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«El hombre que aullaba»: Charles Beaumont; relato y análisis


«El hombre que aullaba»: Charles Beaumont; relato y análisis.




El hombre que aullaba (The Howling Man) es un relato de terror del escritor norteamericano Charles Beaumont (1929-1967), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1959 de la revista Rogue, y luego reeditado en la antología de 1960: Paseo nocturno y otros viajes (Night Ride and Other Journeys). El propio Charles Beaumont adaptó la historia para el episodio 41 de la serie La dimensión de desconocida (The Twilight Zone).

El hombre que aullaba, uno de los mejores cuentos de Charles Beaumont, relata la historia de David Ellington, quien, tras un disipado viaje inicial, decide dejar atrás sus indiscreciones y recorrer Europa en bicicleta, poco después de la Gran Guerra. Cierto día, en un área rural de Alemania, sufre un accidente, y es rescatado por unos monjes, quienes lo llevan al interior de la abadía de San Wulfran, donde, literalmente, algo aúlla espantosamente dentro de sus muros.

SPOILERS.

Charles Beaumont hace olvidarnos de los viejos monasterios de la literatura gótica, y nos presenta la misteriosa Abadía de St. Wulfran, posiblemente el peor albergue del mundo. Ubicada en un pintoresco valle alemán, la Abadía cuenta con pisos sucios, camas de paja y monjes excéntricos que se niegan a responder las preguntas más elementales de su más reciente huésped, el señor Ellington. Basta quedarse allí el tiempo suficiente para escuchar los aullidos del invitado más antiguo.

En efecto, desde algún lugar de St. Wulfran se oyen espantosos aullidos, totalmente inhumanos, que no cesan ni por un instante. Intrigado, Ellington logra eludir la vigilancia de los monjes, y descubre a este hombre encerrado en una celda, caminando en círculos, en cuatro patas, y aullando como un animal. El sujeto asegura que fue atrapado por en Abad hace cinco años, y que desde entonces está encerrado allí, como un bestia a la cual se le niegan las atenciones rudimentarias.

Finalmente, Ellington enfrenta al Abad. Este sostiene que el prisionero no es un hombre, sino el Diablo. Desde que fue encerrado, sostiene el Abad, no ha habido guerras en el mundo, y Alemania ha florecido nuevamente. Desde luego, Ellington considera que el padre delira. Se rehúsa a creer en la posibilidad de que el Diabo, y no un pobre hombre cualquiera, esté encerrado en la Abadía. Mediante un ardid, logra liberarlo, solo para descubrir que, efectivamente, el prisionero era el gran Adversario de Dios.

Ellington regresa a Boston, donde años después vuelve a ver el rostro del hombre que aullaba en los periódicos. Se trata nada menos que de Adolf Hitler.

La historia está impregnada de una sensación de nostalgia por la Alemania anterior a la Segunda Guerra Mundial. Charles Beaumont la compara con un paraíso; y se refiere al cruce de la frontera belga-alemana como si uno atravesara una puerta invisible hacia un reino de luz. Sin embargo, la Alemania de la posguerra nunca volverá a esa belleza. Como el Edén, el jardín ha sido estropeado por el pecado. ¿De quién? Del propio Ellington. Si bien Hitler es la encarnación del Diablo, la serpiente tentadora, es David Ellington quien lo libera en el mundo. En este contexto, es interesante cómo las experiencias liberales de Ellington lo condicionan a identificarse con el hombre que aullaba, y no con los monjes.

El hombre que aullaba de Charles Beaumont plantea la necesidad del bien para la liberación del mal, utilizando elementos extraños, pero eficaces, para explicar el surgimiento de Hitler en Europa. En esencia, se trata de una alegoría poco velada del relato cristiano de la Creación, donde el pecado original entra en el mundo debido a la tentación. En última instancia, el deseo de Ellington por creer que conoce la diferencia entre el bien y el mal, es su ruina. Al hacer el bien, liberando al hombre, trae el mal al mundo. La historia refleja muy bien aquello de que el camino al infierno está está pavimentado de buenas intenciones.

Sería un error grave atribuirle a El hombre que aullaba de Charles Beaumont la idea de que los nazis estaban relacionados con fuerzas sobrenaturales. Eso sería demasiado sencillo, precisamente porque los actos cometidos por Alemania podrían explicarse como producto de influencias más allá de la comprensión humana. Lamentablemente, Hitler no era más que un hombre, pero también una prueba de las profundidades extremas de la perversión humana, los horrores de los que solo el hombre es capaz.





El hombre que aullaba.
The Howling Man, Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La Alemania de esa época era una tierra de valles y montañas y rápidos ríos oscuros, una tierra verde y fértil. No había otro país como este. Al cruzar la frontera desde Bélgica, donde los guardias con bigote y capa de lluvia saludaron, sonriendo, como soldados de la opereta, entrabas en un mundo completamente diferente. Aquí, la hierba se volvía tan rica y suave como el terciopelo; aparecían profundos y espesos bosques; el aire mismo, que había estado cargado con el perfume francés de vinos y salsas, cambiaba: el olor limpio y fresco de lagos, pinos y rocas entraba en tus pulmones.

Entonces, en la frontera, mientras observabas a los halcones que volaban en círculos te preguntabas, con un poco de miedo, cómo podría ocurrir tal cosa. En menos de un minuto habías pasado de una habitación vieja y mohosa, a través de una puerta invisible, a un reino de vientos y luz. ¡Increíble! Pero allí, a tus pies, claramente a la vista, estaba Bélgica, como todo el resto de Europa, un tapiz desvaído de una mansión olvidada.

En ese tiempo, antes de haber oído hablar de St. Wulfran, del miserable que arañó las piedras de una celda cerrada, llorando en las horas de la medianoche, o de los tontos hermanos y su loco abad, tenía las piernas fuertes y la mente centrada. En un instante volveré a eso. Sentiremos la enfermedad, la caída y el vuelo al borde de la muerte, juntos. Pero no soy escritor, solo alguien que ama las palabras salvajes e ininterrumpidas. Mi historia debe tener un comienzo.

París me llamó en mi juventud. Y la escuché, por la razón que la mayoría de los hombres jóvenes recién salidos de la universidad prestan atención, aunque nunca lo admitirían: acostarse con misteriosas mujeres hermosas.

Una educación sólida y tradicional en Boston había tenido éxito. Pero mis sueños nocturnos de horas oscuras y retorcidas, más allá de lo imaginable, alcanzaron, finalmente, la insoportable etapa más allá de la cual yace la locura o la respetabilidad. Sin imaginarme nada, logré convencer a mis padres de que un año en el extranjero agregaría exactamente la cantidad adecuada de condimento a mi madurez, como una pizca de curry en una sopa, por lo demás insípida.

Me temo que mi padre captó el brillo de mis ojos, pero fue amable. Describiendo, en detalle y con inmenso efecto, las horribles consecuencias de la despilfarro. Narró historias de hombres que habían ido a Europa, inocentemente, y habían caído en disoluciones tan profundas que ya nunca se supo más de ellos. Pero yo era un Ellington, de manera que finalmente me salí con la mía.

París, por supuesto, era encantador y aterrador, como lo debe ser una jungla para un mono nacido en un zoológico. Por respeto a los muertos honrados, y a papá, hice un rápido paseo por las Tullerías, el Louvre y bajé por los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo; luego, con la caída de la noche, me dirigí a Montmartre y la Rue Pigalle, embarcándome en la Gran Aventura. Sinópticamente, no resultó ser tan grandioso como había imaginado; tampoco fue, después de la cuarta semana, tan terriblemente aventurero. Aun así: es importante mencionarlo para lo que siguió.

Mi salud se debilitó a su debido tiempo y, como mi sed había estado bien y verdaderamente apagada, no estaba muy descontento por hundirme de nuevo en el capullo contemplativo para el que, aparentemente, estaba más adaptado. Estuve acostado durante un mes, en silencio célibe y con una inactividad casi total. Entonces, sin duda como un gesto final de rebelión, se me ocurrió la idea, que podríamos calificar como no ellingtoniana.

Yo exploraría Europa. Pero no como turista, seguro y gordo en su autobús gordo y seguro, aislado de la belleza y la fealdad de las culturas cambiantes por un cristal y una habitación en un hotel de habla inglesa. No. Iría como un viento sin protección, una hoja con botas de siete ligas, un pájaro sin nido, y vería esta tierra extraña y oscura con la visión de un niño. Iría en bicicleta, pobre y solo y buscando, tan pobre y solo y buscando, de todos modos, como uno puede estar con cien mil en el banco y una sociedad en Ellington, Carruthers and Blake esperando.

Y así fue.

La sangre y los músculos de Nueva Inglaterra se marchitaron en el primer día de pedaleo. Como una hormiga que se arrastra, decaída, recorrí el cuerpo de Europa. Cené en restaurantes donde colgaban cabezas de jabalí, dormí en posadas de campo y respiré humedad, y a veces las chicas venían a la puerta y llamaban y me preguntaban si tenía todo lo que necesitaba ("Bueno...")

No profundizo en la respuesta. No importa.

Fuera de Francia pedaleé, en Bélgica, entre las vacas y bosques, montañas, arroyos y gente risueña, hasta Alemania. (Me he rapsodizado a propósito porque creo que es muy importante recordar cuán completamente paradisíaca era esa tierra entonces)

Me veía extraño, de pie allí. El guardia fronterizo me preguntó si me había perdido, no respondí nada. Serpenteé a través de bosques, ciudades, pueblos, aldeas. Irrazonablemente, pedaleé como hacia un destino: en el país del valle del Mosela, en las desoladas colinas de esmeralda.

En un ferry, caído en desuso, viajé hasta un bosque. Los árboles se cerraron a la vez. Bebí el aire fragante y pedaleé y pedaleé, pero un calor comenzó a crecer dentro de mi cuerpo. Me empezó a doler la cabeza. Me sentí débil. Dos millas más y me vi obligado a parar. ¿Conoces los signos de la neumonía? Un agotamiento de la fuerza, un temblor, destellos de calor y frío; visiones.

