«La gente de verano»: Shirley Jackson; relato y análisis.
La gente de verano (The Summer People) —ocasionalmente traducido como Los veraneantes— es un relato de terror de la escritora norteamericana Shirley Jackson (1916-1965), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1950 de la revista Charm, y luego reeditado por Ray Bradbury en la antología de 1956: El circo del doctor Lao y otros relatos improbables (The Circus of Dr. Lao and Other Improbable Stories).
SPOILERS.
La gente de verano, uno de los mejores cuentos de Shirley Jackson, demuestra por qué esta escritora es la mejor en sacar a la luz los horrores ocultos de la vida cotidiana (ver: Horror Doméstico). No encontraremos monstruos ni demonios en sus historias, no literalmente, al menos; sino una creciente sensación de incomodidad que, al final de la historia, se torna casi insoportable. Muchos autores, dentro y fuera del ámbito del terror, saben cómo crear esta sensación de inquietud e incomodidad. Lo que hace que la sensibilidad de Shirley Jackson sea tan distintiva es que su tipo de terror tiende a ser consciente de sí mismo. A menudo hay un matiz de vergüenza en el miedo de sus personajes, simplemente porque es tan tenue, tan sutil, aparentemente sin causa, que estos no pueden decidir si realmente deben preocuparse o no (ver: Cómo funciona el Horror, y por qué pocos autores saben utilizarlo)
Aquí conocemos la historia de los Allison, una pareja mayor de Nueva York que pasa sus veranos en una idílica cabaña junto a un lago en el campo. Lo han hecho durante diecisiete años, y en todos ellos se han quedado hasta el martes después del Día del Trabajo. Sin embargo, los Allison han llegado a un punto en sus vidas en el que sus hijos son independientes, sus amigos están muertos, y no tienen necesidad de trabajar. No hay nada que los obligue a irse en esa fecha, excepto el hábito. Este año en particular deciden quedarse un tiempo más, pero dar la noticia a los lugareños no es tan fácil como esperaban, y poco a poco los Allison advierten que ya no son bienvenidos; de hecho, pueden estar en peligro.
La gente de verano es una demostración perfecta del estilo de Shirley Jackson. En realidad, muy poco sucede aquí. No hay ninguna revelación espantosa. Todo lo que parece siniestro podría tener una explicación banal, como el hecho de que todos en el pueblo hagan hincapié en mencionar que nadie [absolutamente nadie] se queda después del Día del Trabajo (ver: Lo Siniestro en la ficción). ¿Solo están sorprendidos de que los Allison estén rompiendo esa tradición o hay algo más? El vendedor de gas dice que no puede venderles propano [la casa no tiene electricidad]; una carta de Jerry, hijo de los Allison, parece extraña, como si hubiera sido alterada, y con número inusual de huellas dactilares en el sobre. El auto no arranca [¿acaso fue saboteado?]; la línea telefónica está muerta... El narrador no confirma nada. Solo hay una sensación de amenaza invisible que se arrastra silenciosamente hacia los Allison.
La dinámica, la tensión entre los veraneantes y los lugareños, típica de los lugares turísticos, es retratada con maestría. Después de todo, detrás de la máscara de cordialidad de los lugareños de cualquier sitio turístico uno sospecha que se esconde una pizca de resentimiento, así como una buena dosis de sensación de superioridad en el turista. Hay una historia de clase aquí, perfectamente estructurada, aunque ciertamente no es una alegoría sobre la arrogancia de las élites urbanas. Los Allison son gente común, aunque «común» tiene un conjunto particular de connotaciones de clase en La gente de verano. En este sentido, Shirley Jackson juega un poco con la típica prohibición de los cuentos de hadas: quédate después del Día del Trabajo [o entra en el País de las Hadas] y nunca volverás a tu vida normal. No digas que no te lo advirtieron. Y nunca confundas esas advertencias con simples modales rústicos de campo (ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror)
Cualquiera que haya vivido o visitado una comunidad cuya economía depende exclusivamente del turismo reconocerá esta tensión: necesitamos que vengas y gastes tu dinero, y tú vienes y lo gastas, por eso te amamos y te trataremos con exagerada cordialidad. ¡Puede que recordemos tu nombre si vienes el año siguiente! Esto está muy bien. Es parte del trato... salvo cuando el turista interactúa con los lugareños esperando una especie de gratitud servil junto con el servicio. Esta tensión se vuelve todavía más incómoda en una comunidad que depende de los residentes de temporada, personas que poseen propiedades en la comunidad pero que las ocupan ocasionalmente, cuando el clima es más agradable. Gente más rica, más sofisticada, más importante; en resumen, gente de verano (ver: El Marxismo en el Horror)
Los Allison son personas cordiales, claro, pero también un poco condescendientes. Simplemente no captan que la amabilidad de los lugareños forma parte de su trabajo, y ciertamente no captan sus indirectas. De hecho, la señora Allison se recuerda varias veces que no debe aplicar sobre ellos los «modales de ciudad», en los cuales se infiere que podría tratar a cualquier comerciante como si fuese su propio empleado, exigiendo, más que pidiéndo cordialmente algo. El señor Allison, más práctico, comenta que el intelecto limitado de los lugareños, según sus propios estándares, quizás se debe a la endogamia.
Cuando leemos una historia del género, sobre todo de Lovecraft, donde los protagonistas [invariablemente urbanos y bien educados] visitan una comunidad rural, sabemos que habrá problemas con los lugareños. Fácilmente podrías terminar alojándote en una casa maldita, entablar interesantes conversaciones con personas de rasgos anómanos, o descubrir por casualidad que tu propia genealogía te vincula con la hosca gente del pueblo. La gente de verano definitivamente toma esos elementos pero los ejecuta con una sutileza extraordinaria. Los protagonistas de Lovecraft a menudo se sienten atraídos por la curiosidad, por el deseo de descubrir qué hay detrás de la máscara de una comunidad extraña. Sin embargo, los Allison nunca sospechan que podría haber una máscara. De todas las motivaciones que conducen a todas las malas decisiones en los protagonistas del género, la de los Allison, el simple deseo de quedarse un poco más de lo habitual para disfrutar del lago, resulta particularmente angustiante.
El verdadero drama de La gente de verano se activa cuando los Allison deciden quedarse más allá del Día del Trabajo, desafiando la costumbre. Dan por sentado que la población local se adaptará a sus nuevos planes, pero en realidad son ellos quienes no logran captar las sutiles advertencias contra tal heterodoxia. Durante los días siguientes, los Allison descubren que la gente del pueblo es menos complaciente con sus caprichos de lo que habían anticipado.
Lo que hace que esta historia sea realmente notable es que es imposible precisar el momento exacto en que la trama cruza lo que podríamos llamar «punto de no retorno»; ese instante en el que una sucesión de inconvenientes menores, por desagradables que sean, se convierten en algo más grande y siniestro. Cada elemento por separado parece relativamente inocente: escasez de gas, el repartidor de víveres deja el trabajo, cartas que se demoran [una muy extraña de Jerry, hijo de los Allison], el auto que no arranca, un mecánico no disponible, la línea telefónica que se corta. Sin embargo, de alguna manera la fuerza colectiva de estos incidentes menores se acumula, capa tras capa, hasta que los Allison son aplastados bajo su peso.
Si La gente de verano fuese un cuento de Lovecraft, los Allison serían atacados al final por una horda de humanoides semi-anfibios, quienes saldrían en masa de los túneles fétidos debajo del pueblo; sin embargo, Shirley Jackson simplemente los deja sin gas, sin teléfono, sin automóvil, y sin saber exactamente porqué sienten que esa noche de tormenta los irán a buscar.
Shirley Jackson era tan forastera como los Allison. Era escritora cuando se esperaba que las mujeres fueran amas de casa, y una demócrata que vivía en pueblos conservadores que no aprobaban ni su política ni a su marido judío. No es sorprendente que tantas de sus historias, incluida La gente de verano, traten sobre intrusos que se enfrentan a lo que parece ser un ajuste de cuentas a manos del status quo. Pero hay una segunda lectura que me gustaría mencionar, sin descartar el tropo del forastero que desafía y transgrede una tradición local, una prohibición, y luego es castigado. La gente de verano podría ser también una metáfora del envejecimiento y del maltrato de la sociedad a los ancianos. Shirley Jackson anota cuidadosamente el cambio de estaciones: los Allison ya no son «gente de verano», son viejos. Nos enteramos que se sienten solos en Nueva York, que muchos de sus amigos han muerto, que no ven a sus hijos con frecuencia. Los Allison se reconfortan en la cabaña junto al lago, pero incluso esos pequeños placeres les son arrebatados uno a uno, hasta que, como tantos ancianos, se quedan solos esperando la muerte.
La gente de verano.
