«La revuelta de los peatones»: David H. Keller; relato y análisis


«La revuelta de los peatones»: David H. Keller; relato y análisis.




La revuelta de los peatones (The Revolt of the Pedestrians) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano David H. Keller (1880-1966), publicado originalmente en la edición de febrero de 1928 de la revista Amazing Stories, y reeditado por August Derleth en la antología de 1950: Más allá del tiempo y el espacio (Beyond Time and Space).

La revuelta de los peatones, uno de los mejores cuentos de David H. Keller, nos sitúa en el futuro, donde una sociedad completamente automatizada ha exterminado a todos los peatones, es decir, a aquellas personas que han decidido resistirse al progreso y seguir utilizando sus músculos para desplazarse.

SPOILERS.

La revuelta de los peatones de David H. Keller es la cúspide del ludismo, un movimiento que se inició en la Inglaterra del siglo XIX, liderado por un grupo de trabajadores textiles que comenzó a destruir maquinaria destinada a aumentar la eficiencia y reducir el costo de la mano de obra. Aunque el movimiento no temía la innovación tecnológica —muchos de sus miembros eran en operadorios altamente capacitados— los luditas pueden verse como una forma temprana de resistencia proletaria organizada ante el deterioro de las condiciones laborales al comienzo de la Revolución Industrial. El grupo apuntó también a maquinaria agrícola, molinos, etc. Fueron brutalmente reprimidos por el gobierno británico y, en su mayoría, desaparecieron alrededor de 1820 (ver: El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero)

El término ludita, hoy en día, refiere a una oposición general a las nuevas tecnologías, la automatización, las aplicaciones informáticas y la industrialización. Este es el punto de apoyo de David H. Keller en su primer relato publicado: La revuelta de los peatones. El autor imagina aquí una sociedad estadounidense donde los peatones han perdido frente a los automovilistas. El gobierno, dominado por estos últimos, incluso aprueba leyes que permiten a los conductores matar a los peatones en cualquier camino con absoluta impunidad. Nada, ni siquiera otro ser humano, puede interponerse ante progreso (ver: Las nuevas tecnologías en la mecánica del Horror)

La revuelta de los peatones especula de manera crítica sobre las implicaciones de la cultura automotriz emergente en su propio tiempo. Gran parte del relato es una tediosa historia de fondo con un final previsible, con poca caracterización o trama, pero sus ideas son interesantes y, en muchos casos, proféticas.

En este mundo, los automovilistas son humanos físicamente degradados, obesos, con las piernas marchitas y atrofiadas, totalmente dependientes de sus máquinas. Habiéndose convertido en la norma, sus cuerpos decrépitos ahora se perciben como hermosos, mientras que los peatones, con su piel bronceada y su postura erguida, son considerados animales primitivos (ver: ¡Morlocks, allá vamos!). El crimen se ha eliminado mediante la aplicación sistemática de la eugenesia. No obstante, la contaminación del aire por los gases de escape de los automóviles ha hecho que el aire sea tóxico y casi irrespirable. David H. Keller predice aquí que el automóvil, como símbolo de la industrialización desenfrenada, solo puede terminar en el estancamiento social, el deterioro físico y la guerra de clases.

Afortunadamente, un grupo de peatones sobrevive al exterminio, y escapa a un área remota de las montañas Ozark. Aquí forman una colonia y juran vengarse de sus opresores. En el transcurso de varios cientos de años consiguen diseñar un dispositivo capaz de inutilizar toda la maquinaria (una especie de proto-pulso electromagético sobre el que no se brinda ninguna información adicional). Esto por fin libera a los peatones, pero condena a cientos de millones de automovilistas a una muerte espantosa por inanición, ya que ninguna de sus máquinas puede funcionar. Felizmente, el líder rebelde se enamora de la hija de un automovilista millonario. Ella es una especie de retroceso genético, una peatón a quien su padre rico ha complacido y protegido. La pareja está destinada a simbolizar a los nuevos Adán y Eva en una sociedad ahora libre de la tecnología.

La revuelta de los peatones de David H. Keller es un relato lleno de especulaciones, con poco espacio para algo más. A pesar del título, se describe poco conflicto real, y la lucha épica entre peatones y automovilistas se resuelve, literalmente, con el accionar de un interruptor. Sin embargo, David H. Keller roza tangencialmente otros motivos que seguramente habrán escandalizado a sus lectores en 1928. Por ejemplo, un espía peatón se infiltra en la sociedad de los automovilistas... ¡vestido de mujer!(ver: Transgénero en la literatura). Y no solo eso, otra mujer se enamora de él, creyendo que es ella. En cierto momento, el espía le revela su verdadero género, y su condición de peatón. Durante un abrazo apasionado, pero muy arriesgado, ella le muerde la vena yugular y lo mata. Esta pequña historia es inesperada y no está relacionada con todo lo que la precede y la continúa (ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror)

Si el lector es aficionado a la ciencia ficción, sobre todo a la ciencia ficción de antes, La revuelta de los peatones puede resultar interesante, a pesar de sus defectos, que son muchos. En cualquier caso, David H. Keller está explorando el futuro desde la perspectiva de su propio contexto social. Para él, la ciencia ficción es más que un simple entretenimiento; es una herramienta para decir algo serio sobre la sociedad, y lo hace a través de los dos elementos fundamentales del género: especulación y extrapolación; por cierto, a través de un matiz rabiosamente conservador.

La mayor parte de la historia de La revuelta de los peatones es pura narrativa. Hay muy poco drama o acción, y la idea central de que los automóviles eventualmente generarán una sociedad de piernas atrofiadas no es fácil de tragar. Pero, en realidad, David H. Keller está escribiendo sobre algo más. La sociedad de los automovilistas es socialista y científica, mientras que los peatones rebeldes son individualistas duros que promulgan el retorno hacia una forma de vida natural. En otras palabras, este clásico de la ciencia ficción es anti-ciencia y anti-tecnología, donde el héroe es un asesino de masas que termina con la vida de billones de personas. Curioso, sin dudas; sobre todo en una época donde buena parte de la ciencia ficción era propaganda del progreso (ver: Clichés de la ciencia ficción que nos encantan)

Finalmente hay que decir que La revuelta de los peatones de David H. Keller tal vez sirvió de inspiración para el relato de Ray Bradbury: El peatón (The Pedestrian, 1951), donde un peatón solitario es abordado por un coche policía robótico en una ciudad futurista mesmerizada por la televisión. El sujeto es arrestado y encerrado en una institución psiquiátrica debido a su peligrosa tendencia regresiva: caminar.




La revuelta de los peatones.
The Revolt of the Pedestrians, David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


iCRASH!

—¡Malditos sean estos pedestres!

Un gemido mortal y un murmullo decidido de ¡Toda tu raza pagará por esto! vino en un suspiro del automóvil, el chófer, la madre asesinada y los labios espantosos del pequeño hijo peatón que fue dejado sin piedad, sin vida, en el matadero de la humanidad.

Una joven madre pedestre andaba lentamente por un camino rural sosteniendo a su pequeño hijo de la mano. Ambos eran hermosos ejemplos de peatones, aunque cansados y polvorientos por los largos días que pasaron en su viaje a Arkansas, donde el lamentable remanente de las especies condenadas se estaba reuniendo para la lucha final. Durante varios días, estos dos habían caminado hacia el oeste, escapando una y otra vez de la muerte instantánea mediante repetidos milagros. Sin embargo, ella estaba cansada, hambrienta e hipnotizada por el sol poniente en su rostro. La mujer durmió incluso mientras caminaba y solo se despertó gritando, cuando se dio cuenta de que escapar era imposible. Logró empujar a su hijo a un lugar seguro en la cuneta y luego murió instantáneamente bajo las ruedas de un automóvil hábilmente conducido, que iba a sesenta millas por hora.

La señora del sedán estaba molesta por la sacudida y habló con bastante brusquedad al chófer a través del tubo de habla.

—¿Qué fue eso, William?

—Señora, acabamos de atropellar a un peatón.

—Oh, ¿eso es todo? Bueno, ten más cuidado.

—Sólo hay una forma de golpear a un peatón con seguridad, señora, cuando uno va a sesenta millas por hora, y es golpearlo fuerte.

—William es un conductor tan cuidadoso —dijo la señora a su pequeña hija.

La niña miró con orgullo su vestido nuevo. Era su octavo cumpleaños e iban a casa de su abuela ese día. Sus retorcidas piernas atrofiadas se movían con lentos movimientos rítmicos. Era un orgullo de su madre decir que su pequeña hija nunca había intentado caminar. Sin embargo, podía pensar y era evidente que algo la preocupaba.

—Madre —preguntó ella—, ¿los peatones sienten dolor como nosotros?

—Por supuesto que no, querida —dijo la madre—. No son como nosotros, de hecho algunos dicen que no son seres humanos en absoluto.

—¿Son como simios entonces?

—Bueno, quizás un poco más inteligentes que los simios, pero mucho menos que los automovilistas.

La máquina aceleró.

Miles, detrás de un muchacho aterrorizado, yacía sollozando el cuerpo sangrante de su madre. De alguna manera había encontrado fuerza para arrastrarlo a un lado de la carretera. Permaneció allí hasta que amaneció y luego la dejó y caminó lentamente por las colinas hacia el bosque. Tenía hambre y estaba cansado, somnoliento y con el corazón roto, pero se detuvo un momento en la cima de la colina y agitó el puño con rabia inarticulada.

Ese día, se formó un odio profundo en su alma.

