«La marquesa de la Pivardiere»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.
La marquesa de la Pivardiere (Die Marquise de la Pivardiere) es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado de forma independiente en 1820 en la ciudad de Leipzig, y desde entonces reeditado en varias antologías.
La marquesa de la Pivardiere, uno de los cuentos de E.T.A. Hoffmann menos reconocidos, nos sitúa en 1688, en una velada parisina, donde el principal tema de conversación tiene que ver con el asesinato del marqués de la Pivardiere. Todos están de acuerdo en atribuirle el crimen a su esposa, la marquesa de la Pivardiere, y a su confesor, llamado Charost, quienes acaso mantenían una relación clandestina. Sin embargo, la historia detrás de aquella muerte tal vez oculta otros secretos mucho más inquietantes.
La marquesa de la Pivardiere.
Die Marquise de la Pivardiere, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Un hombre de clase baja llamado Barré había logrado llevar a su novia, al anochecer, al bosque de Boulogne, y allí, después de haber abusado de ella, como estaba celoso de otro, la mató, dándole de cuchilladas. La joven, que vendía frutas, debido a su extraordinaria belleza y a la honestidad de su conducta, era conocida por el nombre de la bella Antoinette. Así es que todo París hablaba del crimen de Barré, y tampoco se habló de otra cosa en la reunión que solía tener todas las tardes en su casa la duquesa de Aiguillon, más que del espantoso asesinato de la pobre Antoinette.
La duquesa se extendía en observaciones morales, y exponía con gran elocuencia cómo el funesto abandono de la enseñanza y de la religiosidad en el pueblo bajo, engendraba el crimen, al que permanecían ajenos el espíritu y el carácter de las clases elevadas. El conde de Saint-Hermine, que siempre fue el alma de las reuniones, aquella tarde permanecía reservado, y la palidez de su semblante denotaba que algún suceso desagradable le había trastornado. No pronunció palabra en toda la tarde, pero cuando la duquesa terminó de hacer sus comentarios moralizadores, comenzó:
—Perdón, mi honorable señora. Barré lee perfectamente, escribe con una caligrafía perfecta, incluso sabe de cuentas; añádase a esto que toca, y no mal, el violín; y por lo que respecta a la religión, en su vida ha probado una onza de carne los viernes, con regularidad oye su misa, y todavía más: la mañana del día que cometió el asesinato, se confesó. ¿Qué podéis objetar a su formación y a su religiosidad?
La duquesa dijo que el conde, con sus cáusticas observaciones, quería dar rienda suelta a su irritación, que hoy le privaba de su acostumbrado buen humor y agrado. Continuaron hablando de lo mismo, y como un joven caballero comenzase a describir con todo pormenor las circunstancias del crimen de Barré, el conde de Saint-Hermine, impaciente, levantóse de su asiento, y con tono terminante exigió que le expulsasen de la tertulia si continuaba con esa conversación, que le atenazaba el pecho y le hería profundamente, produciéndole un dolor que precisamente trataba de curar, distrayéndose en la reunión. Rodeáronle todos, insistiendo para que confesase el motivo de su tristeza:
—No llaméis tristeza al sentimiento que hoy me domina y me hace aparecer malhumorado. Perdonadme que manifieste un justo dolor al no poder soportar que se hable del crimen de Barré, en cuanto os diga que estoy profundamente conmovido. Un caballero, al que yo más apreciaba, el más bravo y valiente de mi regimiento, el más fiel de todos, el marqués de la Pivardière, ha aparecido hace tres noches asesinado en su lecho.
—¡Cielos! —gritó la duquesa—. ¡Qué nuevo crimen tan espantoso! ¿Cómo es posible que haya sucedido esto? ¡Pobre infeliz marquesa! —Nada más profirió la duquesa estas palabras todos se olvidaron del marqués asesinado para compadecer a la marquesa, y agotaron los elogios de la encantadora y espiritual dama, cuyas virtudes y buen sentido eran modelo, y en otro tiempo con el nombre de Demoiselle de Chauvelin, fue el adorno de los mejores círculos de París.
—¡Pues esta espiritual y virtuosa mujer —dijo el conde con el tono de la más profunda amargura—, el adorno de los mejores círculos, es la que ha matado a su esposo, con ayuda de su confesor, el malvado Charost!
Mudos de horror se quedaron todos mirando al conde, quien inclinándose profundamente ante la duquesa, que estaba a punto de desmayarse, abandonó el salón.
Francisca Margarita Chauvelin había perdido a su madre en la primera infancia y su educación estuvo enteramente en manos de su padre, un hombre muy inteligente, pero severo y de gran austeridad. El caballero Chauvelin estaba convencido de que era posible lograr que las mujeres tuvieran conocimiento de sus propias debilidades, de modo que así podrían combatirlas. Su austeridad evitaba en todo lo posible el encanto de las mujeres, que se engendra al considerar subjetivamente la situación en que les coloca la naturaleza: y precisamente en esta consideración está el origen de todas las manifestaciones de su carácter, que hace que en un mismo instante nos parezcan antojadizas, limitadas, mezquinas, y al mismo tiempo irresistiblemente nos atraen.
El caballero estaba convencido de que para lograr su objetivo, sobre todo debía librar a la joven de la influencia femenina; de aquí que procurase alejar de su hija todo lo que fueran gobernantas, y supo arreglárselas para que no tuviera ninguna compañera de juegos que hablase con ella de vestidos, ni compartiese con ella los pequeños secretos de los bailes. Procuró, además, que los servicios en los que por fuerza Francisca tuviera que valerse de manos femeninas, le dieran una idea horrible de lo femenino. Cuando Francisca llegó a esos años, de los que más adelante hablaremos, disparó las flechas de su ironía contra los dulces encantos del amor, ese sentimiento que domina a la mujer y la deforma, cuanto más a una joven que cae en sus redes.
Fue una suerte para Francisca que las teorías del caballero fueran erróneas. Cuanto más se esforzaba en dar al carácter femenino de Francisca la dureza del carácter varonil, que desprecia el juego de la vida porque la comprende y, por eso, es simple espectador, menos lograba destruir la gracia y encanto, sin duda herencia de la madre, pues cada vez resplandecía con más fuerza, aunque él erróneamente las consideraba fruto de su sabia educación, sin pensar que precisamente estaba logrando lo contrario y proporcionándole las armas más peligrosas. Francisca no podía considerarse hermosa, pues los rasgos de su rostro no eran bastante regulares; pero la aguda y ardiente mirada de sus bellos ojos, la encantadora sonrisa que alegraba su boca, su noble figura con la armoniosa proporción de todos sus miembros, la gracia superior de sus movimientos, todo esto daba un inefable atractivo a la apariencia externa de Francisca.
Añádase a esto que la enorme cultura que su padre le había dado, y que en otra mujer hubiese destruido la esencia de su feminidad, sin darle una compensación, a ella, en cambio, le sirvió para entender mejor las cosas y no negarlas, y hasta la ironía, quizá heredada de su padre, habíase convertido, al transmitirse a su ser, en burla graciosa y divertida, de tal forma que, como no podía menos de suceder, cuando su padre, conforme a las exigencias de la vida, la presentó en el llamado gran mundo, se convirtió en el ídolo de todos los círculos. Figuraos con qué entusiasmo se reunían en torno de la bella e inteligente Francisca los jóvenes y los hombres mayores.
Haciendo frente a sus pretensiones, se oponían siempre los firmes principios que el caballero de Chauvelin había inculcado a su hija. Si algún hombre, al que la naturaleza hubiese dotado de todos los atractivos para agradar a las mujeres, se acercaba a Francisca, y parecía como si su corazón fuese a inclinarse, entonces súbitamente se interponía ante sus ojos el ridículo espantajo de la mujer enamorada, que su padre había descrito, y el terror y el miedo ante esta monstruosidad mataba en ella el sentimiento del amor, apenas se había engendrado.