The Summer People, Shirley Jackson (1916-1965)
La casa de campo de los Allison, a siete millas del pueblo más cercano, estaba hermosamente ubicada en una colina; desde tres lados miraba hacia abajo a los árboles blandos y la hierba que raras veces, incluso en pleno verano, se quedaba quieta y seca. En el cuarto lado estaba el lago, que tocaba el muelle de madera que los Allison tenían que seguir reparando, y que se veía igualmente bien desde el porche delantero, o cualquier lugar en la escalera de madera que conducía hasta el agua. Aunque los Allison amaban su cabaña de verano, no se habían molestado en hacer ninguna mejora, considerando la cabaña en sí y el lago como una mejora suficiente para sus vidas. La cabaña no tenía calefacción, ni agua corriente, excepto el precario suministro de la bomba del jardín trasero, y no había electricidad.
Durante diecisiete veranos, Janet Allison había cocinado en una estufa de queroseno, calentando toda su agua; Robert Allison había traído cubos llenos de agua todos los días de la bomba y leía su periódico a la luz de queroseno por las tardes, y ambos, gente de la ciudad, se volvían impasibles y prácticos. Cuando ya no tenían invitados frecuentes a los que impresionar, se habían hundido en una cómoda seguridad, así como la bomba y el queroseno, un activo indefinible para su vida de verano.
En sí mismos, los Allison eran gente corriente. La señora Allison tenía cincuenta y ocho años y el señor Allison sesenta; habían visto a sus hijos crecer más allá de la cabaña de verano y formar sus propias familias y organizar sus propias vacaciones; sus amigos estaban muertos o instalados en cómodas casas durante todo el año. En invierno se decían que podían soportar su apartamento de Nueva York mientras esperaban el verano; en el verano se decían que el invierno bien merecía la pena, esperando para volver al campo.
Como tenían la edad suficiente para no avergonzarse de sus hábitos, los Allison abandonaban invariablemente su cabaña de verano el martes después del Día del Trabajo, y sentían invariablemente la misma pena cuando los meses de septiembre y principios de octubre resultaban ser agradables y casi insufriblemente estériles en el ciudad; cada año reconocían que no había nada que los necesitara de regreso a Nueva York, pero no fue hasta este año que superaron su inercia tradicional lo suficiente como para decidir quedarse en la cabaña después del Día del Trabajo.
—Realmente no hay nada que nos obligue regresar a la ciudad —le dijo la señora Allison a su esposo con seriedad, como si fuera una idea nueva.
En consecuencia, con mucho placer y un ligero sentimiento de aventura, la señora Allison fue al pueblo el día después del Día del Trabajo y les dijo a las personas con quienes tenía trato, con un bonito aire de ruptura con la tradición, que ella y su esposo habían decidió quedarse al menos un mes más en su cabaña.
—No es como si tuviéramos algo que nos llevara de regreso a la ciudad —le dijo al señor Babcock, su tendero—. Queremos disfrutar del campo mientras podamos.
—Nadie se había quedado en el lago antes del Día del Trabajo —dijo Babcock. Estaba poniendo los alimentos de la señora Allison en una gran caja de cartón y se detuvo un minuto para mirar reflexivamente una bolsa de galletas—. Nadie —agregó.
—¡Pero la ciudad! —la señora Allison siempre hablaba de la ciudad con el señor Babcock como si fuera el sueño del señor Babcock ir allí—. Hace mucho calor, realmente no tiene idea. Siempre nos lamentamos cuando nos vamos.
—Odio irme —dijo Babcock. Uno de los trucos nativos más irritantes que la señora Allison había notado era el de tomar una declaración trivial y reformularla en una declaración aún más trivial—. Odiaría tener que irme —rectificó Babcock, después de deliberar, y tanto él como la señora Allison sonrieron—. Pero nunca había oído que nadie se quedara en el lago después del Día del Trabajo.
—Bueno, vamos a intentarlo —dijo la señora Allison, y el señor Babcock respondió con gravedad:
—Nunca lo sabrá hasta que lo intente.
Físicamente, la señora Allison decidió, como siempre hacía cuando salía del supermercado después de una de sus conversaciones inconclusas con el señor Babcock, que este podría modelar para una estatua de Daniel Webster, pero mentalmente... era horrible pensar cómo la vieja población de los Yankees de Nueva Inglaterra se había degenerado. Esto le comentó al señor Allison cuando se subió al auto, y él respondió:
—Son generaciones de endogamia. Eso y la mala tierra .
Dado que este era su gran viaje al pueblo, que hacían solo una vez cada dos semanas, pasaron todo el día allí.
Aunque la señora Allison pudo ordenar la entrega de comestibles con regularidad, nunca pudo formarse una idea precisa de los productos que había en la tienda del señor Babcock por teléfono, y sus listas de probabilidades y finalidades que podrían obtenerse siempre se complementaron, casi más allá de su necesidad por las verduras locales frescas que el señor Babcock estaba vendiendo temporalmente, o por los dulces empaquetados que acababan de llegar. En este viaje, la señora Allison también se sintió tentada por un juego de platos de vidrio para hornear que se habían encontrado por casualidad en el ferretería, y por ropa, y otros productos en general que aparentemente habían estado esperando a la señora Allison, ya que la gente del campo, con su desconfianza instintiva de cualquier cosa que no pareciera tan permanente como los árboles, las rocas y el cielo, recién comenzaban a experimentar con platos de aluminio para hornear en lugar del hierro.
La señora Allison había envuelto cuidadosamente los platos de vidrio para soportar el incómodo viaje a casa por el camino rocoso que conducía a la cabaña de los Allison, y mientras el señor Charley Walpole, quien, con su hermano menor, Albert, manejaba la tienda general (la tienda en sí se llamaba Johnson's, porque se encontraba en el sitio de la vieja cabaña de Johnson, quemada cincuenta años antes de que naciera Charley Walpole), doblaba periódicos laboriosamente para envolver los platos, la señora Allison dijo informalmente:
—Por supuesto, podría haber esperado y conseguir esos platos en Nueva York, pero no volveremos tan pronto este año.
—Escuché que te quedabas —dijo Charley Walpole. Sus viejos dedos jugueteaban desesperadamente con las delgadas hojas de periódico, tratando cuidadosamente de aislar sólo una hoja a la vez, y no miró a la señora Allison mientras continuaba—. Nadie se queda después del Día del Trabajo.
—Bueno, ya sabes —dijo la señora Allison, como si mereciera una explicación—, simplemente nos pareció que nos habíamos apresurado a regresar a Nueva York todos los años, y simplemente no había necesidad de hacerlo. Ya sabes cómo es la ciudad en otoño.
Y sonrió, confiada, al señor Charley Walpole, mientras este enrollaba lentamente una cuerda alrededor del paquete.
Me está reteniendo, pensó la señora Allison, y apartó la mirada rápidamente para evitar dar señales de impaciencia.
—Siento que pertenecemos aquí —dijo—. Será interesante quedarnos después de que todos los demás se hayan ido.
Para probar esto, sonrió alegremente a través de la tienda a una mujer con un rostro familiar, que podría haber sido la mujer que vendió bayas a los Allison otro año, o la mujer que ocasionalmente ayudaba en la tienda y probablemente era la tía del señor Babcock.
—Bueno —dijo el señor Walpole, y empujó el paquete un poco a través del mostrador, para mostrar que estaba terminado y que por una venta bien hecha, un paquete bien envuelto, estaba dispuesto a aceptar el pago—. Bueno —dijo de nuevo—. Nunca antes había habido gente de verano en el lago después del Día del Trabajo.
La señora Allison le dio un billete de cinco dólares y él devolvió el cambio metódicamente.
—Nunca después del Día del Trabajo —repitió, asintió con la cabeza a la señora Allison, y luego atravesó sobriamente la tienda para atender a dos mujeres que miraban vestidos de algodón.
Cuando la señora Allison pasaba al salir, oyó a una de las mujeres decir agudamente:
—¿Por qué una de ellas cuesta un dólar con treinta y nueve centavos y esta de aquí solo noventa y ocho?
—Son grandes personas —le dijo la señora Allison a su esposo mientras caminaban juntos por la acera después de reunirse en la puerta de la tienda—. Son tan sólidos, tan razonables y tan honestos.
—Te hace sentir bien saber que todavía hay pueblos como este —dijo el señor Allison.
—Sabes, en Nueva York —dijo la señora Allison—, podría haber pagado unos centavos menos por estos platos, pero no habría habido nada personal en la transacción.
—¿Se quedarán en el lago? —la señora Martin los interceptó en la tienda de revistas—. Escuché que se quedaban.
—Pensamos en aprovechar el buen tiempo este año —dijo Allison.
