«La nieve a la deriva»: August Derleth; relato y análisis


«La nieve a la deriva»: August Derleth; relato y análisis.




La nieve a la deriva (The Drifting Snow) —a veces publicado como: La nieve que arrastra el viento— es un relato de vampiros del escritor norteamericano August Derleth (1909-1971), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1939 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1948: No mucho para este mundo (Not Long for This World).

La nieve a la deriva, probablemente uno de los mejores relatos de August Derleth, nos sitúa en el crudo invierno de una zona rural de Wisconsin. Clodetta, recién casada, se ve perturbada por la tía de su esposo Ernest, Mary, quien asume un comportamiento extraño durante las tormentas de nieve.

Al parecer, muchos años atrás, su esposo mantuvo una relación sentimental con la criada, a la cual se la echó a la intemperie para salvaguardar el honor familiar. La muchacha murió congelada, sin embargo, con cada tormenta ella regresa convertida en vampiro.




La nieve a la deriva.
The Drifting Snow, August Derleth (1909-1971)

Los pasos de tía Mary se detuvieron en seco antes de llegar a la mesa y Clodetta se volvió para ver qué retenía a la anciana. Estaba quieta, rígida, con los ojos clavados en la cristalera que quedaba justo enfrente de la puerta por la que había entrado. Ante ella, bien derecho, el bastón que sujetaba. Clodetta lanzó una mirada fugaz al otro extremo de la mesa, hacia su marido. Él también miraba a la anciana; su rostro no dejaba entrever emoción alguna. Clodetta se volvió de nuevo y vio que ahora era ella quien centraba el interés de la anciana, que la contemplaba en silencio, impávida. Clodetta se sintió incómoda.

—¿Quién ha descorrido las cortinas de las ventanas que dan al oeste?

Al acordarse, Clodetta se sonrojó.

—He sido yo, tía. Disculpa. Me olvidé de que no querías que esas ventanas quedaran expuestas.

La anciana emitió un sonido extraño semejante a un bufido y volvió a posar la mirada en la cristalera. A un movimiento suyo apenas perceptible, Lisa emergió de la penumbra del salón, desde donde había estado observando a los dos comensales con aire huraño y reprobador. La criada fue derecha a las ventanas del oeste y corrió las cortinas.

Tía Mary se acercó lentamente a la mesa y ocupó su lugar en la cabecera. Apoyó el bastón en su silla, tiró de la cadena que le colgaba del cuello para que los impertinentes descansaran en su regazo y transfirió la mirada de Clodetta a su sobrino, Ernest. Luego fijó los ojos en la silla vacía del otro extremo de la mesa y habló sin dar señales de estar viendo a sus dos acompañantes.

—Os he dicho a los dos que ni una sola de las cortinas de las ventanas que dan al oeste debía tocarse después de la puesta de sol, y habréis advertido que, por la noche, ninguna ventana ha quedado descubierta ni un instante. Me he cuidado de alojaros en las habitaciones que miran al este, y también es al este adonde mira el salón.

—Estoy convencido de que Clodetta no tenía intención de contravenir tus deseos, tía Mary —dijo Ernest bruscamente.

—No, claro que no, tía.

La anciana arqueó las cejas y continuó, impasible.

—No consideré conveniente dar explicaciones acerca del porqué de mi petición. No voy a daros ninguna. Pero lo que sí quiero decir es que descorrer las cortinas entraña un peligro seguro. Ernest ya conoce la historia, pero tú, Clodetta, no la conoces.

Clodetta le dirigió a su marido una mirada espantada que la anciana advirtió.

—Por supuesto que sois libres de creer que se me va la cabeza y que estoy volviéndome excéntrica, pero no os aconsejo que lo hagáis. De repente, un joven entró en la habitación y se dirigió a la silla que quedaba frente a la cabecera de la mesa, sobre la que se abalanzó dedicando a los otros tres comensales un saludo casi inaudible.

—Has vuelto a retrasarte, Henry —dijo la anciana.

Henry farfulló algo y se dispuso a comer a toda prisa. La anciana suspiró y al momento empezó a comer, tras lo cual Clodetta y Ernest hicieron otro tanto. La vieja criada, que no se había movido de detrás de la silla de tía Mary, se retiró no sin antes dirigirle a Henry una mirada llena de desprecio. Al cabo de unos instantes, Clodetta levantó la vista y se aventuró a hablar.

