soltado, estaba ahora apretada estrechamente por la hija. Ilsé habla venido en respuesta a la llamada de su madre y se encontraba allí, trenzado su oscuro cabello con hojas de verbena, vestida con los restos andrajosos de alguna extraña ropa antigua, bella como la noche, y horrible, odiosa, aborreciblemente seductora.
—¡Al Sabbath! ¡Al Sabbath! —gritaban—. ¡Vamos al Sabbath de las Brujas.
Danzaron de un extremo a otro del estrecho vestíbulo, una mujer a cada lado del hombre, hasta alcanzar el ritmo más salvaje que jamás pudo imaginar —y que, sin embargo, temerosamente, despertaba oscuras reminiscencias en el fondo de su alma—, hasta que el candil de la pared vaciló y por último se apagó, y quedaron abandonados en la oscuridad total. Y el demonio despertó en su corazón, con mil perversas sugerencias que le aterraron. De pronto sintió que le soltaban las manos, y oyó la voz de la madre gritando que ya era hora de partir. Qué camino tomaron es cosa que no tuvo tiempo de ver. Sólo se dio cuenta de que ya estaba libre; y se alejó a trompicones por la oscuridad hasta encontrar la escalera; y entonces se lanzó por ella, a su cuarto, como si le persiguiesen todos los diablos del infierno.
Se arrojó en el sofá, con la cara entre las manos, y sollozó. Después de echar un repaso veloz a una docena de modos de huir al instante de allí, todos ellos igualmente impracticables, llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer de momento era sentarse tranquilo y esperar. Tenía que ver lo que sucedería a continuación. Por lo menos, en la intimidad de su propio cuarto estaría a salvo. La puerta estaba cerrada. Atravesó el cuarto y abrió sigilosamente la ventana que daba al patio y le permitía ver parcialmente el vestíbulo a través de la puerta de cristales. Al hacerlo, llegó a sus oídos el rumor de una gran actividad en las calles: sonidos de pasos y voces amortiguadas por la distancia. Se apoyó con precaución en el alféizar y escuchó. La luz de la luna era ahora clara y fuerte, pero su ventana estaba en sombras, pues el disco de plata quedaba detrás de la, casa. No le cabía duda de que los habitantes del pueblo, que un momento antes estaban invisibles tras las puertas cerradas, se habían lanzado a la calle para llevar a cabo algo secreto e impío. Escuchó, esforzándose.
Al principio, todo estaba silencioso a su alrededor, pero pronto empezó a notar movimiento en la propia casa. Oyó roces y crujidos a través de aquel patio callado y lunar. Un conjunto de seres vivos enviaba a la noche el rumor de su actividad. Todo estaba en movimiento por doquier. Un olor punzante, taladrante, atravesó el aire, procedente no sabía de dónde. De pronto, sus ojos se quedaron fijos en las ventanas de la pared de enfrente, iluminadas de lleno por la luz de la luna. El tejado de la casa, la parte situada encima y detrás de él, se reflejaba claramente en los cristales, y en ellos vio siluetas de cuerpos oscuros caminando a largos pasos sobre las tejas y por el alero. Pasaban rápidos y silenciosos, como enormes gatos, en procesión interminable por el cristal cinematográfico, y, por último, parecían saltar a un sitio más bajo, donde los perdía de vista. Sólo oía el ruido afelpado, blando, de sus saltos. A veces, sus sombras caían sobre la blanca pared de enfrente y entonces no era capaz de distinguir si eran sombras de seres humanos o de gatos. Parecían poder cambiarse instantáneamente de aquéllos en éstos. La transformación parecía espantosamente real, pues, si bien saltaban como seres humanos, cambiaban en el aire, en el mismo salto, y caían ya como animales.
También el patio, bajo su ventana, bullía ahora, vivo, de movimientos, restantes y formas oscuras que se dirigían furtivamente al porche de la puerta cristalera. Se mantenían tan pegados a la pared que no pudo distinguir su forma; pero, cuando les vio unirse a la gran congregación del vestíbulo, comprendió que aquellas eran las criaturas cuyos saltos y sombras había visto reflejados en los cristales de las ventanas de enfrente. Venían de todas las partes de la ciudad y acudían al lugar de reunión caminando por tejas y tejados y saltando luego niveles cada vez más bajos hasta llegar al patio. Entonces llegó un nuevo ruido a sus oídos, y vio que las ventanas de su alrededor se iban abriendo suavemente y que en cada abertura aparecía una cara. Un momento después unas figuras empezaron a saltar apresuradamente al patio. Y estas figuras, al desprenderse de las ventanas, eran humanas. Lo vio. Pero, una vez en el patio, caían a cuatro patas y se transformaban, en un instante fugaz, en gatos, en enormes gatos silenciosos. Corrían a raudales, para reunirse en la congregación del vestíbulo.
Así pues, en definitiva, las habitaciones de la casa no habían estado tan vacías y desocupadas. Lo más terrible es que todo aquello no le extrañó demasiado. Confusamente lo recordaba todo. Le era familiar. Todo había sucedido ya anteriormente, cientos de veces, y él mismo había tomado parte en ello y conocido su salvaje frenesí. Cambió la silueta del viejo edificio, el patio se hizo más grande, y a él le pareció estar contemplando la escena desde una altura mucho mayor y a través del humo y vapores. Y, mientras miraba y casi recordaba, le asaltaron furiosamente, violentos y dulces, los viejos dolores del tiempo remoto, y le hirvió la sangre al oír de nuevo en su corazón la Llamada a la Danza y recordar la magia antigua de Ilsé bailando y girando junto a él. De pronto, tuvo que dar un salto atrás. Un gato grande y elástico había saltado silenciosamente desde las sombras del patio hasta el antepecho de la ventana, y allí, junto a su cara, le miraba fijamente con ojos humanos.
—¡Ven —parecía decir—, ven con nosotros a la danza! ¡Cámbiate como hacías en los tiempos antiguos! ¡Transfórmate a prisa y ven!
Comprendió demasiado bien el sentido de la silenciosa llamada sin palabras de aquella criatura. Desapareció ésta de nuevo, en un abrir y cerrar de ojos, sin hacer apenas ruido con sus zarpas afelpadas sobre las piedras; y entonces saltaron otros más por el canalón de la esquina, delante de sus mismos ojos, y, a medida que caían, se iban transformando; y, como dardos ligeros y silenciosos, corrían al punto de reunión. Nuevamente sintió el pavoroso deseo de hacer otro tanto: murmurar el viejo ensalmo y saltar después, cayendo sobre las cuatro patas y, correr veloz, para dar el gran salto y volar por el aire. ¡Oh, cómo le inundaba el deseo de hacerlo! ¡Era como una riada en su interior que le retorcía las entrañas y lanzaba a la noche la pasión ardiente de su corazón! ¡Cómo anhelaba lanzarse a la vieja Danza de los Brujos en el Sabbath! A su alrededor giraban las estrellas; una vez más sintió la magia de la luna. El poder del viento que se precipitaba desde abismos y bosques, saltando de risco en risco por encima de los valles, le arrastró... Oyó los gritos de los danzantes y sus salvajes carcajadas; y él bailaba furiosamente con esa salvaje muchacha, abrazándola, en derredor del Trono en que se sentaba la sombría Figura del cetro real...
De pronto, súbitamente, todo se aquietó y quedó en silencio; y se enfrió un poco la fiebre de su corazón. La paz de la luna inundaba un patio vacío y desierto. Todos habían partido. La procesión surcaba el espacio. Y él había quedado atrás, solo. Vezin atravesó la habitación, de puntillas, sigilosamente, y abrió la puerta. Llegó a sus oídos el rumor de las calles, que cada vez se hacía más fuerte a medida que avanzaba. Recorrió el pasillo con la mayor precaución. Al llegar a la escalera se detuvo y escuchó. A sus pies, el vestíbulo donde antes se habían congregado estaba oscuro y silencioso; pero, a través de las puertas y ventanas abiertas en la parte más alejada del edificio, llegaba el ruido de un gran tropel que se perdía cada vez más en la distancia.
Bajó la vieja y crujiente escalera de madera, temiendo y, sin embargo, deseando encontrar algún rezagado que le indicase el camino; pero no encontró ninguno. Atravesó el oscuro vestíbulo, un momento antes ocupado por aquel inmenso tropel de seres vivos que había volado por las abiertas puertas que daban a la calle. No podía creer que le hubieran dejado atrás, que realmente se hubieran olvidado de él, que deliberadamente le permitieran escapar. No lo podía comprender. Estuvo fisgando por el vestíbulo y espió la calle de arriba a abajo; entonces, al no ver nada de particular, empezó a caminar lentamente por el pavimento. Toda la ciudad se le aparecía, al caminar, desierta y vacía, como si un gran viento hubiese apagado de un soplo la vida en el lugar. Las puertas y ventanas de las casas habían quedado abiertas a la noche; nada se movía: sobre todas las cosas se extendía el silencio y la luz de la luna. La noche le cubría como una capa. El aire suave y fresco le acariciaba las mejillas como el roce de una gran zarpa peluda. Fue cobrando un poco más de confianza y empezó a andar rápidamente, aunque sin salir todavía de la zona de sombra de la calle. En ningún sitio pudo encontrar la más leve señal del gran éxodo maléfico que acababa de realizarse. La luna navegaba en un cielo sereno y sin nubes.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, cruzó la amplia plaza del mercado y llegó así hasta las murallas, desde las cuales descendía una vereda que conocía y que llevaba al camino real; siguiéndola, podría huir a alguno de los pueblecitos que había al norte y, al mismo tiempo, hacia el tren. Pero primero se detuvo a contemplar la escena que se extendía a sus pies, la gran planicie que yacía como un mapa de plata de algún país onírico. La apacible belleza del espectáculo penetró su corazón, aumentando su sensación de aturdimiento e irrealidad. No había el menor soplo de aire, las hojas de los plátanos colgaban inmóviles, los detalles cercanos se definían con la nitidez del día contra el fondo de sombras oscuras de la noche; y, en la distancia, los campos y bosques se fundían en una vaga lejanía de brumas y nieblas.
Pero la respiración se le cortó en la garganta y se quedó rígido y helado, como traspasado, cuando volvió su mirada del horizonte y la dirigió al paisaje inmediato, próximo a la profundidad del valle que se abría a pico, justo a sus pies. Toda la parte baja de las laderas de la colina, que quedaban ocultas a la luz brillante de la luna, resplandecía de hogueras; y, a través del resplandor, vio innumerables formas movedizas que se agitaban en apretada muchedumbre por entre los claros de los árboles; mientras tanto, arriba, como hojas arrastradas por el viento, distinguió formas voladoras que se recortaban un instante contra el cielo, aladas y oscuras, y después se lanzaban a plomo, gritando y entonando cánticos fabulosos, a través de las ramas, sobre la región de las hogueras.
Permaneció mirando la escena, hechizado, durante un tiempo que no pudo medir. Y después, arrastrado por uno de aquellos terribles impulsos que parecían regir toda la aventura, se encaramó rápidamente al borde del ancho parapeto y quedó un momento balanceándose ante la enorme boca del valle que se abría a sus pies. Pero, en aquel mismo instante de vacilación, atrajo su mirada un movimiento brusco entre las sombras de las casas, a su espalda, y se volvió a tiempo de ver la silueta de un animal grande que cruzaba velozmente el espacio y aterrizaba en la muralla, un poco más abajo de donde estaba él. La bestia corrió como el viento hasta sus pies, y entonces, subió al parapeto junto a él. Incluso la misma luz de la luna pareció ser recorrida por un estremecimiento, y su vista tembló durante un instante. Su corazón latía dolorosamente. Ilsé estaba a su lado mirándole de lleno a la cara.
Una sustancia oscura teñía su rostro y su piel, y brilló la luz lunar cuando ella extendió sus brazos hacia él; iba vestida con aquella extraña ropa andrajosa que, sin embargo, le sentaba maravillosamente; ruda y verbena coronaban sus sienes; brillaban sus ojos con impúdico resplandor. Tuvo que hacer esfuerzos desesperados para dominar a duras penas el salvaje impulso de cogerla entre sus brazos y saltar con ella al vertiginoso abismo que se abría a sus pies.
—¡Mira! —gritó ella, — señalando el bosque encendido en la distancia—. ¡Mira dónde nos esperan! ¡Los bosques están vivos! ¡Ya han llegado los grandes y la danza pronto empezará! ¡Aquí está el ungüento! ¡Úntate y ven!
Aunque un momento antes el cielo estaba sereno y sin nubes, mientras, ella hablaba se oscureció la faz de la luna y el viento empezó a agitar las copas de los plátanos que crecían a sus pies. Ráfagas perdidas trajeron de las faldas de la colina los sonidos de cánticos y gritos roncos; y en el aire, envolviéndole, se alzó el olor punzante que ya había sentido en el patio de la posada.
—¡Transfórmate! ¡Transfórmate! —volvió a exclamar ella con voz que era como una canción—. Frótate bien la piel antes de volar. ¡Ven! ¡Ven conmigo al Sabbath, a la orgía de placer furioso, al dulce abandono del culto maldito! ¡Mira! ¡Ya están ahí los Grandes! ¡Ya están preparados los terribles Sacramentos! Ya está ocupado el Trono. ¡Úntate y ven! ¡Úntate y ven!
Hasta la altura de un árbol corriente llegó ella, saltando a su lado, allí en la muralla, con los ojos llameantes y los cabellos flotantes en la noche. El también empezó a cambiar rápidamente. Las manos de ella le tocaron la piel de la cara y del cuello, impregnándole de aquel ungüento quemante que metía en su sangre magia antigua, ante cuyo poder se marchitaban todas las cosas buenas. Un salvaje rugido llegó a sus oídos desde el corazón del bosque; y, al oírlo, la joven dio un salto en la muralla, poseída del frenesí de aquella alegría maldita.
—¡Satán está aquí! —exclamó, lanzándose sobre él y tratando de arrastrarle hasta el borde del parapeto—. ¡Satán ha venido¡ ¡Los sacramentos nos llaman! ¡Ven con tu querida alma renegada y, juntos, adoraremos y danzaremos hasta que la luna muera y el mundo sea olvidado!
Salvándose a duras penas de la terrible caída, Vezin forcejeó por librarse de su abrazo, mientras la pasión le desgarraba las entrañas y casi le vencía. Gritó en voz alta, sin saber lo que decía, y luego volvió a gritar. Eran los viejos impulsos, los antiguos y espantosos hábitos que instintivamente recobraban la voz; pues, aunque a él le parecía simplemente que gritaba cosas sin sentido, las palabras proferidas tenían realmente significado y eran inteligibles. Eran la antigua llamada. Y fue escuchada allá abajo. Y contestada. El viento silbaba a su alrededor, haciendo que revolaran los faldones de su chaqueta. Le rodeaba un aire oscurecido por muchas formas voladoras que se elevaban en turbión desde el valle. Gritos de voces roncas herían sus oídos, y cada vez eran más cercanos. Golpes de viento le abofetearon, lanzándole de aquí para allá por el ruinoso parapeto de la muralla de piedra; e Ilsé se pegó a él, rodeándole el cuello con sus largos brazos brillantes, desnudos y tersos. Pero ya no estaba a solas con Ilsé, pues al mismo tiempo le rodearon una docena de ellos, brotados de la noche. El olor punzante de sus cuerpos untados le ahogaba y le excitaba hasta producirle el frenesí ancestral del Sabbath, aquelarre y danza de brujas en honor a la personificación del Diablo en el mundo.
—¡Úntate y ven! ¡Úntate y vamos! —gritaron en coro salvaje a su alrededor—. ¡A la Danza que nunca muere! ¡A la dulce y terrible fantasía del mal!
Un momento más y habría flaqueado y partido con ellos, pues su blanda voluntad estaba como paralizada y ya le arrastraba el torrente de sus reminiscencias apasionadas, cuando —de tal modo puede alterar un incidente trivial el curso de toda una aventura— tropezó con una piedra desprendida al mismo borde del parapeto y cayó estrepitosamente al suelo. Pero cayó del lado de las casas, en un gran descampado lleno de polvo y guijarros, y afortunadamente no del otro lado, en la mortal boca abierta del valle. Y también, como moscas atontadas, cayeron ellos en revuelto montón a su alrededor; pero, al caer, se sintió libre un momento del poder de su contacto, y en este instante fugaz de libertad brotó en su mente la súbita intuición que le había de salvar. Antes de poder levantarse les vio de nuevo trepando torpemente por la muralla, como si al igual que los murciélagos, no pudieran volar más que dejándose caer desde una altura y no tuviesen poder sobre él en aquel espacio despejado. Después, viéndolos encaramados allí arriba, en fila, unos junto a otros, como gatos en un tejado, todos negros y extrañamente desproporcionados, los ojos como lámparas, recordó de pronto el terror de Ilsé a la vista del fuego.
Rápido como una centella encontró sus cerillas y prendió las hojas muertas que había debajo de la muralla. Secas y marchitas, ardieron en seguida y el viento corrió las llamas a todo lo largo del pie de la muralla, la cual fue lamida por el fuego; y, con gritos y sollozos, la bandada de formas del parapeto se lanzó al aire por el otro lado; y partieron en gran tropel, cortando el aire con el zumbido de sus cuerpos que se precipitaban en el mismo corazón del valle encantado, dejando a Vezin sin respiración y aun temblando de miedo en el campo desierto.
—¡Ilsé! —llamó débilmente—. ¡Ilsé! —pues el corazón le dolía de que ella se hubiese ido a la gran Danza sin él, de haber perdido ya la oportunidad de gozar de su pavorosa alegría. Pero, al mismo tiempo, era tan grande su alivio y estaba tan aturdido y trastornado por todo lo que le acababa de suceder, que casi no se daba cuenta de lo que decía, y únicamente daba gritos en la voraz tormenta de su emoción. El fuego al pie del muro siguió su curso y asomó de nuevo la luna, suave y luminosa, después de su eclipse temporal. Tras una última mirada estremecida a los ruinosos bastiones, y con un sentimiento de horrible curiosidad por lo que estaría sucediendo al otro lado de la muralla, en el valle maldito donde aún seguiría volando y danzando el tropel de formas negras, se volvió hacia el pueblo y se puso en marcha lentamente hacia el hotel. Y, mientras se alejaba, fue acompañado por un coro de lamentos, gritos y aullidos, procedentes del iluminado bosque, que se fueron haciendo más distantes y débiles cada vez, llevados por el viento, a medida que él se adentraba entre las casas.
—Quizá le parezca a usted un poco precipitado este final, tan brusco y tan insípido —dijo Vezin con el rostro enrojecido, lanzando una tímida mirada al doctor Silence, sentado frente a él con su cuaderno de notas—, pero el caso es que... desde aquel momento... parece haberme fallado bastante la memoria. No recuerdo claramente cómo llegué a casa ni qué hice exactamente.
»Me parece que no llegué a volver a la posada. Sólo recuerdo vagamente haber corrido por una carretera larga y blanca a la luz de la luna, a través de bosques y pueblos silenciosos y desiertos; y luego vino el amanecer y vi las torres de una gran ciudad, y así llegué a la estación. Pero, mucho antes de esto, recuerdo que me detuve en un punto de la carretera y miré hacia atrás, hacia el pueblo de mi aventura, asentado en la colina a la luz de la luna; y pensé que parecía un enorme gato monstruoso que descansase en la llanura: sus gigantescas patas anteriores eran las dos calles principales y las dos torres gemelas y rotas de la catedral recostaban sus desgarradas orejas contra el cielo. Este cuadro permanece grabado en mi mente con la máxima intensidad hasta el día de hoy.
»Otro recuerdo que me queda de esta huída es que, de pronto, me acordé de que no había pagado la cuenta de la posada; y allí mismo, en medio de la polvorienta carretera, decidí que el pequeño equipaje que allí me dejaba servía de sobra para saldar esta deuda. Por lo demás, sólo puedo decirle que desayuné pan y café en un establecimiento de las afueras de esa ciudad a que había llegado, y que luego, el mismo día, marché a la estación y tomé el tren. Aquella misma noche llegué a Londres.
—¿Y en total —preguntó tranquilamente John Silence—, cuánto tiempo cree usted que estuvo en el pueblo de la aventura?
Vezin levantó la vista, como avergonzado.
—A eso iba —contestó, acompañándose de obsequiosos y embarazados movimientos del cuerpo—. En Londres me encontré con la sorpresa de que me había equivocado en mis cálculos nada menos que en una semana entera. Había permanecido cosa de una semana en el pueblo y deberíamos hallarnos a 15 de septiembre. ¡Y resulta que estábamos nada más que a 10 de septiembre!
—¿De modo que, en realidad, sólo pasó usted una noche o dos en la posada? —inquirió el doctor.
Vezin vaciló, dudó y, por fin, eludió la respuesta.
—Tengo que haber ganado tiempo de alguna manera —dijo por fin—, de alguna manera o en algún sitio. Para mí, estoy seguro de que estuve allí una semana. No puedo explicar más. Me limito a exponerle el hecho.
—Y esto sucedió el año pasado, ¿no es así?, y desde entonces no ha vuelto a visitar el lugar.
—Fue el otoño pasado, si —murmuró Vezin—; y nunca me he atrevido a volver. Creo que nunca sentiré deseo de hacerlo.
—Y dígame usted —preguntó por último el doctor Silence, cuando vio que el hombrecillo había llegado ya al final de su relato y no tenía nada más que contar—, ¿alguna vez ha leído usted algo sobre las antiguas brujerías en la Edad Media o se ha interesado usted por ello alguna vez?
—¡Nunca! —declaró Vezin con énfasis—. Nunca he prestado atención a esos asuntos desde que tengo uso de razón.
—¿O quizá al problema de la reencarnación?
—Nunca... antes de mi aventura; pero sí lo he hecho después —replicó significativamente.
Había, sin embargo, algo más rondando la mente del hombrecillo, de lo cual deseaba aliviarse mediante confesión. Le costó mucho trabajo mencionarlo; y sólo después que el doctor hubo hecho verdaderos milagros de tacto y simpatía, consiguió por fin balbucear que le gustaría enseñarle las señales que todavía tenía en el cuello, donde —según dijo— le había tocado la muchacha con sus brazos untados.
Se quitó el cuello postizo y, tras infinitas y desmayadas vacilaciones, se bajó un poco la camisa para que le viese el doctor. Y allí, en la superficie de la piel, se vio una línea tenue y rojiza que cruzaba el hombro y se extendía un poco por la espalda hacia la espina dorsal. Desde luego, señalaba exactamente la posición que habría tomado en un brazo en el acto de abrazar. Y, al otro lado del cuello, un poco más arriba, había otra señal similar, aunque no tan claramente definida.
—Ahí fue donde me abrazó ella, aquella noche en las murallas —susurró, mientras una luz extraña iba y venía por su mirada.