La señora Martin era relativamente nueva en el pueblo, se había casado con el propietario de la tienda de revistas y se había quedado después de la muerte de su marido. También servía refrescos y sándwiches de huevo frito y cebolla en pan espeso que hacía en su propia estufa en la parte trasera de la tienda. De vez en cuando, cuando la señora Martin servía un sándwich, éste llevaba consigo la rica fragancia del estofado o las chuletas de cerdo que se preparaban para la cena.
—No creo que nadie se haya quedado allí tanto tiempo antes —dijo la señora Martin—. No después del Día del Trabajo de todos modos.
—Creo que el Día del Trabajo es cuando generalmente se van —les dijo más tarde el señor Hall, el vecino más cercano de los Allison, frente a la tienda del señor Babcock, donde los Allison estaban subiendo a su automóvil para irse a casa.
—Estoy sorprendido de que se queden.
—Nos parece una lástima irnos tan pronto —dijo la señora Allison.
El señor Hall vivía a tres millas de distancia; suministraba a los Allison mantequilla y huevos y, de vez en cuando, desde lo alto de la colina, los Allison podían ver las luces de su casa a primera hora de la tarde antes de que los Hall se acostaran.
—Por lo general, se van después del Día del Trabajo —dijo Hall.
El viaje a casa fue largo y duro; estaba empezando a oscurecer y el señor Allison tuvo que conducir con mucho cuidado por el camino de tierra junto al lago. La señora Allison se recostó contra el asiento, agradablemente relajada después de un día que pareció un torbellino de compras en comparación con su existencia cotidiana; los nuevos platos de vidrio para hornear acechaban en su mente, y la mitad de las manzanas rojas para comer, y el paquete de chinchetas de colores con el que iba a poner un nuevo borde de estante en la cocina.
—Es bueno llegar a casa —dijo en voz baja cuando vio la cabaña que se recortaba contra el cielo.
—Me alegro de haber decidido quedarnos —estuvo de acuerdo el señor Allison.
La señora Allison pasó la mañana siguiente lavando con amor sus platos para hornear, aunque en su inocencia Charley Walpole había olvidado notar la astilla en el borde de uno. Ella decidió usar algunas de las manzanas en un pastel para la cena, y, mientras el pastel estaba en el horno y el señor Allison estaba recogiendo el correo, se sentó en el pequeño césped que los Allison habían sembrado en la cima de la colina, y observó las luces cambiantes en el lago, alternando gris y azul a medida que las nubes se movían rápidamente a través del sol.
El señor Allison volvió un poco de mal humor; siempre le irritaba caminar la milla hasta el buzón en la carretera estatal y regresar sin nada, a pesar de que asumía que la caminata era buena para su salud. Esta mañana no había más que una circular de una tienda departamental de Nueva York, y su periódico, que llegaba erráticamente uno a cuatro días más tarde de lo que debería, de modo que a veces los Allison tenían tres periódicos y, con frecuencia, ninguno. La señora Allison, aunque compartió con su esposo la molestia de no tener correo, examinó con afecto la circular de los grandes almacenes e hizo una nota mental para pasar por la tienda cuando finalmente regresara a Nueva York comprar algunas mantas de lana. Era difícil encontrarlas en colores bonitos. Se debatió en guardar la circular para recordárselo a sí misma, al pensar en levantarse y entrar en la cabaña, la dejó caer en el césped junto a su silla y se recostó con los ojos medio cerrados.
—Parece que podría llover un poco —dijo Allison, entrecerrando los ojos al cielo.
—Bueno para las cosechas —dijo lacónicamente la señora Allison, y ambos se rieron.
El hombre del queroseno llegó a la mañana siguiente mientras el señor Allison bajaba a recoger el correo. Se estaban quedando sin suministro. La señora Allison saludó cálidamente al hombre; vendía queroseno y hielo y, durante el verano, transportaba basura para la gente de verano. Un basurero solo era necesario para la gente de la ciudad; la gente del campo no tenía basura.
—Me alegro de verte —le dijo la señora Allison—. Estábamos bastante escasos.
El hombre del queroseno, cuyo nombre nunca supo la señora Allison, usó un accesorio de manguera para llenar el tanque de veinte galones que suministraba luz, calefacción y cocina; pero hoy, en lugar de bajarse de su camioneta y desenganchar la manguera de donde se enrollaba cariñosamente alrededor de la cabina, el hombre miró incómodo a la señora Allison, con el motor de su camioneta todavía en marcha.
—Pensé que ustedes se irían —dijo.
—Nos quedaremos otro mes —dijo alegremente la señora Allison—. El clima es tan agradable, y parecía que...
—Eso es lo que me dijeron —dijo el hombre—. Sin embargo, no puedo venderles queroseno.
—¿Qué quieres decir? —la señora Allison arqueó las cejas—. Simplemente vamos a seguir con nuestra rutina...
—Después del Día del Trabajo —dijo el hombre—. Yo mismo no consigo tanto queroseno después del Día del Trabajo.
La señora Allison se recordó a sí misma, como solía hacer cuando no estaba de acuerdo con sus vecinos, que los modales de la ciudad no eran buenos con la gente del campo; no se podía esperar anular a un empleado del campo como lo haría con un trabajador de la ciudad, y la señora Allison sonrió de manera atractiva cuando dijo:
—¿Pero no podrías hacer una excepción? No necesitamos mucho.
—Verá —dijo el hombre. Golpeó exasperadamente el volante con un dedo mientras hablaba—. Verá —repitió lentamente—, ordeno el queroseno desde unos cincuenta o cincuenta y cinco millas de distancia. Lo ordeno en junio, y solo lo que necesitaré para el verano.
Como si el tema estuviera cerrado, dejó de dar golpecitos con el dedo y apretó las manos en el volante en preparación para la partida.
—¿Pero no puedes darnos algo al menos? —dijo la señora Allison—. ¿No hay nadie más que pueda vendernos?
—Lo siento.
Antes de que la señora Allison pudiera hablar, la camioneta comenzó a moverse; luego se detuvo por un minuto y la miró a través de la ventana.
—¿Hielo?
La señora Allison negó con la cabeza; no estaban terriblemente bajos en hielo y ella estaba enojada. Corrió unos pasos para alcanzar al camión y gritó:
—¿Intentarás al menos conseguirnos algo para la próxima semana?
—No creo que pueda —dijo el hombre—. Después del Día del Trabajo es más difícil.
La camioneta se alejó y la señora Allison, solo reconfortada por la idea de que probablemente podría conseguir queroseno del señor Babcock o, en el peor de los casos, de los Hall, lo vio partir con rabia.
—El próximo verano —se dijo a sí misma—, ¡que se atreva a venderme el próximo verano!
De nuevo no había correo, solo el periódico, que parecía llegar obstinadamente a tiempo, y el señor Allison estaba abiertamente enfadado cuando regresó. Cuando la señora Allison le contó sobre el hombre del queroseno, pero no quedó particularmente impresionado.
—Probablemente el precio suba en el invierno —comentó—. ¿Qué les ha pasado a Anne y Jerry, crees?
Anne y Jerry eran sus hijos, ambos casados, una vivía en Chicago y el otro en el lejano oeste; sus obedientes cartas semanales llegaban tarde; tan tarde, de hecho, que la molestia del señor Allison por la falta de correo se convirtió en una queja legítima.
—Deberían darse cuenta de cómo esperamos sus cartas —dijo—. Niños egoístas e irreflexivos. Deberían saberlo mejor.
—Bueno, querido —dijo la señora Allison en tono apaciguador. La ira contra Anne y Jerry no aliviaría sus emociones hacia el hombre del queroseno. Después de unos minutos, agregó—: El deseo no traerá el correo, querido. Voy a llamar al señor Babcock y decirle que envíe un poco de queroseno con mi pedido.
—Al menos una postal —dijo el señor Allison mientras se iba.
Los Allison tenían un viejo teléfono de pared, de un tipo que todavía se ve en algunas pocas comunidades. Para llamar a la operadora, la señora Allison primero tuvo que girar la manivela lateral y el anillo una vez. Por lo general, se necesitaban dos o tres intentos para obligar a la operadora a responder, y la señora Allison se acercó al teléfono con resignación y una especie de paciencia desesperada. Tuvo que intentarlo tres veces antes de que respondiera la operadora, y luego pasó aún más tiempo antes de que el señor Babcock levantara el auricular en la esquina de la tienda.
—¿Tienda? —dijo él con una inflexión ascendente que parecía indicar sospecha de cualquiera que intentara comunicarse con él por medio de este poco confiable instrumento.
—Soy la señora Allison, señor Babcock. Pensé en darle mi pedido un día antes porque quería estar segura y conseguir algo...
—¿Qué dice, señora Allison?
La señora Allison levantó un poco la voz; vio al señor Allison, en el césped, girarse en su silla y mirarla con simpatía.
—Le dije, señor Babcock, que pensé en hacer mi pedido un poco antes porque necesito…
—¿Señora Allison? ¿Pasará usted a recogerlo?
