«El Hombre Húmedo»: Allison V. Harding; relato y análisis


«El Hombre Húmedo»: Allison V. Harding; relato y análisis.




El Hombre Húmedo (The Damp Man) es un relato de terror de la escritora norteamericana Allison V. Harding (1919-2004), publicado originalmente en la edición de julio de 1947 de la revista Weird Tales.

El Hombre Húmedo, tal vez uno de los mejores cuentos de Allison V. Harding, relata la historia de Linda Mallory, una mujer perseguida por un acosador de aspecto extraño, hinchado, acuoso, quien además de estar obsesionado con ella posee el inconveniente secundario de no ser humano [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

SPOILERS.

El Hombre Húmedo de Allison V. Harding es esencialmente la historia de una mujer aterrorizada por un acosador durante la década de 1940, en el área de Manhattan; y sobre como no hay mucho que ella pueda hacer legalmente al respecto [incluso el término «acosador», en su connotación actual, no era parte del lenguaje cotidiano]. De hecho, Linda Mallory, la joven víctima del Hombre Húmedo, rápidamente descubre que la sociedad juega a favor de su acosador [ver: El Machismo en el Horror]

El Hombre Húmedo también relata la historia de un joven reportero de la Gazette, George Pelgrim, quien conoce a una encantadora y joven campeona de natación llamada Linda Mallory. Para su consternación, se entera de que ella está siendo acosada por un hombre de aspecto monstruoso, obeso, quien no solo la acecha pasivamente, sino que además parece estar obsesionado con tenerla y, quizás, reproducir pequeñas monstruosidades fofas con ella. El propio Hombre Húmedo, cuyo nombre real es Lother Remsdorf Jr., es libre de acosarla a voluntad. En primer lugar, porque es uno de los hombres más ricos y poderosos del país [básicamente tiene a todas las autoridades en el bolsillo]. En segundo lugar, porque posee una ventaja todavía mayor: Remsdorf ya no es humano [ver: In Articulo Mortis: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]

Debido a los experimentos realizados por su padre, una especie de retorcido científico loco, Remsdorf se convirtió en el Hombre Húmedo, una enorme masa de carne, grasa y agua [mucha, mucha agua]. De hecho, no hay sangre corriendo por sus venas, sino un líquido espeso, y sus órganos [esto lo descubrimos en las secuelas] están comprimidos en una masa compacta en el interior de su cuerpo. Los golpes no lo afectan, tampoco los cuchillos y las balas. Posee una fuerza sobrehumana, y es capaz de triturar con sus manos a cualquier atacante, con la seguridad de que su riqueza evitará que lo arresten. Realmente parece que nada puede detener a este sujeto mientras sigue a Linda, acosándola y presionándola en cada aspecto de su vida, acorralándola hasta el punto de la desesperación. Al parecer, el Hombre Húmedo quiere empezar nueva raza de subhumanos como él, y si una mujer resulta inadecuada para los experimentos de apareamiento, simplemente se deshace de ella [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Aunque Linda Mallory es el personaje central, una voz masculina se superpone a su historia: George Pelgrim, un joven reportero molesto por haber sido asignado para cubrir un campeonato femenino de natación. A pesar de esto, Pelgrim hace un esfuerzo poco entusiasta para cumplir con sus obligaciones profesionales y organiza una breve entrevista con la señorita Mallory, la ganadora del torneo. Aquí es donde las cosas comienzan a ponerse raras. Las circunstancias unen a Linda y George e inevitablemente se desarrolla una relación de mutuo afecto. Durante un tiempo se las arreglan para evadir a esta monstruosidad húmeda y ambulante, cuyo nombre real se revela como Lother Remsdorf. Finalmente, el Hombre Húmedo secuestra a Linda. En un giro interesante [para la época], ella escapa sin ayuda [las mujeres en el pulp por lo general requieren ser rescatadas por un hombre]. La cantidad detalles dedicados al personaje de Linda Mallory, y el grado de fortaleza que se le atribuye en la historia, a pesar de su dependencia parcial de Pelgrim, son inusuales tanto para el medio como para la época, y a pesar de la elección de un narrador masculino, estos aspectos hablan fuertemente del compromiso de Allison V. Harding con presentar un punto de vista femenino [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Como si todo esto no fuera lo suficientemente espeluznante, Remsdorf tiene los modales pulidos y anticuados de los mejores villanos, pero en un envase amorfo, gelatinoso, esponjoso. Afortunadamente, Pelgrim y Linda logran escapar a Canadá [tras una serie aparentemente interminable de persecusiones], y allí el Hombre Húmedo queda atrapado en temperaturas bajo cero. Remsdorf se convierte en una especie de grotesco muñeco de nieve. Pero cuando un antagonista es tan vil [y económicamente rentable] resulta muy difícil de matar permanentemente, de manera tal que en El Hombre Húmedo regresa está de vuelta en acción, y peor que antes; pero, de nuevo, es vencido oportunamente... deshidratándolo. Dos años después, en El Hombre Húmedo otra vez, mientras Pelgrim y Linda están jugando con la idea del matrimonio, el periodista descubre el extraño dispositivo que convirtió al joven Remsdorf en el Hombre Húmedo, y que alguien más ha estado expuesto a su influencia.

El Hombre Húmedo es uno de los primeros híbridos entre el Weird y el Noir, una transición formidable, por cierto, con su mezcla de entorno urbano, un investigador cínico, un antagonista grotesco y antinatural, y una desalentadora descripción de la sociedad. Si bien Allison V. Harding mueve la historia a través de un hombre, presentando muchos puntos de vista masculinos un tanto anacrónicos, El Hombre Húmedo al menos presenta una perspectiva femenina subyacente, junto con ideas específicas sobre cómo era la vida de una mujer joven en una gran ciudad a mediados del siglo pasado. Linda es constantemente «arrastrada» al interior de un taxi, llevada del brazo, guiada, y hasta sujeta [voluntariamente] a las órdenes de su salvador; pero todo eso ocurre cuando Pelgrim, especie de Príncipe Azul renegado, se involucra con ella. Antes de eso, Linda parecía estar manejando las cosas bastante bien [ver: El Feminismo de hoy desde la ficción de ayer]

Allison V. Harding no solo fue la escritora más prolífica de Weird Tales, sino que además contribuyó con uno de los relatos más populares en toda la historia de la revista: El Hombre Húmedo [ver: Allison V. Harding: la reina de Weird Tales] Este obeso y espeluznante acosador de mujeres merodeó por las páginas de Weird Tales a fines de la década de 1940 con un éxito impresionante. Tanto es así que, a pesar de terminar congelado como un grotesco muñeco de nieve al final de la historia, el Hombre Húmedo regresó, no en una, sino en dos secuelas, tituladas apropiadamente: El Hombre Húmedo regresa (The Damp Man Returns, 1947) [solo tres meses después del original] y El Hombre Húmedo otra vez (The Damp Man Again, 1949).




El hombre húmedo.
The Damp Man, Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


George Pelgrim se sentó con exagerado aburrimiento en los incómodos bancos de madera del anfiteatro. El letrero sobre las varias filas proclamaba que esta era la sección reservada para la prensa, pero George, como indicaban sus largas piernas desparramadas y sus modales descontentos, no estaba impresionado por el letrero ni por el espectáculo que se desarrollaba debajo de él, donde se celebraba un importante campeonato femenino de natación.

A pesar de sus años comparativamente jóvenes, Pelgrim había cubierto la cuota promedio de grandes historias de un periodista, incluidas las de tipo deportivo. Esto era un retroceso. Más que eso, era una indignidad absoluta, y por lo menos por décima vez ese día, Pelgrim repasó las desventajas de trabajar para un gran diario metropolitano con escasez de personal y con la inevitable reorganización de las asignaciones de sus miembros más jóvenes. Aun así, cubrir algo como un encuentro de natación de chicas, y uno relativamente oscuro, era ir demasiado lejos.

Cinco formas similares se zambulleron poderosamente debajo de él, y una con una gorra roja finalmente se adelantó y tocó el final de la pileta. Luego, el sistema anunció que la ganadora del estilo libre de 100 metros era la señorita Linda Mallory. La segunda fue la señorita Mary Ciphers, la ex-campeona en este evento.

George bostezó. Gracias a Dios fue la última carrera. Salió de las gradas y pasó junto a la mesa de relaciones públicas para recoger una hoja de prensa con Eventos, Ganadores y Tiempos. Ahora, unas palabras de la nueva campeona de los 100 metros y terminaría con el trabajo de este día. Se tomó su tiempo y luego mostró su pase de prensa en la puerta de baldosas que proclamaba: NO SE PERMITEN VISITAS.

—Entrada de los concursantes —Señaló con la cabeza un sujeto con un cronómetro que reconoció como alguien a quien había visto varias veces antes en las competencias de atletismo. ¡Oh, días felices!, luego se acercó a uno de los miembros del comité—. Me gustaría ver a esa chica que ganó los 100 metros. Solo unas pocas palabras —miró su hoja—. ¿Mallory?

—Ah, sí, la señorita Mallory —dijo el miembro del comité, tratando de ser amable con la prensa—. ¡Un buena nadadora!

Hizo una seña al periodista para que lo siguiera y recorrió un pasillo, deteniéndose ante una puerta, golpeándola y luego asomando la cabeza para murmurar algunas palabras. Luego se volvió.

—Entre.

Pelgrim entró. Linda Mallory estaba de pie. Ahora estaba vestida con ropa de calle.

—Soy Pelgrim de la Gazette —murmuró—. Me gustaría tener unas pocas palabras con usted, señorita Mallory. ¿Es este el primer campeonato de distrito que gana? ¿Cuántos años tiene?

Lanzó algunas otras preguntas. Luego, por primera vez, la miró de verdad. Era muy bonita, si te gusta el tipo atlético y saludable. Pero había algo más. Uno de los brazos bien formados se sujetaba al tocador como si necesitara su apoyo. Los ojos de George se entrecerraron. Esta era una forma extraña de actuar para una campeona recién coronada. Ella debería estar contenta. En cambio, Linda Mallory estaba aterrorizada.

Hubo un silencio incómodo y luego la chica logró forzar una sonrisa.

—Lo siento —dijo y cuadró los hombros—. Tengo veinte años y esta es la primera vez que gano un campeonato del condado. Es muy bonito —su voz se fue apagando y no parecía que pensara que había algo bueno en eso.

—Está bien, gracias señorita Mallory,

El desconcierto de George ante la ansiedad de la chica apagó su indignación por tener esa tarea. Giró sobre sus talones.