Me acosté en una cama de hojas húmedas por un tiempo.

Me pareció ver un pueblo del siglo XIII, gris y de calles estrechas, empedrado a los escaparates ocultos de la tienda. Varias personas mayores con trajes de campesinos levantaron la vista cuando me vieron. La debilidad, como el ácido, quemaba mis nervios y músculos.

Desperté con el olor a orina y heno. La fiebre había pasado, pero mis brazos y piernas estaban pesados como troncos, mi cabeza palpitaba horriblemente y había un agujero vacío dentro de mi estómago. Durante un tiempo no me moví ni abrí los ojos. La respiración fue un gran esfuerzo. Pero la conciencia llegó, eventualmente. Estaba en una habitación pequeña. Las paredes y el techo eran de áspera piedra gris, la única ventana sin vidrio tenía forma de arco, el piso era de tierra. Mi cama no era una cama, sino una manta arrojada sobre una pila desordenada de paja. A mi lado, una mesa tosca; sobre ella, una jarra; debajo de ella, un cubo. Al lado de la mesa, un taburete. Y sentado allí, dormido, una cabeza colgaba dormida sobre una túnica, un monje.

Debo haber gruñido, porque el monje se movió precipitadamente. Dos senderos plateados brillaban por las esquinas de la boca repentinamente expuesta, que caía en un ceño fruncido. Los ojos entrecerrados parpadearon.

—Es la infinita misericordia de Dios —suspiró el pequeño hombre parecido a un gnomo—. Te has recuperado.

—Todavía no —le dije.

Sin éxito, traté de recordar lo que había sucedido. Entonces hice algunas preguntas.

—Soy el Hermano Christophorus. Esta es la Abadía de San Wulfran. El Burgemeister de Schwartzhof, Herr Barth, lo trajo a nosotros hace nueve días. El padre Jerome dijo que morirías y me envió a mirar, porque nunca he visto morir a un hombre, y el padre Jerome sostiene que es beneficioso para un hermano tener este tipo de experiencia. Pero ahora supongo que no morirás —Sacudió la cabeza con pesar.

—Su desilusión me apena —dije—. Sin embargo, no abandone la esperanza.

—No —dijo el hermano Christophorus con tristeza—. Se recuperará. Tomará tiempo. Pero se recuperará.

—Qué ingratitud de mi parte, después de todo lo que has hecho. ¿Cómo puedo expresar mis disculpas?

Él parpadeó de nuevo. Con la inocencia de un niño, dijo:

—¿Perdón?

—Nada.

Me quejé de las mantas, un fuego, algo de comida para comer, y luego volví a caer en el pozo del sueño. Llegó un sueño febril de bosques llenos de bestias gigantes de dos cabezas, luego el sonido de gritos.

Desperté. El grito continuó: fuerte, alto, cortante, como un grito de ayuda.

—¿Qué es ese sonido? —pregunté.

El monje sonrió.

—¿Sonido? No escucho ningún sonido —dijo.

Se detuvo.

Asentí.

—Estaba soñando. Probablemente escucharé mucho más antes de que termine. No debería haber dejado París en tan mal estado.

—No —dijo—. No deberías haber dejado París.

Amablemente ahora, resignado a mi recuperación, el hermano Christophorus me dispensó grandes atenciones. Como una niña, me echó sopas espesas, aplicó compresas, recitó oraciones relajantes y vació el cubo de orina por la ventana. El tiempo pasó lentamente. Mientras luchaba contra la enfermedad, los sueños se volvieron menos vívidos, pero los gritos nocturnos no disminuyeron. Estaban tan llenos de terror y soledad como antes, fuertes, reales en mis oídos. Traté de excluirlos, pero no lo conseguí. Aun así, ¿cómo podrían ser fuertes y reales, excepto en mi delirio? El hermano Christophorus no los escuchaba. Lo observé de cerca cuando la luz del sol se desvaneció al gris del anochecer y comenzaron los gritos, pero él estaba sordo para ellos, si es que existían en absoluto.

—Quédate quieto, hijo mío. Es la fiebre la que te hace oír estos ruidos. Eso es bastante natural. ¿No es eso completamente natural? Duerme.

—¡Pero la fiebre se fue! Estoy bien ahora. ¡Escucha! ¿Quieres decir que no escuchas eso?

—Solo te escucho a ti, hijo mío.

Los gritos, esa decimocuarta noche, continuaron hasta el amanecer. Fueron totalmente diferentes a cualquier sonido en mi experiencia. Imposible creer que un humano pudiera emitirlos y sostenerlos, sin embargo, no parecían ser animales. Escuché, allí en la penumbra, mis manos se apretaron en puños, y supe, de repente, que una de las dos cosas debía ser cierta. O alguien o algo estaba haciendo estos horribles sonidos, y el hermano Christophorus estaba mintiendo, o... me estaba volviendo loco.

Tendría que encontrar la respuesta: eso lo sabía. Y por mí mismo.

Escuché con un nuevo oído los aullidos. Arrastrando debajo de la puerta, se elevaron al tono de la ópera, se calmaron, se reanudaron, como los gritos de un niño hosco e histérico. Para probar su realidad, tarareé por lo bajo, me tapé la cabeza con una manta, tosí. Ninguna diferencia. La calidad de la sustancia, de la existencia, estaba allí. Intenté, entonces, localizar los gritos; y, en la decimoquinta noche, estaba seguro de que venían de un lugar no muy lejos del pasillo.

—Los sonidos que escuchan los maníacos les parecen bastante reales.

—Lo sé. ¡Lo sé!

El monje estaba a mi lado, manteniendo una vigilancia constante incluso a través de las horas de oración. Se unía a los cantos lejanos, y rezaba en exceso. Pero nada podría tentarlo. Nos traían la comida, al igual que todas las demás necesidades. Vería al abad, el padre Jerome, una vez que me recuperara. Mientras tanto.

—Me siento mejor, hermano. Quizás quieras mostrarme el lugar. No he visto nada de St. Wulfran excepto esta pequeña habitación.

—No hay mucho para ver. Nuestra orden es austera. Los franciscanos, ahora, se permiten el placer estético; nosotros no. Es, para nosotros, un lujo. Tenemos un trabajo único e inusual. No hay nada que ver.

—Pero seguramente la abadía es muy antigua.

—Sí, eso es verdad.

—¿Qué es lo que no quieres que vea? ¿De qué tienes miedo, hermano?

—Señor Ellington, no tengo la autoridad para otorgarle su solicitud. Cuando esté lo suficientemente bien como para irse, el padre Jerome sin duda estará encantado de complacerlo.

—¿Se alegrará también de explicar los gritos que escuché todas las noches desde que estuve aquí?

—Descansa, hijo mío. Descansa.

El chillido profano y agudo se desató y rebotó en los duros muros de piedra. El hermano Christophorus se santiguó, a propósito de nada, y se sentó en el taburete. Sabía que le caía bien. Especialmente, tal vez. Nos habíamos llevado bastante bien en todas nuestras charlas, pero no lograba sacarle nada a su discurso.

Cerré mis ojos. Conté hasta trescientos. Volví a abrirlos.

El buen monje estaba dormido. Blasfemé, suavemente, pero él no se movió, así que balanceé mis piernas sobre el costado de la cama de paja y me abrí paso por el piso de tierra hasta la pesada puerta. Descansé allí un tiempo, en la oscuridad sin velas, escuchando los aullidos; luego, con discreción bostoniana, levanté el cerrojo. Las bisagras oxidadas crujieron, pero el hermano Christophorus estaba inmerso en el mármol celestial: su cabeza caía sobre su pecho.

Jadeando, débil como un pez en la orilla, salí al pasillo.

Los gritos se volvieron imposiblemente fuertes. Me llevé las manos a los oídos, instintivamente, y me pregunté cómo alguien podría dormir con tal furor. ¿Acaso estaba en mi mente? La idea me pareció irreal. El monasterio se sacudía con estos agudos gritos. Podías sentir su vibración en los dientes.

Pasé la celda de un hermano y escuché, luego otra; entonces me detuve. Una puerta gruesa, hecha de roble o pino, estaba cerrada con llave delante de mí. Detrás estaban los gritos.

Un escalofrío me atravesó al borde de esos gritos indecibles de angustia desesperada e impotente, y por un momento consideré regresar, no a mi habitación, no a mi cama de paja, sino de regreso al mundo. Pero el deber me retuvo. Respiré y caminé hacia la estrecha ventana cruzada por una barra de hierro y miré adentro.

Un hombre estaba en la celda, en cuatro patas, dando vueltas como una bestia, con la cabeza echada hacia atrás, un hombre.

La luz de la luna mostraba su rostro. No puede ser descrito, al menos no por mí. Un hombre después de la muerte podría verse así, una víctima de los tormentos de la Inquisición, la estaca, las pinzas: seguramente no un humano en la tercera década del siglo XX. Nunca había visto tanto sufrimiento en dos ojos, un sufrimiento tan perdido y loco. Desnudo, se arrastró por la tierra, lloró, se puso de pie de un salto y arañó las duras paredes de piedra con furia.

Entonces me vio.

Los gritos cesaron. Se acurrucó, parpadeando, en la esquina de su celda. Y luego, como si no estuviera seguro de lo que había visto, caminó directamente hacia la puerta. En alemán, siseó:

—¿Quién eres?

—David Ellington —le dije—. ¿Estás encerrado? ¿Por qué te han encerrado?

Sacudió la cabeza.

—Quédate quieto, quédate quieto. ¿No eres alemán?

—No.

Le conté cómo llegué a estar en St. Wulfran.