—¿Recogerlo? —sorprendida, la señora Allison dejó que su voz volviera a su tono normal—. En realidad pensaba pedirle que me lo envíe, como de costumbre.
—Bueno, señora Allison —dijo el señor Babcock, y hubo una pausa mientras la señora Allison esperaba, mirando más allá del teléfono, por encima de la cabeza de su esposo hacia el cielo—. Lamento decirle que mi hijo, quien ha estado trabajando para mí, volvió a la escuela ayer y ahora no tengo a nadie. Solo hacemos envíos los veranos, ¿sabe?
—Pensé que siempre hacía envíos —dijo la señora Allison.
—No después del Día del Trabajo, señora Allison —dijo Babcock con firmeza—, pero nunca antes había estado aquí después del Día del Trabajo, así que no lo sabría, por supuesto.
—Bueno —dijo la señora Allison con impotencia. En el fondo de su mente se estaba diciendo, una y otra vez, que no podía usar los modales de la ciudad con la gente del campo—. ¿Está seguro? —preguntó finalmente—. ¿No podría enviar un pedido hoy, señor Babcock?
—De hecho, no podría —dijo el señor Babcock—. Difícilmente podría obtener alguna ganancia haciendo un envío cuando no hay nadie más que usted en el lago.
—¿Qué hay del señor Hall? ¿Las personas que viven a unas tres millas de nosotros?
—¿Hall? —dijo el señor Babcock—. ¿John Hall? Han ido a visitar a sus padres al norte del estado, señora Allison.
—Pero ellos nos proveen de mantequilla y huevos —dijo la señora Allison, consternada.
—Se fueron ayer —dijo Babcock—. Probablemente no pensaron que ustedes se quedarían allí.
—Pero le dije al señor Hall... —comenzó a decir la señora Allison, y luego se detuvo—. Enviaré al señor Allison mañana —dijo.
—¿Tiene todo lo que necesita hasta entonces? — dijo Babcock, satisfecho; aunque el tono no era el de una pregunta, sino de una confirmación.
Después de colgar, la señora Allison salió lentamente para sentarse junto a su esposo.
—No vendrá —dijo—. Tendrás que ir mañana. Tenemos suficiente queroseno hasta que regreses.
—Debería habernos dicho antes —dijo Allison.
No era posible permanecer preocupado por mucho tiempo de cara al día; el campo nunca les había parecido más atractivo, y el lago se movía silenciosamente debajo de ellos, entre los árboles, con la casi increíble suavidad de una imagen de verano. La señora Allison suspiró profundamente en el placer de poseer para sí esa vista del lago, con las distantes colinas verdes más allá, la dulzura del pequeño viento entre los árboles.
El tiempo siguió siendo bueno. A la mañana siguiente, el señor Allison, debidamente armado con una lista de comestibles, con «queroseno» escrito en mayúsculas en la parte superior, se dirigió al garaje y la señora Allison comenzó otro pastel en sus nuevos platos para hornear. Había mezclado la corteza y estaba empezando a cortar las manzanas cuando el señor Allison subió rápidamente por el sendero y abrió la puerta mosquitera de la cocina.
—El maldito auto no arranca —anunció, con la voz de un hombre que depende de un auto como depende de su brazo derecho.
—¿Qué le sucede? —preguntó la señora Allison, deteniéndose con el cuchillo de pelar en una mano y una manzana en la otra—. Anduvo sin problemas el martes.
—Bueno —dijo el señor Allison entre dientes—, parece que no se siente tan bien el viernes.
—¿Puedes arreglarlo? —preguntó la señora Allison.
—No —dijo el señor Allison—, no puedo. Tengo que llamar a alguien, supongo.
—¿A quién?
—Al hombre dirige la estación de servicio, supongo —el señor Allison se movió resueltamente hacia el teléfono—. Lo arregló el verano pasado.
Un poco aprensiva, la señora Allison siguió pelando manzanas distraídamente, mientras escuchaba al señor Allison con el teléfono, sonando, esperando, sonando, esperando, finalmente dando el número a la operadora, luego esperando nuevamente, dando el número nuevamente, dando el número por tercera vez, y luego colgando el auricular.
—No hay nadie —anunció mientras entraba en la cocina.
—Probablemente haya salido por un minuto —dijo la señora Allison nerviosamente; no estaba muy segura de qué la ponía tan nerviosa, a menos que fuera la probabilidad de que su marido perdiera los estribos por completo—. Él está allí solo, me imagino, así que si sale no hay nadie para contestar el teléfono.
—Eso debe ser —dijo Allison con gran ironía. Se dejó caer en una de las sillas de la cocina y miró a la señora Allison pelando manzanas. Después de un minuto, la señora Allison dijo con dulzura:
—¿Por qué no vas a buscar el correo y luego lo llamas de nuevo?
El señor Allison debatió y luego dijo:
—Supongo que podría hacerlo —se levantó pesadamente y cuando llegó a la puerta de la cocina se volvió y dijo—: Pero si no hay correo… —y, dejando un terrible silencio detrás de él, se alejó por el camino.
La señora Allison se apresuró con su pastel. Dos veces se acercó a la ventana para mirar al cielo y ver si se avecinaban nubes. La habitación parecía inesperadamente oscura, y ella misma se sentía en el estado de tensión que precede a una tormenta, pero en ambas ocasiones el cielo estaba despejado y sereno, sonriendo con indiferencia hacia la cabaña de verano de los Allison así como hacia el resto de la zona. Cuando la señora Allison, con su pastel listo para el horno, fue por tercera vez a mirar afuera, vio a su esposo subiendo por el sendero; parecía más alegre, y cuando la vio, la saludó con entusiasmo y sostuvo una carta en el aire.
—¡De Jerry! —gritó tan pronto como estuvo lo suficientemente cerca para que ella lo oyera—. Por fin, ¡una carta! —la señora Allison notó con preocupación que ya no podía subir la suave pendiente del sendero sin respirar con dificultad.
La señora Allison miró con un entusiasmo la caligrafía familiar de su hijo; no podía imaginar por qué la carta la entusiasmaba tanto, excepto que era la primera que habían recibido en tanto tiempo. Sería una carta agradable, obediente, llena de los hechos de Alice y los niños, informando el progreso de su trabajo, comentando sobre el clima reciente en Chicago, cerrando con una frase de afecto. Tanto el señor como la señora Allison podían, si lo deseaban, recitar un patrón de carta de cualquiera de sus hijos.
El señor Allison abrió la carta con gran deliberación y luego la extendió sobre la mesa de la cocina. Ambos se inclinaron sobre ella para leerla juntos.
«Queridos papá y mamá —comenzaba con la letra familiar y un tanto infantil de Jerry—, me alegro de que sigan en el lago. Siempre pensamos que volvían demasiado pronto y que deberían quedarse allí el mayor tiempo posible. Alice dice que ahora que no son tan jóvenes como solían ser, sin las exigencias del tiempo, y con menos amigos en la ciudad, deben divertirse lo más que puedan. Es una buena idea que se queden. »
Con inquietud, la señora Allison miró de reojo a su marido; él estaba leyendo con atención, y ella extendió la mano y recogió el sobre vacío, sin saber exactamente qué buscaba. Estaba escrito como de costumbre, con la letra de Jerry, y tenía una estampilla de Chicago. Por supuesto, pensó rápidamente, ¿por qué tendría una estampilla de otro lugar? Cuando volvió a mirar la carta, su esposo había pasado la página y ella siguió leyendo con él:
«… y por supuesto que si contraen sarampión, es mejor ahora que después. Alice está bien, yo también. Últimamente he estado jugando mucho al bridge con personas que no conocen, los Carruther. Bonita pareja joven, de nuestra edad. Bueno, los dejaré ahora porque supongo que les aburre escuchar cosas tan lejanas. Si no está leyendo, dile a papá que el viejo Dickson, en nuestra oficina de Chicago, murió. Solía preguntar mucho por papá. Diviértanse en el lago y no se preocupen por regresar rápidamente. Con amor de todos nosotros, Jerry.»
—Raro —comentó el señor Allison.
—No suena como Jerry —dijo la señora Allison en voz baja—. Él nunca escribió nada como... —se detuvo.
—¿Cómo qué? —preguntó el señor Allison—. ¿Nunca escribió nada como qué?
La señora Allison le dio la vuelta a la carta, frunciendo el ceño. Era imposible encontrar una frase, incluso una palabra, que no sonara como las de Jerry. Quizás solo era que la carta había llegado tan tarde, o la inusual cantidad de huellas dactilares sucias en el sobre.
—No lo sé —dijo con impaciencia.
—Voy a intentar esa llamada telefónica de nuevo —dijo Allison.
