«Un crimen desconocido»: Jean Lorrain; relato y análisis


«Un crimen desconocido»: Jean Lorrain; relato y análisis.




Un crimen desconocido (Un crime inconnu) es un relato de terror del escritor francés Jean Lorrain (1855-1906), publicado en la antología de 1895: Cuentos de un bebedor de éter (Contes d'un buveur d'éther).

Un crimen desconocido, uno de los mejores relatos de Jean Lorrain, pone de manifiesto la faceta simbolista del autor, el cual necesita realmente muy poco para alcanzar la más pura expresión del terror psicológico.

Los relatos de Jean Lorrain normalmente hacen referencia a las drogas, las máscaras, el carnaval, la locura, la fauna nocturna de la Francia del siglo XIX. En Los agujeros de la máscara (Les trous du masque) presenciamos como el horror y la alucinación se adueñan de una noche de carnaval; en Un crimen desconocido, el espanto no se ajusta a ningún vehículo reconocible: simplemente aparece como las aguas residuales de una noche de lúcida locura.




Un crimen desconocido.
Un crime inconnu; Jean Lorrain (1855-1906)

Cuídese, señor, con la cosa inmunda que se pasea de noche. (Rey David)


—Lo que puede suceder en un cuarto de hotel una noche de martes de carnaval, créanme, supera todo lo que la imaginación puede inventar.

Habiendo llenado su vaso, lo vaciaba de un trago y comenzaba:

—Fue hace dos años, en pleno desequilibrio nervioso. Estaba curado de la eteromanía, pero no de los fenómenos mórbidos que engendra: problemas en el oído, en la vista, angustias nocturnas y pesadillas. El solfanol y el bromuro habían soliviantado los trastornos físicos, pero las angustias persistían. Persistían sobre todo en el departamento en el que había vivido con ella tanto tiempo, rue de Saint Guillaume, frente al río, y en el que su presencia parecía haber impregnado las paredes y las alfombras de no sé qué hechizo: en cualquier otra parte mi sueño era regular y mis noches calmas. En cambio, apenas atravesado el umbral de ese departamento, el turbio despecho de los antiguos días corrompía la atmósfera; terrores sin razón me helaban la sangre y me asfixiaban a cada paso.

Sombras bizarras se amontonaban con hostilidad en los ángulos, pliegues equívocos se formaban en las cortinas repentinamente animadas de una vida espantosa y sin nombre. La noche era especialmente abominable. Un ente de horror y misterio vivía conmigo en ese departamento, un ente invisible, pero que yo intuía agazapado en la sombra, acechándome; una forma hostil de la que, por momentos, podía sentir el aliento sobre mi rostro, y casi a mi lado su innombrable roce. Les aseguro que era una sensación espeluznante, y si me fuera dado revivir esa pesadilla, creo que preferiría... pero sigamos.

Así llegué a no poder dormir en mi departamento, incluso a no poder vivir en él. Decidí alojarme en un hotel. No pude permanecer en el mismo sitio; dejé el Continental por el Hotel del Louvre, y éste por otros aun más ínfimos, devorado por una inquietante manía de locomoción y de cambio. ¡Cómo, después de ocho días en el Terminus, en medio de todo el confort deseable, me induje a descender a ese mediocre hotel de la rue d'Amsterdam, Hotel de Normandía, de Brest o de Rouen, como se llaman todos en torno de la estación SaintLazare! ¿Era el movimiento incesante de las llegadas y partidas lo que me había seducido más que ninguna otra cosa? No sabría decirlo. Mi habitación, vasta e iluminada por dos ventanas y situada en el segundo piso, daba sobre el patio de llegada de la place du Havre. Estaba instalado desde hacía tres días, desde el sábado de carnaval, y me sentía muy bien.

Era, repito, un hotel de tercera, pero de apariencia honesta, hotel de viajeros y de provincianos, menos desorientados en la vecindad de su estación que en el centro de la ciudad; un hotel burgués, vacío de un día para otro y sin embargo siempre completo. Me importaban poco los rostros que encontraba en la escalera y en los pasillos. Eran la menor de mis preocupaciones y, sin embargo, al entrar en la recepción ese día hacia las seis de la tarde, en busca de la llave (cenaba en el centro y volvía a cambiarme) no pude dejar de mirar curiosamente a dos viajeros que allí se encontraban.

Recién llegaban. Una valija de viaje en cuero negro se encontraba a sus pies y, frente a la oficina del gerente, discutían el precio de las habitaciones.

—Es por una noche —decía el mayor de ellos—, cualquier habitación que fuere estará bien.

