«La máscara de satén»: August Derleth; relato y análisis


«La máscara de satén»: August Derleth; relato y análisis.




La máscara de satén (The Satin Mask) es un relato de vampiros del escritor norteamericano August Derleth (1909-1971), publicado originalmente en la edición de enero de 1936 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1945: Algo cerca (Something Near).

La máscara de satén, tal vez uno de los mejores cuentos de August Derleth, relata la historia de Mónica Jannerlie, una mujer que descubre una extraña máscara, diseñada por un nigromante italiano, entre las pertenencias de su fallecida madre. Al parecer, las almas de las antiguas propietarias están atadas a la máscara, y la utilizan para vampirizar a todo aquel que se la coloca [ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]

SPOILERS.

August Derleth produjo una gran cantidad de relatos de vampiros para Weird Tales durante los años treinta, entre ellos, La nieve a la deriva (The Drifting Snow), El ocupante de la cripta (The Occupant of the Crypt), El campanario del murciélago (Bat’s Belfry)  Nellie Foster (Nellie Foster) y La máscara de satén, por mencionar algunos. Solo este último, en el que una máscara florentina drena vampíricamente la vida de quien se la coloca, muestra algún grado de originalidad.

La Máscara de Satén originalmente perteneció a la Princesa Guarantano, y resultó ser el obsequio maldito de un amante vengativo. La princesa murió de una enfermedad devastadora, al igual que las dos mujeres que la han usado desde entonces, la última de las cuales es la tía de Mónica Jannerlie, la protagonista de esta historia. Mónica, de veintidós años, es advertida por su familia sobre los peligros de probarse la máscara, pero la tentación resulta ser demasiado fuerte.

Tras la muerte de su madre, Mónica descubre entre sus cartas y efectos personales una máscara de carnaval italiana que perteneció a su tía Juliet, quien había fallecido en misteriosas circunstancias unos años antes. La leyenda dice que su creador, un nigromante italiano llamado Bellini, le otorgó a la máscara una serie de extrañas propiedades, como la capacidad de ver a través de las ranuras de sus ojos a quienes la habían usado antes.

Durante la noche, luego de escuchar esta historia, cuando toda la casa está en silencio, Mónica se desplaza a la habitación donde está guardada la máscara y se la prueba. El efecto inmediato no es demasiado impresionante, solo un pequeño mareo y la sensación de que hay alguien más con ella, pero eventualmente la protagonista comienza a debilitarse físicamente, a percibir sombras extrañas que la acechan. Al parecer, los espíritus de las anteriores propietaras de la máscara empiezan a manifestarse a su alrededor, a alimentarse de su energía vital, y a medida que Mónica se debilita la máscara comienza a recuperar su antiguo esplendor.

La máscara de satén se inscribe entre las historias del género que giran en torno a un objeto maldito, que puede ser incluso un mueble o alguna prenda de vestir. Este objeto maldito a menudo involucra a su nuevo dueño o portador en una terrible desgracia. El relato de August Derleth emplea todos los recursos de este dispositivo literario, y por momentos lo hace con eficacia, insertando además el tema del vampirismo, ya que, al parecer, las almas de las antiguas propietarias están de algún modo atadas a la máscara, y la utilizan para absorber la energía vital de cualquier infortunado que tenga la mala idea de colocársela.

La obra de August Derleth es muy desigual en términos de calidad. La mayoría de sus relatos no superan el pastiche pulp, pero otros poseen un auténtico terror espiritual. Ocasionalmente, el resultado es una pequeña joya, precisa y pulida, sin aristas superfluas. En este sentido, La máscara de satén se inscribe en estas últimas rarezas. Sin embargo, también expresa el peor defecto de August Derleth: su incapacidad [o su desgano] para ocultar sus influencias; tanto es así que muchos, incluso en su tiempo, directamente lo acusaron de imitar a otros autores en el campo de lo fantástico [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]

Esto puede ser cierto, desde luego, pero aquellos lectores que llegan a descubrir estas pequeñas joyas del autor, como La máscara de satén, sienten que August Derleth podría igualar, si no superar, a algunos de esos autores a los que consciente o inconscientemente trataba de imitar, si sólo hubiese confiado un poco más en su propia capacidad.