Como resultaba imposible llamar a Francisca orgullosa, seca o fría, empezó a pensarse que tendría algunas relaciones amorosas secretas, y con gran curiosidad todos esperaban el desenlace, pero fue en vano. Francisca permanecía soltera cuando alcanzó la edad de veinticinco años. Por entonces falleció el caballero y Francisca, su única heredera, tomó posesión del señorío de Narbonne. La duquesa de Aiguillon (ya la hemos conocido al principio de esta narración) creyó necesario, bien fuese para bien o para mal de Francisca, ocuparse de sus relaciones, pues no creía que una muchacha de veinticinco años fuese capaz de aconsejarse sola. Acostumbraba a realizar todo ceremoniosamente, reunió un grupo de damas para pedirles opinión acerca de lo que debería hacer Francisca y, finalmente, llegaron a la conclusión de que, en última instancia, debía casarse.
La duquesa tomó sobre sí la pesada carga de convencer a la joven, enemiga del matrimonio, y se alegró de antemano del triunfo de su convincente elocuencia. Dirigióse a la Chauvelin, y trató de demostrarle en una conversación que le costó no pocos quebraderos de cabeza, que debía ceder a las exigencias de la vida, deponiendo su testarudez, su sequedad, disponiéndose abiertamente, sin desconfianza, al sentimiento del amor, y concediendo su mano a un hombre que fuese digno de ella. Francisca oyó a la duquesa con una sonrisa tranquila, sin interrumpirla ni una sola vez. No poco se extrañó la duquesa cuando Francisca le explicó que era de su misma opinión, pues pensaba que en su estado, la posesión de tan grandes bienes exigía la administración de su herencia, lo que podía conseguirse mediante un matrimonio con un hombre de su misma clase. Habló del matrimonio como de un negocio, y dijo que pronto podría decidirse todo, pues quizá entre sus pretendientes escogería al que le pareciese más razonable y prudente.
—Señorita —exclamó la duquesa—. Señorita, ¿es posible que su carácter comunicativo esté cerrado al bello sentimiento que hace feliz a los mortales? ¿Es que, acaso, no habéis amado nunca?
Francisca aseguró que nunca había estado en ese caso, y desarrolló la teoría de su padre acerca del sentimiento que la naturaleza, irónicamente, como un principio malo, había colocado en el pecho de los humanos, sentimiento que destruía la fuerza originaria del espíritu de los hombres, y que no conducía sino a la degeneración y a toda clase de tonterías ridículas. La duquesa se puso fuera de sí al oír estos horribles principios y comenzó a regañar a Francisca, diciéndole que sus teorías eran perversas y diabólicas, contrarias a la naturaleza verdadera de la mujer, y que podrían destrozar su vida. Finalmente cogió la mano de la señorita y le dijo, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas:
—¡No, querida niña, no, no es posible; te engañas, te quieres mostrar peor de lo que realmente eres; a ti te son ajenos los principios de un hombre terco y rígido, que siempre se mostró contrario a la vida!... Has amado y tratas de luchar de un modo artificioso contra tus propias inclinaciones. ¡No es posible que haya nadie en cuyo corazón, aunque esté revestido de acero, no se hayan clavado las flechas del amor!
Francisca estaba a punto de responder a la duquesa, cuando súbitamente, como un rayo, le acometió un pensamiento. Ruborizándose, y luego palideciendo como una muerta, miró fijamente al suelo, exhaló un profundo suspiro, agitó su pecho y comenzó a decir así:
—Sí, a decir verdad, sí ha habido en mi vida un momento en que me sorprendió un sentimiento como una fuerza poderosa, sentimiento que aprendí a aborrecer y aún aborrezco.
—¡Pobre de ti! —exclamó la duquesa—. ¡Pobre de ti! ¡Pero habla!
—Había ya pasado de los dieciséis años —refirió Francisca—, cuando mi padre, noble señora, me introdujo en vuestro círculo. Hice lo posible para vencer mi timidez y comportarme conforme a mi humor. Todos me consideraron encantadora, aunque hoy yo consideraría que era excesivamente alegre, y pude enorgullecerme de ser la más festejada reina de la sociedad.
—¡Lo erais, lo erais! —interrumpió la duquesa a la señorita.
—Sólo sé —continuó la joven— que todo lo que decía encontraba aplauso en esta sociedad, y que en profundo silencio todas las miradas estaban pendientes de mí, y que yo, avergonzada, cerraba los ojos. Una vez me pareció como si oyese en torno mío que susurraban mi nombre: ¡Francisca! Instintivamente miré a mi alrededor y mis miradas recayeron en un joven que hasta entonces había pasado desapercibido, pero un fuego desconocido brilló en sus ojos, que me traspasó como si fuera un puñal ardiente, y apoderóse de mí un dolor increíble, tuve la sensación de que me desvanecía muriéndome, pero esa muerte era la más dulce delicia del cielo. Incapaz de pronunciar palabra, sólo pude suspirar embargada por una dulce pena. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Creyeron que me había puesto enferma repentinamente, me llevaron a una estancia próxima, me desabrocharon y emplearon los medios usuales para librarme de aquella tremenda situación.
»Presa de una angustia espantosa, sí, casi con desesperación, terminé por asegurar que todo había pasado y que de nuevo me encontraba bien. Deseaba volver a la reunión. Mis ojos le buscaban, le encontraron. ¡No le veo más que a él! Tiemblo cuando pienso que se me puede acercar, aunque el solo pensamiento es el placer más dulce que jamás he experimentado.
»Mi padre debió de notar la excitación, quizá tratase de saber cuál era la causa y rápidamente me sacó de la reunión. Era yo tan joven que no me di cuenta de que se había apoderado de mí el maligno principio destructor, ese principio contra el cual me había prevenido tanto. Sin embargo, sólo la fuerza con que se ejercitó sobre mí fue suficiente para hacerme ver perfectamente qué cierto era lo que había dicho. Libré un duro combate, pero vencí, desapareció la imagen del joven, volví a estar contenta y libre y atrevíme de nuevo a entrar en vuestra sociedad, honorable señora; pero no volví a ver más al temido joven. El destino o, mejor dicho, aquel maligno principio de la vida no sucumbió a mi triunfo: una dura lucha me esperaba. Pocas semanas habían pasado y estaba yo asomada a la ventana y miraba a la calle, a la hora del tardecer.
»De pronto vi al joven aquel, que me miró, me saludó y justamente descabalgó delante de la puerta de mi casa. ¡Pobre de mí, con redoblada fuerza se apoderó de mí aquel poder espantoso! Viene, te busca, este pensamiento, delicioso, desesperante, me roba el sentido. Cuando desperté de mi desmayo, estaba desvestida en mi sofá, mi padre se encontraba a mi lado con un frasquito de nafta en la mano. Preguntóme qué me sucedía, si había pasado algo especial. Había abierto la puerta de mi habitación, luego la había cerrado, como oyese pasos por la escalera y le pareciesen de hombre. Cuando volvió fue grande su sorpresa y su terror cuando me encontró desmayada en el suelo. Yo no quería, no podía decirle nada, pero creí advertir que adivinaba mi secreto; ejerció su cáustica ironía contra la fiebre nerviosa que estuvo a punto de llevarme al sepulcro, atribuyendo los insidiosos desmayos a la funesta fiebre del amor. Se lo agradecí mucho, pues me ayudó a vencer por segunda vez, victoria que me pareció más gloriosa que la primera.
La duquesa la abrazó y la besó y felicitó con todo su corazón a la señorita. Aseguró que ahora todo saldría magníficamente, no dio importancia a las batallas libradas, y le preguntó si llevaba un diario donde apuntase a las personas que asistían a sus reuniones, y si los describía, pues se podría reconocer fácilmente al joven que había despertado el amor de Francisca, con lo cual se lograría la pareja amorosa a la que habían separado los aborrecibles principios de un rígido padre.
Francisca, por el contrario, aseguró que el joven, después de transcurridos diez años, ya sería un hombre, y si realmente no estaba casado y aspiraba a su mano, no se podría casar con él, pues el recuerdo de aquellos fatales instantes trastornaría su vida. La duquesa la llamó tonta, y le dijo que si era ya muy tarde para el reconocimiento, no por eso saldría perjudicada. La señorita dijo que si ya había persistido su sentimiento durante diez años, consideraba imposible un cambio. No se dio mucha prisa para elegir el marido que tanto necesitaba, pues pasaron más de tres años y aún estaba sin casar.