La señora Allison leyó la carta dos veces más, tratando de encontrar una frase que sonara mal. Luego, el señor Allison regresó y dijo en voz muy baja:
—El teléfono está muerto.
—¿Qué? —dijo la señora Allison, dejando caer la carta.
—El teléfono está muerto —dijo Allison.
El resto del día transcurrió rápido. Después de un almuerzo de galletas saladas y leche, los Allison se fueron a sentar al aire libre en el césped, pero la tarde se vio interrumpida por las nubes de tormenta que aumentaban gradualmente y se elevaban sobre el lago hasta la cabaña, de modo que a las cuatro en punto estaba tan oscuro como al anochecer. La tormenta se demoró, sin embargo, como si anticipara amorosamente el momento en que estallaría sobre la cabaña de verano, y hubo un relámpago ocasional, pero no llovió. Por la noche, el señor y la señora Allison, sentados juntos dentro de su cabaña, encendieron la radio de batería que habían traído de Nueva York. No había lámparas encendidas en la cabaña, y la única luz provenía del relámpago del exterior y el pequeño resplandor cuadrado del dial.
El ligero marco de la cabaña no era lo suficientemente fuerte para soportar los ruidos de la ciudad, la música y las voces de la radio, y los Allison podían escucharlos a lo lejos resonando a través del lago, los saxofones de la banda de baile de Nueva York llorando sobre el agua, la voz plana de la vocalista saliendo inexorablemente al aire limpio del campo. Incluso el locutor, que hablaba con entusiasmo de las virtudes de las hojas de afeitar, no era más que una voz inhumana que resonaba desde la cabaña de los Allison, como si el lago, las colinas y los árboles la devolvieran sin querer.
Durante una pausa entre comerciales, la señora Allison se volvió y sonrió débilmente a su esposo.
—Me pregunto si se supone que debemos hacer… algo —dijo.
—No —dijo el señor Allison pensativamente—. No lo creo. Solo espera.
La señora Allison contuvo el aliento rápidamente, y el señor Allison dijo, bajo la trivial melodía de la banda que comenzaba a sonar de nuevo:
—El auto ha sido manipulado. Incluso yo puedo darme cuenta de eso.
La señora Allison vaciló un minuto y luego dijo en voz muy baja:
—Supongo que cortaron los cables telefónicos.
—Supongo que sí —dijo Allison.
Después de un rato, la música se detuvo y escucharon atentamente una transmisión de noticias, la voz rica del locutor les contó sin aliento sobre un matrimonio en Hollywood, los últimos resultados de béisbol, el aumento estimado de los precios de los alimentos durante la próxima semana. Les hablaba, en la cabaña de verano, como si todavía merecieran oír noticias de un mundo que ya no les llegaba más que a través de las falibles baterías de la radio, que ya empezaban a desvanecerse, casi como si todavía pertenecieran, aunque de forma tenue, al resto del mundo.
La señora Allison miró por la ventana la superficie lisa del lago, las masas negras de los árboles y la tormenta que aguardaba, y dijo en tono de conversación:
—Me siento mejor con esa carta de Jerry.
—Lo supe cuando vi luz en la casa de Hall anoche —dijo Allison.
El viento, que se levantaba repentinamente sobre el lago barrió la cabaña de verano y golpeó con fuerza las ventanas. El señor y la señora Allison involuntariamente se acercaron más, y con el primer trueno repentino, el señor Allison tomó la mano de su esposa. Y luego, mientras los relámpagos brillaban afuera y la radio se apagaba y chisporroteaba, los dos ancianos se acurrucaron en su cabaña de verano y esperaron.
Relatos góticos. I Relatos de Shirley Jackson.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Shirley Jackson: La gente de verano (The Summer People), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Si La gente de verano fuese un cuento de Lovecraft, los Allison serían atacados al final por una horda de humanoides semi-anfibios, quienes saldrían en masa de los túneles fétidos debajo del pueblo; sin embargo, Shirley Jackson simplemente los deja sin gas, sin teléfono, sin automóvil, y sin saber exactamente porqué sienten que esa noche de tormenta los irán a buscar.
Shirley Jackson era tan forastera como los Allison. Era escritora cuando se esperaba que las mujeres fueran amas de casa, y una demócrata que vivía en pueblos conservadores que no aprobaban ni su política ni a su marido judío. No es sorprendente que tantas de sus historias, incluida La gente de verano, traten sobre intrusos que se enfrentan a lo que parece ser un ajuste de cuentas a manos del status quo. Pero hay una segunda lectura que me gustaría mencionar, sin descartar el tropo del forastero que desafía y transgrede una tradición local, una prohibición, y luego es castigado. La gente de verano podría ser también una metáfora del envejecimiento y del maltrato de la sociedad a los ancianos. Shirley Jackson anota cuidadosamente el cambio de estaciones: los Allison ya no son «gente de verano», son viejos. Nos enteramos que se sienten solos en Nueva York, que muchos de sus amigos han muerto, que no ven a sus hijos con frecuencia. Los Allison se reconfortan en la cabaña junto al lago, pero incluso esos pequeños placeres les son arrebatados uno a uno, hasta que, como tantos ancianos, se quedan solos esperando la muerte.
La gente de verano.
The Summer People, Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
La casa de campo de los Allison, a siete millas del pueblo más cercano, estaba hermosamente ubicada en una colina; desde tres lados miraba hacia abajo a los árboles blandos y la hierba que raras veces, incluso en pleno verano, se quedaba quieta y seca. En el cuarto lado estaba el lago, que tocaba el muelle de madera que los Allison tenían que seguir reparando, y que se veía igualmente bien desde el porche delantero, o cualquier lugar en la escalera de madera que conducía hasta el agua. Aunque los Allison amaban su cabaña de verano, no se habían molestado en hacer ninguna mejora, considerando la cabaña en sí y el lago como una mejora suficiente para sus vidas. La cabaña no tenía calefacción, ni agua corriente, excepto el precario suministro de la bomba del jardín trasero, y no había electricidad.
Durante diecisiete veranos, Janet Allison había cocinado en una estufa de queroseno, calentando toda su agua; Robert Allison había traído cubos llenos de agua todos los días de la bomba y leía su periódico a la luz de queroseno por las tardes, y ambos, gente de la ciudad, se volvían impasibles y prácticos. Cuando ya no tenían invitados frecuentes a los que impresionar, se habían hundido en una cómoda seguridad, así como la bomba y el queroseno, un activo indefinible para su vida de verano.
En sí mismos, los Allison eran gente corriente. La señora Allison tenía cincuenta y ocho años y el señor Allison sesenta; habían visto a sus hijos crecer más allá de la cabaña de verano y formar sus propias familias y organizar sus propias vacaciones; sus amigos estaban muertos o instalados en cómodas casas durante todo el año. En invierno se decían que podían soportar su apartamento de Nueva York mientras esperaban el verano; en el verano se decían que el invierno bien merecía la pena, esperando para volver al campo.
Como tenían la edad suficiente para no avergonzarse de sus hábitos, los Allison abandonaban invariablemente su cabaña de verano el martes después del Día del Trabajo, y sentían invariablemente la misma pena cuando los meses de septiembre y principios de octubre resultaban ser agradables y casi insufriblemente estériles en el ciudad; cada año reconocían que no había nada que los necesitara de regreso a Nueva York, pero no fue hasta este año que superaron su inercia tradicional lo suficiente como para decidir quedarse en la cabaña después del Día del Trabajo.
—Realmente no hay nada que nos obligue regresar a la ciudad —le dijo la señora Allison a su esposo con seriedad, como si fuera una idea nueva.
En consecuencia, con mucho placer y un ligero sentimiento de aventura, la señora Allison fue al pueblo el día después del Día del Trabajo y les dijo a las personas con quienes tenía trato, con un bonito aire de ruptura con la tradición, que ella y su esposo habían decidió quedarse al menos un mes más en su cabaña.
—No es como si tuviéramos algo que nos llevara de regreso a la ciudad —le dijo al señor Babcock, su tendero—. Queremos disfrutar del campo mientras podamos.
—Nadie se había quedado en el lago antes del Día del Trabajo —dijo Babcock. Estaba poniendo los alimentos de la señora Allison en una gran caja de cartón y se detuvo un minuto para mirar reflexivamente una bolsa de galletas—. Nadie —agregó.
—¡Pero la ciudad! —la señora Allison siempre hablaba de la ciudad con el señor Babcock como si fuera el sueño del señor Babcock ir allí—. Hace mucho calor, realmente no tiene idea. Siempre nos lamentamos cuando nos vamos.
—Odio irme —dijo Babcock. Uno de los trucos nativos más irritantes que la señora Allison había notado era el de tomar una declaración trivial y reformularla en una declaración aún más trivial—. Odiaría tener que irme —rectificó Babcock, después de deliberar, y tanto él como la señora Allison sonrieron—. Pero nunca había oído que nadie se quedara en el lago después del Día del Trabajo.