El mundo se había vuelto loco por los automóviles. Los policías de tránsito no tenían tiempo para los movimientos de caracoles de los caminantes. Eran una amenaza para la civilización, un inconveniente para el progreso, un desafío al desarrollo de la ciencia. Nada importaba en el cuerpo de un hombre excepto su cerebro.

Poco a poco, la maquinaria había reemplazado a los músculos como medio para alcanzar el deseo del hombre en la tierra. La vida consistía sólo en una serie de explosiones de gasolina o de mezclas de alcohol y oxígeno, o expansión de vapor en cilindros huecos y turbinas, y esto hacía que pistones ingeniosamente colocados empujaran violentamente contra ejes que provocaban que se aplicara energía dondequiera que dictara la mente del hombre. Toda la humanidad estaba cumpliendo sus deseos mediante la energía mecánica producida en pequeñas cantidades para fines individuales, y en grandes cantidades transmitidas a través de cables como electricidad para el uso de vastos centros de población.

El cielo siempre tuvo sus planos; los niveles más altos eran para el servicio expreso interurbano, los más bajos para el tráfico suburbano individual, las carreteras, todas de hormigón armado, eran a menudo de un solo sentido, exigidas por el número de máquinas para evitar colisiones continuas. Si bien parte del mundo se había elevado rápidamente a los cielos, la gran proporción se había visto obligada, debido al desarrollo insuficiente de los canales semicirculares, a permanecer en la tierra.

El automóvil se había desarrollado a medida que las piernas se habían atrofiado. Ya no se contentaban con usarlo constantemente al aire libre, los sucesores de Ford habían perfeccionado la máquina individual más pequeña para su uso en interiores, reemplazando todos los escalones por pasajes ascendentes curvos. Así, los hombres llegaron a vivir dentro de cuerpos metálicos, que dejaban solo para dormir. Poco a poco, en parte por necesidad y en parte por inclinación, el automóvil se utilizó tanto en el deporte como en el juego. Se desarrollaron tipos especiales para golf; los niños sentados en automóviles rodaban aros por parques sombreados; perezosamente, postrados, los ancianos recorrían los centros turísticos de Florida. La humanidad había dejado de usar sus miembros inferiores.

Con el desuso vino la atrofia: con la atrofia vinieron cambios progresivos y definidos en las formas de la humanidad, y con estos cambios llegaron nuevas concepciones de la belleza femenina. Todo esto sucedió no en una generación, ni en diez, sino gradualmente.

Las aduanas cambiaron y las leyes cambiaron. Las leyes ya no eran para el bien de todos, sino solo para el beneficio del automovilista. Los caminos, antes para beneficio de todos, finalmente se restringieron. Al principio, simplemente era peligroso caminar por las carreteras; más tarde se convirtió en un crimen. Como todos los cambios, esto se produjo lentamente. Primero vino una ley que restringía ciertas carreteras; luego vino una ley que prohibía a los peatones su uso; luego una ley que no les daba ningún recurso legal si se lesionan mientras caminaban por una vía pública. Más tarde se convirtió en un delito grave.

Entonces se aprobó una ley que establecía el asesinato legal de todos los peatones en la carretera, donde sea o cuando sea que puedan ser atropellados por un automóvil.

Nadie estaba contento con ir despacio, todo el mundo estaba enloquecido por el deseo de velocidad. También había un deseo, sin importar dónde estuviera un automovilista, de ir a otra ciudad. Así, los domingos y feriados se distinguían por miles y millones de personas que iban a algún lado. Nadie se contentaba con pasar las horas de ocio tranquilamente donde estaban. Los paisajes rurales consistían en largas filas de máquinas que pasaban entre paredes de anuncios a una velocidad de 60 millas por hora, deteniéndose de vez en cuando en las estaciones de servicio, en las carreteras o para despojar a un árbol ocasional de sus flores. El aire estaba lleno de vapores de los escapes y el ruido estridente de innumerables bocinas.

Nadie vio nada. Nadie quiso ver nada: el deseo de cada conductor era conducir más rápido que el coche de delante. Se llamaba en la lengua vernácula: un domingo tranquilo en el campo.

No había peatones; es decir, casi ninguno. Incluso en los distritos rurales, la humanidad estaba sobre ruedas impulsadas mecánicamente. La agricultura que se hacía con maquinaria. Aquí y allá, aferrados como ovejas de la montaña a laderas inaccesibles, quedaban algunos peatones que, en parte por elección, pero principalmente por necesidad, habían conservado el uso de sus piernas. Esta gente siempre fue pobre. Al principio, nadie sintió miedo por ellos. Cada Estado tenía algunas familias que nunca habían dejado de ser peatones. Los automovilistas los vieron primero con diversión y luego con alarma. Nadie se dio cuenta de la tremenda profundidad del abismo entre los dos grupos hasta que se aprobó la Ley Nacional que prohibía el uso de todas las carreteras a los peatones.

De inmediato, en todo Estados Unidos comenzó la revuelta de los peatones. Aunque Bunker Hill estaba a cientos de años de distancia, su espíritu sobrevivió y la prohibición de caminar por las carreteras solo aumentó el deseo de hacerlo. Más peatones murieron. Sus familias tomaron represalias haciendo todo lo posible para que el automovilismo fuera desagradable y peligroso: se usaron clavos, tachuelas, vidrio, troncos, alambre de púas y rocas enormes. En los Ozarks, los habitantes de los bosques se deleitaban rompiendo parabrisas y pinchando neumáticos con disparos de rifle bien dirigidos. Otros caminaron por las carreteras y desafiaron a los automovilistas. Si las probabilidades hubieran sido iguales, habría resultado una condición de anarquía, siendo desigual, los peatones eran simplemente una molestia. La conciencia de clase alcanzó su punto álgido cuando el senador Glass de Nueva York se alzó en las Cámaras del Senado y dijo:

—Una carrera que deja de desarrollarse debe morir. Durante siglos la humanidad ha vivido sobre ruedas, y así ha avanzado hacia un estado de perfección mecánica. El peatón, descuidado del gran derecho inherente a montar, ha persistido no solo en caminar, sino incluso ha ido tan lejos como para reclamar los mismos derechos que el automovilista. La paciencia ha dejado de ser una virtud. No se puede hacer nada más por estos miserables degenerados de nuestra raza. Lo más amable que podemos hacer ahora es inaugurar un proceso de exterminio. Sólo así podremos evitar que continúen los desórdenes que han marcado la historia pacífica, por lo demás uniforme, de nuestra hermosa tierra. Por lo tanto, solicito que se apruebe la Ley de Exterminio de Peatones. Esto, como saben, prevé la muerte instantánea de todos los peatones dondequiera que los encuentre la policía de cada Estado. El último censo muestra que solo quedan unos diez mil y estos se encuentran principalmente en algunos de los Estados del Medio Oeste . Me enorgullece decir que mi propia circunscripción, que hasta ayer tenía un solo peatón, un anciano de más de 90 años, tiene ahora un mejor récord. Un telegrama recién recibido dice que, afortunadamente, se tambaleó por un camino en un senil esfuerzo por visitar la tumba de su esposa y fue asesinado instantáneamente por un automovilista. Pero aunque Nueva York no tiene actualmente ninguno de estos viles degenerados, estamos ansiosos por ayudar a nuestros estados menos afortunados.

La ley fue aprobada instantáneamente, y solo se opusieron los senadores de Kentucky, Tennessee y Arkansas. Para promover el interés, se otorgó una recompensa por cada peatón asesinado.

No era de esperar que el exterminio fuera inmediato o completo. Hubo una resistencia inesperada.

El domingo por la tarde, unos pocos años después, la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia se llenó de la multitud habitual de buscadores de placer, cada uno en su propio automóvil. Sin ruido, sobre ruedas de goma, recorrieron los largos pasillos, deteniéndose de vez en cuando ante esta exposición o aquello que atraía su atención individual. Un padre estaba llevando a su hijo pequeño y todos estaban muy interesados: el niño en el nuevo mundo de maravillas, el padre en las preguntas y observaciones inteligentes de su hijo. Finalmente, el niño detuvo su automóvil frente a una vitrina.

—¿Qué es eso, padre? Se ven como nosotros… pero qué formas peculiares.

—Esa, hijo, es una familia de peatones. Fue hace mucho tiempo que todo sucedió y lo sé sólo porque mi madre me contó sobre ellos. Esta familia fue baleada en las montañas Ozark. Se cree que fueron los últimos en el mundo.

—Lo siento —dijo el niño, lentamente—. Si hubiera más, me gustaría que me consiguieras uno pequeño para jugar.

—No hay más —dijo el padre—. Están todos muertos.

El hombre pensó que le estaba diciendo la verdad a su hijo. De hecho, se enorgullecía de ser siempre sincero con los niños. Sin embargo, estaba equivocado. Porque quedaban unos pocos peatones, y su líder, de hecho, su propio cerebro, era el bisnieto del niño que había estado de pie en la colina con odio en su corazón mucho antes.

Independientemente de las condiciones climáticas, el medio ambiente y todas las variedades de enemigos, el hombre siempre ha podido existir. Con la carrera de peatones fue en verdad la supervivencia del más apto. Sólo los más ágiles, inteligentes y robustos pudieron sobrevivir al intento sistemático de exterminarlos. Aunque reducidos en número, sobrevivieron; aunque privados de todos los supuestos beneficios de la civilización moderna, existían. Obligados a defender no solo su existencia individual, sino también la vida misma de su raza, ganaron la astucia de sus ancestros leñadores y se mantuvieron con vida. Vivieron, cazaron, amaron y murieron y durante dos generaciones el mundo civilizado no se dio cuenta de su propia existencia.