—¡Espere un minuto, por favor! —ella le tocó el brazo imperativamente—. ¿Vio a alguien afuera, en el pasillo o entrando el club? Un hombre corpulento, gordo, es decir, con traje oscuro… con…?

George frunció el ceño.

—No lo noté. Dígame, señorita Mallory, ¿se encuentra bien? Quiero decir, ¿está enferma o algo así?

Ella sacudió su cabeza.

—No, no. Estoy bien. Solo me preguntaba si había visto a esta persona. Me temo que no he sido muy buena para ser entrevistada.

—Ya tengo suficiente —respondió Pelgrim y se acercó a la puerta—. Acerca de este amigo suyo, no me preocuparía. Seguramente la encontrará.

—Sí —dijo Linda Mallory—, ¡supongo que lo hará!

Archivó su historia apresuradamente y salió de la oficina del telegrafista del brazo de Al. Hubo muchos viejo desgraciado, no te he visto desde hace tiempo. Él y su antiguo amigo se dirigieron al bistró más cercano y, a los pocos minutos, todos los pensamientos sobre Linda Mallory habían desaparecido de su conciencia. Sin embargo, tuvo suficiente presencia de ánimo a las seis y veinticinco para darle una palmada en la espalda a Holden.

—Ha sido genial, Al, pero tengo que irme. ¡Ese viejo jefe mío probablemente tenga tres o cuatro trabajos más para sus recaderos esta noche!

Tomó el tren de las 6:45 a la ciudad y se sentó en un asiento agradablemente suavizado por las cinco o seis copas que había bebido y la constatación de que tenía un viaje de tres cuartos de hora antes de llegar a la ciudad, por lo tanto, había buenas posibilidades de tomar una pequeña siesta.

Soñó con una serpiente saliendo del lago de Central Park, levantando un tentáculo que de repente comenzó a sacudirlo. Hizo lo que pudo, pero la serpiente fue persistente. George se despertó y miró la cara asombrada de Linda Mallory. Era su mano en su brazo.

—Señor Pelgrim, lo siento mucho. Lo vi y me senté junto a usted. Yo... tengo miedo, señor Pelgrim. Él está en este tren.

Aún medio dormido, lo único en lo que el periodista podía pensar era en la serpiente de mar. Se enderezó con el aire tímido de quien dice en silencio que, por supuesto, no estaba realmente dormido. Miró el rostro agitado de la chica y luego le tomó la mano porque parecía lo mejor que podía hacer. Era una mano agradable, tal vez porque había tomado esas copas con Al Holden. O tal vez fue porque estaba muy asustada.

—Ahora escucha —le habló con el tono paternal y pesado de alguien no muchos años mayor—. ¿De qué se trata todo esto?

La recordaba cómo alguien tan serena y segura de sí misma esa tarde, con su traje de baño azul, ahora se veía, bueno, casi patética. Pelgrim era un buen oyente. Así que escuchó. Asintió con la cabeza en los momentos adecuados, esperando que su aliento no fuera todavía cien por cien alcohólico. Después de todo, no te encuentras con un viejo amigo como Al Holden todos los días.

La historia de Linda Mallory fue sencilla y bien expresada. Contarla pareció ayudarla. De todos modos, estaba menos agitada al final. Desde lo más temprano que podía recordar, le dijo a Pelgrim, tenía la capacidad de girar más rápido que los otros niños de la escuela. Su ciudad natal la había enviado por primera vez al Este para completar en un pequeño encuentro y ella había ganado. Entonces llegaron las ofertas habituales para competir en otros encuentros.

Mientras tanto, había conseguido un trabajo modesto en una oficina de la ciudad. Sabía mecanografiar, y todo parecía ir bien hasta que un día lo conoció. Fue recientemente. Había terminado una competencia y estaba volviendo a casa cuando este hombre apareció frente a ella. Él había dicho algo, ella no estaba muy segura ahora, como Tú serás mía, o alguna declaración igual de extraña. Él le había tendido los brazos, tal vez de forma amenazadora, no estaba segura. Ella había esquivado sus insinuaciones y se había retirado apresuradamente, pero él estaba afuera cuando ella dejó los vestidores.

La había seguido hasta el autobús. Lo abordó con un suspiro de alivio cuando su figura burda se desvaneció en la distancia cuando se pusieron en marcha. Milagrosamente, apareció una mañana, pocos días después, sentado en el vestíbulo de su hotel. La había seguido. Estaba fuera de su oficina cuando ella se fue a las cinco y media.

Una vez llamó a un policía, pero cuando el oficial se volvió para mirar en la dirección que ella le indicó, no había nadie. El tipo era inteligente.

Pelgrim pensó para sí mismo: ¿Bueno, por qué no? Hay muchos de estos chiflados. No necesitas trabajar en un periódico para darte cuenta de eso y ella es una chica linda.

En voz alta preguntó:

—¿Crees que lo viste esta tarde, y que ahora está en este tren?

Ella asintió.

—Sé que lo está, señor. Pelgrim.

—Bueno, investigaremos eso, y mientras tanto, dejemos el señor de lado. Mucha gente tiene peores nombres para mí, pero hagamos un compromiso y me llámame. ¿Cómo es este hombre?

Linda se estremeció.

—Es... ¡es horrible! No sé cómo describirlo exactamente excepto que es muy grande y gordo y siempre usa un traje oscuro, como un traje de chófer, pero en realidad no lo es. Su rostro está lleno de bultos. Y sus ojos también me asustan. Le digo, señ… George, que esa vez que bajé las escaleras en mi hotel y lo vi sentado allí, esos ojos me miraron por encima de un periódico que había estado leyendo. Me hizo sentir… —se estremeció de nuevo.

—Quédate aquí —le aconsejó George—. Voy a ver si puedo localizarlo.

—Está detrás de nosotros —indicó Linda Mallory—. Lo vi subir al final del tren.

George se levantó y trató de parecer formidable. Tal vez caminar limpiaría las últimas telarañas de su cerebro. Sonrió y señaló hacia la parte de atrás.

—¿Por aquí?

Linda le devolvió la sonrisa.

—Mira, no te metas en ningún problema por mi culpa.

—Estoy interesado. Quiero ver a este fan tuyo por mí mismo.

La dejó sentada allí, mirándolo. Había uno, dos, tres, cuatro coches detrás de ellos. El reportero caminó lentamente por el pasillo, con las manos hundidas en los bolsillos, mirando con indiferencia de un lado a otro. El surtido habitual de damas con vestidos de flores, niños comiendo dulces, hombres con sus periódicos. En el último coche, uno vestía un traje marrón, el otro vestía una especie de traje gris y oscuro. También estaba enterrado en su periódico. Parecía bastante ancho.

El tren redujo la velocidad para llegar a una estación suburbana y se detuvo. George estaba de pie en la plataforma trasera con los ojos en la espalda del grandullón, indeciso. Luego comenzó a caminar por el pasillo volviendo sobre sus pasos. Cuando se acercó al sospechoso, inclinó la cabeza hacia abajo.

—Perdón —señaló con el pulgar un elemento del periódico.

El rostro del tipo salió al otro lado del tabloide.

—Amigo —murmuró George en tono de disculpa.

El rostro del extraño era beligerante. También era largo, delgado. Parecía respaldado por un buen golpe. George retrocedió sonriendo. No era el hombre. El tren arrancó de nuevo. Tal vez se había escapado. George volvió a su coche y ensayó un pequeño discurso. Era una excusa para volver a tomar su mano amable y capaz: No hay nada de qué preocuparse. Créame, tomé las huellas digitales de todos los chicos de allí. No hay nadie que responda a tu descripción.

Pero no hubo discurso porque Linda Mallory se había ido. Y ella no estaba en el tren. George se aseguró de eso mientras miraba a través de los coches de proa. Echó humo el resto del camino hacia la ciudad.

Tres días después, sonó el teléfono en el escritorio de Pelgrim. Era Linda. A pesar de sí mismo, se había preguntado por ella, incluso con el debido tecnicismo periodístico. Se dijo a sí mismo que probablemente todo el asunto era una locura.

—Bueno, ¿por qué el acto de desaparición?

Ella se disculpó fervientemente:

—Tenía que hacerlo. Justo después de que tú saliste del coche por el pasillo, él apareció. No pude soportarlo. Me bajé en la siguiente parada. ¿Puedo hablar contigo?

Con estudiado esfuerzo George respondió lentamente:

—Bueno, supongo que sí. ¿Dónde estás? —Linda Mallory dio el nombre de un hotel—. Iré esta noche —dijo y colgó.

Mientras se sentaba en su escritorio, el periodista se dio cuenta de que no estaba del todo seguro acerca de Linda Mallory, acerca de muchas cosas sobre ella. Aunque admitió a regañadientes que estaba seguro de una cosa. Se alegró de volver a escuchar su voz.

Esa noche llegó al vestíbulo de su edificio a la hora señalada. Era un hotel para mujeres y la planta baja estaba llena de macetas con palmeras y hombres esperando. Ella estaba allí, de pie junto al escritorio, y pensó mentalmente que el sencillo vestido azul le sentaba bien. Le gustó la forma en que ella extendió la mano, y también su sonrisa; eso le había gustado antes.

—Vamos a sentarnos aquí —indicó con un gesto hacia una alcoba del suelo donde había un par de sillas.

Él la siguió. Ella lo miró intensamente.

—Si yo fuera tú, probablemente pensaría que estoy loca.

Él sonrió.

—Mis sentimientos casi exactamente —respondió Pelgrim.

—Realmente no tengo ningún derecho a meterte en esto y has sido muy amable.

—¿Meterme en qué? —persistió—. Después de todo, si no te importa que lo diga, ¿no te preocupas un poco demasiado por las atenciones de un admirador?

—Ha estado aquí —continuó Linda, ignorando su pregunta—. Creo que se bajó como yo en esa estación. Tomé un autobús pero él me siguió.