—Es tan rara que puede esperarse de ella lo más raro —dijo la duquesa de Aiguillon, y tenía razón, pues nadie hubiera podido suponer que Francisca concediese su mano al marqués de la Pivardière, como en realidad sucedió.
El marqués de la Pivardière era uno de los pretendientes de Francisca que parecía tener menos posibilidades de lograr su mano. De estatura normal, de aspecto seco, de inteligencia mediana, su puesto en sociedad no era muy brillante. La vida le resultaba indiferente, porque en su juventud la había malgastado, y esta indiferencia, que a veces se convertía en desprecio, muy a menudo era burla cortante. Además pertenecía a esa clase de caracteres indecisos que no hacen nada malo, a menos que les apremie mucho, y nada bueno, a menos que se ponga a mano y no haya que pensarlo demasiado. Francisca creía encontrar un parecido con su padre en los modales y en la conducta del marqués, y esto hacía que se sintiera atraída hacia él.
El marqués, suficientemente listo para darse cuenta por dónde iban las cosas, y tratando de hacerla suya, decidió estudiarla cuidadosamente y grabar en su memoria todo lo que Francisca exteriorizaba acerca del matrimonio, para luego exponerlo como sus propias convicciones. Esta aparente concordancia de opiniones y de gustos hizo que Francisca considerase que el marqués era el único entre todos sus pretendientes cuyo punto de vista acerca de la vida era el acertado, de modo que nunca exigiría nada de ella que no pudiese dar. Incluso la circunstancia de que él no se hubiera mostrado como un amante apasionado, sino frío y seco, decidió la elección de Francisca e hizo que el marqués, acosado por los acreedores, se convirtiera en el dueño del señorío de Narbonne.
Cuanto más motivo había para pensar que la discordia surgiría en su matrimonio, vino a demostrarse lo contrario. El marqués, iluminado por el brillo de su encantadora esposa, era otro. El hielo de su alma pareció haberse derretido. No obstante la resistencia a creerlo hubo que reconocer que el marqués de la Pivardière era un hombre muy agradable, y que la marquesa, fiel a sus principios, era muy feliz en su compañía. El marqués, después de haber vivido unos meses en París, se estableció con su esposa en el señorío de Narbonne, donde ambos llevaban una vida plácida y agradable, aunque hemos de reconocer que entre ellos reinaba una total indiferencia, ya que no se exigían nada el uno al otro. Este estado de cosas no cambió lo más mínimo cuando la marquesa le dio a su esposo una hija.
Habían transcurrido ya varios años, cuando la guerra de 1688 dio lugar a la movilización de los nobles del llamado Arrière-ban108, de forma que el marqués, en virtud del llamamiento al servicio de este Arrière-ban, se veía obligado a pasar temporadas fuera del palacio de Narbonne. Bien pudiera ser que este servicio le resultase molesto, bien pudiera ser que sintiese deseos de evadirse de una vida monótona y que incluso sus relaciones con la marquesa le aburriesen y le desagradasen; lo cierto es que hizo lo posible por encuadrarse en el Ejército y logró entrar en un escuadrón del Regimiento de Dragones de Saint-Hermine, donde permanecía alejado de su casa... A un cuarto de hora del palacio de Narbonne encontrábase la abadía de Miseray, regida por la orden de los agustinos. Uno de estos religiosos administraba a la vez la capilla del palacio de Narbonne y este servicio le obligaba a decir misa todos los domingos en la capilla. Este religioso de alto linaje, era el confesor del señor de Narbonne.
Sucedió, pues, que la marquesa en vez de ir a la iglesia de Jeu, la verdadera iglesia parroquial de Narbonne, acudía a oír misa a la iglesia de la abadía, donde acostumbraba a confesarse. Una mañana, día de fiesta, que la marquesa se hallaba en el jardín, tocaron las campanas de la abadía con un son grave y solemne. La marquesa se sintió sobrecogida por una tristeza que hacía tiempo no sentía. Era como si el pasado volviese a revivir, cual un sueño, y algunas figuras, algunos momentos, insinuasen que la vida se le había escapado de las manos en toda su belleza y plenitud. Un extraño dolor, que apenas ella misma comprendía, oprimió su pecho, y sin saber cómo brotaron lágrimas de sus ojos. Creyó encontrar en la oración alivio a la pena que le desgarraba. Encaminóse a la abadía, y cuando empezó el servicio sagrado, acercóse, como atraída por una fuerza irresistible, al confesionario, que solía ocupar el capellán de la iglesia del palacio de Narbonne.
En el momento en que el sacerdote daba la absolución se echó a temblar al oír su voz, y estuvo a punto de desmayarse al ver a través de la reja del confesionario el semblante del religioso, de una palidez cadavérica, en cuyos ojos secos brillaba un rayo de luz.
—¡No, no es un ser humano, es un espíritu salido de las profundidades que viene a destrozar mi vida! —se dijo la marquesa cuando regresó, exánime, al palacio.
Un miedo terrible la sobrecogió al recordar claramente haber confesado al religioso fantasmagórico que en su primera juventud, aunque inocente, había matado a un joven, luego había sido infiel a su marido, crímenes estos que, en realidad, ni siquiera se le había pasado por la cabeza llevar a cabo. Asimismo, recordaba que al confesar su pecado, el religioso había prorrumpido en un sollozo desgarrador, y al darle la absolución le había dicho que el Cielo le había perdonado ya hacía mucho, pero que por lo que se refería a la infidelidad a su marido, tenía que expiar aún su falta con una fuerte penitencia, y con gran arrepentimiento, no obstante lo cual la ley del mundo podría alcanzarla. Todo el misterioso suceso le pareció como el sueño angustioso y terrible de una demente. Posteriormente dirigióse a la abadía, pues quería saber quién era el confesor que había confesado aquella mañana en vez del capellán. Le informaron que el capellán, enfermo desde hacía dos días, había sido sustituido; y que el religioso que esa mañana la había confesado, también estaría al servicio de la capilla del palacio de Narbonne, y que el próximo domingo diría misa:
—¿Es posible —se dijo la marquesa— que un trastorno accidental, que un ataque de nervios, me haya hecho decir estas tonterías? Mi fantasma toma cuerpo; voy a verlo y me avergonzaré de mis necedades.
Cuando, el domingo por la mañana, el religioso que ejercía el servicio del capellán entrase en la estancia de la marquesa y la saludase con una suave inclinación, diciendo: «¡Alabado sea Jesucristo!», la marquesa, después de mirarle fijamente, se echó a sus pies, gritando fuera de sí:
—¡Ay de mí, tú eres, tú eres el joven que maté en mi primera juventud!
—Calmaos, señora marquesa —dijo el religioso con calma, mientras levantaba a la marquesa y la conducía a un sillón—, os suplico que dominéis vuestro dolor, que... quizá desgarra vuestro pecho, pues el arrepentimiento no puede sustituir lo que está irremediablemente perdido.
—¡No creáis que estoy loca —dijo la marquesa con voz temblorosa—, noble señor! ¡Vuestro pálido semblante, vuestro cabello encanecido, sin embargo, lo sois, sé que sois aquel joven que vi por vez primera en casa de la duquesa de Aiguillon, que despertó en mi pecho aquella deliciosa y ardiente pena, que nunca más volveré a sentir! ¡Ay de mí! ¡Qué me sucede, que al volver a vernos, siento la misma pena que me desgarra! Pero ¡no! Es todo pura imaginación. Locura. No podéis ser aquel joven, ¡no es posible!
—Sí —interrumpió el religioso a la marquesa—, sí soy aquel joven, aquel desgraciado Charost que dejasteis en la mayor desesperación. Os reconocí nada más os acercasteis al confesionario y comprendí que aquella extraña confesión era producto de la locura, y los suspiros que se escaparon involuntariamente de mi pecho, las lágrimas ardientes que derramaban mis ojos, fueron el último tributo que pagué en recuerdo de un dolor terrenal. Hasta hoy he conservado la carta que me escribisteis, que desgarró mi corazón y me causó el dolor más profundo que he sentido; la he roto antes de volver a veros, convencido de que esta última prueba no era necesaria.
