«El joven Goodman Brown»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
El joven Goodman Brown (Young Goodman Brown) es un relato de terror del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de abril de 1835 de la revista New England Magazine, y luego reedirado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse).
El joven Goodman Brown, probablemente uno de los mejores cuentos de Nathaniel Hawthorne, nos sitúa en Nueva Inglaterra, más precisamente en el pueblo de Salem, tiempo después de la infame caza de brujas que se produjo en aquella región.
El protagonista del cuento, llamado Goodman Brown, efecúa un viaje hacia lo más profundo del bosque, acompañado por un lúgubre caballero, donde finalmente descubrirá que los viejos cultos ancestrales, como el baile de las brujas y los rituales satánicos, continúan vigentes en la silueta de los hombres de fe.
Podemos pensar que El joven Goodman Brown es un relato expiatorio, una purga literaria, respecto de las atrocidades cometidas contra las supuestas brujas en Nueva Inglaterra. De hecho, el propio bisabuelo del autor, John Hathorne, ocupó un rol preponderante como inquisidor en los juicios contra las brujas de Salem.
Esta anécdota familiar perturbó notablemente a Nathaniel Hawthorne, quien se avergonzaba de los crímenes cometidos por sus ancestros, a tal punto que cambió su apellido de Hathorne a Hawthorne. Sin embargo, no ocultó esos horrores de su obra; y no resulta del todo inverosímil que este notable cuento, El joven Goodman Brown, sea, además de una alegoría sobre el descubrimiento del mal, un viaje en retrospectiva hacia los viejos pecados familiares.
El joven Goodman Brown.
Young Goodman Brown; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Al anochecer, el joven Goodman Brown salió a la calle del pueblo de Salem. Al cruzar el umbral, volvió la cabeza besar a su joven esposa. Y Faith, nombre que le resultaba muy adecuado, asomó su hermosa cabeza a la calle dejando que el viento jugueteara con las cintas rosas de su gorra mientras hablaba con Goodman Brown.
—Querido —susurró acercando los labios a su oído—: te ruego que dejes tu viaje para la mañana y duermas esta noche en casa. Una mujer sola es acosada por sueños y pensamientos que a veces le dan miedo. De todas las noches del año, esposo mío, te ruego que te quedes conmigo precisamente ésta.
—Mi amor y mi Fe —contestó el joven Goodman Brown—. De todas las noches del año, ésta es la que debo pasar lejos. Mi viaje debe hacerse entre este momento y el amanecer. Pero mi dulce y bella esposa, ¿es que dudas ya de mí, cuando sólo llevamos tres meses casados?
—¡Que Dios te bendiga entonces! —dijo Faith moviendo las cintas rosas—. Y que lo encuentres todo bien cuando regreses.
—¡Así sea! —gritó el joven Goodman Brown—. Reza, querida Faith, y acuéstate al anochecer, así ningún daño te sucederá.
Se despidieron, y el joven siguió su camino hasta que, cuando estaba por de girar la esquina junto al templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Faith que seguía observándole con un aire melancólico, a pesar de sus cintas rosadas.
—¡Mi pobre y pequeña Faith! —susurró, pues tenía el corazón afligido—. ¡Soy un perverso al dejarla! Y hablaba de sueños. Me parece que cuando lo hacía su rostro estaba turbado, como si un sueño le hubiera advertido del trabajo que hay que hacer esta noche. Pero no, no: pensar en ello la mataría. Es un ángel sobre la tierra, y tras esta única noche me mantendré aferrado a sus faldas y la seguiré hasta el cielo.
Con tan excelente resolución para el futuro, Goodman Brown se sintió justificado para apresurar su propósito maligno. Había tomado un camino que oscurecían los árboles más tristes del bosque, y que al apartarse de la carretera principal se convertía en un estrecho sendero. Todo era realmente solitario; y en tal soledad es peculiar que el viajero no sepa quién puede ocultarse en los innumerables troncos o las gruesas ramas que hay sobre la cabeza, de manera que con sus pasos solitarios puede estar pasando entre una multitud invisible.
