«La música de las estrellas»: Duane W. Rimel; relato y análisis.
La música de las estrellas (Music of the Stars) es un relato de terror del escritor norteamericano Duane W. Rimel (1915-1996), publicado originalmente en la edición de marzo de 1943 de la revista The Acolyte, y luego reeditado en la antología de 1992: Cuentos de los Mitos de Lovecraft (Tales of the Lovecraft Mythos).
La música de las estrellas, posiblemente uno de los mejores cuentos de Duane W. Rimel, relata la historia de Frank Baldwyn, un músico desquiciado cuyos conocimientos de ocultismo lo llevan a descubrir la correcta combinación de notas para articular una música profana, blasfema, capaz de abrir un portal interdimensional.
SPOILERS.
La música de las estrellas de Duane W. Rimel pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Uno de sus protagonistas se inspira nada menos que en Erich Zann, aquel músico lunático de La música de Erich Zann (The Music of Erich Zann), quien abrió un portal interdimensional y le permitió el acceso a nuestro plano a criaturas de pesadilla (ver: seres interdimensionales en los Mitos de Cthulhu).
Además, Baldwyn logra acceder al Necronomicón, El libro de Eibon y el De Vermis Mysteriis (ver: De Vermis Misteriis y la biología extradimensional de los Mitos de Cthulhu); pero su fuente más asombrosa, y probablemente la más confiable, es el propio Lovecraft, disimulado bajo el nombre de Lancaster, un erudito de Providence que advierte al protagonista de los peligros que entraña tocar la música de las estrellas (ver: Gente Sombra, el Horla, y el portal interdimensional de Maupassant).
Ahora bien, la apertura de este portal, y la naturaleza de la extraña entidad que logra abrirse paso hasta nuestra dimensión, se explican en el aporte de Duane W. Rimel a la biblioteca de los Mitos, un libro prohibido llamado: La crónica de Nath (Chronike von Nath), el cual también es mencionado en El árbol de la colina (The Tree on the Hill). En él podemos encontrar algunas explicaciones que se omiten en La música de las estrellas.
La crónica de Nath fue escrito en 1653 por un tal Rudolf Yergler, poco antes de quedar completamente ciego. El libro trata sobre la historia de Nath, la Tierra de los Tres Soles, una región extradimensional sobre la que poco se sabe, excepto que podría ser un lugar de descanso de los Antiguos (ver: La tecnología de los Antiguos). Además, La crónica de Nath contiene ciertas composiciones musicales capaces de invocar monstruosidades engendradas en otras dimensiones. Estas partituras son extrañas, y no suenan en absoluto a la música de nuestro mundo. De algún modo son capaces de desgarrar la fibra de la realidad para que estos seres, siempre al acecho, se introduzcan en nuestro plano.
En este contexto, el protagonista de La música de las estrellas de Duane W. Rimel logra hacerse con una cópia de este libro maldito y, a pesar de las advertencias de sus amigos, decide seguir adelante con sus investigaciones y tocar aquella música extraña, con resultados bastante previsibles.
La música de las estrellas.
Music of the Stars, Duane W. Rimel (1915-1996)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Hay zonas negras de sombra cerca de nuestros caminos diarios, y de vez en cuando algún alma malvada se abre paso.
(El ser en el umbral, H.P. Lovecraft)
(El ser en el umbral, H.P. Lovecraft)
Me llaman asesino porque destruí a mi mejor amigo; lo maté a sangre fría. Sin embargo, intentaré demostrar que, al hacerlo, realicé un acto de misericordia: eliminé algo que nunca debería haber penetrado en este mundo tridimensional y salvé a mi amigo de un horror peor que la muerte.
Los hombres leerán esto y se reirán y me llamarán loco, porque mucho de lo que sucedió no puede ser etiquetado y probado en un tribunal de justicia. Hay mucho en este mundo y en otros mundos que nuestros cinco sentidos no perciben, y lo que hay más allá sólo se encuentra en la imaginación salvaje y en los sueños.