—Aquí no estás tan aislada como yo pensaba, tía Mary.

—Claro que no, querida mía, con los teléfonos y los coches de ahora, no. Pero hace tan sólo veinte años era otra cosa, te lo aseguro —Los recuerdos arrancaron una sonrisa a la anciana, que miró a Ernest—. Entonces tu abuelo aún vivía, y fueron muchas las veces que se quedó aislado por la nieve sin poder avisar a nadie.

—Cuando en Chicago hablan de «allá, en el norte» o de los «bosques de Wisconsin», siempre tienes la impresión de que quedan muy lejos —dijo Clodetta.

—Es que quedan muy lejos —añadió Henry bruscamente—. Y espero que tengas algo previsto por si nos quedamos encerrados aquí un día o dos, tía. Parece que afuera nieva, y en la radio dicen que se avecina ventisca.

La anciana dio un bufido y lo miró.

—¡Ah! A mí me pareces excesivamente inquieto, Henry. Tengo la impresión de que en cuanto pusiste los pies en mi casa empezaste a arrepentirte de este viaje. Si te preocupa que se desate una tormenta de nieve, puedo pedirle a Sam que te lleve en coche a Wausau y mañana mismo estarás en Chicago.

—Por supuesto que no.

Se hizo el silencio.

—Lisa —la anciana llamó a la criada, que entró en el comedor para ayudarla a levantarse de su asiento, aunque como Clodetta ya le había dicho a su esposo que no necesitaba ayuda.

Tía Mary les dio las buenas noches desde el umbral. Tenía un aspecto imponente, con el bastón en una mano y los impertinentes cerrados en la otra. Se desvaneció en la penumbra del pasillo, donde, al alejarse, el ruido de sus pasos se mezcló con el de los de la criada, que rara vez se separaba de la anciana. Casi siempre estaban solas en casa, y la plácida somnolencia de sus vidas tranquilas sólo se veía mitigada por las breves temporadas en las que la anciana recibía la visita de su sobrino Ernest, «el chico del querido John», o de Henry, de cuyo padre la anciana no hablaba jamás. Sam, que solía dormir en el garaje, no contaba. Clodetta miró a su marido con inquietud, pero fue Henry quien dijo lo que todos pensaban.

—Creo que está perdiendo la razón —declaró sin ambages.

Dejando a Clodetta con la réplica en los labios, Henry se levantó y entró en la sala, donde no tardó en llegar la música de la radio. Clodetta jugueteó con la cuchara y finalmente dijo:

—Creo que es un poco rara, Ernest.

Él le dedicó una sonrisa paciente.

—No, yo creo que no. Lo de tener las ventanas que dan al oeste cubiertas lo entiendo. Mi abuelo murió ahí; una noche lo atrapó el frío y murió congelado en la cuesta de la colina. No sé cómo sucedió exactamente, yo no estaba aquí. Supongo que no querrá ver nada que se lo recuerde.

—¿Cuál es entonces el peligro al que se refería?

Ernest se encogió de hombros.

—Tal vez ese peligro lo lleve dentro; tal vez la afecte y, a su vez, nos afecte a nosotros —Se detuvo durante un instante y luego añadió—: Supongo que a ti sí que te parecerá rara, pero desde que tengo uso de razón, tía Mary siempre ha sido así. La próxima vez que vengas ya te habrás acostumbrado.

Clodetta se quedó mirando a su marido durante un momento antes de contestarle. Por fin, dijo:

—Bobadas, cariño.

Él hizo ademán de levantarse, pero Clodetta se lo impidió.

—Escucha, Ernest. Recordaba a la perfección que tía Mary no quiere que nadie descorra las cortinas, pero en ese momento sentí que debía hacerlo. Yo no quería, pero algo me obligó a hacerlo...

La voz le temblaba.

—¿Por qué, Clodetta? ¿Por qué no me lo contaste antes?

Ella se encogió de hombros.

—Tía Mary habría pensado que estoy tocada.

—Bueno, no es nada grave, pero has dejado que el asunto te preocupe, y eso no te conviene. Olvídalo, piensa en otra cosa. Ven a escuchar la radio.

Se levantaron y fueron a la sala juntos. Cuando entraban por la puerta se encontraron con Henry, que se hizo a un lado.

