«Fantasma de humo»: Fritz Leiber; relato y análisis.
Fantasma de humo (Smoke Ghost) es un relato de terror del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992), publicado originalmente en la edición de octubre de 1941 de la revista Unknown Worlds, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1947: Los agentes negros de la noche (Night's Black Agents).
[«Siempre lo veía al anochecer, ya fuera en la penumbra humeante, teñido de rojo por los rayos de una sucia puesta de sol, cubierto por fantasmales sábanas de lluvia arrastradas por el viento, o manchado de nieve negruzca; y parecía inusualmente sombrío y sugerente, casi maravillosamente feo, aunque en ningún sentido pintoresco; triste, pero significativo.»]
Fantasma de humo, uno de los mejores cuentos de Fritz Leiber, comienza situándonos en la perspectiva de la señorita Millick, quien está preocupada por Catesby Wran, su jefe en la agencia de publicidad. Él sigue haciendo los comentarios más extraños, como esta mañana, cuando de repente le preguntó si alguna vez había visto un fantasma. No un fantasma blanco y brumoso: un fantasma moderno «con el hollín de las fábricas en la cara y el latido de la maquinaria en el alma (...) una proyección vitalizada del mundo que refleje todas las cosas sórdidas y viciosas».
La señorita Millick a veces sueña despierta con el señor Wran, aunque sabe que está casado y tiene un hijo pequeño, de modo que tolera su comportamiento extraño. Catesby está convencido de que un fantasma moderno no podría lastimarte directamente, pero, ¿y si pudiera controlar una mente adecuadamente vacía? ¿No podría entonces lastimar a quien quisiera? Ella se ríe nerviosamente.
Cuando la señorita Millick se retira de la oficina, Catesby frota la mugre de su escritorio y tira el trapo ennegrecido. Mira por la ventana, a través de un panorama de techos. Su problema debe ser «esa maldita anormalidad mental que surge en una nueva forma». La suya comenzó en el tren. Todas las noches se fija en un tramo particular de los techos: «un pequeño mundo lúgubre y melancólico de alquitrán y ladrillos, casi bellamente feo». Últimamente también ha notado algo como un saco manchado de suciedad. Sigue apareciendo más cerca de las vías del tren, con un bulto que se asemeja a una cabeza deforme.
Anoche vio a la cosa en el borde del techo más cercano, levantando una «cara empapada y distorsionada de arpillera y polvo de carbón». Como es un hombre razonable, moderno, en lugar de ceder a la superstición pauta una cita con un psiquiatra, alguien tan razonable como él y que seguramente lo convencerá de que todo es producto de sus nervios. Incluso un diagnóstico de psicosis leve sería mejor que creer en lo que ve [ahora] en el techo frente a la ventana de su oficina: la cosa cubierta de hollín rodando hacia la sombra de un tanque de agua.
El doctor Trevethick le pide a Catesby que describa los eventos de su infancia que cree que podrían predisponerlo a las enfermedades nerviosas. Catesby accede. De los tres a los nueve años, sostiene, fue un «prodigio sensorial», supuestamente capaz de ver a través de las paredes, encontrar cosas enterradas y leer pensamientos. Su madre lo «exhibió» como una rareza. También lo instó a comunicarse con los espíritus, mostrándose decepcionada cuando fracasó. Dos jóvenes psicólogos, convencidos de su clarividencia, lo examinaron, pero cuando intentaron demostrar sus habilidades ante universidad, Catesby no pudo hacerlo. Lo que había sido transparente se volvió opaco, y ha permanecido así desde entonces.
Catesby se siente aliviado al descargar recuerdos largamente reprimidos; incluso está decidido a contarle al doctor Trevethick toda la verdad cuando este le pregunta si está viendo cosas de nuevo. Entonces el psiquiatra se sobresalta. Va hasta la ventana y regresa, buscando recuperar su calma profesional. Vio a alguien afuera, o algo. Su rostro era negro. Catesby ve manchas en el cristal de la ventana.
Sale del consultorio convencido de que «lo incorpóreo existe y se mueve de acuerdo con sus propias leyes». Temeroso de poner en peligro a su familia, regresa a su oficina a oscuras. La precaución falla: su esposa lo llama por teléfono. Ronny, su hijo, afirma haber visto a un «hombre negro» fuera de su ventana.
Catesby se apresura a llamar al ascensor. Tres pisos abajo, ve la cosa. Se retira a su oficina. Minutos después, la puerta cerrada con llave se abre. Entra la señorita Millick. Afirma que tenía la intención de trabajar un poco más. Catesby recuerda su especulación anterior: un fantasma moderno podría obtener agencia material a través de la posesión. Acto seguido, huye de la señorita Millick y termina en el techo. La cosa [Millick] lo persigue, riéndose tontamente. Ahora están solos.
Catesby cae de rodillas. En la «lucidez del terror», reza. Reconoce la Cosa como un dios supremo sobre esta y todas las demás ciudades. En el humo, el hollín y las llamas, lo adorará para siempre. La Cosa parece complacida; luego, la señorita Millick palidece, casi se desmaya y vuelve a parecer ella misma. No puede recordar cómo llegaron al techo. Le preocupa una «gran mancha negra» en la frente de Catesby. Él le asegura que tuvo un pequeño desmayo y la saca del edificio. Más tarde, en el tren vacío, se pregunta cuánto tiempo lo dejará en paz la Cosa. Algo le sugiere que está satisfecha por ahora, pero, ¿qué le reclamará cuando vuelva? Para protegerse a sí mismo y a su familia debe mantenerse callado. ¿Cuántas otras personas pueden estar haciendo lo mismo?
Lo primero que llama la atención sobre Fantasma de humo de Fritz Leiber es lo poco que exige la Cosa. ¿Qué son unas pocas palabras de adoración comparadas con flotar en la órbita vacía de un dios? Y, sin embargo, el relato no se desmorona por la mezquindad de la demanda. Tal vez incluso al revés. Tal vez el sacrificio no sea tan pequeño después de todo. Para Catesby, el Fantasma de Humo nace de todo lo espantoso de su siglo, pero eso es solo el comienzo. El relato fue escrito en octubre de 1941. Habrá mayores sacrificios.
Fritz Leiber parece haber tenido un sentido casi cinestésico para la Segunda Guerra Mundial. Los sueños de Albert Moreland (The Dreams of Albert Moreland) presagia el final de la guerra; y Fantasma de Humo aparecería dos meses antes de que los Estados Unidos entre en la guerra, aunque es difícil saber si presagia ese cambio o simplemente expresa la frustración de alguien consciente de que el fascismo está aumentando y que la gente que lo rodea está haciendo poco al respecto. Aquí, Fritz Leiber está creando una presencia que encarna todo el horror de la apatía y la desesperación.
Entonces: ¿el Fantasma de Humo se aparece a Catesby debido a su sensibilidad, y luego a las personas que lo rodean por una especie de contagio? ¿O se le aparece a alguien que no puede resistir esa mirada en la oscuridad?
Catesby se apresura a llamar al ascensor. Tres pisos abajo, ve la cosa. Se retira a su oficina. Minutos después, la puerta cerrada con llave se abre. Entra la señorita Millick. Afirma que tenía la intención de trabajar un poco más. Catesby recuerda su especulación anterior: un fantasma moderno podría obtener agencia material a través de la posesión. Acto seguido, huye de la señorita Millick y termina en el techo. La cosa [Millick] lo persigue, riéndose tontamente. Ahora están solos.
Catesby cae de rodillas. En la «lucidez del terror», reza. Reconoce la Cosa como un dios supremo sobre esta y todas las demás ciudades. En el humo, el hollín y las llamas, lo adorará para siempre. La Cosa parece complacida; luego, la señorita Millick palidece, casi se desmaya y vuelve a parecer ella misma. No puede recordar cómo llegaron al techo. Le preocupa una «gran mancha negra» en la frente de Catesby. Él le asegura que tuvo un pequeño desmayo y la saca del edificio. Más tarde, en el tren vacío, se pregunta cuánto tiempo lo dejará en paz la Cosa. Algo le sugiere que está satisfecha por ahora, pero, ¿qué le reclamará cuando vuelva? Para protegerse a sí mismo y a su familia debe mantenerse callado. ¿Cuántas otras personas pueden estar haciendo lo mismo?
Lo primero que llama la atención sobre Fantasma de humo de Fritz Leiber es lo poco que exige la Cosa. ¿Qué son unas pocas palabras de adoración comparadas con flotar en la órbita vacía de un dios? Y, sin embargo, el relato no se desmorona por la mezquindad de la demanda. Tal vez incluso al revés. Tal vez el sacrificio no sea tan pequeño después de todo. Para Catesby, el Fantasma de Humo nace de todo lo espantoso de su siglo, pero eso es solo el comienzo. El relato fue escrito en octubre de 1941. Habrá mayores sacrificios.
Fritz Leiber parece haber tenido un sentido casi cinestésico para la Segunda Guerra Mundial. Los sueños de Albert Moreland (The Dreams of Albert Moreland) presagia el final de la guerra; y Fantasma de Humo aparecería dos meses antes de que los Estados Unidos entre en la guerra, aunque es difícil saber si presagia ese cambio o simplemente expresa la frustración de alguien consciente de que el fascismo está aumentando y que la gente que lo rodea está haciendo poco al respecto. Aquí, Fritz Leiber está creando una presencia que encarna todo el horror de la apatía y la desesperación.
Entonces: ¿el Fantasma de Humo se aparece a Catesby debido a su sensibilidad, y luego a las personas que lo rodean por una especie de contagio? ¿O se le aparece a alguien que no puede resistir esa mirada en la oscuridad?
Por otro lado, la Cosa parece una criatura que extrae poder. Si busca que la gente se desespere ante él, prometiendo adoración y respeto, difícilmente puede estar satisfecha con las reverencias ocasionales de antiguos niños psíquicos. Por otro lado, el hecho de que toda la podredumbre del mundo urbano e industrial se personifique en una entidad que se puede enfrentar y combatir resulta tranquilizador. Luego está la señorita Millick, a quien el Fantasma de Humo realmente posee. Me siento mal por ella. Parece bastante comprensiva y un poco atrapada en los paradigmas de su tiempo. Catesby es un poco idiota con ella. Monologa sobre sus miedos y luego los descarta tan pronto como ella se muestra comprensiva.
El Fantasma de Humo personifica «los rostros de la humanidad del siglo XX»; según Catesby Wran: «la ansiedad hambrienta de los desempleados, la inquietud neurótica de la persona sin propósito, la tensión espasmódica del trabajador metropolitano, el resentimiento inquieto del huelguista, el oportunismo insensible del rompehuelgas, el gemido agresivo del mendigo, el terror inhibido del civil bombardeado». ¿Estamos en la actualidad mejor o peor? ¿No es el pasado un espejo distante de nuestra propia época? T.S. Eliot prometió mostrarnos «miedo en un puñado de polvo», y podríamos interpretar que ese polvo incluye toxinas industriales, pesticidas, patógenos, o simplemente el hollín de Fritz Leiber.
El hollín es el pigmento que ennegrece el rostro del Fantasma de Humo, pero también es una metáfora de aquellas capas de ansiedad, aburrimiento, resentimiento, insensibilidad, codicia, agresión y terror que van degradando la naturaleza humana hasta el punto de hacernos crear fantasmas a nuestra propia imagen. Adiós gemidos lastimeros y cadenas que se arrastran. Hola a los balbuceos imbéciles y el traqueteo monótono de la maquinaria. Somos simios, no ángeles. Que nuestros fantasmas estén a la altura del progreso.
Ese es el credo de H.P. Lovecraft, con la posible enmienda de que ninguno de sus entidades cósmicas crearon deliberadamente al Homo Sapiens. Tampoco estos seres son producto de la febril imaginación del ser humano. Son reales. Demasiado reales. ¿Es esta escala cósmica realmente aterradora? ¿O acaso Fritz Leiber eleva la apuesta al preguntarse implícitamente quién hizo a quién? Creo que sí. También que proporciona la respuesta más aterradora: es Catesby quien hace el Dios con cara de hollín.
El Fantasma de Humo personifica «los rostros de la humanidad del siglo XX»; según Catesby Wran: «la ansiedad hambrienta de los desempleados, la inquietud neurótica de la persona sin propósito, la tensión espasmódica del trabajador metropolitano, el resentimiento inquieto del huelguista, el oportunismo insensible del rompehuelgas, el gemido agresivo del mendigo, el terror inhibido del civil bombardeado». ¿Estamos en la actualidad mejor o peor? ¿No es el pasado un espejo distante de nuestra propia época? T.S. Eliot prometió mostrarnos «miedo en un puñado de polvo», y podríamos interpretar que ese polvo incluye toxinas industriales, pesticidas, patógenos, o simplemente el hollín de Fritz Leiber.