La máscara de Satén.
The Satin Mask, August Derleth (1909-1971)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Mónica Jannerlie recogió las cartas. Eran de la hermana de su madre, Juliet, y, como su madre, cuidadosamente muerta. Desdobló las cartas atesoradas y las miró pensativamente. No podía evitar preguntarse por qué la tía Susan había guardado todas estas cartas para su inspección. Esta última era bastante corta:

«Querida Anna: Bellini me acaba de enviar la máscara más hermosa de Florencia. Es de satén amarillo y es demasiado hermosa. Sí, y cuando te visite, la llevaré. Pero, imagínate, dice que no debo usarla. Algo sobre una vieja superstición italiana. Es tan temperamental, tan emocional. Pero la máscara es preciosa, y debo usarla. ¡Es de un amarillo tan rico, brillante y tan suave al tacto! Está casi viva, Anna.»

Juliet.


Mónica le dio la vuelta a la carta, mirándola con gravedad y curiosidad, consciente de un sentimiento de inquietud por el tono. Había sido escrita poco antes de la muerte de su tía Juliet.

Dobló la carta y la devolvió a su sobre. Luego empaquetó cuidadosamente todas las cartas en la caja de la que había comenzado a sacarlas horas antes.

Se levantó y permaneció indecisa durante unos momentos. Luego, después de colocar la caja de cartas en el armario, salió de la habitación, caminando suavemente hacia el pasillo para pararse en silencio en el rellano, mirando hacia abajo y escuchando cualquier sonido. El reloj del abuelo, grande y anticuado, al pie de las escaleras, emitía un tic tac mesurado; no hubo otro sonido.

Se volvió y miró furtivamente al final del pasillo. ¿Habría tiempo, se preguntó, para colarse en la habitación de la tía Juliet, que la tía Susan mantenía tan cuidadosamente cerrada? Avanzó impulsivamente por el pasillo y se detuvo ante la puerta de la habitación en la que había muerto su tía Juliet. Audazmente, tomó la llave que tía Susan guardaba en la parte superior del marco, la metió en la cerradura y, después de algunas pequeñas dificultades, la abrió de par en par. Su mano buscó el interruptor, ya que, dado que la cortina cubría la única ventana desde el interior, la habitación estaba oscura como la noche.

La luz inundó la habitación. De pie en el umbral, Mónica se sintió algo decepcionada. No pudo decir lo que esperaba encontrar. La habitación era muy ordinaria, ciertamente tan ordinaria como cualquier otra habitación de la casa. Su repentino interés se derrumbó, y estaba a punto de retirarse cuando su ojo captó un destello brillante en la pared cerca de la ventana con cortinas. Dio un paso adelante y vio que el brillo provenía de un objeto amarillo que colgaba de un gancho en la pared. Mónica adivinó instintivamente lo que era, y con un pequeño grito involuntario se movió rápidamente hacia la pared y tomó la máscara del gancho. Estaba descolorida y vieja, pero todavía hermosa, con la belleza de las cosas viejas. Mientras la miraba, sintió un profundo y fuerte deseo de poseer la máscara.

El sonido de un coche deteniéndose ante la casa la hizo salir corriendo de la habitación. Se llevó la máscara con ella, corrió a su habitación para esconderla allí, y salió a tiempo para bajar las escaleras cuando la puerta principal se abrió para dejar pasar a la tía Susan, seguida por el tío Henry y la prima Alice.

Mónica quiso preguntar de inmediato por la máscara, pero no fue hasta la cena de esa noche que obtuvo la oportunidad que deseaba. La tía Susan, cansada por fin de contar sobre el viaje en automóvil de la tarde, preguntó bruscamente:

—¿Revisaste todas las cartas, Mónica?

Mónica asintió.

—Fueron bastante interesantes —dijo.

—Oh, tu tía era una buena corresponsal; escribía cartas tan perfectas... ¿Encontraste alguna que quisieras conservar?

—Unas pocas, sí. No muchas. La última carta de la tía Juliet fue un poco emocionante.

—¿Cuál?

Alice levantó la vista de repente, una chica seria de la misma edad de Mónica, veintidós.

—¿Por qué, madre, no recuerdas la última carta de la tía Juliet a la tía Anna?

La tía Susan miró sorprendida, mirando rápidamente a su esposo al otro lado de la mesa, y luego a su sobrina, que estaba hablando.

—Mencionó a alguien que tomé por su amante —estaba diciendo Mónica, sin darse cuenta de la tensión repentina—; y un hermoso regalo que le hizo: una máscara de satén. ¿Quién era Bellini?

Tres pares de ojos estaban fijos en Mónica Jannerlie con tanta intensidad que sintió como si de alguna manera hubiera cometido un grave error. De común acuerdo, los tres, el tío, la tía y la prima de Mónica, habían dejado de comer.

Fue su tío Henry quien rompió el repentinamente intolerable silencio. Gruñó torpemente y, mirando a Mónica por encima de sus gafas como un padre miraría a un niño recalcitrante, dijo con firmeza:

—Bellini era italiano.