Solo espero haberlo matado a tiempo. Si puedo creer lo que veo en mis sueños, fracasé. Y si esperé demasiado antes de disparar la última bala, daré la bienvenida al destino que amenaza con devorarme.
Frank Baldwyn y yo fuimos camaradas durante once largos años. Fue una amistad que se intensificó con el paso del tiempo, alimentada por ávidos intereses mutuos en la música y la literatura extraña. Nacimos y crecimos en el mismo pueblo, y era —como un autor culto y corresponsal nuestro que vivía en Providence a menudo comentaba— inusual encontrar dos personas con intereses tan extraños en un pueblo cuya población era menos de seiscientos. Fue una suerte, sí; pero ahora desearía que nunca hubiéramos explorado tan lejos las esferas de lo desconocido.
El problema comenzó el 13 de abril de 1940. Estaba visitando a mi amigo ese día, y durante una conversación entrecortada insinuó que había descubierto en el piano varias combinaciones de tonos musicales que lo perturbaban. Era de noche y estábamos solos en la enorme casa de dos pisos, mohosa y hoy vacía bajo un arce gigante, un recordatorio demacrado del horror que desatamos dentro de ella.
Baldwyn era un pianista de gran habilidad y admiré el talento que eclipsaba mi propia habilidad musical. La música salvaje y extraña que amaba a menudo me provocaba ataques de melancolía que no alcanzaba a comprender. De hecho, es una lástima que ninguno de esos manuscritos originales se haya guardado, porque muchos de ellos eran clásicos del horror y otros tan fantásticos que dudaría en llamarlos música.
Su declaración me preocupó; hasta ese momento había tenido total confianza en sus locas divagaciones con el teclado. Ofrecí ayuda. Sin decir nada, se acercó al piano, encendió una lámpara de pie cercana y se sentó. Sus ojos oscuros se fijaron en las teclas; sus dedos blancos y ágiles se posaron sobre ellas por un instante y descendieron.
Hubo una extraña cascada de sonido mientras recorría las escalas de tonos completos de un extremo del piano al otro, seguido de una serie de intrincadas variaciones que me sorprendieron. Nunca había escuchado nada que se comparara con eso; estaba completamente fuera del mundo. Escuché, fascinado, mientras sus dedos tejían una curiosa sinfonía de horror. No puedo describir esa música de otra manera. Las tensiones eran espeluznantes, sobrenaturales, y conmovieron los límites de mi alma. No se parecía a ninguna música clásica estándar como Isle of the Dead de Rachmaninoff o Danse Macabre de Saint-Saens. Fue una locura musical tortuosa.
Por fin, la cosa terminó con un estruendo de discordia y un tenso silencio se apoderó de la habitación en sombras. Baldwyn se volvió con el rostro tenso y se llevó los dedos a los labios. Señaló la pared más allá del piano. Al principio pensé que estaba bromeando, pero cuando vi su rostro pálido y apuesto, tenso y preocupado, miré las paredes oscurecidas y escuché.
Durante un tiempo no escuché nada; luego, un susurro leve e insidioso perturbó el silencio. Podría haber sido un ratón corriendo por el piso de arriba. Pero este sonido provenía de las paredes. El golpeteo de pequeñas garras en la madera, el susurro de pequeños cuerpos... ¡ratas! Muchas ratas trepando por las paredes. Poco a poco, los chirridos y los arañazos disminuyeron y se convirtieron en un hilo de sonido que se desvaneció en dirección al sótano.
Me puse de pie, temblando. Baldwyn me miró con los ojos brillantes y la mandíbula apretada.
—Lo he hecho, Rambeau. Siempre pensé que podía. Hay una música que conmueve a todo tipo de bestias, incluso a nosotros mismos. Mira el flautista… ¡Hice que la historia se repita! Pero voy a ir más lejos. Voy a componer la música que vuelve locos a los hombres, a aprender la música de las estrellas... aunque tenga que usar instrumentos especiales para hacerlo.
