«El hombre del piso de arriba»: Ray Bradbury; relato y análisis.
El hombre del piso de arriba (The Man Upstairs) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Ray Bradbury (1920-1912), publicado originalmente en la edición de marzo de 1947 de la revista Harper's Magazine, y luego reeditado por Arkham House en la antología de ese mismo año: Carnaval oscuro (Dark Carnival).
El hombre del piso de arriba, posiblemente uno de los cuentos de Ray Bradbury menos conocidos, relata la historia de Douglas, un chico de once años que sospecha que el nuevo inquilino de la pensión que administra su abuela es en realidad un vampiro.
SPOILERS.
Douglas es un muchacho despierto, observador. Su vida transcurre con normalidad hasta que el señor Koberman alquila la habitación del piso de arriba. Una mañana, Douglas observa a Koberman a través de una ventana de vidrio multicolor y, por un momento, cree que puede ver dentro de él. Por alguna razón, Koberman teme ser observado a través de este vidrio, y y rompe la ventana, culpando a Douglas por el accidente. Más tarde, Douglas entra a hurtadillas a la habitación de Koberman mientras este duerme, llevando consigo algunos pedazos de la ventana rota. Examina a Koberman con ojo perspicaz. Luego, con la misma meticulosidad que su abuela demuestra destripando gallinas, Douglas realiza una cirugía exploratoria en Koberman, totalmente paralizado, con un cuchillo de cocina. Dentro de su cuerpo descubre objetos gelatinosos de formas extrañas. Sin embargo, no es esto lo que causa la muerte de Koberman, sino el relleno que Douglas utiliza para sustituir los objetos extraídos: monedas de plata de su propia alcancía.
El hombre del piso de arriba es uno de esos cuentos macabros de Ray Bradbury donde el mundo normal se ve alterado por un patrón de comportamiento extraño; en este caso, en dos sentidos. Por un lado tenemos a Koberman, quien parece ser un vampiro; por el otro, a Douglas, un chico lo suficientemente perspicaz como para salirse de la norma y enfrentar lo desconocido (ver: Horror Doméstico: cuando lo desconocido se cuela por las grietas de lo cotidiano)
Douglas es el único que advierte el comportamiento inusual de Koberman, y lo hace analizando pequeños detalles. Por ejemplo, Koberman se niega a usar los cubiertos de mesa. Solo utiliza los suyos, hechos de madera. No lleva encima más que monedas de cobre, y parece rechazar la plata. Finalmente, su horario de trabajo lo mantiene fuera toda la noche, y durmiendo en su habitación durante todo el día.
La analogía entre la abuela y sus gallinas y Douglas y el hombre del piso de arriba agrega un ligero toque de humor a esta historia de Ray Bradbury. A su vez, evita que el asesinato quirúrgico del vampiro nos haga vacilar sobre la supuesta inocencia de Douglas (ver: Cómo funciona el Horror, y por qué pocos autores saben utilizarlo)
¿Es eso realmente cierto? Quiero decir, ¿los niños son inocentes por naturaleza? Algo de eso podemos encontrar en El hombre del piso de arriba de Ray Bradbury. Siempre encontramos excusas por la mala conducta de los niños, distrayéndonos de la verdad: los niños son capaces de hacer cosas terribles que los adultos ignoran o atribuyen a errores inocentes.
En este caso, Douglas está en lo cierto: Koberman es un vampiro (o al menos una versión de estos seres), pero lo cierto es que llega a esa conclusión durante la primera interacción con el nuevo inquilino. Douglas cree que el señor Koberman es extraño, pero visto en perspectiva solo parece ser un tipo que trabaja de noche y, por lo tanto, duerme de día. Es la curiosidad de Douglas, y su determinación, lo que lo lleva a investigar quién es realmente este sujeto, incluso si necesita hacer cosas malas para averiguarlo.