Tenían su organización política, sus tribunales. La justicia, basada en la Constitución, gobernó. Siempre gobernaba un Miller; primero el niño pequeño con odio en su corazón, convertido en hombre; luego su hijo, entrenado desde la niñez para la única tarea de odiar todo lo mecánico; luego el nieto, sabio, astuto, constructor de sueños; y finalmente el bisnieto, Abraham Miller, preparado por tres generaciones para la venganza final.

Abraham Miller era el presidente hereditario de la Colonia de los Peatones escondida en las Montañas Ozark. Estaban aislados, pero no eran ignorantes; pocos en número pero adaptables. Los primeros fugitivos fueron hombres brillantes: inventores, profesores universitarios, patriotas e incluso un sabio ilustrado. Estos hombres conservaron su conocimiento y lo transmitieron. Cavaron en los campos, cazaron en los bosques, pescaron en los arroyos y construyeron en sus laboratorios. Incluso tenían automóviles y de vez en cuando, con las extremidades atadas al cuerpo, viajaban como espías a la tierra del enemigo. Algunos de los niños fueron entrenados desde la infancia para actuar en esta capacidad. Incluso hay evidencia de que durante algunos años uno de estos espías vivió en St. Louis.

Era una colonia con una única ambición: una unión de individuos con un solo propósito; los niños ceceaban, los escolares lo hablaban a diario; los jóvenes se lo susurraban a la luz de la luna; en los laboratorios estaba tallado en cada pared; los seniles reunían a sus hijos y se los juraron; cada acción de la colonia se inclinaba hacia un fin: Volveremos.

Eran paranoicos en su odio. Sin excepción, todos sus antepasados habían sido cazados como bestias salvajes, exterminados sin piedad, como alimañas. No era venganza lo que deseaban, sino libertad: el derecho a vivir como quisieran, a ir y venir como quisieran.

Durante tres generaciones, la colonia había conservado el secreto de su existencia. Año tras año, como unidad, habían vivido, trabajado y muerto por una única ambición. Ahora había llegado el momento de la ejecución de sus planes. Mientras tanto, el mundo de los automovilistas seguía vivo, materialista, mecánico, egoísta. El socialismo había proporcionado consuelo a las masas, pero había fracasado singularmente en proporcionar felicidad. Todos vivían, todos tenían ingresos, casa, comida y ropa.

Pero las casas eran de cemento; eran uniformes, derramadas por millones; los muebles eran de hormigón, vertidos con las casas. La ropa era de papel, impermeable: todo era de un diseño y estaba amueblado: cuatro trajes al año para cada persona. La comida se vendía en ladrillos, cada ladrillo contenía todos los elementos necesarios para la continuación de la vida; en cada ladrillo estaba estampado el número de calorías. Durante siglos, los inventores habían inventado hasta que finalmente la vida se volvió uniforme y el trabajo fue cuestión de botones. Sin embargo, el mundo de los autoístas era infeliz, porque nadie trabajaba con músculos. En verano, por supuesto, era necesario transpirar, pero durante generaciones nadie había sudado. Las palabras «fatiga» y «trabajo» fueron marcadas como obsoletas en los diccionarios.

Sin embargo, nadie estaba contento porque se descubrió que era una imposibilidad mecánica inventar un automóvil que viajara a más de ciento veinte millas por hora y se mantuviera en la carretera rural ordinaria. Los automovilista no pudieron ir tan rápido como querían. El espacio no puede ser aniquilado; el tiempo no puede ser destruido.

Además, todos eran tóxicos. El aire estaba lleno de los peligrosos vapores generados por la combustión de millones de galones de gasolina y sus sucedáneos, aunque muchas máquinas estaban electrificadas. Sin embargo, el factor más importante que contribuyó a esta toxemia fue la excreción muy reducida de toxinas a través de la piel y la producción casi negativa de energía a través de la contracción muscular.

Los automovilistas habían dejado de trabajar, utilizando el término en su forma puramente arcaica, y habiendo dejado de trabajar, habían dejado de sudar. Unas pocas horas al día en una silla en una fábrica o en un escritorio eran suficientes para ganarse las necesidades de la vida. El automovilista nunca se cansaba, y la naturaleza le demandaba un menor número de horas de sueño. Las horas restantes se pasaron en automóviles, yendo a alguna parte; no importaba a dónde, siempre que fueran rápido.

Los bebés se criaron en máquinas; de hecho, toda la vida se vivió en ellas. El Hogar Americano había desaparecido, fue reemplazado por el automóvil.

Los automovilistas iban a alguna parte pero no estaban seguros adónde. Los peatones estaban seguros hacia dónde se dirigían.

La sociedad en su sentido moderno era socialista. Esto implicaba que todas las clases estaban cómodas. El crimen, como tal, había dejado de existir algunas generaciones antes, tras la puesta en vigor de la teoría de Bryant de que todo crimen se debía al 2% de la población y que si estos fueran segregados y esterilizados, cesaría en una generación. Cuando Bryant promulgó por primera vez su tesis, fue recibida con cierto escepticismo, pero su aplicación práctica fue aclamada con deleite por todos los que no se vieron directamente afectados.

Sin embargo, incluso en esta sociedad aparentemente perfecta, había defectos. Aunque todo el mundo tenía todas las necesidades de la vida, no se trataba de lujos. En otras palabras, todavía había ricos y pobres, y los ricos todavía dominaban el gobierno y dictaban las leyes.

Entre los ricos no había ninguno más exclusivo, aristocrático y dominante que los Heisler. Su propiedad en el Hudson estaba rodeada por treinta millas de verja de hierro de doce pies. Pocos podían presumir de haber estado allí, de haber pasado la semana en el palacio de piedra rodeado de un bosque de pinos, playa y cicuta. Eran tan poderosos que ninguno de los miembros de la familia había ocupado un cargo público. Hicieron presidentes, pero nunca les importó tener uno en la familia. Sus enemigos decían que su riqueza provenía de matrimonios afortunados con las familias Ford y Rockefeller pero, sin duda, esto era una falsedad basada en los celos. Los Heisler tenían bancos e inmuebles; poseían fábricas y edificios de oficinas. Definitivamente se dijo que eran dueños del presidente de los Estados Unidos y de los jueces de la Corte Suprema. Rara vez se hablaba o se mencionaba en los periódicos de una de sus posesiones. El único hijo de la rama gobernante de la familia, caminaba.

William Henry Heisler fue un millonario inusual. Cuando le dijeron que su esposa le había regalado una hija, les prometió a sus dioses (aunque no estaba seguro de quiénes eran) que pasaría al menos una hora al día con esta niña supervisando su cuidado. Durante algunos meses no se notó nada inusual en esta pequeña niña, aunque al mismo tiempo todas las enfermeras comentaron sobre sus feas piernas. Su padre simplemente consideró que probablemente todas las piernas de los bebés eran feas.

A la edad de un año, la beba trató de pararse y dar un paso. Incluso esto se pasó por alto, ya que los peatones estaban unidos en la opinión de que todos los niños intentaban usar sus piernas durante unos meses, pero era un mal hábito, como chuparse el dedo. Les dieron a las enfermeras los consejos habituales que se habrían seguido si no hubiera sido por su padre, que se limitó a decir:

—Cada niño tiene una personalidad. Déjenla en paz.

Y para asegurar la obediencia, seleccionó a una de sus secretarias privadas, quien estaba a su constante asistencia y le escribía informes diarios.

La niña creció. Llegó el momento en que ya no la llamaban bebé, sino que la dignificaron con el nombre de Margaretta. A medida que crecía, le crecían las piernas. Cuanto más caminaba, más fuertes se volvían. No había nadie que la ayudara, porque ninguno de los adultos había caminado nunca, ni habían visto caminar a nadie. Pero ella no solo caminaba, sino que se oponía a la locomoción mecánica a su manera de bebé. Gritaba como un gato salvaje en su primera introducción a un automóvil y nunca pudo reconciliarse ni siquiera con los vehículos de uso doméstico.

Cuando fue demasiado tarde, su padre consultó a todos los que pudieran saber algo sobre la situación y su remedio. Heisler quería que su hija desarrollara su propia personalidad, pero no quería que ella fuera rara. Por tanto, reunió en consulta a neurólogos, anatomistas, educadores, psicólogos, estudiantes de la conducta infantil, y no obtuvo respuestas. Todos coincidieron en que era un caso lamentable de atavismo, un retroceso. En cuanto a la cura, hubo mil sugerencias del psicoanálisis para el brutal entablillado y vendaje de las extremidades inferiores de la niña. Finalmente, disgustado, Heisler pagó a todos por su molestia, los sobornó por su silencio y les dijo con dureza que se fueran al infierno. No tenía idea de dónde estaba este lugar, o simplemente lo que quería decir, pero encontró algo de alivio al decirlo.

Todos se fueron puntualmente, excepto uno que, además de sus otras vocaciones, seguía la genealogía como pasatiempo. Era un anciano y hacían un contraste interesante mientras se sentaban uno frente al otro en sus automóviles. Heisler era de mediana edad, vigoroso, un verdadero líder de hombres, gigantesco salvo por sus piernas encogidas. El otro era viejo, canoso, marchito, un soñador. Estaban solos en la habitación, salvo por la niña que jugaba feliz bajo el sol de los grandes ventanales.