El hollín es el pigmento que ennegrece el rostro del Fantasma de Humo, pero también es una metáfora de aquellas capas de ansiedad, aburrimiento, resentimiento, insensibilidad, codicia, agresión y terror que van degradando la naturaleza humana hasta el punto de hacernos crear fantasmas a nuestra propia imagen. Adiós gemidos lastimeros y cadenas que se arrastran. Hola a los balbuceos imbéciles y el traqueteo monótono de la maquinaria. Somos simios, no ángeles. Que nuestros fantasmas estén a la altura del progreso.
Ese es el credo de H.P. Lovecraft, con la posible enmienda de que ninguno de sus entidades cósmicas crearon deliberadamente al Homo Sapiens. Tampoco estos seres son producto de la febril imaginación del ser humano. Son reales. Demasiado reales. ¿Es esta escala cósmica realmente aterradora? ¿O acaso Fritz Leiber eleva la apuesta al preguntarse implícitamente quién hizo a quién? Creo que sí. También que proporciona la respuesta más aterradora: es Catesby quien hace el Dios con cara de hollín.
Tal vez por el bien de la cordura podríamos fingir que el Fantasma de Humo está en la cabeza reconocidamente rara de Catesby. Pero, entonces, ¿por qué la señorita Millick ve el hollín que deja en el escritorio de Catesby? ¿Por qué Trevethick y Ronny ven a la Cosa? ¿Qué posee a la pobre señorita Millick y toma prestada su risita soñadora con un efecto tan escalofriante?
Pero, ¿por qué Catesby, un ejecutivo publicitario común y corriente, es capaz de crear a un dios? [¿acaso hay un reproche solapado a la publicidad que eleva productos nocivos para la salud a la categoría de íconos culturales?] No importa, porque Catesby no es ordinario. Fue un prodigio sensorial en la infancia. Clarividente, telepáticamente receptivo, podía ver cosas que otros no veían. También es particularmente sensible a los males de la modernidad. La epifanía lo golpea cuando acepta que el Fantasma de Humo es real. Más allá del mundo material existe lo «incorpóreo». Es una fuerza con «sus propias leyes oscuras e impulsos impredecibles». Siempre la ha sentido. A medida que la «crueldad, la ignorancia y la codicia» se intensifican a su alrededor, su talento psíquico vuelve a despertar y percibe esa fuerza antagónica como un saco de basura consciente, como suciedad que imita a la humanidad, tambaleante e idiota, pero ineludible [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una teoría sobre el Horror]
Aquí Fritz Leiber presenta otra paradoja interesante. El Fantasma de Humo es el dios creado por Catesby, y este, para darle forma, debe convertirse en su adorador y servidor. No se puede propiciar de otra manera. Sin embargo, el Fantasma de Humo existe porque ha sido creado por Catesby, de modo que no puede matar a su visualizador porque estaría matándose a sí mismo.
[«¿Ha visto alguna vez un fantasma, señorita Millick? Me refiero a un fantasma del mundo de hoy, con el hollín de las fábricas en la cara y el martilleo de la maquinaria en el alma. Del tipo que acecharía en depósitos de carbón y se deslizaría por la noche a través de edificios de oficinas desiertos como este. Un verdadero fantasma.»]
Hasta el final no está claro si Catesby está siendo perseguido por una entidad real o por una proyección de su propia psicología. En casi todas las tradiciones, el fantasma representa el alma de un muerto, pero no en el relato de Fritz Leiber. Si los fantasmas tradicionales son, en un nivel subconsciente, una presencia psicológicamente reconfortante que nos da una confirmación de la otra vida, el fantasma de Fritz Leiber es algo completamente diferente. No hay nada reconfortante en el horror lovecraftiano que evoca de la inmundicia de la ciudad. Es la encarnación de la ansiedad urbana que se congela en una azotea del centro, un charco del subconsciente colectivo de la ciudad. Catesby tiene tiempo de reflexionar en todo esto mientras observa la ciudad a través de la ventana de su impoluta oficina. Sin embargo, el hollín se ha infiltrado; la ciudad está entrando sigilosamente.
Una [seductora] lectura marxista indicaría que el Fantasma de Humo ES un trabajador, alguien con «hollín de las fábricas en su rostro y el martilleo de la maquinaria en su alma». Un personificación, tal vez, de las masas obreras sin rostro: los millones de trabajadores «resentidos», mal pagados, y ciudadanos desempleados de la ciudad [ver: El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero]. Hacia el final de la historia, cuando el Fantasma de Humo entra en el mundo de Catesby, puede poseer el cuerpo de la señorita Millick, lo que tal vez refleja el miedo del jefe [Catesby lo es] a sus subordinados. La señorita Millick, quizás, es una de esas trabajadoras «resentidas».
Tal vez por eso Fantasma de Humo evita el cliché de las alcantarillas, los sótanos, lo subterráneo, que también puede ser explotado brillantemente, como sucede en Bien abajo (Far Below) de Robert Barbour Johnson [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]. Fritz Leiber evita las profundidades húmedas y nauseabundas de la ciudad y hace que el horror aceche en los tejados. Así como los motivos góticos sobre tenues, casi etérenos, visitantes del más allá, vestidos de impecable blanco, pueden haber funcionado para los victorianos, tienen poca relevancia para la vida urbana moderna. Un auténtico fantasma de nuestro tiempo no necesariamente nos acecharía desde las profundidades [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]
En manos de un escritor menos interesante, estos rasgos pueden convertirse en un cliché o parecer demasiado convenientes como elementos de la trama, pero Fritz Leiber crea una tensión extraordinaria en el aislamiento de su protagonista y la atmósfera omnipresente de la miseria urbana. Una sensación de extrañeza casi surrealista empapa la historia, pero su mayor mérito, creo, es cuestionar cómo han cambiado nuestras expectativas en torno a los fantasmas a lo largo de generaciones. «Los seres sobrenaturales de una ciudad moderna serían diferentes a los fantasmas de ayer porque cada cultura crea sus propios fantasmas», dice Fritz Leiber. Ciertamente la naturaleza y la apariencia de los fantasmas varían según la cultura y la época. Vemos lo que esperamos [o lo que queremos] ver. Acorralado en una azotea solitaria al final de la historia, Catesby Wran promete adorar a la criatura. No tiene elección; el fantasma está hecho de todo lo que le rodea [ver: El ABC de las historias de fantasmas]
Fantasma de humo.
Smoke Ghost, Fritz Leiber (1910-1992)
La señorita Millick se preguntó qué le había pasado al señor Wran. Hizo algunos comentarios extraños cuando ella tomó su dictado. Esta mañana se había dado la vuelta rápidamente y preguntó:
—¿Ha visto alguna vez un fantasma, señorita Millick?
Ella soltó una risita nerviosa y respondió:
—Cuando yo era niña, había una cosa blanca que solía salir del armario en el dormitorio del ático cuando dormías allí, y gemía. Por supuesto, era solo mi imaginación. Tenía miedo de muchas cosas.
Y él dijo:
—No me refiero a ese tipo de fantasma tradicional. Me refiero a un fantasma del mundo de hoy, con el hollín de las fábricas, en el martilleo de la maquinaria. El tipo de fantasma que acecharía en los depósitos de carbón, deslizándose por la noche a través de edificios de oficinas desiertos como este. Un fantasma real. No algo sacado de los libros.
Ella no supo qué decir.
Nunca había estado así antes. Por supuesto que podría estar bromeando, pero no sonaba así. Vagamente, la señorita Millick se preguntó si no estaría buscando algún tipo de simpatía por parte de ella. Por supuesto, el señor Wran estaba casado y tenía un hijo pequeño, pero eso no le impedía soñar despierta.
Soñaba despierta con la mayoría de los hombres para los que trabajaba. Los sueños diurnos eran muy similares en patrones y no muy emocionantes, pero ayudaron a llenar el vacío en su mente. Y ahora él le estaba haciendo otra de esas preguntas inquietantes, discordantes, fuera de lugar.
—¿Ha pensado alguna vez cómo sería un fantasma de nuestro tiempo, señorita Millick? Imagíneselo. Un rostro ahumado compuesto por la ansiedad hambrienta de los desempleados, la inquietud neurótica de la persona sin propósito, la tensión espasmódica de los altos cargos, la presión del trabajador metropolitano, el hosco resentimiento del huelguista, la crueldad insensible del rompehuelgas, el gemido agresivo del mendigo, el terror inhibido del civil bombardeado y mil otros patrones emocionales retorcidos?
La señorita Millick se estremeció un poco y dijo:
—Vaya, eso sería terrible. Qué cosa tan horrible de pensar.
Ella lo miró furtivamente a través del escritorio. ¿Se estaba volviendo loco? Recordó haber oído que hubo algo impresionantemente anormal en la infancia del señor Wran, pero no podía recordar qué era.
Si tan solo pudiera hacer algo, bromear con él o preguntarle qué sucedía. Movió los lápices en su mano izquierda y trazó mecánicamente algunas de las florituras taquigráficas en su cuaderno.
—Sin embargo, así es como se vería un fantasma o una proyección vitalizada, señorita Millick —continuó, sonriendo de forma tensa—. Crecería del mundo real. Reflejaría todas las cosas enredadas, sórdidas y viciosas. Todos los cabos sueltos. Y sería muy sucio. No creo que fuera blanco o tenue o que prefiera los cementerios. No gemiría. Pero murmuraría de manera ininteligible y se crisparía como un simio enfermo y hosco. ¿Qué querría tal cosa de una persona, señorita Millick? ¿Sacrificio? ¿Adoración? ¿O simplemente miedo? ¿Qué podría hacer usted?
La señorita Millick se rió nerviosamente. Se sentía avergonzada y fuera de sí. Había una expresión más allá de su capacidad de definición en el rostro ordinario, de mejillas chatas, de treinta y tantos años, del señor Wran, recortado contra la ventana polvorienta. Se dio la vuelta y contempló la atmósfera gris del centro de la ciudad que llegaba desde los patios del ferrocarril. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba lejana.
—Por supuesto, al ser inmaterial no podría lastimarte físicamente, al principio; tendrías que ser particularmente sensible incluso para verlo, o ser consciente de ello en absoluto. Pero comenzaría a influir en tus acciones. Hacerte hacer esto. Evitar que hagas aquello. Aunque solo es una proyección, gradualmente se engancharía en el mundo de las cosas tal como son. Incluso podría obtener el control de mentes adecuadamente vacías. Entonces podría lastimar a quien quisiera.
La señorita Millick se retorció y trató de leer su taquigrafía, como dicen los libros que debes hacer cuando hay una pausa. Se dio cuenta de que la luz se estaba apagando y deseó que el señor Wran le pidiera que encendiera la luz del techo. Se sentía incómoda y áspera, como si el hollín se deslizara por su piel.
—Es un mundo podrido, señorita Millick —dijo el señor Wran, hablando en la ventana—. Apto para otro crecimiento morboso de la superstición. Es hora de que los fantasmas, o como los llames, tomen el control y comiencen una regla de miedo. No serían peores que los hombres.
—Pero —el diafragma de la señorita Millick se sacudió, haciéndola reír tontamente—, por supuesto que no existen tales cosas como los fantasmas.
El señor Wran se dio vuelta.
Ella notó con un sobresalto que su sonrisa se había ampliado, aunque sin volverse menos tensa.
—Por supuesto que no, señorita Millick —dijo en un repentino tono alto, tranquilizador, casi condescendiente, como si ella hubiera estado hablando en lugar de él—. La ciencia moderna y el sentido común y una mejor comprensión de uno mismo van a probarlo.
Se detuvo, mirando más allá de ella, abstraído. La señorita Millick dejó caer la cabeza e incluso podría haberse sonrojado si no se hubiera sentido tan perdida. Los músculos de sus piernas se contrajeron, obligándola a ponerse de pie, aunque no tenía intención de hacerlo. Frotó la mano sin rumbo fijo, de un lado a otro a lo largo del borde del escritorio y luego la retiró.
—Vaya, señor Wran, mire lo que saqué de su escritorio —dijo, mostrándole una gran mancha. Había una nota de reprobación incómodamente juguetona en su voz, pero en realidad solo quería decir algo—. No es de extrañar que las copias que le traigo siempre se pongan tan negras. Alguien debería hablar con las empleadas de la limpieza. Están escatimando en su oficina.
Deseaba que él hiciera una respuesta bromista normal. Pero, en lugar de eso, retrocedió y su rostro se endureció.