—¡Ah! —temblando, sus dedos córneos se cerraron en los barrotes—. Escúchame, solo tenemos unos momentos. Están locos. ¿Oyes? Los monjes. Todos locos. Estaba en el pueblo, acostado con mi mujer, cuando su loco Abad irrumpió en la casa y me golpeó con su pesada cruz. Me desperté aquí. Me azotaron. Pedí comida, no me la dieron. Me quitaron la ropa. Me arrojaron a esta sucia celda.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —gimió—. Ojalá lo supiera. Eso ha sido lo peor. Cinco años encarcelado, golpeado, torturado, muerto de hambre, y sin una razón, ni una palabra: Señor Ellington, he pecado, pero, ¿quién no? Con mi mujer, en silencio, solo con mi mujer, mi amor. Y este lunático borracho, Dios, Jerome, no puede soportarlo. ¡Ayúdame!

Su aliento salpicaba mi cara. Di un paso atrás e intenté pensar. No podía creer que en este siglo pudiera suceder algo tan aterrador. Sin embargo, la Abadía estaba aislada, fuera del mundo, atemporal. ¿Qué no podría suceder aquí, en secreto?

—Hablaré con el Abad.

—¡No! Es el más loco de todos. No le digas nada.

—Entonces, ¿cómo puedo ayudarte?

Presionó su boca contra los barrotes.

—Solo de una manera. Alrededor del cuello de Jerome hay una llave. Encaja en esta cerradura. Si solo pudieras…

—¡Señor Ellington!

Me volví y me enfrenté a una feroz pintura de El Greco de un hombre. Salió de la oscuridad con barba blanca, nariz de proa, regio como un emperador debajo de la túnica de pico gris.

—Señor Ellington, no sabía que estaba lo suficientemente bien como para caminar. Venga conmigo, por favor.

El hombre desnudo comenzó a llorar histéricamente. Sentí un apretón de acero alrededor de mi brazo. A través de los pasillos, pasando por las celdas llenas de ronquidos, los ecos de la muerte llorando, continuamos a una habitación.

—Debo pedirle que se vaya de St. Wulfran —dijo el abad—. Carecemos de las instalaciones adecuadas para atender a los enfermos. Se harán arreglos en Schwartzhof.

—Un momento —dije—. Si bien es probable que sea cierto que el ayuda del hermano Christophorus me haya salvado la vida, y ciertamente es cierto que tengo con ustedes una deuda de gratitud, tengo que pedir una explicación. ¿Qué hace ese hombre en una celda?

—¿Qué hombre? —dijo el Abad suavemente.

—El que acabamos de dejar, el que ha gritado toda la noche, todas las noches.

—Ningún hombre ha estado gritando, señor Ellington.

Sintiéndome repentinamente muy débil, me senté. Entonces dije:

—Padre Jerome... ese es su nombre, ¿verdad? No soy necesariamente una persona irreligiosa, pero tampoco podría ser considerado particularmente religioso. No sé nada de monasterios, qué está permitido, qué no. Pero dudo seriamente de que tengan la autoridad de encarcelar a un hombre contra su voluntad.

—Esto es bastante cierto. No tenemos tal autoridad.

—Entonces, ¿por qué lo han hecho?

El Abad me miró fijamente. Con una voz firme e inflexible, dijo:

—Ningún hombre ha sido encarcelado en St. Wulfran.

—Él dice lo contrario.

—¿Quién dice lo contrario?

—El hombre en la celda al final del corredor.

—No hay ningún hombre en la celda al final del corredor.

—¡Estaba hablando con él cuando usted llegó!

—No estaba usted hablando con ningún hombre.

La convicción en su voz me sorprendió. Me agarré los brazos de la silla.

—Está enfermo, señor Ellington —dijo el hombre santo con barba—. Ha sufrido un delirio. Ha escuchado y visto cosas que no existen.

—Eso es cierto —dije—. Pero el hombre en la celda, cuya voz puedo escuchar ahora, no es una de esas cosas.

El Abad se encogió de hombros.

—Los sueños pueden parecer muy reales, hijo mío.

Eché un vistazo a la correa de cuero alrededor de su cuello de pavo engullido, casi oculta bajo la barba.

—Los hombres honestos son mentirosos muy poco convincentes —mentí convincentemente—. El hermano Christophorus tiene una forma de mirar el piso cada vez que niega los gritos en la noche. Me mira, pero su voz pierde firmeza. No puedo imaginar por qué, pero ambos están muy decididos a mantenerme alejado de la verdad. Lo cual no es solo un pobre cristianismo, sino también una pobre psicología. Solo dígamelo, padre; lo descubriré eventualmente.

—¿Qué quiere decir?

—Solo eso. Estoy seguro de que la policía estará interesada en saber de un hombre encarcelado en la Abadía.

—Insisto: ¡no hay tal hombre!

—Muy bien. Olvidemos el asunto.

—Señor Ellington —el Abad puso sus manos detrás de la espalda—. La persona en la celda es, ah, uno de los Hermanos. Sí. Está sujeto a... ataques, convulsiones. En estos momentos está en una de sus crisis, por cierto, intratables. Se pone violento. ¡Peligroso! Estamos obligados a encerrarlo en su celda, algo que seguramente puede entender.

—Entiendo —dije—, que todavía me está mintiendo. Si la respuesta fuera tan simple como esa, no habría pasado por el complicado asunto de fingir que estaba delirando. No habría sido necesario. Hay algo más, pero puedo esperar.

El padre Jerome tiró de su barba con saña, como si fuera un demonio emplumado que se burlara de él.

—¿Verdaderamente iría a la policía? —preguntó.

—¿Acaso usted no lo haría, estando en mi posición? —dije.

Lo consideró durante mucho tiempo, tirando de la barba, asintiendo con la cabeza de proa; y los gritos continuaron, tan distantes, tan reales. Pensé en el hombre desnudo arañando su suciedad.

—¿Lo haría, padre?

—Señor Ellington, veo que tendré que ser honesto con usted, lo cual es una lástima —dijo—. Si hubiera seguido mi instinto original y me hubiera negado a permitirle entrar en la Abadía... pero no tuve otra opción. Estuvo cerca de la muerte. No había ningún médico disponible. Hubiera perecido. Aun así, tal vez eso hubiera sido mejor.

—Mi recuperación parece haber decepcionado a mucha gente —comenté—. Le aseguro que fue involuntario.

El viejo no hizo caso de mi comentario. Metiendo sus manos mandarinas en las mangas de su túnica, habló con gran determinación.

—Cuando dije que no había ningún hombre en la celda al final del corredor, estaba diciendo la verdad. ¡Siéntese, señor! ¡Por favor! Ahora —Él cerró los ojos—. Hay mucho en la historia, mucho que no entenderá ni creerá. Es usted sofisticado, o siente que lo es. Considera nuestra vida aquí, sin duda, como primitiva...

—En efecto, yo…

—De hecho, lo sé. Conozco las teorías actuales. Los monjes son inadaptados, neuróticos, frustrados sexuales y aberrantes. Se retiran del mundo porque no pueden hacer frente al mundo. Etcétera. ¿Le sorprende que sepa estas cosas?

Levantó la cabeza, revelando más de la correa de cuero.

—Hace cinco años, señor Ellington, no había gritos en St. Wulfran. Esta era una pequeña abadía sin distinciones en la salvaje región de la Montaña Negra, y el trabajo de sus reclusos era simplemente servir a Dios, salvar a las almas que podían mediante la oración constante. En ese momento, no mucho después de la guerra, el mundo estaba en caos. Schwartzhof no era el pueblo feliz que ves ahora. Era, hijo mío, un recurso para los pecadores, una colmena de vicios y corrupción, un pozo para los incautos, y también los cautelosos, si no tenían fuerzas. ¡Un lugar sin Dios! Abandonados, los fornicarios desfilaron por las calles. El juego estaba en todas partes. Robo y asesinato, borrachera y males tan profundos que no puedo expresarlos con palabras. ¡En todo el universo no podría haber encontrado un lugar más pestilente, señor. Ellington!

»Lamento decir que Wulfran sucumbió durante años a Schwartzhof. Hombres buenos, amantes de Dios, hombres castos vinieron aquí y pelearon, pero no pudieron vencer a las tentaciones negras. Finalmente se decidió que la Abadía se cerrara. Escuché de esto y discutí. ¿Eso no es rendición? Dije. ¿Debemos inclinarnos ante la fuerza del mal? Déjenme intentarlo, rogué a las autoridades. ¡Permítanme tratar de amplificar la palabra de Dios para que todos en Schwartzhof escuchen y vean sus oscuras transgresiones y se arrepientan!

El viejo estaba de pie junto a la ventana, una sombra temblorosa. Ahora tenía las manos juntas en un fervor de recuerdo.

—Me preguntaron —dijo— si me consideraba más virtuoso que mis predecesores, ya que esperaba tener éxito donde ellos habían fallado. Respondí que no, pero que tenía una ventaja. Era un converso. Había caminado con la maldad y conocía su rostro. Mi deseo fue concedido. Por un año. Solo un año.

»Así llegué aquí, señor Ellington; y una noche, de incógnito, caminé por las calles del pueblo. El olor del mal era intenso. Demasiado fuerte, pensé, incluso para alguien que, en el pasado, se había deleitado en los callejones de Marruecos, que había visto las guaridas de Hong Kong, París, España. Las orgías eran demasiado salvajes, los borrachos estaban demasiado borrachos, las blasfemias eran excesivamente profanas. Era como si el mal del mundo hubiera sido destilado y centrado aquí, como si un jefe tribal pagano, escondido, hubiera reunido todos sus rituales sobre él.

El Abad asintió con la cabeza.

—Pensé en Roma, en sus últimos días; en Bizancio; en… el Edén. Ese fue el primero de muchos indicios por venir. No importa lo que fueran. Regresé a la Abadía y me puse mi túnica sagrada y volví a Schwartzhof . Me hice visible. Algunos se burlaron, otros se encogieron, una voz gritó: ¡Maldito sea tu Dios tonto! Y luego una mano salió de la oscuridad, tocó mi hombro y escuché: Hola, padre, ¿está perdido?

El Abad se llevó las manos apretadas a la frente. Lucía agitado.

—Señor Ellington, tengo un poco de vino aquí. Por favor, tome un poco.

—Bebí, agradecido. Entonces el sacerdote continuó.