Un poco desconcertada, Mónica dijo:

—Bueno, pensé que podría serlo, tío Henry. Quiero decir, ¿quién era él, un amigo de la tía Juliet?

Su tío miró a su esposa al otro lado de la mesa. La tía Susan intervino.

—Bellini era un amigo muy querido de Juliet; creo que podría haberse casado con él si... si no hubiera muerto.

—¡Oh, qué pena! —dijo Mónica.

—Era un hombre guapo, moreno, ya sabes, como la mayoría de los italianos. Creo que habían planeado que la boda se llevara a cabo tan pronto como regresara de un viaje a Italia.

El tío Henry intervino bruscamente.

—Nunca me gustó ese hombre y nunca vi lo que Juliet vio en él.

Su esposa frunció el ceño ligeramente.

—Henry, apenas conocías a Bellini.

—Y la máscara —intervino Mónica—, ¿la tía Juliet la usó alguna vez, como había planeado hacer?

Las manos de la tía Susan comenzaron a temblar; se levantó bruscamente y dejó la mesa. Alice se mordió el labio.

Mónica estaba asombrada. ¿Qué había hecho? Nunca antes habían actuado así. El tío Henry se secó los labios con la servilleta. Luego miró a su sobrina, volviendo un poco la cabeza hacia los lados y, con los labios tapados por la servilleta, dijo:

—Ella usaba la máscara, sí.

Luego, él también apartó la silla de la mesa y se alejó.

Mónica miró suplicante a su prima.

—Alice, ¿qué sucede? ¿Qué he hecho?

—Nada, Mónica. Por favor, no le des importancia.

—Pero algo anda mal —protestó—. ¿Se trata de Bellini o de la máscara?

Alice la miró con gravedad, dudando en hablar.

—Ambos —respondió por fin, mirando nerviosamente lejos de Mónica.

—¿Me hablarías sobre eso? —preguntó Mónica gentilmente.

Alice asintió de repente.

—Sí, lo haré. Creo que tienes saberlo. Madre y padre piensan que no deberías; así que debes prometer que no les harás saber que te lo dije.

Mónica asintió.

—No diré una palabra.

—Apenas sé por dónde empezar —dijo Alice—, hay tan poco que decir. La máscara, había algo en ella, una vieja superstición. No debía usarse. En alguna parte hay una carta de Bellini que lo explica, a menos que mamá la haya destruido. Se la envió a la tía Juliet con instrucciones estrictas de no usarla —ella sonrió un poco impotente—. En serio, querida, no sé cómo hacer que suene plausible. La tía Juliet se puso la máscara y, poco después, se enfermó y murió. Simplemente se consumió. El médico no supo decir qué le pasaba —se levantó abruptamente—. Debo irme, o pensarán que te lo estoy diciendo.

—¿Y Bellini? —preguntó Mónica—. ¿Qué hizo cuando se enteró?

Por un momento, Alice miró inescrutable a su prima. Su mano se apretó alrededor de su pañuelo, y apartó los ojos, diciendo con una voz tan débil que apenas podía oírse:

—Bellini se disparó a sí mismo, ¡en el momento en que lo supo!

Luego salió rápidamente de la habitación, dejando a Mónica con caótico asombro.

Cuando la puerta se cerró detrás de Alice, Mónica se levantó a medias y volvió a sentarse. Pero en un instante volvió a levantarse, pasando rápidamente de la mesa hacia las escaleras y a su propia habitación. Allí fue de inmediato al escritorio en busca de la carta de su madre en la que le informaba de la muerte de tía Juliet. ¿Qué había hecho ella en la mesa para ponerlos a todos en desacuerdo con ella? Debe haber habido algo en la extraña muerte de la tía Juliet, o en la de Bellini.

Encontró la carta correcta con bastante facilidad y la sacó, esperando que pudiera proporcionar alguna pista además de las sugerencias que Alice había hecho. Pero Mónica había olvidado lo pequeña que era cuando su madre se la envió:

«Querida hija mía, mi madre tiene noticias muy tristes para ti. Su querida tía Juliet murió esta tarde a las dos y media. Papá está de camino a buscarte y traerte aquí…»

No, no había nada ahí.

Volvió a guardar la carta y se sentó en la cama, con las manos cruzadas, impotentes en el regazo. Alice había insinuado que la máscara de satén, la hermosa máscara amarilla, tenía algo que ver con la muerte de la tía Juliet. Pero, ¿cómo?

El sonido de pasos en las escaleras irrumpió en sus pensamientos. En un momento sonó un ligero golpe en la puerta, y su tía Susan miró adentro. Al ver a Mónica entró en la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

—Lamento lo que pasó en la mesa —dijo Mónica de inmediato.