—¿Cómo —dijo la marquesa—, cómo? ¿Habláis de una carta que recibisteis?... Nunca os he escrito. Sólo os vi en casa de la duquesa de Aiguillon y luego cesaron los encuentros. ¿Qué secretos son ésos?
—Es posible —repuso el religioso, con sonrisa serena—, es posible que el tiempo transcurrido, más de veinte años, haya apagado ya el recuerdo de aquella enfermedad que me sumió en la desesperación, quizá también el recuerdo de cómo sucedió todo. Yo no había amado nunca; cuando vi por vez primera a la señorita de Chauvelin, sentí que me dominaba totalmente el sentimiento del amor, con toda la fuerza que es capaz de ejercer sobre un joven sensible. Temblando de alegría me di cuenta de la inquietud de la señorita, y vi cómo me dirigía sus miradas con tímido amor, y al mismo tiempo me evitaban. ¡Sí! No había duda, ¡podía pensar que había logrado la mayor felicidad de mi vida!
»El viaje de mi padre, el presidente Charost, a su residencia de Chatillon-sur-Indre me alejaba de París. Pero ¿cómo iba yo a poder vivir lejos de mi amor? Con gran trabajo logré el permiso de mi padre para volver a la ciudad. Hice indagaciones para saber dónde estaba la vivienda de la señorita; mis primeros pasos cuando llegué fueron para encaminarme allí. Vi, entonces, a mi amada asomada a la ventana. ¡Qué delicia, qué placer celestial cuando al verla noté que se escondía como atemorizada! ¡Arriba, arriba, tenía que postrarme a sus pies y declararle mi amor, con toda mi alma! Este pensamiento no me dejó tomar ninguna precaución. Nadie en el umbral; me las arreglé para hallar la estancia de la señorita. Al verme, aquella que pensé que me amaba, gritó con una voz que me sobresaltó mortalmente: ¡Fuera, fuera, desgraciado!, agitando sus manos, dando pruebas del mayor aborrecimiento.
»Oí pasos que se acercaban; y volví a encontrarme en mi propia casa, a la que había regresado mecánicamente. Ésta es la hora en que no puedo decir todavía cómo salí de la casa del caballero Chauvelin, si encontré a alguien, si alguien me habló, o qué sucedió. Ahora, con más calma, creo que padecí un error. Escribí a Francisca, le expuse con todo el ardor posible el sentimiento de mi poderoso amor, el desconsuelo que sentía, y le supliqué con las expresiones más conmovedoras que me dijera qué fatalidad había determinado el profundo aborrecimiento que me demostraba. Al día siguiente recibí la respuesta, la carta aquella que me robó todas las esperanzas. Francisca me rechazaba con burlas despiadadas. Afirmaba que estaba muy lejos de sentir contra mí aborrecimiento, ya que apenas me conocía, y que, como temía a los locos, me rogaba que le ahorrara mi presencia. Como yo estaba entonces como trastornado, el miedo que ella expresó fue lo que yo tomé por odio y aborrecimiento. Cada palabra de la desdichada carta destrozaba mi corazón. Abandoné París y vagué de un lado a otro sin volver a Chatillon. Por fin encontré el reposo, y de ello os dará muestras el hábito que visto.
La marquesa le juró por lo más sagrado que jamás había recibido una carta de Charost, de modo que no había podido contestarla. Aquella carta, con seguridad, debía de haber caído en manos del caballero de Chauvelin, que le había respondido en lugar de su hija. La marquesa, entonces, se vio asaltada por una idea que jamás había pasado por su cabeza. Ocurriósele pensar que su padre, cuyo carácter siempre le había inspirado el mayor respeto y cuya sabiduría siempre le había parecido la única norma de pensar y de obrar, realmente, siempre había sido el mal principio o espíritu que la había engañado, destruyendo una posible y hermosa felicidad.
Su vida entera le pareció una equivocación, y como una fosa oscura y triste en la que se había enterrado sin salvación posible. Un dolor aniquilador traspasó su pecho. Charost comprendió perfectamente a la marquesa y se esforzó en consolarla por medio del consuelo de la religión, que expresó con palabras edificantes. Afirmó que reconocía y alababa la Divina Providencia que había destruido su felicidad terrena, para purificar y limpiar su espíritu y hacerle digno de una relación que en la tierra le proporcionaría una felicidad celestial. La Divina Providencia le había elegido para guiar a aquella que en otro tiempo amó apasionadamente, camino del Cielo.
—¿Qué —le interrumpió la marquesa—, qué queréis decir?
—Siendo vuestro confesor —dijo Charost, con serena dignidad—, yo creo, señora marquesa, o dejadme que os llame Francisca, que lograré vencer el dolor terreno que ahora destroza vuestra vida. Vuestro esposo me concederá gustosamente ocupar el lugar del capellán en vuestro palacio; ya que recordará muy bien a Silvain François Charost, del que fue compañero en su juventud.
Charost tenía razón; confortaba con sus consuelos, alivió el ánimo de la marquesa, así es que pronto hizo su aparición una alegría que jamás había experimentado en su vida. Con frecuencia, siempre que eran necesarios los servicios del capellán, acudía Charost al palacio de Narbonne, y como su vivo espíritu era propicio al contento, sin sobrepasar nunca los límites de la dignidad, muy pronto se convirtió en el alma del pequeño círculo que solía reunirse en el palacio. Este círculo estaba formado principalmente por el caballero Preville con su esposa, un señor de Cangé, la dama Dumée con su hijo y un señor Dupin, todos vecinos de la marquesa.
La marquesa no dejó de escribir a su marido que el capellán del palacio había muerto y que el agustino Charost desempeñaba, entretanto, el servicio religioso, y que decidiese si Charost, que afirmaba haber sido compañero suyo en los tiempos juveniles, continuaba en el puesto. La marquesa siempre trataba de este asunto en todas las cartas que escribía al marqués; por lo regular, todas las cartas que recibía el marqués estaban fechadas, y tenían el lugar de procedencia donde se encontraba el regimiento del conde de Saint-Hermine; ninguna de estas cartas contenía respuesta alguna a la pregunta que ella le había hecho, de modo que ella consideró que el marqués, que sin duda alguna recibía sus cartas y jamás se quejó de que silenciase algo, si no contestaba a esta cuestión era porque prescindía de los asuntos domésticos. Así es que el marqués no escribió ni una palabra acerca de Charost y del puesto de capellán.
La cosa era más diferente de lo que la marquesa creía y hasta pudiese suponer. Vignan, procurador del Parlamento de París, le escribió que un teniente de la policía de Auxerre se había dirigido a él para preguntarle dónde se encontraba el marqués de la Pivardière, pues había permanecido una larga temporada en Auxerre y ahora una joven de allí exigía su presencia, debido a ciertas relaciones.
La marquesa, hasta el momento, no había tenido la menor idea de la estancia de su marido en Auxerre; ninguna de sus cartas estaba fechada en este lugar. Estas circunstancias, así como las relaciones que había sostenido con la joven, inquietaron a la marquesa. Hizo averiguaciones y se enteró de que el marqués desde hacía mucho tiempo había abandonado el servicio y se había retirado a Auxerre. Allí había entablado relaciones amorosas con la hija de una posadera, llamada Pillard, que le había gustado tanto que decidió representar un doble papel, el de marqués de la Pivardière y el de Huissierd Bouchet. Había tomado este nombre y se había alojado en la posada del padre de su amada, a la que prometió casarse, seduciéndola después.
Más tarde, Pillard logró enterarse del verdadero nombre del seductor. El sentimiento de un profundo dolor, la amargura enfermiza que se apoderó de la marquesa cuando el despreciado Charost se le apareció y su padre le expulsó de la habitación, ahora se volvía contra el marqués. Le consideraba como la persona destinada a llevar a cabo lo que su padre había comenzado: es decir, destruir su vida. Olvidó que su propio erróneo juicio le había conducido a sus brazos. La amargura se convirtió en odio cuando la marquesa se convenció de que había sacrificado la felicidad de su existencia a cambio de una vida desdichada. Menos vivamente hubiera sentido la marquesa esta injusticia si Charost no hubiese salido de la oscuridad. ¿Puede una mujer desterrar de su corazón a su primer amor? ¿Puede el amado desfigurarse de forma que no sea siempre el amado?