—Me enfrenté a un hombre de apariencia promedio. Tan promedio, de hecho, que sentí que lo conocía. No, le dije, ¡pero tú sí estás perdido! Se echó a reír a carcajadas: ¿No lo estamos todos, padre? Luego dijo algo muy peculiar: dijo que su esposa se estaba muriendo y me rogó que le diera la extremaunción. Nos apresuramos a su casa. Una mujer yacía en una cama, con el cuerpo desnudo. Es una Unción Extrema diferente que tengo en mente, susurró, riendo. Es el único, querido Padre, que ella entiende. Y los brazos de la mujer se deslizaron, suplicando hacia mí, redondos, sensuales y ardientes...

El padre Jerome se estremeció y se detuvo. Los chillidos, pensé, se estaban haciendo más fuertes desde el pasillo.

—Ya es suficiente —dijo—. Estaba bastante seguro entonces. Levanté la cruz y dije las palabras que había aprendido, y todo terminó. Gritó, como lo está haciendo ahora, y cayó de rodillas. No esperaba ser reconocido. Pero en mi vida lo había visto muchas veces, de muchas maneras. Lo traje a la Abadía. Lo encerré en la celda. Y así, mi hijo, ¿Ves por qué no debes hablar de las cosas que has visto y oído?

Sacudí la cabeza, como si temiera que el sueño terminara, como si la realidad de repente explotara sobre mí.

—Padre Jerome —dije—, no tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Quién es el hombre?

—¿Es tan tonto, señor Ellington, como para necesitar que se lo digan?

—¡Sí!

—Muy bien —dijo el Abad—. Él es Satanás. También conocido como el Ángel Oscuro, Asmodeo, Belial, Ahriman, Diabolus, el Diablo.

Abrí la boca.

—Veo que duda de mí. Eso es malo. Piense, señor Ellington, en la paz del mundo en estos cinco años. En la prosperidad, en la felicidad. Piense en este país, Alemania, ahora. Es otro desde que atrapamos al Diablo y lo encerramos aquí, no ha habido grandes guerras ni pesadillas abrumadoras: solo los sufrimientos que el hombre debía soportar. Crea lo que digo, hijo mío; se lo ruego. Esfuérzate por creer que la criatura con la que habló es Satanás. ¡Luche contra su cinismo, porque nace de él; es el padre del cinismo, señor Ellington! ¡Su plan era derrotar a Dios implantando dudas en las mentes de los súbditos del Cielo!

El Abad se aclaró la garganta.

—Por supuesto —dijo—, nunca podríamos liberar a nadie de St. Wulfran que tuviera alguna parte del Diablo en él.

Miré al viejo fanático y pensé en él merodeando por las calles, buscando el pecado; lo vio indignado ante la audaz cama del fornicario, invitándolo a la Abadía, cerrando esa pesada puerta, y aferrándose a su fantasía a causa de la paz temporal de la posguerra. ¡Qué sueño más grande para un hombre santo que capturar realmente al diablo!

—Le creo —dije.

—¿Verdaderamente?

—Sí. Dudé solo porque parecía un poco extraño que Satanás hubiera elegido una pequeña aldea alemana para su hogar.

—Se mueve —dijo el Abad—. Schwartzhof lo enamoró como las vírgenes adorables atraen a los pervertidos.

—Ya veo.

—Entonces, ¿crees realmente, hijo mío?

—Sí. Lo juro. De hecho, pensé que el sujeto me parecía familiar, pero simplemente no podía ubicarlo.

—¿Estás mintiendo?

—Padre, soy un bostoniano.

—¿Y prometes no mencionar esto a nadie?

—Lo prometo.

—Muy bien —El viejo suspiró—. Supongo que no considerarías unirte a nosotros como hermano en la Abadía?

—Créame, padre, nadie podría admirar la vocación más que yo. Pero no soy digno. No; está fuera de discusión. Sin embargo, tiene mi palabra de que su secreto está a salvo conmigo.

Estaba muy cansado. El sonido, en estos años, se había invertido para él: los gritos se habían convertido en silencio, el cese repentino de ellos, ruido. La conversación tranquila del prisionero conmigo lo había despertado de un sueño profundo. Ahora él asintió con cansancio, y vi que lo que tenía que hacer no sería difícil después de todo. De hecho, no era más difícil que ir a buscar a las autoridades.

Regresé a mi celda, donde el hermano Christophorus aún dormía, y me acosté. Pasaron dos horas. Me levanté de nuevo y regresé a las habitaciones del Abad. La puerta estaba cerrada pero sin llave. La abrí, sincronizando los crujidos de las bisagras con los gritos del prisionero. Entré de puntillas. El padre Jerome yacía roncando en su cama.

Lentamente, con cautela, saqué la correa de cuero y quedé un poco asombrado por mi técnica. Ningún Ellington había robado alguna vez. Sin embargo, una fuerza, no como la experiencia, gobernaba mis dedos. Encontré el nudo. Lo trabajé hasta soltarlo.

La cálida llave de hierro se deslizó en mi mano.

El Abad se movió, luego se acomodó y me dirigí al pasillo.

El prisionero, cuando me vio, corrió hacia los barrotes.

—¡Te ha dicho mentiras, de eso estoy seguro! —susurró con voz ronca—. ¡No hagas caso al asqueroso loco!

—No dejes de gritar —dije.

—¿Qué?

Vio la llave y asintió, entonces, e hizo sus horribles sonidos. Al principio pensé que la cerradura se había oxidado, pero trabajé el metal lentamente y con el tiempo la llave giró.

Aullando todavía, de la manera más espantosa, el hombre salió al pasillo. Sentí un susto momentáneo cuando su mano arañada me tocó el hombro. Corrimos locamente hacia la puerta exterior, a través del suelo helado, hacia el pueblo.

La noche era muy negra.

Un dolor terrible llegó a mis piernas. Mi garganta se secó. Pensé que mi corazón se soltaría de sus amarres. Pero seguí corriendo.

—Espere.

Comencé a sentir un calor y una fatiga insoportables.

—¡Espere!

Me caí cerca de una hilera de tiendas. Mi pecho ardía de dolor, mi cabeza de miedo: sabía que los locos saldrían de su oscuro manicomio en la colina. Le grité al hombre desnudo:

—¡Alto! ¡Ayúdame!

—¿Ayudarte? —rio, un sonido agudo más horrible que los gritos; y luego se volvió y desapareció en la noche sin luna.

Encontré una puerta, de alguna manera.

Los golpes llamaron la atención de un burgués estriado. Finalmente llegaron policías y escucharon mi historia. Pero, por supuesto, fue negada por el padre Jerome y los hermanos de la Abadía.

—Este pobre viajero ha sufrido la visión de la neumonía. No había ningún hombre aullando en St. Wulfran. No, no, ciertamente no. ¡Absurdo! Ahora, si el señor Ellington deseara quedarse con nosotros, lo cuidaríamos felizmente, ¿no? Muy bien. Me temo que estarás delirando, hijo mío. Las cosas que ves serán bastante reales. ¡Qué pintoresco! Que has desatado al Diablo en el mundo y que la guerra por venir. ¿Qué guerra? ¿Acaso no siempre hay guerras? ¡Por supuesto! ¡Pensarás que es tu culpa! ¡Esos viejos ojos queman condenación! Y las noches que pasarás en vela, inseguro, asustado. ¡Que tonto!

Christophorus, parecía aterrorizado y triste. Me dijo, cuando el padre Jerome se retiró furiosamente:

—Hijo mío, no te culpes. Tu debilidad era su palanca. La duda desbloqueó esa puerta. Consuélate: lo cazaremos con nuestras redes, y un día…

—¿Un día qué?

Miré a la Abadía de St. Wulfran, enmarcada por el amanecer, y comencé a preguntarme, como me he preguntado mil veces desde entonces, si fue cierto lo que experimenté. La neumonía engendra delirio; el delirio genera visiones. ¿Era posible que hubiera imaginado todo esto?

No. Ni siquiera en Boston, donde crecían papadas, panzas, arrugas, sacos y dinero, en Ellington, Carruthers and Blake, podría aceptar esa respuesta.

Los monjes estaban locos, o el hombre que aullaba estaba loco. O todo fue una broma.

Realicé mi trabajo diario, como todo hombre debe hacer, si está cuerdo, aunque haya visto a los muertos levantarse o liberar a un djinn embotellado o luchar contra un dragón, una vez, hace mucho tiempo.

Pero no pude olvidar.

Cuando las imágenes del carpintero de Braumau-am-Inn comenzaron a aparecer en todos los periódicos, me puse nervioso; porque sentí que había visto a este hombre antes. Cuando el carpintero invadió Polonia, estaba seguro. Y cuando el mundo se vio sumido en la guerra y las ciudades sufrieron vísceras, y esa tierra agradable que había visitado se convirtió en un lugar de odio y muerte, ya no pude negarlo.

Soñé con él cada noche. Hasta esta semana.

Llegó una tarjeta. De Alemania. Una imagen del valle del Mosela, mostrando montañas llenas de uvas. En el otro lado de la tarjeta había un mensaje, firmado por el hermano Christophorus.

—Descansa ahora, hijo mío. Lo tenemos de nuevo con nosotros.

Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Charles Beaumont.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Charles Beaumont: El hombre que aullaba (The Howling Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Tal vez soñar»: Charles Beaumont; relato y análisis


«Tal vez soñar»: Charles Beaumont; relato y análisis.




Tal vez soñar (Perchance to Dream) es un relato de terror psicológico del escritor norteamericano Charles Beaumont (1929-1967), publicado originalmente en la edición de octubre de 1958 de la revista Playboy, y luego reeditado en la antología de 1960: Paseo nocturno y otros viajes (Night Ride and Other Journeys). Finalmente, Tal vez soñar sería adaptado por la prestigiosa serie The Twilight Zone en el episodio 9 de la temporada de 1959.