—Podría haber un indio diabólico detrás de cada árbol —dijo el joven Goodman Brown para sí, y miró con temor hacia atrás al tiempo que añadía—: ¡El propio diablo podría estar a un codo de mí!
Mirando hacia atrás, recorrió una curva del camino, y al volver a mirar hacia adelante vio la figura de un hombre con atuendo grave y decente sentado al pie de un viejo árbol. Se levantó al acercarse Goodman Brown y empezó a caminar al lado de éste.
—Llegas tarde, Goodman Brown —le dijo—. El reloj del Old South estaba sonando cuando llegué desde Boston, y de eso hace ya más de quince minutos.
—Faith me entretuvo un rato —contestó el joven, asustado por la aparición repentina de su compañero, aunque no fuese inesperada.
En el bosque había ya una oscuridad profunda, que era todavía mayor por la zona que ambos estaban recorriendo. Por lo que podía discernirse, el segundo viajero tendría unos cincuenta años, aparentemente de la misma posición en la vida que el joven Goodman Brown, y se le asemejaba considerablemente, aunque quizás más en la expresión que en los rasgos. Aun así, podrían haberlos tomado por padre e hijo. Y sin embargo, aunque el mayor iba vestido tan simplemente como el joven, y era de maneras igualmente simples, tenía ese aire indescriptible de alguien que conoce el mundo, y que no se sentiría avergonzado en la mesa del gobernador ni en la corte del rey Guillermo. Pero lo único que en él podía considerarse notable era su bastón, semejante a una gran serpiente negra y tan curiosamente trabajado que casi se le veía dar vueltas y retorcerse como una serpiente viva. Evidentemente aquello era una ilusión ocular ayudada por la luz incierta.
—Venga, Goodman Brown —le gritó el compañero—. Llevamos un paso muy apagado para el principio de un viaje. Si tan pronto te has cansado, toma mi bastón.
—Amigo, si he convenido encontrarme contigo aquí, ahora prefiero regresar por donde vine —contestó el otro cambiando su paso—. Tengo escrúpulos de tocar el asunto que tú sabes.
—¿Eso opinas? —contestó el de la serpiente—. Sigamos caminando, y razonemos mientras tanto; si yo te convenzo no volverás. Sólo nos queda un poco de camino por el bosque.
—¡Es demasiado lejos! ¡Demasiado! —exclamó el buen hombre reanudando la caminata—. Mi padre nunca habría entrado en el bosque con tal recado, ni su padre antes de él. Hemos sido una raza de hombres honestos y buenos cristianos desde los tiempos de los mártires; y seré el primero con el nombre de Brown que tomó nunca este camino y siguió...
—En tal compañía, dirías —observó el de más edad—. ¡Bien dicho, joven Goodman Brown! He conocido a tu familia como una más entre los puritanos; y eso no es decir poco. Ayudé a tu abuelo cuando azotó a la mujer cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que durante la guerra del rey Felipe llevé a tu padre un nudo de pino de tea, cocido de mi propio hogar, para que prendiera fuego a un pueblo indio. Ambos fueron buenos amigos míos; y hemos dado muchos paseos agradables por este camino, regresando alegremente tras la medianoche, y sólo por ellos de buena gana sería amigo tuyo.
—Si es como tú dices, me maravilla que nunca hablaran de esos asuntos —contestó Goodman Brown—. O en realidad no me maravilla, sabiendo que el menor rumor les habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración, y de buenas obras además, y no permitimos esas maldades.
—Sean o no maldades, tengo aquí en Nueva Inglaterra muchos conocidos —contestó el viajero del bastón retorcido—. Los diáconos de muchas iglesias han bebido conmigo el vino de la comunión; hombres selectos de diversas ciudades me nombraron su presidente; y una gran mayoría del Gran Tribunal y del Tribunal General apoyan firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... aunque eso son secretos de Estado.
—¿Es posible que sea así? —gritó el joven Goodman Brown mirando con asombro a su impasible compañero—. Sin embargo, nada tengo que ver con el Gobernador y el Consejo; ellos tienen sus modos, que no son normales para un simple esposo como yo. Y si siguiera adelante contigo, ¿cómo iba a aguantar la mirada de ese buen anciano, nuestro ministro, en el pueblo de Salem? Ay, su voz me haría temblar tanto en el día del Sabbat como en el del sermón.