Traté de tomarlo como una broma, pero hablaba bastante en serio. Baldwyn siempre había sido voluntarioso y sabía que esa discusión era inútil. Sin embargo, debo admitir que la idea misma comenzó a fascinarme, y las barreras mentales que había construido se estaban debilitando a medida que seguía escuchando su extraño plan. Porque lo extraño y lo macabro son tanto una parte de mí como lo eran de él, y la música extraña había lanzado un curioso hechizo sobre mí. Sin embargo, yo era escéptico y se lo dije. No logré comprender su máxima ambición; quizás no había pensado en eso entonces, pero las posibilidades eran asombrosas.
Habíamos leído esa extraña historia de Erich Zann y el destino que encontró jugando con los hilos musicales del vacío definitivo. Tampoco ignoramos la música salvaje con la que ciertas tribus de Haití convocan a sus dioses malvados.
Durante años habíamos intentado encontrar copias de varios tomos prohibidos de tradiciones antiguas; el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, el extraño Libro de Eibon y el horrible De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, pero en vano. Habíamos vivido las extrañas emociones más simples: noches en casas encantadas y cementerios mohosos, exhumando cadáveres a la luz de las velas, pero queríamos lo real, aunque siempre estaba más allá de nuestras manos. Incluso nuestro amigo erudito en Providence no pudo ayudarnos. Había leído pasajes de algunos de los libros menos terribles y nos advirtió una y otra vez. Ahora me alegro de que nunca los hayamos encontrado, porque lo que desenterramos fue suficientemente malo. Me siento tentado a creer que nuestro amigo, con su amplia influencia entre los fantaisiste, hizo un esfuerzo por evitar que esos mismos libros nos llegaran. Ciertamente, varias pistas buenas se desvanecieron en el aire.
En una de mis rondas por las librerías en Spokane había encontrado, por puro accidente, una traducción al inglés del Chronike von Nath por el místico alemán ciego Rudolf Yergler, quien en 1653 terminó su obra trascendental justo antes de que perdiera la vista. La primera edición envió a su autor a un manicomio de Berlín y se ganó la supresión pública. Aunque modificado por el traductor, James Sheffield (1781), el texto era salvaje más allá de la imaginación.
A medida que Baldwyn revelaba gradualmente su plan para componer la música de las estrellas, se refería una y otra vez a pasajes de la Crónica de Nath. Y esto me asustó, porque yo también lo había leído, y sabía que contenía extraños patrones de ritmo musical diseñados para convocar a ciertos monstruos nacidos en otros mundos y dimensiones. Por todo eso, Yergler no había sido músico, y nunca pude averiguar si había copiado las fórmulas de tomos más antiguos o si él mismo era su autor.
Mi amigo dijo que el trabajo preliminar requeriría soledad durante una semana, al menos. Eso le daría tiempo suficiente para descifrar las siniestras fórmulas del libro antiguo y hacer ajustes. Era un técnico experto y había encontrado en su instrumento combinaciones tonales que desconcertaron a sus compañeros músicos. Milt Herth, de fama radiofónica, ha hecho lo mismo con un órgano Hammond, al que el Lunachord de mi amigo se parece mucho. Dado que los tonos de un Lunachord son en realidad impulsos eléctricos, controlados por quince diales en el intrincado panel sobre los dos teclados, y capaces de imitar cualquier cosa, desde una bocina de bajo hasta un flautín, las variaciones son infinitas. Baldwyn estimó que había aproximadamente más de un millón de posibilidades tonales, aunque muchas no poseerían ninguna distinción. Al principio me pregunté cómo había planeado inventar una música tan extravagante en un simple piano; pero aquí, lista para usar, estaba la solución: un logro científico pendiente de exploración.