—Bueno, para volver a la carta a Fredericks —y comenzó a dictar.
Cuando ella se hubo ido, él se levantó de un salto, frotó con el dedo experimentalmente la parte manchada del escritorio. Frunció el ceño ante las manchas casi negras. Abrió un cajón, sacó un trapo, limpió rápidamente el escritorio, lo arrugó en una bola y lo tiró hacia atrás.
Había otros tres o cuatro trapos en el cajón, cada uno impregnado de hollín.
Luego se acercó a la ventana y miró ansiosamente a través de la creciente oscuridad, sus ojos buscando el panorama de los techos, fijándose en cada chimenea, cada tanque de agua.
—Es una psicosis. Debe ser. Alucinación. Neurosis compulsiva —murmuró para sí mismo con una voz cansada y angustiada que habría dejado boquiabierta a la señorita Millick—. Qué bueno que voy a ver al psiquiatra esta noche. Es esa maldita anormalidad mental que surge en una nueva forma. No puede haber otra explicación. Pero es tan condenadamente real. Incluso el hollín. No creo que pueda obligarme a subir al tren elevado esta noche. Menos mal que hice la cita. El médico sabrá...
Su voz se apagó, se frotó los ojos y su memoria automáticamente comenzó a trabajar.
Todo había comenzado en el tren elevado. Había un pequeño mar de tejados en particular que se había acostumbrado a mirar justo cuando el coche repleto que lo llevaba a casa dio una sacudida en una curva. Un pequeño mundo lúgubre y melancólico de papel alquitranado, grava y ladrillos humeantes.
Chimeneas de hojalata oxidada con extraños sombreros cónicos sugerían puestos de escucha abandonados. Había un anuncio descolorido de una antigua medicina patentada en la pared más cercana. Superficialmente, era como diez mil tejados monótonos de otras ciudades. Pero él siempre lo veía al anochecer, ya sea en la penumbra humeante o teñido de rojo por los rayos planos de una sucia puesta de sol, o cubierto por fantasmales sábanas blancas de lluvia arrastradas por el viento; y parecía inusualmente sombrío y sugerente, casi maravillosamente feo, aunque en ningún sentido pintoresco; triste pero significativo.
Inconscientemente llegó a simbolizar para Catesby Wran ciertos aspectos desagradables del siglo frustrado y asustado en el que vivió, el siglo revuelto del odio, la industria pesada y las guerras fascistas. La mirada rápida y diaria a la penumbra se convirtió en una parte integral de su vida. Curiosamente, nunca lo vio por la mañana, porque entonces tenía la costumbre de sentarse al otro lado del coche, con la cabeza enterrada en el periódico.
Una tarde, hacia el invierno, notó lo que parecía ser un saco negro sin forma que yacía en el tercer techo desde las vías. No pensó en ello. Simplemente se registró como una adición a la conocida escena y su memoria almacenó la impresión para futuras referencias. Sin embargo, a la noche siguiente decidió que se había equivocado en un detalle. El objeto era un techo más cerca de lo que había pensado. Su color y textura, y las manchas mugrientas que lo rodeaban, sugerían que estaba lleno de polvo de carbón, lo cual era poco razonable.
Luego, también, la noche siguiente pareció haber sido arrojado por el viento contra un ventilador oxidado, lo que difícilmente podría haber sucedido si fuera pesado. Tal vez estaba lleno de hojas.
Catesby se sorprendió al encontrarse anticipando su próxima mirada diaria con una leve nota de aprensión. Había algo malsano en la postura de la cosa que se quedó grabada en su mente: un bulto en el saco que sugería una cabeza deforme asomándose por el ventilador. Y su aprensión estaba justificada, porque esa noche la cosa estaba en el techo más cercano, aunque en el lado más alejado, como si acabara de caer sobre el bajo parapeto de ladrillo.
A la noche siguiente el saco ya no estaba.
A Catesby le molestó la momentánea sensación de alivio que lo atravesó, porque todo el asunto parecía demasiado insignificante para justificar sentimientos de ningún tipo. ¿Qué importaba si su imaginación le había jugado malas pasadas y se había imaginado que el objeto se arrastraba y se acercaba lentamente por los tejados? Así funcionaba la imaginación.
Deliberadamente optó por ignorar el hecho de que había razones para pensar que su imaginación no era de ninguna manera normal. Sin embargo, mientras caminaba a casa desde el tren elevado, se preguntó si el saco realmente se había ido. Le pareció recordar un sendero vago y borroso que atravesaba la grava hasta el lado más cercano del techo. Por un instante se formó en su mente una imagen desagradable: la de una criatura jorobada como la tinta agazapada detrás del parapeto más cercano, esperando. Luego descartó todo el tema.
La próxima vez que sintió la familiar sacudida chirriante del coche se sorprendió tratando de no mirar hacia afuera. Eso lo enfureció. Volvió la cabeza rápidamente. Su rostro estaba definitivamente pálido.
Sólo hubo tiempo para una fugaz mirada hacia el techo que se escapaba. ¿Había visto realmente la silueta de la parte superior de una especie de cabeza asomándose por encima del parapeto? Tonterías, se dijo a sí mismo. E incluso si hubiera visto algo, había mil explicaciones que no involucraban lo sobrenatural o incluso una verdadera alucinación. Mañana echaría un buen vistazo y aclararía todo el asunto. Si era necesario, visitaría personalmente la azotea, aunque apenas sabía dónde encontrarla y, en todo caso, le desagradaba la idea de mimar un capricho del miedo.
Aquella noche las visiones de la cosa perturbaron sus sueños y estuvieron dentro y fuera de su mente todo el día siguiente en la oficina. Fue entonces cuando empezó a aliviar sus nervios haciendo comentarios serios y jocosos sobre lo sobrenatural. También fue el mismo día que se dio cuenta de una creciente antipatía por la suciedad y el hollín.
Todo lo que tocaba parecía arenoso, y se encontró trapeando y limpiando su escritorio como una anciana, con un miedo morboso a los gérmenes. Razonó que no había ningún cambio real en su oficina, y que recién ahora se había vuelto sensible a la suciedad que siempre había estado allí, pero no se podía negar un nerviosismo creciente.
Mucho antes de que el auto llegara a la curva, estaba forzando la vista a través del crepúsculo turbio, decidido a captar cada detalle.
Después se dio cuenta de que debió haber dado algún tipo de grito ahogado, porque el hombre a su lado lo miró con curiosidad, y la mujer que tenía delante le dirigió una mirada desfavorable. Consciente de su propia palidez y temblor incontrolable, les devolvió la mirada con avidez, tratando de recuperar la sensación de seguridad que había perdido por completo. Eran las habituales «personas de cara de madera» con las que todo el mundo vuelve a casa en el tren elevado.
Pero supongamos que le hubiera señalado a uno de ellos lo que había visto: esa cara empapada y distorsionada de arpillera y polvo de carbón, esa pata deshuesada que le devolvía el saludo, como si le recordara una cita futura...
Involuntariamente cerró los ojos con fuerza.
Sus pensamientos corrían hacia el día siguiente por la noche. Se imaginó esa misma ventana oblonga de luz y la humanidad abarrotada dando vueltas en la curva... y luego una forma opaca y monstruosa que saltaba del techo en un descenso parabólico, un rostro innombrable presionado contra la ventana, manchándola con polvo de carbón húmedo, enormes patas hurgando torpemente en el vidrio...
De alguna manera se las arregló para apagar las preguntas ansiosas de su esposa. Por la mañana tomó una decisión y concertó una cita con un psiquiatra del que le había hablado un amigo. Visitar a un psiquiatra significaba desenterrar un episodio de su pasado que nunca había descrito del todo ni siquiera a su esposa, y que la señorita Millick sólo conocía como «algo impresionantemente anormal de la infancia del señor Wran».
Sin embargo, una vez que hubo tomado la decisión, se sintió considerablemente aliviado. El médico, se dijo, lo aclararía todo. Casi podía imaginárselo diciendo: «Son solo sus nervios, sin embargo, debe consultar al oculista cuyo nombre le estoy escribiendo, y debe tomar dos de estas píldoras en agua cada hora», y así sucesivamente. .
Era casi reconfortante y hacía que la próxima revelación pareciera menos dolorosa.
Pero a medida que se acercaba el anochecer lleno de humo, su nerviosismo volvió y dejó que su mistificación bromista de la señorita Millick se desvaneciera, hasta que se dio cuenta de que no estaba asustando a nadie más que a sí mismo.
Tendría que controlar mejor su imaginación, se dijo, mientras continuaba mirando inquieto las formas masivas y turbias de los edificios de oficinas del centro.
Vaya, se había pasado toda la tarde construyendo una especie de cosmología neomedieval de la superstición. No funcionaría. Entonces se dio cuenta de que había estado de pie junto a la ventana mucho más tiempo de lo que pensaba, porque el panel de cristal de la puerta estaba oscuro y no se oía ningún ruido procedente de la oficina exterior. La señorita Millick y el resto ya debían haberse ido a casa.
Fue entonces cuando hizo el descubrimiento de que no había ninguna razón especial para temer. Fue un descubrimiento horrible. Porque, en el techo sombreado al otro lado de la calle y cuatro pisos más abajo, vio que la cosa se acurrucaba y rodaba por la grava y, después de una mirada de reconocimiento hacia arriba, se perdía en la oscuridad debajo del tanque de agua.
Mientras recogía rápidamente sus cosas y se dirigía al ascensor, luchando contra el pánico, comenzó a pensar en las alucinaciones y la psicosis leve como condiciones muy deseables. Para bien o para mal, depositó todas sus esperanzas en el médico.
—Así que se encuentra un poco nervioso —dijo el doctor Trevethick, sonriendo con digna afabilidad—. ¿Nota algún síntoma físico más definido? ¿Dolor? ¿Dolor de cabeza? ¿Indigestión?
Catesby negó con la cabeza y se humedeció los labios.
—Estoy especialmente nervioso cuando viajo en el tren elevado —murmuró rápidamente.
—Ya veo. Discutiremos eso con más detalle. Pero primero me gustaría que me hablara de algo que mencionó anteriormente. Dijo que había algo en su infancia que podría predisponerlo a sufrir enfermedades nerviosas. Los primeros años son críticos en el desarrollo del patrón de comportamiento de un individuo.
Catesby estudió los reflejos de los globos escarchados en la superficie oscura del escritorio. La palma de su mano izquierda frotó sin rumbo el grueso vello del sillón. Después de un rato, levantó la cabeza y miró directamente a los pequeños ojos marrones del médico.
—Quizás desde mi tercer hasta mi noveno año —comenzó, eligiendo las palabras con cuidado—, yo era lo que podría llamarse un prodigio sensorial.
La expresión del doctor no cambió.
—¿Sí? —preguntó cortésmente.
—Lo que quiero decir es que se suponía que podía ver a través de las paredes, leer cartas a través de sobres y libros a través de sus cubiertas, cercar y jugar al ping-pong con los ojos vendados, encontrar cosas que estaban enterradas, leer pensamientos.
Las palabras salieron a borbotones.
—¿Y realmente podía hacerlo?
El rostro del médico era inexpresivo.
—No lo sé. Supongo que no —respondió Catesby, las emociones perdidas hace mucho tiempo inundaron su voz—. Todo es tan confuso ahora. Pensé que podía, pero siempre me estaban animando. Mi madre... estaba... bueno... interesada en los fenómenos psíquicos. Yo estaba... exhibido. Me parece recordar haber visto cosas que otras personas no podían. Como si la mayoría de los objetos opacos fueran transparentes. Pero yo era muy joven. No tenía ningún criterio científico para juzgar.
Ahora lo estaba reviviendo. Las habitaciones oscuras. Las asambleas de adultos boquiabiertos que pagaban. Él mismo sentado solo en una pequeña plataforma, perdido en una silla de madera de respaldo recto. El pañuelo de seda negra sobre los ojos. Las preguntas persuasivas e insistentes de su madre. Los murmullos. Los jadeos. Su propio odio por todo el asunto, mezclado con hambre por la adulación de los adultos. Luego los científicos de la universidad, los experimentos, la gran prueba.
La realidad de esos recuerdos lo envolvió y momentáneamente le hizo olvidar la razón por la cual se los estaba revelando a un extraño.
—¿Entiendo que su madre trató de utilizarlo como un medio para comunicarse con el... otro mundo?
Catesby asintió con entusiasmo.