—Pensé que te había dicho que te fueras al infierno con el resto —gruñó el líder de los hombres.

—¿Cómo podría? —fue la suave respuesta—. Esos otros no te obedecieron. Simplemente salieron automáticamente de tu casa. Estoy esperando que me digas cómo ir allí. ¿Dónde está este infierno al que nos ordenas? Nuestros submarinos han explorado el fondo del océano a cinco millas bajo el nivel del mar. Nuestros aviones han recorrido algunas millas hacia las estrellas. El Monte Everest ha sido conquistado. Leí todos estos viajes, pero en ninguna parte leí sobre el infierno. Hace algunos siglos, los teólogos dijeron que era un lugar al que los pecadores iban cuando morían, pero no ha habido pecado desde que el dos por ciento de Bryant fue identificado y esterilizado. Tú, con tus millones y tu poder ilimitado, estás tan cerca del infierno como siempre estarás, cuando mires a tu hija anormal.

—Pero ella es mentalmente brillante, profesor —protestó Heisler—. Solo tiene siete años, pero diez años según la prueba la escala Simon Binet. Si tan solo pudiera detener este maldito caminar. Estoy orgulloso de ella, pero quiero que ella sea como otras chicas. ¿Quién querrá casarse con ella? Es positivamente indecente. Mírala. ¿Qué está haciendo?

—¡Por qué, bendíceme! —exclamó el anciano—. Leí eso en un libro de hace trescientos años el otro día. Muchos niños solían hacerlo.

—¿Pero, qué es?

—Bueno, solía llamarse «volteretas».

—¿Pero qué significa? ¿Por qué lo hace? —Heisler se enjugó el sudor de la cara—. Nos volverá ridículos si se conoce.

—Oh, bueno, con tu poder puedes mantenerlo en silencio. ¿Has estudiado tu historia familiar? ¿Sabes qué cepas de sangre hay en ella?

—No, nunca me interesó saberlo. Por supuesto, pertenezco a los Hijos de la Revolución Americana, y todo ese tipo de cosas. Me trajeron los papeles y firmé en la línea de puntos. Nunca los leí, aunque pagué bien para tener un libro publicado sobre todo esto.

—¿Entonces tuviste un antepasado revolucionario? ¿Dónde está el libro?

Heisler llamó a su secretaria privada, quien entró automáticamente, recibió sus órdenes y pronto regresó con la historia de la familia Heisler que el anciano abrió con entusiasmo. Salvo por el ruido de la niña, que jugaba con un osito de peluche, la habitación estaba mortalmente silenciosa. De repente, el anciano se rio.

—Todo es tan claro como puede serlo. Su antepasado revolucionario fue un Miller; Abraham Miller de Hamilton Township. Su madre fue capturada y asesinada por los indios. Eran peatones de la tensión más pronunciada; por supuesto, todos eran peatones en aquellos días. Los Miller y los Heisler se casaron entre sí. Eso fue hace unos cien años. Su bisabuelo Heisler tenía una hermana que se casó con un Miller. Se habla de ella aquí en la página 330. Permítame leerla:

«Margaretta Heisler era la única hermana de William Heisler. Independiente y extraña en muchos sentidos, cometió la locura de casarse con un granjero llamado Abraham Miller, uno de los líderes más destacados en los disturbios peatonales en Pensilvania. Tras su muerte, su viuda e hijo único, un niño de ocho años, desaparecieron y sin duda fueron destruidos en el proceso general de exterminio de peatones. Una vieja carta escrita por ella a su hermano, antes de su matrimonio, contenía la jactancia de que nunca había viajado en automóvil y que nunca lo haría; que Dios le había dado piernas y que tenía la intención de usarlas y que tuvo la suerte de encontrar finalmente un hombre que también tenía piernas y el deseo usarlas, como Dios había planeado que los hombres y las mujeres hicieran.»

—Ese es el secreto de esta hija tuya. Es un reverso de la hermana de tu bisabuelo. Esa señora murió hace cien años en lugar de seguir la moda. Tú mismo dices que esta pequeña casi muere de convulsiones cuando se intentó meterla en un automóvil. Es un caso claro de herencia. Si intentas romper con el hábito de la niña, probablemente la matarás. Lo único que se puede hacer es dejarla en paz. Es tu hija. Su voluntad es tu voluntad. La probabilidad es que ninguna de las dos pueda cambiar a la otra. Déjala usar sus piernas. Probablemente se trepará a los árboles, correrá, nadará, vagará donde quiera.

—Así que esa es la forma de hacerlo —suspiró Heisler—. Eso significa el fin de nuestra familia. Nadie querría casarse con un mono por muy inteligente que sea. ¿Entonces crees que algún día trepará a un árbol? Si hay un infierno, este es mío, como sugieres.

—Pero ella es feliz.

—Sí, si la risa es un índice. ¿Pero lo será a medida que crezca? Será diferente. ¿Cómo podrá tener amigos? Por supuesto que no aplicarán esa ley de exterminio en su caso; mi posición evitará eso, yo incluso podría revocarlo. Pero ella se sentirá sola, ¡tan sola!

—Quizás aprenda a leer, entonces no se sentirá sola.

Ambos miraron a la niña.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Heisler—. Pareces saber más que nadie sobre esas cosas.

—Está saltando. ¿No es extraordinario? Nunca vio a nadie saltar y, sin embargo, lo está haciendo. Nunca vi a un niño hacerlo y, sin embargo, puedo identificarlo y darle un nombre. En las ilustraciones de Kate Greenaway tengo vistas fotos de niños saltando.

—¡De todos modos, malditos sean los Miller! —gruñó Heisler.

Después de esa conversación, Heisler contrató al anciano, cuyo único deber era investigar el tema de los niños peatones y averiguar cómo jugaban y usaban sus piernas. Habiendo investigado esto, debía instruir a la niña.

Todo el asunto de su ejercicio se lo dejó a él. Así, a partir de ese día, un espectador curioso desde un avión podría haber visto a un anciano sentado en el césped mostrando a una niña de cabellos dorados imágenes de libros muy antiguos y hablando juntos sobre las mismas imágenes. Luego, la niña hacía cosas que ningún otro niño había hecho durante cien años: rebotar una pelota, saltar la cuerda, bailar, saltar sobre una vara de bambú sostenida por dos barras verticales. Se pasaban largas horas leyendo y siempre el anciano comenzaba diciendo:

—Ahora, así es como solían hacerlo.

De vez en cuando se organizaba una fiesta. Otras niñas de los vecinos ricos venían a pasar el día. Fueron educadas, al igual que Margaretta Heisler, pero las fiestas no fueron un éxito. La compañía no podía moverse excepto en sus autocares, y miraban a su anfitriona con curiosidad y desprecio. No tenían nada en común con la niña curioso que caminaba, y estas fiestas siempre dejaban a Margaretta llorando.

—¿Por qué no puedo ser como otras chicas? —le preguntó a su padre—. ¿Siempre va a ser así? ¿Sabes que las chicas se ríen de mí porque camino?

Heisler fue un buen padre. Cumplió su promesa de dedicar una hora al día a su hija, y durante ese tiempo le brindó su inteligencia con tanto entusiasmo y seriedad como lo hacía con su negocio en las otras horas. A menudo hablaba con Margaretta como si fuera su igual, una adulta con pleno desarrollo mental.

—Tienes tu propia personalidad —le decía—. El mero hecho de que seas diferente de otras personas no significa necesariamente que ellas tengan razón y tu estés equivocada. Quizás ambas tengan razón, al menos ambas están siguiendo sus inclinaciones naturales. Tu eres diferente en deseos y físico del resto de nosotros, pero quizás eres más normal que nosotros. El profesor nos muestra fotos de pueblos antiguos y todos tenían piernas desarrolladas como las tuyas. ¿Cómo puedo saber si el hombre ha degenerado o mejorado? A veces, cuando te veo correr y saltar, te envidio. Yo y todos nosotros estamos atados a la tierra, dependiendo de una máquina para cada parte de nuestra vida diaria. Puedes ir a donde quieras. Puedes hacer esto y todo lo que necesitas es comida y sueño. De alguna manera esto es una ventaja. Por otro lado, el profesor me dice que solo se puede ir a unos seis kilómetros por hora a pie mientras que yo puedo ir más de cien.

—¿Pero por qué debería querer ir tan rápido cuando no quiero ir a ningún lado?

—Eso es lo asombroso. ¿Por qué no quieres ir? Parece que no solo tu cuerpo sino también tu mente, tu personalidad, tus deseos están pasados de moda, cientos de años pasados de moda. Salvo aquí en la casa, o en el jardín, en esa hora contigo, quiero quedarme quieto, pero durante las otras horas de vigilia quiero irme. Tú haces las cosas más raras. El profesor me lo cuenta todo. Te compré las mejores armas de fuego y nunca las usas. Sin embargo, obtienes un arco y una flecha de algún museo y logras matar un pato, y el profesor dijo que hiciste fuego con madera, lo cocinaste y te lo comiste. Incluso le hiciste comer un poco.

—Estaba riquísimo, padre, mucho mejor que la comida sintética. Incluso el profesor dijo que el jugo lo hacía sentir más joven.

Heisler se rió:

—Eres un salvaje, nada más que un salvaje.

—¡Pero puedo leer y escribir!

—Lo admito. Bueno, adelante y diviértete.

—Ojalá pudiera encontrar otro salvaje con quien jugar, pero no hay más.