Tal vez soñar, uno de los grandes cuentos de Charles Beaumont, relata la historia de Philip Hall, un paciente cardíaco que asiste a una consulta con su psiquiatra, creyendo que si se queda dormido, morirá. Por otro lado, ya lleva despierto unas setenta y dos horas, con lo cual no le queda demasiado tiempo hasta que su corazón finalmente colapse.

SPOILERS.

Ahora bien, Philip Hall es un individuo con una prodigosa capacidad para soñar, a tal punto que fácilmente puede retomar el mismo sueño, noche tras noche, exactamente en el punto donde lo dejó (ver: Los sueños como subrutinas del subconsciente en la ficción). En que su último sueño, Hall fue seducido por una misteriosa mujer en un parque de diversiones, quien lo convence para subirse a la montaña rusa. Despierta abruptamente justo cuando él y la muchacha, ya a bordo del carrito de la montaña rusa, están a punto de llegar a la cima y de precipitarse al vacío.

Hall sabe que, si se queda dormido, retomará el sueño exactamente en ese punto, y que su corazón no resistirá un descenso por la montaña rusa. Por otro lado, ya lleva tres días despierto, con lo cual su corazón también está al borde del infarto si sigue así. Este es el dilema que da título al relato: Tal vez soñar, el cual pertenece al famoso monólogo de Hamlet:


Morir es dormir... y tal vez soñar.


Tal vez soñar es uno de esos relatos de Charles Beaumont donde podemos observar una gran cantidad de motivos que luego serían desarrollados extensamente en el género. Por ejemplo, la idea de que si mueres en un sueño, mueres en la vida real, que rápidamente podemos asociar al clásico de Wes Craven: Pesadilla en Elm Street (Nightmare on Elm Street) (ver: Si la vida es sueño, ¿la muerte es el despertar?); o la posibilidad de que el tiempo del sueño sea distinto del tiempo que experimentamos estando despiertos, es decir que toda una vida, o varias vidas, pueden desarrollarse en un sueño de apenas unos segundos; motivo que forma parte del eje del argumento de la película de Chris Nolan: El origen (Inception).

Charles Beaumont fue un autor profético, capaz de crear argumentos fascinantes con muy pocos recursos, y finales que cortan el aliento. Tal vez soñar es uno de los mejores ejemplos de su capacidad, aparentemente inagotable, para causar asombro.




Tal vez soñar.
Perchance to Dream, Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


—Por favor, siéntese —dijo el psiquiatra, indicando un sofá de cuero algo desgastado.

Automáticamente, Hall se sentó. Instintivamente, se echó hacia atrás. El mareo lo asaltó, sus párpados cayeron como persianas. Llegó la oscuridad. Se incorporó rápidamente y se dio una fuerte palmada en la mejilla derecha, luego otra en la izquierda.

—Lo siento, doctor —dijo.

El psiquiatra, que era alto y joven, asintió.

—¿Prefieres permanecer de pie? —preguntó gentilmente.

—¿Preferir? —Hall echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. Eso es bueno —dijo—. ¡Preferir!

—Me temo que no entiendo.

—Yo tampoco, doctor —se pellizcó la carne de la mano izquierda hasta que le dolió—. No, eso no es cierto. Entiendo perfectamente. Ese es todo el problema.

—¿Quieres decirme algo al respecto?

Es una tontería, pensó Hall; no puedes ayudarme. Nadie puede. ¡Estoy solo!

—Olvídalo —dijo, y se dirigió hacia la puerta.

El psiquiatra lo interceptó:

—Espera un minuto —su voz era amigable, preocupada; pero no condescendiente—. Huir no te hará mucho bien, ¿verdad?

Hall vaciló.

—Perdona el cliché. En realidad, huir es a menudo la mejor respuesta. Pero aún no sé si el tuyo es ese tipo de problema.

—¿El doctor Jackson te habló de mí?

—No. Jim dijo que te estaba enviando, pero pensó que sería mejor conocer los detalles de tu propia boca. Solo sé que te llamas Philip Hall. Tienes treinta y un años, y no has podido dormir en mucho tiempo.

—Sí. Mucho tiempo.

Para ser exactos, setenta y dos horas, pensó Hall, mirando el reloj. Setenta y dos horas horribles.

El psiquiatra apagó un cigarrillo.

—¿Y no estás cansado? —comenzó.

—¿Cansado? Dios sí. ¡Soy el hombre más cansado de la Tierra! Podría dormir para siempre. Si fuese por mí, nunca me despertaría.

—Por favor —dijo el psiquiatra.

Hall se mordió el labio. Supuso que no tenía mucho sentido hablar de eso. Pero, después de todo, ¿qué más podía hacer? ¿A dónde iría?

—¿Te importa si me pongo de pie?

—Párate sobre tu cabeza, si quieres.

—Está bien. Tomaré uno de tus cigarrillos.

Atrajo el humo a sus pulmones y se acercó a la ventana. Catorce pisos más abajo, la gente y los autos de juguete se movieron. Los miró y pensó, este tipo está bien. Agudo. Inteligente. Nada como lo que esperaba. ¿Quién sabe? Tal vez sea bueno.

—No estoy seguro por dónde empezar.

—No importa. El principio suele ser la mejor manera.

Hall sacudió la cabeza violentamente. El principio, pensó. ¿Había tal cosa?

—Relájate.

Después de una larga pausa, Hall dijo:

—Descubrí el poder de la mente humana cuando tenía diez años, o al menos cerca de esa edad, de todos modos. Teníamos un tapiz en la habitación. Era enorme, con flecos en los bordes, y todo eso. Mostraba a un grupo de soldados —soldados napoleónicos— a caballo. Estaban al borde de algún tipo de acantilado. El primer caballo estaba encabritado. Mi madre me contó algo. Me dijo que si miraba el tapiz el tiempo suficiente, los caballos comenzarían a moverse. Irían directamente hacia el precipicio, dijo. Lo intenté, pero no pasó nada. Ella dijo: Tienes que tomarte el tiempo necesario.

»Entonces, todas las noches, antes de acostarme, me sentaba y miraba ese maldito tapiz. Y, finalmente, sucedió. Todos los caballos, todos los hombres fueron hasta el borde del acantilado.

Hall apagó el cigarrillo y comenzó a caminar.

—Me asustó muchísimo —dijo—. Cuando volví a mirar, todos estaban de vuelta en sus lugares. Más tarde lo intenté con fotos en revistas, y muy pronto pude mover locomotoras y enviar globos volando y hacer que los perros abrieran la boca; todo lo que quisiera.

Hizo una pausa y se pasó una mano por el pelo.

—No es demasiado inusual, estás pensando —dijo—. Todos los niños lo hacen. Como pararse en un armario y jugar a que uno puede volar y cosas así, cosas comunes, ¿verdad?

El psiquiatra se encogió de hombros.

—Pero hay una diferencia —dijo Hall—. Un día se salió de control. Estaba mirando un libro para colorear. Una de las imágenes mostraba a un caballero y un dragón luchando. Por diversión, decidí hacer que el caballero dejara caer su lanza. Lo hizo. El dragón comenzó a perseguirlo, respirando fuego. En otro instante la boca del dragón estaba abierta y se estaba preparando para comerse al caballero. Parpadeé y sacudí la cabeza, como siempre, solo que... no pasó nada. Quiero decir, la imagen no volvió. Ni siquiera cuando cerré el libro y lo abrí de nuevo. Pero no pensé demasiado en eso, incluso entonces.

Se acercó al escritorio y tomó otro cigarrillo. Se deslizó de su manos.

—Has estado tomando Dexedrine —dijo el psiquiatra, mirando como Hall intentaba levantar el cigarrillo.

—Sí.

—¿Cuántos al día?

—Muchos, no lo sé.

—Potente. Noquea tu coordinación. ¿Supongo que Jim te lo advirtió?

—Sí, él me lo advirtió.

—Bueno, ¿qué pasó entonces?

—Nada —Hall permitió que el psiquiatra encendiera su cigarrillo—. Por un tiempo me olvidé del juego casi por completo. Luego, cuando cumplí trece años, me enfermé. El corazón...

El psiquiatra se inclinó hacia delante y frunció el ceño.

—¿Y Jim te permitió tomar Dexe?

—¡No interrumpas!

Decidió no mencionar que había recibido el medicamento de su tía, que el doctor Jackson no sabía nada al respecto.

—Tuve que quedarme mucho en la cama, sin actividad. Podría matarme. Así que leí libros y escuché la radio. Una noche escuché una historia de fantasmas. La cueva del ermitaño, se llamaba. Era sobre un hombre que se ahoga y vuelve para perseguir a su esposa. Mis padres se habían ido al cine. Estaba solo. Y seguí pensando en esa historia, imaginando el fantasma. Tal vez, pensé para mí mismo, él está en ese armario.

»Sabía que no lo estaba, desde luego. Sabía que no existía tal cosa como un fantasma, pero había una pequeña parte de mi mente que decía: Mira el armario. Mira la puerta. Está allí, Philip, y va a salir.

»Tomé un libro e intenté leer, pero no pude evitar mirar la puerta del armario. Estaba abierta un poco, solo un poco. Entonces...

—Entonces la puerta se abrió del todo.

—Así es.

—¿Entiendes que no hay nada terriblemente inusual en lo que has dicho hasta ahora?

—Lo sé —dijo Hall—. Era mi imaginación. Lo era, y me di cuenta incluso entonces. Pero me asusté. Estaba tan asustado como si un fantasma realmente hubiese abierto esa puerta. Y ese es todo el punto. La mente, doctor. La mente lo es todo. Si crees que tienes un dolor en el brazo y no hay razón física para ello, no te duele menos. Mi madre murió porque pensó que tenía una enfermedad mortal. La autopsia mostró desnutrición, nada más. ¡Pero ella murió igual!

—No discutiré ese punto.

—Está bien. Simplemente no quiero que me digas que todo está en mi mente. Yo lo sé.

—Continúa, por favor.