Es interesante cómo Ray Bradbury utiliza el conflicto y la tensión para explorar el miedo a los niños. El conflicto en El hombre del piso de arriba ocurre casi de inmediato, precisamente porque Koberman y Douglas son dos fuerzas opuestas. Están destinados a confrontar.
Ray Bradbury afirmó que un escritor nunca debería escribir sobre algo con lo que no está familiarizado. ¿Acaso tuvo alguna experiencia con un vampiro? Probablemente no, pero sí sostuvo que El hombre del piso de arriba es un elogio a su abuela, capaz de destripar un pollo con habilidad qurúrgica, la misma que demuestra la anciana que administra la pensión, y también Douglas, tal vez el único personaje de ficción que prescinde de las estacas para matar a un vampiro y, en cambio, decide practicar una cirugía exploratoria.
El hombre del piso de arriba.
The Man Upstairs, Ray Bradbury (1920-1912)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Recordó lo cuidadosa y eficientemente que la abuela trabajaba las tripas de pollo embutido y retiraba las maravillas que contenían; las asas relucientes y húmedas del intestino que huele a carne, el nudo musculoso del corazón, la molleja con la colección de semillas en ella. Con qué pulcritud y bondad la abuela cortaría el pollo y empujaría su manita gorda para despojarlo de sus sobras. Estas serían segregadas, algunas en recipientes con agua, otras en papel para ser arrojados al perro más tarde, quizás. Y luego el ritual de la taxidermia, rellenar al pájaro con pan aguado y condimentado y cerrar la cirugía con una aguja rápida y brillante, puntada tras puntada.
Esta fue una de las principales emociones de la vida de Douglas a los once años.
En total, contó veinte cuchillos en los varios cajones chirriantes de la mesa mágica de la cocina de la que la abuela, una vieja bruja de rostro amable y pelo blanco, sacaba la parafernalia para sus milagros.
Douglas debía estar callado. Podía pararse al otro lado de la mesa frente a la abuela, con la nariz pecosa apoyada en el borde, mirando, pero cualquier charla suelta podría interferir con el hechizo. Fue una maravilla cuando la abuela preparaba el ave, supuestamente rociando lluvias de polvo de momia y huesos indios pulverizados, murmurando versos místicos bajo su aliento desdentado.
—Abuela —dijo finalmente Douglas, rompiendo el silencio—. ¿Soy así por dentro?
Señaló al pollo.
—Sí —dijo la abuela—. Un poco más ordenado y presentable, pero casi igual...
—¡Y más que eso! —añadió Douglas, orgulloso de sus entrañas.
—Sí —dijo la abuela—. Más de eso.
—El abuelo tiene mucho más que yo.
La abuela se rio y negó con la cabeza. Douglas dijo:
—Y Lucie Williams, calle abajo, ella...
—¡Silencio, niño! —gritó la abuela.
—Pero ella tiene...
—¡No te preocupes por lo que tiene! Eso es diferente.
—¿Pero por qué ella es diferente?
—Un día vendrá una libélula de zurcir y te coserá la boca —dijo la abuela con firmeza—.
Douglas esperó y luego preguntó:
—¿Cómo sabes que tengo tripas así, abuela?
—¡Oh, vete, ahora!
Sonó el timbre de la puerta principal.
A través del vidrio de la puerta principal, mientras corría por el pasillo, Douglas vio un sombrero de paja. La campana sonó una y otra vez. Douglas abrió la puerta.
—Buenos días, niño, ¿la señora está en casa?
Los fríos ojos grises de un rostro alargado, terso y de color nuez, miraron a Douglas. El hombre era alto, delgado y llevaba un maletín, un paraguas bajo un brazo doblado, guantes ricos, gruesos y grises en sus delgados dedos, y llevaba un sombrero de paja horriblemente nuevo.
Douglas retrocedió.
—Ella está ocupada.
—Deseo alquilar su habitación en el piso de arriba, como se anuncia.
—Tenemos diez huéspedes, y ya está alquilado.