—Mira, si esto te está molestando tanto —sugirió George—, ¿por qué no avisar a la policía? Quiero decir, en realidad, un hombre sentado en el vestíbulo de tu hotel, siguiéndote a tu trabajo, siguiéndote. Tienes todo el derecho a…

—Es inteligente —dijo, y la mirada de miedo volvió a sus ojos—. Ya te lo dije antes, una vez en la calle hablé con un oficial. Parece anticipar... Quiero decir que se había ido cuando el policía miró. Anoche, George, trabajé hasta tarde. Cuando salí, no lo vi. No lo busqué mucho. Supongo que pensé que se habría cansado de esperarme. Fui a un restaurante a un par de cuadras de aquí, y cuando salí estaba oscuro como boca de lobo. Caminaba sin pensar en nada, entiendes, sin esperar escuchar nada cuando escuché sus pasos detrás de mí. No puedes confundir ese sonido. Es el tipo de ruido que hace el caucho húmedo. Supongo que perdí la cabeza. Corrí el resto del camino hasta aquí. Luego me paré justo dentro de la puerta y miré hacia afuera. No lo volví a ver.

Pelgrim pensó en eso durante un minuto.

—Necesitas salir de aquí por un tiempo. Deja de pensar en eso. Vamos a ver un espectáculo o algo así.

Ella se iluminó.

—Eso sería genial.

—Está bien. Esperaré aquí y tú irás arriba y tomarás tu abrigo.

La vio desaparecer en las relucientes fauces del ascensor. Luego, sus ojos vagaron por la gente del vestíbulo. Su lugar era ventajoso. Desde su nicho lateral podía ver sin que lo notaran. Todo el mundo parecía bastante inofensivo.

Su mente, repasando las cosas que Linda Mallory le había dicho, dio un vuelco repentino y aterrizó en una nueva posición. Este hombre, este seguidor del que se quejaba y del que parecía tan asustada. Era extraño que nadie más se fijara en él. Él mismo, por ejemplo, o el policía. Hubo todos estos episodios, estos detalles macabros de alguien que la seguía por las calles y por todas partes, y sin embargo, aparentemente nadie más que Linda Mallory había visto al sujeto.

George tenía el conocimiento rudimentario de psicología de un joven con educación universitaria promedio. ¿Cuántas veces en la prensa había leído sobre cosas como el complejo de persecución, personas que piensan que otras están conspirando contra ellas, siguiéndolas? Linda, a pesar de su pequeño trabajo y sus concursos de natación ocasionales, estaba esencialmente muy sola aquí en la ciudad, y él realmente no sabía nada sobre su pasado. Era un pensamiento incómodo, uno que se abrió paso en su mente en lugar de ser bienvenido allí, pero el trabajo periodístico exige objetividad, y esta conclusión era al menos posible, basada en los hechos tal como los conocía.

Podía admitir para sí mismo que Linda Mallory era atractiva y agradable. Había una sencillez en ella que le agradaba y, sin embargo, el miedo había sido el acorde más dominante de su maquillaje, un miedo fijo sobre una cosa que no había podido demostrarle a nadie más.

Infeliz con sus propios pensamientos, George se levantó y caminó hacia la puerta principal. Hacía calor. Atravesó el portal y salió a la calle. Había una pequeña bombilla en medio del toldo que llegaba hasta la acera. George salió de su deprimentemente débil círculo de luz, buscando a tientas un cigarrillo en el bolsillo de su chaqueta. Mientras lo hacía, chocó con alguien. El periodista murmuró:

—Lo siento —y la otra figura se alejó de él hacia la puerta del hotel. George se volvió. Se quedó boquiabierto. La figura que se alejaba era la de un hombre gordo, muy grande, su cuerpo ancho encajado en una traje oscuro y arrugado. Pelgrim arrojó su cigarrillo a la calle y lo siguió.

En el interior vio al otro yendo resueltamente hacia la salón que él acababa de abandonar hacía un momento o dos. George dio algunos pasos vacilantes en esa dirección. El hombre se hundió pesadamente en el sillón que antes había compartido con Linda. Pelgrim vislumbró un rostro carnoso y pálido, y luego un periódico vespertino ascendió por delante del chaleco y la cabeza como una barrera protectora.

George cambió de opinión, se dio la vuelta y se dirigió hacia el mostrador. Estaba colocado cerca de los ascensores y la vería en el momento en que se bajara. Esperó, dando golpecitos nerviosos en el mostrador. Desde este punto no podía ver bien el rincón donde estaba sentado el hombre. Finalmente, la puerta metálica del ascensor se abrió y salió Linda. Él estuvo a su lado en un instante y la llevó por el piso hacia la puerta. Dijo algo, algo trivial sobre qué película crees que deberíamos ver o algo así.

Cuando George la empujó a través de la puerta, lanzó una rápida mirada a un lado. El hombretón del traje oscuro todavía estaba sentado allí, con el periódico todavía frente a él, pero lo había bajado solo un poco, lo suficiente para mostrar un par de ojos. Y los ojos estaban sobre ellos.

Se decidieron por un cine cercano. Mientras caminaban, George se dijo a sí mismo: Ahora no debes mirar atrás. La pondrás nerviosa. Sin embargo, mirar hacia atrás era lo que quería más que cualquier otra cosa. Había otros hombres corpulentos con trajes oscuros que estaban sentados leyendo periódicos. Pelgrim intentó escuchar, pero, ¿alguna vez has intentado distinguir un conjunto de pasos en particular en una calle de una ciudad abarrotada?

Cuando se metieron debajo de la marquesina iluminada del cine, pudo estirar el cuello. No vio a nadie en el cuadrado de luz amarilla o en sus alrededores. Entraron y se sentaron a medio camino del lado derecho. Era una historia policial con algo de comedia. Linda se rio y George se alegró. Significaba que se estaba olvidando un poco de sí misma, disfrutando. Le murmuró:

—Tengo que llamar a la oficina. Vuelvo en un segundo.

Era una verdad a medias. La llamada no era imperativa, pero Pelgrim quería hacer un poco de reconocimiento. La audiencia de la película se había reducido aún más, y de espaldas a la pantalla fue fácil para él ver la figura grande y voluminosa sentada ocho filas detrás de ellos. Sus emociones eran confusas cuando introdujo una moneda de cinco centavos en el teléfono. Estaba molesto, enojado, y también había una especie de sensación espeluznante en su espalda. Tal vez ella estaba fingiendo o lanzándole un psicópata.

—Hola, ¿está Jim Crosier?

Le dijeron que Crosier se había ido media hora antes. Tenía sus propias razones para querer hablar con el veterano periodista, pero si no estaba allí, eso era todo.

George se apresuró a regresar por el pasillo y luego redujo la velocidad a medida que se acercaba. Pues directamente detrás de Linda, ahora, el gran hombre estaba sentado. Se había acercado cuando Pelgrim había estado ausente. George se movió a su lado. Ella sonreía a algo en la pantalla, ajena a cualquier otra cosa a su alrededor. Tendría que manejar esto hábilmente.

—Mira —dijo—, lo siento, pero parece que deberíamos salir.

Odiaba alejar a la chica del cine. Parecía disfrutarlo, pero de todos modos ella asintió con la cabeza, buena deportista como era. La empujó apresuradamente por el pasillo para que no se diera cuenta del motivo de la huida.

—Lo siento —se disculpó Linda Mallory cuando salieron—. No deberías haber pasado tanto tiempo conmigo esta noche, ¿verdad?

Suspiró con simulacro de tragedia y trató de hacer que su tono fuera ligero:

—¡Probablemente me pedirán que llene los tinteros por la mañana!

Se detuvieron en un restaurante y, mientras tomaban una taza de café, George tomó una decisión. Todo era lo suficientemente extraño y misterioso como para abandonarlo sin más. El reloj de la cafetería dictaba que eran más de las doce. Las calles estaban desiertas mientras caminaban desde la luz oblonga que arrojaban las ventanas del restaurante. Una suave niebla primaveral se había infiltrado desde el mar, amortiguando el sonido del tráfico ocasional de medianoche, cubriendo las solitarias farolas en fantasmales halos y reduciendo la visibilidad a no muchos metros.

Caminaban entre hileras de casas con fachadas de ladrillos, casas que eran solitarias y fantasmales como si nunca hubieran conocido una presencia humana, y sus pasos resonaban empapados en las aceras. Fue en medio de una cuadra sucia que George sintió que los dedos de Linda se apretaban sobre su brazo. Su oído había sido quizás más agudo que el suyo, pero cuando el sonido agonizante de un distante tren eléctrico desapareció por completo, él también supo que había pasos detrás de ellos. Miró a Linda Mallory. Su boca roja estaba parcialmente abierta como si hubiera una pregunta que temiera hacer.

—¿Qué pasa?

Sonrió aunque lo sabía; ambos lo sabían. Siguieron andando y, como por mutuo consentimiento, sus pasos se aceleraron, pero esta larga cuadra parecía no tener fin. Y los sonidos detrás de ellos estaban más claramente definidos, quizás porque sus sentidos estaban tan excitados y proyectados tan completamente hacia atrás, hacia el único punto de enfoque, o quizás porque los pasos estaban realmente más cerca, acercándose.

Sabes cómo es cuando eras un niño, un niño en algún lugar en la noche o en la oscuridad de una casa vieja o de tu propia imaginación, el impulso loco e irresistible que te invade repentinamente: huir con toda la fuerza de tu ser, correr, esconderse. Hay algo de eso en todos nosotros en ciertos momentos. Tocó a George brevemente, un toque de oscuridad y niebla, el impulso de correr y esconderse, y él también lo sintió en Linda. Todavía había lugar para la compasión por ella. Había tenido esta cosa desagradable con la que luchar antes. Él era nuevo en eso, y la novedad debía valer algo, resolvió.

—Tómatelo con calma —le murmuró.

Trabajó una pequeña sonrisa.

—Solo sé que ya estaría corriendo si estuviera sola —admitió Linda.

En el túnel de oscuridad que se extendía por delante vieron el pálido destello amarillo de una farola. La única bombilla brillaba débilmente en la atmósfera pegajosa. Marcharon hacia ella, y marcharon fue la palabra, porque George mantuvo sus pasos regulares. Era una cuestión de moral, lo sabía instintivamente; que si alguna vez rompían el paso, correrían atropelladamente, un absurdo y loco espectáculo de dos personas asustadas cayendo en picada por la calle solitaria hasta que encontraran el ajetreo de la ciudad y de repente se sintieran avergonzadas.

Pelgrim no era tonto. Pensó que había calculado su situación y sus posibilidades. Ningún ladrón pierde su tiempo rastreando a una persona noche tras noche. Un atraco en una gran ciudad es tan impersonal como un accidente automovilístico. Es completamente indiscriminado. Si te encuentras en tal o cual calle, en tal o cual momento, sentirás un arma en tus costillas o un cuchillo en tu cráneo, tú o cualquier otra persona.