Caminando de regreso a casa bajo una pálida media luna. Mi entusiasmo se desvaneció. No había mencionado con precisión lo que pretendía convocar con su alarmante música. El propio Yergler fue singularmente vago en ese punto, o si no, Sheffield había eliminado secciones del espantoso texto, una premisa completamente lógica. De hecho, ¿qué música terrenal, es decir, tonos musicales audibles para el oído humano, podrían llamar desde el golfo algo totalmente sobrenatural? Mi mejor juicio se rebeló. Baldwyn estaba encendiendo fuegos peligrosos, pero los propios límites del conocimiento del hombre sobre el espacio, el tiempo y el infinito evitarían que se quemara los dedos. Aun así, Yergler lo había hecho; o algo igual de malo, y recordé el prefacio de Sheffield, que daba un relato reservado de la misteriosa muerte del alquimista en el manicomio.
Durante una fuerte tormenta se escuchó afuera y arriba de su habitación una horrible cacofonía, que parecía provenir de los mismos cielos. Había habido una persiana rota, un grito salvaje; y Yergler había sido encontrado desplomado en un rincón de la habitación en una actitud de terror extremo: ojos muertos, saltones, cara y cuerpo con agujeros que parecían quemaduras pero no lo eran. Sin embargo, sabía que muchos de los primeros historiadores habían tenido la grave falta de la exageración y la distorsión verbal.
Apenas podía esperar a que pasara la semana siguiente, dándome cuenta de que Baldwyn estaba solo en esa habitación del piso de arriba, hojeando un libro blasfemo y componiendo música extraña en su máquina del diablo. Pero por fin llegó el sábado y me acerqué a su puerta como a la una de la tarde. Animado al ver un dedo de humo saliendo de la chimenea inclinada, abrí la puerta de madera hundida, crucé la sombra del arce y llamé a la puerta.
En ese momento se abrió y me sorprendió el cambio en el rostro de mi amigo. Había envejecido cinco años; nuevas líneas arrugaron su rostro pálido. Su saludo fue mecánico. Nos sentamos en el salón y conversamos, mientras él encendía un cigarrillo tras otro.
Cuando le pregunté si había dormido o había comido alimentos sólidos, se negó a responder. Baldwyn hacía sus propias tareas domésticas y, a menos que lo vigilaran, nunca comía lo suficiente. Le dije que se veía terrible, pero lo pasó por alto con un movimiento de su mano. ¿Qué cosa infernal le había convertido en una imagen demacrada de su antiguo yo? Protesté. Le exigí que dejara esa siniestra música y descansara un poco. No escuchaba.
Empecé a tener miedo de lo que había descubierto, porque era evidente que había tenido algún tipo de éxito. Sus mismos modos lo decían. Sin más conversación, comentó que estaría ocupado toda la tarde y me dijo que regresara a las diez y media de la noche. Pregunté por el experimento, pero no sirvió de nada. Me fui, prometiendo volver a la hora señalada.
Cuando volví a llamar a su puerta, tenía en el bolsillo un revólver 38 que había comprado en la ciudad esa misma tarde. No puedo decir con precisión lo que planeaba hacer; el gesto fue provocado por un sentimiento de tragedia inminente. En la actitud de Baldwyn había habido una reticencia que no me gustó. Siempre antes me había hablado de sus triunfos y descubrimientos.
Sin decir una palabra, Baldwyn me llevó a la habitación de arriba. Indicándome una silla cerca del Lunachord, se sentó en el banco y giró el interruptor que accionaba los motores eléctricos. La delgadez y palidez de sus mejillas me asustó. Apagó su cigarrillo y me miró.
—Rambeau, has sido muy paciente, sé que tienes curiosidad. También crees que me estoy matando. Descansaré un rato cuando termine, aquí. Creo que he encontrado lo que busco: el ritmo del espacio, la música de las estrellas y el universo que puede estar muy cerca o muy lejos. Sabes cómo hemos buscado esos otros libros, como el Necronomicón, y ansiado su saber. Esta traducción de Yergler no es muy clara, pero he intentado cerrar las brechas y producir los resultados que él insinuó.
