«La casa espectral»: Ambrose Bierce; relato y análisis.
«Los únicos objetos dentro de las paredes
de esa habitación eran cadáveres humanos.»
de esa habitación eran cadáveres humanos.»
La casa espectral (The Spook House) es un relato de terror del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 7 de julio de 1889 del periódico San Francisco Examiner, y luego recopilado en la antología de 1910: ¿Pueden estas cosas existir? (Can Such Things Be?).
La Casa Espectral, uno de los grandes cuentos de Ambrose Bierce, nos sitúa en 1858: una familia entera [de siete personas] desaparece inexplicablemente de una casa en el este de Kentucky, dejando todas sus pertenencias intactas. Años después, dos hombres se acercan a la casa buscando refugio de una tormenta y descubren casualmente la causa de esas desapariciones, añadiendo una persona más a la lista.
Los últimos propietarios de la casa simplemente desaparecieron un día, dejando atrás sus posesiones [entre ellas, esclavos]. Desde entonces, la plantación abandonada ha sido fuente de muchos rumores:
«Se la conocía como la Casa Espectral. Nadie dudaba de que allí habitaban espíritus malignos, visibles, audibles y activos (...) él [propietario] y su familia desaparecieron una noche y nunca se encontró rastro de ellos. Dejaron todo como estaba: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en el cuartel; no faltaba nada, excepto un hombre, una mujer, tres niñas, un niño y un bebé.»
Un año después de la desaparición de la familia, dos hombres [el coronel J. C. McArdle y el juez Myron Veigh] viajan desde Kentucky cuando se ven atrapados en una tormenta eléctrica. Ansiosos por resguardarse, dejan a sus caballos en el establo y entran en la Casa Espectral.
El lugar está tan oscuro que McArdle, por un momento, cree haber perdido la vista. Desesperado, tantea la puerta para salir, con la esperanza de probar sus ojos a la luz intermitente de la tormenta. Sin embargo, su mano abre otra puerta que da a una habitación oculta. Está iluminada con una luz tenue, «verdosa», por lo que puede vislumbrar entre ocho y diez cadáveres en distintas etapas de descomposición:
«Eran de diferentes edades, o más bien tamaños, desde la infancia en adelante. Todos estaban postrados en el suelo, excepto uno, aparentemente una mujer joven, que estaba sentada con la espalda apoyada en un ángulo de la pared. Un bebé era abrazado por otra mujer mayor. Un muchacho medio crecido yacía boca abajo sobre las piernas de un hombre con barba. Uno o dos estaban casi desnudos, y la mano de una niña sostenía el fragmento de un vestido que había rasgado por el pecho.»
Horrorizado por los cuerpos putrefactos que emiten esta fosforescencia verdosa, McArdle nota que la puerta está hecha de hierro, y equipada con una cerradura de resorte que se activa cuando se cierra. No hay picaporte en el interior.
Mientras McArdle examina esto, advierte a Veigh que no entre en la habitación [para ahorrarle el trauma], pero este se abre paso a pesar de las súplicas de su amigo. Veigh examina la «cabeza ennegrecida» de un cuerpo. McArdle se siente abrumado por el hedor y pierde el conocimiento. Su último recuerdo es el de la puerta cerrándose.
Seis semanas después, despierta en un hospital. Al parecer, lo encontraron en una carretera delirando de fiebre. Se horroriza al saber que Veigh sigue desaparecido y lidera una expedición para localizar la habitación oculta. No se puede encontrar ninguna, y años después todo queda destruido por un incendio provocado por soldados de la Unión durante la Guerra Civil.
En el ensayo de 1927: El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature), H. P. Lovecraft escribe:
«La Casa Espectral, contada con un aire severamente familiar de verosimilitud periodística, transmite terribles indicios de impactante misterio.»
Ambrose Bierce es capaz de fabricar casas embrujadas tan escalofriantes como las de Edgar Allan Poe o Shirley Jackson, con el valor agregado de prescindir casi por completo de la trama y la ambientación. La Casa Espectral es un ejemplo de esa economía y eficacia. En un par de páginas el autor nos invita a reconstruir en nuestra imaginación la espantosa muerte de estas personas atrapadas en una habitación, incluso a recostruir las relaciones entre ellos a partir de la posición de los cuerpos, y recién entonces hacer que uno de sus protagonistas atraviese por la misma tragedia.