No, el atractivo aquí era la chica, y lo que él no sabía de ella podía ser su ruina. Este inquietante pensamiento hizo que George volviera a mirarla, tan repentinamente que ella lo sintió y miró hacia atrás. Se sintió avergonzado de sí mismo por cualquier sospecha que pudiera haber tenido. Esta chica era honesta. Le había dicho lo que sabía. Un secuestro era absurdo y parecía imposible. Había formas más fáciles. Esta larga vigilancia, por ejemplo. ¿Por qué sería necesaria? Además, Linda Mallory ganaba un salario mínimo y era, como mucho, solo una nadadora prometedora de pequeños logros locales.

Esto abrió otras especulaciones, una categoría tan oscura, húmeda y brumosa como la noche. Este hombre grande era una de esas miríadas de personas que deambulan por la ciudad y el campo con algún pequeño y extraño propósito propio. Pequeño para nosotros pero grande para ellos. La gente no del todo normal. El retorcido. El loco.

George deseaba tener una pistola o un garrote o algo. Llegaron al oasis de luz y él le dijo rápidamente:

—Tú párate al otro lado. ¿Conoces el camino a tu hotel desde aquí?

Ella asintió.

—¿Segura?

Ella asintió de nuevo.

—Quédate ahí. No digas nada. No hagas nada, pero si te digo que corras, corre lo más rápido que puedas y sigue corriendo hasta que llegues donde hay más gente o veas a un policía. No te detengas para nada más, ¿entiendes?

Ella asintió con la cabeza por tercera vez.

—¿Pero qué hay de ti?

—Voy a intentar averiguar sobre este tipo. Linda, debe haber alguna explicación para esto —esperaba que sonara bien de la forma en que lo expresó—. Tal vez él piensa que eres su hija perdida hace mucho tiempo o algo así.

Los pasos estaban ahora mucho más cerca y Pelgrim pudo ver a qué se refería con las suelas de goma mojadas, casi un sonido de chapoteo en las aceras húmedas. Linda se apartó de él hacia las sombras del otro lado del círculo de luminancia. Satisfecho, el reportero se volvió y miró por donde habían venido. Dio unos pasos hacia la oscuridad, volvió la cabeza para mirar una vez más dónde estaba Linda. Bien. Desde aquí, incluso sabiendo que ella estaba allí, apenas podía distinguir su figura, y esperó.

Los sonidos parecían una cantidad interminable de latidos, de profundas respiraciones anticipatorias y luego de la oscuridad surgió una negrura mayor. Era el hombre corpulento, que parecía incluso más grande de lo que George recordaba, con aspecto de la noche misma con su traje oscuro y su sombrero.

Los pasos se detuvieron. El hombre se detuvo a un paso de Pelgrim. La luz brilló sobre su rostro blanquecino y abultado. La tenue luz de las farolas y las sombras hacían más grotescas las almohadillas de carne que eran manos y mandíbulas.

George se acercó. Atacar era su único plan.

—¿Estás siguiendo a alguien, amigo?

Estaba consternado por la repugnancia del hombre. Los ojos eran de un color negro. No tenían profundidad ni expresión. Eran simplemente discos redondos como los botones de un bacalao exhibidos en el escaparate de una pescadería. Había algo más en el hombre que se apoderó de George, y de repente lo congeló con un horror que era difícil de controlar. Se veía... se parecía a alguien que George recordaba años atrás, un cuerpo hinchado con grilletes que la policía había sacado del río una noche fría.

La piel se veía así, la hinchazón, la blancura azulada, los ojos inexpresivos de la muerte. No ves algo así a menudo. Pero los muertos no hablan; y este dijo:

—¿Dónde está? —y hubo un destello de algo ilegible en los ojos oscuros.

La voz era profunda, con una cualidad resonante de barril. Las palabras fueron dichas lentamente.

—¿Dónde está quién? —replicó Pelgrim.

—La mujer.

—¿Qué quiere con ella? Tiene un coraje infernal, señor...

Los ojos del grandullón detuvieron su trayectoria itinerante y se fijaron sobre el hombro del reportero. Sin mirar, Pelgrim supo que habían visto a Linda. Sintió que el gran cuerpo frente a él se preparaba para avanzar. Mientras George levantó los puños, gritó:

—¡Corre, Linda, corre!

Por encima del eco de ese mensaje en la calle solitaria escuchó sus tacones alejarse furiosamente. Sus puños golpearon al esponjoso cuerpo, y luego una mano gruesa y pesada se estrelló contra el costado de su cuello haciendo que sus sentidos se tambaleen. George estuvo a punto de caer, pero se agarró a un grueso brazo desollado. El hombre grande se inclinó hacia adelante. Un hombro lo agarró y George cayó de rodillas agarrando una pierna.

El grandulón gruñó.

George vio que la patada llegaba demasiado tarde. Aterrizó entre sus ojos y luego la oscuridad de la calle y la masa oscura de su oponente fueron tragados en una oscuridad aún mayor.

Lo siguiente que supo George fue la presión de un brazo debajo de su cabeza. Parpadeó a la luz de una linterna mientras una voz decía:

—Ya está, amigo, estás bien.

Luchó por levantarse y la luz de la linterna se reflejó en los relucientes uniformes de dos policías. Uno sostenía la linterna. George finalmente se puso de pie. Tenía un bulto en la frente y sus sentidos aún estaban débiles. Dio su nombre y dirección mecánicamente al policía que preguntaba, mostrando su tarjeta de prensa.

—¿No sabes quién era este tipo? —preguntó uno de los uniformados.

—No —No tenía sentido contar la historia completa ahora, lo importante era averiguar si Linda había llegado bien a su edificio—. ¿No serían tan amables de llevarme?

Lo apilaron detrás de ellos y lo llevaron a su destino. Casi antes de que saliera del patrullero, Linda había salido y lo estaba saludando. Temblaba.

—¡George, estaba muy asustada!

—Vamos, volvamos adentro.

—George, tu cabeza...

—Olvida eso —la condujo hacia el lobby—. ¿Alguna señal de él aquí?

Ella negó con la cabeza.

—¿Qué pasó? ¡Esos policías!

Le contó rápidamente lo que había sucedido.

—No deberías haberme hecho dejarte —criticó.

—No hubieras sido de mucha ayuda. No, este tipo es difícil, Linda. Ahora escucha. Quiero que subas a tu habitación y quiero que te quedes allí. Pase lo que pase, ¡quédate ahí! No puedo subir a este edificio. Te llamaré por la mañana. ¿De acuerdo?

Ella estuvo de acuerdo.

—Vamos a atrapar a ese tipo, Linda, no te preocupes.

—¿Qué... quién es él? —preguntó ella—. Quiero decir, ¿de qué se trata, George?

La mirada de miedo que odiaba ver estaba allí de nuevo, pero no podía culparla.

—¿Hay algo más que quiero preguntarte, George?

—¿Si?

—Cuando peleaste con él, ¿te agarró en algún momento, o lo tocaste?

Pelgrim sonrió con ironía y señaló su frente.

—Un agarre bastante bueno, ¿no te parece?

—Quiero decir —persistió—, hay algo en ese hombre que no está bien. Te dije que en la competencia de natación me agarró por los brazos y luego tuve que empujarlo. Era, bueno, era casi como si hubiera estado nadando. ¿Notaste algo extraño como eso?

George se rio estridentemente.

¡Crees que el pájaro está muerto! ¿Alguien ha vuelto de una tumba de agua? ¡Tu tío Egbert, que navegó antes del mástil y murió en España! —canturreó.

—No te rías —protestó—. Es solo que yo...

—Él es de carne y hueso, Linda. No hay nada muerto en él.

—No quise decir eso del todo.

—Bueno, deja de querer o pensar en nada —ordenó el reportero—. Sube a tu habitación y duerme un poco. Olvídalo. Sé que es un consejo tonto, pero es el mejor que puedo darte. Te llamaré por la mañana. ¿Está bien?

Ambos se levantaron. Ella le apretó la mano.

—Y muchas gracias. Este es mi problema y, sin embargo, lo has hecho tuyo. No sé qué hubiera hecho sin ti. Probablemente me hubiese vuelto loca.

—Olvídalo —estaba avergonzado—. Te llamaré por la mañana.

La acompañó hasta el ascensor y sólo cuando las puertas se cerraron con estrépito detrás de ella se dirigió a la entrada del hotel. Pelgrim todavía se sentía un poco tembloroso, así que llamó a un taxi. Al entrar en la avenida, vio algo por la ventana lateral. Mientras pasaban velozmente, vio el inconfundible bulto familiar apoyado casualmente contra un buzón, con el rostro vuelto hacia la fachada del hotel.

—¡Chofer, espere un minuto! Quiero volver.

—No puedo girar aquí, señor —se quejó el conductor—. Es contra la ley.

La siguiente mejor opción fue dar la vuelta a la manzana. Sin embargo, el hombre grande se había ido. George se acomodó en el taxi, satisfecho de que no hubiera nada más que pudiera hacer esta noche.

En su apartamento escurrió una toalla en agua fría y se la puso alrededor de la cabeza. Ayudó, le hizo pensar mejor. Esa pequeña cosa de la que Linda había hablado, lo que había notado sobre este hombre. Él también lo había notado. La extraña humedad de esas manos fornidas como jamones. Quizás había enfermedades que causaban estas cosas, él no lo sabría, y quizás acompañadas por algún tipo de trastorno mental. Todas estas cosas las podría averiguar y las descubriría. Mientras tanto, iba a barajar el mazo y hacer desaparecer a la Reina de Corazones.

Su alarma lo dejó sin sueño a las siete y media. Al cabo de media hora, con una ducha y un desayuno de café y huevos fuera del camino, estaba hablando por teléfono con Linda Mallory.

—Número uno —enumeró con pedantería—, Quiero que recojas tus cosas, Linda. El tipo sabe dónde estás. Vamos a arreglar eso. Número dos, llama a tu trabajo y diles que lo lamentas pero que no volverás. Y no salgas del hotel. ¿Entiendes?

Colgó y se fue a la oficina, sorprendiendo considerablemente al personal del periódico, desde el copista hasta los reporteros subalternos, por su llegada anticipada.

Entró en la oficina que compartía con Jim Crosier y cerró la puerta. Era demasiado pronto para que el otro estuviera allí, pero George aprovechó su tiempo. A las diez en punto había localizado un lugar al otro lado de la ciudad donde podría conseguir una habitación para Linda. Era en un vecindario respetable, no lejos de un metro. A las diez y media lo había arreglado todo con Mort Hoge, el editor de artículos dominicales, para que aceptara a Linda como mecanógrafa.