—Me dijeron que nunca me recuperaría realmente, que tendría que tomarlo con calma el resto de mi vida. Debido al corazón. Sin ejercicios extenuantes, sin escaleras, sin largas caminatas. Sin emociones fuertes. Producen adrenalina en exceso, dijeron. Así fue que, al salir de la escuela, tomé un trabajo de escritorio. No es emocionante sumar números.

»Las cosas salieron bien durante unos años. Entonces comenzó de nuevo. Leí acerca de una mujer que se subió a su auto por la noche y encontró a un hombre escondido en el asiento trasero, esperando. La idea se quedó conmigo. Empecé a soñar sobre eso. Entonces, cada noche, cuando me subía a mi auto, acariciaba automáticamente el asiento trasero y las tablas del piso. Me satisfizo por un tiempo, hasta que comencé a pensar: ¿Qué pasa si me olvido de verificar? O: ¿Qué pasa si hay algo allá atrás que no es humano?

»Tuve que conducir a través de Laurel Canyon para llegar a casa, y sabes lo retorcido que es ese tramo. De treinta a cincuenta pies caída, por lo menos. Mientras conducía pensaba: Hay alguien, alguna cosa, en la parte de atrás del auto, escondido, en la oscuridad. Miraré por el espejo retrovisor y veré sus manos listas para rodear mi garganta.

»Insisto, doctor, sabía que era mi imaginación. No tenía ninguna duda de que el asiento trasero estaba vacío. ¡Demonios, siempre mantuve el auto cerrado y además lo revisaba dos veces! Pero, me dije, sigues pensando de esta manera, Hall, terminarás viendo esas manos. Será un reflejo, o los faros de alguien, o nada en absoluto, pero los verás.

»Finalmente, una noche, las vi. Perdí el control del auto y caí por el terraplén.

El psiquiatra dijo:

—Espera un minuto —se levantó y puso una cinta en una pequeña máquina grabadora.

—Entonces supe lo poderosa que era la mente —continuó Hall—. sé que los fantasmas y los demonios existen, si solo piensas en ellos lo suficiente. ¡Después de todo, uno de ellos casi me mata! —apagó el cigarrillo—. El doctor Jackson me dijo que otro shock como ese me acabaría. Y fue entonces cuando comencé a tener este sueño.

Hubo un silencio en la sala, roto por bocinas lejanas, el tictac del reloj, el golpeteo de la máquina de escribir de la recepcionista, la propia respiración torturada de Hall.

—Dicen que los sueños solo duran un par de segundos —dijo—. No sé si eso es cierto o no. No importa. Parecen durar más. A veces he soñado toda una vida. A veces han pasado generaciones. De vez en cuando, el tiempo se detiene por completo. Un instante helado, que dura para siempre. Cuando era niño vi las series de Flash Gordon, ¿recuerdas? Las amaba, y cuando terminó el último episodio, me fui a casa y comencé a soñar más episodios.

»Cada noche, otro episodio. También eran vívidos, y los recordaba a despertar. Incluso los escribí para asegurarme de no olvidarlos. Loco, ¿verdad?

—No —dijo el psiquiatra.

—Lo hice, de todos modos. Lo mismo sucedió con los libros de Oz y los libros de Burroughs. Los mantendría en funcionamiento. Pero después de los quince años, más o menos, no soñé mucho. Solo de vez en cuando. Luego, hace una semana...

Hall dejó de hablar. Preguntó la ubicación del baño, fue allí y se echó agua fría en la cara. Luego regresó y se paró junto a la ventana.

—¿Hace una semana? —dijo el psiquiatra, volviendo a encender la grabadora.

—Me fui a la cama alrededor de las once y media. No estaba demasiado cansado, pero necesitaba descansar a causa de mi corazón. De inmediato comenzó el sueño. Estaba caminando por Venice Pier. Era cerca de la medianoche. El lugar estaba lleno de gente por todas partes; sabes, el tipo de gente que solía andar por ahí: marineros, damas de aspecto regordete, niños con chaquetas de cuero. Podías escuchar las montañas rusas retumbando a lo largo de las vías, y a las personas dentro de las montañas rusas, gritando; podías escuchar el sonido de las campanas y el ruido de las pistolas y las canciones locas. Y, lejos, el océano, moviéndose. Todo era brillante, llamativo y barato. Caminé un rato, pisando chicle y manzanas dulces, preguntándome por qué estaba allí.

Los ojos de Hall se cerraron. Los abrió rápidamente y los frotó.

—A medio camino del final, pasando la sala de juegos, vi a una chica. Tenía unos veintidós o tres años. Vestido blanco, muy fino y ajustado, y un divertido sombrero blanco. Tenía las piernas desnudas, bien torneadas y bronceadas. Ella estaba sola. Me detuve y la observé, y recuerdo haber pensado: Debe tener un novio. Debe estar aquí en alguna parte. Pero ella no parecía estar esperando a nadie. Inconscientemente, comencé a seguirla.

»Pasó por un par de juegos, y luego se detuvo en uno llamado El látigo y entró. El aire estaba caliente. Atrapó su vestido mientras daba vueltas y lo hizo girar. Parecía no molestarle en absoluto. Ella solo se aferró a la barra y cerró los ojos.

»No sé, una especie de éxtasis pareció invadirla. Se echó a reír. Un sonido musical agudo. Me detuve junto a la cerca y la miré, preguntándome por qué una chica tan hermosa debería reírse en un paseo barato de carnaval, en medio de la noche, sola. Entonces mis manos se congelaron en la cerca, porque de repente vi que ella me estaba mirando, cada vez que la vuelta se lo permitía. Y había algo que decía: No te vayas, no te vayas, no te muevas...

»El juego se detuvo y ella salió y se acercó a mí, tan naturalmente como si nos hubiéramos conocido desde hace años. Puso su brazo en el mío y dijo: Lo hemos estado esperando, señor Hall.

»Su voz era profunda y suave, y su rostro, de cerca, era aún más hermoso de lo que parecía. Labios gruesos, un poco húmedos, ojos oscuros, y un brillo cálido en su piel. No respondí; ella se rio de nuevo y tiró de mi manga. Vamos, cariño —dijo—; no tenemos mucho tiempo.

»Y caminamos, casi corriendo, hasta The Silver Flash, una montaña rusa, la más alta del parque. Sabía que no debía hacerlo debido a mi afección cardíaca, pero ella no me escuchó. Dijo que tenía que hacerlo por ella. Así que compramos dos boletos y nos subimos al primer asiento del automóvil.

Hall contuvo el aliento por un momento, luego lo dejó escapar lentamente. Cuando revivió el episodio, descubrió que era más fácil mantenerse despierto. Más fácil.

—Ese —dijo—, fue el final del primer sueño. Me desperté sudando y temblando, y pensé en ello la mayor parte del día, preguntándome de dónde había salido todo. Solo había estado en Venice Pier una vez en mi vida, con mi madre, hace años. Pero esa noche, tal como sucedió con las series, el sueño continuó exactamente donde lo había dejado. Nos estábamos acomodando en el asiento de cuero áspero, agrietado. Me aferré al hierro de la barra de agarre, pintado de negro, descascarado en el centro.

»Traté de bajarme. Ese era el momento de hacerlo, pensé: ¡hazlo ahora o no llegarás demasiado lejos! Pero la chica me abrazó y me susurró: Estaríamos juntos —dijo—. Muy juntos. Si hiciera esto por ella, sería mía.

»Entonces el auto arrancó. Un pequeño tirón y los niños comenzaron a gritar. Se oyó el clac-clac-clac de la cadena tirando hacia arriba. Era demasiado tarde ahora, pensé, demasiado tarde para hacer algo más que mirar la empinada colina de madera.

»A un tercio del camino hacia la cima, con ella abrazándome, presionándose contra mí, me desperté de nuevo. A la noche siguiente, subimos un poco más. Metro a metro, lentamente, cuesta arriba. La chica comenzó a besarme y a reírse: ¡Mira hacia abajo! —decía—. ¡Mira hacia abajo, Philip!

»Y lo hice. Vi gente pequeña y autos pequeños y todo pequeño e irreal.

»Finalmente estábamos a unos pocos metros de la cresta. La noche era negra y el viento era rápido y frío ahora, y tenía miedo, tanto miedo que no podía moverme. La chica se rio más fuerte que nunca y una expresión extraña apareció en sus ojos. Entonces recordé cómo el empleado que tomó los dos boletos me había mirado inquisitivamente.

»—¿Quién eres? —grité.

»Y ella respondió:

»—¿No lo sabes?

»Y ella se levantó y sacó la barra de sujeción de mis manos. Me incliné hacia adelante, desesperado, para agarrarla de nuevo. Entonces llegamos a la cima. Y vi su rostro y supe lo que iba a hacer, lo supe al instante. Intenté volver al asiento, pero entonces sentí sus manos sobre mí y escuché su voz, riendo, bien fuerte, riendo y gritando de alegría, y...

Hall estrelló su puño contra la pared, se detuvo y esperó a que volviera la calma. Cuando lo hizo, dijo:

—Eso es todo, doctor. Ahora sabe por qué no me importa ir a dormir. Cuando lo haga, y eventualmente tendré que hacerlo, el sueño continuará. ¡Y mi corazón no lo soportará!

El psiquiatra presionó un botón en su escritorio.

—Quienquiera que sea —continuó Hall—, me empujará. Y me caeré. Cientos de pies. Veré que el cemento se apresura en un borrón para encontrarme y sentiré el dolor más espantoso que…

Hubo un clic. La puerta de la oficina se abrió. Entró una muchacha.

—Señorita Thomas —comenzó el psiquiatra—, me gustaría que...

Philip Hall gritó. Miró a la chica con el uniforme de enfermera y dio un paso atrás.

—¡Oh, Cristo! ¡No!

—Señor Hall, esta es mi recepcionista, la señorita Thomas.

—¡No! —gritó Hall—. ¡Es ella! ¡Y ahora sé quién es, Dios me salve! ¡Sé quién es ella!

La chica del uniforme blanco dio un paso tentativo en la habitación. Hall volvió a gritar, se cubrió la cara con las manos, y trató de correr.

