«El dios con orejas de perro»: Frank Belknap Long; relato y análisis.
El dios con orejas de perro (The Dog-Eared God) es un relato de terror del escritor norteamericano Frank Belknap Long (1901-1994), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1926 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Los perros de Tíndalos (The Hounds of Tindalos).
El dios con orejas de perro, uno de los cuentos de Frank Belknap Long menos conocido, acaso por haber sido concebido antes de entrar en el Círculo de Lovecraft y los Mitos de Cthulhu, narra la historia de un arqueólogo aficionado, el profesor Dewey, y del descubrimiento de un siniestro sarcófago proveniente del Antiguo Egipto.
Si bien podemos pensar que El dios con orejas de perro reúne las características necesarias para inscribirlo dentro del relato de terror de momias, es más bien la crónica alucinatoria sobre el posible pasado de los dioses egipcios, y cómo aquellos quizá no fueron en absoluto metáforas o símbolos representativos, sino seres reales, híbridos, mitad hombres mitad animales, que alguna vez gobernaron sobre la humanidad, y desde entonces acechan en los rincones del sueño para acelerar su regreso.
El dios con orejas de perro.
The Dog-Eared God, Frank Belknap Long (1901-1994)
—¿Qué opinas? —preguntó el profesor Dewey.
El tamaño colosal del sarcófago que albergaba a la momia acentuaba la pequeñez de mi amigo. Por algún motivo (no sé por qué la imagen se me vino a la cabeza) pensé en De Quincey, el alucinado fumador de opio, caminando perezosamente por las calles de Londres, un personaje grotesco y diminuto calzado con pantuflas que llevaba el mundo dentro de su cabeza.
El profesor Dewey tenía un increíble parecido con De Quincey. Su frente era alta y estrecha, y estaba llena de arrugas; tenía las mejillas chupadas y la piel allí estaba tirante y amarillenta. Apenas podríamos describir su nariz como de tipo romano. Su sonrisa era sombría y sin vida, y muy poca gente se sentía atraída por su persona. Pero debajo de este aspecto repulsivo y exterior, el pequeño sujeto tenía un buen corazón, y yo encontraba su compañía deliciosamente estimulante.
El hobby del profesor era la arqueología y compraba importantes cantidades de momias todos los años; ilegalmente, me temo. Jamás ningún oficial de aduanas curioso ha puesto sus manos gubernamentales en las adquisiciones del profesor Dewey. Ningún empleado administrativo impertinente ha cuestionado al profesor Dewey por el valor de sus extrañas y, con frecuencia, repulsivas propiedades. El profesor ha hecho arreglos con una docena de oficiales taimados y pillos para no ser interrogado, y como resultado de estas cuidadosas negociaciones jamás ha perdido una momia, ni un escarabajo, ni una piedra preciosa. En tan sólo un año ochenta y tres momias han sido introducidas clandestinamente en su majestuosa mansión de piedra pardusca situada en Riverside Drive.
Nos encontrábamos en la habitación de las momias del profesor Dewey, una sala enorme alfombrada de terciopelo rojo y cubierta por unas más que siniestras cortinas negras. Me parecía ridículo que el profesor adornara esta estancia con los tópicos de un melodrama de misterio, pero siempre me ha resultado imposible entender los divertidos caprichos de mi amigo. Debajo de su excentricidad era un personaje razonablemente genuino y no es justo esperar mucho sentido común o compostura en los hombres de genio.
La momia que estaba ante nosotros era excepcionalmente alta. Destacaba con claridad en las tinieblas amarillentas de la enorme habitación y tenía indudables señales de ser muy vieja. Su forma era realmente rara, el pecho le sobresalía curiosamente y su nariz era gigantesca. Efectivamente, este último miembro casi sobresalía por entre las vendas aromáticas y malolientes.