Hasta ese momento el viajero de más edad le había escuchado con la debida gravedad; pero entonces tuvo un ataque de risa irreprimible que le hizo agitarse con tanta violencia que su bastón, semejante a una serpiente, realmente parecía sacudirse con simpatía.
—¡Ja, ja, ja! —reía una y otra vez, hasta que recobró la compostura—. Bueno, sigamos, Goodman Brown, sigamos; pero te ruego que no me mates de risa.
—Pues bien, terminemos el asunto —contestó Goodman Brown sintiéndose molesto—. Piensa en mi esposa, Faith. Rompería su corazón, tan querido para mí; y entonces estaría rompiendo el mío.
—No, si ése fuera el caso, deberías seguir tu camino Goodman Brown —respondió el otro—. Pero no creo que veinte ancianas como la que va cojeando delante de nosotros hicieran a Faith daño alguno.
Mientras hablaba señaló con el bastón a una figura femenina que estaba en el camino y en la que el joven Goodman Brown reconoció a una dama muy piadosa y ejemplar que de joven le había enseñado el Catecismo, y seguía siendo su consejera moral y espiritual junto con el ministro y el diácono Gookin.
—Realmente me maravilla que Goody Cloyse esté en este bosque profundo a la caída de la noche —respondió—. Pero con tu permiso, amigo mío, tomaré un atajo por el bosque hasta que dejemos atrás a esa cristiana. Como no te conoce, puede preguntarse a quién acompañaba y adónde iba.
—Sea así —respondió el compañero—. Acorta por el bosque que yo seguiré por el camino.
El joven se desvió, pero observó a su compañero que avanzaba tranquilamente por el camino hasta que estuvo a la distancia de un bastón de la vieja dama. Entretanto ella avanzaba lo mejor que podía, con una velocidad singular para una dama de tanta edad, y murmurando entretanto unas palabras que no le llegaban con claridad, sin duda una oración. El viajero extendió el bastón y tocó el cuello arrugado de ella con lo que parecía ser la cola de la serpiente.
—¡El diablo! —gritó la piadosa anciana.
—¿Es que Goody Cloyse no conoce a su viejo amigo? —preguntó el viajero poniéndose delante de ella e inclinándose sobre su agitado bastón.
—Ah, ¿verdaderamente es su señoría? —exclamó la buena dama—. Sí, por, cierto que lo es, y con la misma imagen del viejo chismoso de Goodman Brown, el abuelo de ese estúpido. Pero, ¿podrá creerlo su señoría?, mi escoba ha desaparecido extrañamente; sospecho que robada por esa bruja a la que todavía no han ahorcado, Goody Cory, y eso que la tenía ya toda untada conjugo de apio silvestre, cincoenrama y acónito.
—Mezclado con buen trigo y la grasa de un niño recién nacido —añadió la forma del viejo Goodman Brown.
—Ah, su señoría conoce la receta —exclamó la anciana—. Si es lo que yo estaba diciendo, todo dispuesto para la reunión, y sin ningún caballo que montar, decidí venir a pie; pues me han dicho que esta noche toma la comunión una agradable joven. Pero ahora su señoría me prestará el brazo y llegaremos allí en un momento.
—Difícilmente podrá ser eso —respondió su amigo—. No puedo prestarle mi brazo, Goody Cloyse; pero si quiere, aquí está mi bastón.
Nada más decir eso, lo arrojó a los pies de ella, donde quizás asumió vida porque era uno de los bastones que su propietario había dado anteriormente a los magos de Egipto. Aunque Goodman Brown no podía tener conocimiento alguno de ese hecho.
Alzó la mirada asombrado, y al volver a bajarla ya no vio ni a Goody Cloyse ni al bastón en forma de serpiente, sino sólo a su compañero de viaje que le aguardaba con tanta tranquilidad como si no hubiera sucedido nada.
—Esa anciana me enseñó el Catecismo —dijo el joven; y ese comentario simple estaba repleto de significado.