—No, no es tu culpa, Mónica —dijo su tía—. Es mía. No tenía derecho a ceder ante mis sentimientos de esa forma. Y no lo sabías, porque te lo había ocultado.

—¿Qué quieres decir, tía Susan?

La mujer mayor se acercó y se sentó abatida en una mecedora frente a Mónica.

—Se trata de tu tía, la máscara y Bellini. Es extraño decirlo, Mónica, pero tu tía no murió de muerte natural. Ella fue asesinada por algo que no pudimos entender entonces, que todavía no entendemos, y es doloroso para nosotros recordarlo. Me he equivocado al ocultártelo durante tanto tiempo, especialmente desde que sabía que verías la última carta que le envió a tu madre.

»Tu tía consiguió la máscara de Bellini, como sabes. Estaba locamente enamorado de ella y le envió muchas cosas bonitas del extranjero. Le envió la máscara con la advertencia de que no la usara; eso fue un error, porque pensaba en ella en términos de su propio temperamento, que aceptaba las supersticiones y todo lo que las acompañaba, y le escribió una larga carta en la que le explicaba lo que se creía sobre el poder de la máscara.

»Es peligroso usar esa cosa porque tiene propiedades extrañas. Bellini escribió que un solo uso de la máscara le dio al usuario ciertos poderes psíquicos; podía ver especialmente al dueño o dueños anteriores de la máscara. Pero la propiedad más terrible de la máscara, escribió, era esto: mató a su portador. Era vampírica. Escribió extensamente sobre una terrible maldición familiar que se había adherido a la máscara y a sus dueños. No estaba del todo claro, pero deduje que la máscara había sido originalmente obtenida de su creador por una joven avariciosa, la Principessa Guarantano. Luego hay un galimatías sobre una maldición impuesta a las mujeres guarantanas por el fabricante de la máscara, una maldición que aparentemente se adjuntó a la máscara y a cualquiera que la use. Por supuesto, Bellini dijo que la Principessa murió, y otra de las guarantanas después de ella, y luego la familia le vendió la máscara.

Hizo una pausa algo angustiada, pero se obligó a continuar.

—Tu tía usó la máscara. Poco después, se quejó de sentirse enferma, de tener visiones, especialmente de dos damas altas y delgadas con cabello negro y ojos brillantes. Se fue debilitando cada vez más y por fin murió. Luego vino Bellini. Escuchó la historia y nos dijo que las damas de las visiones de Juliet eran las princesas italianas que habían tenido la máscara y murieron después de usarla. La máscara las vinculaba a una vida espantosa después de la muerte. Y luego Bellini se pegó un tiro.

—Es difícil de creer —dijo Mónica simplemente.

La mujer mayor asintió.

—Lo sé. Siempre he tratado de verlo como una coincidencia terrible, pero no puedo.

Cuando la tía Susan se marchó, Mónica fue inmediatamente a buscar la máscara del lugar donde la había escondido. La miró fijamente por un momento, tratando de convencerse de que no era bonita, que su tono descolorido le había quitado su belleza, pero no podía. Comenzó a acariciar su vieja superficie con sus dedos largos y sensibles. La máscara la atrajo. De repente se sintió cerca de la tía Juliet.

Levantó la máscara y se la puso por la cara. Sí, fue hermoso; su intuición no había mentido. Sus ojos parecían siniestros a través de las delgadas ranuras provistas para ellos, y la parte inferior de la máscara presionaba desagradablemente su boca.

Un sonido procedente de más allá de la habitación hizo que se quitara rápidamente la máscara de la cara y la dejara caer en el cajón inferior de la cómoda. Muy en contra de su deseo, decidió que la máscara tendría que volver a la habitación cerrada esa noche.

Cuando Mónica se despertó por la noche, se quedó quieta un momento, ordenando sus pensamientos y asegurándose de que la casa estuviera en silencio. En ese momento se levantó, con cuidado de no hacer ruido, y vio por su reloj que era pasada la medianoche. Luego encendió la lámpara y fue al tocador a buscar la máscara. Casi había llegado a la puerta de su habitación con ella cuando pensó que tal vez sería mejor tomar un vaso, para que si alguien despertaba pudiera decir que había ido al baño por un vaso de agua.

Abrió la puerta con suavidad y miró con cautela hacia el pasillo poco iluminado. Luego salió rápidamente, dejando la puerta entreabierta, y avanzó por el pasillo, manteniéndose pegada a la pared. Buscó a tientas la llave en el marco de la puerta, la encontró y abrió la puerta de la habitación cerrada. Se encendió la luz y de inmediato Mónica cruzó la habitación y volvió a colocar la máscara en el gancho. En un momento ella estaba en el pasillo una vez más con la puerta de la habitación cerrada con llave detrás de ella.