Hay que hacer saber que en sus relaciones con Charost no había que pensar ni por un solo momento que traspasase los límites de su devoción, y que jamás se le pasó por la cabeza nada indigno, y que no se despertaron en el interior de la marquesa otros anhelos diversos a los que yacían, desde antiguo, en lo más íntimo de su ser, respecto al hombre amado. Pero estos deseos de una felicidad antes no presentida le hicieron ver que era imposible conseguirla, de modo que su desconsuelo por esta pérdida irreparable aumentó su odio contra el marqués. Este odio se manifestaba de la manera más viva a cada instante; afirmaba que estaba muy lejos para ejercer sus derechos contra el corrompido esposo, y que no le podría suceder desgracia mayor que regresara el marqués, y que estaba dispuesta a valerse de cualquier medio para alejarle del palacio de Narbonne.
Charost esforzábase en vano en calmar el ánimo de la marquesa, excitado por el amor y el odio, o por lo menos trataba de templar los ataques violentísimos de su cólera. El marqués de la Pivardière se había alejado secretamente de Auxerre, en parte porque estaba harto de sus relaciones con Pillard, en parte porque le faltaban medios para llevar el tren de vida a que estaba acostumbrado. Veíase perseguido por los acreedores, de modo que consideró necesario regresar al palacio de Narbonne para procurarse dinero. En su viaje, que hacía a caballo, llegó a Bourdieux, un pueblecito a siete horas de distancia del palacio de Narbonne. Estando desayunando en la posada, encontróse un hombre del pueblo de Jeu, llamado Marsau, que conocía al marqués, y se asombró de verle tan cerca de su hogar.
El marqués dijo que al atardecer pensaba sorprender a su esposa. Al oír esto Marsau frunció el semblante de un modo tal que al marqués le chocó, e imaginó algo malo. Marsau, un hombre malvado y perverso, le refirió sin reservas, en respuesta a sus preguntas, que un nuevo capellán, el agustino Francisco Charost, estaba ahora de servicio en el palacio de Narbonne, que diariamente, a la misma hora, confesaba a la marquesa, y que si iba, el marqués sorprendería a la marquesa en plena oración. Al oír el nombre del confesor, el marqués pareció herido por un rayo. Charost nunca pudo suponerse que el de la Pivardière, que simulaba ser su amigo, conocedor de su secreto, que justamente él, aconsejase al caballero de Chauvelin cómo debía aniquilar al que trataba de ser amante de su hija; que el de la Pivardière tratase tanto en pedir la mano de la marquesa, y terminase traicionándola, y siendo el causante de que la desesperación del pobre desgraciado le empujase al claustro, perdida toda esperanza.
El marqués, que había vivido en relaciones criminales, con mayor facilidad creyó en la infamia de la marquesa, cuanto más que sabía qué impresión le había causado en otro tiempo el joven Charost. Sentíase ultrajado por el mismo que le había puesto en peligro de no lograr su objetivo. Dominado por la ira, gritó:
—¡Ah! ¡Yo sabré encontrar a ese cura hipócrita! ¡Mi vida contra la suya!
La casualidad quiso que precisamente cuando el marqués pronunciaba estas palabras, se encontrase allí una doncella del palacio de Narbonne. Esta doncella, de la que se decía ser hija del marqués, había oído, a menudo, que el regreso de su marido sería una gran desgracia, así es que aterrorizada, echó a correr al palacio y refirió a la marquesa lo que había visto y oído. Era justamente el día de la Asunción de la Virgen, la fiesta de la capilla de Narbonne; Charost había celebrado por la mañana misa solemne y por la tarde vísperas, y como aquel pequeño círculo de vecinos, a los que nos hemos referido, estuvieran reunidos en torno a la marquesa, ella pidió al capellán que se quedase. Aunque la noticia había impresionado mucho a la marquesa, tuvo suficiente dominio de sí misma para no decir nada a nadie, y menos dejar adivinar algo al religioso, no obstante estar amenazada su vida.
De aquí que, con todo sigilo, llamase a dos hombres, en cuyo valor y fidelidad confiaba. Uno acudió armado con un fusil, el otro con un sable, y la marquesa los encerró en un gabinete que daba al comedor. Ya estaban sentados a la mesa, y la marquesa esperaba que el marqués no llevase a cabo sus amenazas, pero he aquí que de repente apareció en la sala. Todos se levantaron con demostraciones de alegría por la vuelta del marqués. Principalmente Charost, que no se cansaba de asegurar lo agradecido que le estaba al destino, que le había conducido junto al viejo amigo, al que jamás había olvidado. Sólo la marquesa permaneció en su asiento y no se dignó lanzar una mirada al marqués.
—¡Pero —díjole en voz baja la señora de Preville—, pero, Dios mío, señora marquesa! ¿Es ese el modo de recibir a un marido al que hace tanto tiempo que no se ha visto?
—Yo —dijo el marqués, al tiempo que lanzaba una mirada cáustica al religioso—, yo soy el marido; es verdad, pero me está pareciendo que ya no soy su amigo.
Nada más decir esto, el marqués, silencioso, se sentó a la mesa. Puede suponerse que los amigos, después de este suceso, en vano se esforzaron en alegrar la reunión. Sobre todo Charost parecía muy impresionado, y su semblante enrojecía de modo desacostumbrado en él. Miraba al marqués con miradas extrañas; el marqués hacía como que no lo notaba y bebía y comía apresuradamente. La desazón aumentaba minuto a minuto, de modo que se separaron cuando dieron las once. El señor de Preville invitó al marqués para que comiera con él tres días después, y el marqués aceptó. La marquesa quedó a solas con el marqués, permaneció obstinadamente en un silencio huraño y hostil. El marqués preguntóle, adoptando un tono orgulloso y soberbio, si merecía una acogida tan fría y despectiva.
—¡Vete —repuso la marquesa—, vete a Auxerre, y pregunta a esa ramera con la que vives desde hace tiempo, profanando el honor y la felicidad, por la causa de mi enojo!
El marqués quedó anonadado cuando vio que la marquesa estaba informada de sus relaciones, lo que no hubiera supuesto jamás, y temió que si la marquesa se dejaba llevar de su cólera, pidiese la separación, con lo que perdía la posesión del palacio de Narbonne, única fuente de ingresos. Se esforzó en convencer a la marquesa de que él no había estado nunca en Auxerre y que todo lo que le habían dicho era una horrible y falsa calumnia; entonces ella levantóse de su sitio y gritó, mientras le traspasaba con una mirada espantosa:
—Desgraciado, hipócrita, pronto sabrás de qué es capaz una mujer como yo ante estas infamias.
Después de haber pronunciado estas palabras amenazadoras, se alejó dirigiéndose a la estancia donde dormía su hija de nueve años, y se encerró con ella. El marqués fuese a la habitación donde en otro tiempo dormía con su esposa, dejó que un criado llamado Hybert le desnudase y se acostó en la cama. A la mañana siguiente había desaparecido, sin dejar rastro alguno. Todos los vecinos se quedaron profundamente asombrados ante la incomprensible desaparición del marqués. La marquesa no hizo demostración alguna, y afirmó que le importaba poco de qué modo se había alejado el marqués, y que esperaba no volver a verle en el resto de sus días. Luego se supo que el marqués había dejado su caballo, su capa y sus botas de montar, de forma que era imposible que se hubiera alejado mucho.
La doncella de la marquesa, Margarethe Mercier, se expresó de una manera ambigua acerca de la desaparición del marqués aquella noche; poco a poco fue extendiéndose un sordo rumor de haber acaecido un crimen, y se culpó a la marquesa del asesinato de su esposo. Como Hybert, que había espiado tras de la puerta del comedor, oyese la conversación del marqués con su esposa y escuchase las palabras amenazadoras de la marquesa, fue insinuando al oído de cada cual que el marqués verdaderamente había muerto.