Entonces entró Crosier.

—Así que eres el reportero de delitos número uno en el condado.

Era una broma entre ellos. En realidad, Crosier sí conocía el tema, era un experto en la historia de la violencia, en el procedimiento judicial y sus aspectos legales. George describió sus experiencias con Linda Mallory. Al final, el otro reportero sonrió.

—¿Te quedaste con la chica?

Pelgrim resopló.

—Veo que sí —respondió Jim a su propia pregunta—. Y no has bebido demasiado últimamente, ¿verdad?

—Espera un minuto. Si crees que tengo esta patada en la cabeza...

—Escucha, George. La señorita evidentemente tiene otros admiradores además de ti. Este hombre gordo es uno de ellos. Ya sabes lo que dicen sobre nuestra civilización. Solo tendrás que aceptarlo, chico, ¿Qué? No, hijo, es un punto difícil legalmente hacer que arresten a un hombre porque dices que ha estado siguiendo a alguien. Sobre tu pelea de borrachos con él anoche... no lo sé.

George ahogó una réplica enojada cuando el otro reportero se volvió hacia su máquina de escribir. Y, sin embargo, ¿no había sido él mismo escéptico al principio? No, supuso que tendría que manejarlo él mismo sin órdenes judiciales, el Departamento de Policía o Crosier. Sin embargo, había una pequeña cosa que ayudaría. Conseguiría un arma. Eso era factible.

Salió de la oficina al mediodía y tomó un taxi hasta el hotel de Linda. La llamó y le dijo que bajara con su equipaje. Ella estuvo lista en diez minutos, aunque él tuvo que acallar sus protestas.

—No te preocupes. Tengo otro lugar para ti.

No, no debía dejar la nueva dirección como una de reenvío de correo. Después de un momento decidieron que podía remitir cualquier mensaje o correo al club de natación al que pertenecía.

El taxi que tomaron siguió un curso excéntrico hasta que George, mirando por la ventanilla trasera, se dio cuenta de que no había persecución. Su destino era una vieja casa de piedra rojiza de cinco pisos. La casera era la señora Brumley, una anciana regordeta, viuda de un ex reportero de la Gazette. Les dirigió un saludo maternal a ambos.

—Es bueno verte —le dijo a Pelgrim—. Y tengo la parte trasera del tercer piso para la señorita.

George vio a Linda subir las crujientes escaleras alfombradas. La suya era una habitación grande y aireada con vistas a los patios traseros.

—¿Te gusta?

—Creo que es grandioso —respondió Linda.

—Está bien, te acomodas y luego mañana llegarás a la oficina a las nueve —le dio la dirección—. No esperes verme —advirtió George—, pero te esperan en el Departamento D.

Bajó las escaleras y habló con la señora Brumley por un momento antes de irse. Explicó que la señorita Mallory había tenido las atenciones no deseadas de un hombre durante algún tiempo y que esa era la razón del apresurado cambio de dirección. La señora Brumley se encargaría de que no la molestaran extraños aquí. George describió al hombre corpulento con cuidado.

El teléfono interrumpió el sueño de Pelgrim a la mañana siguiente. Un ojo entreabierto se centró en el reloj. Con mal humor, notando que no eran ni siquiera las ocho, dijo un hola somnoliento, y luego las palabras que oyó lo atravesaron más profundamente que el timbre del teléfono. Era Linda y estaba asustada, muy asustada. Los ojos de George Pelgrim estaban ahora bien abiertos.

—Oye, espera un minuto. Espera.

—Está en el periódico —repitió ella—. Peggy Greene, ¡vivía al lado mío en el hotel! Te la he mencionado, George. Bueno, tal vez no lo haya hecho.

—Bueno, ¿qué pasa con ella?

—Está muerta. ¡Estoy tratando de decírtelo! ¡La encontraron en la noche!

—Eso es duro —se compadeció—, terriblemente duro. Sé que es una sorpresa terrible, pero no entiendo...

—George, es él. ¡Estoy segura! Escúchame. Peggy era casi de mi talla. Ayer, cuando estaba empacando, me pidió prestado mi traje azul. Se lo presté. Quería ponérselo por última vez. ¿No lo ves, George? Ella también es rubia como yo. ¡Él pensó que era yo!

El reportero pensó por un momento.

—Toma tu desayuno allí y espérame. Yo te recogeré —ordenó y colgó.

Treinta minutos después, en un taxi, leyó la primera edición de la Gazette. El crimen se calificó como un titular de cuatro columnas. La policía pensó que la habían estrangulado en algún momento alrededor de la medianoche en una sección solitaria a menos de una docena de cuadras de su hotel. A George le hizo preguntarse si era la misma sección solitaria donde él y Linda habían tenido su experiencia antes. La causa de la muerte fue estrangulamiento. Por las marcas en la garganta, la víctima había muerto por asfixia. No había rastro del agresor, aunque la policía estaba segura de que era un hombre.

Había una foto de Peggy Greene. Era rubia, mayor que Linda y de complexión fuerte y corpulenta. En la oscuridad, con su cabello claro y el vestido, fácilmente podría haber sido confundida con la otra chica.

La señora Brumley estaba llena de solicitud, diciendo una y otra vez pobre niña. Linda estaba conteniendo las lágrimas con esfuerzo. George intentó darle una palmada en el hombro. Parecía inadecuado. Finalmente la convenció de que lo acompañara a la oficina.

—No querrás sentarte aquí todo el día repasando todo esto —señaló el papel sobre la mesa.

Pero lo repasaron yendo al centro. George forzó un optimismo que no sentía.

—Podemos darle a la policía una dirección sobre el culpable —opinó. Trató de omitir, obviamente, el tipo grande estaba detrás de ti. Pero Linda Mallory lo entendió. Ella se volvió hacia él.

—Está loco, ¿no es así, George? Completamente loco. Una especie de maníaco pervertido.

—No lo sé, no sé lo que es.

No importa cuál sea el problema con el resto del mundo o con su propio mundo, es útil estar en una oficina grande e impersonal con mucha gente. Estás atrapado en el bullicio y la actividad. Es un intangible. No importa cuál sea tu problema, te sentirás mejor.

Linda lo hizo. Dos horas después de ser introducida en el Departamento D, estaba sentada allí escribiendo rutinariamente, escuchando a la pelirroja que mascaba chicle quejándose de su novio y riéndose a pesar de sí misma de las bromas de uno de los muchachos de la oficina. Había otra cosa dentro de ella, la conmoción, el miedo y el arrepentimiento por perder a una amiga; tal vez no conocía a la chica Greene desde hacía mucho tiempo. Tal vez solo un mes, pero aun así el sentimiento era perturbador.

George hizo que le enviaran los almuerzos al piso de arriba, y después la llevó a pasear, mostrándole algunas de las imprentas y las salas de composición. Más tarde ese día llamó a su club de natación. Les dijo, tal como le había indicado George, simplemente que se había tenido que mudar y que llegaría en una semana. Ellos, a su vez, pasaron la información de que había un par de cartas para ella y una llamada persistente, un hombre que seguía preguntando por su paradero.

Aquella noche, George la llevó en taxi directamente a casa.

Al final de la semana ella lo convenció de que la dejara ir al club de natación. Consiguió un tiempo libre a media tarde para ambos.

—Después de todo —argumentó—, se supone que soy nadadora. Tengo que practicar de vez en cuando.

Había una piscina en el sótano del edificio. Linda miró su correo y luego a George. Él adivinó lo que se avecinaba. Había una mujer de rostro curtido y aspecto masculino que había estado ocupándose de ella junto al escritorio, diciendo cosas como: así que descuidando tu práctica, querida, y después de un comienzo tan prometedor. Linda dijo:

—George, debería practicar un poco en la piscina. Aquí está perfectamente bien. Puedes quedarte o irte, como quieras. ¿No te parece?.

—Me quedaré —respondió secamente.

El tanque estaba en el nivel del sótano, una pequeña piscina de veinte metros, con paredes verdes y fondo de azulejos blancos. Había algunos bancos por un lado. En el otro había dos pasillos, uno conducía a las escaleras y el otro a los vestidores y duchas. Se sentó en uno de los bancos y estiró su largo cuerpo. El agua estaba muy clara y completamente inactiva. Supuso que más tarde habría más movimiento. Pero ahora era muy solitario, y las luces amarillas de la cúpula parpadeaban solemnemente sobre él.

En un momento, Linda salió en traje de baño. La mujer de rostro curtido que había sido presentada a George como entrenadora de natación de la Asociación se paró al lado de la piscina y gritó instrucciones mientras la chica nadaba arriba y abajo, primero lentamente y luego más rápido.

—Estás rodando demasiado, querida.

George, menos perfeccionista, se maravilló de los trazos largos y poderosos de Linda.

—Está bien —la entrenadora aplaudió—. Ahora haz unas pocas docenas de largos.

A continuación, la entrenadora hizo una seña a Pelgrim.

—Hay algo de lo que me gustaría hablar contigo —dijo en voz baja—. Aquí no. Ven a mi oficina un momento.

George miró dubitativo a Linda en la piscina. Ella lo saludó alegremente. Siguió a la mujer mayor por las escaleras. Lo condujo a una oficina pequeña y lúgubre y cerró la puerta. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de nadadoras.

—Mis chicas —entonó la mujer con orgullo—. Realmente creo que Linda Mallory podría ser una de las mejores, pero no ha estado practicando lo suficiente.

—¿Y de qué querías hablarme?

La entrenadora enrojeció. Sus manos se agitaron en el aire. George se dio cuenta de que estaba realmente avergonzada.

—Creo que será mejor que vuelva a la piscina.

—No, no —gritó ella, y puso una mano en forma de garra en su brazo—. Verás, Linda debería dedicar todo su tiempo a la natación. Realmente podría, bueno, creo que realmente podría volverse muy buena. Es una gran oportunidad.

—Así parece, pero realmente creo que debería volver.

Ella protestó débilmente de nuevo. Pelgrim abrió la puerta y empezó a bajar las escaleras hasta el sótano. Escuchó que la mujer lo seguía unos pasos atrás. La piscina estaba vacía, y ese vacío se le atascó en la garganta. ¿Cuánto tiempo había estado arriba? Cinco minutos, tal vez un poco más. Se volvió hacia la mujer, furioso.

—¿Dónde está el camerino de Linda Mallory?

Ella hizo una seña hacia el otro pasillo.