—Bueno, vamos a intentarlo —dijo la señora Allison, y el señor Babcock respondió con gravedad:
—Nunca lo sabrá hasta que lo intente.
Físicamente, la señora Allison decidió, como siempre hacía cuando salía del supermercado después de una de sus conversaciones inconclusas con el señor Babcock, que este podría modelar para una estatua de Daniel Webster, pero mentalmente... era horrible pensar cómo la vieja población de los Yankees de Nueva Inglaterra se había degenerado. Esto le comentó al señor Allison cuando se subió al auto, y él respondió:
—Son generaciones de endogamia. Eso y la mala tierra .
Dado que este era su gran viaje al pueblo, que hacían solo una vez cada dos semanas, pasaron todo el día allí.
Aunque la señora Allison pudo ordenar la entrega de comestibles con regularidad, nunca pudo formarse una idea precisa de los productos que había en la tienda del señor Babcock por teléfono, y sus listas de probabilidades y finalidades que podrían obtenerse siempre se complementaron, casi más allá de su necesidad por las verduras locales frescas que el señor Babcock estaba vendiendo temporalmente, o por los dulces empaquetados que acababan de llegar. En este viaje, la señora Allison también se sintió tentada por un juego de platos de vidrio para hornear que se habían encontrado por casualidad en el ferretería, y por ropa, y otros productos en general que aparentemente habían estado esperando a la señora Allison, ya que la gente del campo, con su desconfianza instintiva de cualquier cosa que no pareciera tan permanente como los árboles, las rocas y el cielo, recién comenzaban a experimentar con platos de aluminio para hornear en lugar del hierro.
La señora Allison había envuelto cuidadosamente los platos de vidrio para soportar el incómodo viaje a casa por el camino rocoso que conducía a la cabaña de los Allison, y mientras el señor Charley Walpole, quien, con su hermano menor, Albert, manejaba la tienda general (la tienda en sí se llamaba Johnson's, porque se encontraba en el sitio de la vieja cabaña de Johnson, quemada cincuenta años antes de que naciera Charley Walpole), doblaba periódicos laboriosamente para envolver los platos, la señora Allison dijo informalmente:
—Por supuesto, podría haber esperado y conseguir esos platos en Nueva York, pero no volveremos tan pronto este año.
—Escuché que te quedabas —dijo Charley Walpole. Sus viejos dedos jugueteaban desesperadamente con las delgadas hojas de periódico, tratando cuidadosamente de aislar sólo una hoja a la vez, y no miró a la señora Allison mientras continuaba—. Nadie se queda después del Día del Trabajo.
—Bueno, ya sabes —dijo la señora Allison, como si mereciera una explicación—, simplemente nos pareció que nos habíamos apresurado a regresar a Nueva York todos los años, y simplemente no había necesidad de hacerlo. Ya sabes cómo es la ciudad en otoño.
Y sonrió, confiada, al señor Charley Walpole, mientras este enrollaba lentamente una cuerda alrededor del paquete.
Me está reteniendo, pensó la señora Allison, y apartó la mirada rápidamente para evitar dar señales de impaciencia.
—Siento que pertenecemos aquí —dijo—. Será interesante quedarnos después de que todos los demás se hayan ido.
Para probar esto, sonrió alegremente a través de la tienda a una mujer con un rostro familiar, que podría haber sido la mujer que vendió bayas a los Allison otro año, o la mujer que ocasionalmente ayudaba en la tienda y probablemente era la tía del señor Babcock.
—Bueno —dijo el señor Walpole, y empujó el paquete un poco a través del mostrador, para mostrar que estaba terminado y que por una venta bien hecha, un paquete bien envuelto, estaba dispuesto a aceptar el pago—. Bueno —dijo de nuevo—. Nunca antes había habido gente de verano en el lago después del Día del Trabajo.
La señora Allison le dio un billete de cinco dólares y él devolvió el cambio metódicamente.
—Nunca después del Día del Trabajo —repitió, asintió con la cabeza a la señora Allison, y luego atravesó sobriamente la tienda para atender a dos mujeres que miraban vestidos de algodón.
Cuando la señora Allison pasaba al salir, oyó a una de las mujeres decir agudamente:
—¿Por qué una de ellas cuesta un dólar con treinta y nueve centavos y esta de aquí solo noventa y ocho?
—Son grandes personas —le dijo la señora Allison a su esposo mientras caminaban juntos por la acera después de reunirse en la puerta de la tienda—. Son tan sólidos, tan razonables y tan honestos.
—Te hace sentir bien saber que todavía hay pueblos como este —dijo el señor Allison.
—Sabes, en Nueva York —dijo la señora Allison—, podría haber pagado unos centavos menos por estos platos, pero no habría habido nada personal en la transacción.
—¿Se quedarán en el lago? —la señora Martin los interceptó en la tienda de revistas—. Escuché que se quedaban.
—Pensamos en aprovechar el buen tiempo este año —dijo Allison.
La señora Martin era relativamente nueva en el pueblo, se había casado con el propietario de la tienda de revistas y se había quedado después de la muerte de su marido. También servía refrescos y sándwiches de huevo frito y cebolla en pan espeso que hacía en su propia estufa en la parte trasera de la tienda. De vez en cuando, cuando la señora Martin servía un sándwich, éste llevaba consigo la rica fragancia del estofado o las chuletas de cerdo que se preparaban para la cena.
—No creo que nadie se haya quedado allí tanto tiempo antes —dijo la señora Martin—. No después del Día del Trabajo de todos modos.
—Creo que el Día del Trabajo es cuando generalmente se van —les dijo más tarde el señor Hall, el vecino más cercano de los Allison, frente a la tienda del señor Babcock, donde los Allison estaban subiendo a su automóvil para irse a casa.
—Estoy sorprendido de que se queden.
—Nos parece una lástima irnos tan pronto —dijo la señora Allison.
El señor Hall vivía a tres millas de distancia; suministraba a los Allison mantequilla y huevos y, de vez en cuando, desde lo alto de la colina, los Allison podían ver las luces de su casa a primera hora de la tarde antes de que los Hall se acostaran.
—Por lo general, se van después del Día del Trabajo —dijo Hall.
El viaje a casa fue largo y duro; estaba empezando a oscurecer y el señor Allison tuvo que conducir con mucho cuidado por el camino de tierra junto al lago. La señora Allison se recostó contra el asiento, agradablemente relajada después de un día que pareció un torbellino de compras en comparación con su existencia cotidiana; los nuevos platos de vidrio para hornear acechaban en su mente, y la mitad de las manzanas rojas para comer, y el paquete de chinchetas de colores con el que iba a poner un nuevo borde de estante en la cocina.
—Es bueno llegar a casa —dijo en voz baja cuando vio la cabaña que se recortaba contra el cielo.
—Me alegro de haber decidido quedarnos —estuvo de acuerdo el señor Allison.
La señora Allison pasó la mañana siguiente lavando con amor sus platos para hornear, aunque en su inocencia Charley Walpole había olvidado notar la astilla en el borde de uno. Ella decidió usar algunas de las manzanas en un pastel para la cena, y, mientras el pastel estaba en el horno y el señor Allison estaba recogiendo el correo, se sentó en el pequeño césped que los Allison habían sembrado en la cima de la colina, y observó las luces cambiantes en el lago, alternando gris y azul a medida que las nubes se movían rápidamente a través del sol.
El señor Allison volvió un poco de mal humor; siempre le irritaba caminar la milla hasta el buzón en la carretera estatal y regresar sin nada, a pesar de que asumía que la caminata era buena para su salud. Esta mañana no había más que una circular de una tienda departamental de Nueva York, y su periódico, que llegaba erráticamente uno a cuatro días más tarde de lo que debería, de modo que a veces los Allison tenían tres periódicos y, con frecuencia, ninguno. La señora Allison, aunque compartió con su esposo la molestia de no tener correo, examinó con afecto la circular de los grandes almacenes e hizo una nota mental para pasar por la tienda cuando finalmente regresara a Nueva York comprar algunas mantas de lana. Era difícil encontrarlas en colores bonitos. Se debatió en guardar la circular para recordárselo a sí misma, al pensar en levantarse y entrar en la cabaña, la dejó caer en el césped junto a su silla y se recostó con los ojos medio cerrados.
—Parece que podría llover un poco —dijo Allison, entrecerrando los ojos al cielo.
—Bueno para las cosechas —dijo lacónicamente la señora Allison, y ambos se rieron.
El hombre del queroseno llegó a la mañana siguiente mientras el señor Allison bajaba a recoger el correo. Se estaban quedando sin suministro. La señora Allison saludó cálidamente al hombre; vendía queroseno y hielo y, durante el verano, transportaba basura para la gente de verano. Un basurero solo era necesario para la gente de la ciudad; la gente del campo no tenía basura.