—Lo intentó, pero no pudo. Cuando se trataba de ponerme en contacto con los muertos, yo era un completo fracaso. Todo lo que podía hacer, o pensaba que podía hacer, era ver objetos reales, existentes y tridimensionales más allá de la visión de la gente normal. Objetos que todos podrían haber visto excepto por la distancia, la obstrucción o la oscuridad. Siempre fue una decepción para mamá —terminó lentamente.
Podía escuchar su dulce y paciente voz diciendo:
—Vuelve a intentarlo, querido, solo por esta vez. Katie era tu tía. Te amaba. Trata de escuchar lo que dice.
Y él respondía:
—Puedo ver a una mujer con un vestido azul, de pie al otro lado de la casa de Jones.
Y ella decía:
—Sí, lo sé, querido. Pero esa no es Katie. Katie es un espíritu. Inténtalo de nuevo. Solo por esta vez, querido.
Por segunda vez, la voz del doctor lo sacudió suavemente de regreso a la oficina reluciente.
—Mencionó criterios científicos para el juicio, señor Wran. Por lo que sabe, ¿alguien trató alguna vez de aplicárselos a usted?
El asentimiento de Catesby fue enfático.
—Cuando tenía ocho años, dos jóvenes psicólogos de la universidad se interesaron en mí. Supongo que al principio se lo tomaron a broma, y recuerdo que yo estaba decidido a demostrarles que era algo muy serio. Incluso hoy recuerdo la nota de cortés superioridad y sarcasmo de sus voces. Sin duda al principio supusieron que se trataba de un truco. Entonces pidieron a mi madre que les permitiese someterme a una prueba. En realidad, fueron muchas pruebas, y mucho más serias que las insípidas exhibiciones de mi madre. Descubrieron que yo era clarividente... o eso supusieron.
»Terminé agotado física y mentalmente. Luego se propusieron demostrar mis poderes paranormales ante la facultad de Psicología de la universidad. Por primera vez empecé a temer un fracaso. Quizás me someterían a pruebas demasiado rigurosas... Sea como fuere, cuando llegó el día fui incapaz de hacer nada. Todo se volvió opaco. Entonces me desesperé y empecé a inventar las respuestas. Sólo les dije mentiras. La prueba terminó en el más completo fracaso, y creo que a los dos jóvenes psicólogos les costó una severa reprimenda por parte de las autoridades académicas.
Aún le parecía oír al señor barbudo que dictaminó con tono brusco:
—Se ha dejado usted engañar por un niño, Flaxman, por un simple niño. Estoy muy disgustado. Se ha puesto usted al mismo nivel que un vulgar charlatán de feria. Caballeros, les ruego que olviden este lamentable episodio. No quiero volver a oírlo mencionar.
Se sobresaltó al recordar lo culpable que se había sentido. Pero al mismo tiempo empezaba a sentirse aliviado y casi jubiloso. Al descargarse del peso de sus recuerdos reprimidos toda su perspectiva había cambiado. Los episodios del tren elevado empezaron a asumir sus adecuadas proporciones, viéndolos tan sólo como los curiosos engendros de unos nervios agotados y una mente excesivamente sensible.
El psiquiatra, supuso, llegaría hasta sus oscuras causas subconscientes, fueran cuales fuesen. Y entonces todo se aclararía y terminaría, como terminó su episodio de la infancia, que ahora estaba empezando a parecerle algo ridículo.
—A partir de aquel día —prosiguió— ya no volví a manifestar ni una sombra de mis supuestas facultades. Mi madre estaba frenética, y quiso demandar a la universidad. Tuve un colapso nervioso. Entonces mis padres se divorciaron, y las autoridades confiaron mi custodia a mi padre, quien se esforzó por hacerme olvidar todo el asunto. Pasamos grandes temporadas al aire libre e hicimos mucho deporte junto con personas normales y corrientes. Cuando crecí ingresé en la Escuela de Comercio. Ahora me dedico a la publicidad. Sin embargo...
Catesby hizo una pausa.
—Al notar ahora esos síntomas nerviosos, me he preguntado si podría haber alguna relación entre ambas cosas. No se trata de saber si fui clarividente o no. Es muy probable que mi madre me enseñase una serie de trucos inconscientes que incluso consiguieron engañar a dos jóvenes psicólogos. ¿No cree usted que eso puede tener alguna relación con mi estado actual?
Durante unos momentos el médico lo miró ceñudo, con una expresión profesional que resultaba ligeramente embarazosa. Luego dijo en voz baja:
—¿No hay alguna... digamos… alguna relación más concreta entre sus pasadas experiencias y la actualidad? ¿No ha descubierto acaso que de nuevo está empezando a ver... cosas?
Catesby tragó saliva.
Había sentido un deseo cada vez mayor de descargarse de sus aprensiones, pero no era fácil hallar la manera de empezar, y la aguda pregunta del psiquiatra lo tomó desprevenido. Hizo un esfuerzo por concentrarse. Lo que había creído ver en los tejados surgió de nuevo ante los ojos de su imaginación con inesperado realismo. Y sin embargo, ahora no le asustaba.
Buscó la manera de empezar. Entonces vio que el médico no le miraba, sino que su mirada se dirigía a un punto situado detrás de él. El semblante del psiquiatra se puso pálido, y sus ojos no parecieron tan pequeños. Entonces se levantó de un salto, pasó junto a Catesby, abrió la ventana y miró hacia las tinieblas exteriores.
Cuando Catesby se levantó, el psiquiatra cerró de golpe la ventana y dijo con una voz cuyo suave tono estaba empañado por un ligero y persistente jadeo:
—Espero no haberlo alarmado. Es que he visto la cara de un... bueno… un negro en la escalera de incendios. Sin duda se ha asustado al ver que yo le miraba, porque parece haberse ido corriendo. No piense más en ello. A los médicos suelen importunarnos los mirones.
—¿Un negro? —preguntó Catesby, pasándose la lengua por los labios.
El psiquiatra rió nerviosamente.
—Eso creo, aunque mi primera impresión fue más bien extraña; me pareció un hombre blanco con la cara ennegrecida, como el carbón.
Catesby se acercó a la ventana. En el vidrio había manchas de hollín.
—No se preocupe, señor Wran —la voz del psiquiatra había adquirido una aguda nota de impaciencia, como si se esforzase por asumir de nuevo su tono de autoridad profesional—. Prosigamos nuestra conversación. Le estaba preguntando si tenía usted visiones.
Los tumultuosos pensamientos de Catesby dejaron de girar vertiginosamente y se sedimentaron.
—No, no veo más que lo que ven las demás personas. Lo siento, tengo que irme. Ya le he robado demasiado de su precioso tiempo —fingió no ver el débil gesto de negativa que hizo el médico—. Le telefonearé para el reconocimiento físico. En cierto modo, ya me ha quitado un gran peso de encima.
Sonrió mecánicamente.
—Buenas noches, doctor Trevethick.
Catesby Wran se hallaba en un curioso estado de ánimo. Sus ojos registraban todos los rincones en sombras, miraba de reojo todos los callejones y pasajes, y dirigía furtivas miradas a la línea irregular de los tejados. Sin embargo, apenas se daba cuenta de que lo hacía. Apartaba los pensamientos que asaltaban su mente, y seguía su camino.
Sintió una sensación ligeramente mayor de seguridad cuando llegó a una calle iluminada y concurrida, con altos edificios y escaparates rutilantes. Al cabo de unos momentos se encontró en el oscuro vestíbulo del edificio que albergaba su oficina. Comprendió entonces por qué no podía irse a su casa, porque haría que su mujer y su hijo lo viesen, como se lo había hecho ver al médico.
—Hola, señor Wran —le saludó el ascensorista, un hombre corpulento vestido con un mono azul, mientras abría la reja del anticuado ascensor—. No sabía que trabajase de noche.
Catesby entró maquinalmente.
—De repente nos han venido muchos pedidos —murmuró—. Hay mucho trabajo atrasado.
El ascensor se detuvo.
—¿Trabajará usted hasta muy tarde, señor Wran?
Él asintió con un gesto vago, vio como el ascensor desaparecía por el hueco, sacó sus llaves, cruzó rápidamente la oficina exterior y entró en su despacho. Cuando ya dirigía la mano hacia el interruptor de la luz, se le ocurrió pensar que las dos ventanas iluminadas, al destacarse sobre la oscura silueta del edificio, indicarían su paradero y servirían de objetivo para ese «algo» que podría arrastrarse y trepar.
Acercó la silla a la pared y se sentó en la semioscuridad, sin quitarse el abrigo.
Durante mucho rato permaneció sentado en la mayor inmovilidad, escuchando su propia respiración y el distante rumor del tráfico: el débil traqueteo mecánico de un tranvía, el lejano rumor del tren elevado, débiles gritos y bocinazos, mezclados con ruidos indistintos.
Las palabras que había dicho a la señorita Millick, bromeando nerviosamente, volvieron a él con el amargo sabor de la verdad. Se sintió incapaz de razonar de una manera crítica o coherente, pero sus pensamientos surgieron y se ordenaron por sí solos, para empezar a girar lentamente con el movimiento inevitable de los planetas.
Poco a poco se fue transformando su imagen mental del mundo. Éste dejó de estar compuesto de átomos materiales separados por un espacio vacío, para convertirse en un mundo en el que existían seres sin cuerpo que se movían de acuerdo con sus oscuras leyes o a impulsos imprevistos. La nueva imagen iluminaba con terrible claridad ciertos hechos generales que siempre le habían desconcertado y preocupado, y que trataba de soslayar: la inevitabilidad del odio y la guerra, las máquinas diabólicamente aceitadas, las murallas de deliberada incomprensión que dividían a los hombres, la eterna vitalidad de la crueldad, la ignorancia y la codicia.
Ahora le parecían partes apropiadas y necesarias de aquel cuadro. Y la superstición no era sino una especie de sabiduría.
Entonces sus pensamientos revirtieron hacia sí mismo, y surgió de nuevo la pregunta que había formulado a la señorita Millick: «¿Qué desearía semejante ser de una persona? ¿Sacrificios? ¿Adoración? ¿O sólo temor? ¿Qué se podría hacer para lograr que dejase de importunarnos?».
De académica, aquella pregunta se había convertido ahora en práctica. Con un timbrazo explosivo, el teléfono empezó a sonar.
—Cate —dijo la voz de su esposa—, he estado llamando a todas partes buscándote. Lo último que podía imaginar es que estarías en la oficina. ¿Qué haces ahí? Me tienes preocupada.
Él se disculpó con el trabajo.
—No tardes, por favor —dijo ansiosamente su mujer—. Estoy un poco asustada. Ronny acaba de llevarse un susto. Me lo he encontrado despierto, señalando a la ventana y diciendo: «Ahí hay un hombre negro». Naturalmente, debe de haberlo soñado. Pero así y todo estoy asustada. ¿Cuánto tardarás? ¿Qué te pasa, cariño? ¿No me oyes?
—Tranquilízate , no tardaré —dijo, y colgó.
Luego salió como una exhalación de la oficina, y se puso a pulsar frenéticamente el botón del ascensor y a mirar hacia abajo. Lo vio mirándole desde el pozo del ascensor, entre las sombras de tres pisos más abajo, con la cara de saco apretada contra la verja de hierro. Luego empezó a subir por la escalera, con paso bamboleante pero rápido, desapareciendo momentáneamente de la vista cuando se metió en el segundo corredor de abajo.
Catesby empezó a golpear la puerta de la oficina, recordó entonces que no la había cerrado con llave. La abrió de un empujón, luego volvió a cerrarla de golpe y dio dos vueltas a la llave. Acto seguido se retiró al extremo opuesto de la habitación, escondiéndose entre los archivadores y la pared. Los dientes le castañeteaban.
Oyó el zumbido del ascensor. Una silueta se recortó sobre el vidrio esmerilado de la puerta, ocultando parte del nombre de la compañía. A los pocos instantes la puerta se abrió. El enorme globo de la luz se encendió y, de pie junto a la puerta, con la mano aún en el interruptor, Catesby vio a la señorita Millick.
—Caramba, señor Wran —tartamudeó ella—. No sabía que estaba usted aquí. Vine al salir del cine para pasar unas cartas a máquina. No sabía... Pero la luz estaba apagada. ¿Qué hacía usted?
Él se puso a mirarla fijamente. Hubiera querido lanzar gritos de alegría, abrazarla, hablar atropelladamente. Sin embargo, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era mostrar una sonrisa histérica.
—Señor Wran, ¿qué le ha pasado? —le preguntó la secretaria con embarazo, para terminar con una risita estúpida—. ¿No se encuentra bien? ¿Puedo hacer algo por usted?
Movió la cabeza y consiguió articular:
—No, gracias, me disponía a irme. También vine a acabar un trabajo pendiente.