—¿De una cama o de dos? —preguntaba el gerente.

—¡Ah, por lo que dormiremos! Apenas nos vamos a acostar. Venimos al baile de disfraces.

—De dos camas —intervenía el más joven.

—Bien, una habitación de dos camas. ¿Hay alguna disponible, Eugène? —y el gerente interpelaba a uno de los empleados que recién llegaba. Después de ponerse de acuerdo con él, continuó:

—Lleva a los caballeros a la 13, en el segundo piso. Estarán muy bien allí, la habitación es grande. ¿Los señores suben? —y, tras un signo negativo de los viajeros— ¿Los señores comen? Tenemos cocina.

—No, cenaremos afuera —respondió el más grande—. Volveremos hacia las once a vestirnos. Que suban la valija.

—¿Fuego en la habitación? —preguntó el empleado.

—Sí, fuego a las once.

Me di cuenta de que había permanecido allí boquiabierto, con el candelero encendido en la mano, observándolos. Enrojecí como un niño sorprendido en falta y subí rápidamente a mi habitación; el empleado estaba haciendo las camas de la habitación contigua. Se había dado el 13 a los recién llegados y yo ocupaba el 12. Nuestras habitaciones estaban pegadas, y eso no dejaba de intrigarme. Volví a la oficina del gerente, y no pude dejar de preguntarle quiénes eran los vecinos que me había dado.

—¿Los dos hombres con la valija? —me respondió— Llenaron sus fichas, ¡vea! -y leí rápidamente, de un golpe de vista: Henri Desnoyels, treinta y dos años, y Edmond Chalegrin, veintiseis años, residencia Versalles, ambos carniceros.

Para ser jóvenes carniceros, eran elegantes de aspecto y de vestimenta, a pesar de sus sombreros de hongo y sus gabanes de viaje; el mayor me había parecido cuidadosamente enguantado y con un aire especial de altura y aristocracia en toda su persona. Por otra parte, había cierto parecido entre ellos. Los mismos ojos azules, de un azul profundo casi negro, muy rasgados y de largas pestañas; los mismos largos bigotes rojizos subrayando el perfil contrariado; pero el de más edad, mucho más pálido que el otro, con algo muy vago de ahito y de aburrido. Al cabo de una hora dejé de pensar en ellos. Era martes de carnaval y las calles brillaban, llenas de máscaras.

Volví a medianoche. Subí a mi habitación. Ya a medias desvestido, iba a acostarme cuando oí una voz en la habitación contigua. Eran mis carniceros que volvían. ¿Por qué la curiosidad, que ya me había mordido en la oficina del gerente, volvía irrazonada, imperiosamente? Contra mi voluntad, no pude dejar de prestar atención.

—Entonces no quieres disfrazarte, no vienes al baile —sonaba la voz del mayor—. ¿Y para eso nos molestamos en viajar? ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? —y mientras el otro permanecía en silencio— ¿Estás ebrio?

Entonces la voz del otro respondía, empastada y doliente:

—Es tu culpa. ¿Por qué me has dejado beber? Siempre termino mal cuando bebo ese vino.

—¡Bueno, ya está bien! Acuéstate —tronaba la voz estridente—. Ten tu pijama —escuché el ruido del cierre de la valija que se abría.

—Y tú, ¿no vas al baile? —se arrastraba la voz del borracho.

—¡Grato placer el de andar por la calle solo, disfrazado! Voy a acostarme yo también.

Lo oí golpear rabiosamente su colchón y su almohada, luego oí cómo las ropas caían a través de la habitación; los hombres se desvestían. Yo escuchaba anhelante, descalzo, junto a la puerta de comunicación; la voz del más adulto cortaba nuevamente el silencio:

—¡Qué lástima, con tan bellos disfraces! —y se oía un roce de telas y satines.

Acerqué el ojo a la cerradura, pero la vela encendida me impedía hacer oscuridad y distinguir nada en la pieza vecina. Al apagarla, pude ver la cama del más joven, ubicada frente a mi puerta. Él estaba junto a ella, echado en una silla, sin moverse, extraordinariamente pálido y con ojos extraviados, la cabeza deslizada del respaldo de la silla y colgando sobre la almohada. Su sombrero estaba en el suelo; el chaleco, desabotonado; su camisa, entreabierta, sin corbata; tenía la apariencia de quien sufre asfixia. El otro, a quien sólo percibí luego de un esfuerzo, daba vueltas en ropa interior alrededor de la mesa repleta de telas claras y satines bordados.