»Verás, al principio había dos tipos de música completamente diferentes: el tipo que conocemos y escuchamos hoy, y otro que no es en absoluto terrenal. Fue prohibido por los antiguos y solo los primeros historiadores lo recuerdan. Ahora, el elemento del jazz negro ha revivido algunos de estos ritmos extraños. ¡Casi lo consiguen! Estas variantes polirrítmicas son cercanas. Earl Hines se acercó con su improvisación, Child of a Disordered Brain...
»No puedo decir qué pasará. Ayer recibí una carta de Lancaster en Providence y está realmente asustado. Le conté mis planes la última vez que escribí.
»Finalmente admitió que había leído el Chronike original, que es infinitamente más terrible que este libro que tenemos. Lancaster me advierte repetidamente que no toque la música que teme que haya escrito. En realidad, no se puede escribir, ¡no existen tales símbolos! Requeriría un nuevo lenguaje musical. Sin embargo, no voy a intentar eso todavía... Pero no puede ser tan malo. Dice que incluso podría haber alguna manifestación violenta: la música podría convocar una determinada cosa desde las sombras de otra dimensión. Lo que he hecho seguramente no puede hacer nada de eso... pero será un experimento interesante. Y recuerda, Rambeau, sin interrupciones.
Quería agarrarlo del cuello y sacudirle la cabeza. Abrí la boca dos veces, pero no salieron palabras. Había comenzado a tocar, y los acordes susurrantes me silenciaron más rápido que una mano sobre mi boca. Tenía que escuchar; el genio no permitirá nada más. Estaba hechizado, los ojos clavados en sus dedos voladores.
La música aumentó, siguiendo extraños patrones de ritmo que nunca antes había escuchado y espero no volver a escuchar nunca más. Eran sobrenaturales, locos. La música me conmovió profundamente; se me puso la piel de gallina; mis dedos temblaron. Me incliné sobre en el borde de la silla, tenso, alerta.
Una ola de frío horror me invadió cuando la terrible melodía subió a un tono más alto. El instrumento temblaba como en agonía. La loca fantasía parecía extenderse más allá de las cuatro paredes de la habitación, temblar hacia otras esferas de sonido y movimiento, como si algunas de las notas se escaparan de mis oídos y se dirigieran a otra parte. Los pálidos labios de Baldwyn mostraban una sonrisa sombría. Fue una locura; los ritmos eran más antiguos que los albores de la humanidad e infinitamente más terribles. Apestaban a una corrupción sin nombre. Era malvado, malvado como la canción del druida o la canción de cuna del ghoul.
Durante una pausa repentina en la música, sucedió. El tragaluz sobre nosotros vibró y la luz de la luna que salpicaba el cristal pareció licuarse y descender. Un solo rayo de intensa blancura rompió el vidrio y todo el panel se dobló hacia adentro. Golpeó el suelo con estrépito. La lámpara de pie se atenuó y se apagó. Aun así, la loca obertura continuó, sus horribles ecos sacudiendo toda la casa, pareciendo llegar al infinito, acariciar las mismas estrellas.
A la tenue e incierta luz de la luna, vi a mi amigo sobre el teclado, ajeno a todo lo demás excepto a la música. Luego, sobre su cabeza, vi algo más. Al principio era solo una sombra más profunda. Luego se movió. Abrí la boca y grité, pero el sonido se perdió en ese caos de horror.
La sombra flotaba hacia abajo, una masa informe de negrura más densa. Se espesó y tomó forma gradualmente. Vi un ojo en llamas, un tentáculo viscoso y una pata espantosa que se extendía hacia abajo.
La música se detuvo y el silencio del vacío absoluto nos envolvió. Baldwyn se puso en pie de un salto, se volvió y miró hacia arriba. Gritó cuando la oscuridad se acercó más y una garra humeante se apoderó de él. Su rostro en la penumbra era una máscara de horror.
Saqué la pistola en mi bolsillo, mirando mientras la sombra rodeaba lentamente su cabeza. Inquieto, imitando los movimientos de un zombi, Baldwyn levantó los brazos para defenderse de la monstruosidad, y se perdieron en la sombra agitada.