Ambrose Bierce no utiliza a los fantasmas en el sentido tradicional, sino que emplea las emociones de los muertos: miedo, odio, remordimiento, desesperación, que de algún modo sobreviven al quedar impregnadas en sitios donde perdieron la vida [ver: Teoría de la Cinta de Piedra]. En estas historias, los protagonistas son sacudidos por las emociones residuales de los muertos que infestan la materia física de una casa. En La Casa Espectral en particular, McArdle es golpeado por esta energía residual impregnada en la habitación oculta, y actúa motivado por las emociones que la forjaron en primer lugar: horror, hambre, sed; de modo tal que sólo piensa en salir, aún cuando eso signifique dejar atrás al pobre Veigh.
La casa espectral.
The Spook House, Ambrose Bierce (1842-1914)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
En la carretera que conduce al norte desde Manchester, en el este de Kentucky, hasta Booneville, a treinta kilómetros de distancia, se alzaba en 1862 una casa de plantación, hecha de madera, de una calidad algo mejor que la mayoría de las viviendas de esa región. La casa fue destruida por un incendio al año siguiente, probablemente por algunos rezagados de la columna en retirada del general George W. Morgan, cuando fue expulsado de Cumberland Gap al río Ohio por el general Kirby Smith. En el momento de su destrucción, llevaba cuatro o cinco años vacía. Los campos que la rodeaban estaban cubiertos de zarzas, las vallas habían desaparecido, incluso los pocos alojamientos para negros y las dependencias en general estaban en ruinas por el abandono y el pillaje; porque los negros y los blancos pobres de los alrededores encontraron en el edificio y las vallas un abundante suministro de combustible, del que se valieron sin dudarlo, abiertamente y a la luz del día. Después del anochecer, ningún ser humano, excepto los extraños que pasaban por allí, nadie se acercaba al lugar.
Se la conocía como la Casa Espectral. Nadie dudaba de que allí habitaban espíritus malignos, visibles, audibles y activos, como tampoco de lo que decía el predicador ambulante los domingos. Se desconocía la opinión de su propietario al respecto; él y su familia habían desaparecido una noche y nunca se había encontrado rastro de ellos. Dejaron todo como estaba: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en el cuartel; no faltaba nada, excepto un hombre, una mujer, tres niñas, un niño y un bebé. No era del todo sorprendente que una plantación en la que podían desaparecer siete seres humanos simultáneamente sin que nadie que se enterara de ello fuera sospechada.
Una noche de junio de 1859, dos ciudadanos de Frankfort, el coronel J. C. McArdle, abogado, y el juez Myron Veigh, de la milicia estatal, viajaban en coche desde Booneville hasta Manchester. Su asunto era tan importante que decidieron seguir adelante, a pesar de la oscuridad y los murmullos de una tormenta que se acercaba, que finalmente estalló sobre ellos justo cuando llegaban frente a la Casa de los Espectros. Los relámpagos eran tan incesantes que encontraron fácilmente el camino a través del portón y entraron en un cobertizo. Luego fueron a la casa, bajo la lluvia, y llamaron a todas las puertas sin obtener respuesta. Atribuyéndolo al continuo estruendo de los truenos, empujaron una de las puertas, que cedió. Entraron sin más ceremonias y cerraron la puerta.
En ese instante estuvieron a oscuras y en silencio. Ni un rayo del incesante resplandor del relámpago penetró por las ventanas o las grietas; ni un susurro del terrible tumulto que se escuchaba fuera los alcanzó. Fue como si de repente se hubieran quedado ciegos y sordos. McArdle dijo después que creyó haber sido asesinado por un rayo al cruzar el umbral. El resto de esta aventura también puede relatarse con sus propias palabras, tomadas del Frankfort Advocate del 6 de agosto de 1876:
»Cuando me recuperé un poco del efecto aturdidor de la transición del alboroto al silencio, mi primer impulso fue abrir de nuevo la puerta que había cerrado y de cuyo pomo no había retirado la mano; lo sentía claramente, todavía en el apretón de mis dedos. Mi idea era comprobar, entrando de nuevo en la tormenta, si me habían privado de la vista y el oído. Giré el pomo y abrí la puerta. ¡Esta daba a otra habitación!
»Esta habitación estaba bañada por una tenue luz verdosa, cuya fuente no pude determinar, lo que hacía que todo fuera visible, aunque nada estaba claramente definido. Todo, digo, pero en verdad los únicos objetos dentro de las paredes de piedra lisa de esa habitación eran cadáveres humanos.