—Un Cyrano egipcio —señalé, permitiéndome una sonrisa en mi rostro, generalmente adusto y severo. El profesor aseguraba que mis facciones eran solemnes y, al ser muy joven, me sentí bastante orgulloso de esta observación— ¡Seguro que las damas le rehuían! —añadí, al ver la mueca de mi amigo.
—Estamos tratando un asunto serio —dijo, tras una pausa que pareció interminable—. Jamás ha llegado de Egipto nada igual. ¡No me agrada!
La voz de mi amigo era angustiosamente hueca. Me ponía nervioso e intenté calmarle.
—No veo nada extraño en esta momia —repliqué—. Está claro que, entre los egipcios, también existían distintos tipos de personas. Me atrevería a decir que tenían sus propios espectáculos y circos en los que actuarían los típicos bichos raros. Este pobre sujeto debió de haber sido el rey de los bufones; no está nada bien burlarse de él ahora, después de tantos años. Estoy seguro de que su vida fue bastante desdichada.
El profesor frunció aún más el ceño.
—Hay que ser serios —dijo—. Esta momia es muy poco corriente. No soy ningún sensacionalista, mi querido amigo, pero puedo afirmar que a mis enemigos les encantaría usar esta cosa para desacreditarme. Tenemos que ser muy cautelosos a la hora de publicar los resultados de nuestros experimentos.
—¿Experimentos? —repetí.
Poseía un entusiasmo casi infantil y ridículo por cualquier variedad de investigación.
—Tengo unos cuantos experimentos en la cabeza que van a demandar gran cantidad de coraje. Si crees que no estás capacitado para llevarlos a cabo te agradecería que me lo dijeras con toda franqueza. Pero antes tengo que avisarte y prepararte, y describir lo que vamos a hacer.
El profesor fumó un rato en silencio. El humo ascendía en espirales y formaba una nube extraña de color grisáceo sobre el cajón en el que reposaba la momia. Ésta parecía destacar en medio de las tinieblas como si fuera la vengadora de las otras desdichadas e indefensas ochenta y tres que el profesor había diseccionado y destruido. Cuando mi amigo volvió a hablar su voz había adquirido un tono más calmado. Habló lentamente, interrumpiéndose de cuando en cuando con una tos ocasional.
—Hay algunos mitos entre las ricas tradiciones de la humanidad que no están del todo basados en hechos objetivos y sólidos. No creo que la imaginación de los pueblos primitivos sea capaz de crear por sí sola castillos en el aire. La ciencia moderna muchas veces no nos deja ver con claridad y se burla con demasiada frecuencia de las leyendas sobre dioses y diosas que han llegado hasta nosotros. Es absurdo pensar que los egipcios crearon sus dioses monstruosos a partir de la mera observación del reino animal. Existe algo tan inmenso, tan psicológicamente terrible acerca de los dioses egipcios que es difícil creer que tan sólo sean un simple producto de la imaginación humana. O bien son entes creados por algún soñador con una fantasía inaudita, un Edgar Allan Poe egipcio, o...
El profesor Dewey se calló antes de terminar su sentencia. Supongo que le costaba decir en voz alta tan aventurado juicio, pues hizo una pausa antes de proseguir:
—Esos dioses con forma de cocodrilo, aquellos con cabeza de gato o las divinidades de orejas de murciélago, son entes más extraños y envilecidos que cualquier otra cosa que podamos encontrar en el mundo moderno. Incluso los salvajes de África o Australia serían incapaces de desarrollar algo tan maligno. Y sin embargo, si hacemos caso a los historiadores, el pueblo egipcio alcanzó un nivel muy alto de cultura ética. No serían capaces de mostrar con tanta alegría semejantes horrores.
Mi amigo dudó de nuevo, como si le molestara poner en palabras su teoría. Mi entusiasmo le animó a hacerlo por fin.
—Con frecuencia he pensado que esos monstruos existieron en la realidad. ¿Por qué tenemos que suponer que los hombres son los únicos seres inteligentes que moran en este planeta? No me considero un estúpido. Mis enemigos darían con gusto varios años de su vida por escuchar esta conversación. Pero tan sólo conocerán los resultados, sí estos no son demasiado repugnantes.