—¡Douglas! —de repente la abuela estaba detrás de él—. ¿Cómo está usted? —le dijo al extraño.
Sin sonreír, el hombre entró con rigidez. Douglas los vio subir hasta perderse de vista por las escaleras y escuchó a la abuela detallando las comodidades de la habitación de arriba. Pronto se apresuró a apilar la ropa de cama del armario de la ropa blanca sobre Douglas y enviarlo a subir con ella.
Douglas se detuvo en el umbral de la habitación. Esta cambió de manera extraña, simplemente porque el extraño había estado en ella un momento. El sombrero de paja yacía frágil y terrible sobre la cama, el paraguas se apoyaba rígido contra una pared como un murciélago muerto con las alas oscuras dobladas.
Douglas parpadeó hacia el paraguas.
El extraño estaba en el centro de la habitación cambiada, alto, muy alto.
—Aquí… —Douglas llenó la cama con suministros— comemos al mediodía en punto, y si llega tarde, la sopa se enfriará. La abuela lo arregla para que así sea.
El extraño hombre alto contó diez centavos de cobre nuevos y los tintineó en el bolsillo de la blusa de Douglas.
—Seremos amigos —dijo con gravedad.
Era gracioso, el hombre no tenía nada más que centavos. Muchos de ellos. Solo nuevos centavos de cobre.
Douglas le dio las gracias con tristeza.
—Dejaré estos en mi alcancía. Tengo seis dólares y cincuenta centavos listos para mi viaje de campamento en agosto.
—Debo lavarme ahora —dijo el hombre alto y extraño.
Una vez, a medianoche, Douglas se había despertado y escuchó una tormenta que retumbaba afuera: el viento frío y fuerte sacudía la casa, la lluvia chocaba contra la ventana. Y luego un rayo había aterrizado fuera de la ventana con una conmoción silenciosa y terrible. Recordó ese miedo de mirar a su alrededor en su habitación, de verla extraña y horrible en la luz instantánea.
Así era ahora, en esta habitación. Se puso de pie mirando al extraño. Esta habitación ya no era la misma, pero cambió indefiniblemente porque este hombre, rápido como un rayo, había arrojado su luz sobre ella. Douglas retrocedió lentamente mientras el extraño avanzaba.
La puerta se cerró en su cara.
El señor Koberman, porque ese era su nombre, había traído sus utensilios de madera cuando la abuela llamó a almorzar.
—Señora Spaulding —dijo en voz baja—, mis propios cubiertos; por favor, úselos. Hoy almorzaré, pero a partir de mañana, solo desayuno y cena.
La abuela entraba y salía, llevando soperas humeantes, frijoles y puré de papas para impresionar a su nuevo huésped, mientras Douglas se sentaba a hacer sonar los cubiertos en el plato, porque había descubierto que irritaba al señor Koberman.
—Conozco un truco —dijo Douglas.
Tomó un tenedor con la uña. Señaló varios sectores de la mesa, como un mago. Dondequiera que señalara, emergía el sonido de la horquilla vibrante, como una voz de elfo de metal. Simplemente apretaba el mango del tenedor sobre la mesa, en secreto. La vibración provenía de la madera como una caja de resonancia. Parecía bastante mágico.
—¡Ahí, ahí y ahí! —exclamó Douglas, volviendo a tirar feliz del tenedor. Señaló la sopa del señor Koberman y el ruido provenía de ella.
El rostro de color nogal del señor Koberman se endureció, firme y espantoso. Apartó violentamente el cuenco de sopa, torciendo los labios. Cayó hacia atrás en su silla.
Apareció la abuela.
—¿Qué sucede, señor Koberman?
—No puedo tomar esta sopa.
—¿Por qué?
—Porque estoy lleno y no puedo comer más. Gracias.
El señor Koberman salió de la habitación.
—¿Qué hiciste? —preguntó la abuela a Douglas, bruscamente.