—Ahora, no se emocione tanto, joven.

Corrió por el pasillo. Ella lo siguió.

—Ese —indicó a la izquierda.

En todas partes, las puertas del vestidor estaban abiertas y mostraban nada más que un vacío absoluto. Sin llamar, abrió la única puerta cerrada. También estaba completamente vacío. La mujer mayor estaba en la puerta detrás de él.

—De verdad, está bien —protestó—. Te estás excitando demasiado.

—¡Qué es lo que está bien! —gritó George.

—Ella está con el caballero— insistió la entrenadora. Ella está bien.

Le contó la historia. Este hombre que había telefoneado tantas veces preguntando por Linda, admitiendo caprichosamente que, como pretendiente, estaba perdiendo frente a otra persona. ¿Le avisarían la próxima vez que ella viniera, lo llamarían de inmediato?

—Me dio su número —proclamó la mujer—, y me obligó, positivamente, a que aceptara un billete de cincuenta dólares —el recuerdo todavía la avergonzaba—. Fue muy persistente.

—¿Cómo se veía? —gritó Pelgrim.

—Bueno, no es lo que realmente llamarías atractivo. No, en absoluto. Era muy grande, casi gordo, sí, gordo. Una cara grande y blanca con ojos muy oscuros, pero fue muy cortés conmigo.

George pudo verla recordando el billete de cincuenta dólares.

—¿Y crees que Linda se fue de aquí con él por su propia voluntad?

—Por supuesto. Él era su prometido. Al menos eso es lo que deduje.

George se burló y escuchó el extraño sonido de su propia voz alzándose.

—Mire aquí un minuto.

La mujer se adelantó mirando hacia el vestidor, con los ojos desorbitados como si esperara encontrar un cadáver.

—¡Su ropa! —tronó Pelgrim—. Su vestido, todas sus cosas están aquí. ¿Crees que ella desapareció, dejó este edificio por su propia voluntad en traje de baño?

La mujer negó con la cabeza, el asombro se extendió por su rostro.

—Ciertamente no se arriesgaría a llevarla arriba y afuera de esa manera. ¿Hay una entrada trasera? ¡Rápido!

La mujer asintió y señaló el camino por el que habían venido. George lo encontró. Conducía a un callejón junto al edificio. También estaba vacío, pero afuera, junto a la pared de ladrillos, estaba su gorro de baño rojo con una costura de goma rota. Lo recogió y, sin decir nada más a la sorprendida mujer mayor que aún seguía su rastro, se subió a un taxi y le dijo al conductor:

—Llévame a la comisaría más cercana.

El sargento Murphy fue de gran ayuda en esa forma imperturbable y poco constructiva que tienen los oficiales de policía ante cualquier catástrofe. George dio una descripción completa de Linda y, lo mejor que pudo, una descripción del hombre. El único factor que provocó que un vestigio de vida se encendiera en el rostro del sargento fue mencionar que la chica había sido secuestrada en traje de baño.

—¡En traje de baño, dices! —esa fue la única contribución del sargento Murphy.

George se fue a casa. Se sirvió un trago fuerte y otro, luego se acordó de llamar a la oficina y les dijo que transfirieran las llamadas a su apartamento. George encendió la radio. Llamó a la comisaría. No hubo novedades. Nunca antes había sido un corredor, pero ahora caminaba de un lado a otro. Fue doblemente difícil porque era culpa suya por dejarla allí.

¡Esa estúpido idiota de mujer hablando sobre el caballero dándole un billete de cincuenta dólares! Pero los billetes de cincuenta dólares no crecen en los árboles, lo que podría significar que era rico y, en ese caso, estaría bien. ¡Qué razonamiento!

A la una y cuarto de la madrugada (George sabía la hora exactamente porque acababa de escuchar las noticias en la radio), llamaron a su puerta. Los golpes eran insistentes, histéricos.

Pelgrim abrió la puerta, esperando cualquier cosa. Era Linda. Ella cayó en sus brazos. Sus rodillas cedieron y cayó al suelo. Tenía un abrigo largo, viejo y andrajoso a su alrededor y un feo hematoma en el pómulo. Ella le murmuró algo sobre un taxista y se quitó el abrigo largo. George lo entendió.

—¿Estarás bien por un minuto?

Ella asintió con la cabeza, pero se sentó en el suelo donde se había derrumbado. Su rostro estaba gris, sus ojos estaban llenos de fatiga. Se aseguró de que el pestillo estuviera en la puerta y sintió que se cerraba desde fuera. El taxista esperaba con escepticismo y se ponía cada vez más nervioso.

—No debería haberlo hecho, señor —aceptó agradecido su largo abrigo.

George le pagó el pasaje y una propina de cinco dólares, con lo que el taxista se puso locuaz.

—Debería cuidar mejor a su esposa, señor, una chica hermosa así. Fiesta de disfraces, me dice. ¡Qué fiesta de disfraces, me digo! ¡Ir por la ciudad en traje de baño! No es asunto mío, pero si me pregunta, señor, le diré que es extraño.

George dejó al conductor hablando y se apresuró a regresar al edificio. Al cabo de un momento volvió a entrar en su apartamento. Sus ojos estaban muy abiertos por el miedo y vidriosos por la conmoción. La acercó a su cama y la subió a ella. Luego llamó a un médico amigo suyo, un hombre al que no le importaba que lo molestaran a esa hora y que no le haría demasiadas preguntas.

Linda dijo poco. Ella estaba claramente agotada. El doctor Allen, cuando llegó, lo confirmó.

—Le he dado algo para que se duerma —le dio un puñetazo a su amigo en el hombro en broma—. ¿Qué estás haciendo, George, mi chico, y cuál es el asunto del traje de baño?

—¿Ella está bien? —Pelgrim no estaba de humor para bromas.

—Ella está bien. Un buen sueño bastará. Tiene un feo hematoma en el pómulo.

Después de que Allen se fue, George entró de puntillas y vio que Linda estaba durmiendo. Cerró la puerta silenciosamente y luego se acurrucó en el sofá de la sala.

Ella durmió hasta tarde, y antes de que él escuchara los primeros movimientos en su habitación, ya había preparado algo de desayuno. Luego telefoneó a la oficina diciendo que ella no iría y que él llegaría tarde. Cuando le sirvió café y tostadas, se alegró de lo mejor que se veía, aunque el pómulo todavía estaba feo.

—Hola —dijo Linda.

—¿Recuerdas algo de anoche?

Ella no negó con la cabeza, pero parecía dudosa. Luego apretó las manos con fuerza.

—Sí —su voz era baja—. Sí, lo recuerdo. Lo recuerdo todo, George, y no quiero hacerlo.

No le gustó la expresión de su rostro y charló rápidamente sobre otra cosa. Le sirvió un poco de café. Él le dijo que se quedara quieta, que no contestara el teléfono o la puerta a menos que sonara con un código simple que él le explicó. Luego salió.

Las oficinas de la Administración Civil de la ciudad no le eran desconocidas. Había estado allí antes. Una vez hubo una conferencia en las cámaras del alcalde. En otra ocasión, cuando el Comisionado de Policía había sido juramentado. El Comisionado, recordó George, era un hombre alto con el porte erguido de los militares y un bigote gris erizado, un hombre bastante atractivo.

Mientras esperaba en la antesala, George ensayó mentalmente lo que iba a decir. Por supuesto, era inusual llevar una queja al Comisionado, pero consideró que, dadas las circunstancias, era justificable. No era en absoluto reacio a sacar provecho del deseo de un funcionario público de complacer a los representantes de la prensa. Una buena prensa a menudo elige a los funcionarios públicos y la información comprensiva es una buena prensa. Cualquiera, desde el nivel más bajo de guardia hasta arriba, lo sabe.

Lo diría simplemente: Señor Comisionado, me doy cuenta de que este es un caso bastante extraordinario, pero esta conocida mía… y delinearía la situación, terminando con una descripción del gran hombre. El Comisionado escucharía cortésmente y, como mínimo, se publicaría algún tipo de alarma o alerta para recoger a este personaje, al menos para interrogarlo.

George esperó. Y luego se abrió la puerta de la oficina del Comisionado. Pero los ojos de George no eran para su porte erguido y el bigote gris pulcramente recortado. En lugar de eso, quedaron atrapados y fascinados por el compañero del comisario. La inmensidad, la oscuridad, el traje arrugado…

Los dos hombres se dieron la mano con fervor y luego el monstruo de traje oscuro pasó pesadamente junto a Pelgrim como si no lo hubiera visto, y salió de las oficinas.

El Comisionado hizo una seña al reportero, atónito, frunciendo el ceño mientras lo hacía. El ceño se quedó quieto cuando se sentaron adentro. La boca de George estaba seca. Su garganta estaba cerrada. Las palabras no venían. No vino nada. En cambio, el Comisionado habló con el ceño fruncido.

—Ahora, señor Pelgrim. ¿Es usted Pelgrim de la Gazette, verdad?

George logró asentir. El Comisionado prosiguió:

—Ah, sí, claro que te recuerdo. ¡Por favor, no me digas que has venido aquí para presentar una queja!

George estaba inmóvil. El Comisionado hizo un gesto con la mano.

—Todos cometemos errores. Por supuesto, no quiero avergonzarlo con un recital de lo que sabe muy bien, porque el hecho es que el señor que acaba de irse ha presentado una queja en tu contra. Me dijo hace un momento que, siguiendo tu conducta de los últimos meses, probablemente lo estarías siguiendo aquí —el comisario hizo otro gesto con la mano en el aire—. Dijo que probablemente podrías presentar una denuncia en su contra.

El Comisionado sonrió como si esta última contingencia fuera tan ridícula que ninguna otra reacción facial pudiera satisfacerla.

—Hay una chica, lo sé —continuó el Comisionado.

George empezó a hablar, pero el funcionario le indicó que guardara silencio.

—Lo sé, sé cómo surgen estos malentendidos. Pero, dadas las circunstancias, le sugiero que salga de esta situación con gracia. Por supuesto, no me gustaría tomar ninguna medida en nombre de la ciudad o del Departamento de Policía contra usted, por ejemplo, hablando con su empleador.

—¿Quién es él? —dijo George finalmente.

El Comisionado pareció sorprendido.

—¿No lo sabes? ¡Ese es Lother Remsdorf, Jr!