—¡Mierda! Al menos, quiero probármelo —tronó sin preocuparse de su compañero y, parándose derecho frente al armario, esbelto, elegante y musculoso, se puso un largo dominó verde con muceta de terciopelo negro, cuyo efecto era a la vez tan horrible y tan bizarro que debí contener un grito, de tanto que me afectó.

Ya no lo reconocí, agigantado como estaba con esa funda de seda verde que lo hacía todavía más flaco y el rostro oculto tras una máscara metálica bajo la capucha de terciopelo negro. Ya no era un ser humano quien estaba allí, sino la cosa inmunda y sin nombre, la cosa de espanto, cuya presencia invisible envenenaba mis noches en la rue Saint-Guillaume, que ahora había tomado contornos visibles y vivía en la realidad.

El borracho, desde la esquina de su cama, había seguido la metamorfosis con mirada extraviada; un temblor se había apoderado de él y, con las rodillas chocando de terror y los dientes apretados, había juntado las manos en un gesto de plegaria, estremeciéndose de pies a cabeza. La forma verde, espectral y lenta, giró en silencio hacia el centro de la habitación, a la luz de dos velas encendidas, y bajo su máscara sentí sus ojos terriblemente atentos. Acabó por ponerse justo frente al otro; con los brazos cruzados sobre el pecho, intercambió con él una inenarrable y cómplice mirada, bajo la máscara. Entonces el más joven, enloquecido, se derrumbó de su silla, se echó sobre el parquet y, buscando estrechar el disfraz entre sus brazos, hundió su cabeza entre los pliegues, balbuceando palabras ininteligibles, la espuma saliéndole de los labios, con los ojos revueltos.

¿Qué misterio podía haber entre esos dos hombres, qué irreparable pasado habían evocado, a los ojos del loco, ese vestido de espectro y esa máscara helada? ¡Esa palidez y esas manos tendidas, como de torturado, tirando extáticas de los pliegues desenvueltos de un vestido de larva! ¡Escena de aquelarre en el ambiente trivial de una habitación amueblada! Y mientras el ebrio desfallecía, con la desesperación de un largo grito estrangulado en su boca abierta, la forma se alejaba dando un paso atrás, arrastrando en su movimiento la hipnosis del desgraciado tendido a sus pies.

¿Cuántas horas, cuántos minutos dura ya esta escena? El vampiro se detiene. Apoya su mano sobre el corazón del hombre tendido a sus pies y luego, tomándolo entre brazos, lo sienta otra vez en la silla pegada a la cama. El hombre queda allí sin movimiento, la boca abierta, los ojos cerrados, la cabeza torcida; la forma verde entonces vuelve sobre la valija. ¿Qué busca allí, con ardor febril, a la luz de uno de los candeleros de la chimenea? Encuentra algo; aunque ya no la veo, la escucho mover frascos, y un olor conocido, un olor que me sube al cerebro y me embriaga y me enerva, se expande en la habitación: olor a éter.

La forma verde reaparece. Se dirige a pasos lentos, siempre silenciosa, hacia el hombre desmayado. ¿Qué lleva con tanto cuidado entre sus manos? ¡Horror, es una máscara de vidrio, una máscara hermética sin ojos y sin boca, llena hasta los bordes de éter, de veneno líquido! Entonces vuelve sobre el otro sin defensa, allí ofrecido, inanimado, le aplica la máscara sobre el rostro, la asegura firmemente con un pañuelo rojo, y una risa parece sacudirle las espaldas bajo su capucha de terciopelo negro.

—Tú sí que no hablarás más —creí escucharle murmurar.

El carnicero entonces se quita el disfraz. Da vueltas en ropa interior. Vuelve a su atuendo de ciudad, se pone su gabán, sus guantes de piel de de clubman y, con el sombrero puesto, ordena cosas en silencio, quizás un poco afiebradamente. Con los dos disfraces de mascarada y sus frascos ya en la valija de empuñadura niquelada, prende un habano, toma la valija, el paraguas, abre la puerta y sale.

Yo no he gritado, no he hecho sonar la campanilla, no he llamado al timbre.

—Has soñado, como siempre —dijo Jacquels a de Romer.

—Sí, soñé tan bien que hay todavía hoy en Villejuif, en el asilo psiquiátrico, un eterómano incurable, del que nunca se supo la identidad. Consulta si quieres el registro del hospital: encontrado el 10 de marzo, en el hotel de... rue d'Amsterdam, nacionalidad francesa, edad presunta veintiséis años, nombre, Edmond Chalegrin.

Jean Lorrain (1855-1906)




Relatos góticos. I Relatos de Jean Lorrain.


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El análisis y resumen del cuento de Jean Lorrain: Un crimen desconocido (Un crime inconnu), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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