—Nada. Abuela, ¿por qué usa sus propias cucharas de madera?
—No sé, ¿y qué pregunta es esa? ¿Cuándo volverás a la escuela, me pregunto yo?
—En siete semanas.
—¡Oh, mi Dios! —dijo la abuela.
El señor Koberman trabajaba de noche. Cada mañana a las ocho llegaba misteriosamente a casa, devoraba un desayuno muy pequeño y luego dormía silenciosamente en su habitación durante todo el caluroso día, hasta la gran cena con todos los demás huéspedes.
Los hábitos de sueño del señor Koberman hicieron necesario que Douglas se callara. Esto fue insoportable. Entonces, cada vez que la abuela salía a la calle, Douglas subía y bajaba las escaleras golpeando un tambor, haciendo rebotar pelotas de golf, o simplemente gritando durante tres minutos frente a la puerta del señor Koberman, o tirando el inodoro siete veces seguidas. El señor Koberman nunca se movió. Su habitación estaba en silencio, oscura. Nunca se quejó. No hubo nunca un sonido. Solo dormía. Fue muy extraño.
Douglas sintió que una llama blanca y pura de odio ardía en su interior con una belleza firme y sin parpadeo. Ahora esa habitación era la Tierra de Koberman. Una vez había sido un cuarto alegre cuando la señorita Sadlowe vivía allí. Ahora estaba opaco, desnudo, frío, limpio, todo en su lugar, extraño y quebradizo.
Douglas subió las escaleras.
A mitad de camino hacia el segundo piso había una gran ventana llena de sol, enmarcada por paneles de quince centímetros de vidrio naranja, morado, azul y rojo. En las mañanas encantadas, cuando el sol caía a través del rellano y se deslizaba por la barandilla de la escalera, Douglas solía quedar fascinado mirando el mundo a través de las ventanas multicolores.
Ahora era un mundo azul, un cielo azul, gente azul, tranvías azules y perros azules al trote. Movió los cristales. Ahora, ¡un mundo ámbar! ¡Dos mujeres de color limón se deslizaron, parecidas a las hijas de Fu Manchú! Douglas se rio. Este panel hizo incluso que la luz del sol fuese más puramente dorada.
Eran las ocho de la mañana. El señor Koberman pasó por la acera, regresando de su trabajo nocturno, con el bastón enrollado sobre el codo y el sombrero de paja pegado a la cabeza con aceite de patente. Douglas volvió a mover los cristales. El señor Koberman era un hombre rojo que caminaba por un mundo rojo con árboles rojos y flores rojas y... algo más.
Algo sobre el señor Koberman.
Douglas entrecerró los ojos.
El vidrio rojo le hizo cosas al señor Koberman. Su cara, su traje, sus manos. La ropa pareció derretirse. Douglas casi creyó, por un terrible instante, que podía ver dentro del señor Koberman. Y lo que vio lo hizo apoyarse salvajemente contra el pequeño panel rojo, parpadeando.
El señor Koberman miró hacia arriba en ese momento, vio a Douglas y levantó su paraguas de caña con enojo, como si fuera a golpear algo. Corrió rápidamente por el césped rojo hasta la puerta principal.
—¡Jovencito! —gritó, corriendo escaleras arriba—. ¿Que estabas haciendo?
—Sólo miraba —dijo Douglas, aturdido.
—Eso es todo, ¿verdad? —gritó el señor Koberman.
—Sí, señor. Miro a través de todos los vidrios. Todo tipo de mundos. Azul, rojo, amarillo. Todos diferentes.
—Todo tipo de mundos, ¿verdad? —el señor Koberman miró los pequeños paneles de vidrio, su rostro pálido. Se controló a sí mismo. Se secó la cara con un pañuelo y fingió reír—. Sí. Todo tipo de mundos. Todos diferentes —Caminó hasta la puerta de su habitación—. Adelante, sigue con tu juego —dijo.