—¿Estás segura? De hecho, durante los últimos cinco años mis agentes han estado recorriendo el mundo civilizado en busca de una colonia de peatones. Hay algunas en Siberia y la meseta tártara, pero son imposibles. ¿Has intentado hacerte amiga de un simio?

—Sueño con uno, padre —susurró la niña con timidez—. Es un buen chico y puede hacer todo lo que yo puedo. ¿Se hacen realidad los sueños?

Heisler sonrió.

—Confío en que éste sí. Ahora debo regresar rápidamente a Nueva York. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Sí, busca a alguien que pueda enseñarme a hacer velas.

—¿Velas? ¿Por qué? ¿Qué son?

Ella corrió y trajo un libro viejo y se lo leyó. Se llamaba El pirata gentil y el héroe siempre leía en la cama a la luz de las velas.

—Entiendo —dijo él finalmente mientras cerraba el libro—. Ahora recuerdo que una vez leí que tenían algo así en las iglesias católicas. ¿Así que quieres hacer velas? Ve al profesor y pide lo que necesites. Hum, velas, bueno, serían útiles por la noche si la electricidad falla, pero nunca lo hace.

—Pero no quiero electricidad. Quiero velas y fósforos para encenderlas.

—¿Fósforos?

—¡Oh, padre! De alguna manera eres ignorante. Sé muchas palabras que tú no sabes, a pesar de que eres tan rico.

—Lo admito. Admitiré cualquier cosa y encontraremos cómo hacer tus velas. ¿Quieres que te envíe algunos patos?

—Oh, no. Es mucho más divertido dispararles.

—¡Eres una verdadera bárbara!

—Y tú eres un querido ignorante.

Así sucedió que Margaretta Heisler cumplió diecisiete años: alta, fuerte, ágil, morena por la constante exposición al viento y al sol, capaz de correr, saltar, disparar con precisión con arco y flecha, devoradora de carne, lectora de libros a la luz de las velas, tejedora de alfombras y amante de la naturaleza. Sus asociados habían sido principalmente hombres mayores: sólo ocasionalmente veía a las damas del vecindario. Toleraba a los criados, las doncellas y el ama de llaves. El amor que le dio a su padre también se lo dio al viejo profesor, pero él le había enseñado todo lo que ella sabía y los años lo habían vuelto senil y somnoliento.

Finalmente, sintió la necesidad de viajar. Quería ver Nueva York con sus veinte millones de automovilistas; sus edificios de oficinas de cien pisos; sus fábricas sin humo; sus casas estandarizadas. Hubo dificultades en el camino, y nadie lo conocía mejor que su padre. Los caminos eran imposibles y todo Nueva York ahora era calles o casas. Al no haber peatones, no había necesidad de aceras. Además, incluso la riqueza de Heisler no podría evitar el motín que seguramente resultaría de la presencia en una gran ciudad de una curiosidad como la de un peatón. Heisler era poderoso, pero temía el resultado de permitirle a su hija la libertad de Nueva York. Además, hasta este momento, su deformidad era conocida solo por unos pocos. Una vez que estuviera en Nueva York, los periódicos de la ciudad publicarían su deshonra.

Varios de los edificios de oficinas tenían cien pisos de altura. No había escaleras, pero como precaución de seguridad se habían construido rampas circulares en espiral en cada estructura para el uso de automóviles en caso de que los ascensores no funcionaran. Sin embargo, esto nunca sucedió y pocos de los inquilinos supieron de su existencia. Fueron utilizados por la noche por las mujeres de limpieza. Cuanto más alto era el piso, más puro era el aire y más costoso era el alquiler anual. Abajo era necesaria una máquina de ozono cada pocos metros para purificar el aire y hacer innecesario el uso de máscaras. En los pisos, sin embargo, soplaba pura brisa del Atlántico. Se notaba la ausencia de moscas y mosquitos; las palomas construían sus nidos en las grietas, y en el techo más alto anidaban un par de águilas americanas año tras año en altivo desafío del automóvil mecánico, mil pies más abajo.

Fue en el edificio más nuevo de Nueva York, y en el piso más alto, donde se abrió una nueva oficina. En la puerta estaba el letrero dorado habitual: New York Electrical Co. Allí se habían dejado cajas, los decoradores habían embellecido la habitación más grande, el resultado final era simplemente una oficina estandarizada. Un taquígrafo había sido instalado y sentado frente a una máquina silenciosa, respondiendo, si era necesario, al teléfono automático.

A esta espaciosa suite un día de junio acudieron, por invitación, una docena de los líderes de la industria, cada uno pensando que él era el único invitado a la conferencia. Tanto la sorpresa como la sospecha fue el rasgo característico de la reunión. Había tres hombres que intentaban secreta e independientemente socavar a Heisler y arrancarlo de su trono financiero. El propio Heisler estaba allí, aparentemente tranquilo, pero por dentro era una llama hirviente de electricidad reprimida. La taquígrafa los sentó cuando llegaron, en orden alrededor de una mesa larga. Se quedaron en sus autocares. Nadie usó sillas. Uno o dos de los hombres bromeaban entre ellos. Todos asintieron con la cabeza a Heisler, pero ninguno le habló.

El mobiliario, el entorno, la taquígrafa, formaban parte de la oficina estándar en la sección de negocios. Solo una pequeña parte de la habitación despertó su curiosidad. En la cabecera de la mesa había un sillón. Ninguno de los hombres alrededor de la mesa había usado nunca una silla; ninguno había visto una salvo en el Museo Metropolitano.

Las campanas de la torre sonaron a las dos en punto. Los doce miraron sus relojes. Un hombre frunció el ceño. Su reloj tenía algunos minutos de retraso. En otro minuto todos fruncían el ceño. Tenían una cita a las dos en punto con este extraño y no había asistido. Para ellos, el tiempo era valioso.

Entonces se abrió una puerta y el hombre entró. Eso fue lo primero que sorprendió, y luego se maravillaron de su tamaño y forma. Había algo extraño en él, peculiar. Luego, el hombre se sentó, en la silla. Ahora no parecía mucho más corpulento que los demás, aunque era más joven que cualquiera de ellos y tenía una tez morena que contrastaba peculiarmente con la palidez de los demás. Luego, grave, con una enunciación clara y distinta, comenzó a hablar.

—Veo, señores, que todos han honrado mi invitación. Disculpen que no les haya informado que los demás también estaban invitados. Si lo hubiera hecho, varios de ustedes se habrían negado a venir y sin la presencia de todos esta reunión no sería tan exitosa como pretendía.

»El nombre de esta empresa es New York Electrical Co., es sólo un nombre asumido como una máscara. En realidad, no hay ninguna empresa. Soy el representante de la nación de peatones. De hecho, soy su presidente y mi nombre es Abraham Miller.

»Hace cuatro generaciones el Congreso aprobó la Ley de Exterminio de Peatones. Después de eso, los que siguieron caminando fueron cazados como animales salvajes, sacrificados sin piedad. Mi bisabuelo, Abraham Miller, fue asesinado en Pensilvania; su esposa fue atropellada en una carretera pública en Ohio cuando intentaba unirse a otros peatones en los Ozarks. No hubo batallas, no hubo conflicto. En ese momento solo había diez mil peatones en todos los Estados Unidos. En unos pocos años no había ninguno, al menos eso se creía. Sin embargo, la raza de los peatones sobrevivió. Seguimos viviendo. Las pruebas de esos primeros años están escritas en nuestras historias y enseñadas a nuestros niños. Formamos una colonia y persistimos en nuestro modo de vida.

»Ahora contamos con más de doscientas personas en nuestra República. No somos, de hecho nunca hemos sido, ignorantes. Siempre trabajamos por un propósito y ese era el derecho a regresar al mundo. Nuestro lema para cien años ha sido: Volveremos.

»Así que vine a Nueva York y los convoqué a una conferencia. Si bien fueron seleccionados por su influencia, riqueza y capacidad, en cada caso estuvo presente otra razón importante. Cada uno de ustedes es un descendiente lineal de un Separador de los Estados Unidos que votó para la Ley de Exterminio de Peatones. Pueden ver fácilmente el significado de eso. Usted tiene el poder de deshacer una gran injusticia cometida contra una rama de los ciudadanos estadounidenses. ¿Nos dejarán regresar? Queremos regresar como peatones, para ir y venir como nos plazca, con seguridad. Algunos de nosotros podemos conducir automóviles y aviones, pero no queremos hacerlo. Queremos caminar, y si nos apetece caminar por la carretera, queremos hacerlo sin el peligro constante de muerte. No los odiamos, los compadecemos. No hay ningún deseo de enemistad, más bien queremos cooperar.

»Creemos en el trabajo, el trabajo muscular. No importa para qué se capacite a nuestros jóvenes, se les enseña a trabajar, a realizar trabajos manuales. Entendemos la maquinaria, pero no nos gusta usarla. La única ayuda que aceptamos es de animales domésticos, caballos y bueyes. En varios lugares utilizamos la energía del agua para hacer funcionar nuestros molinos y aserrar nuestras maderas. Por placer cazamos, pescamos, jugamos tenis, nadamos en nuestro lago de montaña. Mantenemos nuestros cuerpos limpios y tratamos de hacer lo mismo con nuestras mentes. Nuestros niños se casan a los 21 años, nuestras niñas a los 18. Ocasionalmente, un niño crece y se vuelve anormal, degenerado. Francamente digo que esos niños desaparecen. Comemos carne y verduras, pescado y cereales cultivados en nuestro valle. Ha llegado el momento en que no podemos preocuparnos por un aumento continuo de la población. Ha llegado el momento en que debemos volver al mundo. Lo que deseamos es una garantía de seguridad. Ahora los dejaré en conferencia durante quince minutos, y al final de ese tiempo regresaré para recibir una respuesta. Si tienen alguna pregunta, la responderé.»