El profesor Dewey se hundió en su silla como si estuviera exhausto. Tenía la frente amarilla cubierta por completo de cientos de gotitas de sudor. Le temblaban los labios.
—George —tartamudeó—, tenemos que probarlo. Esta noche dormiremos aquí. A no ser, claro, que tengas miedo a dormir con eso en la misma habitación.
—Pero, en realidad, ¿qué es eso? —pregunté, señalando con horror la colosal momia.
Mi amigo no me respondió directamente, pero sus palabras fueron terriblemente perturbadoras.
—Hace veinte o treinta mil años los egipcios enterraron a su primer rey. Existían extraños reyes en los albores del mundo.
El profesor Dewey estaba durmiendo profundamente, pero algo hizo que me incorporara. No sé si oí el ruido en sueños o si realmente provenía de la esquina de la habitación en la que la gigantesca momia yacía solemnemente envuelta en sus vendajes. Pero viniera de donde viniera, resultó bastante inquietante escucharlo a las tres de la madrugada.
Quizás hayas escuchado a los perros aullando en la noche, o a lo mejor has oído en los trópicos los terribles gemidos de los monos cuando despiertan de un sueño sin alma y ven las estrellas que les espían con maldad. Si has oído semejantes sonidos podrás hacerte una vaga idea de lo viles que resultan estas exhibiciones siniestras y del terror que provocan en cualquier persona normal.
El primer gemido que escuché (y que en ocasiones parecía subir de tono hasta convertirse casi en un aullido) no me asustó. Pero si la incómoda silla que tenía debajo de mis posaderas se hubiera puesto a charlar con el sofá, o el reloj hubiera comenzado a andar por la alfombra, no me habría horrorizado tanto. Me incorporé y esperé. Durante un rato no sucedió nada, pero luego empecé a oír un tenue sonido, como si alguien arañase y rasgase la madera, intentando salir de un armario. Unas zarpas, fueran del tipo que fueran, estaban sin duda ocupadas en alguna parte.
—¡Ratas! —reflexioné, y me agarré desesperadamente a esa respuesta.
Seguro que había ratas en un caserón en el que se llevaban a cabo unas prácticas impías y desagradables.
En realidad, pensé que el profesor podía considerarse afortunado de que las ratas le hagan el trabajo sucio. Gracias a ellas no necesita enterrar los desperdicios sobrantes. Tiene que ser muy difícil deshacerse de todos los huesos de los dedos, los pelos y esas cosas, a no ser que los queme, y, desde luego, las ratas le evitan esa incómoda tarea.
Luego me di cuenta de lo necias que eran mis deducciones y me pasé la mano por el rostro. Tenía la frente terriblemente caliente, estaba nervioso, enfebrecido.
—Seguramente me he dejado influir —pensé—. No tenía que haber dormido jamás en esta fría habitación.
Recordé que había estado estornudando y tosiendo toda la tarde anterior. La más pequeña sensación de fiebre me hacía delirar; en ese aspecto no he sido muy afortunado. Enrollé las mantas alrededor de mi cuello y me di la vuelta. Creo que me dormí, pero estoy convencido de que lo que vi después tenía una cierta trascendencia externa. Fue algo más que un simple sueño y, con total seguridad, algo más que una mera alucinación. Fue, creo, una serie completa de recuerdos que se proyectaron sobre la habitación.
Cuando lo vi me hallaba sentado y oí que el reloj de fuera daba las cuatro. Una inmensidad blanca se desplegó delante de mí y me cegó por completo durante unos instantes. Era como una sucesión de luces sobre una pantalla plateada. La sustancia blanca cambiaba continuamente, menguando y engordando, mientras unas formas horribles y distorsionadas se movían en su superficie. Se trataba de figuras amorfas y al principio no pude distinguirlas con claridad. No eran del todo humanas. Parecían tener cuerpo de hombre, pero cabezas de animales.