La puerta se cerró. El pasillo estaba vacío. El señor Koberman había entrado.
Douglas se encogió de hombros y encontró un panel nuevo.
—¡Oh, todo es violeta!
Media hora después, mientras jugaba en su cajón de arena detrás de la casa, Douglas escuchó un estrépito y un tintineo estremecedor. Se levantó de un salto. Un momento después, la abuela apareció en el porche trasero, con la vieja navaja temblando en su mano.
—¡Douglas! ¡Te dije una y otra vez que nunca arrojes tu pelota de baloncesto contra la casa! ¡Oh, podría llorar!
—He estado sentado aquí —protestó él.
—¡Ven a ver lo que has hecho, chico desagradable!
Los grandes cristales de las ventanas de colores yacían destrozados en un caos de arco iris en el rellano de arriba. Su pelota de baloncesto estaba arruinada.
Antes de que pudiera siquiera comenzar a proclamar su inocencia, Douglas recibió una docena de golpes en el trasero. Dondequiera que aterrizara, gritando, el mango de la navaja golpeaba de nuevo.
Más tarde, escondiendo su mente en la pila de arena como un avestruz, Douglas cuidó sus espantosos dolores. Sabía quién había lanzado esa pelota de baloncesto. Un hombre con sombrero de paja y sombrilla rígida y una habitación fría y gris. Sí. Goteó lágrimas. Espera. Solo espera.
Escuchó a la abuela barriendo los cristales rotos. Los sacó y los tiró a la basura. Meteoritos de cristal azules, rosados y amarillos cayeron brillantemente. Cuando ella se fue, Douglas se arrastró, gimiendo, para salvar tres piezas del increíble cristal. Al señor Koberman no le gustaban las ventanas de colores. Éstos, los tintineó entre los dedos, valdría la pena salvarlos.
El abuelo llegaba de la oficina del periódico todas las noches, poco antes que los demás huéspedes, a las cinco en punto. Cuando un paso lento y pesado llenó el pasillo, y un bastón grueso de caoba golpeó en el bastidor, Douglas corrió a abrazar el gran estómago y se sentó en las rodillas del abuelo mientras leía el periódico de la tarde.
—¡Hola, abuelo!
—¡Hola, allá abajo!
—La abuela volvió a cortar pollos hoy. Es divertido verlos —dijo Douglas.
El abuelo siguió leyendo.
—Eso es dos veces esta semana, gallinas. Ella es la mujer gallina. ¿Te gusta verla cortarlas, eh? ¡Pimienta de sangre fría! ¡Ja!
—Soy curioso.
—Lo eres —rugió el abuelo, frunciendo el ceño—. ¿Recuerdas el día en que mataron a esa joven en la estación de tren? Simplemente te acercaste y la miraste, con sangre y todo —rio—. Eres un pájaro raro, muchacho. Sigue así. No temas a nada, nunca en tu vida. Supongo que lo sacaste de tu padre —El abuelo volvió a su periódico.
Una pausa larga.
—¿Abuelo?
—¿Sí?
—¿Qué pasa si un hombre no tiene corazón, ni pulmones ni estómago, pero sigue vivo?
—Eso —gruñó el abuelo—, sería un milagro.
—No me refiero a un milagro. Quiero decir, ¿y si él fuera todo diferente por dentro? No como yo.
—Bueno, entonces no sería muy humano, ¿verdad, muchacho?
—Supongo que no, abuelo. Abuelo, ¿tienes corazón y pulmones?
El abuelo se rio entre dientes.
—Bueno, te digo la verdad, no lo sé. Nunca los vi. Nunca tuve una radiografía, nunca fui a un médico. Bien podría ser una papa sólida por lo que sé.
—¿Tengo yo estómago?
—¡Por supuesto que sí! —gritó la abuela desde la entrada del salón—. ¡Porque yo lo alimento! Y tienes pulmones, gritas lo suficientemente fuerte como para despertar a las migajas. ¡Y tienes las manos sucias, ve a lavarlas! La cena está lista. Abuelo, vamos. ¡Douglas!