—Lo cierto es que tiene usted muy mal aspecto —insistió ella, acercándose a él.
Catesby advirtió que sin duda la mujer había pasado por un lugar fangoso, pues sus zapatos de tacos altos dejaban negras huellas en el suelo.
—Claro, no se encuentra usted bien. Está terriblemente pálido.
Hablaba como una enfermera entusiasta pero incompetente. Su rostro se iluminó con una súbita inspiración.
—Llevo algo en la cartera que le hará bien —dijo—. Es para la indigestión.
Se dispuso a hurgar en su cartera atiborrada de cosas. Catesby advirtió que ella, distraídamente, la mantenía cerrada con una mano mientras se esforzaba por abrirla con la otra. Luego, sin dejar de mirarla, vio como doblaba el grueso cierre metálico como si fuese de papel, o como si sus dedos se hubiesen convertido en unos alicates de acero.
Instantáneamente su memoria repitió las palabras que había dirigido a la señorita Millick aquella misma tarde: « Incluso podría llegar a dominar algunas mentes adecuadamente vacías. Entonces podría herir a quien deseara».
En su interior se concretó una sensación desagradable y fría. Empezó a deslizarse hacia la puerta. Pero la señorita Millick corrió y le cerró el paso.
—No hace falta que espere, Fred —dijo, asomándose al pasillo—. El señor Wran ha resuelto quedarse un poco más.
La puerta del ascensor se cerró con un estrépito mecánico. Luego se oyó un zumbido. Ella se volvió entonces en el umbral.
—Verá usted, señor Wran —dijo con tono de reproche—. No puedo dejarle ir a su casa en este estado. Estoy segura de que se encuentra muy mal. A lo mejor le da algo por la calle. Quédese aquí hasta que se sienta mejor.
El zumbido cesó.
Él permanecía inmóvil, de pie en el centro de la oficina. Su mirada siguió el rastro de las pisadas de la señorita Millick hasta el lugar donde ella se alzaba, impidiéndole la salida.
Un sonido que era casi un alarido salió de su garganta.
—Pero señor Wran... —dijo ella—, se porta usted como si hubiese perdido el juicio. Échese y descanse un rato. Venga, le ayudaré a quitarse el abrigo.
Aquella nota nauseabundamente estúpida y chirriante era la misma, sólo se había intensificado. Cuando ella se le acercó, él se volvió y echó a correr. Trató desesperadamente de introducir una llave en la cerradura de la segunda puerta que daba al corredor.
—Pero señor Wran —oyó que ella le decía—, ¿le ha dado un ataque o qué? Debe permitir que le ayude.
La puerta se abrió, y él salió como una tromba al corredor y subió por la escalera. Sólo cuando llegó al rellano superior y vio ante sí una gruesa puerta de hierro, comprendió que aquella escalera conducía al tejado.
Levantó el pestillo.
—Vamos, señor Wran, no se escape. Voy tras de usted.
Al abrir la puerta se encontró sobre la grava alquitranada del tejado. El cielo nocturno estaba nublado y tenebroso, teñido débilmente de rojo por los anuncios de neón. De los distantes altos hornos brotaban fantasmales llamaradas.
Corrió hasta el borde. Las luces de la calle le dieron vértigo. Los transeúntes no eran sino puntos minúsculos.
Dio media vuelta. El ser estaba en el umbral. Su voz ya no era solícita sino estúpidamente burlona; cada frase terminaba en una risita.
—¿Por qué ha subido aquí, señor Wran? Estamos usted y yo, solos. Me bastaría un empujoncito para hacerle caer.
El ser se le acercó lentamente. Él retrocedió hasta que sus talones chocaron con el parapeto bajo. Sin saber por qué lo hacía ni lo que iba a hacer, cayó de rodillas. No se atrevió a mirar a la cara cuando ésta se le acercó; no deseaba enfocar su mirada en lo peor que había en el mundo, en el punto de confluencia de todos los venenos.
Entonces la lucidez del terror se apoderó de su mente, y las palabras se formaron en sus labios.
—Te obedeceré. Tú eres mi dios —dijo—. Tienes poder supremo sobre el hombre, sus animales y sus máquinas. Tú gobiernas esta ciudad y todas las ciudades. Lo reconozco.
Volvió a oírse la risita, más cerca esta vez.
—Vaya, señor Wran, nunca le había oído hablar así. ¿Lo dice en serio?
—El mundo es tuyo y puedes hacer con él lo que se te antoje, salvarlo o hacerlo pedazos.
Hablaba en tono servil y adulador, y sus palabras formaban automáticamente una especie de letanía.
—Lo reconozco. Te alabaré y te adoraré. Te rendiré culto para siempre con el humo, el hollín y la llama.
La voz no contestó. Entonces él levantó la mirada. Vio tan sólo a la señorita Millick, mortalmente pálida y tambaleándose como si estuviera ebria. La mujer tenía los ojos cerrados.
Catesby la tomó en brazos cuando avanzó con paso vacilante hacia él. Se le doblaron las rodillas bajo su peso y ambos cayeron junto al borde del tejado. A los pocos minutos su rostro empezó a tensarse. De su garganta brotaron tenues gemidos y levantó los párpados.
—Vamos abajo —murmuró, ayudándola a levantarse—. No está usted bien.
—Me siento terriblemente mareada —susurró ella—. Supongo que me he desmayado. Últimamente como muy poco, y estoy muy nerviosa... Pero... ¡si estamos en el tejado! ¿Me ha subido usted aquí para que tomase un poco el aire o he sido yo, sin darme cuenta? A veces me comporto como una estúpida. De niña solía caminar dormida, según decía mi madre.
Mientras Catesby la ayudaba a bajar la escalera, la mujer se volvió a mirarle.
—Vaya, señor Wran —dijo—, tiene usted una gran mancha de tizne en la frente. Deje que le limpie.
Le pasó el pañuelo suavemente por la frente. Entonces comenzó a tambalearse de nuevo, y él la sostuvo firmemente.
—No se preocupe, enseguida estaré bien —dijo la señorita Millick—. Ahora sólo tengo frío. ¿Qué me ha ocurrido señor Wran? ¿He estado inconsciente?
Él le dijo que sí.
Más tarde, de regreso a casa en el vagón del tren elevado, se preguntó durante cuánto tiempo estaría a salvo del ser. Era un problema puramente práctico. No podía estar seguro, pero su instinto le decía que había dejado satisfecho al monstruo y que éste no le molestaría durante algún tiempo. Pero, ¿querría algo más cuando volviese a aparecer?
Bueno, ya habría tiempo para responder a esa pregunta cuando ocurriese.
Fue consciente de que le resultaría muy difícil mantenerse alejado del manicomio. Dado que tenía que proteger a Helen y a Ronny, además de así mismo, debería tener cuidado y mantener la boca cerrada. Empezó a especular acerca de cuántos otros hombres y mujeres habrían visto al ser, o a otros seres semejantes.
El tren elevado redujo la velocidad y se bamboleó de modo familiar. Miró a los tejados próximos a la curva. Parecían muy vulgares, como si lo que les daba aquel aire siniestro se hubiese alejado durante un tiempo.
Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Fritz Leiber: Fantasma de humo (Smoke Ghost), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Pero, ¿por qué Catesby, un ejecutivo publicitario común y corriente, es capaz de crear a un dios? [¿acaso hay un reproche solapado a la publicidad que eleva productos nocivos para la salud a la categoría de íconos culturales?] No importa, porque Catesby no es ordinario. Fue un prodigio sensorial en la infancia. Clarividente, telepáticamente receptivo, podía ver cosas que otros no veían. También es particularmente sensible a los males de la modernidad. La epifanía lo golpea cuando acepta que el Fantasma de Humo es real. Más allá del mundo material existe lo «incorpóreo». Es una fuerza con «sus propias leyes oscuras e impulsos impredecibles». Siempre la ha sentido. A medida que la «crueldad, la ignorancia y la codicia» se intensifican a su alrededor, su talento psíquico vuelve a despertar y percibe esa fuerza antagónica como un saco de basura consciente, como suciedad que imita a la humanidad, tambaleante e idiota, pero ineludible [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una teoría sobre el Horror]
Aquí Fritz Leiber presenta otra paradoja interesante. El Fantasma de Humo es el dios creado por Catesby, y este, para darle forma, debe convertirse en su adorador y servidor. No se puede propiciar de otra manera. Sin embargo, el Fantasma de Humo existe porque ha sido creado por Catesby, de modo que no puede matar a su visualizador porque estaría matándose a sí mismo.
[«¿Ha visto alguna vez un fantasma, señorita Millick? Me refiero a un fantasma del mundo de hoy, con el hollín de las fábricas en la cara y el martilleo de la maquinaria en el alma. Del tipo que acecharía en depósitos de carbón y se deslizaría por la noche a través de edificios de oficinas desiertos como este. Un verdadero fantasma.»]
Hasta el final no está claro si Catesby está siendo perseguido por una entidad real o por una proyección de su propia psicología. En casi todas las tradiciones, el fantasma representa el alma de un muerto, pero no en el relato de Fritz Leiber. Si los fantasmas tradicionales son, en un nivel subconsciente, una presencia psicológicamente reconfortante que nos da una confirmación de la otra vida, el fantasma de Fritz Leiber es algo completamente diferente. No hay nada reconfortante en el horror lovecraftiano que evoca de la inmundicia de la ciudad. Es la encarnación de la ansiedad urbana que se congela en una azotea del centro, un charco del subconsciente colectivo de la ciudad. Catesby tiene tiempo de reflexionar en todo esto mientras observa la ciudad a través de la ventana de su impoluta oficina. Sin embargo, el hollín se ha infiltrado; la ciudad está entrando sigilosamente.
Una [seductora] lectura marxista indicaría que el Fantasma de Humo ES un trabajador, alguien con «hollín de las fábricas en su rostro y el martilleo de la maquinaria en su alma». Un personificación, tal vez, de las masas obreras sin rostro: los millones de trabajadores «resentidos», mal pagados, y ciudadanos desempleados de la ciudad [ver: El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero]. Hacia el final de la historia, cuando el Fantasma de Humo entra en el mundo de Catesby, puede poseer el cuerpo de la señorita Millick, lo que tal vez refleja el miedo del jefe [Catesby lo es] a sus subordinados. La señorita Millick, quizás, es una de esas trabajadoras «resentidas».
Tal vez por eso Fantasma de Humo evita el cliché de las alcantarillas, los sótanos, lo subterráneo, que también puede ser explotado brillantemente, como sucede en Bien abajo (Far Below) de Robert Barbour Johnson [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]. Fritz Leiber evita las profundidades húmedas y nauseabundas de la ciudad y hace que el horror aceche en los tejados. Así como los motivos góticos sobre tenues, casi etérenos, visitantes del más allá, vestidos de impecable blanco, pueden haber funcionado para los victorianos, tienen poca relevancia para la vida urbana moderna. Un auténtico fantasma de nuestro tiempo no necesariamente nos acecharía desde las profundidades [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]
En manos de un escritor menos interesante, estos rasgos pueden convertirse en un cliché o parecer demasiado convenientes como elementos de la trama, pero Fritz Leiber crea una tensión extraordinaria en el aislamiento de su protagonista y la atmósfera omnipresente de la miseria urbana. Una sensación de extrañeza casi surrealista empapa la historia, pero su mayor mérito, creo, es cuestionar cómo han cambiado nuestras expectativas en torno a los fantasmas a lo largo de generaciones. «Los seres sobrenaturales de una ciudad moderna serían diferentes a los fantasmas de ayer porque cada cultura crea sus propios fantasmas», dice Fritz Leiber. Ciertamente la naturaleza y la apariencia de los fantasmas varían según la cultura y la época. Vemos lo que esperamos [o lo que queremos] ver. Acorralado en una azotea solitaria al final de la historia, Catesby Wran promete adorar a la criatura. No tiene elección; el fantasma está hecho de todo lo que le rodea [ver: El ABC de las historias de fantasmas]
Fantasma de humo.
Smoke Ghost, Fritz Leiber (1910-1992)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
La señorita Millick se preguntó qué le había pasado al señor Wran. Hizo algunos comentarios extraños cuando ella tomó su dictado. Esta mañana se había dado la vuelta rápidamente y preguntó:
—¿Ha visto alguna vez un fantasma, señorita Millick?
Ella soltó una risita nerviosa y respondió:
—Cuando yo era niña, había una cosa blanca que solía salir del armario en el dormitorio del ático cuando dormías allí, y gemía. Por supuesto, era solo mi imaginación. Tenía miedo de muchas cosas.