—Me alegro de verte —le dijo la señora Allison—. Estábamos bastante escasos.
El hombre del queroseno, cuyo nombre nunca supo la señora Allison, usó un accesorio de manguera para llenar el tanque de veinte galones que suministraba luz, calefacción y cocina; pero hoy, en lugar de bajarse de su camioneta y desenganchar la manguera de donde se enrollaba cariñosamente alrededor de la cabina, el hombre miró incómodo a la señora Allison, con el motor de su camioneta todavía en marcha.
—Pensé que ustedes se irían —dijo.
—Nos quedaremos otro mes —dijo alegremente la señora Allison—. El clima es tan agradable, y parecía que...
—Eso es lo que me dijeron —dijo el hombre—. Sin embargo, no puedo venderles queroseno.
—¿Qué quieres decir? —la señora Allison arqueó las cejas—. Simplemente vamos a seguir con nuestra rutina...
—Después del Día del Trabajo —dijo el hombre—. Yo mismo no consigo tanto queroseno después del Día del Trabajo.
La señora Allison se recordó a sí misma, como solía hacer cuando no estaba de acuerdo con sus vecinos, que los modales de la ciudad no eran buenos con la gente del campo; no se podía esperar anular a un empleado del campo como lo haría con un trabajador de la ciudad, y la señora Allison sonrió de manera atractiva cuando dijo:
—¿Pero no podrías hacer una excepción? No necesitamos mucho.
—Verá —dijo el hombre. Golpeó exasperadamente el volante con un dedo mientras hablaba—. Verá —repitió lentamente—, ordeno el queroseno desde unos cincuenta o cincuenta y cinco millas de distancia. Lo ordeno en junio, y solo lo que necesitaré para el verano.
Como si el tema estuviera cerrado, dejó de dar golpecitos con el dedo y apretó las manos en el volante en preparación para la partida.
—¿Pero no puedes darnos algo al menos? —dijo la señora Allison—. ¿No hay nadie más que pueda vendernos?
—Lo siento.
Antes de que la señora Allison pudiera hablar, la camioneta comenzó a moverse; luego se detuvo por un minuto y la miró a través de la ventana.
—¿Hielo?
La señora Allison negó con la cabeza; no estaban terriblemente bajos en hielo y ella estaba enojada. Corrió unos pasos para alcanzar al camión y gritó:
—¿Intentarás al menos conseguirnos algo para la próxima semana?
—No creo que pueda —dijo el hombre—. Después del Día del Trabajo es más difícil.
La camioneta se alejó y la señora Allison, solo reconfortada por la idea de que probablemente podría conseguir queroseno del señor Babcock o, en el peor de los casos, de los Hall, lo vio partir con rabia.
—El próximo verano —se dijo a sí misma—, ¡que se atreva a venderme el próximo verano!
De nuevo no había correo, solo el periódico, que parecía llegar obstinadamente a tiempo, y el señor Allison estaba abiertamente enfadado cuando regresó. Cuando la señora Allison le contó sobre el hombre del queroseno, pero no quedó particularmente impresionado.
—Probablemente el precio suba en el invierno —comentó—. ¿Qué les ha pasado a Anne y Jerry, crees?
Anne y Jerry eran sus hijos, ambos casados, una vivía en Chicago y el otro en el lejano oeste; sus obedientes cartas semanales llegaban tarde; tan tarde, de hecho, que la molestia del señor Allison por la falta de correo se convirtió en una queja legítima.
—Deberían darse cuenta de cómo esperamos sus cartas —dijo—. Niños egoístas e irreflexivos. Deberían saberlo mejor.
—Bueno, querido —dijo la señora Allison en tono apaciguador. La ira contra Anne y Jerry no aliviaría sus emociones hacia el hombre del queroseno. Después de unos minutos, agregó—: El deseo no traerá el correo, querido. Voy a llamar al señor Babcock y decirle que envíe un poco de queroseno con mi pedido.
—Al menos una postal —dijo el señor Allison mientras se iba.
Los Allison tenían un viejo teléfono de pared, de un tipo que todavía se ve en algunas pocas comunidades. Para llamar a la operadora, la señora Allison primero tuvo que girar la manivela lateral y el anillo una vez. Por lo general, se necesitaban dos o tres intentos para obligar a la operadora a responder, y la señora Allison se acercó al teléfono con resignación y una especie de paciencia desesperada. Tuvo que intentarlo tres veces antes de que respondiera la operadora, y luego pasó aún más tiempo antes de que el señor Babcock levantara el auricular en la esquina de la tienda.
—¿Tienda? —dijo él con una inflexión ascendente que parecía indicar sospecha de cualquiera que intentara comunicarse con él por medio de este poco confiable instrumento.
—Soy la señora Allison, señor Babcock. Pensé en darle mi pedido un día antes porque quería estar segura y conseguir algo...
—¿Qué dice, señora Allison?
La señora Allison levantó un poco la voz; vio al señor Allison, en el césped, girarse en su silla y mirarla con simpatía.
—Le dije, señor Babcock, que pensé en hacer mi pedido un poco antes porque necesito…
—¿Señora Allison? ¿Pasará usted a recogerlo?
—¿Recogerlo? —sorprendida, la señora Allison dejó que su voz volviera a su tono normal—. En realidad pensaba pedirle que me lo envíe, como de costumbre.
—Bueno, señora Allison —dijo el señor Babcock, y hubo una pausa mientras la señora Allison esperaba, mirando más allá del teléfono, por encima de la cabeza de su esposo hacia el cielo—. Lamento decirle que mi hijo, quien ha estado trabajando para mí, volvió a la escuela ayer y ahora no tengo a nadie. Solo hacemos envíos los veranos, ¿sabe?
—Pensé que siempre hacía envíos —dijo la señora Allison.
—No después del Día del Trabajo, señora Allison —dijo Babcock con firmeza—, pero nunca antes había estado aquí después del Día del Trabajo, así que no lo sabría, por supuesto.
—Bueno —dijo la señora Allison con impotencia. En el fondo de su mente se estaba diciendo, una y otra vez, que no podía usar los modales de la ciudad con la gente del campo—. ¿Está seguro? —preguntó finalmente—. ¿No podría enviar un pedido hoy, señor Babcock?
—De hecho, no podría —dijo el señor Babcock—. Difícilmente podría obtener alguna ganancia haciendo un envío cuando no hay nadie más que usted en el lago.
—¿Qué hay del señor Hall? ¿Las personas que viven a unas tres millas de nosotros?
—¿Hall? —dijo el señor Babcock—. ¿John Hall? Han ido a visitar a sus padres al norte del estado, señora Allison.
—Pero ellos nos proveen de mantequilla y huevos —dijo la señora Allison, consternada.
—Se fueron ayer —dijo Babcock—. Probablemente no pensaron que ustedes se quedarían allí.
—Pero le dije al señor Hall... —comenzó a decir la señora Allison, y luego se detuvo—. Enviaré al señor Allison mañana —dijo.
—¿Tiene todo lo que necesita hasta entonces? — dijo Babcock, satisfecho; aunque el tono no era el de una pregunta, sino de una confirmación.
Después de colgar, la señora Allison salió lentamente para sentarse junto a su esposo.
—No vendrá —dijo—. Tendrás que ir mañana. Tenemos suficiente queroseno hasta que regreses.
—Debería habernos dicho antes —dijo Allison.
No era posible permanecer preocupado por mucho tiempo de cara al día; el campo nunca les había parecido más atractivo, y el lago se movía silenciosamente debajo de ellos, entre los árboles, con la casi increíble suavidad de una imagen de verano. La señora Allison suspiró profundamente en el placer de poseer para sí esa vista del lago, con las distantes colinas verdes más allá, la dulzura del pequeño viento entre los árboles.
El tiempo siguió siendo bueno. A la mañana siguiente, el señor Allison, debidamente armado con una lista de comestibles, con «queroseno» escrito en mayúsculas en la parte superior, se dirigió al garaje y la señora Allison comenzó otro pastel en sus nuevos platos para hornear. Había mezclado la corteza y estaba empezando a cortar las manzanas cuando el señor Allison subió rápidamente por el sendero y abrió la puerta mosquitera de la cocina.
—El maldito auto no arranca —anunció, con la voz de un hombre que depende de un auto como depende de su brazo derecho.
—¿Qué le sucede? —preguntó la señora Allison, deteniéndose con el cuchillo de pelar en una mano y una manzana en la otra—. Anduvo sin problemas el martes.
—Bueno —dijo el señor Allison entre dientes—, parece que no se siente tan bien el viernes.
—¿Puedes arreglarlo? —preguntó la señora Allison.
—No —dijo el señor Allison—, no puedo. Tengo que llamar a alguien, supongo.