Una voz gritó:

—¡Deténganlo!

Hall sintió el dolor agudo del alféizar contra su rodilla, y se dio cuenta en un momento horrible de lo que estaba sucediendo. Ciegamente extendió la mano, tratando de asirse, pero fue demasiado tarde. Como atraído por una fuerza gigante, cayó por la ventana abierta.

—¡Hall!

Durante todo el camino hacia abajo, largo e interminable más allá de los trece pisos hasta el concreto gris, inflexible y duro, su mente siguió trabajando, y sus ojos nunca se cerraron...

—Me temo que está muerto —dijo el psiquiatra, quitando los dedos de la muñeca de Hall.

La chica del uniforme blanco emitió un pequeño jadeo.

—Pero —dijo ella—, lo vi hace solo un minuto, y él estaba...

—Lo sé. Es curioso. Cuando entró al consultorio le dije que se sentara. Lo hizo. Y en menos de dos segundos estaba dormido. Luego dio ese grito que escuchaste y...

—¿Un infarto?

—Sí, probablemente —el psiquiatra se frotó la mejilla pensativamente—. Bueno —dijo—, creo que hay peores formas de morir. Al menos murió en paz.

Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Charles Beaumont.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Charles Beaumont: Tal vez soñar (Perchance to Dream), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Charles Beaumont: cuentos destacados


Charles Beaumont: cuentos destacados.




Charles Beaumont (1929-1967) fue un ingenioso escritor norteamericano que se destacó originalmente en los géneros de la ciencia ficción y el relato fantástico. En este sentido, los cuentos de Charles Beaumont se caracterizan por su originalidad, por su ingenio, y una gran eficacia a la hora de ejecutar argumentos verdaderamente extraños.

Aquí iremos recorriendo todos los cuentos de Charles Beaumont.




Cuentos y relatos de Charles Beaumont.
  • El hombre que aullaba (The Howling Man)
  • Lugar de encuentro (Place of Meeting)
  • Tal vez soñar (Perchance to Dream)
  • Al diablo con Claude (To Hell with Claude)
  • Algo en la tierra (Something in the Earth)
  • Autosugestión (Auto Suggestion)
  • Bella dama (Fair Lady)
  • Caballeros, siéntense (Gentlemen, Be Seated)
  • Canción matinal (Mourning Song)
  • Casa abierta (Open House)
  • Día de la madre (Mother's Day)
  • El americano desaparecido (The Vanishing American)
  • El amo del amor (The Love-Master)
  • ¿El diablo, dices? (The Devil, You Say?)
  • Elegía (Elegy)
  • El gatillo (The Trigger)
  • El hambre (The Hunger)
  • El hombre mágico (The Magic Man)
  • El hombre que se hizo a sí mismo (The Man Who Made Himself)
  • El hombre torcido (The Crooked Man)
  • El Quadriopticon (The Quadriopticon)
  • El nuevo sonido (The New Sound)
  • El show de monstruos (The Monster Show)
  • El tren (The Train)
  • El último mundo (The Last Word)
  • Fritzchen (Fritschen)
  • Guardián del sueño (Keeper of the Dream)
  • Hermano de sangre (Blood Brother)
  • Himno (Anthem)
  • Insomnia Vobiscum (Insomnia Vobiscum)
  • La gente hermosa (The Beautiful People)
  • La gente nueva (The New People)
  • Lágrimas de la Madonna (Tears of the Madonna)
  • La jungla (The Jungle)
  • La música oscura (The Dark Music)
  • La última alcaparra (The Last Caper)
  • Los asesinos (The Murderers)
  • Los clientes (The Customers)
  • Los invitados de la suerte (The Guests of Chance)
  • Los vecinos (The Neighbors)
  • Misa por las voces mezcladas (Mass for Mixed Voices)
  • Nana (Nursery Rhyme)
  • No puedes tenerlos todos (You Can't Have Them All)
  • Oh, padre mío (Oh Father of Mine)
  • País negro (Black Country)
  • Pelo del perro (Hair of the Dog)
  • Señorita Gentilbelle (Miss Gentilbelle)
  • Tierra gratis (Free Dirt)
  • Traumerei (Traumerei)
  • Tres tercios de un fantasma (Three Thirds of a Ghost)
  • Última noche en la lluvia (Last Night in the Rain)
  • Últimos ritos (Last Rites)
  • Una muerte en el campo (A Death in the Country)
  • Un asunto clásico (A Classic Affair)
  • Un punto de honor (A Point of Honor)
  • Yo, Claude (I, Claude)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Charles Beaumont: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Lugar de encuentro»: Charles Beaumont; relato y análisis


«Lugar de encuentro»: Charles Beaumont; relato y análisis.




Lugar de encuentro (Place of Meeting) —también publicado como Encuentro (Meeting)— es un relato de vampiros del escritor norteamericano Charles Beaumont (1929-1967), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1953 de la revista Orbit, y luego reeditado en la antología de 1958: Allá lejos: relatos de fantasía y ciencia ficción (Yonder: Stories of Fantasy and Science Fiction).

SPOILERS.

Lugar de encuentro, posiblemente uno de los mejores cuentos de Charles Beaumont, nos sitúa en un mundo postapocalíptico donde un grupo de vampiros se reunen para intercambiar información acerca de los humanos. Al parecer, una guerra nuclear ha exterminado a los seres humanos, básicamente el ganado de los vampiros, de manera tal que estas criaturas de la noche deben resolver de qué forma podrán sobrevivir en el futuro.

Jim Kroner, líder del grupo, anota en su cuaderno el número de muertos en la Tierra luego acaso varios años de un holocausto global provocado por el hombre. El grupo de vampiros está formado por representantes de distintas nacionalidades. Siendo vampiros, son inmortales, aunque parecen haber perdido algunas debilidades. Por ejemplo, el viento que sopla a través de la iglesia desierta y hace sonar las campanas no los perturba, como sin dudas lo habría hecho con vampiros en tiempos de abundancia. En todo caso, Charles Beaumont parece decirnos aquí que esas campanas no se doblan por los vampiros, sino por la humanidad que ha muerto.

Lugar de encuentro de Charles Beaumont está lleno de detalles interesantes. La estrategia de supervivencia de estos vampiros parece ser simplemente esperar que una nueva civilización brote de la destrucción. Esto significa que deberán retirarse a dormir, quizás durante miles de años. En este punto hay un instante de ternura, donde Kroner les asegura a los vampiros más jóvenes que vendrán tiempos mejores para ellos.

Los sobrevivientes cambian de forma, disolviéndose en una especie de humo negro, y se alejan hacia la caída de la noche. Kroner se mete en su ataúd, cierra la tapa y se duerme solo para despertar cuando los humanos hayan vuelto, cuando los vampiros puedan deambular libre y silenciosamente por la Tierra y darse un festín con sangre humana. Hasta entonces, deberán dormir una larga y solitaria noche.

Que un grupo de vampiros se encuentren después del apocalípsis y se pregunten qué hacer, ya que no hay más seres vivos de los que alimentarse, es un motivo muy ingenioso para la época en la cual fue escrito Lugar de encuentro, 1953. Ciertamente presenta un enfoque interesante para la tradicional historia de vampiros. Por otro lado, Charles Beaumont logra crear lo que parece ser una situación ordinaria: una reunión normal con personas normales, hasta que, de repente, ya cerca del final del cuento, lo fanástico se introduce de forma muy eficaz.

En todo caso, los vampiros de Lugar de encuentro de Charles Beaumont parecen ser más humanos y amables que los groseros y autodestructivos seres humanos que han reemplazado.




Lugar de encuentro.
Place of Meeting, Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Un viento denso, con olor a cristal, bajó de las montañas; un frío otoñal de humedad en movimiento. Descendió y entró en la ciudad, donde los árboles muertos silbaban y los letreros crujían. Incluso se abrió paso hasta la iglesia, porque la campana estaba sonando y no había nadie allí para tocarla. La gente en el patio dejó de hablar y escuchó. Jim Kroner también escuchó. Luego se aclaró la garganta y aplaudió con las manos gruesas, callosas y sucias.

—Está bien —dijo en voz alta—. Está bien, vamos a sentarnos ahora. ¿Quién tiene la lista?

—La tengo aquí, Jim —dijo una mujer, adelantándose.

—¿Están todos presentes?

—Todos excepto el alemán, el señor Grunin, o Grunger.

Kroner sonrió, luego formó una especie de megáfono con sus manos.

—¡Gruninger, Bartold Gruninger!

Un hombre pequeño con bigote se adelantó con entusiasmo.

¡Ja! —dijo —. S'warschwer den Friedhof zu finden* (*es difícil encontrar el cementerio)

—Muy bien. Eso es todo lo que queríamos saber, si estabas aquí o no.

Kroner estudió las páginas de la lista cuidadosamente. Luego metió la mano en el bolsillo de su overol y sacó un trozo de lápiz y se llevó la punta a la boca.

—Ahora, antes de comenzar —le dijo al grupo—, quiero que sepan si hay alguien aquí que tenga una pregunta este es el momento de hacerla —Miró a la multitud de rostros silenciosos—. ¿Alguien no sabe quién soy? ¿No?

Llegó otra ráfaga de viento, disperso y rápido: ondeaba vestidos, movía el cabello húmedo; empujaba sobre los floreros de peltre y aplastaba las flores para convertir el polvo en remolinos contra las lápidas. Sin embargo, su olor a limpio, a cristal, desapareció ahora, porque había pasado por los campos sembrados de podredumbre.

Kroner hizo una marca de verificación en el cuaderno.

—Anderson —gritó—. Edward L. —un hombre con un mono como Kroner dio un paso adelante—. Andy, ¿cubriste el valle de Skagit, los condados de Snohomish, King y Seattle, verdad?

—Sí, señor.

—¿Qué tiene para informar?

—Todos están muertos — dijo Anderson.

—¿Miró en todas partes? ¿Fue realmente cuidadoso?

—Sí, señor. No hay nadie vivo en todo el Estado.