En la avalancha de huéspedes que bajaban las escaleras, el abuelo, si tenía la intención de interrogar más a Douglas sobre la extraña conversación, perdió su oportunidad. Si la cena se demoraba un instante más, la abuela y las patatas desarrollarían grumos simultáneos.
Los inquilinos reían y hablaban en la mesa. El señor Koberman, como siempre, estaba silencioso y hosco entre ellos. El bullicio fue silenciado cuando el abuelo carraspeó. Habló de política unos minutos y luego pasó al intrigante tema de las peculiares muertes recientes en la ciudad.
—Es suficiente para hacer que un viejo editor de un periódico aguce el oído —dijo, mirándolos a todos—. Esa joven señorita Larson, vivía al otro lado del barranco. La encontraron muerta hace tres días sin ningún motivo, y con una expresión facial que haría que Dante se estremeciera. Y esa otra joven, ¿quién era? ¿Su nombre? ¿Whitely? Desapareció y nunca volvió.
—Esas cosas pasan todo el tiempo —dijo Britz, el mecánico del garaje, masticando—. ¿Alguna vez echó un vistazo a un archivo de la Oficina de Personas Desaparecidas? Es tan largo… —ilustró—. No podría ni decir lo que les pasa a la mayoría de ellos.
—¿Alguien quiere más?
La abuela sirvió generosas porciones del interior del pollo. Douglas miró, pensando en cómo ese pollo había tenido dos tipos de tripas: hechas por Dios y hechas por el hombre; bueno, por el relleno de la abuela.
La conversación continuó sobre la misteriosa muerte de fulano de tal y, oh, sí, alguien recordó que hacía una semana, Marion Barsumian murió de insuficiencia cardíaca, pero, ¿tal vez estaba conectado con las otras muertes.
—¡Estás loco! Olvídalo, ¿por qué hablar de ello en la mesa?
—Quizás tengamos un vampiro en la ciudad —dijo Britz.
El señor Koberman dejó de comer.
—¿En el año 1927? —dijo la abuela—. ¿Un vampiro? Oh, vamos.
—Seguro —dijo el señor Britz—. Mátalos con balas de plata. Cualquier cosa de plata para el caso. Los vampiros odian la plata. Lo leí en un libro en alguna parte, una vez. Claro que lo hice.
Douglas miró al señor Koberman, que comía con tenedores y cuchillos de madera y sólo llevaba monedas de un centavo de cobre en el bolsillo.
—Es una falta de criterio —dijo el abuelo—, llamar a cualquier cosa por un nombre. No sabemos qué es un vampiro o un troll. Pueden ser muchas cosas. No se pueden clasificar en categorías, creyendo que actuarán de una forma u otra. Sería una tontería. Son personas. Personas que hacen cosas. Sí, esa es la forma de decirlo: personas que hacen cosas.
—Disculpen —dijo el señor Koberman, quien se levantó y salió a caminar al trabajo por la tarde.
Las estrellas, la luna, el viento, el tic-tac del reloj y el repique de las horas hasta el amanecer, el sol saliendo, y aquí llegaba otra mañana, otro día, y el señor Koberman venía por la acera de su trabajo nocturno. Douglas se quedó parado como un pequeño mecanismo que zumbaba y observaba con ojos microscópicos.
Al mediodía, la abuela fue a la tienda a comprar víveres.
Como era su costumbre cuando la abuela no estaba, Douglas gritó afuera de la puerta del señor Koberman durante tres minutos completos. Como de costumbre, no hubo respuesta. El silencio fue horrible.
Bajó corriendo las escaleras, tomó la llave maestra, un tenedor plateado y las tres piezas de vidrio de colores que había salvado de la ventana rota. Encajó la llave en la cerradura y abrió la puerta lentamente. La habitación estaba a media luz, las cortinas corridas. El señor Koberman yacía sobre sus mantas, vestido con ropa de dormir, respirando suavemente, arriba y abajo. No se movió. Su rostro estaba inmóvil.