El nombre dio vueltas en la mente de Pelgrim y luego se encendieron las luces. Lother Remsdorf había sido el brillante experimentalista y multimillonario propietario de ese enorme lugar en Grandview Avenue, algunas plantaciones en el sur, minas de carbón y vastas propiedades inmobiliarias. Remsdorf podría comprar y vender Comisionados de policía.

—¿De qué me acusa? —George preguntó con los labios apretados.

—Ahora, ahora, señor Pelgrim. Todo esto se puede hacer con un mínimo de dramatismo y sin una gran pérdida para usted. Hay, ya sabe —dijo con lo que pretendió ser una sonrisa ingeniosa—, otras chicas en el mundo. ¡Deje en paz a la prometida del señor Remsdorf! Espero haber sido claro.

Los siguientes días fueron tortuosos. Linda había recuperado su fuerza física y, poco a poco, la conmoción de sus experiencias con Remsdorf había pasado. George se enteró poco a poco, sin querer forzarla, sobre cómo había aparecido el gran hombre de la nada poco después de que George subiera las escaleras con la entrenadora. La había agarrado antes de que pudiera escapar a la piscina de nuevo y la había obligado a salir por el camino de atrás. Habían conducido durante mucho tiempo en su larga, negra y cara limusina. El chofer era una especie de sudamericano de librea, pensó.

Le contó una extraña historia sobre él y sobre ella y donde, como un crucigrama, sus dos destinos encajaban. Le había dicho que no era como los demás hombres. Ella lo había escuchado con creciente horror, no queriendo aceptar lo que decía, sus ojos observaban fascinada las gotas de humedad en el dorso de sus enormes y carnales manos, y recordó que cuando él la había tocado, sus manos estaban mojadas como si él hubiera estado nadando y no ella.

La forma prosaica y práctica en que presentó lo que afirmó era una verdad científica sobre sí mismo hizo que las revelaciones fueran aún más horribles. Linda se había sentado acurrucada en la esquina de su enorme sedán, aturdida, sin palabras. Finalmente había conducido hasta la casa de Grandview Avenue. La había ayudado a entrar. Ayudado no era la palabra, porque su mano gigante se había cerrado sobre su antebrazo y ella sintió que él lo habría arrancado antes de dejarla escapar. ¿Y a dónde podría ir? ¡La imposibilidad de huir por una calle de la ciudad en traje de baño!

Le había hablado en la casona, tan silencioso e imperturbable como sus criados que iban y venían con bebidas y comida que ella evitaba tocar. Bebía, advirtió ella, grandes cantidades de líquidos, jarras de leche, vasos y vasos de agua y licores variados. Finalmente él se sentó a dormir y parecía empapado de agua, rodeado de vasos vacíos. Había reunido sus fuerzas y corrió por los pasillos de la vieja y monstruosa casa. Lo había escuchado despertarse, el sonido de una campana sonando, sin duda para convocar a los sirvientes, y luego su enorme peso viniendo tras ella en su persecución.

Afortunadamente, había encontrado una puerta, y justo cuando su figura de pesadilla doblaba una esquina detrás de ella, irrumpió en la calle, sin preocuparse por su apariencia. Fue entonces cuando encontró un taxi y contó su historia entre lágrimas. Cualquier historia, que había estado en una fiesta de disfraces, y le dio al conductor la dirección de George.

Pelgrim escuchó, medio incrédulo algunas veces, pero el terror había sido una cosa estampada en su rostro, tan real como el hematoma donde el hombretón la había golpeado cuando la arrastró luchando fuera de la piscina.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas con su tranquilidad se prestaron con gratitud a una creciente sensación de seguridad. Linda lo sintió y disfrutó de ello. El color volvió a su bonito rostro. Ella había continuado en casa de la señora Brumley y su rutina era simple. George la recogía todas las mañanas en un taxi y se dirigían a la oficina. Volvían a casa juntos por la noche, y en todo ese tiempo nunca vieron a Remsdorf. En los primeros días de ese período, George descubrió todo lo que pudo sobre Lother Remsdorf, Jr. El padre había sido un científico brillante. Nada menos que una autoridad que Carrel había denominado como adelantado a su tiempo.

Había tenido la brillante mente analítica, incisiva y curiosa del experimentalista nato, además de la herencia familiar de vastas riquezas que le permitieron ahondar donde quisiera, independientemente de las políticas que rodean las subvenciones monetarias de las instituciones científicas y médicas. Algunos expertos opinaron que no había límites para los avances antropológicos, biológicos y protoplásmicos que Remsdorf podría haber logrado cuando la catastrófica explosión destruyó su laboratorio de montaña. La mayor parte de su equipo y todas sus notas fueron borradas, y los grupos de búsqueda que acudieron al elevado sitio para buscar entre las ruinas ennegrecidas nunca encontraron rastro de Remsdorf, padre.

Sin embargo, había un hijo para continuar con el nombre: Lother Remsdorf, Jr. Aunque aparentemente sus intereses no estaban relacionados con la ciencia, supuestamente tenía una mente brillante, y como heredero directo y único era uno de los tres hombres más ricos en el país. Un hombre en su posición podía comprar casi cualquier cosa que quisiera, desde propiedades hasta vidas humanas, para hacer, distorsionar o destruir, como quisiera.

Pelgrim sintió una enorme futilidad en esos primeros días, pero a medida que pasaba el tiempo y Linda se alegraba, él también tenía esperanzas de haber visto lo último del gran hombre. Con los meses llegó el comienzo del invierno, y la primavera y el verano pasados parecían una historia medio olvidada que se encontraba en el pasado distante.

El trabajo de Linda en el periódico había continuado, pero un día se acercó a George con los ojos brillantes. Se avecinaba la última competencia de la temporada. Quería competir.

—Sé que he descuidado mi práctica —admitió—, pero me gustaría intentarlo. George, ese terrible asunto ha quedado atrás. ¿No lo crees?

Dijo que pensaba que sí, pero de alguna manera le molestaba la asociación con la natación. Le pidió la tarea a su editor y, una semana después, estaban en el tren, con la aceptación de la entrada de Linda en su bolso. El viaje a la ciudad del sur fue un salto de la noche a la mañana. George vio a Linda a salvo en su litera inferior. La de arriba estaba ocupada por una anciana que iba a visitar a su hijo, mientras que George tenía un piso superior al otro lado del pasillo.

Su deseo de fumar un cigarrillo antes de acostarse llevó al reportero a la parte trasera del tren. El coche estaba vacío a esa hora excepto por un portero contando propinas. Pelgrim abrió la puerta y se abrió camino en la oscuridad hasta un asiento. Ahuecó sus manos sobre una cerilla para encender su cigarrillo. Inhaló profundamente y luego expulsó el humo a las corrientes de aire que se apresuraron a pasar.

Era tan silencioso como un vagón de ferrocarril con el rítmico chasquido de las ruedas, lo suficientemente silencioso como para que cuando una voz dijera: Buenas noches, señor Pelgrim, George saltara mientras pensaba en un disparo de revólver.

Volvió la cabeza y solo distinguió la forma de alguien sentado en el asiento opuesto. Los tonos y la forma le resultaban demasiado familiares. George exhaló de repente, un jadeo que sonó como:

—¡Tú!

—Por favor, no digas nada tan prosaico como que te estoy siguiendo —se rio el gran hombre—, o tendré que sugerir a las autoridades que es todo lo contrario. ¿Cómo está la señorita Mallory?

—Ella… estaba bien —dijo George, enojado, poniéndose de pie. Se paró en la puerta de entrada mirando a Lother Remsdorf—. ¡No me importa quién eres! Me voy a deshacer de ti, ¿entiendes?

Pero esta acalorada denuncia solo hizo que el grandullón se riera más.

—Quiero tenerla, señor Pelgrim, a pesar de todos sus esfuerzos. Verá, ella y yo, nuestros destinos, están unidos. Pero no lo entendería —su voz adquirió una dureza quebradiza—. ¡Será mía o no lo será en absoluto! En cuanto a sus preocupaciones acerca de quién soy, bueno, deje que eso quede subordinado, señor Pelgrim. ¡Le sugiero que se preocupe por lo que soy!

George salió furioso por el sonido de la risa detrás de él. Se metió en su litera y se quedó allí el resto de la noche mientras las ruedas contaban las millas y las horas, y pensaba y se preguntaba y pensaba un poco más, siempre terminando en un callejón sin salida.

A la mañana siguiente, transfirió el revólver de su maleta a su bolsillo. Había planeado no decirle nada a Linda sobre Lother Remsdorf, pero al bajarse del tren vio al hombretón bajar dos maletas. La inmensidad, el volumen, el traje oscuro arrugado, estas características no debían confundirse. Tampoco pasaron inadvertidas para la chica.

—Dios mío —casi gritó—, ¿no vamos a ser nunca libres de él? ¡Ha vuelto a aparecer, George! ¿Qué podemos hacer?

Trató de calmarla, y en parte lo logró. Su hotel era pequeño y George se aseguró de que no hubiera ningún Remsdorf registrado allí. Sin embargo, la noche siguiente en los campeonatos, el grandullón estaba sentado de manera prominente en un asiento junto a la piscina. George se preguntó por el coraje de Linda. Desde su posición en la fila de la prensa podía ver su rostro tenso, sus ojos atraídos, casi como hipnotizados por la oscura masa sentada, mirándola implacablemente.

En la final su salida fue pobre, como si estuviera preocupada por otra cosa y apenas oyera el arma. Nadó valiente y espléndidamente, recuperando la mayor parte del terreno perdido. De todas formas, llegó en segundo lugar a un pie más o menos detrás de la líder. Más tarde, en su hotel, la chica estuvo al borde de la histeria. Las presentaciones de medallas estaban programadas para el día siguiente.

—Tenemos que salir de aquí, George —insistió Linda—. Le tengo mucho miedo.

Hicieron las maletas apresuradamente y se marcharon por un camino trasero. El pequeño pueblo del sur se había llenado de visitantes atraídos por el espectáculo acuático. A pesar del aire frío, un espíritu de carnaval invadió las calles. George encontró un taxi y empujó a Linda adentro, dirigiendo al conductor a la estación.

La primera vez que se dio la vuelta y miró por la ventana trasera, no había nada sospechoso. La segunda vez pensó que los estaban siguiendo. Cuando llegaron a la terminal de trenes, estaba seguro. Le arrojó un billete al conductor, tomó su equipaje y empujó a la chica a la sala de espera. Una última mirada había mostrado otro taxi avanzando por la calle hacia la estación.

El agente de venta de boletos lo miró, adormilado.