Todos los que habían estado en casa de la marquesa la noche fatal y se habían extrañado de su conducta, no tuvieron inconveniente en reconocer lo que en otro tiempo consideraron una calumnia: que la marquesa sostenía relaciones infames con Charost. Únicamente el señor de Preville y su esposa no podían convencerse de que la marquesa fuese capaz de una acción tan espantosa. Éstos aprovecharon la ocasión de que la pequeña Pivardière, de nueve años, viniese a su casa, como era costumbre, para jugar con la niña del señor de Preville, de su misma edad, para hacer averiguaciones acerca de los extraños sucesos de aquella noche, velados por la más completa oscuridad. Cogiendo aparte a la niña, le preguntaron con precaución si aquella noche en que había desaparecido su padre, no había notado nada raro.
La pequeña contó, sin reserva alguna, que su madre aquella noche la había llevado a una habitación muy alejada y le había ordenado que durmiese allí, lo que nunca había sucedido. Durante la noche se había despertado al oír un ruido muy grande, y había oído una voz quejumbrosa que gritaba:
—¡Dios justo, tened piedad, compadeceos de mí!.
Muerta de miedo había querido salir de la habitación, pero encontró la puerta cerrada. Luego todo volvió a quedar en silencio. Al día siguiente había visto gotas de sangre en el suelo del cuarto donde su padre dormía, y a su propia madre lavar pañuelos ensangrentados. ¿Podía pensarse que una niña inocente no dijese la verdad, e imaginase cosas de este calibre? El señor de Preville hizo que la niña repitiese estas cosas delante de personas dignas de crédito y fuera de toda sospecha, y ambos, él y su esposa, así como en otro tiempo se inclinaron a aseverar la inocencia de la marquesa, ahora se sintieron profundamente disgustados por haber sido engañados de una manera tan indigna.
El real procurador general de Chatillon-sur-Indre, informado de todo esto, acusó a la marquesa de la muerte de su marido. Un juez, llamado Bonnet, fue encargado de hacer las averiguaciones, encaminándose finalmente al pueblo de Jeu, en campaña de un escribiente judicial. La marquesa, a la que no se le ocultaba la amenaza que se cernía sobre ella, emprendió la huida en compañía de la doncella llamada Margarethe Mercier, con lo que confirmó la horrible sospecha que había despertado. Otra doncella de la marquesa, de nombre Catherine Lemoine, manifestó que había estado presente en la muerte de su señor. La habían amordazado, así como a Margarethe Mercier, a la que hallaron en Romorantin, donde la marquesa la había abandonado.
Ambas refirieron, de igual manera, la cruel acción, con toda clase de pormenores, de modo que no quedó duda alguna de la verdad de sus declaraciones. Cuando la marquesa (así decía la declaración) se hubo convencido de que el marqués dormía, hizo lo posible para alejar a todos los de la casa y condujo a su hija a una habitación del piso superior, encerrándola en ella. Al sonar las campanadas de las doce, llamaron a la puerta del palacio. La marquesa ordenó a la Mercier que encendiese la luz y abriese. Así lo hizo y entró el agustino Charost, seguido de dos hombres, uno armado de un fusil y otro con un sable.
—Ya es tiempo —dijo la marquesa a Charost, y todos, sin hacer ruido, se encaminaron a la habitación del marqués.
Uno de los hombres levantó la cortina del lecho. Él se hallaba cubierto hasta la barbilla con la colcha y dormía profundamente. Como el hombre descubriese la colcha, se despertó, poniéndose de pie. En el mismo instante el otro disparó su fusil e hirió al marqués, aunque no mortalmente. Cubierto de sangre, en medio de la estancia, se puso de rodillas y suplicó que le perdonasen la vida.
—¡Terminad! —gritó la marquesa a los hombres.
El marqués, preso de desesperación, dijo:
—Cruel mujer, ¿no te conmueves? Es necesaria mi sangre para calmar tu odio. No me verás más, cedo en todo, pero no me quites la vida.
—¡Acabad con él! —gritó de nuevo la marquesa, mientras sus ojos despedían relámpagos infernales. Los tres, Charost y los dos hombres, se lanzaron sobre el marqués y le dieron varias puñaladas. Cuando al fin le dejaron, agonizaba; entonces, la marquesa arrancó el sable de la mano a uno de los asesinos y golpeó en el pecho al marqués y así dio fin a su lucha con la muerte. Precisamente en aquel instante entró Catherine Lemoine, a la que habían enviado al caserío de la granja, y vio la acción de la marquesa. Quiso gritar de terror, pero la marquesa ordenó a los hombres que la amordazasen; éstos respondieron que no era necesario, pues al primer grito que profiriese la chica, la degollarían. Después de esto, los dos hombres se llevaron el cadáver. Durante su ausencia, la marquesa hizo limpiar cuidadosamente el cuarto, mientras ella misma traía cenizas y transportaban al sótano la cama manchada de sangre y las sábanas.
Dos horas después volvieron los hombres. La marquesa les obsequió, e incluso ella misma comió y bebió con ellos, y luego se fue con Charost. También aquel Hybert, que había divulgado el rumor de que el marqués había sido asesinado, entró en la habitación. Confesó que se había despertado al oír un disparo, lo que le hizo pensar que el marqués había sido asaltado por ladrones. Y por eso había corrido a la habitación. Nada más abrió la puerta, la marquesa le salió al encuentro y le amenazó con matarle en el acto si no se alejaba. Más tarde tuvo que jurar a Charost que mantendría silencio acerca de todo lo que había visto y oído aquella noche. También Hybert fue amordazado, pudo escaparse y no se le volvió a ver. Charost, acusado de haber participado en el cruel asesinato del marqués de la Pivardière, fue encarcelado con aprobación del vicario episcopal.
Apenas le encarcelaron, la marquesa de la Pivardiere salió de su escondite y se entregó a la Justicia. Únicamente una debilidad momentánea —aclaró—, sólo el miedo de ser objeto de algún ultraje, le había llevado no a huir, sino a esconderse en casa de su amiga la marquesa de Auneuil. No creía tener que demostrar su inocencia, pues si consideraban su vida entera y su forma de pensar, era una locura creerla capaz de una acción tan atroz. No tenía nada que temer de las minuciosas investigaciones que se hicieran. Al contrario, esperaba que se deshiciese el tejido de maliciosas calumnias o errores, y se creía libre de culpa, considerando que no era necesaria su presencia. Pero otra cosa era respecto al confesor, el agustino Charost, acusado de cómplice. Ella tenía que compartir la misma suerte de aquél cuyas virtudes eran la mejor defensa contra aquel odioso crimen. En su gloriosa inocencia, gozaría de la satisfacción de su libertad recuperada, así es que no temía más la cárcel.
Charost elevó al cielo su mirada, sonriendo dulcemente, cuando volvieron a acusarle de lo mismo. Sin hacer excesivas protestas de su inocencia, le bastó decir que tenía el convencimiento de que la acusación de que era víctima, era una invención infernal que consideraba como una nueva prueba a que le sometía el Cielo, por lo que la acataba humildemente. No obstante, las declaraciones de las doncellas, que estaban de acuerdo en todos los pormenores del evidente crimen, ambos, la marquesa y Charost, persistieron y porfiaron en su inocencia. Esta firmeza, esta conducta serena y sosegada que demostraron durante los innumerables interrogatorios, sirvió a los jueces sólo para convencerles de que la marquesa y Charost eran los más redomados hipócritas.
Participaban de la misma opinión de los jueces todos los que en otro tiempo habían reverenciado a la marquesa, incluso el pueblo. Como los jueces se encontrasen en el palacio de Narbonne para confiscar todo, irrumpió una turba de gentes que destrozó ventanas, puertas y enseres, dejando el palacio asolado, hecho una ruina. Fueron vanos los esfuerzos para encontrar el cadáver del marqués de la Pivardière, y en este dato se basaban todos los defensores de los acusados para afirmar que todas las declaraciones de los testigos no eran pruebas suficientes en el juicio contra la marquesa y Charost. Esto dio ocasión a que los jueces, que con gran celo proseguían las investigaciones del crimen, hiciesen excavar los alrededores próximos al palacio, a fin de ver si por allí estaba enterrado el cadáver.