Luego se dirigió al baño, por si acaso alguien había oído algo y decidía aventurarse a mirar hacia el pasillo. Se alegró de haber tomado la precaución, porque cuando salió del baño con el vaso de agua en la mano, vio que alguien se detenía ante su puerta entreabierta. Esa sería la tía Susan, que sin duda había escuchado y quería ver que todo estaba bien. Cuando Mónica cruzó el pasillo, la mujer mayor abrió la puerta y entró en su habitación.

Mónica sintió un gran alivio por el hecho de que tía Susan no hubiera entrado unos momentos antes. Luego entró en su habitación y se detuvo abruptamente. A la luz de la lámpara de la cama vio que la mujer mayor no estaba en camisón; ¡estaba completamente vestida! En la oscuridad de los rincones más alejados de la habitación, Mónica vio también dos formas vagas y sombrías mirándola con ojos que parecían brillar verdosamente en la noche. Dio un paso vacilante hacia adelante.

—Tía Susan —titubeó.

La mujer mayor se volvió.

Mónica se quedó inmóvil, el vaso de agua se resbaló de sus dedos. No escuchó el estrépito que hizo al romperse en el suelo. El rostro que la miraba a la luz verde de la lámpara de la cama, el rostro que la miraba malévolamente desde los pies de la cama, ¡era el rostro de su tía muerta, Juliet!

Incluso mientras miraba con los ojos muy abiertos, el rostro se desvaneció en la oscuridad y la figura se arrugó extrañamente en la nada. Las dos figuras del fondo también desaparecieron. Mónica dio un paso vacilante, extendiendo una mano temblorosa para estabilizarse contra los pies de la cama. Una puerta se cerró en algún lugar de la casa. Se oyeron pasos en el pasillo, y en un momento la tía Susan había entrado en la habitación y estaba parada su lado preguntando:

—¿Te pasa algo? ¿Qué pasa? ¡Tu cara está blanca como una sábana!

Mónica negó con la cabeza.

—No fue nada —dijo con esfuerzo—. Me sentí un poco mareada y dejé caer el vaso.

Se recompuso y caminó hasta el borde de la cama, donde se sentó.

—¿Segura que estás bien? —preguntó la mujer mayor.

—Segura, tía Susan. Siento haberte molestado.

Mónica se cubrió con las mantas y se recostó contra las almohadas, esperando haber ocultado el salvaje latido de su corazón. La mujer mayor la miró vacilante por un momento, de pie, blanca y aprensiva en su largo camisón; luego se volvió y fue hacia la puerta.

—Buenas noches, Mónica. Si algo anda mal, por favor llámame.

Cerró la puerta detrás de ella.

Mónica miró a su alrededor en la oscuridad tenuemente iluminada. Durante mucho tiempo no pudo conciliar el sueño, pero al fin se durmió. Dejó encendida la lámpara de la cama.

Se despertó abruptamente después de un sueño aterrador. Estaba sola en un edificio extraño y oscuro, como un castillo antiguo, vagando por sus corredores húmedos, perdida. Entonces, de repente, aparecieron tres figuras blancas, malévolas, ante ella, y en un momento estaba luchando desesperadamente con algo impalpable, algo que no podía comprender, algo que la asfixiaba. Y luego, en su sueño, había visto un rostro grande y horrible inclinado hacia el suyo, y unos brazos vagos y sombríos abrazándola. Una de sus manos estaba libre, y desgarró violentamente el rostro amarillo tan pegado al suyo. Por fin, el rostro había desaparecido de sus manos y vio que era mitad de la tía Juliet y mitad de otra mujer, y sin embargo era la máscara de satén, retorciéndose y viva. Fue entonces cuando se despertó.

Ella yacía temblando. El sueño la había asustado, pero poco a poco recuperó el valor. La lámpara de la cama seguía encendida, pero se sentía extrañamente débil y era consciente de que alguna fuerza exterior la dirigía. De repente se dio cuenta de un impulso imperioso de sacar la máscara de satén de su soledad en esa habitación cerrada.

No del todo sin desgana, se levantó de la cama y se quedó indecisa sobre la gruesa alfombra. Ella contuvo el aliento momentáneamente ante la extraña debilidad que la asaltó, pero en unos segundos esta debilidad había pasado. La urgencia de ver la máscara volvió a aparecer, dominando su desgana.