Siguieron caminando mientras el mayor exhortaba a su compañero a que mantuviera una buena velocidad, hablando tan adecuadamente que sus argumentos más parecían brotar en el pecho de quien le oía que ser sugeridos por él mismo. Mientras avanzaban tomó una rama de arce, que le sirviera de bastón de paseo y empezó a quitarle las hojas y ramitas, que estaban humedecidas por el rocío de la noche. En el momento en que sus dedos las tocaban, se marchitaban y secaban extrañamente, como si llevaran una semana al sol. Así fue avanzando la pareja, a muy buen paso, hasta que de pronto, en un oscuro ensanche del camino, Goodman Brown se sentó sobre el tocón de un árbol negándose a ir más lejos.
—Amigo mío, estoy decidido —dijo tenazmente—. Ni un paso más daré por este motivo. ¿Qué me importa si una perversa anciana prefiere ir hacia el diablo cuando yo pensaba que se dirigía al cielo? ¿Es eso un motivo por el que debiera, abandonar a mi querida Faith y seguir a la otra?
—Más tarde pensarás mejor en eso —dijo con toda tranquilidad su compañero—. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando creas que puedes ponerte otra vez en movimiento, mi bastón te ayudará a seguir.
Sin decir nada más, arrojó a su compañero el bastón de arce y rápidamente desapareció de su vista como si se hubiera desvanecido. El joven permaneció sentado al lado del camino, animándose y pensando con qué conciencia tan clara se encontraría con el ministro en su paseo matinal, y que no habría de apartarse de la vista del buen diácono Gookin. Y qué tranquilo sería su sueño esa misma noche, pues no habría de pasarla de forma perversa, sino pura y dulcemente en los brazos de Faith. Entre esas meditaciones dignas de alabanza, Goodman Brown oyó cascos de caballos por el camino, y le pareció aconsejable ocultarse en la linde del bosque consciente del propósito culpable que le había conducido hasta allí, y del que ahora, felizmente, se había apartado.
Le llegaron entonces con claridad el ruido de los cascos y las voces de los jinetes, dos voces ancianas y graves que conversaban discretamente mientras se aproximaban. Esos sonidos pasaron a pocos metros de donde se hallaba escondido; pero debido a la profundidad de la oscuridad no pudo ver ni a los viajeros ni sus corceles. Aunque las figuras rozaban las ramas pequeñas que había al borde del camino. Goodman Brown a veces se agachaba y otras se ponía de puntillas, apartando las ramas y metiendo la cabeza tanto como se atrevía sin discernir más que una sombra. Lo que más le irritó de aquello es que habría jurado, de ser posible tal cosa, que había reconocido las voces del ministro y del diácono Gookin, trotando tranquilamente tal como solían hacer cuando acudían a alguna ordenación o un consejo eclesiástico. Y cuando estaban todavía a una distancia desde la que podía oírlos, uno de los jinetes se detuvo para coger una vara.
—De entre las dos cosas, reverendo señor, preferiría perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche —dijo la voz que se asemejaba a la del diácono—. Me han dicho que va a estar parte de nuestra comunidad, desde Falmouth y más allá, y vendrán otros de Connecticut y Rhode Island, además de varios curanderos indios, quienes a su manera saben de lo diablesco casi tanto como el mejor de nosotros. Además va a recibir la comunión una buena y joven mujer.
—¡Por las Potestades, diácono Gookin! —contestó el otro con el tono solemne del ministro—. Apresurémonos o llegaremos tarde, y ya sabe que nada puede hacerse hasta que yo esté allí.
Volvió a escuchar los cascos; y las voces, que de manera tan extraña hablaban en el aire vacío, se perdieron en un bosque en el que nunca había habido iglesia alguna ni había rezado un cristiano solitario. ¿Adónde, entonces, podían acudir esos hombres santos en la profundidad del bosque pagano? El joven Goodman Brown tuvo que apoyarse en un árbol, pues estaba a punto de caer al suelo desmayado y cargado con la pesadez de su corazón. Miró hacia arriba, al cielo, dudando de que realmente existiera un cielo encima de él. Pero allí estaba el arco azul en el que brillaban las estrellas.