Salió de la habitación.

Uno de los hombres se acercó al teléfono y encontró el cable cortado; otro se acercó a la puerta y la encontró cerrada. La taquígrafa había desaparecido. Siguió una dura discusión marcada por el temperamento y la falta de lógica. Un solo hombre guardó silencio. Heisler permaneció inmóvil: tanto que su puro, apretado entre los dientes, se apagó.

Luego regresó Miller. Le lanzaron una docena de preguntas. Un hombre lo maldijo. Finalmente hubo silencio.

—¿Y bien? —preguntó Miller.

—Danos tiempo, una oportunidad para discutirlo, para conocer la opinión pública —instó uno de ellos.

—No —dijo Heisler—, demos nuestra respuesta ahora.

—Oh, por supuesto —se burló uno de sus amargos oponentes—. Su razón para tomar una decisión es clara, aunque nunca ha aparecido en los periódicos.

—Eres un canalla —dijo Heisler—, y lo sabes, o no arrastrarías a la familia a todo esto.

—Heisler, ¡ya no puedes engañarme!

Miller golpeó la mesa:

—¿Cuál es su respuesta?

Uno de los hombres levantó la mano.

—Todos conocemos la historia del peatón: los dos grupos aquí representados no pueden vivir juntos. Somos doscientos millones y doscientos de ellos. Que se queden en su valle. Eso es lo que pienso. Si este hombre es su líder, podemos juzgar cómo es la colonia. Son anarquistas ignorantes. No se sabe qué exigirían si los escucháramos. Creo que deberíamos hacer arrestar a este hombre. Es una amenaza para la sociedad.

Eso rompió el hielo. Uno tras otro hablaron y, cuando terminaron, quedó claro que todos menos Heisler eran hostiles, antagónicos y despiadados. Miller se volvió hacia él.

—¿Cuál es tu veredicto?

—Haré silencio. Estos hombres lo saben todo. Los has escuchado. Son una unidad. Lo que yo diga no puede hacer ninguna diferencia. De hecho, no me importa. Hace algún tiempo que dejé de preocuparme por nada.

Miller se volvió en su silla giratoria y miró hacia la ciudad. En cierto modo, era una ciudad bonita, si a uno le gustaba un lugar así. Debajo de él, en las calles, en las colmenas de abejas, más de veinte millones de automovilistas pasaban su vida sobre ruedas. Ni uno entre un millón tenía un deseo más allá de los límites de la ciudad; los caminos que conectaban la metrópoli con otras ciudades no eran más que arterias urbanas donde los automóviles pasaban como corpúsculos, los camiones avanzaban como plasma. Miller temía a la ciudad, pero se compadecía de los pigmeos sin piernas que la habitaban.

Luego se volvió de nuevo y pidió silencio.

—Quería hacer un ajuste pacífico. No deseamos más derramamiento de sangre, no más luchas intestinas. Usted, que lidera el sentimiento público, con su reciente charla me ha mostrado que el peatón no puede esperar piedad de manos del actual Gobernador. Sé que esta ya no es una nación donde el pueblo gobierna. Ustedes gobiernan. Colocan a quienes les place para el cargo de senador, de presidente; chasquean el látigo y ellos bailan. Por eso vine a ustedes, en lugar de hacer apelar al Gobierno. Imaginando cuál sería vuestra postura, he preparado este breve documento que les pediré que firmen. Contiene una sola declaración: Los peatones no pueden regresar. Cuando todos hayan firmado, les explicaré lo que haremos.

—¿Por qué firmarlo? —dijo el primer hombre, el que estaba sentado a la derecha de Miller—. ¡Ahora mi idea es esta! —y arrugó el papel en una bola y la arrojó debajo de la mesa.

Su conducta fue seguida de inmediato por aplausos. Solo Heisler se quedó quieto. Miller miró por la ventana hasta que todo quedó en silencio. Finalmente habló de nuevo:

—En nuestra colonia hemos perfeccionado un nuevo principio electrodinámico. Liberado, separa inmediatamente la energía atómica que hace posible todo movimiento, salvo el movimiento muscular. Lo hemos probado con máquinas más pequeñas en un espacio limitado y sabemos exactamente cómo opera. No sabemos cómo recuperar la energía en ningún territorio donde alguna vez la hayamos destruido. Nuestros electricistas están esperando mi señal transmitida por radio. De hecho, han estado escuchando toda esta conversación, y ahora les daré la señal para activar el interruptor. La señal es nuestro lema: Volveremos.

—¿Entonces esa es la señal? —se burló uno de los hombres—. ¿Qué pasó?

—No mucho —respondió Heisler—, al menos no veo ninguna diferencia. ¿Qué se suponía que iba a pasar, Abraham Miller?

—No mucho —dijo Miller—, sólo la destrucción de toda la humanidad excepto los peatones. Intentamos imaginar lo que sucedería cuando nuestros electricistas accionaran el interruptor y liberaran este nuevo principio, pero ni siquiera nuestros sociólogos pudieron imaginarse del todo cuál sería el resultado. No sabemos si morirán o si alguno de ustedes puede sobrevivir. Sin duda, los habitantes de la ciudad morirán rápidamente en sus colmenas artificiales de abejas. Algunos en el país pueden sobrevivir.

—Disculpe —exclamó un multimillonario—, pero no me siento diferente. Tú eres un fabulador. Me retiraré y te denunciaré de inmediato a la policía. ¡Abre la maldita puerta y déjanos salir!

Miller abrió la puerta.

La mayoría de los hombres presionaron el botón de arranque y agarraron la barra de dirección. No se movió una máquina. Los demás se sobresaltaron e intentaron marcharse. Sus autos estaban muertos. Entonces uno, con una maldición histérica, levantó una automática hacia Miller y apretó el gatillo. Hubo un clic y nada más.

Miller sacó su reloj.

—Ahora son las 2:40 p.m. Los automovilistas están comenzando a morir. Aún no lo saben. Cuando lo hagan, habrá pánico. No podemos brindarles ningún alivio. Solo somos unos pocos cientos de nosotros y no podemos alimentarnos y cuidar de cientos de millones de lisiados. Afortunadamente, hay un plano inclinado o rampa en este edificio y todos sus automóviles están equipados con frenos. Los empujaré uno a la vez hasta el avión, si es que conducen sus autos. Tal vez no les importe quedarse aquí. Obviamente los ascensores no funcionan. Llamaré a mi taquígrafa para que me ayude. Quizás deban saber que es una peatón entrenada. Es una de nuestras más eficientes espías. Y ahora nos despediremos. Hace un siglo, ustedes intentaron exterminarnos consciente y voluntariamente. Sobrevivimos. No queremos exterminarlos, pero temo por vuestro futuro.

Entonces se puso detrás de uno de los automóviles y empezó a empujarlo hacia la puerta. La taquígrafa, que había reaparecido como peatón y en pantalones, se apoderó de otro automóvil. Pronto solo quedó Heisler. Levantó la mano en señal de protesta.

—¿Te importaría empujarme hacia esa ventana?

Miller lo hizo. El automovilista miró con curiosidad.

—No hay aviones en el cielo. Debería haber cientos.

—Sin duda —respondió Miller—, todos han planeado hasta la tierra.

—¿Entonces todo se ha detenido?

—Casi. Todavía hay fuerza muscular. Todavía hay energía producida por la flexión de la madera como en un arco y una flecha, también la producida por una bobina de metal como el resorte principal de un reloj. Usted nota que su reloj todavía está funcionando. Por supuesto, los animales domésticos pueden seguir produciendo energía, que es solo una forma de fuerza muscular. En nuestro valle tenemos molinos y aserraderos que funcionan con energía hidráulica. No vemos ninguna razón por la que no deban seguir adelante. Pero hay electricidad, ni vapor, ni explosiones de ningún tipo. Todas esas máquinas están muertas.

Heisler sacó un pañuelo automáticamente y se secó el sudor de la cara mientras decía:

—Puedo oír un murmullo de la ciudad. Se eleva hasta esta ventana como un oleaje distante batiendo rítmicamente contra una orilla arenosa. No puedo oír ningún otro ruido, sólo este murmullo. Me recuerda el sonido de un enjambre de abejas que abandona su vieja colmena, volando de forma compacta por el aire con su reina en el centro, tratando de encontrar un nuevo hogar. ¿Qué significa? Creo que lo sé, pero no puedo soportar dilo con palabras.

—Significa —dijo Miller—, que debajo y alrededor de nosotros veinte millones de personas están comenzando a morir en edificios de oficinas, tiendas y hogares; en metros, ascensores y trenes; en subterráneos y transbordadores; en la calle y en el restaurante, veinte millones de personas de repente se dan cuenta de que no pueden moverse. Nadie puede ayudarlos. Algunos han dejado sus coches y están tratando de arrastrarse con las manos, arrastrando sus piernas marchitas e impotentes. Incluso ahora no pueden comprender la magnitud del desastre. Mañana cada hombre será un animal primitivo. En unos días no habrá comida ni agua. Espero que mueran pronto, antes de que se coman entre sí.

»La nación morirá y nadie lo sabrá, porque no habrá periódicos, ni teléfonos, ni inalámbricos. Me comunicaré con mi gente mediante palomas mensajeras. Pasarán meses antes de que pueda reunirme con ellos. Mientras tanto puedo vivir. Puedo ir de un lugar a otro. El sonido que escuchas de la ciudad es el grito de un alma desesperada.