Cuando la visión, o como quieran llamarlo, se hizo más clara, vi que esas criaturas innombrables se habían unido en una sólida formación y que desfilaban con solemnidad delante de mí. Transportaban un objeto indescriptible que no hacían ningún esfuerzo por ocultar. Las figuras de los que desfilaban eran repulsivas, pero la forma de esa cosa larga y distorsionada resultaba infernal. Estaba cubierta de pelo, pero jamás había visto nada semejante bajo las estrellas. Tenía la cara hundida como la de un murciélago y unas enormes orejas de perro; los colmillos amarillentos brillaban ominosos bajo aquella luz extraña y antinatural. La cosa estaba muerta y tenía las mejillas hundidas y vacías.
Los portadores llevaban antorchas que movían de un lado a otro con alegría, como si estuvieran felices de que la cosa hubiera muerto. Yo sentía una extraña simpatía por ellos, pero los cielos saben cuán malvados eran. Las antorchas despedían una misteriosa luz azulada, incluso, pensé, un hedor satánico; mientras miraba, otros nuevos se unían a la bamboleante y blasfema procesión, y ésta avanzaba poco a poco con mayor velocidad. Y entonces comenzaron el canto y las invocaciones, y los terribles himnos en honor a los muertos crecieron y resonaron por toda la habitación hasta que tuve que taparme los oídos con las manos para dejar de escuchar aquellos cantos antiguos y obscenos.
—¡Nuestro señor de más allá de los cielos ha muerto! —gemían—. En lo más hondo, en lo más hondo de la tierra enterraremos a nuestro rey. Durante largo tiempo nos ha gobernado, y horribles males ha hecho caer sobre nosotros, pero era nuestro rey de más allá de los cielos y veneramos su memoria. Terrible era su negra lengua que escupía fuego, terrible fue cuántas doncellas devoró, terrible la sangre que bebió, pero era nuestro rey. En El libro de los muertos está escrito que será juzgado por los dioses, por sus iguales será juzgado. Aparecerá como una serpiente, como un reptil ante sus pares, pero por sus orejas le conocerán.
Entonces la imagen se aclaró por completo, y vi que el cortejo pisaba unas arenas calientes y rojizas, y una enorme estatua de piedra que asomaba por detrás de ellos. Se trataba de una esfinge, pero mucho más antigua que la que nosotros conocemos, y sus ojos brillaban funestos. Enterraron a su rey en el interior de una profunda fosa excavada en la tierra, redonda y perfecta, al pie de la estatua, y arrojaron polvo de oro sobre él, y ungieron sus labios con el aceite que portaban en unos jarros de pórfido veteado.
Indescriptibles fueron los ritos que realizaron ante él, y las últimas palabras del repugnante sacerdote mayor, que tenía cabeza de lagarto, sonaron letales, y yo temblé al darme cuenta de a quién iban dirigidas.
—Dormirás durante treinta siglos, pero una criatura pequeña, sin pelo y desvergonzada, te arrastrará porque en su época él es como un dios. Pero su maldad no perdurará mucho tiempo bajo el sol. Él también volverá al polvo, y una criatura insignificante sin pies ni ojos jugará con sus resecos huesos. Está escrito. Descansa en paz, ¡y recuerda a los que te adoramos!
La visión se hizo más difusa y las figuras parecían fusionarse unas con otras. Luego, poco a poco, la oscuridad fue haciéndose dueña del lugar y me vi a mí mismo contemplando aterrorizado la monstruosa adquisición del profesor Dewey. Sobresalía apenas entre toda aquella oscuridad y parecía estar removiéndose y retorciéndose sobre sí misma. Miré fascinado mientras las vetustas vendas caían al suelo y dos largas manos rosa aparecían y se agitaban en el aire ceremoniosas y eclécticas. