«La doncella de Ys»: Robert W. Chambers; relato y análisis


«La doncella de Ys»: Robert W. Chambers; relato y análisis.




La doncella de Ys (La Demoiselle d'Ys) es un relato de fantasmas del escritor norteamericano Robert W. Chambers (1865-1933), publicado en la antología de 1895: El rey de amarillo (The King in Yellow).

La doncella de Ys, uno de los grandes relatos de Robert W. Chambers, pertenece al ciclo de cuentos del Rey Amarillo (King in Yellow), el cual llegaría a convertirse en una gran fuente de inspiración para los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft.

El cuento narra la historia de un viajero extraviado en un páramo francés. Allí, creyéndose irremediablemente perdido, encuentra de repente a una misteriosa mujer que lo invita a su castillo. Se trata de la Doncella de Ys, ama y señora de aquellos parajes, y en cuyo castillo el velo de la realidad se desgarra y admite la aparición de todo tipo de criaturas asombrosas.

Robert W. Chambers utiliza algunos recursos muy interesantes en este relato. Por un lado, el nombre de aquella enigmática mujer, Jeanne d'Ys, se pronuncia igual que la palabra jaundice, que significa «ictericia», enfermedad que se caracteriza por darle a la piel un tono amarillento, en este caso, asociándolo a las maléficas referencias del Signo Amarillo y el Rey de Amarillo.

Por otro lado, la Doncella de Ys acaso sea una representación de Is Dahut, extraña criatura de la mitología francesa que se caraceriza por atrapar a los incautos y conducirlos lentamente a la locura y el agotamiento. La palabra Ys, en este caso, alude a la mítica ciudad perdida de Ys, que sirvió de modelo de inspiración para la ciudad de Paris, cuyo nombre significa literalmente, «como Ys».




La doncella de Ys.
The Demoiselle d'Ys, Robert W. Chambers (1865-1933)

Mais je croy que je
Suis descendu au puits
Tenebreux auquel disoit
Heraclytus estre Verité cachée.

Hay tres cosas que son en exceso
hermosas para mí, sí, cuanto
que no conozco:
El águila en el aire;
la serpiente en la roca;
un barco en medio de la mar;
y la presencia de un hombre ante una doncella.


La cabal desolación de la escena empezó a tener su efecto; me senté para enfrentar la situación y, de ser posible, evocar algún hito que pudiera ayudarme a abandonar mi presente posición. Si sólo pudiera encontrar el océano nuevamente, todo se aclararía, porque sabía que era posible ver la isla de Groix desde los acantilados. Dejé el rifle en el suelo y arrodillándome tras una roca encendí una pipa. Luego consulté mi reloj. Eran casi las cuatro. Quizá me habría alejado bastante desde Kerselec desde el alba.

Encontrándome el día anterior en los acantilados bajo Kerselec con Goulven, al mirar los sombríos yermos donde ahora había extraviado mi camino, estas colinas me habian parecido casi tan niveladas como un prado, extendidas hasta el horizonte, y aunque sabía cuán engañosa es la distancia no me di cuenta que lo que desde Kerselec parecían meras hondonadas herbosas, eran grandes valles cubiertos de espinos y brezos, y lo que parecían piedras esparcidas eran en realidad enormes peñascos de granito.

—Es un mal sitio para un forastero —había dicho el viejo Goulven—; es mejor que se procure un guía.

Y yo le había contestado:

—No me perderé.

Ahora sabía que me había perdido mientras me estaba allí sentado fumando con el viento del mar en la cara. A cada lado se extendía el páramo cubierto de espinos florecidos, brezos y peñascos de granito. No había un solo árbol a la vista y mucho menos una casa. Al cabo de un rato, recogí la escopeta y dando la espalda al sol, me eché a andar nuevamente. Era inútil seguir ninguno de los estruendosos arroyos que de vez en cuando se me interponían en el camino pues, en lugar de desembocar en el mar, iban tierra adentro a estanques cubiertos de juncos en las hondonadas de los páramos. Había seguido a varios, pero todos me condujeron a ciénagas o pequeños estanques desde donde las agachadizas alzaban vuelo piando y se alejaban en un éxtasis de pavor.

Empezaba a sentirme fatigado y la escopeta me desollaba el hombro a pesar de estar doblemente forrada. El sol descendía más y mas, brillando a nivel de los espinos amarillos y los estanques del páramo. Mientras avanzaba, mi propia gigantesca sombra me guiaba pareciendo alargarse a cada paso Los espinos rozaban mis polainas, crujían bajo mis pies, regaban la parda tierra con sus capullos, y los helechos se inclinaban y se estremecían a mi paso. Desde montecillos o brezales se escurrían conejos entre los helechos, y entre las hierbas de los pantanos se oía el graznido somnoliento de los patos salvajes. En una oportunidad un zorro se me cruzó furtivo en el camino y otra vez, al inclinarme a beber de un arroyuelo, una garza aleteó pesadamente desde los juncos a mi lado.

Me volví para mirar el sol. Parecía tocar los bordes de la llanura. Cuando por último decidí que era inútil seguir avanzando y que pasaría cuando menos una noche en el páramo, me tendí en el suelo completamente agotado. El sol del atardecer llegaba oblicuo y cálido a mi cuerpo, pero empezaba a levantarse viento desde el mar y sentí que el frío me mordía a través de mis húmedas botas de caza. Altas en el cielo las gaviotas trazaban círculos y ondulaban como trocitos de papeles blancos; desde algún marjal distante llegó el canto de un sarapito solitario. Poco a poco el sol se hundió tras el llano y el resplandor crepuscular tiñó de rubor el cenit. Vi el cielo cambiar del más pálido de los oros al rosa y luego a fuego abrasador. Nubes de jejenes danzaban a mi alrededor, y alto en el aire calmo un murciélago se zambulló y alzó vuelo.

Empezaron a cerrárseme los ojos. Entonces, cuando trataba de despabilarme, un súbito crujido entre los helechos me sobresaltó. Abrí los ojos. Un gran pájaro se estremecía en el aire sobre mi cara. Por un instante me quedé mirando fijo incapaz de movimiento; entonces algo saltó a mi lado y se metió entre las malezas y el pájaro ascendió, giró y se fue en dirección de los helechos.

En un instante estuve de pie atisbando entre los espinos. Desde un grupo de brezos en las cercanías llegó el ruido de una refriega. Avancé con la escopeta apuntada, pero cuando llegué al brezal bajé el arma y me quedé inmóvil en silencioso asombro. En tierra yacía una liebre muerta y sobre la liebre se erguía un magnífico halcón con un espolón clavado en el cuello de la criatura y el otro firmemente plantado en su flanco inerte. Pero lo que me asombró no fue la mera visión del halcón posado en su presa. Había visto eso más de una vez. Fue que el halcón tenía una especie de lazo en ambos espolones, y de ellos colgaba un trocito de metal redondo como un cascabel. El ave volvió y clavó el curvo pico en su presa. En el mismo instante, pasos apresurados sonaron entre los brezos, y apareció una joven en el refugio. Sin dirigirme una mirada siquiera avanzó hacia el halcón, y pasándole la mano enguantada cubrió con una pequeña capucha la cabeza del ave y sosteniéndola en el guantelete, se inclinó para recoger la liebre.

Pasó una cuerda en torno a las piernas del animal y ajustó su extremo a la correa de su cinturón. Luego se dispuso a desandar su camino por el refugio. Al pasar junto a mí, me quité la gorra, y ella reconoció mi presencia con una inclinación apenas perceptible. Tanto había sido mi asombro, tan hondamente sumido en admiración ante la escena que tenía ante los ojos, que no se me había ocurrido que aquí estaba mi salvación. Pero mientras se alejaba, advertí que si no quería dormir en el páramo ventoso esa noche, debía recuperar el habla sin demora. Cuando pronuncié mis primeras palabras, ella vaciló, y al ponérmele por delante, me pareció que sus hermosos ojos revelaban temor. Pero cuando le expliqué humildemente el desagradable apuro en que me encontraba, su cara se ruborizó y me miró con asombro.

—¡No habrá usted venido de Kerselec! —repitió.

Su dulce voz no tenía la menor huella de acento bretón ni ningún otro que yo conociera, sin embargo tenía algo en él que me parecía haber oído antes, algo extraño e indefinible, como el tema de una vieja canción. Le expliqué que era americano, que no estaba familiarizado con Finistère y que estaba cazando allí para satisfacer mi afición.

—Un americano —repitió ella con los mismos extraños tonos musicales—. Nunca antes había visto a un americano.

Se mantuvo en silencio por un momento; luego mirándome, dijo:

—Si caminara durante toda la noche no podría llegar a Kerselec ahora, ni siquiera si tuviera un guía.

Sí que era ésta una buena noticia.

—Pero —empecé—, si sólo pudiera encontrar la choza de algún campesino para conseguir algo de comer y abrigo.

El halcón en su muñeca aleteó y sacudió la cabeza. La joven le alisó el lustroso dorso y me miró.

—Mire a su alrededor —dijo con gentileza—. ¿Puede ver el fin de estos páramos? Mire al norte, al sur, al este, al oeste. ¿Puede ver algo que no sean yermos y helechos?

—No —le respondí.

—El páramo es salvaje y desolado. Es fácil entrar en él, pero a veces los que entran no lo abandonan nunca. No hay chozas de campesinos por aquí.

—Bien —dije—, si me indica usted en qué dirección está Kerselec no me exigirá mañana más tiempo que el que me exigió venir.

Volvió a mirarme casi con expresión de piedad.

—Ah —dijo—, venir es fácil y exige horas; volver es diferente... y puede exigir siglos.

La miré asombrado, pero decidí que no entendía lo que había dicho. Entonces, antes que yo tuviera tiempo de hablar, cogió un silbato de su cinturón y lo hizo sonar.

—Siéntese y descanse —dijo—; ha recorrido una larga distancia y está fatigado.

Se recogió las faldas plisadas y haciéndome señas de que la siguiera se abrió camino graciosamente entre los espinos hasta una roca plana entre los helechos.

—Estarán aquí en seguida —dijo, y sentándose en un extremo de la roca, me invitó a sentarme en el otro.

La luz crepuscular empezaba a menguar en el cielo y una estrella solitaria titilaba débilmente en la niebla rosada. Una larga saeta aleteante de aves acuáticas se dirigía hacia el sur sobre nuestras cabezas, y desde las ciénagas nos llegaba el llamado de los chorlitos.

—Son muy hermosos estos páramos —dijo serenamente.

—Hermosos, pero crueles con los forasteros —le respondí.

—Hermosos y crueles —repitió con aire de ensueño, hermosos y crueles.

—Como una mujer —dije estúpidamente.

—Oh —exclamó reteniendo un instante el aliento, y me miró. Sus ojos oscuros se encontraron con los míos y me pareció enfadada o asustada—. Como una mujer —repitió en voz queda—. ¡Qué crueldad decir una cosa semejante! —Luego, al cabo de una pausa, como si hablara en alta voz consigo misma—. Qué crueldad de su parte decir cosa semejante.

No sé qué clase de disculpa ofrecí por mi tonta aunque inofensiva observación, pero sí sé que parecía tan perturbada, que empecé a pensar que había dicho algo terrible sin saberlo, y recordé con horror los abismos y las trampas que la lengua francesa tiene para los extranjeros. Mientras intentaba darme cuenta de lo que podría haber dicho, a través del páramo llegó un sonido de voces y la joven se puso de pie.

—No —dijo con una huella de sonrisa en la cara pálida—, no aceptaré sus disculpas, monsieur, pero tengo que probar que se equivoca y esa será mi venganza. Mire. Allí vienen Hastur y Raoul.

Dos hombres se destacaban en el crepúsculo. Uno llevaba un saco sobre los hombros y el otro, un aro por delante como un camarero lleva una bandeja. El aro estaba ajustado con correas a sus hombros y en el círculo había posados tres halcones encapuchados que tenían campanillas tintineantes. La joven avanzó hacia el halconero y con un veloz movimiento de la muñeca, trasladó su halcón al aro donde se posó entre los compañeros que sacudieron las cabezas encapuchadas y erizaron sus plumas hasta que sus pihuelas con cascabeles resonaron nuevamente. El otro hombre avanzó e inclinándose respetuosamente cogió la liebre y la dejó caer en el saco de caza.

—Estos son mis piqueurs —dijo la joven volviéndose hacia mí con gentil dignidad—. Raoul es un buen halconero y algún día lo haré grand veneur. Hastur es incomparable.

Los dos hombres silenciosos me saludaron con respeto.

—¿No le había dicho, monsieur, que le probaría que se equivoca? —continuó—. He, pues, aquí mi venganza: tenga usted a bien que le ofrezca alimento y albergue en mi propia casa.

Antes que pudiera responderle, habló con los halconeros, que instantáneamente se pusieron en camino por el brezal, y haciéndome un gracioso ademán, ella los siguió. No sé si le hice entender cuán profundamente agradecido me sentía, pero ella parecía escucharme con agrado mientras andábamos entre el brezal bañado de rocío.

—¿No está muy cansado? —me preguntó.

En su presencia había olvidado por completo mi fatiga y así se lo dije.

—¿No le parece que su galantería es algo anticuada? —preguntó; y cuando yo la miré confundido y humillado, añadió tranquilamente—. Oh, me agrada, me agrada todo lo anticuado, y es delicioso oírlo decir cosas bonitas.

El yermo a nuestro alrededor estaba muy silencioso ahora bajo la fantasmal sábana de niebla. Los chorlitos ya no llamaban; los grillos y todas las criaturas minúsculas callaban a nuestro paso, aunque me parecía que empezaban otra vez muy lejos a nuestras espaldas. Bastante por delante los dos altos halconeros iban a largos pasos entre el brazal, y el ligero tintineo de los cascabeles de los halcones llegaban a nuestros oídos como tañidos distantes. De pronto un espléndido perro de caza saltó de entre la niebla por delante, seguido de otro y otro más, hasta que media docena de ellos brincaban y saltaban en torno a la joven a mi lado. Ella los acariciaba y los tranquilizaba con su mano enguantada, y les hablaba con aquellos extraños términos que recordaba haber leído en viejos manuscritos franceses.

Entonces los halcones en el aro que llevaba el halconero por delante, empezaron a batir las alas y a gritar, y desde algún sitio invisible vinieron flotando por el páramo las notas de un cuerno de caza. Los perros se alejaron saltando delante de nosotros y se desvanecieron en el crepúsculo, los halcones aletearon y chillaron en su percha y la joven, siguiendo la canción del cuerno, empezó a cantar. Su voz sonó clara y dulce en el aire de la noche


Chasseur, chasseur, chassez encore,
Quittez Rosette et Jeanneton,
Tonton, tonton, tontaine, tonton,
Ou, pour rabattre, dès l'aurore,
Que les Amours soient de planton,
Tonton, tontaine, tonton.


Mientras escuchaba su encantadora voz, una masa gris que pronto hízose más distinta surgió frente a nosotros, y el cuerno resonó alegremente entre el tumulto de los perros y los halcones. Una antorcha brilló junto a un portal, una luz llegó desde la puerta abierta y subimos a un puente de madera que temblaba bajo nuestros pies y se elevaba crujiente y tenso tras de nosotros al cruzar el foso y entrar en un pequeño patio de piedra enteramente rodeado de muros. Por una puerta abierta vino un hombre que se inclinó en señal de saludo y ofreció a la joven a mi lado una copa. Ella cogió la copa, la rozó con los labios y luego, bajándola, se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:

—Sea bienvenido.

En ese momento uno de los halconeros vino con otra copa, pero antes de alcanzármela, se la ofreció a la joven, que probó su contenido. El halconero hizo ademán de cogerla, pero ella vaciló un instante y luego, avanzando hacia mí, me la ofreció de su propia mano. Sentí que era éste un acto de extraordinaria gracia, pero no sabiendo muy bien qué se esperaba de mí, no la llevé a mis labios de inmediato. La joven se puso roja. Vi que debía actuar de prisa.

—Mademoiselle —tartamudeé— un forastero al que ha salvado usted de peligros que quizás él nunca conozca del todo, vacía esta copa a la salud de la más gentil y encantadora anfitriona de Francia.

—En su nombre —murmuró ella persignándose mientras yo vacilaba la copa —Luego, entrando por la puerta, se volvió hacia mí con un bonito ademán y tomando mi mano en las suyas, me condujo a la casa diciendo una y otra vez—. Es usted bienvenido, muy bienvenido por cierto, al Cháteau d'Ys.

Desperté a la mañana siguiente con la música del cuerno en los oídos, y saltando del antiguo lecho, me dirigí a una ventana con cortinas en la que la luz del sol se filtraba a través de pequeños paneles profundamente montados. Cuando miré al patio abajo, el cuerno calló. Un hombre que podría ser el hermano de los dos halconeros de la víspera, estaba en medio de una jauría de perros de caza. Llevaba amarrado a las espaldas un cuerno curvo y en la mano tenía un largo látigo. Los perros aullaban y gemían a su alrededor con prevención; en el patio amurallado también pateaban caballos.

—¡Montad! —gritó una voz en bretón, y con estrépito de cascos los dos halconeros, con halcones en las muñecas, entraron cabalgando al patio en medio de los perros. Entonces oí otra voz que me hizo palpitar el corazón:

—Piriou Louis, lleva a los perros y no escatimes látigo ni espuela. Tú, Raoul y tú, Gastón, cuidad de que el epervier no se comporte como un niais, y si a vuestro juicio resulta mejor, faites courtoisie à l'oiseau. Jardinier un oiseau como el mué que lleva Hastur en la muñeca no es difícil, pero a ti Raoul puede que no te sea tan fácil gobernar a ese hagard. La semana pasada en dos ocasiones se irritó au vif y perdió la beccade aunque está acostumbrado al leurre. El ave actúa como un estúpido branchier. Paître un hagard n'est pas si facile.

¿Soñaba yo acaso? El viejo lenguaje de halconería que había leído en manuscritos amarillos, el viejo francés olvidado de la Edad Media sonaba en mis oídos mientras los perros aullaban y las campanillas de los halcones servían de acompañamiento a los cascos de los caballos. Ella volvió a hablar otra vez la dulce lengua olvidada:

—Si prefieres llevar el longe y dejar tu hagard au bloc, Raoul, no pondré reparos; porque sería una lástima estropear el deporte de un día tan bello como un sors mal adiestrado. Quizá me apresuré demasiado con el ave. Exige tiempo llegar à la filière y a los ejercicios d'escap.

Entonces el halconero Raoul hizo una inclinación desde sus estribos y replicó:

—Con el beneplácito de Mademoiselle, conservaré el halcón.

—Ese es mi deseo —respondió ella—. Conozco halconería, pero tú tienes muchas lecciones que darme aún sobre Autoursede, mi pobre Raoul. Sieur Piriou Louis, ¡montad!

El cazador pasó veloz bajo una arcada y volvió al instante montado en un vigoroso caballo negro, seguido de un piqueur también montado.

—¡Ah! —exclamó ella regocijada—. ¡Rápido Glemarec René! ¡Rápido! ¡Apresuraos todos! ¡Haced sonar el cuerno Sieur Piriou!

La música argentina del cuerno de caza colmó el patio, los perros atravesaron el portal y los cascos de los caballos resonaron en las piedras del patio; fuerte en el puente, apagados de pronto, perdidos en los brezales y los helechos del páramo. El cuerno sonó más y más distante hasta que fue tan débil que el súbito canto de una alondra que alzaba vuelo lo apagó en mis oídos. Oí la voz abajo que respondía a un llamado desde dentro de la casa.

—No lamento la cacería, iré en otra ocasión. ¡Cortesía para el forastero, Pelagie, recuérdalo!

De la casa llegó una débil voz trémula:

Courtoisie.

Me desnudé y me froté de la cabeza a los pies en la enorme tina de cerámica llena de agua helada sobre el suelo de piedra al pie de mi lecho. Luego busqué mis ropas. Habían desaparecido, pero sobre un banco había un montón de ropas que examiné con asombro. Como las mías habían desaparecido, me vi obligado a vestirme con el atuendo evidentemente dejado allí para que yo lo usara mientras mi ropa se secaba. Todo, estaba allí, gorra, calzado y una casaca de caza de tejido doméstico gris plateada; pero el vestido que se me ajustaba a la perfección y las botas sin costuras pertenecían a otro siglo; recordé el extraño atuendo de los tres halconeros en el patio.

Estaba seguro que no era la vestidura moderna de sitio alguno de Francia o de Bretaña; pero sólo cuando me vi en un espejo entre las ventanas advertí que estaba vestido con un traje de caza de la Edad Media y no como un bretón de la actualidad. Vacilé y cogí la gorra. ¿Bajaría con tan extraña vestimenta? No parecía haber otro remedio, pues mis prendas habían desaparecido y no había campana en la antigua cámara con qué llamar a un criado, de modo que me contenté con quitar una pequeña pluma de la gorra, abrí la puerta y bajé.

Junto al hogar en una gran estancia al pie de las escaleras, una vieja bretona estaba sentada hilando en una rueca. Me miró cuando yo aparecí y, sonriendo francamente, me deseó salud en lengua bretona, a lo cual le respondí risueño en francés. En el mismo instante apareció mi anfitriona y devolvió el saludo con una gracia y dignidad que me sobrecogió el corazón. Su adorable cabeza de oscuros cabellos rizados se coronaba de un tocado que tranquilizó toda duda acerca de la época de mi propio atuendo. Su esbelta figura resaltaba con exquisitez en el traje de caza de hilado doméstico bordado de plata y en la mano enguantada llevaba a uno de sus halcones favoritos.

Con perfecta simplicidad me cogió la mano y me condujo al jardín del patio, y sentándose a una mesa, me invitó a hacer lo mismo a su lado. Entonces me preguntó con su suave y extraño acento cómo había pasado la noche y si me incomodaba llevar el atuendo que la vieja Pelagie había puesto en mi habitación mientras yo dormía. Vi mis propias ropas y calzado secándose al sol junto al muro del jardín y las detesté. ¡Qué espanto eran en comparación con la graciosa vestimenta que ahora llevaba! Se lo dije riendo, pero ella estuvo de acuerdo conmigo muy seriamente.

—Las tiraremos —dijo con voz serena.

Con asombro intenté explicarle que no sólo no concebía recibir ropas de nadie, aunque quizá fuera costumbre de la hospitalidad en ese sitio del país, pero que ofrecería una figura inaceptable si volvía vestido como lo estaba en aquel momento. Ella rió y sacudió su bonita cabeza diciendo algo en francés antiguo que no entendí, y en ese momento Pelagie salió trotando al patio con una bandeja en la que había dos cuencos de leche, una hogaza de pan blanco, fruta, un plato de panales con miel y un frasco de vino de subido color rojo.

—Ya ve, no había todavía roto mi ayuno porque deseaba que comiera usted conmigo. Pero estoy hambrienta —dijo con una sonrisa.

—¡Antes moriría que olvidar una sola palabra de lo que acaba de decirme! —espeté con las mejillas ardientes—. Me creerá loco —añadí para mí, pero ella me miró con ojos resplandecientes.

—¡Ah! —murmuró—. Entonces monsieur conoce todo lo que hay por conocer de la caballerosidad.

Se santiguó y partió el pan; yo me quedé sentado mirando sus blancas manos sin atreverme a alzar mis ojos a los suyos.

—¿No come? —me preguntó—. ¿Por qué parece tan turbado?

¡Ah! ¿Por qué? Ahora lo sabía. Sabía que daría la vida por rozar con mis labios esas palmas rosadas; comprendía ahora que desde el momento en que miré sus ojos oscuros allí en el páramo la noche antes la había amado. Mi súbita gran pasión me dejó sin habla.

—¿No se siente usted cómodo? —me preguntó.

Entonces, como un hombre que pronuncia su propia sentencia le respondí en voz baja:

—No, no me encuentro cómodo porque la amo.

Como permaneció imperturbable y no me contestó, el mismo impulso movió mis labios a mi pesar y dije:

—Yo, que soy indigno del menor de sus pensamientos, yo, que abuso de su hospitalidad y devuelvo su gentil cortesía con audaz presunción, la amo.

—Yo lo amo a usted. Sus palabras me son caras. Lo amo.

—Entonces la ganaré.

—Gáneme —me contestó.

Pero todo ese tiempo había estado sentado en silencio con la cara vuelta hacía ella. Y ella, también en silencio, con su dulce cara apoyada en la palma vuelta hacia arriba, estaba sentada frente a mí, y cuando me miró a los ojos, supe que ni ella ni yo habíamos hablado con lenguaje humano; pero supe también que su alma había respondido a la mía, y me levanté sintiendo un juvenil y alegre amor que se precipitaba por cada una de mis venas. Ella, con arrebolado rostro, parecía alguien recién despierto de un sueño, y sus ojos buscaron los míos con una mirada de interrogación que me llenó de deleite.

Quebramos nuestro ayuno hablando de nosotros mismos. Le dije mi nombre y ella me dijo el suyo: Demoiselle Jeanne d'Ys. Me habló de la muerte de su padre y su madre y me contó cómo los diecinueve años de su vida había transcurrido en la granja fortificada sola con su nodriza Pelagie, Glemarec René el piqueur, y los cuatro halconeros Raoul, Gastón, Hastur y el Sieur Piriou Louis, que habían estado al servicio de su padre. Nunca había estado fuera de los páramos, nunca siquiera había visto un alma, salvo los halconeros y Pelagie.

No sabía cómo habla oído de Kerselec; quizá los halconeros le habrían hablado de ella. Conocía las leyendas del Loup Garou y Jeanne la Flamme por su nodriza Pelagie. Bordaba e hilaba lino. Sus halcones y sus perros de caza eran la sola distracción que tenía. Cuando me encontró en el páramo había sentido tanto miedo que estuvo a punto de desvanecerse al oír mi voz. Había visto, es cierto, barcos en el mar desde los acantilados, pero hasta donde la vista alcanzaba, los páramos sobre los que cabalgaba estaban del todo desprovistos del menor signo de vida humana.

Había una leyenda que le contara Pelagie, según la cual cualquiera que se perdiera en el yermo inexplorado no podría retornar ya nunca, porque el páramo estaba encantado. No sabía si sería cierto, nunca había pensado en ello hasta que me encontró. No sabía si los halconeros habían salido nunca del yermo o si podrían hacerlo si se lo propusieran. Los libros que había en la casa con los que la nodriza Pelagie le había enseñado a leer, tenían centenares de años.

Todo esto me contó con una dulce seriedad que rara vez se encuentra en nadie salvo en un niño. Le fue fácil pronunciar mi nombre e insistió, por ser mi nombre de pila Philip, que debía tener sangre francesa. No pareció tener curiosidad por conocer nada del mundo exterior y pensé que quizás éste habría perdido su interés y su respeto por causa de las historias de su nodriza. Estábamos todavía sentados a la mesa y ella arrojaba uvas a las avecillas del campo que se aproximaban sin temor hasta nuestros pies. Empecé a hablar de manera vaga de partir, pero ella no quiso oírlo, y antes de yo mismo darme cuenta, le había prometido quedarme una semana y cazar con halcón y perro en su compañía. También obtuve permiso para volver otra vez de Kerselec y visitarla después de mi retorno.

—¡Vaya! —dijo con inocencia—. No sé que haría si jamás regresara.

Y yo, sabiendo que no debía despertarla con el súbito impacto que la confesión de mi amor le habría producido, me quedé sentado en silencio sin atreverme apenas a respirar.

—¿Vendrá muy a menudo? —me preguntó.

—Muy a menudo —le contesté.

—¿Cada día?

—Cada día.

—Oh —suspiró—. Soy muy dichosa. Venga a ver mis halcones.

Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. En el prado había esparcidos unos quince o veinte tocones de árboles parcialmente hundidos en la hierba, y en cada uno de ellos, salvo en dos, estaban posados halcones. Estaban amarrados a los tocones por correas que a su vez se ajustaban a sus patas por sobre los espolones con roblones de acero. Una pequeña corriente de puras aguas primaverales fluía por un curso serpenteante a fácil distancia de cada una de las perchas. Las aves levantaron un clamor cuando apareció la joven, pero ella fue de una a la otra acariciando a algunas, sosteniendo a otras unos instantes en una muñeza o inclinándose para ajustar sus pihuelas.

—¿No son bonitas? —dijo—. Mire, esta es una hembra de halcón peregrino. La llamamos innoble porque cobra la presa en caza directa. Este es un halcón azul. En halconería lo llamamos noble por que se alza sobre la presa, gira y se deja caer sobre ella desde lo alto. Esta ave blanca es un gerifalte del norte. ¡También es noble! Este es un azor, y este terzuelo es un halcón-garza.

Le pregunté cómo había aprendido la antigua lengua de la halconería. No lo recordaba, pero creía que su padre debía de habérsela enseñado de muy pequeña. Luego me llevó a otro sitio donde me mostró a los halcones jóvenes todavía en el nido.

—Se llaman niais en halconería —explicó—. Un branchier es el ave joven apenas capaz de abandonar el nido y saltar de rama en rama. El ave joven que no ha mudado todavía la pluma se llama sors, y un mué es un halcón que ha mudado la pluma en cautiverio. Cuando atrapamos a un halcón salvaje que no ha cambiado de plumaje los llamamos hagard. Raoul es quien me enseñó a preparar un halcón. ¿Le enseño cómo se hace?

Se sentó a la orilla de la corriente entre los halcones y yo me eché a sus pies para escucharla. Entonces la Doncella de Ys levantó un dedo de rosada yema y empezó con suma gravedad.

—En primer lugar hay que atrapar el halcón.

—Estoy atrapado —le respondí.

Ella rió con gracia y me dijo que mi dressage quizá no fuera fácil, pues yo era noble.

—Estoy ya domesticado —le repliqué—: con pihuela y cascabel.

Rió deleitada.

—Oh, mi valiente halcón. ¿Acudirá entonces a mi llamado?

—Soy suyo —contesté gravemente.

Ella permaneció en silencio un momento. Luego el color se le avivó en las mejillas y levantó el dedo otra vez diciendo:

—Escuche; deseo hablar de halconería.

—Escucho, doncella Jeanne d'Ys.

Pero esta vez se sumió en ensueños y su vista parecía fijada en algo más allá de las nubes de estío.

—Philip —dijo por fin.

—Jeanne —susurré yo.

—Esto es todo lo que deseaba —dijo con un suspiro—. Philip y Jeanne.

Tendió la mano hacia mí y yo la rocé con los labios.

—Gáname —pero esta vez el cuerpo y el alma hablaron al unísono.

Al cabo de un rato continuó:

—Hablemos de halconería.

—Empieza —le repliqué—; hemos atrapado al halcón.

Entonces Jeanne d'Ys tomó mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette.

—Primero deben tener un buen apetito —dijo—; luego, poco a poco, les reduzco los alimentos, lo que en halconería llamamos pât. Cuando al cabo de muchas noches pasadas au bloc, que es donde se encuentran ahora estas aves, persuado al hagard que permanezca tranquilo en la muñeca, el ave está entonces preparada para que se le enseñe a ir por su alimento. Fijo el pât en el extremo de una correa o leurre, y enseño al ave a acudir a mí no bien empiezo a girar la cuerda en torno a mi cabeza. En un principio dejo caer el pât cuando el halcón viene y se lo come en tierra. Al cabo de un tiempo aprende a atrapar el leurre en movimiento mientras lo hago girar por sobre mi cabeza, o a arrastrarlo a tierra. Después de esto es fácil enseñarle al halcón a atacar una presa, recordando siempre faire courtoisie à l'oiseau, esto es, permitir que el ave pruebe la presa.

El chillido de uno de los halcones la interrumpió, y ella acudió a ajustar el longe que se había enrollado en torno del bloc, pero el ave siguió batiendo las alas y chillando.

—¿Qué sucede? —preguntó—; Philip ¿tú ves algo?

Miré en derredor y en un principio no vi nada que pudiera ser causa de la conmoción acrecentada ahora por el aleteo y los chillidos de todas las aves. Entonces cayó mi mirada sobre la roca planta junto a la corriente de la que la joven acababa de levantarse. Una serpiente gris avanzaba lentamente por la superficie de la piedra, y los ojos de su achatada cabeza triangular refulgían como el azabache.

—Una culebra —dijo ella con tranquilidad.

—Es inofensiva, ¿no es así? —pregunté.

Ella señaló el cuello de la negra forma en V.

—Es muerte segura —dijo—; es una aspid.

Observamos al reptil que se arrastraba lento por la tersa roca sobre la que la luz del sol formaba un amplio retazo cálido. Iba a acercármele para examinarlo, pero ella me asió por el brazo gritando:

—No lo hagas, Philip, tengo miedo.

—¿Por mí?

—Por ti, Philip... te amo.

La tomé en mis brazos y la besé en los labios, pero todo lo que pude decir fue:

—Jeanne, Jeanne, Jeanne.

Y mientras ella se apoyaba temblorosa en mi pecho, algo mordió mi pie entre la hierba, pero no hice caso. Entonces, otra vez algo me mordió el tobillo y sentí un agudo dolor.

Miré el dulce rostro de Jeanne d'Ys y la besé; luego, con todas mis fuerzas, la alcé en brazos y la arrojé de mi. Luego, inclinándome, arranqué a la víbora de mi tobillo y le aplasté la cabeza con el taco. Recuerdo haberme sentido débil y entumecido... recuerdo haber caído a tierra. A través del creciente velo que me cubría los ojos, vi la cara de Jeanne inclinada junto a la mía, y cuando la luz de mis ojos se extinguió, todavía pude sentir sus brazos en torno a mi cuello y su suave mejilla contra mi boca contraída.

Cuando abrí los ojos, miré a mi alrededor aterrado. Jeanne había desaparecido. Vi la corriente y la roca plana; vi la víbora aplastada en la hierba a mi lado, pero los halcones y los blocs habían desaparecido. Me puse en pie de un salto. El jardín, los árboles frutales, el puente y el patio amurallado habían desaparecido. Me quedé mirando estúpidamente un montón de ruinas desmoronadas, cubiertas de hiedra y grises, a través de las cuales grandes árboles se habían abierto camino. Avancé arrastrando mi pie adormecido y en ese instante un halcón alzó vuelo desde los árboles entre las ruinas y elevándose en círculos apretados, se desvaneció entre las nubes.

—Jeanne, Jeanne —grité, pero la voz se me ahogó en los labios y caí de rodillas entre las malezas.

Y, como Dios lo quiso, sin saberlo había caído delante de una capilla desmoronada tallada en piedra consagrada a nuestra Madre de los Dolores. Vi la triste cara de la virgen tallada en la piedra fría. Vi la cruz y los espinos a sus pies, y debajo leí:


ROGAD POR EL ALMA DE LA
DONCELLA JEANNE D'YS
QUE MURIÓ
EN SU JUVENTUD POR EL AMOR DE
PHILIP, UN FORASTERO.
(A. D. 1573)


Pero sobre la lápida fría había un guante de mujer, todavía cálido y fragante.

Robert W. Chambers (1865-1933)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Chambers.


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El análisis y resumen del cuento de Robert W. Chambers: La doncella de Ys (The Demoiselle d'Ys), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Warlord dijo...

Hermoso relato me gusto mucho.



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