Y él dijo:
—No me refiero a ese tipo de fantasma tradicional. Me refiero a un fantasma del mundo de hoy, con el hollín de las fábricas, en el martilleo de la maquinaria. El tipo de fantasma que acecharía en los depósitos de carbón, deslizándose por la noche a través de edificios de oficinas desiertos como este. Un fantasma real. No algo sacado de los libros.
Ella no supo qué decir.
Nunca había estado así antes. Por supuesto que podría estar bromeando, pero no sonaba así. Vagamente, la señorita Millick se preguntó si no estaría buscando algún tipo de simpatía por parte de ella. Por supuesto, el señor Wran estaba casado y tenía un hijo pequeño, pero eso no le impedía soñar despierta.
Soñaba despierta con la mayoría de los hombres para los que trabajaba. Los sueños diurnos eran muy similares en patrones y no muy emocionantes, pero ayudaron a llenar el vacío en su mente. Y ahora él le estaba haciendo otra de esas preguntas inquietantes, discordantes, fuera de lugar.
—¿Ha pensado alguna vez cómo sería un fantasma de nuestro tiempo, señorita Millick? Imagíneselo. Un rostro ahumado compuesto por la ansiedad hambrienta de los desempleados, la inquietud neurótica de la persona sin propósito, la tensión espasmódica de los altos cargos, la presión del trabajador metropolitano, el hosco resentimiento del huelguista, la crueldad insensible del rompehuelgas, el gemido agresivo del mendigo, el terror inhibido del civil bombardeado y mil otros patrones emocionales retorcidos?
La señorita Millick se estremeció un poco y dijo:
—Vaya, eso sería terrible. Qué cosa tan horrible de pensar.
Ella lo miró furtivamente a través del escritorio. ¿Se estaba volviendo loco? Recordó haber oído que hubo algo impresionantemente anormal en la infancia del señor Wran, pero no podía recordar qué era.
Si tan solo pudiera hacer algo, bromear con él o preguntarle qué sucedía. Movió los lápices en su mano izquierda y trazó mecánicamente algunas de las florituras taquigráficas en su cuaderno.
—Sin embargo, así es como se vería un fantasma o una proyección vitalizada, señorita Millick —continuó, sonriendo de forma tensa—. Crecería del mundo real. Reflejaría todas las cosas enredadas, sórdidas y viciosas. Todos los cabos sueltos. Y sería muy sucio. No creo que fuera blanco o tenue o que prefiera los cementerios. No gemiría. Pero murmuraría de manera ininteligible y se crisparía como un simio enfermo y hosco. ¿Qué querría tal cosa de una persona, señorita Millick? ¿Sacrificio? ¿Adoración? ¿O simplemente miedo? ¿Qué podría hacer usted?
La señorita Millick se rió nerviosamente. Se sentía avergonzada y fuera de sí. Había una expresión más allá de su capacidad de definición en el rostro ordinario, de mejillas chatas, de treinta y tantos años, del señor Wran, recortado contra la ventana polvorienta. Se dio la vuelta y contempló la atmósfera gris del centro de la ciudad que llegaba desde los patios del ferrocarril. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba lejana.
—Por supuesto, al ser inmaterial no podría lastimarte físicamente, al principio; tendrías que ser particularmente sensible incluso para verlo, o ser consciente de ello en absoluto. Pero comenzaría a influir en tus acciones. Hacerte hacer esto. Evitar que hagas aquello. Aunque solo es una proyección, gradualmente se engancharía en el mundo de las cosas tal como son. Incluso podría obtener el control de mentes adecuadamente vacías. Entonces podría lastimar a quien quisiera.
La señorita Millick se retorció y trató de leer su taquigrafía, como dicen los libros que debes hacer cuando hay una pausa. Se dio cuenta de que la luz se estaba apagando y deseó que el señor Wran le pidiera que encendiera la luz del techo. Se sentía incómoda y áspera, como si el hollín se deslizara por su piel.
—Es un mundo podrido, señorita Millick —dijo el señor Wran, hablando en la ventana—. Apto para otro crecimiento morboso de la superstición. Es hora de que los fantasmas, o como los llames, tomen el control y comiencen una regla de miedo. No serían peores que los hombres.
—Pero —el diafragma de la señorita Millick se sacudió, haciéndola reír tontamente—, por supuesto que no existen tales cosas como los fantasmas.
El señor Wran se dio vuelta.
Ella notó con un sobresalto que su sonrisa se había ampliado, aunque sin volverse menos tensa.
—Por supuesto que no, señorita Millick —dijo en un repentino tono alto, tranquilizador, casi condescendiente, como si ella hubiera estado hablando en lugar de él—. La ciencia moderna y el sentido común y una mejor comprensión de uno mismo van a probarlo.
Se detuvo, mirando más allá de ella, abstraído. La señorita Millick dejó caer la cabeza e incluso podría haberse sonrojado si no se hubiera sentido tan perdida. Los músculos de sus piernas se contrajeron, obligándola a ponerse de pie, aunque no tenía intención de hacerlo. Frotó la mano sin rumbo fijo, de un lado a otro a lo largo del borde del escritorio y luego la retiró.
—Vaya, señor Wran, mire lo que saqué de su escritorio —dijo, mostrándole una gran mancha. Había una nota de reprobación incómodamente juguetona en su voz, pero en realidad solo quería decir algo—. No es de extrañar que las copias que le traigo siempre se pongan tan negras. Alguien debería hablar con las empleadas de la limpieza. Están escatimando en su oficina.
Deseaba que él hiciera una respuesta bromista normal. Pero, en lugar de eso, retrocedió y su rostro se endureció.
—Bueno, para volver a la carta a Fredericks —y comenzó a dictar.
Cuando ella se hubo ido, él se levantó de un salto, frotó con el dedo experimentalmente la parte manchada del escritorio. Frunció el ceño ante las manchas casi negras. Abrió un cajón, sacó un trapo, limpió rápidamente el escritorio, lo arrugó en una bola y lo tiró hacia atrás.
Había otros tres o cuatro trapos en el cajón, cada uno impregnado de hollín.
Luego se acercó a la ventana y miró ansiosamente a través de la creciente oscuridad, sus ojos buscando el panorama de los techos, fijándose en cada chimenea, cada tanque de agua.
—Es una psicosis. Debe ser. Alucinación. Neurosis compulsiva —murmuró para sí mismo con una voz cansada y angustiada que habría dejado boquiabierta a la señorita Millick—. Qué bueno que voy a ver al psiquiatra esta noche. Es esa maldita anormalidad mental que surge en una nueva forma. No puede haber otra explicación. Pero es tan condenadamente real. Incluso el hollín. No creo que pueda obligarme a subir al tren elevado esta noche. Menos mal que hice la cita. El médico sabrá...
Su voz se apagó, se frotó los ojos y su memoria automáticamente comenzó a trabajar.
Todo había comenzado en el tren elevado. Había un pequeño mar de tejados en particular que se había acostumbrado a mirar justo cuando el coche repleto que lo llevaba a casa dio una sacudida en una curva. Un pequeño mundo lúgubre y melancólico de papel alquitranado, grava y ladrillos humeantes.
Chimeneas de hojalata oxidada con extraños sombreros cónicos sugerían puestos de escucha abandonados. Había un anuncio descolorido de una antigua medicina patentada en la pared más cercana. Superficialmente, era como diez mil tejados monótonos de otras ciudades. Pero él siempre lo veía al anochecer, ya sea en la penumbra humeante o teñido de rojo por los rayos planos de una sucia puesta de sol, o cubierto por fantasmales sábanas blancas de lluvia arrastradas por el viento; y parecía inusualmente sombrío y sugerente, casi maravillosamente feo, aunque en ningún sentido pintoresco; triste pero significativo.
Inconscientemente llegó a simbolizar para Catesby Wran ciertos aspectos desagradables del siglo frustrado y asustado en el que vivió, el siglo revuelto del odio, la industria pesada y las guerras fascistas. La mirada rápida y diaria a la penumbra se convirtió en una parte integral de su vida. Curiosamente, nunca lo vio por la mañana, porque entonces tenía la costumbre de sentarse al otro lado del coche, con la cabeza enterrada en el periódico.
Una tarde, hacia el invierno, notó lo que parecía ser un saco negro sin forma que yacía en el tercer techo desde las vías. No pensó en ello. Simplemente se registró como una adición a la conocida escena y su memoria almacenó la impresión para futuras referencias. Sin embargo, a la noche siguiente decidió que se había equivocado en un detalle. El objeto era un techo más cerca de lo que había pensado. Su color y textura, y las manchas mugrientas que lo rodeaban, sugerían que estaba lleno de polvo de carbón, lo cual era poco razonable.
Luego, también, la noche siguiente pareció haber sido arrojado por el viento contra un ventilador oxidado, lo que difícilmente podría haber sucedido si fuera pesado. Tal vez estaba lleno de hojas.
Catesby se sorprendió al encontrarse anticipando su próxima mirada diaria con una leve nota de aprensión. Había algo malsano en la postura de la cosa que se quedó grabada en su mente: un bulto en el saco que sugería una cabeza deforme asomándose por el ventilador. Y su aprensión estaba justificada, porque esa noche la cosa estaba en el techo más cercano, aunque en el lado más alejado, como si acabara de caer sobre el bajo parapeto de ladrillo.
A la noche siguiente el saco ya no estaba.
A Catesby le molestó la momentánea sensación de alivio que lo atravesó, porque todo el asunto parecía demasiado insignificante para justificar sentimientos de ningún tipo. ¿Qué importaba si su imaginación le había jugado malas pasadas y se había imaginado que el objeto se arrastraba y se acercaba lentamente por los tejados? Así funcionaba la imaginación.
Deliberadamente optó por ignorar el hecho de que había razones para pensar que su imaginación no era de ninguna manera normal. Sin embargo, mientras caminaba a casa desde el tren elevado, se preguntó si el saco realmente se había ido. Le pareció recordar un sendero vago y borroso que atravesaba la grava hasta el lado más cercano del techo. Por un instante se formó en su mente una imagen desagradable: la de una criatura jorobada como la tinta agazapada detrás del parapeto más cercano, esperando. Luego descartó todo el tema.
La próxima vez que sintió la familiar sacudida chirriante del coche se sorprendió tratando de no mirar hacia afuera. Eso lo enfureció. Volvió la cabeza rápidamente. Su rostro estaba definitivamente pálido.
Sólo hubo tiempo para una fugaz mirada hacia el techo que se escapaba. ¿Había visto realmente la silueta de la parte superior de una especie de cabeza asomándose por encima del parapeto? Tonterías, se dijo a sí mismo. E incluso si hubiera visto algo, había mil explicaciones que no involucraban lo sobrenatural o incluso una verdadera alucinación. Mañana echaría un buen vistazo y aclararía todo el asunto. Si era necesario, visitaría personalmente la azotea, aunque apenas sabía dónde encontrarla y, en todo caso, le desagradaba la idea de mimar un capricho del miedo.
Aquella noche las visiones de la cosa perturbaron sus sueños y estuvieron dentro y fuera de su mente todo el día siguiente en la oficina. Fue entonces cuando empezó a aliviar sus nervios haciendo comentarios serios y jocosos sobre lo sobrenatural. También fue el mismo día que se dio cuenta de una creciente antipatía por la suciedad y el hollín.
Todo lo que tocaba parecía arenoso, y se encontró trapeando y limpiando su escritorio como una anciana, con un miedo morboso a los gérmenes. Razonó que no había ningún cambio real en su oficina, y que recién ahora se había vuelto sensible a la suciedad que siempre había estado allí, pero no se podía negar un nerviosismo creciente.
Mucho antes de que el auto llegara a la curva, estaba forzando la vista a través del crepúsculo turbio, decidido a captar cada detalle.
Después se dio cuenta de que debió haber dado algún tipo de grito ahogado, porque el hombre a su lado lo miró con curiosidad, y la mujer que tenía delante le dirigió una mirada desfavorable. Consciente de su propia palidez y temblor incontrolable, les devolvió la mirada con avidez, tratando de recuperar la sensación de seguridad que había perdido por completo. Eran las habituales «personas de cara de madera» con las que todo el mundo vuelve a casa en el tren elevado.
Pero supongamos que le hubiera señalado a uno de ellos lo que había visto: esa cara empapada y distorsionada de arpillera y polvo de carbón, esa pata deshuesada que le devolvía el saludo, como si le recordara una cita futura...
Involuntariamente cerró los ojos con fuerza.