»En número, tal vez, eran ocho o diez, bien puede entenderse que no los conté realmente. Eran de diferentes edades, o más bien tamaños, desde la infancia en adelante, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, excepto una, aparentemente una mujer joven, que estaba sentada, con la espalda apoyada en un ángulo de la pared. Un bebé era abrazado por otra mujer mayor. Un muchacho medio crecido yacía boca abajo sobre las piernas de un hombre con barba. Uno o dos estaban casi desnudos, y la mano de una niña sostenía el fragmento de un vestido que había rasgado por el pecho. Los cuerpos estaban en diversos estados de descomposición, todos muy encogidos en rostro y figura. Algunos eran poco más que esqueletos.
»Mientras yo estaba de pie, estupefacto de horror ante aquel espectáculo espantoso, y mientras mantenía abierta la puerta, por una inexplicable perversidad mi atención se desvió de la escena impactante y se concentró en nimiedades. Tal vez mi mente, con un instinto de autoconservación, buscó alivio en asuntos que relajaran su peligrosa tensión. Entre otras cosas, observé que la puerta que mantenía abierta era de placas de hierro pesadas, remachadas. Equidistantes entre sí y de arriba a abajo, sobresalían tres fuertes cerrojos del borde biselado. Giré el pomo y se retrajeron al ras del borde; lo solté y salieron disparados. Era una cerradura de resorte. En el interior no había pomo ni ningún tipo de saliente: una superficie lisa de hierro.
»Mientras observaba estas cosas con un interés y una atención que ahora me asombra recordar, sentí que me empujaban a un lado y que el juez Veigh, a quien en la intensidad y las vicisitudes de mis sentimientos había olvidado por completo, entró en la habitación.
»—¡Por el amor de Dios! —grité—, ¡No entre! ¡Salgamos de este lugar espantoso!
»No hizo caso de mis súplicas, sino que (el caballero más intrépido que haya vivido en todo el Sur) caminó rápidamente hasta el centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para examinarlo más de cerca y levantó con ternura su cabeza ennegrecida y arrugada entre sus manos. Un fuerte olor entró por la puerta y me abrumó por completo. Mis sentidos se tambalearon; sentí que caía y, al agarrarme al borde de la puerta para sostenerme, la empujé para cerrarla con un fuerte clic.
»No recuerdo nada más: seis semanas después recuperé la razón en un hotel de Manchester, adonde me habían llevado unos desconocidos al día siguiente. Durante todas esas semanas había sufrido una fiebre nerviosa, acompañada de un delirio constante. Me habían encontrado tirado en el camino a varias millas de la casa; pero nunca supe cómo había escapado para llegar allí. Cuando me recuperé, o tan pronto como mis médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, a quien (para tranquilizarme, como ahora sé) ubicaban en su casa.
»Nadie creyó una palabra de mi historia, ¿y quién puede sorprenderse? ¿Quién puede imaginar mi dolor cuando, al llegar a mi casa en Frankfort dos meses después, me enteré de que nunca se había sabido nada del juez Veigh desde esa noche? Entonces lamenté amargamente el orgullo que, desde los primeros días después de la recuperación de mi razón, me había impedido repetir mi desacreditada historia e insistir en su veracidad.
»Todo lo que ocurrió después —el examen de la casa; el hecho de no encontrar ninguna habitación que se correspondiera con la que he descrito; el intento de que me declararan loco y mi triunfo sobre mis acusadores— es algo que los lectores del Advocate conocen bien. Después de todos estos años, sigo confiando en que las excavaciones, que no tengo ni el derecho legal de emprender ni los recursos económicos para conseguir, revelarán el secreto de la desaparición de mi desdichado amigo y, posiblemente, de los antiguos ocupantes y propietarios de la casa abandonada y ahora destruida. No pierdo la esperanza de llevar a cabo todavía esa búsqueda, y me causa un profundo pesar que se haya retrasado por la hostilidad inmerecida y la insensata incredulidad de la familia y los amigos del difunto juez Veigh.»
El coronel McArdle murió en Frankfort el día trece de diciembre del año 1879.
Ambrose Bierce (1842-1914)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Ambrose Bierce.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Ambrose Bierce: La casa espectral (The Spook House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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