—¡Con el cielo arriba, y Faith debajo, me mantendré firme contra el diablo! —gritó Goodman Brown.
Mientras seguía mirando hacia arriba, al arco profundo del firmamento, y elevando las manos para rezar, una nube cruzó presurosamente el cenit, aunque no había ningún viento que la moviera, y ocultó las estrellas brillantes. El cielo azul seguía siendo visible, salvo directamente encima de su cabeza, donde aquella masa de nubes negras se dirigía velozmente hacia el norte. Y arriba, en el aire, como si surgiera de la profundidad de la nube, brotó un sonido de voces confuso y dudoso.
Hubo un momento en el que le pareció que podía distinguir el acento de conciudadanos suyos, hombres y mujeres, tanto de seres piadosos como faltos de religión, con muchos de los cuales se había encontrado en la mesa de la comunión, y a los otros los había visto alborotando en la taberna. Pero al momento siguiente, tan inciertos eran los sonidos, dudó de si no habría oído más que el murmullo del viejo bosque que susurraba sin que hubiera viento. Volvió entonces a escuchar con más fuerza esos tonos familiares, que a diario escuchaba en Salem bajo la luz del sol, pero que hasta entonces no había oído nunca saliendo de una nube durante la noche. Luego escuchó la voz de una mujer joven que se lamentaba, y que con una vaga pena pedía un favor que quizás le afligiera obtener; y toda la multitud invisible, juntos los santos y los pecadores, parecía estimularla a que siguiera adelante.
—¡Faith! —gritó Goodman Brown con dolor y desesperación; y los ecos del bosque se burlaron de él gritando ¡Faith! ¡Faith!, como si unos seres infelices y confusos la buscaran por el bosque.
Todavía estaba traspasando la noche el grito de pena, rabia y terror cuando el infeliz esposo retenía el aliento esperando una respuesta. Hubo un grito que fue ahogado por un murmullo de voces más altas que acabaron convirtiéndose en una risa lejana mientras desaparecía la nube oscura dejando el cielo claro y silencioso por encima de Goodman Brown. Pero algo aleteaba ligeramente por el aire y se posó en la rama de un árbol. El joven lo cogió y contempló una cinta rosa.
—¡Mi Faith ha desaparecido! —gritó tras un momento de estupefacción—. Nada bueno queda en la tierra; y el pecado no es sino un nombre. Ven, diablo; pues a ti se te ha dado este mundo.
Enloquecido por la desesperación, de la que tanto y con tanta fuerza se había reído, el joven Goodman Brown recogió el bastón y se puso en marcha de nuevo a tanta velocidad que más parecía volar por el bosque que caminar por él. El a camino fue haciéndose más salvaje, con menos huellas, y al final desapareció dejándole en el corazón de una oscura espesura, mientras avanzaba todavía con el instinto que guía a los mortales hacia el mal. El bosque entero se pobló de sonidos: el crujido de los árboles, el aullido de los animales y el grito de los indios; a veces el viento sonaba como la campana de una iglesia distante, y a veces producía un estruendo mayor alrededor del viajero, como si la Naturaleza entera se estuviera riendo y burlando de él. Pero él mismo era el horror principal de la escena y no se acobardó ante los otros horrores.
—¡Ja, ja, ja! —rió con fuerza Goodman Brown cuando el viento se rió de él—. Veamos quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus diabluras. Ven, bruja, ven, brujo, ven, curandero indio, ven el propio diablo, aquí tenéis a Goodman Brown. Podéis tenerle tanto miedo como él a vosotros.
En realidad en todo aquel bosque hechizado no había nada más temible que la figura de Goodman Brown. Seguía volando por entre los pinos negros, blandiendo su bastón con gestos frenéticos, lanzando a veces una blasfemia inspirada y horrible, y otras veces riendo con tal fuerza que los ecos del bosque le devolvían la risa como si estuviera rodeado de demonios. En su propia forma, el diablo resulta menos espantoso que cuando brama en el pecho de un hombre.