Sus pensamientos corrían hacia el día siguiente por la noche. Se imaginó esa misma ventana oblonga de luz y la humanidad abarrotada dando vueltas en la curva... y luego una forma opaca y monstruosa que saltaba del techo en un descenso parabólico, un rostro innombrable presionado contra la ventana, manchándola con polvo de carbón húmedo, enormes patas hurgando torpemente en el vidrio...
De alguna manera se las arregló para apagar las preguntas ansiosas de su esposa. Por la mañana tomó una decisión y concertó una cita con un psiquiatra del que le había hablado un amigo. Visitar a un psiquiatra significaba desenterrar un episodio de su pasado que nunca había descrito del todo ni siquiera a su esposa, y que la señorita Millick sólo conocía como «algo impresionantemente anormal de la infancia del señor Wran».
Sin embargo, una vez que hubo tomado la decisión, se sintió considerablemente aliviado. El médico, se dijo, lo aclararía todo. Casi podía imaginárselo diciendo: «Son solo sus nervios, sin embargo, debe consultar al oculista cuyo nombre le estoy escribiendo, y debe tomar dos de estas píldoras en agua cada hora», y así sucesivamente. .
Era casi reconfortante y hacía que la próxima revelación pareciera menos dolorosa.
Pero a medida que se acercaba el anochecer lleno de humo, su nerviosismo volvió y dejó que su mistificación bromista de la señorita Millick se desvaneciera, hasta que se dio cuenta de que no estaba asustando a nadie más que a sí mismo.
Tendría que controlar mejor su imaginación, se dijo, mientras continuaba mirando inquieto las formas masivas y turbias de los edificios de oficinas del centro.
Vaya, se había pasado toda la tarde construyendo una especie de cosmología neomedieval de la superstición. No funcionaría. Entonces se dio cuenta de que había estado de pie junto a la ventana mucho más tiempo de lo que pensaba, porque el panel de cristal de la puerta estaba oscuro y no se oía ningún ruido procedente de la oficina exterior. La señorita Millick y el resto ya debían haberse ido a casa.
Fue entonces cuando hizo el descubrimiento de que no había ninguna razón especial para temer. Fue un descubrimiento horrible. Porque, en el techo sombreado al otro lado de la calle y cuatro pisos más abajo, vio que la cosa se acurrucaba y rodaba por la grava y, después de una mirada de reconocimiento hacia arriba, se perdía en la oscuridad debajo del tanque de agua.
Mientras recogía rápidamente sus cosas y se dirigía al ascensor, luchando contra el pánico, comenzó a pensar en las alucinaciones y la psicosis leve como condiciones muy deseables. Para bien o para mal, depositó todas sus esperanzas en el médico.
—Así que se encuentra un poco nervioso —dijo el doctor Trevethick, sonriendo con digna afabilidad—. ¿Nota algún síntoma físico más definido? ¿Dolor? ¿Dolor de cabeza? ¿Indigestión?
Catesby negó con la cabeza y se humedeció los labios.
—Estoy especialmente nervioso cuando viajo en el tren elevado —murmuró rápidamente.
—Ya veo. Discutiremos eso con más detalle. Pero primero me gustaría que me hablara de algo que mencionó anteriormente. Dijo que había algo en su infancia que podría predisponerlo a sufrir enfermedades nerviosas. Los primeros años son críticos en el desarrollo del patrón de comportamiento de un individuo.
Catesby estudió los reflejos de los globos escarchados en la superficie oscura del escritorio. La palma de su mano izquierda frotó sin rumbo el grueso vello del sillón. Después de un rato, levantó la cabeza y miró directamente a los pequeños ojos marrones del médico.
—Quizás desde mi tercer hasta mi noveno año —comenzó, eligiendo las palabras con cuidado—, yo era lo que podría llamarse un prodigio sensorial.
La expresión del doctor no cambió.
—¿Sí? —preguntó cortésmente.
—Lo que quiero decir es que se suponía que podía ver a través de las paredes, leer cartas a través de sobres y libros a través de sus cubiertas, cercar y jugar al ping-pong con los ojos vendados, encontrar cosas que estaban enterradas, leer pensamientos.
Las palabras salieron a borbotones.
—¿Y realmente podía hacerlo?
El rostro del médico era inexpresivo.
—No lo sé. Supongo que no —respondió Catesby, las emociones perdidas hace mucho tiempo inundaron su voz—. Todo es tan confuso ahora. Pensé que podía, pero siempre me estaban animando. Mi madre... estaba... bueno... interesada en los fenómenos psíquicos. Yo estaba... exhibido. Me parece recordar haber visto cosas que otras personas no podían. Como si la mayoría de los objetos opacos fueran transparentes. Pero yo era muy joven. No tenía ningún criterio científico para juzgar.
Ahora lo estaba reviviendo. Las habitaciones oscuras. Las asambleas de adultos boquiabiertos que pagaban. Él mismo sentado solo en una pequeña plataforma, perdido en una silla de madera de respaldo recto. El pañuelo de seda negra sobre los ojos. Las preguntas persuasivas e insistentes de su madre. Los murmullos. Los jadeos. Su propio odio por todo el asunto, mezclado con hambre por la adulación de los adultos. Luego los científicos de la universidad, los experimentos, la gran prueba.
La realidad de esos recuerdos lo envolvió y momentáneamente le hizo olvidar la razón por la cual se los estaba revelando a un extraño.
—¿Entiendo que su madre trató de utilizarlo como un medio para comunicarse con el... otro mundo?
Catesby asintió con entusiasmo.
—Lo intentó, pero no pudo. Cuando se trataba de ponerme en contacto con los muertos, yo era un completo fracaso. Todo lo que podía hacer, o pensaba que podía hacer, era ver objetos reales, existentes y tridimensionales más allá de la visión de la gente normal. Objetos que todos podrían haber visto excepto por la distancia, la obstrucción o la oscuridad. Siempre fue una decepción para mamá —terminó lentamente.
Podía escuchar su dulce y paciente voz diciendo:
—Vuelve a intentarlo, querido, solo por esta vez. Katie era tu tía. Te amaba. Trata de escuchar lo que dice.
Y él respondía:
—Puedo ver a una mujer con un vestido azul, de pie al otro lado de la casa de Jones.
Y ella decía:
—Sí, lo sé, querido. Pero esa no es Katie. Katie es un espíritu. Inténtalo de nuevo. Solo por esta vez, querido.
Por segunda vez, la voz del doctor lo sacudió suavemente de regreso a la oficina reluciente.
—Mencionó criterios científicos para el juicio, señor Wran. Por lo que sabe, ¿alguien trató alguna vez de aplicárselos a usted?
El asentimiento de Catesby fue enfático.
—Cuando tenía ocho años, dos jóvenes psicólogos de la universidad se interesaron en mí. Supongo que al principio se lo tomaron a broma, y recuerdo que yo estaba decidido a demostrarles que era algo muy serio. Incluso hoy recuerdo la nota de cortés superioridad y sarcasmo de sus voces. Sin duda al principio supusieron que se trataba de un truco. Entonces pidieron a mi madre que les permitiese someterme a una prueba. En realidad, fueron muchas pruebas, y mucho más serias que las insípidas exhibiciones de mi madre. Descubrieron que yo era clarividente... o eso supusieron.
»Terminé agotado física y mentalmente. Luego se propusieron demostrar mis poderes paranormales ante la facultad de Psicología de la universidad. Por primera vez empecé a temer un fracaso. Quizás me someterían a pruebas demasiado rigurosas... Sea como fuere, cuando llegó el día fui incapaz de hacer nada. Todo se volvió opaco. Entonces me desesperé y empecé a inventar las respuestas. Sólo les dije mentiras. La prueba terminó en el más completo fracaso, y creo que a los dos jóvenes psicólogos les costó una severa reprimenda por parte de las autoridades académicas.
Aún le parecía oír al señor barbudo que dictaminó con tono brusco:
—Se ha dejado usted engañar por un niño, Flaxman, por un simple niño. Estoy muy disgustado. Se ha puesto usted al mismo nivel que un vulgar charlatán de feria. Caballeros, les ruego que olviden este lamentable episodio. No quiero volver a oírlo mencionar.
Se sobresaltó al recordar lo culpable que se había sentido. Pero al mismo tiempo empezaba a sentirse aliviado y casi jubiloso. Al descargarse del peso de sus recuerdos reprimidos toda su perspectiva había cambiado. Los episodios del tren elevado empezaron a asumir sus adecuadas proporciones, viéndolos tan sólo como los curiosos engendros de unos nervios agotados y una mente excesivamente sensible.
El psiquiatra, supuso, llegaría hasta sus oscuras causas subconscientes, fueran cuales fuesen. Y entonces todo se aclararía y terminaría, como terminó su episodio de la infancia, que ahora estaba empezando a parecerle algo ridículo.
—A partir de aquel día —prosiguió— ya no volví a manifestar ni una sombra de mis supuestas facultades. Mi madre estaba frenética, y quiso demandar a la universidad. Tuve un colapso nervioso. Entonces mis padres se divorciaron, y las autoridades confiaron mi custodia a mi padre, quien se esforzó por hacerme olvidar todo el asunto. Pasamos grandes temporadas al aire libre e hicimos mucho deporte junto con personas normales y corrientes. Cuando crecí ingresé en la Escuela de Comercio. Ahora me dedico a la publicidad. Sin embargo...
Catesby hizo una pausa.
—Al notar ahora esos síntomas nerviosos, me he preguntado si podría haber alguna relación entre ambas cosas. No se trata de saber si fui clarividente o no. Es muy probable que mi madre me enseñase una serie de trucos inconscientes que incluso consiguieron engañar a dos jóvenes psicólogos. ¿No cree usted que eso puede tener alguna relación con mi estado actual?
Durante unos momentos el médico lo miró ceñudo, con una expresión profesional que resultaba ligeramente embarazosa. Luego dijo en voz baja:
—¿No hay alguna... digamos… alguna relación más concreta entre sus pasadas experiencias y la actualidad? ¿No ha descubierto acaso que de nuevo está empezando a ver... cosas?
Catesby tragó saliva.
Había sentido un deseo cada vez mayor de descargarse de sus aprensiones, pero no era fácil hallar la manera de empezar, y la aguda pregunta del psiquiatra lo tomó desprevenido. Hizo un esfuerzo por concentrarse. Lo que había creído ver en los tejados surgió de nuevo ante los ojos de su imaginación con inesperado realismo. Y sin embargo, ahora no le asustaba.
Buscó la manera de empezar. Entonces vio que el médico no le miraba, sino que su mirada se dirigía a un punto situado detrás de él. El semblante del psiquiatra se puso pálido, y sus ojos no parecieron tan pequeños. Entonces se levantó de un salto, pasó junto a Catesby, abrió la ventana y miró hacia las tinieblas exteriores.
Cuando Catesby se levantó, el psiquiatra cerró de golpe la ventana y dijo con una voz cuyo suave tono estaba empañado por un ligero y persistente jadeo:
—Espero no haberlo alarmado. Es que he visto la cara de un... bueno… un negro en la escalera de incendios. Sin duda se ha asustado al ver que yo le miraba, porque parece haberse ido corriendo. No piense más en ello. A los médicos suelen importunarnos los mirones.
—¿Un negro? —preguntó Catesby, pasándose la lengua por los labios.
El psiquiatra rió nerviosamente.
—Eso creo, aunque mi primera impresión fue más bien extraña; me pareció un hombre blanco con la cara ennegrecida, como el carbón.
Catesby se acercó a la ventana. En el vidrio había manchas de hollín.
—No se preocupe, señor Wran —la voz del psiquiatra había adquirido una aguda nota de impaciencia, como si se esforzase por asumir de nuevo su tono de autoridad profesional—. Prosigamos nuestra conversación. Le estaba preguntando si tenía usted visiones.
Los tumultuosos pensamientos de Catesby dejaron de girar vertiginosamente y se sedimentaron.
—No, no veo más que lo que ven las demás personas. Lo siento, tengo que irme. Ya le he robado demasiado de su precioso tiempo —fingió no ver el débil gesto de negativa que hizo el médico—. Le telefonearé para el reconocimiento físico. En cierto modo, ya me ha quitado un gran peso de encima.
Sonrió mecánicamente.
—Buenas noches, doctor Trevethick.
Catesby Wran se hallaba en un curioso estado de ánimo. Sus ojos registraban todos los rincones en sombras, miraba de reojo todos los callejones y pasajes, y dirigía furtivas miradas a la línea irregular de los tejados. Sin embargo, apenas se daba cuenta de que lo hacía. Apartaba los pensamientos que asaltaban su mente, y seguía su camino.