—Debí de haber supuesto que terminaríamos aislados aquí arriba —Cuando Clodetta hizo ademán de replicar, añadió—: No nos pasará nada. Se ha levantado un vendaval y está empezando a nevar, y sé lo que eso significa.

Henry continuó su camino y entró en el comedor vacío, donde se detuvo un momento a mirar la mesa excesivamente larga. Luego se volvió a un lado, se dirigió a la cristalera, descorrió las cortinas y se quedó ahí, escudriñando la oscuridad. Desde la sala, Ernest lo vio de pie al lado de la puerta y protestó.

—Tía Mary no quiere que las cortinas queden descorridas, Henry.

—Bueno. Puede que a ella le parezca peligroso, pero yo me arriesgaré —contestó él tras volverse.

En vez de mirar a Henry, Clodetta tenía los ojos clavados en la noche que quedaba al otro lado de los cristales.

—¡Ahí fuera hay alguien! —dijo de repente.

Henry echó un vistazo rápido afuera.

—No, es la nieve; está cayendo con fuerza y el viento la arrastra de aquí para allá.

Soltó las cortinas y se apartó de cristalera.

—Vaya, habría jurado que vi pasar a alguien por aquí afuera —dijo Clodetta, vacilante.

—Supongo que desde donde tú estás da esa impresión —apuntó Henry, que había vuelto a la sala—, pero lo que yo opino es que has dejado que las rarezas de tía Mary te afecten.

Ernest replicó al comentario con un gesto impaciente, y Clodetta no respondió.

Henry se sentó frente a la radio y fue girando el dial lentamente. Ernest había encontrado un libro que empezaba a despertar su interés, pero Clodetta mantenía los ojos clavados en las cortinas, que seguían moviéndose lentamente y ocultando la cristalera. Entonces Clodetta se levantó y salió de la sala; recorrió el pasillo en dirección al ala este y ahí llamó delicadamente a la puerta de tía Mary.

—Entra —dijo la anciana.

Clodetta abrió la puerta y entró; tía Mary estaba sentada, llevaba una bata. Su dignidad, en forma de unos impertinentes y un bastón, descansaba sobre la cómoda y en un rincón del cuarto. La anciana tenía un aspecto sorprendentemente benévolo, como Clodetta le confesó de inmediato.

—¡Ja! Pensabas que era un ogro disfrazado, ¿verdad? —dijo la anciana, sonriendo a su pesar—. Ya ves que no lo soy, pero las ventanas que miran al oeste me dan miedo, como habrás visto.

—Quería contarte una cosa acerca de esas ventanas, tía Mary —dijo Clodetta.

Se detuvo bruscamente. La expresión que había adquirido el rostro de la anciana causaba una extraña desazón: no traslucía rabia ni disgusto, sino tan sólo una inquietud tensa ¡Vaya! ¡Que la vieja dama estaba asustada!

—¿Cómo? —le preguntó a Clodetta bruscamente.

—Estaba mirando por la cristalera, fue sólo un instante, y me pareció ver a alguien fuera.

—Por supuesto que no viste nada, Clodetta. Sería tu imaginación, o la nieve a la deriva.

—¿Mi imaginación? Tal vez. Pero no había viento que pudiera arrastrar la nieve, aunque desde entonces se ha levantado ventisca.

—Yo también me he confundido a menudo, querida. En ocasiones he salido de buena mañana a buscar huellas; y no había ninguna, nunca. Estamos en mitad de una tormenta de nieve, y a pesar del teléfono y de la radio seguimos bastante lejos de la civilización. Nuestro vecino más cercano vive a más de tres millas de aquí, a los pies de la cuesta larga y empinada, y nos separa un trecho arbolado. La carretera más cercana queda a la misma distancia.

—Lo vi tan claramente que podría haberlo jurado.

—¿Quieres salir a buscar mañana por la mañana? —preguntó la anciana de repente.

—Por supuesto que no.

—¿No viste nada, entonces?

Las palabras de la anciana eran mitad pregunta, mitad ruego.

—¡Oh, tía Mary! Ahora estás sacando las cosas de quicio —dijo Clodetta.

—¿Viste o no viste algo, Clodetta? ¿Puedes asegurarlo?

—Supongo que no vi nada, tía Mary.

—Muy bien. Y ahora, ¿crees que podríamos hablar de algo más agradable?