—¿A quién?
—Al hombre dirige la estación de servicio, supongo —el señor Allison se movió resueltamente hacia el teléfono—. Lo arregló el verano pasado.
Un poco aprensiva, la señora Allison siguió pelando manzanas distraídamente, mientras escuchaba al señor Allison con el teléfono, sonando, esperando, sonando, esperando, finalmente dando el número a la operadora, luego esperando nuevamente, dando el número nuevamente, dando el número por tercera vez, y luego colgando el auricular.
—No hay nadie —anunció mientras entraba en la cocina.
—Probablemente haya salido por un minuto —dijo la señora Allison nerviosamente; no estaba muy segura de qué la ponía tan nerviosa, a menos que fuera la probabilidad de que su marido perdiera los estribos por completo—. Él está allí solo, me imagino, así que si sale no hay nadie para contestar el teléfono.
—Eso debe ser —dijo Allison con gran ironía. Se dejó caer en una de las sillas de la cocina y miró a la señora Allison pelando manzanas. Después de un minuto, la señora Allison dijo con dulzura:
—¿Por qué no vas a buscar el correo y luego lo llamas de nuevo?
El señor Allison debatió y luego dijo:
—Supongo que podría hacerlo —se levantó pesadamente y cuando llegó a la puerta de la cocina se volvió y dijo—: Pero si no hay correo… —y, dejando un terrible silencio detrás de él, se alejó por el camino.
La señora Allison se apresuró con su pastel. Dos veces se acercó a la ventana para mirar al cielo y ver si se avecinaban nubes. La habitación parecía inesperadamente oscura, y ella misma se sentía en el estado de tensión que precede a una tormenta, pero en ambas ocasiones el cielo estaba despejado y sereno, sonriendo con indiferencia hacia la cabaña de verano de los Allison así como hacia el resto de la zona. Cuando la señora Allison, con su pastel listo para el horno, fue por tercera vez a mirar afuera, vio a su esposo subiendo por el sendero; parecía más alegre, y cuando la vio, la saludó con entusiasmo y sostuvo una carta en el aire.
—¡De Jerry! —gritó tan pronto como estuvo lo suficientemente cerca para que ella lo oyera—. Por fin, ¡una carta! —la señora Allison notó con preocupación que ya no podía subir la suave pendiente del sendero sin respirar con dificultad.
La señora Allison miró con un entusiasmo la caligrafía familiar de su hijo; no podía imaginar por qué la carta la entusiasmaba tanto, excepto que era la primera que habían recibido en tanto tiempo. Sería una carta agradable, obediente, llena de los hechos de Alice y los niños, informando el progreso de su trabajo, comentando sobre el clima reciente en Chicago, cerrando con una frase de afecto. Tanto el señor como la señora Allison podían, si lo deseaban, recitar un patrón de carta de cualquiera de sus hijos.
El señor Allison abrió la carta con gran deliberación y luego la extendió sobre la mesa de la cocina. Ambos se inclinaron sobre ella para leerla juntos.
«Queridos papá y mamá —comenzaba con la letra familiar y un tanto infantil de Jerry—, me alegro de que sigan en el lago. Siempre pensamos que volvían demasiado pronto y que deberían quedarse allí el mayor tiempo posible. Alice dice que ahora que no son tan jóvenes como solían ser, sin las exigencias del tiempo, y con menos amigos en la ciudad, deben divertirse lo más que puedan. Es una buena idea que se queden. »
Con inquietud, la señora Allison miró de reojo a su marido; él estaba leyendo con atención, y ella extendió la mano y recogió el sobre vacío, sin saber exactamente qué buscaba. Estaba escrito como de costumbre, con la letra de Jerry, y tenía una estampilla de Chicago. Por supuesto, pensó rápidamente, ¿por qué tendría una estampilla de otro lugar? Cuando volvió a mirar la carta, su esposo había pasado la página y ella siguió leyendo con él:
«… y por supuesto que si contraen sarampión, es mejor ahora que después. Alice está bien, yo también. Últimamente he estado jugando mucho al bridge con personas que no conocen, los Carruther. Bonita pareja joven, de nuestra edad. Bueno, los dejaré ahora porque supongo que les aburre escuchar cosas tan lejanas. Si no está leyendo, dile a papá que el viejo Dickson, en nuestra oficina de Chicago, murió. Solía preguntar mucho por papá. Diviértanse en el lago y no se preocupen por regresar rápidamente. Con amor de todos nosotros, Jerry.»
—Raro —comentó el señor Allison.
—No suena como Jerry —dijo la señora Allison en voz baja—. Él nunca escribió nada como... —se detuvo.
—¿Cómo qué? —preguntó el señor Allison—. ¿Nunca escribió nada como qué?
La señora Allison le dio la vuelta a la carta, frunciendo el ceño. Era imposible encontrar una frase, incluso una palabra, que no sonara como las de Jerry. Quizás solo era que la carta había llegado tan tarde, o la inusual cantidad de huellas dactilares sucias en el sobre.
—No lo sé —dijo con impaciencia.
—Voy a intentar esa llamada telefónica de nuevo —dijo Allison.
La señora Allison leyó la carta dos veces más, tratando de encontrar una frase que sonara mal. Luego, el señor Allison regresó y dijo en voz muy baja:
—El teléfono está muerto.
—¿Qué? —dijo la señora Allison, dejando caer la carta.
—El teléfono está muerto —dijo Allison.
El resto del día transcurrió rápido. Después de un almuerzo de galletas saladas y leche, los Allison se fueron a sentar al aire libre en el césped, pero la tarde se vio interrumpida por las nubes de tormenta que aumentaban gradualmente y se elevaban sobre el lago hasta la cabaña, de modo que a las cuatro en punto estaba tan oscuro como al anochecer. La tormenta se demoró, sin embargo, como si anticipara amorosamente el momento en que estallaría sobre la cabaña de verano, y hubo un relámpago ocasional, pero no llovió. Por la noche, el señor y la señora Allison, sentados juntos dentro de su cabaña, encendieron la radio de batería que habían traído de Nueva York. No había lámparas encendidas en la cabaña, y la única luz provenía del relámpago del exterior y el pequeño resplandor cuadrado del dial.
El ligero marco de la cabaña no era lo suficientemente fuerte para soportar los ruidos de la ciudad, la música y las voces de la radio, y los Allison podían escucharlos a lo lejos resonando a través del lago, los saxofones de la banda de baile de Nueva York llorando sobre el agua, la voz plana de la vocalista saliendo inexorablemente al aire limpio del campo. Incluso el locutor, que hablaba con entusiasmo de las virtudes de las hojas de afeitar, no era más que una voz inhumana que resonaba desde la cabaña de los Allison, como si el lago, las colinas y los árboles la devolvieran sin querer.
Durante una pausa entre comerciales, la señora Allison se volvió y sonrió débilmente a su esposo.
—Me pregunto si se supone que debemos hacer… algo —dijo.
—No —dijo el señor Allison pensativamente—. No lo creo. Solo espera.
La señora Allison contuvo el aliento rápidamente, y el señor Allison dijo, bajo la trivial melodía de la banda que comenzaba a sonar de nuevo:
—El auto ha sido manipulado. Incluso yo puedo darme cuenta de eso.
La señora Allison vaciló un minuto y luego dijo en voz muy baja:
—Supongo que cortaron los cables telefónicos.
—Supongo que sí —dijo Allison.
Después de un rato, la música se detuvo y escucharon atentamente una transmisión de noticias, la voz rica del locutor les contó sin aliento sobre un matrimonio en Hollywood, los últimos resultados de béisbol, el aumento estimado de los precios de los alimentos durante la próxima semana. Les hablaba, en la cabaña de verano, como si todavía merecieran oír noticias de un mundo que ya no les llegaba más que a través de las falibles baterías de la radio, que ya empezaban a desvanecerse, casi como si todavía pertenecieran, aunque de forma tenue, al resto del mundo.
La señora Allison miró por la ventana la superficie lisa del lago, las masas negras de los árboles y la tormenta que aguardaba, y dijo en tono de conversación:
—Me siento mejor con esa carta de Jerry.
—Lo supe cuando vi luz en la casa de Hall anoche —dijo Allison.
El viento, que se levantaba repentinamente sobre el lago barrió la cabaña de verano y golpeó con fuerza las ventanas. El señor y la señora Allison involuntariamente se acercaron más, y con el primer trueno repentino, el señor Allison tomó la mano de su esposa. Y luego, mientras los relámpagos brillaban afuera y la radio se apagaba y chisporroteaba, los dos ancianos se acurrucaron en su cabaña de verano y esperaron.
Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Shirley Jackson.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Shirley Jackson: La gente de verano (The Summer People), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Me gustaría que los contenidos fueran paginados
Publicar un comentario