Kroner asintió e hizo otra marca de verificación.

—Eso es todo, Andy. Siguiente: Avakian, Katina.

Una mujer con una falda de lana y una blusa gris se acercó agitando los brazos. Ella comenzó a hablar. Kroner golpeó su bastón.

—Escuchen aquí por un segundo, amigos —dijo—. Aquellos que sepan hablar en inglés, cuando haga mi pregunta, asienten con la cabeza de manera afirmativa (así) y de lado (así) para decir no. Esto hará las cosas mucho más fáciles para nosotros. ¿De acuerdo?

Hubo murmullos y consultas susurradas. Durante un rato el patio estuvo lleno de ruido. La mujer llamada Avakian siguió asintiendo.

—Bien —dijo Kroner—. Ahora, señorita Avakian. ¿Qué territorios cubrió usted? Irán, Irak, Turquía, Siria. ¿Encontró a alguien vivo?

La mujer dejó de asentir.

—No —dijo ella.

—No —repitió Kroner, y tachó otro nombre de la lista— Bien, veamos aquí, Boleslavsky, Peter. Puede regresar ahora, señorita Avakian.

Un hombre vestido con ropas brillantes de la ciudad caminó rápidamente hacia el claro entre los árboles.

—¿Qué tiene para nosotros?

El hombre se encogió de hombros.

—Bueno, fui a Nueva York y barrí la zona a conciencia. Luego exploré el área de Brooklyn y Jersey. Nada, hombre. Nada en ninguna parte.

—Tiene razón —dijo una mujer de rostro oscuro en un tembloroso tono de voz—. Yo también estuve allí. Solo están los muertos en las calles, por todas partes, por toda la ciudad; en los coches miré incluso, en las oficinas. En todas partes hay gente muerta.

—Chávez, Pietro. Baja California.

—Todos muertos, señor.

—Señor Ruggiero. Capri.

El hombre de Capri sacudió la cabeza con violencia.

—Denman, Charlotte. Sur de Estados Unidos.

—Muertos como clavos de ataúd.

—Elgar, Davis S. Ferrazio, Ignatz. Goldfarb, Bernard. Halpern. Ives. Kranek. O'Brian.

Los nombres explotaron en el aire pálido de la tarde como disparos. Hubo muchas sacudidas de cabeza, muchas personas dijeron:

—No. No.

Finalmente, Kroner dejó de marcar. Cerró el cuaderno y extendió las manos. Vio los ojos redondos, las bocas temblorosas, los rostros jóvenes; vio a toda la gente asustada. Una niña comenzó a llorar. Se hundió en el suelo húmedo, se cubrió la cara e hizo estos sonidos de llanto. Un anciano puso su mano sobre su cabeza, parecía triste, pero sin miedo. Solo los jóvenes parecían asustados.

—Calma —dijo Kroner con firmeza—. Siéntense. Ahora, escuchen, voy a hacerles la misma pregunta una vez más. Tenemos que estar seguros —Esperó a que se callaran—. Muy bien. ¿Alguien aquí encontró una sola señal de vida?

La gente guardó silencio.

El viento había muerto de nuevo, por lo que no había ningún sonido. Al otro lado de la cerca de alambre, totalmente corroída, los prados grises yacían esparcidos por cadáveres de vacas y caballos y, en uno de los campos, ovejas.

Ninguna mosca zumbó cerca de los animales muertos; no había gusanos cavando. Sin buitres, el cielo estaba limpio de pájaros. Y en todas las colinas ondulantes crecía la hierba y la maleza donde alguna vez habían cantado y latido un millón de voces. En toda la tierra solo había esta inmensa quietud.

Kroner observó a la gente.

La joven del vestido de estampado, con su maquillaje brillante y su aspecto fiero, no parecía tan feroz en este crepúsculo gris. Observó a los viejos y jóvenes de todo el mundo agrupados en un solo lugar. Un vasto silencio políglota reinaba en el sitio de reunión, en este lugar solitario, amplio y desierto, incluso antes de que llegaran las bombas de gas y la enfermedad.

Las pestes habían cubierto la tierra en tres días y tres noches. Todo estaba abandonado. Olvidado.

—Háblanos, Jim —dijo la mujer que le había entregado el cuaderno. Era nueva.

Kroner guardó la lista dentro del bolsillo.

—Dinos —dijo alguien más—. ¿Cómo nos alimentaremos? ¿Qué haremos?

—El mundo está muerto —gimió un niño.

—Muerto como cadáver. Todos lo están.

—Monsieur Kroner, ¿qué haremos?

Kroner sonrió.

Levantó la vista a través de la nube ponzoñosa que aún colgaba en el aire, un manto marrón, hasta donde la luna había salido ahora con total frialdad. Su voz era firme, pero le faltaba vida.

—Lo que algunos de nosotros hemos hecho antes —dijo—. Esperaremos. No es la primera vez. No será la última.

Un pequeño hombre gordo y calvo, con ojos viejos, suspiró y comenzó a titubear en el anochecer de octubre. El contorno de su forma vaciló y desapareció en las sombras bajo los árboles, donde la luz de la luna no alcanzaba. Otros lo siguieron mientras Kroner hablaba:

—Lo mismo que ya hemos hecho, y que probablemente seguiremos haciendo. Dormiremos. Esperaremos. Luego comenzará de nuevo y la gente construirá sus ciudades. Gente nueva con sangre nueva, y luego nos despertaremos. Tal vez pase mucho tiempo. Pero no es tan malo; el tiempo pasa.

Levantó a una chica de unos quince o dieciséis años con las mejillas pálidas y los labios rojos.

—¡Vamos, ahora! ¡Solo piensa en el apetito que habrás acumulado!

La niña sonrió.

Kroner se enfrentó a la multitud y agitó las manos, las manos grandes, ásperas por el roce de las pirámides a medianoche y el tacto de los mosquetes, moteadas por las horas nocturnas en plantas empacadoras y líneas de camiones, heridas por el corte de un tomahawk y perforadas por una bala de ametralladora. Manos viejas. Manos viejas más allá del recuento de los años.

Mientras saludaba, el viento regresó de las montañas. Sopló la pesada campana de hierro en lo alto del granero blanco. Hizo crujir los letreros, levantó polvo y volvió a silbar entre los árboles muertos.

Kroner observó que el aire se volvía negro.

Esperó, luego dejó de saludar. Suspiró y comenzó a caminar. Caminó hacia un lugar de viñas y maleza. Allí se detuvo un momento y contempló el lugar silencioso de la hierba alta y oscura, las tumbas escondidas, los pergaminos, los niños congelados en piedra, teñidos de plata en la húmeda oscuridad de la noche.

Evitó mirar las cruces.

La gente se había ido. El lugar estaba vacío. Kroner pateó el follaje. Luego se metió en el ataúd y cerró la tapa. Pronto se quedó dormido.

Charles Beaumont (1929-1967)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Charles Beaumont.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Charles Beaumont: Lugar de encuentro (Place of Meeting), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Charles Beaumont: relatos en español


Charles Beaumont: relatos en español.




Charles Beaumont (1929-1967) fue un destacado escritor norteamericano dentro del ámbito del relato pulp y la ciencia ficción. En este contexto, los relatos de Charles Beaumont se encuentran entre los más interesantes del género.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de los mejores cuentos y relatos de Charles Beaumont.




Relatos de Charles Beaumont.
  • El hombre que aullaba (The Howling Man)
  • Lugar de encuentro (Place of Meeting)
  • Tal vez soñar (Perchance to Dream)
  • Al diablo con Claude (To Hell with Claude)
  • Algo en la tierra (Something in the Earth)
  • Autosugestión (Auto Suggestion)
  • Bella dama (Fair Lady)
  • Caballeros, siéntense (Gentlemen, Be Seated)
  • Canción matinal (Mourning Song)
  • Casa abierta (Open House)
  • Día de la madre (Mother's Day)
  • El americano desaparecido (The Vanishing American)
  • El amo del amor (The Love-Master)
  • ¿El diablo, dices? (The Devil, You Say?)
  • Elegía (Elegy)
  • El gatillo (The Trigger)
  • El hambre (The Hunger)
  • El hombre mágico (The Magic Man)
  • El hombre que se hizo a sí mismo (The Man Who Made Himself)
  • El hombre torcido (The Crooked Man)
  • El Quadriopticon (The Quadriopticon)
  • El nuevo sonido (The New Sound)
  • El show de monstruos (The Monster Show)
  • El tren (The Train)
  • El último mundo (The Last Word)
  • Fritzchen (Fritschen)
  • Guardián del sueño (Keeper of the Dream)
  • Hermano de sangre (Blood Brother)
  • Himno (Anthem)
  • Insomnia Vobiscum (Insomnia Vobiscum)
  • La gente hermosa (The Beautiful People)
  • La gente nueva (The New People)
  • Lágrimas de la Madonna (Tears of the Madonna)
  • La jungla (The Jungle)
  • La música oscura (The Dark Music)
  • La última alcaparra (The Last Caper)
  • Los asesinos (The Murderers)
  • Los clientes (The Customers)
  • Los invitados de la suerte (The Guests of Chance)
  • Los vecinos (The Neighbors)
  • Misa por las voces mezcladas (Mass for Mixed Voices)
  • Nana (Nursery Rhyme)
  • No puedes tenerlos todos (You Can't Have Them All)
  • Oh, padre mío (Oh Father of Mine)
  • País negro (Black Country)
  • Pelo del perro (Hair of the Dog)
  • Señorita Gentilbelle (Miss Gentilbelle)
  • Tierra gratis (Free Dirt)
  • Traumerei (Traumerei)
  • Tres tercios de un fantasma (Three Thirds of a Ghost)
  • Última noche en la lluvia (Last Night in the Rain)
  • Últimos ritos (Last Rites)
  • Una muerte en el campo (A Death in the Country)
  • Un asunto clásico (A Classic Affair)
  • Un punto de honor (A Point of Honor)
  • Yo, Claude (I, Claude)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Charles Beaumont: relatos en español fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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