Heisler agarró convulsivamente la mano de Miller.

—Pero si hiciste que se detuviera, ¿puedes hacer que comience?

—No, lo paramos con electricidad. Ahora no hay más electricidad. Supongo que nuestras propias máquinas se quedaron sin energía de inmediato.

—¿Entonces vamos a morir?

—Creo que sí. Quizás sus científicos puedan inventar una solución. Nosotros lo hicimos hace cien años. Vivimos. Su nación intentó destruirnos con todo el arte científico conocido, pero nosotros vivimos. Tal vez ustedes también puedan. ¿Cómo puedo saberlo? Queríamos arbitrar. Todo lo que pedimos fue igualdad, pero viste cómo esos otros hombres votaban y cómo pensaban. Si hubieran tenido el poder, instantáneamente habrían destruido mi pequeña colonia. Lo que hicimos fue simplemente protegernos.

Heisler intentó encender su puro. El mechero eléctrico no funcionaba, así que lo mantuvo seco en la boca, en una comisura, masticando.

—¿Dices que tu nombre es Abraham Miller? Creo que somos primos de algún tipo. Tengo un libro que lo dice.

—Sé todo sobre eso. Tu bisabuelo y mi bisabuela eran hermano y hermana.

—Creo que eso es lo que dijo el profesor, excepto que en ese momento no sabíamos de usted. Sin embargo, de lo que quiero hablar es de mi hija.

Los dos hombres hablaron. El murmullo siguió aumentando desde la ciudad, incesante, lleno de notas nuevas. Sin embargo, a la distancia, desde la tierra abajo hasta el centésimo piso arriba, todo era un sonido. Aunque estaba compuesto por millones de variantes, se fusionó en una unidad. Miller finalmente comenzó a caminar arriba y abajo, desde la pared de una oficina hasta la ventana y viceversa.

—Pensé que nadie estaba más libre de nervios que yo. Toda mi vida ha sido educado en preparación para este momento. Teníamos el derecho, la justicia, incluso al Dios olvidado de nuestro lado. Todavía no veo otro camino, ningún otro camino. Pero esto me enferma, Heisler; me da náuseas. Cuando era niño encontré un ratón atrapado en la puerta de un granero, casi destrozado. Traté de ayudarlo y el animal me mordió el dedo, así que simplemente tuve que romper su cuello. No podía vivir, y cuando traté de ayudarlo, me mordió, así que tuve que matarlo. ¿Entiendes? Tuve que hacerlo, pero, aunque estaba justificado, me enfermó. Vomité en el suelo del granero. Algo así está pasando ahí abajo. Veinte millones de cuerpos deformados a nuestro alrededor están empezando a morir. Podrían tener una oportunidad, pero se obsesionaron con la idea de dispositivos de todo tipo. Si intentara ayudar, si saliera a la calle ahora, me matarían. No podría mantenerlos alejados de mí, no podría matarlos lo suficientemente rápido.

—No me afecta de esa manera —respondió Heisler—, estoy acostumbrado a aplastar a mis oponentes, o ellos me aplastarían a mí, veo todo esto como un experimento maravilloso. Durante años he pensado en nuestra civilización, a causa de mi hija. He perdido el interés. De muchas maneras he perdido mi espíritu de lucha. No parece importarme lo que suceda, pero me gustaría seguir a ese perro por el plano circular en espiral y envolver mis manos alrededor de su cuello. No quiero que muera de hambre.

—No. Quédate aquí, quiero que escribas una historia de todo, sobre cómo sucedió. Queremos un registro preciso para justificar nuestra acción. Quédate aquí y trabaja con mi taquígrafa. Voy a buscar a tu hija. No podemos permitir que un peatón sufra. Te llevaremos de regreso con nosotros. Con los aparatos adecuados podrías aprender a montar a caballo.

—¿Quieres que viva?

—Sí, pero no por ti mismo. Hay una docena de razones. Durante los próximos veinte años puedes sermonear a nuestros jóvenes. Puedes contarles lo que pasó cuando el mundo dejó de funcionar, de sudar, cuando deliberadamente cambiaron la casa por el automóvil y el trabajo duro por la maquinaria. Puedes decirles eso y te creerán.

—¡Maravilloso! —exclamó Heisler—. He hecho presidentes y ahora me convierto en un ejemplo sin piernas para un mundo nuevo.

—Alcanzarás la fama. Serás el último automovilista.

—Empecemos —instó Heisler—. ¡Llame a su taquígrafa!

La taquígrafa había estado en Nueva York un mes antes de la reunión de Miller y los representantes de los automovilistas. Durante ese tiempo, gracias a su temprano entrenamiento en el mimetismo como espía, había sido absolutamente exitosa en engañar. En su autocar, vestida de taquígrafa, con el rostro perfumado y pintado y anillos en los dedos, pasó desapercibida entre otras miles de mujeres. Fue a sus restaurantes y a sus teatros. Incluso los visitó en sus casas. Era la espía perfecta, pero era un hombre.

Lo habían entrenado para el trabajo. Durante años había estado imbuido de lealtad al entusiasmo por su República de peatones. Había hecho el juramento de que la República debería ser lo primero. Abraham Miller lo había elegido porque podía confiar en él. Era joven, y apenas tenía mejillas hundidas. Era célibe. Era patriota.

Por primera vez en su vida, estaba en una gran ciudad. La empresa del piso de abajo contrató a un taquígrafa. Era una trabajadora muy eficiente en más de un sentido y había algo en ella que despertó su interés. Se reunieron y acordaron volver a verse. Hablaron del amor, el nuevo amor entre mujeres. El espía no entendió esto, nunca había oído hablar de tal pasión, pero finalmente entendió, las caricias y los besos. Ella propuso que se alojaran juntos, pero él naturalmente encontró objeciones. Sin embargo, habían pasado gran parte de su tiempo libre juntos. Más de una vez el peatón estuvo a punto de confiarle, no solo sobre la inminente calamidad, sino también su verdadero sexo y su verdadero amor.

En esos casos en los que un hombre se enamora de una mujer, la explicación es difícil de encontrar. Siempre es difícil de encontrar. Aquí había algo retorcido, una perversión patológica. Era una cosa monstruosa que se enamorara de una mujer sin piernas cuando podría, esperando, haberse casado con una mujer con columnas de marfil y rodillas de alabastro. En cambio, amaba y deseaba a una mujer que vivía en una máquina. Era igualmente patológico que ella amara a una mujer. Cada uno estaba enfermo, enfermo del alma, y cada uno para continuar la intimidad engañó al otro. Ahora que la ciudad agonizaba, el taquígrafo sintió un profundo deseo de salvar a esta mujer sin piernas. Sintió que se podía encontrar una manera de persuadir a Abraham Miller de que le permitiera casarse con esta taquígrafa, al menos dejarle salvarla de la debacle.

De modo que, con una camisa suave y unos pantalones hasta la rodilla, miró a Miller y Heisler entabló una conversación seria y luego salió de puntillas por la puerta y descendió por el plano inclinado hasta el piso de abajo. Aquí todo era confusión. Entrando audazmente en la habitación donde la taquígrafa tenía su escritorio, se inclinó sobre ella y empezó a hablar. Le dijo que era un hombre, un peatón. Rápidamente llegó la historia de lo que significaba todo, los gritos de abajo, los automóviles inmóviles, los ascensores inútiles, los teléfonos silenciosos. Le dijo que el mundo de los automovilistas moriría por esto y aquello, pero que ella viviría por su amor. Todo lo que pidió fue el derecho legal a cuidar de ella.

Vivirían en el campo. La haría rodar por los prados. Podría tener gansos, gansos bebés que se acercarían a su silla cuando gritara: Wee, wee.

La mujer sin piernas escuchó. La palidez que podría haber en sus mejillas estaba completamente cubierta de colorete. Ella escuchó y lo miró, un hombre con piernas, caminando. Dijo que la amaba, pero la persona que ella había amado era una mujer; una mujer con piernas colgantes, encogidas y hermosas como las suyas, no monstruosidades musculosas.

Ella se rió histéricamente, dijo que se casaría con él, iría a donde él quisiera que fuera, y luego lo abrazó y lo besó sobre las venas yugulares, y él murió, sangrando dentro de su boca. Ella murió unos días después de hambre.

Miller nunca supo dónde murió su taquígrafo. Si hubiera tenido tiempo, podría haberlo buscado, pero comenzó a compartir la ansiedad de Heisler por la niña aislada en medio de un mundo de automovilistas moribundos. Para el padre ella era una hija, la única hija, la única rama de su familia. Para Miller, sin embargo, ella era un símbolo. Ella era una señal de la revuelta de la naturaleza, una indicación de su último esfuerzo espasmódico para restaurar a la humanidad a su antiguo lugar en el mundo. Su padre quería que se salvara porque era su hija, el peatón porque era una de ellos, una de la raza de los peatones.

Miller, con algunas provisiones, una cantimplora de agua, un mapa y un garrote fuerte en sus manos, abandonó ese lugar de paz y tranquilidad y comenzó a bajar la escalera de caracol. En el mejor de los casos, era simplemente difícil caminar, ya que las espirales eran lo suficientemente anchas como para evitar mareos. Lo que Miller temía era la obstrucción de todo el pasaje en algún momento por una masa enmarañada de autos, pero evidentemente todos los autos que habían logrado llegar al avión habían podido descender. De vez en cuando se detenía en este piso o en aquel, se estremecía por los gritos que escuchaba y luego seguía.