—¡Hola, señor Koberman!
Las paredes incoloras hacían eco de la respiración regular del hombre.
—¡Señor Koberman, hola!
Rebotando una pelota de golf, Douglas avanzó, gritando:
—¡Señor Koberman!
Inclinándose sobre el señor Koberman, Douglas acercó los dientes del tenedor de plata en la cara del hombre dormido.
El señor Koberman hizo una mueca. Se retorció. Gimió amargamente.
Douglas sacó un trozo de cristal azul de su bolsillo. Mirando a través del fragmento se encontró en una habitación azul, en un mundo azul diferente al mundo que conocía. Tan diferente como era el mundo rojo. Muebles azules, cama azul, techo y paredes azules, cubiertos de madera azul encima del escritorio azul, y el sombrío azul oscuro del rostro y los brazos del señor Koberman y su pecho azul subiendo, bajando. También…
Los ojos del señor Koberman estaban muy abiertos, mirándolo con una oscuridad hambrienta.
Douglas retrocedió y se quitó el cristal azul de los ojos.
Los ojos del señor Koberman estaban cerrados.
Vidrio azul de nuevo: abiertos. Sin vidrio azul: cerrados. Vidrio azul de nuevo: abiertos.
Douglas tembló. A través del cristal, los ojos parecían mirar hambrientos, ávidos a través de los párpados cerrados del señor Koberman. Sin el cristal azul parecían bien cerrados.
Pero era el resto del cuerpo del señor Koberman lo que resultaba extraño.
La ropa de cama del señor Koberman no se veía. El cristal azul tuvo algo que ver con eso. O tal vez fue la ropa en sí, solo por estar sobre el señor Koberman.
Douglas gritó.
¡Estaba mirando a través de la pared del estómago del señor Koberman, justo dentro de él!
Pero el señor Koberman era sólido. O casi, de todos modos.
Dentro de él había formas extrañas.
Douglas debió haberse quedado asombrado durante cinco minutos, pensando en los mundos azules, los mundos rojos, los mundos amarillos uno al lado del otro, viviendo juntos como paneles de vidrio alrededor de la gran ventana blanca de la escalera. Uno al lado del otro, los cristales de colores, los diferentes mundos. El señor Koberman lo había dicho él mismo.
Así que por eso se había roto la ventana.
—¡Señor Koberman, despierte!
Sin respuesta.
—Señor Koberman, ¿dónde trabaja de noche? Seños Koberman, ¿dónde trabaja?
Una pequeña brisa agitó la persiana azul.
—¿En un mundo rojo o verde o amarillo, señor Koberman?
Sobre todo había un silencio de cristal azul.
—Espere ahí —dijo Douglas.
Bajó a la cocina, abrió el gran cajón que rechinaba y sacó el cuchillo más afilado y grande.
Con mucha calma, entró en el pasillo, volvió a subir las escaleras, abrió la puerta de la habitación del señor Koberman, entró y la cerró, sosteniendo el cuchillo afilado en una mano.
La abuela estaba ocupada metiendo los dedos en una masa de pastel en un molde cuando Douglas entró en la cocina para colocar algo en la mesa.
—Abuela, ¿qué es esto?
Ella miró brevemente por encima de sus lentes.
—No lo sé.
Era cuadrado, como una caja, y elástico. Era de color naranja brillante. Tenía cuatro tubos cuadrados, de color azul, unidos a él. Olía raro.
—¿Has visto algo así, abuela?
—No.
—Es lo que pensaba.
Douglas lo dejó ahí, salió de la cocina. Cinco minutos después regresó con algo más.
—¿Qué tal esto?
Dejó una cadena de eslabones de color rosa brillante con un triángulo púrpura en un extremo.