Así prosiguió su veloz carrera hasta que vio delante de él, estremeciéndose entre los árboles, una luz roja, como si se hubieran prendido fuego los troncos caídos y las ramas en un claro, y justo en la medianoche levantaba hacia el cielo su misterioso resplandor. Se detuvo, en una calma de la tempestad que le había impulsado hacia adelante, y escuchó el crescendo de lo que le parecía un himno que se elevaba solemnemente desde la distancia con el peso de muchas voces. Conocía la melodía; era habitual en el coro del templo del pueblo. Los versos se apagaron y se alargaron con un coro que no era de voces humanas, sino que estaba formado por todos los sonidos de la oscura soledad, que sonaban juntos en una horrible armonía. Goodman Brown gritó, pero su grito se perdió en sus propios oídos por sonar al unísono con el grito de lo deshabitado.
En un intervalo de silencio, avanzó hasta que la luz brilló plenamente. En un extremo de un espacio abierto, cercada por la oscura muralla del bosque, se levantaba una piedra que tenía una semejanza tosca y natural con un altar o un púlpito, y estaba rodeada por cuatro pinos encendidos, con las copas ardiendo y los troncos sin tocar, como velas en un servicio nocturno. El follaje que había crecido en la parte superior de la roca estaba ardiendo, lanzando sus llamas hacia la noche e iluminando bien toda la zona. Ardía cada rama colgante, cada guirnalda de hojas. Conforme la luz roja crecía y menguaba, una numerosa congregación alternativamente brillaba para desaparecer luego en la sombra, y volver a surgir, por así decirlo, de la oscuridad, poblando enseguida el corazón de los bosques solitarios.
—Una compañía grave y vestida de oscuridad —citó Goodman Brown.
Y en verdad así era. Entre ellos, estremeciéndose entre las tinieblas, surgían rostros que al día siguiente se verían en la mesa del consejo provincial, y otros que un sábado tras otro miraban devotamente hacia los cielos, inclinándose benignos sobre los bancos atestados, desde los púlpitos más sagrados. Algunos afirman que estaba allí la señora del Gobernador. Al menos había damas de elevada posición que la conocían bien, y esposas de maridos honrados, y viudas, una gran multitud de ellas, y doncellas ancianas, todas de excelente reputación, y hermosas jóvenes que temblaban pensando que sus madres las espiaran. O bien el brillo repentino de los destellos de luz sobre el campo oscuro confundieron a Goodman Brown o reconoció a una veintena de miembros de la iglesia de Salem, famosos por su especial santidad. El buen diácono Gookin había llegado, y aguardaba junto a la sotana de ese santo venerable, su reverenciado pastor. Pero acompañando irreverentemente a esas personas solemnes, de buena reputación y piadosas, esos ancianos de la iglesia, esas castas damas de ingenuas vírgenes, había hombres de vida disoluta y mujeres de fama manchada, infelices entregados a todo tipo de vicio malo e inmundo, incluso sospechosos de crímenes horribles. Era extraño ver que los buenos no se apartaran de los perversos, ni los pecadores se avergonzaran junto a los santos.
Desperdigados entre sus enemigos de pálidos rostros estaban los sacerdotes indios, o brujos, que a menudo habían hecho temblar el bosque nativo con encantamientos más horribles que cualquiera de los conocidos por la brujería inglesa.
—Pero ¿dónde está Faith? —pensó Goodman Brown; y cuando la esperanza entraba en su corazón, se echó a temblar.
Brotó otro verso del himno, una melodía lenta y triste, como de amor piadoso, pero unida a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza es capaz de concebir acerca del pecado, y sugerían oscuramente mucho más. La ciencia diabólica es insondable para los simples mortales. Cantaron un verso tras otro, y todavía el coro del bosque desértico se dejaba oír como el tono más profundo un potente órgano; y con las notas finales brotó un sonido como del viento cuando ruge, los torrentes precipitados, las bestias que aúllan, todas las demás voces del inarmónico bosque se mezclaron y acordaron con la voz del hombre culpable en homenaje al principal de todos. Los cuatro pinos ardientes arrojaron llamas más elevadas y descubrieron oscuramente formas y visajes de horror en las columnas de humo que había sobre la impía asamblea. En el mis momento el fuego que había sobre las rocas se lanzó hacia arriba formando sobre su base un arco ardiente en el que apareció una figura. Dicho sea con reverencial la figura no guardaba la menor similitud ni en el ropaje ni en las maneras corte ninguna divinidad solemne de las iglesias de Nueva Inglaterra.