Unas semanas después tuve ocasión de volver a consultar a John Silence acerca de otro caso extraordinario de que había tenido noticia, y acabamos discutiendo sobre la historia de Vezin. Después del relato de éste, el doctor había emprendido ciertas investigaciones por su cuenta, y uno de sus secretarios había descubierto que los antepasados de Vezin vivieron durante muchas generaciones en la misma ciudad donde le había sucedido a él la aventura. Dos de ellos, mujeres ambas, habían sido juzgadas por brujería y, convictas y confesas, habían sido quemadas vivas en la pira. Más aún: no había sido difícil averiguar que la misma posada en que se había alojado Vezin había sido construida, alrededor del año 1700, en el lugar donde anteriormente se habían levantado las piras funerarias y realizado las ejecuciones. La ciudad era entonces una especie de cuartel general de todos los hechiceros y brujas del contorno, los cuales, convictos y confesos, habían sido quemados a docenas allí.
—Parece raro —continuó el doctor—, que Vezin no supiese nada de esto; pero hay que tener en cuenta que, en realidad, no se trata de la clase de historia que se desearía transmitir a las generaciones futuras, ni tampoco repetir a sus hijos. Por tanto, me siendo inclinado a creer que incluso ahora no sabe nada de ella. Toda la aventura parece haber consistido en el vívido despertar de los recuerdos de una vida anterior, desencadenado por la toma de contacto con unas fuerzas que aún se mantenían activas en aquel lugar y, además, por singular azar, precisamente con las mismas almas que habían tomado parte con él en los sucesos de aquella vida remota. Pues la madre y la hija, que tan poderosamente le habían impresionado, debían haber sido, junto con él, los principales actores de las escenas y prácticas de brujería que en aquella época dominaban las imaginaciones de todo el país. No tiene uno más que leer la historia de aquellos tiempos para enterarse de que las brujas se arrogaban el poder de transformarse en distintos animales, tanto con objeto de disfrazarse como para poderse trasladar rápidamente al escenario de sus imaginarias orgías. En todas partes se creía en la licantropía o poder de convertirse en lobos; y la capacidad de transformarse en gatos frotándose el cuerpo con un ungüento o unte especial, proporcionado por el propio Satán, encontraba igual credulidad. La gran cantidad de procesos por brujería evidencia la universalidad de tales creencias.
El doctor Silence citó capítulos y párrafos de muchos eruditos en la materia y demostró cómo cada detalle de la aventura de Vezin tenía su base en las prácticas de aquellos oscuros días.
—Pero de lo que no me cabe duda es de que todo el asunto no ha sucedido sino subjetivamente, en su propia conciencia —prosiguió en respuesta a mis preguntas—; pues mi secretario, que marchó al pueblo en cuestión a investigar, descubrió su firma en el libro de huéspedes, con lo cual se demostró que había llegado allí el 8 de septiembre y se había ido súbitamente, y sin pagar la cuenta, des días después. Aún estaban allí en posesión de su sucia maleta marrón y de algunas de sus ropas de viaje. Pagué unos pocos francos para saldar la deuda y le envié a él el equipaje. La hija no estaba en casa, pero la propietaria, una mujer corpulenta, tal y como nos la ha descrito él, dijo a mi secretario que le había parecido un señor muy raro que siempre iba distraído y que, cuando desapareció, había temido durante mucho tiempo que hubiese encontrado un final violento en los bosques de los alrededores, por donde solía vagabundear, solitario. Me hubiera gustado tener una entrevista personal con la hija, para indagar cuánto hay de, subjetivo y cuánto de real en lo relatado sobre ella por Vezin. Pues su miedo al fuego y a ver cosas ardiendo podían ser, por supuesto, el recuerdo intuitivo de su primitiva y dolorosa muerte, lo cual, así, habría explicado por qué se la imaginaba él a veces rodeada de humo y llamas.
—¿Y qué me dice usted de aquella señal en su cuello? —pregunté.