—No me molestes —dijo la abuela—. Es sólo una cadena.
La próxima vez regresó con las dos manos ocupadas. Un anillo, un cuadrado, un triángulo, una pirámide, un rectángulo y otras formas. Todas eran flexibles, resistentes y parecían hechas de gelatina.
—Esto no es todo —dijo Douglas, dejándolos—. Hay más de donde vinieron.
—Sí, sí —dijo la abuela en un tono lejano, muy ocupado.
—Te equivocaste, abuela.
—¿Acerca de qué?
—Que todas las personas son iguales por dentro.
—Deja de decir tonterías.
—¿Dónde está mi alcancía?
En la repisa de la chimenea, donde la dejaste.
—Gracias.
Entró pisando fuerte en la sala, tomó su alcancía.
El abuelo llegó a casa de la oficina a las cinco.
—Abuelo, sube las escaleras.
—Claro, hijo. ¿Por qué?
—Tengo algo para mostrarte. No es agradable, pero es interesante.
El abuelo se rio entre dientes, siguiendo los pies de su nieto hasta la habitación del señor Koberman.
—La abuela no debe saber sobre esto; no le gustaría —dijo Douglas.
Empujó la puerta para abrirla de par en par.
—Allí.
El abuelo jadeó.
Douglas recordó las siguientes horas durante el resto de su vida. De pie junto al cuerpo desnudo del señor Koberman, el forense y sus ayudantes. La abuela, abajo, preguntando a alguien:
—¿Qué está pasando ahí arriba?
Y el abuelo respondió, tembloroso:
—Me llevaré a Douglas a unas largas vacaciones para que pueda olvidar todo este espantoso asunto. ¡Horrible, espantoso asunto!
Douglas dijo:
—¿Por qué debería ser malo? No veo nada malo. No me siento mal.
El forense se estremeció y dijo:
—Koberman está muerto.
Su asistente sudaba.
—¿Viste esas cosas en los recipientes de agua y en el papel de regalo?
—Oh, Dios mío, Dios mío, sí, los vi.
—Cristo.
El forense se inclinó de nuevo sobre el cuerpo del señor Koberman.
—Es mejor que esto se mantenga en secreto, muchachos. No fue un asesinato. Fue una misericordia que el niño actuara. Dios sabe lo que podría haber pasado si no lo hubiera hecho.
—¿Qué era Koberman? ¿Un vampiro? ¿Un monstruo?
—Tal vez. No lo sé. Algo… no humano.
El forense movió hábilmente las manos sobre la sutura.
Douglas estaba orgulloso de su trabajo. Se había tomado muchas molestias. Había observado a la abuela con atención y había recordado. Aguja e hilo y todo. Con todo, el señor Koberman fue un trabajo tan limpio como cualquier pollo que la abuela haya llevado al infierno.
—Escuché al niño decir que Koberman siguió vivo incluso después de que le quitara todas esas cosas.
El forense miró los triángulos, las cadenas y las pirámides que flotaban en los recipientes de agua.
—Siguió vivo. Dios. ¿El chico dijo eso?
—Sí.
—Entonces, ¿qué mató a Koberman?
El forense sacó algunos hilos de coser de su ropa de cama.
—Esto —dijo.
La luz del sol parpadeaba fríamente en un tesoro a medio revelar; seis dólares y setenta centavos en monedas de plata dentro del pecho del señor Koberman.
—Creo que Douglas hizo una sabia inversión —dijo el forense, cosiendo rápidamente.
Ray Bradbury (1920-1912)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Ray Bradbury.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Ray Bradbury: El hombre del piso de arriba (The Man Upstairs), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Magnífico. Este relato está incluido en el libro de cuentos "El país de octubre", que además acaba de ser reeditado por Minotauro.
Este blog es genial. Es el único que leo por su calidad. El artículo sobre "IT" es extraordinario.
Un cordial saludo.
Muchas gracias por el apoyo, Melmoth!
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