Abajo fue incluso peor de lo que esperaba. Cuando la energía se había cortado desde el valle de Ozark; en ese mismo segundo, toda la maquinaria había cesado. En la ciudad de Nueva York, veinte millones de personas viajaban en automóviles en ese segundo en particular. Algunos trabajaban en escritorios, en tiendas; algunos comían en restaurantes, holgazaneaban en sus clubes; otros iban a alguna parte. De repente, todos se vieron obligados a quedarse donde estaban. No había comunicación salvo dentro de los límites de la voz de cada uno; el teléfono, la radio, los periódicos eran inútiles. Todos los automóviles se detuvieron; todos los automóviles dejaron de moverse.

Cada hombre y cada mujer dependía de su propio cuerpo para existir; nadie podía ayudar al otro, nadie podía ayudarse a sí mismo. El transporte murió y nadie supo que había sucedido, excepto en su propio círculo, hasta donde alcanzaba la vista. Cada automovilista se quedó dónde estaba en ese momento en particular.

Entonces, lentamente, al entender que el movimiento era imposible, vino el miedo y con el miedo, el pánico. Pero fue un nuevo tipo de pánico. Todos los pánicos consistieron en el movimiento brusco de un gran número de personas en la misma dirección, huyendo de un miedo real o imaginario. Este pánico permaneció inmóvil y durante un día el neoyorquino medio, permaneció dentro de su coche.

Luego vino el movimiento lento y tortuoso de animales tullidos que arrastraban cuerpos sin piernas hacia adelante con brazos no acostumbrados al ejercicio muscular. No era el movimiento de una multitud frenética, sino un reptar convulsivo, parecido a un gusano. Se pasó la voz de unos a otros en roncos susurros de que la ciudad era un lugar de muerte, se convertiría en una morgue, y que en unos días no habría comida. Aunque nadie sabía lo que había sucedido, todos sabían que la ciudad no podría vivir mucho a menos que la comida llegara regularmente del campo, y el campo de repente se convirtió en algo más que largas carreteras de cemento entre letreros. Era un lugar donde se podía conseguir agua y comida.

La ciudad se había secado. La gigantesca bomba que arrojaba millones de galones de agua a una población descuidada había dejado de bombear. No había más agua, salvo en los ríos que rodeaban la ciudad y éstos estaban sucios, contaminados por el hombre. En el campo debía haber agua en alguna parte.

Entonces, en el segundo día comenzó el éxodo desde Nueva York, un éxodo de lisiados. Su velocidad no era uniforme, pero el más rápido solo podía gatear a menos de una milla por hora. Los filósofos se habrían quedado donde estaban. Los animales, así torturados, esperarían tranquilamente el final, pero estos automovilistas no eran ni filósofos ni animales, y tenían que moverse. Toda su vida habían sido movimiento. Los puentes fueron los primeros espacios en mostrar congestión. En todos ellos había algunos automóviles, pero el tráfico no era pesado a las 2 de la tarde.

Poco a poco, al mediodía del segundo día, estas carreteras fluviales se volvieron negras con gente que gateaba para alejarse de la ciudad. Hubo una especie de retorcimiento sin progresión. Encima de esta capa estacionaria de humanidad se arrastró otra que, a su vez, llegó a la congestión, y encima de la segunda capa una tercera. Una docena de calles conducían a cada puente, pero cada puente era tan ancho como una calle.

Gradualmente, las filas exteriores de la capa superior empezaron a caer al río que estaba debajo. Al final, muchos buscaron este fin. De los puentes llegó, en última instancia, un rugido como el de las olas al chocar contra una orilla rodeada de rocas. Era el comienzo de una locura desesperada. Los hombres morían rápidamente en los puentes, pero antes de morir comenzaron a morderse unos a otros. Dentro de la ciudad, ciertos lugares mostraron la misma congestión. Los restaurantes y cafés se llenaron de cuerpos casi hasta el techo. Aquí había comida, pero nadie podía alcanzarla salvo los que estaban a su lado y estos murieron aplastados antes de que pudieran beneficiarse de su buena suerte.

En veinticuatro horas, la humanidad había perdido su religión, su humanidad, sus altos ideales. Todos intentaron mantenerse con vida, aunque al hacerlo trajeron la muerte a los demás. Sin embargo, en casos aislados, los individuos alcanzaron alturas de heroísmo. En los hospitales una enfermera ocasional permanecía con sus pacientes, dándoles comida hasta que ella murió de hambre con ellos. En una de las salas de maternidad, una madre dio a luz a un niño. Abandonada por todos, colocó al niño en su pecho y lo mantuvo allí hasta que el hambre tiró de sus brazos sin vida.

Miller entró en este mundo de horror cuando salió del edificio de oficinas. Se había provisto de un garrote, pero casi ninguno de los automovilistas que se arrastraban se fijaba en él. Así que caminó lentamente hacia la Quinta Avenida y luego se dirigió hacia el norte. Mientras caminaba oraba, aunque ese primer día vio poco de lo que vería más tarde.

Siguió y siguió hasta que llegó al agua y nadó y luego volvió a seguir y de noche estaba en el campo donde dejó de orar. La gente del campo no se dio cuenta al principio de lo que realmente había sucedido. Solo los habitantes de la ciudad sabían.

Al día siguiente, Miller se levantó temprano y comenzó de nuevo, después de consultar cuidadosamente su hoja de ruta. Evitó las ciudades, rodeándolas. Había aprendido el deseo, constante, incesante, ineludible, de compartir sus provisiones con esos lisiados hambrientos, y tenía que mantener sus fuerzas y guardar comida para ella, esa niña pedestre, sola entre sirvientes indefensos, dentro de una valla de hierro de treinta millas de largo.

Estaba cerca del final del segundo día de su caminata. Durante algunos kilómetros no había visto a nadie. El sol en el bosque de robles proyectaba sombras fantásticas sobre el camino.

Acercándose a él venía una caravana extraña. Había tres caballos atados entre sí. En la parte de atrás había unas jarras de agua sujetas con fuerza pero con torpeza. En el tercer caballo, un anciano descansaba en una silla. Dormía con la barbilla apoyada en el pecho, las manos agarrando, incluso dormido, los lados de la silla.

Liderando el primer caballo caminaba una mujer, alta, fuerte, hermosa, que andaba con paso tranquilo por el camino de cemento. En su espalda llevaba un arco con un carcaj de flechas y en su mano derecha llevaba un pesado bastón. Caminó sin miedo, con confianza; parecía llena de poder, confianza y orgullo.

Miller se detuvo en medio de la carretera. La caravana se detuvo frente a él.

—Bueno —dijo la mujer, y su voz se mezcló curiosamente con las sombras iluminadas por el sol y el parpadeo—. ¿Quién eres y por qué bloqueas el paso?

—Soy Abraham Miller y tú eres Margaretta Heisler. Te estoy buscando. Tu padre está a salvo y me envió por ti.

—¿Y eres peatón?

—¡Tan verdaderamente como tú!

El profesor despertó de su siesta. Miró al joven y a la joven, de pie, hablando, olvidándose ya de que había algo más en el mundo.

—Así era en los viejos tiempos —reflexionó el profesor para sí mismo.

Fue una tarde de domingo unos cien años después. Un padre y su hijo pequeño estaban de turismo en el Museo de Ciencias Naturales en la ciudad reconstruida de Nueva York. La ciudad entera era ahora simplemente un vasto museo. La gente lo visitaba, pero nadie quería vivir allí. De hecho, nadie quería vivir en un lugar como una ciudad cuando podía vivir en una granja.

Era parte de la educación de cada niño pasar un día o más en la ciudad de un automovilista, así que este domingo por la tarde el padre y su hijo pequeño caminaron lentamente por los grandes edificios. Vieron el mastodonte, el bisonte, el pterodáctilo. Se detuvieron un rato ante una vitrina que contenía una familia india típica. Finalmente llegaron a un carro grande, sobre cuatro ruedas de goma, pero no había eje y no había forma de que los caballos o los bueyes pudieran engancharse a él. En el vagón, en asientos, iban hombres, mujeres y niños pequeños. El niño los miró con curiosidad y tiró de la manga de su padre.

—Mira, papi. ¿Qué es ese carro y esa gente sin piernas? ¿Qué significa?

—Es una familia de automovilistas —y en ese momento hizo una pausa y le dio a su hijo la pequeña charla que todos los padres peatones están obligados, por ley, a dar a sus hijos.

David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de David H. Keller.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de David H. Keller: La revuelta de los peatones (The Revolt of the Pedestrians), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

No es el mejor de los cuentos publicados en este espacio.
Aunque algo de eso ha sido planteado en La guerra de los mundos, con marcianos que casi no tienen cuerpo, están integrados a sus máquinas. Y el narrador personaje reflexiona que es la tendencia de la evolución, que ya ha empezado en la Tierra.

Poky999 dijo...

Realmente para el lector no ávido y no atento, este tipo de relatos tiene demasiada información no esenciales, como descripciones que ayudan a predecir lo que sucederá en el relato.
Por otro lado, este elemento, enriquece la lectura del relato y nos otorga muchos puntos de vista que intentan criticar la sociedad "mecanizada".
Obviamente, no es de los mejores relatos publicados en el género de Ciencia Ficción, incluso, contrastado con el relato de la robot que es programada para ser madre, este relato sería débil.
Comparto el análisis.



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