Salió silenciosamente al pasillo y se acercó sigilosamente a la puerta de la habitación cerrada. Buscó casi febrilmente la llave, la encontró, abrió la puerta y entró a ciegas en la habitación. Fue directamente a la máscara, la tomó del gancho y salió silenciosamente, cerrando la puerta con cuidado detrás de ella.

De vuelta en su habitación, levantó la máscara y la miró de cerca. La sostuvo al nivel de sus ojos, directamente a la altura de su rostro, y acarició el suave satén con los dedos. Mientras miraba por las rendijas de los ojos, creyó ver un movimiento detrás. Sorprendida, bajó la máscara; no había nada allí. No fue difícil convencerse a sí misma de que había visto la sombra de algún movimiento propio a través de las rendijas de los ojos.

Notó con inquietud lo brillante que parecía la máscara de satén y recordó lo apagado que había sido su color cuando la vio por primera vez. La levantó de nuevo, todavía acariciándola, sintiéndose terriblemente atraída por este hermoso adorno. Luego volvió a ver un movimiento a través de las rendijas, pero esta vez no bajó la máscara.

Apartó la mirada de las rendijas y delineó la máscara con la mirada. Luego miró hacia atrás de nuevo y vio que desde el crepúsculo detrás de la máscara, dos ojos brillantes y relucientes la miraban a través de las rendijas del satén. Se sentó paralizada en su cama, sin dejar de sostener la máscara ante ella. Luego vio un movimiento debajo de los ojos y bajó la mirada. Eran los labios, los labios de un rojo intenso de la máscara de satén amarillo. ¡Trabajaban convulsivamente, moviéndose, vivos!

Con un grito medio ahogado, Mónica metió la máscara debajo de la cama. Luego se recostó en la almohada, respirando rápidamente. Sus ojos captaron la más leve sugerencia de movimiento en la puerta de su habitación. La puerta se abría lentamente, como si la empujaran. Mónica se encogió contra el armazón de la cama, con los ojos muy abiertos por el terror. Pero no había nada allí que pudiera ver. Quizás no había cerrado la puerta y su peso ahora la estaba abriendo. Se inclinó un poco hacia adelante, respirando un poco más fácilmente.

Entonces escuchó el más leve susurro procedente de un lado de la cama, como si viniera detrás de ella. Volvió la cabeza rápidamente. Inclinada hacia abajo estaba la tenue sugerencia de una figura, su rostro espectral escondido debajo de la máscara de satén amarillo, sus ojos brillando malévolamente sobre ella, su movimiento reveló a otras dos figuras que la miraban desde la oscuridad más allá. Parecía haber pasado una eternidad allí. Luego se apagó la lámpara. Con un grito ahogado, Mónica se desmayó.

Cuando Mónica no bajó las escaleras a la mañana siguiente, fue Alice quien subió a llamarla. La tía Susan había dicho:

—Mónica nunca llegó tarde. Quizás se siente mal.

Alice encontró a su prima tan débil que sólo pudo levantar el brazo con gran esfuerzo. Alice estaba alarmada.

—¿Qué pasó, Mónica?

Mónica miró a Alice, confundida.

—Yo... no lo sé, Alice. Estoy tan débil que no puedo levantarme. Fue ese sueño.

Cerró los ojos con fuerza y se estremeció.

Un terror repentino golpeó a Alice. Se arrodilló junto a la cama de su prima.

—¿Qué dijiste? ¿Qué fue eso de un sueño, Mónica?

Mónica parecía no haber oído.

—Se inclinaba sobre mí —murmuró—. Era rica y viva, de un hermoso amarillo, pero malvado. Entonces ella... ella... oh, no sé qué pasó, Alice.

—¡Mónica! —exclamó Alice bruscamente, su rostro repentinamente pálido—, ¡has encontrado esa máscara! ¡Te la has puesto!

Mónica nunca había visto a su prima tan perturbada.

—Oh, Alice, no pude evitarlo —dijo—. No pude. Era tan hermosa. Si no hubiera sido por esa carta, nunca la habría encontrado.

Alice respiró hondo. Su voz, la siguiente vez que habló, fue más suave.

—Sé lo hermosa que es, Mónica. Es por eso que mi madre no pudo decidirse a destruirla, a pesar de que su destrucción hubiera roto la maldición.

De repente se agitó, y sus palabras se traspasaron unas a otras en una prisa por decir lo que se apoderaba de su mente.

—Ahora te la has puesto y temo por ti, Mónica. La tía Juliet tenía los mismos sueños antes de morir; se debilitaba cada vez más. Esa máscara y sus visiones de la mujer oscura —hizo una pausa repentinamente—. No has tenido ninguna visión, ¿verdad?

