El ladrón de libros.
Ningún otro objeto posee la cualidad de preservar, a veces de forma inalterable, una parte intangible de su propietario. Es extraño, pero los libros que más quiero se vuelven cada vez más gordos con el transcurso de los años, como si en cada lectura uno dejara una parte de uno mismo grabada entre las páginas.
Esto es lo que había pensado escribir, pero en seguida uno se da cuenta que el razonamiento es falaz: pasan los años y, en las relecturas, uno va imprimiendo ideas, sentimientos, pensamientos, sonidos, colores; en fin, creo que la idea se entiende. Sentimentalismo realmente despreciable.
Pero no es esto lo que quería escribir exactamente.
Lo que quería escribir es que, hace poco, tomé un libro de mi biblioteca, un libro que me acompaña desde hace muchos años. Lo robé, bajo el pretexto de rescatarlo de manos indignas, en un hostel de Jujuy. En estos casos, la apropiación de un libro no está mal vista, siempre que uno deje otro para reemplazarlo. No es una regla escrita, pero la mayoría la respeta.
No viene al caso mencionar el título. Uno nunca sabe si su anterior propietario todavía lo está buscando. Si es el caso, deberías saber que el libro está perfecto estado. Se podría decir que es feliz.
El asunto es que, al volver a tomarlo en mis manos, no sentí eso que quería escribir hoy, quiero decir, aquello de que uno va grabando distintos momentos de su vida con cada relectura. La idea es pueril, lo acepto, pero además es falsa.
Quería escribir sobre un libro que uno haya leído muchas veces, un libro que, cuando lo abrimos, nos encontramos con un yo un poco diferente, más joven, más parecido a ese ideal que tenemos sobre nosotros mismos, como si de algún modo el libro nos hubiese preservado. Pero entonces tomé aquel libro robado y no sentí nada de todo eso.
Nada.
Quería escribir que los libros engordan con los años, que uno, como lector, le va añadiendo un contenido personal que lo robustece. Eso quería escribir, pero entonces me di cuenta de lo contrario: los libros adelgazan con el tiempo.
Eso me pasó con el libro robado. Lo sentí seco, como desnutrido.
Esta mañana volví a abrirlo, muchos años después de haberlo robado. Crujió entre mis dedos como si despertara lentamente, y me encontré, efectivamente, con un yo un poco diferente, más joven. Pero, ¿dónde estaban los otros yo, los incontables yo que lo habían releído tantas veces?
Solo encontré al ladrón en medio de la noche. Encontré a mi pareja, también, un poco diferente, más joven. Encontré sol, mucho sol, las dificultades de hacer un asado en la altura, una piedra que repica como una campana, una sandía perfecta, una sopa cuyos ingredientes (yuyos arrancados al costado de la ruta) nunca pude arrancarle a la mujer que los preparó. Creo que se llamaba Elena o Elsa. No estoy seguro. El recuerdo impreso estaba borroso.
Este libro, estoy seguro, me ha preservado, pero se abstuvo de registrar otras versiones de mi mismo. No dice nada sobre cómo me sentía, qué pensaba, releyéndolo en el viaje de regreso, o aquí, en Buenos Aires. No dice nada sobre los muchísimos otros yo que lo han abierto.
Este libro —y acaso todos los libros— posee la cualidad de preservar, inalterable, una parte intangible de su propietario, pero solo una, un lapso de tiempo determinado, digamos, un segmento de nuestra vida, que queda grabado de forma imborrable. No importa cuántas veces más lo abramos, siempre nos encontraremos con el yo del primer encuentro, yo, con el ladrón.
Para los libros, la primera impresión es la que cuenta.
Egosofía. I El club del antilibro.
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