—No estés tan emocionado, jovencito. El próximo expreso para el Norte no pasa por aquí en más de dos horas todavía. No puedo entender por qué ustedes, los Yankees, están tan ansiosos por volver a esa arruinada ciudad.

El otro taxi se había detenido en el camino de entrada. George empujó a Linda hacia la puerta que conducía al andén. Los rieles brillaban fríamente bajo las ocasionales bombillas eléctricas. Se apresuraron un poco hacia el andén, y luego Pelgrim, mirando hacia atrás, vio la luz oblonga cuando se abrió la puerta de la estación. Aun así, nadie podía verlos hasta que saliera de la sala de espera iluminada.

—Atravesaremos las vías —murmuró—. Es la única manera.

Ahora era un vuelo, un vuelo ciego e histérico para escapar. Ayudó a Linda cuando sus talones quedaron atrapados en un durmiente. Cuatro vías, ocho vías, y luego arbustos y arbustos, afortunadamente del otro lado.

—¿Sabes a dónde vamos? —preguntó ella.

—No estoy seguro, pero recuerdo que cuando llegamos aquí había un aeródromo no lejos de la estación.

Avanzaron por la zona boscosa. Casi al mismo tiempo que vieron la baliza circular en el cielo delante de ellos, ambos detectaron los sonidos de persecución, pisadas pesadas y metódicas, inconfundiblemente los sonidos de una persona grande que los seguía.

—¡Continúa! —jadeó George, y la escena recordaba levemente a esa otra época, meses antes en la ciudad—. Continúa, puedes lograrlo. Yo lo enfrentaré.

Ella quería quedarse, o huir con él. Sus labios rozaron su mejilla. Linda murmuró:

—No quiero dejarte —y él le ordenó con brusquedad que se fuera—, esto terminará hoy, para bien o para mal.

Linda vio el revólver en su mano y comprendió.

Pasaron los minutos, más tiempo del que se había atrevido a esperar. Ella ya estaba bien lejos, casi en el aeropuerto municipal, pensó. Y luego, de entre los arbustos, apareció Lother Remsdorf, con la ropa de su enorme cuerpo de toro más arrugada que nunca, las manos colgando a los costados y el sombrero negro sujeto con fuerza a la cabeza. Avanzó lentamente, la luz de las estrellas se reflejó en el revólver de Pelgrim.

—¿Ahora nos dejarás en paz? —gruñó el reportero entre dientes—. ¿Volverás por donde viniste y no volverás a molestarnos nunca más?

La risa comenzó entonces dentro del gran hombre, en lo más profundo de su interior, y se convirtió en un gorgoteo sonoro. Las manos gigantes se levantaron y dio un primer paso amenazante cuando George disparó.

Apuntaba directamente al gigantesco centro del hombre, y en el rango de solo varios pasos, no podía haber fallado. Remsdorf se abalanzó hacia él y el sonido baboso de su risa pareció golpear al reportero. George disparó una y otra vez, pero el monstruo siguió acercándose.

Dos disparos más, y luego, con solo una bala en la recámara, Pelgrim levantó su revólver y apuntó directamente al horrible rostro blanco e hinchado que se cernía ante él. Apretó el gatillo y vio el curso de la bala en la cara del hombre. Remsdorf negó con la cabeza y se detuvo, pero Pelgrim estaba como clavado en el suelo, fascinado.

El grandullón seguía sonriendo y una mano se acercó y se tocó la mejilla. El agujero era aparente, pero lo que rezumaba, lenta, espesa, casi como miel, no era sangre. No podía ser sangre porque no era rojo. Era un líquido de color neutro, extraño y terrible de ver, inexplicable. Una sustancia casi blanquecina, espesa, parecida al suero.

—Tienes agua en ti, no sangre —gritó involuntariamente el reportero—. No eres humano...

Casi imperceptiblemente, la gigantesca cabeza asintió, como en un acuerdo mudo y alegre.

Entonces George se volvió y echó a correr. Corrió tan rápido como pudo, tanto tiempo como pudo. En algún lugar del fondo de su conciencia, el joven pensó que esto no podía ser, que se despertaría y descubriría que todo era un sueño, pero tuvo suficiente presencia de ánimo para guardar el revólver en el bolsillo de su abrigo mientras llegaba al aeropuerto municipal.

Ella lo estaba llamando y tomaron un vuelo hacia el norte. No podía hablar, solo jadeaba, pero se acurrucaron juntos mientras el avión se llenaba. Los minutos pasaban y Linda seguía murmurando con la cabeza apoyada en su hombro. ¿Por qué el avión no partía? Sostuvo su cabeza allí porque estaba demasiado cansado para hacer otra cosa y porque no quería que ella viera quién acababa de subir al avión… sonriendo todavía... un hombre con seis balas en el cuerpo. ¿Un hombre?

Volaron hacia la noche, hacia el amanecer, y todo el tiempo George pudo sentir, sin mirar, esos ojos sobre ellos, desde atrás. Linda durmió contra su hombro de manera irregular y él acarició suavemente su cabello dorado. El vuelo terminó en un aeropuerto del norte y los dos desembarcaron aturdidos. Remsdorf estaba muy cerca. Fue uno de esos caprichos del destino que hizo que George mirara hacia el avión canadiense que se estaba calentando en la siguiente pista. De improviso compró dos billetes, y en quince minutos volvieron a volar hacia el norte, pero no más solos, ni más impunes de lo que habían estado antes.

George tenía un pariente en esta cierta ciudad canadiense hacia la que se dirigían, un tío de cierta influencia local, pero del que no se podía esperar que contribuyera a su problema de manera concreta. Era sólo el impulso de seguir adelante lo que había impulsado a Pelgrim. Linda tenía demasiado frío y estaba demasiado cansada para preocuparse más. Empezaba a nevar cuando aterrizaron en el aeropuerto del norte de Canadá. George metió a Linda en un taxi. El fiel Remsdorf estaba muy cerca en otro. Salieron en la dirección de su tío. La nieve era más densa y el viento helado.

George buscó el nombre de su tío en el timbre. No había nada. Frenéticamente presionó «Superintendente». El taxi de Remsdorf se detuvo afuera y el hombretón salió al otro lado de la calle. George esperaba que se quedara paralizado con su arrugado traje oscuro, se enfermara, cayera muerto, cualquier cosa.

El superintendente se asomó por la puerta con una cara adormecida.

—Ya no está aquí. Se ha mudado. Está a unas diez cuadras de la calle.

Garabateó una dirección para Pelgrim y se la entregó. Los dos empezaron a andar de nuevo, con las cabezas inclinadas contra la tormenta. La nieve casi se había detenido cuando el mercurio descendió aún más, pero la marcha iba mal y el viento era feroz. Los dientes de Linda castañeteaban mientras caminaban, interminablemente al parecer.

La última mitad del camino pasaba por un pequeño parque, desierto con este clima. El hombretón todavía estaba detrás de ellos, o eso vio George cuando estiró la cabeza, pero había algo nuevo y extraño.

—¿Qué es? —los dedos de Linda se clavaron en el brazo de Pelgrim.

—Está bien —aseguró George—. Sigamos adelante —pero su cabeza todavía estaba inclinada hacia atrás.

El grandullón caminaba tambaleante, rígido. Parecía estar esforzándose tanto como antes por seguirles el paso, pero sus pasos eran torpes incluso para él.

Casi habían llegado al otro lado del parque cuando George vio que Remsdorf se tambaleaba y extendía sus grandes manos para agarrarse de un banco. Se acomodó rígidamente en él como un anciano con reumatismo.

George volvió la cabeza y vio la dirección delante. Pronto estuvieron fuera del mal tiempo y su tío, pequeño, gris como siempre, cacareaba sobre ellos como una gallina. A Linda la acostaron inmediatamente en la habitación de invitados con una bolsa de agua caliente y medio litro de té. George habló con su tío durante un rato, agradecido de que el hombre mayor no lo presionara por razones.

—Sé que ustedes, los periodistas —dijo—, siempre están metidos en problemas buscando historias. Hijo, deberían acostarse ahora. Pareces bastante arrugado.

George le aseguró que lo haría, pero dijo que no, que ciertamente no aceptaría la cama del anciano. Dormiría en el sillón.

A medianoche, la casa estaba en silencio. George se acercó de puntillas al armario del frente y sacó un abrigo. Luego, en silencio, salió por la puerta principal.

La noche estaba clara y con nieve. Se dirigió hacia el parque desierto. Caminó por el camino que habían tomado antes hasta que llegó al desolado banco. Allí estaba Remsdorf, que ya no sonreía, sentado fijamente. Los pensamientos del periodista volvieron a la sustancia acuosa que había salido de la herida del monstruo donde debería haber sangre.

George se acercó y sus ojos se abrieron. Era demasiado, era increíble, pero la cabeza de Remsdorf bajo el sombrero negro y holgado parecía una bola de nieve, sus manos eran rígidas garras de hielo. George, incrédulo, sacó el revólver del bolsillo y golpeó suavemente con el cañón uno de los dedos extendidos. La punta se rompió tan fácilmente como si esta cosa fuera una figura de caramelo.

Porque Remsdorf no era de este mundo. Estaba congelado. Estaba muerto. ¡Era un hombre de hielo y nada más!

Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Allison V. Harding.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Allison V. Harding: El hombre húmedo (The Damp Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me gusta saber de este escritora, gracias a este blog. Y me despertado la curiosidad sobre una escritora de pulp, además prolífica. Me gustaría leer las secuelas.

¿La ilustración fue hecha para el relato? Lo representa muy bien, con su conflicto.
El villano está muy bien imaginado, con todos sus rasgos, su personalidad. Tiene sentido que tenga cierto carisma, que nunca levante la voz, seguro de si mismo.

No creo notar que su propósito sea la reproducción de su especie. Tal vez sea sólo el placer. Y podría ser el producto de un experimento, más que un hijo transformado. Y hasta podría dudar que el accidente en el laboratorio haya sido un accidente. Tal vez fue capaz de asesinar a su padre o creador, para heredar su fortuna. Y fue astuto para llegar a tener influencia, como para una impunidad legal.

Tal vez no sea casual que Linda sea una nadadora, con físico atlético, como belleza. Tal vez esos rasgos la hayan hecho especialmente atractiva y deseable como presa. Y que la haya dominado, revela lo fuerte del acechador, lo que suma inquietud.
Y hubo una víctima que se parecía a ella. ¿Será por que no era ella o fue un adelanto de lo que habría hecho con Linda?

Gran relato. Gracias por traducirlo.



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