Mónica asintió.

—Lo siento, Alice, pero he visto a la tía Juliet dos veces. Traté de creer que eran sueños, pero no dormía.

Alice se cubrió la cara con las manos, tratando de ocultar su agitación.

—No debemos dejar que mamá sepa nada sobre esto —dijo—. Tendrá que saber que estás enferma, pero trataremos de encubrir estos síntomas. Verás, mi madre tiene un corazón terriblemente débil, y si pensara que algo podría sucederte, algo como lo que le sucedió a la tía Juliet, me temo…

Mónica asintió.

—Sí, no debe saberlo —susurró. Fue un esfuerzo para ella hablar, y Alice se dio cuenta.

—Voy a llamar al médico ahora, Mónica —dijo.

—Sí, pero espera. Debajo de la cama, la máscara. Vuelve a ponerla en la habitación cerrada con llave en caso de que la tía Susan pueda entrar allí. Si no estuviera allí, ella lo sabría.

Alice se inclinó y encontró la máscara; salió de la habitación sosteniéndola con cautela entre sus dedos.

La tía Susan, que sentía que las chicas le ocultaban algo, logró ver al médico a solas después de su segunda visita.

—Dígame, doctor, ¿qué le pasa a mi sobrina?

El médico se encogió de hombros.

—Honestamente, señora Fraser, no lo sé. Siento que me está ocultando algo. Quizás ha estado trabajando demasiado.

—Mi sobrina trabaja muy poco.

—Eso lo hace aún más extraño. Algo está minando su fuerza. Sin embargo, está volviendo a la normalidad; así que no hay nada de qué preocuparse.

Con eso, la tía Susan tenía que contentarse.

Cinco días después, Mónica tuvo lo que Alice le explicó a su madre como una recaída. Mónica había tenido el sueño de nuevo, y su condición alarmó incluso al médico cuando llegó. Pero debido a que Alice le había advertido, no comunicó su alarma a la señora Fraser.

A Mónica, Alice le dijo:

—No podemos ocultárselo a mamá por mucho más tiempo.

Mónica murmuró:

—Lo siento. Pero no digas nada hasta que el médico sepa lo que va a pasar.

Alice miró a su prima con angustia.

—Oh, Mónica, ¿no lo ves? Él no puede evitar que tengas sueños, ¿verdad? Él no puede evitar algo que no puede ver —su voz temblaba—. Mónica, ¿no lo ves? Te estás yendo, como la tía Juliet.

Mónica cerró los ojos con fuerza y apretó los labios. Su mano y brazo extendidos sobre la colcha se estremecieron violentamente.

—No, no —susurró con dureza—, no estoy... no puedo…

Alice cayó de rodillas.

—Lo siento, Mónica —dijo.

Una semana después, Alice se despertó en la noche por el sonido de Mónica agitándose salvajemente en su cama. Se había trasladado a la habitación de Mónica «para vigilarla», como le había explicado a su madre. Se levantó apresuradamente y se acercó a su prima. Encendió la lámpara de la cama y de repente cesó la lucha. La muñeca de Mónica, sintiendo su pulso, latía tan lento, tan débilmente, que Alice salió corriendo de la habitación, alarmada, para llamar al médico.

Golpeó las puertas de las habitaciones de sus padres al pasar, despertándolos. Su madre la recibió en el pasillo cuando regresaba del teléfono.

—¿Cuál es el problema, Alice?

—Mónica —dijo—, creo que se está... muriendo.

La mujer mayor dio un grito ahogado y se volvió hacia su marido, que acababa de llegar. Alice no escuchó lo que dijo su madre. Se apresuró a entrar en la habitación, donde sus padres se unieron a ella. El médico, que vivía a pocas puertas de allí y que aún no se había acostado, llegó a los pocos minutos. Alice lo dejó entrar.

—¿Cómo está ella? —preguntó, tan pronto como entró a la casa.

—Agonizando, creo.

El médico murmuró con desprecio y se apresuró a subir. Hizo un rápido examen y trató de mostrarse alegre.

—¿Como está, doctor? —la señora Fraser seguía preguntando.

—Me temo que no estoy seguro —inyectó un estimulante en el brazo de Mónica y se volvió hacia los tres que lo estaban mirando—. Si ella sale de esto, hay una posibilidad —Pero sus ojos, mirando a Alice, decían: ¡Ella nunca saldrá de esto!

La señora Fraser se adelantó.

—¿Pero qué es, doctor? ¿Seguramente usted puede decirnos qué la aflige?

El doctor vaciló.