—Simplemente son señales de tipo histérico —replicó—, igual que los estigmas de las reeligieses o las moraduras que aparecen en el cuerpo de sujetos hipnotizados, a quienes se les sugiere que les van a aparecer. Esto es muy corriente y se explica fácilmente. Lo único curioso en el caso de Vezin es que las señales le hayan durado tanto tiempo. Lo corriente es que desaparezcan pronto.
—Quizá es que sigue pensando en ello, cavilando y reviviéndolo de nuevo —aventuré.
—Es probable. Y eso me hace temer que aún no haya llegado el fin de sus tribulaciones. Me temo que volveremos a oír hablar de él. Es un caso, desgraciadamente, en el que puedo hacer muy poco por aliviarle.
El doctor Silence hablaba con voz triste y grave.
—¿Y qué piensa usted del francés del tren? —le pregunté Después—. ¿El hombre que le previno contra el lugar á cause du sommeil et á cause des chats? ¿No le parece a usted un incidente muy singular?
—En efecto, un incidente muy singular —repuso lentamente—, y que sólo puedo explicar a base de una coincidencia altamente improbable...
—¿A saber?
—Que el hombre aquel hubiera estado también en el pueblo y sufrido una experiencia similar. Me gustaría encontrarle y preguntárselo. Pero todo esto son hipótesis, porque en realidad no tengo ni la más leve pista; la única conclusión que puedo sacar es que alguna singular afinidad psíquica, alguna fuerza aún viva en su ser, procedente de una vida pasada común, le acercó a la personalidad de Vezin, haciéndole temer por él; por eso le previno como lo hizo. Si —prosiguió, casi hablando consigo mismo— sospecho que Vezin fue arrastrado por el remolino de fuerzas originadas en la intensa actividad de su vida pasada, y que vivió de nuevo una escena en la que habla tomado parte, como actor principal, hace siglos. Pues ciertas acciones especialmente intensas desarrollan una serie de fuerzas que sólo muy despacio se van agotando y que, en cierto modo, se puede decir que nunca mueren del todo, En este caso, no fueron lo suficientemente poderosas para darle una ilusión completa de realidad, de manera que el pobre hombre se encontró sumergido en una desagradable confusión entre el presente y el pasado; sin embargo, fue lo bastante sensible para darse cuenta de cuál era la verdad y luchar contra su regresión, en el seno de sus mismos recuerdos, a un estadío evolutivo más primitivo e inferior.
—¡Ah, sí! —continuó, cruzando la habitación para asomarse al cielo cada vez más oscuro, sin reparar aparentemente en mi presencia—. A veces, los brotes subliminales del recuerdo, como éste, pueden ser muy dolorosos, y a veces también muy peligrosos. Sólo confío en que este espíritu delicado consiga pronto zafarse de la obsesión de su pasado apasionado y tempestuoso. Pero lo dudo, lo dudo.
Su voz, al hablar, estaba impregnada de tristeza; y, cuando se volvió de nuevo, de cara a la habitación, mostraba una expresión de profundo anhelo, del anhelo de un alma cuyo deseo de ayudar es a veces mayor que su poder.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Algernon Blackwood: Antiguas brujerías (Ancient Sorceries), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
5 comentarios:
gracias por estas lecturas no eh leido apenas estoy llenandome de ellas para leerlas mas tarde gracias.
Excelente historia muy buena, hay un momento en que la trama recuerda mucho a la sombra sobre insmouth me pregunto si lovecraft leyó esta historia, gracias por subirla
Seguramente sí, ya que es sabido que admiraba obras de blackwood
esta muy bien, sólo que siento que le dio muchas largas a la historia, por lo demás, estuvo bien.
Debo confesar que la extensión del relato me descorazona un poco. Si lo tuviera en un libro no habría inconveniente, pero no suelo leer en pantallas y me he tenido que leerlo a partes. De todos modos, es un relato hermoso, con una prosa decimonónica de las que te meten en el mundo que están creando. Aplaudo a esta página por aportarnos textos tan maravillosos.
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