A Bonnet también se le había metido en la cabeza que los asesinos habían enterrado el cadáver del marqués en las inmediaciones. Por entonces se extendió un extraño rumor. Incluso se dijo que cuando Bonnet estaba cavando para buscar el cadáver, el marqués en persona se le apareció y con voz espantosa le había llamado, diciéndole que no continuase excavando la tierra, pues el Cielo no le había concedido la gracia del descanso. Luego (añadió) el espíritu del marqués, con palabras horribles, había acusado a la marquesa y a Charost del asesinato. Muerto de terror, Bonnet había escapado...
Es posible que tuviese alguna relación con la aparición del marqués, no sabemos; pero lo cierto es que Bonnet enfermó gravemente y murió poco tiempo después. El tribunal de Chatillon creyó necesario carear a la marquesa con Charost. La marquesa hizo su aparición ante el estrado con la serenidad y la calma que le eran habituales; pero cuando trajeron a Charost, se arrojó a sus pies llorando desesperada y gritó con una voz que desgarraba el corazón:
—¡Padre mío..., padre mío! ¿Por qué me castiga el cielo así, de modo tan espantoso? ¿Existe arriba una bienaventuranza que compense de todas estas penalidades? ¿Vos acusado por mi culpa de un crimen? ¿Y por mi culpa llevado a una muerte infame? ¡No, nunca! Tiene que ocurrir un milagro. Ante el tribunal se abrirá, sobre vos, la gloria del Cielo, y limpio de culpa ascenderéis, mientras el pueblo os adora de rodillas.
—¡Calmaos —dijo Charost, esforzándose en levantar a la marquesa—, calmaos, señora marquesa! ¡Es una dura prueba la que me envía el Cielo! No digáis que muero por vos, ¡no!, pues el mismo destino quizá nos dé la muerte a ambos. ¿Es que, acaso, vos no estáis tan libre de culpa como yo?
—¡No, no —gritó la marquesa con vehemencia—, no, no, yo muero culpable! ¡Oh, padre mío! ¡Tenéis razón, la justicia del mundo caiga sobre la asesina!
El tribunal creyó ver en las palabras de la marquesa una confesión de su crimen, y nuevamente trató de que dijese toda la verdad para evitarse el martirio de las torturas.
Entonces la marquesa repitió de nuevo, recobrando súbitamente su serenidad y su aplomo, que era inocente y que no tenía la menor idea de cómo había desaparecido el marqués. Charost aseguró, asimismo, con frases conmovedoras, que la marquesa era tan libre de culpa como él, y que, si respecto a otra cosa, suponía que existiese una falta, ésta no merecía la censura del mundo. Estas manifestaciones le parecieron al tribunal muy ambiguas y sospechosas. Decidieron emplear la tortura. La marquesa, horrorizada, enmudeció, parecía la imagen de la muerte. Charost dijo que si su debilidad le llevaba a declararse culpable de algún crimen, antes de hacer esta declaración, quería advertir de antemano que era falsa. Iban ya a llevarse a ambos, a la marquesa y a Charost, cuando se oyó un rumor, las puertas de la sala se abrieron y entró el que todos habían creído asesinado, ¡el marqués de la Pivardière!
Después de echar una rápida mirada a la marquesa y a Charost, se acercó al estrado y explicó a los jueces que había creído que lo mejor era que vieran que no estaba muerto, y para eso se presentaba personalmente al tribunal.
Al mismo tiempo, alargó el acta rubricada por el juez de Romorantin, en la que se reconocía por más de doscientas personas que él era el verdadero marqués de Pivardière. Durante la festividad de San Antonio, precisamente a la hora de vísperas, había entrado en la iglesia de Jeu; su aparición había aterrorizado a todos los feligreses que, al reconocer al marqués, que creían muerto, le habían tomado por un fantasma. Los agustinos de Miseray por su parte, lo mismo que las nodrizas reconocen a sus hijos, dijeron que él era verdaderamente el marqués. Éste, a petición de los jueces, refirió con todo pormenor de qué manera se había escapado del palacio. Aquella noche fatal, el marqués no pudo conciliar el sueño debido a la inquietud y la excitación que sentía.
Cuando las campanadas del reloj dieron las doce, oyó que golpeaban las puertas del palacio, y que voces conocidas gritaban:
—¡Señor marqués, señor marqués, venimos a salvaros de un peligro que os amenaza!.
Levantóse y encontró ante la puerta a Francois Marsau, de Jeu, con dos hombres armados, uno de un fusil y el otro de un sable. Marsau dijo al marqués que unos alguaciles venían con la orden de arrestarle y encarcelarle, a causa de la demanda de Pillard por romper la promesa de matrimonio, y que únicamente una rápida fuga podría salvarle.
El marqués, muy excitado por el suceso de la tarde, viose perdido; le atemorizó el castigo severísimo por el intento de su doble matrimonio; viose abandonado, expulsado por la marquesa, y en aquel mismo instante decidió huir. Su caballo estaba tullido; la capa, las botas de montar, sus pistolas, todo podía resultar un impedimento para una fuga rápida. Siguió a pie a Marsau y a los dos hombres, que prometieron defenderle de cualquier ataque. Felizmente llegó a Jeu en completa seguridad; aunque antes de salir de palacio, estando en la habitación, mientras el marqués recogía lo indispensable, se le disparó el fusil a uno de los hombres; el marqués oyó pasos que se acercaban y la puerta de su habitación se abrió. El marqués la cerró precipitadamente y salió huyendo.
El palacio quedó en silencio. El marqués caminó incansablemente por la región sin encontrar un cobijo seguro. En uno de sus recorridos llegó a Flavigny y allí se enteró de que la marquesa y Charost habían sido acusados de haberle dado muerte. Impresionado por esta noticia, decidió regresar a su casa haciendo caso omiso del peligro, para combatir la odiosa acusación. También esperaba que al salvar a la marquesa de la infamia y de la muerte, sus relaciones mejorarían. No lejos del palacio de Narbonne encontróse a Bonnet, que estaba cavando para encontrar el cadáver del marqués. El marqués le llamó y le dijo que no buscase en la tierra lo que andaba por el suelo, y le pidió que firmase un acta dando fe de su existencia. En vez de hacer esto, Bonnet subió a su caballo y salió huyendo a toda velocidad. El escribiente del tribunal siguió su ejemplo y sólo los dos campesinos de Narbonne que iban con Bonnet para excavar resistieron la prueba y reconocieron a su señor. Cuando el marqués vio, lleno de espanto y terror, que el palacio de Narbonne era una ruina se encaminó a Jeu, pidió a Romarantin el acta de su reconocimiento y se fue a Chatillon para presentarse ante el tribunal.
Era de esperar que el regreso del marqués pusiera un punto final a las acusaciones contra la marquesa y su confesor, pero no fue ése el caso, y no podía serlo. Añádase a esto que las declaraciones de ambas muchachas eran de peso, y, sobre todo, la conducta de la marquesa era muy extraña. Sin sorprenderse, sin asombrarse, observaba al presunto marqués con una mirada penetrante, y con una sonrisa sarcástica dejaba adivinar todo lo que pasaba por su mente. Hacía pensar que conocía de antemano a la persona que representaba ser el marqués de la Pivardière, y que estaba tan excitada como la figura que en todo su aspecto, habla y modales era semejante al marqués. De modo diferente se comportó Charost, que al ver al presunto marqués comenzó a rezar elevando los ojos al Cielo, con las manos cruzadas.
El tribunal hizo que encarcelasen a la marquesa y a Charost y por medio de minuciosas y precisas diligencias trató de averiguar algo sobre el presunto marqués de la Pivardière, no obstante lo que afirmaba el acta del juez de Romorantin. Todavía estaba vivo el recuerdo de un impostor que, valiéndose de su semejanza con un tal Martin Guerre, se hizo pasar por éste, y tres años después engañó a toda la ciudad, e incluso a la propia mujer y a los niños de Guerre, hasta que éste regresó y reveló el engaño, que el criminal pagó con la muerte. El tribunal hizo comparecer al presunto marqués ante las dos doncellas encarceladas, la Mercier y la Lemoine, y ambas estuvieron de acuerdo en afirmar que aquella persona no era el verdadero marqués de la Pivardière, aunque tenía un gran parecido. ¡Nuevos motivos de sospecha contra la marquesa y Charost!