—Odio admitir que no lo sé. Hay algo muy extraño en este caso, algo que me desconcierta mucho. La fuerza de esa chica dejándola así está más allá de mi comprensión. Físicamente está tan sana como puede ser. Sabe —se volvió directamente hacia la mujer mayor—, es casi como si algo en el aire estuviera drenando su sangre vital, y si pudiéramos poner nuestras manos en él, si pudiéramos tocarlo, destruirlo, entonces tal vez... —terminó de repente.

La tía Susan se había puesto pálida de repente.

—Tengo entendido que hubo un caso como este en la época de mi predecesor —continuó el médico—. Una mujer también. Se volvió más y más débil hasta que ella murió.

Pero la señora Fraser no esperó a oír más. Con voz débil, gimió:

—¡La máscara!

Luego salió corriendo de la habitación, y en unos momentos se oyó abrirse la puerta de la habitación cerrada.

Henry dijo:

—¡Ha ido tras esa máscara, Alice! —su voz era anormalmente áspera.

Alice asintió.

El doctor no entendió.

—¿Qué es? —preguntó.

Hubo un grito repentino y aterrador en la habitación contigua. Henry se dirigió a la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla, se abrió de golpe y la señora Fraser apareció en el umbral, agarrándose débilmente al pomo con una mano. En el otro sostenía la máscara amarilla.

—Mira —jadeó—. ¡La llevaba puesta, la tenía puesto!

La máscara colgaba de su mano, balanceándose lentamente de un lado a otro, sus ojos ciegos como los de un ser vivo. Atrás quedó su tono descolorido, desapareció su aire de vejez. Era de un color amarillo intenso y brillante, tan vital que sus labios rojos parecían temblar al respirar. Y el mal se cernía sobre ella como una nube sensible.

Henry dio un salto hacia adelante, enfurecido, y le arrebató la máscara de las manos a su esposa. Luego la rompió de frente, pero incluso mientras la rasgaba, sintió otras manos que la suya agitándose impotentes en el aire alrededor de la máscara, sintió manos frías y frágiles que descendían desde arriba y la presencia flotante de alguien a quien no podía ver.

Los ojos de Susan Fraser se abrieron de repente y se encogió temerosa contra la puerta, agarrándose el pecho con una mano. De repente vio lo que su marido no había visto. Poniendo ambas manos delante de su rostro, gritó con una voz terrible:

—¡Juliet! ¡Juliet!

Luego, con un largo suspiro, cayó hacia adelante.

El médico saltó de la cama y la tomó en sus brazos, bajándola suavemente al suelo. En un momento miró hacia arriba; su rostro estaba pálido. Alice se adelantó rápidamente para estar al lado de su padre. Dos veces el médico empezó a decir algo, pero cada vez se quedó sin palabras.

—¿Está muerta? —preguntó Alice en un susurro.

El doctor asintió.

—Su corazón —dijo.

Alice apretó las manos.

—¡Fue la máscara! —dijo—. ¡Pero no tendrá a Mónica!

Luego, de repente, desde la cama donde yacía Mónica, hubo un movimiento. Incluso cuando el trío afligido se volvió, la voz de Mónica llegó muy débilmente.

—Agua —murmuró—. ¡Agua!

August Derleth (1909-1971)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de August Derleth.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de August Derleth: La máscara de satén (The Satin Mask), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

5 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

¿Qué pasaría si los personajes tuvieran en cuenta los consejos de no usar los objetos malditos? Muchos cuentos terminarían antes de empezar, no podrían desarrollarse por falta de conflicto.

MARTHA LYDA MARULANDA RODRIGUEZ dijo...

Buenas vibras de salud y muchos éxitos, acá esperamos verlo luego de una satisfactoria recuperación.

KANON dijo...

DEBIO MORIRSE POR NECIA,
ASÍ COMO MURIÓ LA MADRE POR INEPTA E IRRESPONSABLE DE TENER UN OBJETO MALDITO....





Cele dijo...

Claro era tan fácil como tirarla a la chimenea en un impulso, pero no hubiéramos podido disfrutar el cuento...

Libreros de la calle Corrientes dijo...

Gran tema pero en manos inadecuadas. Derleth fue un gran editor, no más que eso. Sin embargo, hay que reconocer su voluntad para intentar torcer su destino y agradecer su trabajo de difusión de un filón de literatura oscura como no se han visto muchos a lo largo del tiempo.
Me alegra que haya pasado el feo trance, Sebastián. Espero que su recuperación sea total, aunque por la intensidad con la que volvió a "El Espejo", la cosa parecer marchar. Como siempre, mi afecto y admiración.



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Relato de Thomas Mann.
Apertura [y cierre] de Hill House.