—Claro que sí. Discúlpame, tía Mary. No sabía que el abuelo de Ernest hubiera muerto ahí fuera.

—Eso te ha contado, ¿verdad? Dime.

—Sí, Ernest dijo que por eso no te gustaba ver la cuesta después del anochecer, porque no querías que nada te lo recordara.

La anciana miró a Clodetta con aire impasible.

—Tal vez Ernest nunca llegue a saber cuánta verdad hay en lo que te dijo.

—¿Qué quieres decir, tía Mary?

—Nada que sea de tu incumbencia, querida —Volvió a sonreír; había perdido su aire severo—. ¿Cómo está el tiempo?

—Está nevando, y mucho, dice Henry. Y sopla un vendaval.

El desagrado con el que la anciana recibió la noticia se reflejó en su rostro.

—No me gusta la noticia, no me gusta nada. ¿Y si a alguien se le ocurriera asomarse a la cuesta esta noche? —Hablaba sola; parecía haber olvidado que Clodetta seguía en la puerta. Cuando volvió a verla, dijo—: Pero tú no sabes nada, Clodetta. Buenas noches.

Clodetta apoyó la espalda en la puerta cerrada preguntándose qué habría querido decir la anciana. Pero tú no sabes nada, Clodetta. Qué curioso. Se diría que durante unos instantes la anciana se había olvidado de ella por completo.

Se alejó de la puerta y se topó con Ernest, que se dirigía al ala este.

—Por fin te encuentro —le dijo—. Me preguntaba dónde te habrías metido.

—Estaba hablando con tía Mary.

—Henry ha vuelto a la cristalera que da al oeste, y ahora es él quien cree que hay alguien afuera.

Clodetta se detuvo de repente.

—¿Lo cree de verdad?

Ernest asintió en silencio, muy serio.

—Pero la ventisca está arreciando; no me extrañaría nada que tus insinuaciones lo hubieran afectado.

Clodetta dio media vuelta y se marchó pasillo abajo.

—Voy a contárselo a tía Mary.

Ernest trató de disuadirla, pero no sirvió de nada: Clodetta se puso a llamar a la puerta de la anciana, y antes de que él hubiera podido formular una objeción adecuada ella ya había abierto la puerta y había entrado en la habitación.

—Tía Mary —dijo—, no quería volver a molestarte, pero Henry se ha acercado a la cristalera del comedor y dice que hay alguien fuera.

Aquello tuvo un efecto mágico sobre la anciana.

—¡Los ha visto! —exclamó. Entonces se puso en pie y se acercó a Clodetta apresuradamente—. ¿Cuánto hace de eso? Dímelo, rápido. ¿Cuánto hace que los ha visto? —le preguntó; la agarraba de los brazos, casi con violencia.

El asombro le impidió hablar durante unos instantes, pero sintiendo cómo los ojos de la anciana se clavaban en ella, dijo finalmente:

—Hace un rato, tía Mary, después de cenar.

Las manos de la anciana se relajaron, y con las manos también se relajó la tensión que la dominaba.

—¡Oh! —exclamó; dio media vuelta y, agarrando el bastón que había dejado en el rincón, volvió lentamente a su asiento.

—¿Entonces sí que hay alguien ahí fuera? —inquirió Clodetta, desafiante, cuando la anciana hubo alcanzado la silla.

A Clodetta le pareció que la respuesta tardaba en llegar. La anciana empezó a asentir suavemente, y de sus labios escapó un «sí» que apenas alcanzaba a oírse.

—Será mejor que les hagamos pasar, tía Mary.

La anciana dirigió a Clodetta una mirada breve y seria; luego, con voz firme y suave, y los ojos clavados en la pared que quedaba detrás de la joven, replicó:

—No podemos hacerles pasar, Clodetta, porque no están vivos.

August Derleth (1909-1971)




Relatos góticos. I Relatos de August Derleth.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de August Derleth: La nieve a la deriva (The Drifting Snow), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

Moisés de Oliveira dijo...

Está incompleto.

Conan dijo...

Y si está completo, ¿de dónde se sabe que es sobre vampiros?

Mr. K dijo...

¿Cómo sabes que quien está afuera es la criada? ¿Cómo sabes que el esposo de Tía Mary le fue infiel con la criada? No lo dice en ningún lado :s



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