Entonces debí haberme vuelto loco, porque hay muchas cosas que no puedo recordar. Sé que salté hacia la nube, clavé mis puños en ella. Mis manos no tocaron nada... aunque recuerdo un olor fétido. De alguna manera, el revólver había saltado a mi mano y disparé a la masa cinco veces. Las balas rompieron la pared, nada más. Algo me golpeó en la sien y caí de espaldas. Puede que fuera uno de los brazos de Baldwyn. No lo sé.
Un fuerte estruendo discordante me devolvió el sentido. Me acosté de espaldas en el suelo iluminado por la luna, revólver en mano. Un olor nauseabundo me puso de rodillas, jadeando por aire. Baldwyn se había desplomado hacia atrás sobre el teclado, inerte. Las notas seguían sonando, llenando la cámara de espantosa discordia. El horror no lo pude ver, pero lo sentí cerca.
La cabeza de Baldwyn rodó y se levantó bruscamente. Ya no era humano, sino algo espantoso y extraño. Estaba salpicado de pequeñas gotas de sangre y con agujeros que parecían quemaduras, pero eran algo más. Sus labios se retorcieron y gruñó con los dientes apretados:
—... ¡Rambeau!... ¡Rambeau!... No puedo ver... ¿Estás ahí...? Me tiene... ¡parte de mí!... ¡corre por tu vida!... ¡Dispárame! ¡Mátame!
Su orden me congeló de horror. En ese instante viví diez años. Olvidé la sombra imposible y el miedo que acechaba. Solo vi el rostro de mi amigo y los buenos recuerdos. Pensé en los apacibles días soleados que había pasado en una conversación seria bajo el enorme arce; pensé en noches de música.
Pero esa visión se oscureció y el horror regresó. Baldwyn se hundió más, su agarre en el instrumento cedió y cayó al suelo, boca arriba a la luz de la luna. Los últimos ecos espantosos resonaron en mis oídos; luego silencio. Vi la horrible sombra cerca de su cabeza, sus garras extendidas a tientas…
No esperé más. Sabía que lo decía en serio. Con mano temblorosa levanté el revólver y le disparé en la sien. Mi último esfuerzo consciente fue una loca carrera por la escalera serpenteante. Tropecé y caí en un pozo de oscuridad. Horas más tarde me desperté y me abrí paso por la casa, salí tambaleándome a la luz de la luna. Mi mente estaba en blanco. Podía recordar muy poco. Los terribles acontecimientos fueron un caótico revoltijo de horror. Mientras corría, seguí mirando por encima del hombro, mirando la cima del hastial oscuro cerca de la habitación de arriba de mi amigo.
He confesado y supongo que el juez y el jurado me colgarán. Realmente no puedo culparlos. Nunca entenderían por qué lo maté. Y ahora yo también debo pagar con mi vida por entrometerme en esos reinos prohibidos de pesadilla.
Todos los manuscritos de Baldwyn fueron quemados, incluida la copia del malvado libro de Yergler, por orden judicial especial. Parece que los vecinos escucharon los gritos y la música salvaje.
Y ahora otro terror me acecha. A menudo, en mis sueños, veo una forma nebulosa de absoluta oscuridad que cae del cielo nocturno para envolverme. Y en el centro de ese nimbo veo un rostro, una espantosa distorsión de algo que alguna vez fue humano y cuerdo: el rostro de mi amigo; mutilado y quemado, como debió de estar el rostro espantoso de Yergler.
Duane W. Rimel (1915-1996)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Duane W. Rimel.
Más literatura gótica:
- Relatos pulp.
- Relatos de los Mitos de Cthulhu.
- Relatos de terror de música.
- Relatos norteamericanos.
2 comentarios:
Hola, buen trabajo blogger ; aunque me gusta Lovecraft, el relato es zafable aún cuando solo le noto prosaico y visceral...
Si los manuscritos del músico fueron quemados, es implica que le creyeron al personaje narrador. Que si es condenado a muerte, será para terminar con la amenaza musical, no dejar vivo a quien conoce esa música extraña, que fue ejecutada.
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