Sintió una sensación ligeramente mayor de seguridad cuando llegó a una calle iluminada y concurrida, con altos edificios y escaparates rutilantes. Al cabo de unos momentos se encontró en el oscuro vestíbulo del edificio que albergaba su oficina. Comprendió entonces por qué no podía irse a su casa, porque haría que su mujer y su hijo lo viesen, como se lo había hecho ver al médico.
—Hola, señor Wran —le saludó el ascensorista, un hombre corpulento vestido con un mono azul, mientras abría la reja del anticuado ascensor—. No sabía que trabajase de noche.
Catesby entró maquinalmente.
—De repente nos han venido muchos pedidos —murmuró—. Hay mucho trabajo atrasado.
El ascensor se detuvo.
—¿Trabajará usted hasta muy tarde, señor Wran?
Él asintió con un gesto vago, vio como el ascensor desaparecía por el hueco, sacó sus llaves, cruzó rápidamente la oficina exterior y entró en su despacho. Cuando ya dirigía la mano hacia el interruptor de la luz, se le ocurrió pensar que las dos ventanas iluminadas, al destacarse sobre la oscura silueta del edificio, indicarían su paradero y servirían de objetivo para ese «algo» que podría arrastrarse y trepar.
Acercó la silla a la pared y se sentó en la semioscuridad, sin quitarse el abrigo.
Durante mucho rato permaneció sentado en la mayor inmovilidad, escuchando su propia respiración y el distante rumor del tráfico: el débil traqueteo mecánico de un tranvía, el lejano rumor del tren elevado, débiles gritos y bocinazos, mezclados con ruidos indistintos.
Las palabras que había dicho a la señorita Millick, bromeando nerviosamente, volvieron a él con el amargo sabor de la verdad. Se sintió incapaz de razonar de una manera crítica o coherente, pero sus pensamientos surgieron y se ordenaron por sí solos, para empezar a girar lentamente con el movimiento inevitable de los planetas.
Poco a poco se fue transformando su imagen mental del mundo. Éste dejó de estar compuesto de átomos materiales separados por un espacio vacío, para convertirse en un mundo en el que existían seres sin cuerpo que se movían de acuerdo con sus oscuras leyes o a impulsos imprevistos. La nueva imagen iluminaba con terrible claridad ciertos hechos generales que siempre le habían desconcertado y preocupado, y que trataba de soslayar: la inevitabilidad del odio y la guerra, las máquinas diabólicamente aceitadas, las murallas de deliberada incomprensión que dividían a los hombres, la eterna vitalidad de la crueldad, la ignorancia y la codicia.
Ahora le parecían partes apropiadas y necesarias de aquel cuadro. Y la superstición no era sino una especie de sabiduría.
Entonces sus pensamientos revirtieron hacia sí mismo, y surgió de nuevo la pregunta que había formulado a la señorita Millick: «¿Qué desearía semejante ser de una persona? ¿Sacrificios? ¿Adoración? ¿O sólo temor? ¿Qué se podría hacer para lograr que dejase de importunarnos?».
De académica, aquella pregunta se había convertido ahora en práctica. Con un timbrazo explosivo, el teléfono empezó a sonar.
—Cate —dijo la voz de su esposa—, he estado llamando a todas partes buscándote. Lo último que podía imaginar es que estarías en la oficina. ¿Qué haces ahí? Me tienes preocupada.
Él se disculpó con el trabajo.
—No tardes, por favor —dijo ansiosamente su mujer—. Estoy un poco asustada. Ronny acaba de llevarse un susto. Me lo he encontrado despierto, señalando a la ventana y diciendo: «Ahí hay un hombre negro». Naturalmente, debe de haberlo soñado. Pero así y todo estoy asustada. ¿Cuánto tardarás? ¿Qué te pasa, cariño? ¿No me oyes?
—Tranquilízate , no tardaré —dijo, y colgó.
Luego salió como una exhalación de la oficina, y se puso a pulsar frenéticamente el botón del ascensor y a mirar hacia abajo. Lo vio mirándole desde el pozo del ascensor, entre las sombras de tres pisos más abajo, con la cara de saco apretada contra la verja de hierro. Luego empezó a subir por la escalera, con paso bamboleante pero rápido, desapareciendo momentáneamente de la vista cuando se metió en el segundo corredor de abajo.
Catesby empezó a golpear la puerta de la oficina, recordó entonces que no la había cerrado con llave. La abrió de un empujón, luego volvió a cerrarla de golpe y dio dos vueltas a la llave. Acto seguido se retiró al extremo opuesto de la habitación, escondiéndose entre los archivadores y la pared. Los dientes le castañeteaban.
Oyó el zumbido del ascensor. Una silueta se recortó sobre el vidrio esmerilado de la puerta, ocultando parte del nombre de la compañía. A los pocos instantes la puerta se abrió. El enorme globo de la luz se encendió y, de pie junto a la puerta, con la mano aún en el interruptor, Catesby vio a la señorita Millick.
—Caramba, señor Wran —tartamudeó ella—. No sabía que estaba usted aquí. Vine al salir del cine para pasar unas cartas a máquina. No sabía... Pero la luz estaba apagada. ¿Qué hacía usted?
Él se puso a mirarla fijamente. Hubiera querido lanzar gritos de alegría, abrazarla, hablar atropelladamente. Sin embargo, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era mostrar una sonrisa histérica.
—Señor Wran, ¿qué le ha pasado? —le preguntó la secretaria con embarazo, para terminar con una risita estúpida—. ¿No se encuentra bien? ¿Puedo hacer algo por usted?
Movió la cabeza y consiguió articular:
—No, gracias, me disponía a irme. También vine a acabar un trabajo pendiente.
—Lo cierto es que tiene usted muy mal aspecto —insistió ella, acercándose a él.
Catesby advirtió que sin duda la mujer había pasado por un lugar fangoso, pues sus zapatos de tacos altos dejaban negras huellas en el suelo.
—Claro, no se encuentra usted bien. Está terriblemente pálido.
Hablaba como una enfermera entusiasta pero incompetente. Su rostro se iluminó con una súbita inspiración.
—Llevo algo en la cartera que le hará bien —dijo—. Es para la indigestión.
Se dispuso a hurgar en su cartera atiborrada de cosas. Catesby advirtió que ella, distraídamente, la mantenía cerrada con una mano mientras se esforzaba por abrirla con la otra. Luego, sin dejar de mirarla, vio como doblaba el grueso cierre metálico como si fuese de papel, o como si sus dedos se hubiesen convertido en unos alicates de acero.
Instantáneamente su memoria repitió las palabras que había dirigido a la señorita Millick aquella misma tarde: « Incluso podría llegar a dominar algunas mentes adecuadamente vacías. Entonces podría herir a quien deseara».
En su interior se concretó una sensación desagradable y fría. Empezó a deslizarse hacia la puerta. Pero la señorita Millick corrió y le cerró el paso.
—No hace falta que espere, Fred —dijo, asomándose al pasillo—. El señor Wran ha resuelto quedarse un poco más.
La puerta del ascensor se cerró con un estrépito mecánico. Luego se oyó un zumbido. Ella se volvió entonces en el umbral.
—Verá usted, señor Wran —dijo con tono de reproche—. No puedo dejarle ir a su casa en este estado. Estoy segura de que se encuentra muy mal. A lo mejor le da algo por la calle. Quédese aquí hasta que se sienta mejor.
El zumbido cesó.
Él permanecía inmóvil, de pie en el centro de la oficina. Su mirada siguió el rastro de las pisadas de la señorita Millick hasta el lugar donde ella se alzaba, impidiéndole la salida.
Un sonido que era casi un alarido salió de su garganta.
—Pero señor Wran... —dijo ella—, se porta usted como si hubiese perdido el juicio. Échese y descanse un rato. Venga, le ayudaré a quitarse el abrigo.
Aquella nota nauseabundamente estúpida y chirriante era la misma, sólo se había intensificado. Cuando ella se le acercó, él se volvió y echó a correr. Trató desesperadamente de introducir una llave en la cerradura de la segunda puerta que daba al corredor.
—Pero señor Wran —oyó que ella le decía—, ¿le ha dado un ataque o qué? Debe permitir que le ayude.
La puerta se abrió, y él salió como una tromba al corredor y subió por la escalera. Sólo cuando llegó al rellano superior y vio ante sí una gruesa puerta de hierro, comprendió que aquella escalera conducía al tejado.
Levantó el pestillo.
—Vamos, señor Wran, no se escape. Voy tras de usted.
Al abrir la puerta se encontró sobre la grava alquitranada del tejado. El cielo nocturno estaba nublado y tenebroso, teñido débilmente de rojo por los anuncios de neón. De los distantes altos hornos brotaban fantasmales llamaradas.
Corrió hasta el borde. Las luces de la calle le dieron vértigo. Los transeúntes no eran sino puntos minúsculos.
Dio media vuelta. El ser estaba en el umbral. Su voz ya no era solícita sino estúpidamente burlona; cada frase terminaba en una risita.
—¿Por qué ha subido aquí, señor Wran? Estamos usted y yo, solos. Me bastaría un empujoncito para hacerle caer.
El ser se le acercó lentamente. Él retrocedió hasta que sus talones chocaron con el parapeto bajo. Sin saber por qué lo hacía ni lo que iba a hacer, cayó de rodillas. No se atrevió a mirar a la cara cuando ésta se le acercó; no deseaba enfocar su mirada en lo peor que había en el mundo, en el punto de confluencia de todos los venenos.
Entonces la lucidez del terror se apoderó de su mente, y las palabras se formaron en sus labios.
—Te obedeceré. Tú eres mi dios —dijo—. Tienes poder supremo sobre el hombre, sus animales y sus máquinas. Tú gobiernas esta ciudad y todas las ciudades. Lo reconozco.
Volvió a oírse la risita, más cerca esta vez.
—Vaya, señor Wran, nunca le había oído hablar así. ¿Lo dice en serio?
—El mundo es tuyo y puedes hacer con él lo que se te antoje, salvarlo o hacerlo pedazos.
Hablaba en tono servil y adulador, y sus palabras formaban automáticamente una especie de letanía.
—Lo reconozco. Te alabaré y te adoraré. Te rendiré culto para siempre con el humo, el hollín y la llama.
La voz no contestó. Entonces él levantó la mirada. Vio tan sólo a la señorita Millick, mortalmente pálida y tambaleándose como si estuviera ebria. La mujer tenía los ojos cerrados.
Catesby la tomó en brazos cuando avanzó con paso vacilante hacia él. Se le doblaron las rodillas bajo su peso y ambos cayeron junto al borde del tejado. A los pocos minutos su rostro empezó a tensarse. De su garganta brotaron tenues gemidos y levantó los párpados.
—Vamos abajo —murmuró, ayudándola a levantarse—. No está usted bien.
—Me siento terriblemente mareada —susurró ella—. Supongo que me he desmayado. Últimamente como muy poco, y estoy muy nerviosa... Pero... ¡si estamos en el tejado! ¿Me ha subido usted aquí para que tomase un poco el aire o he sido yo, sin darme cuenta? A veces me comporto como una estúpida. De niña solía caminar dormida, según decía mi madre.
Mientras Catesby la ayudaba a bajar la escalera, la mujer se volvió a mirarle.
—Vaya, señor Wran —dijo—, tiene usted una gran mancha de tizne en la frente. Deje que le limpie.
Le pasó el pañuelo suavemente por la frente. Entonces comenzó a tambalearse de nuevo, y él la sostuvo firmemente.
—No se preocupe, enseguida estaré bien —dijo la señorita Millick—. Ahora sólo tengo frío. ¿Qué me ha ocurrido señor Wran? ¿He estado inconsciente?
Él le dijo que sí.
Más tarde, de regreso a casa en el vagón del tren elevado, se preguntó durante cuánto tiempo estaría a salvo del ser. Era un problema puramente práctico. No podía estar seguro, pero su instinto le decía que había dejado satisfecho al monstruo y que éste no le molestaría durante algún tiempo. Pero, ¿querría algo más cuando volviese a aparecer?
Bueno, ya habría tiempo para responder a esa pregunta cuando ocurriese.
Fue consciente de que le resultaría muy difícil mantenerse alejado del manicomio. Dado que tenía que proteger a Helen y a Ronny, además de así mismo, debería tener cuidado y mantener la boca cerrada. Empezó a especular acerca de cuántos otros hombres y mujeres habrían visto al ser, o a otros seres semejantes.
El tren elevado redujo la velocidad y se bamboleó de modo familiar. Miró a los tejados próximos a la curva. Parecían muy vulgares, como si lo que les daba aquel aire siniestro se hubiese alejado durante un tiempo.
Fritz Leiber (1910-1992)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Fritz Leiber: Fantasma de humo (Smoke Ghost), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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