—¡Que se adelanten los conversos! —gritó una voz que se repitió en ecos por los campos y rodó por los bosques.
Ante esa palabra Goodman Brown se adelantó desde la sombra de los árboles y se acercó a la congregación, hacia la que sentía una detestable hermandad por la simpatía de todo lo que de perverso había en su corazón. Casi habría podido jurar que la forma de su propio padre muerto le pedía que se adelantara, mirándole desde una columna de humo, mientras que una mujer con los rasgos oscuros de la desesperación adelantaba la mano advirtiéndole que retrocediera.
¿Era su madre?
Pero no tenía poder para retirarse ni un paso, ni para resistirse ni siquiera en pensamiento, desde el momento en el que el ministro y el bueno del viejo diácono Gookin le tomaron por los brazos y le condujeron hasta la roca ardiente. Hasta allí llegó también la esbelta forma de una mujer cubierta por velos conducida entre Goody Cloyse, esa piadosa maestra del Catecismo, y Martha Carrier, que había recibido del diablo la promesa de ser reina del infierno. Una bruja furiosa es lo que era. Y allí estaban los prosélitos, bajo el dosel de fuego.
—Bienvenidos, hijos míos, a la comunión de vuestra raza —dijo la figura oscura—. Así habéis encontrado pronto vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad detrás de vosotros!
Se dieron la vuelta y destelleando en una llama, por así decirlo, fueron vistos los veneradores del maligno; la sonrisa de bienvenida brilló oscuramente en cada rostro.
—Allí están aquellos a los que habéis reverenciado desde la juventud —siguió diciendo la forma negruzca—. Les considerabais santos y os apartabais de vuestros pecados, comparándolos con sus vidas de rectitud y sus devotas aspiraciones al cielo. Pero aquí están todos en la asamblea que me venera. Esta noche os será concedido conocer sus actos secretos: cómo los ancianos de barbas canas de la iglesia han susurrado palabras lascivas a las doncellas jóvenes de sus casas; cómo muchas mujeres, deseosas de llevar ropa de luto, han dado a su marido al acostarse una bebida y le han dejado entrar en el último sueño apoyado en su pecho; cómo jóvenes imberbes se han apresurado a heredar la riqueza de los padres; y cómo hermosas damiselas han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han invitado solamente a mí al funeral de un recién nacido. Por la simpatía que produce el pecado en vuestros corazones humanos, olfatearéis todos los lugares, ya sea la iglesia, el dormitorio, la calle, el campo o el bosque, en donde se haya cometido un crimen, y os alegraréis al contemplar que la tierra entera es una mancha de culpa, una enorme mancha de sangre. Mucho más que eso. Os será dado conocer en cada pecho el misterio profundo del pecado, la fuente de todas las artes perversas que proporciona inagotablemente más impulsos malignos que los que el poder humano puede manifestar en hechos. Y ahora, hijos míos, miraos unos a otros.
Así lo hicieron; y con el resplandor de antorchas encendidas en el infierno el hombre infeliz contempló a su Faith, y la esposa al esposo, temblando delante de ese altar sin santificar.
—Ahí estáis pues, hijos míos —dijo la figura en tono profundo y solemne, casi triste en su horror desesperado, como si su naturaleza en otro tiempo angélica pudiera lamentarse todavía por nuestra raza miserable—. Dependiendo de los corazones de los otros teníais todavía la esperanza de que la virtud no fuera sólo un sueño. Pero ahora ya no os engañáis. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal debe ser vuestra única felicidad. Bienvenidos otra vez, hijos míos, a la comunión de vuestra raza.
—Bienvenidos —repitieron los veneradores del diablo en un grito de desesperación y triunfo.