Sería muy cansado enumerar todas las medidas que adoptó el tribunal para investigar si en realidad era el marqués de la Pivardière la persona que había aparecido. Baste mencionar que se hicieron las oportunas diligencias en Valence. Allí vivían, en un monasterio de monjas ursulinas, dos hermanas del marqués y también la abadesa del monasterio le había conocido desde la más temprana juventud. Estas tres personas no tuvieron la menor duda de que él era el marqués en persona, después de que pasaron juntos tres semanas, y él contó los más menudos pormenores de su juventud. Añádase la certeza de que era exactamente igual la letra del presunto marqués, con todas sus peculiaridades, que conocían sólo sus amigos más íntimos, y los testimonios de peso que dieron más de trescientas personas.
Era más que suficiente. En consecuencia, y según todas las reglas del Derecho, el tribunal decidió que la confrontación de la persona del marqués estaba perfectamente hecha. La marquesa y Charost no habían sido acusados de la muerte de cualquier persona, sino del asesinato del marqués de la Pivardière; por lo tanto, si se demostraba que el marqués vivía, aquella acusación era falsa. Si eran ciertos estos decisivos argumentos, el tribunal declaraba en libertad a las personas acusadas. Pero si las acusaciones eran falsas, las personas que habían declarado, deberían ser juzgadas como falsos testigos. Esto motivó un juicio contra Catherine Lemoine y Margarethe Mercier.
¡Les acusaba de malicia y crueldad, y, sin embargo, eran inocentes! La Mercier se despertó aquella noche al oír los golpes dados en la puerta del palacio. Se levantó, despertó a la Lemoine y ambas vieron por la ventana cómo tres personas penetraban por la puerta del palacio, una de ellas con un fusil y otra con un sable. Pudieron ver todo esto gracias a la luz que alumbraba al abrirse la puerta. Luego oyeron ruido en la estancia del marqués, una voz quejumbrosa y luego un disparo; después todo quedó en silencio. Atreviéronse a salir y se encontraron a Hybert que estaba muy excitado, fuera de sí, y que las empujó a su habitación para que no las matasen. A la mañana siguiente Hybert les confesó que al oír el disparo, había corrido a la habitación del marqués, intentando entrar en ella. Le habían empujado, cerrando la puerta de golpe. Tuvo tiempo de ver en el cuarto a la marquesa y a Charost, y vio cómo el marqués estaba en el suelo nadando en sangre.
Era cierto que habían asesinado al marqués, y aquellos dos hombres preparábanse para llevarse el cadáver. Si decían una sola sílaba, todos estarían en gran peligro, pues les considerarían cómplices del asesinato. La Lemoine había visto cómo la marquesa aquella tarde había hablado con dos hombres armados; recordaron el odio que exteriorizó la marquesa contra el marqués, y luego, de pronto, la inexplicable desaparición del marqués; era, por tanto, natural lo que Hybert pretendía haber visto, por lo que los tres estaban firmemente convencidos de que la marquesa y Charost habían asesinado al marqués y hecho desaparecer el cadáver. Sólo aquél, que aparecía vivo, como un perfecto actor, era capaz de anular el efecto de la acción espantosa a gentes como Hybert, la Lemoine y la Mercier; de aquí provenían las ambiguas y sospechosas declaraciones que dieron lugar a los rumores en contra de la marquesa y de Charost, y motivaron las acusaciones.
Bonnet era apasionado en grado sumo (lo que no debe ser nunca ningún juez). Estaba lleno de prejuicios, predispuesto en contra y, por añadidura, estaba enemistado con la familia del agustino Charost. Bonnet partía del convencimiento de que la marquesa tenía relaciones amorosas con Charost; él creía que como llegase el marqués inesperadamente, y su comportamiento hubiese atizado con más ardor el odio de la marquesa, ésta decidió valerse de todos los medios posibles para asesinar al marqués, lo que se llevó a efecto. Era imposible que esta acción se llevase a cabo sin conocimiento y participación de los criados; todos ellos tenían que estar al corriente del hecho.
Bonnet no había tenido empacho en amenazar a la Mercier y a la Lemoine con la muerte si no confesaban todo, y les preguntó lo que quiso. El método suyo era así muy cómodo.
—¿No viste tú misma —preguntaba, por ejemplo, Bonnet—, no has visto tú misma cómo Charost se abalanzó sobre el marqués?
—No, señor —respondía la interpelada—, no lo vi.
—¡Confiesa —bramaba Bonnet—, o te cuelgo en el acto!
—¡Sí, sí —decía la pobre chica, dominada por el miedo—, Charost se abalanzó sobre el marqués!
Muchas personas que habían hablado en la prisión con la Lemoine y la Mercier comentaban que ambas doncellas se quejaban del proceder de Bonnet y deseaban ser interrogadas por otro juez para poder decir la verdad: que únicamente sospechaban haberse cometido el asesinato. La que tuvo más fuerza fue la declaración de Bertin, el escribiente, cuando confesó que Bonnet se conducía del modo que decían las doncellas, y que, en cierta ocasión, como la Mercier no quisiera confesar algo que se le había metido en la cabeza sacó un cuchillo del bolsillo y le amenazó con cortarle los dedos si no lo hacía. ¡Aún más!... Los carceleros y las carceleras de la prisión donde estaban las doncellas debían repetir continuamente, siguiendo órdenes de Bonnet, que serían colgadas si se retractaban de algo de lo que hubieran dicho. Esto motivó que no se hubieran atrevido a reconocer al marqués cuando regresó.
También fue muy curioso que la pequeña Pivardière, que reconoció en el acto a su padre, asegurase que no sabía cómo había podido decir todas aquellas cosas al señor de Preville cuando la interrogó. Le preguntaron de un modo tan tremendo que le había dado miedo, aunque en realidad era cierto que aquella noche había dormido en otra habitación. Todo París, donde no se habló más que del crimen de la marquesa, festejó ahora su triunfo, y justamente aquellos que la habían condenado más despiadadamente, sin pensar en la más remota posibilidad de su inocencia, se volcaron en elogios. El conde de Saint-Hermine, que había llorado al marqués de la Pivardière como hombre valeroso y honrado, ahora que vivía le acusaba de ser un tunante que no se libraría del castigo de la Justicia. La activa duquesa de Aiguillon encargóse de ser portadora de las felicitaciones del mundo elegante parisino, y de invitarla de nuevo al círculo donde tanto brilló antaño. Encontró a la marquesa sumida en profunda aflicción y con la calma indiferente de que da muestras una total renuncia.
—¿Qué decís? —exclamó la duquesa sorprendida, cuando la marquesa afirmó que no moriría inocente, hasta que expiase su crimen con la muerte.
—Yo no creo —respondió la marquesa, y en sus ojos relampagueó un fuego intenso—, yo no creo, señora duquesa, que podáis comprender un crimen, si no va contra las leyes humanas. ¡Ay, yo le amo..., le amo aún, lo mismo que cuando se me apareció, como un mensajero del Cielo para reconciliarme con la Divina Providencia! ¡Este amor, sólo este amor, es mi crimen!
Muchos, muchísimos no entendieron a la marquesa. Tampoco la entendió la duquesa, así es que no quedaron poco sorprendidos los parisinos al tener noticia de que la marquesa, lejos de entrar en el bullicio mundanal, pensaba retirarse el resto de sus días a un convento. La marquesa realmente tomó esta decisión, sin hacer el menor esfuerzo para volver a ver al marqués. Tampoco Charost volvió a verla, y, aureolado por el esplendor de su inocencia y devoción, regresó a la abadía de Miseray. El marqués de la Pivardière entró de nuevo en el ejército y, poco tiempo después, en una refriega contra unos contrabandistas, halló la muerte.
E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: La marquesa de la Pivardiere (Die Marquise de la Pivardiere), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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