Y allí estaban ellos en pie, la única pareja que parecía vacilar todavía al borde de la perversión en este mundo oscuro. En la roca se había abierto de manera natural un hueco. ¿Contenía agua enrojecida por la luz fantástica? ¿O era sangre? ¿O quizás una llama líquida?
Allí sumergió la mano la forma del mal, preparándose para poner la señal del bautismo en sus frentes, para que pudieran compartir el misterio del pecado, ser más conscientes de la culpa secreta de los demás, tanto de hecho como de pensamiento, de lo que podían serlo ahora de la suya propia. El esposo miró a su pálida esposa y Faith le miró a él. ¡Qué sucias desdichas les revelaría la siguiente mirada, temblando juntos ante lo que revelaban y lo que veían!
—¡Faith! ¡Faith! Mira hacia el cielo y resístete al perverso —gritó el esposo.
No pudo saber si Faith le obedeció. Apenas había dicho aquello cuando se encontró en medio de la soledad, escuchando el rugir del viento, que se apagaba en el bosque. Caminó hasta la roca y al tocarla la notó fría y húmeda; y una rama colgante, de las que habían estado encendidas, salpicó su mejilla con el rocío más frío.
A la mañana siguiente el joven Goodman Brown entró lentamente en la calle del pueblo de Salem mirando a su alrededor como un hombre confuso. El buen ministro estaba dando un paseo por el cementerio para fortalecer el apetito para el desayuno y meditar su sermón, y lanzó una bendición a Goodman Brown cuando pasó junto a él. Éste se apartó del santo venerable como para evitar un anatema. El viejo diácono Gookin se dedicaba a la oración en su casa, y las palabras santas de su rezo podían escucharse a través de la ventana abierta.
—¿A qué dios reza el brujo? —citó Goodman Brown.
Goody Cloyse, esa excelente cristiana, estaba en pie desde primeras horas de la mañana junto a su reja, catequizando a una niña pequeña que le había llevado medio litro de leche matinal. Goodman Brown se apartó de la niña como si lo hiciera del propio diablo. Dando la vuelta a la esquina del templo, espió la cabeza de Faith, con las cintas rosas, que miraba ansiosamente la calle y se alegró tanto al verle que resbaló por la calle y casi besó a su esposo ante el pueblo entero. Pero Goodman Brown la miró dura y tristemente al rostro y pasó a su lado sin saludarla.
¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y sólo había tenido un sueño desbocado de un aquelarre?
Así sea si usted lo prefiere. ¡Pero, ay, ese sueño fue un mal presagio para el joven Goodman Brown! De aquella noche temible surgió un hombre severo, triste, oscuramente meditativo, desconfiado cuando no desesperado.
El día del sábado, cuando la congregación cantaba un salmo, no podía escuchar porque un himno de pecado entraba en sus oídos y ahogaba la melodía santa. Cuando el ministro hablaba desde el púlpito con poder y elocuencia fervorosa, y con la mano sobre la Biblia abierta, acerca de las verdades sagradas de nuestra religión, de las vidas santas y muertes triunfales, y de la bendición o la desgracia futuras que no podían expresarse, entonces Goodman Brown palidecía, temiendo que el techo cayera sobre el blasfemo y sus oyentes. A menudo, despertando de pronto en mitad de la noche, se apartaba del pecho de Faith; y por la mañana o al atardecer, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y murmuraba algo para sí mismo, miraba severamente a su esposa y se marchaba. Y cuando hubo vivido mucho tiempo, y llevaron hasta su tumba un cadáver blanquecino, seguido por Faith, que era ya una mujer anciana, y por los hijos y los nietos, formando una procesión numerosa, no tallaron ningún verso de esperanza en su lápida, pues triste fue la hora de su muerte.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
Más literatura gótica:
- Relatos de brujas y brujería.
- Relatos de ocultismo.
- Relatos de magia.
- Relatos de bosques.
- Relatos norteamericanos.
2 comentarios:
Me gustó el final. El verdadero horror es el cambio que sufre el joven Goodman Brown.
Saludos.
debió ejecutarlos a todos.
Publicar un comentario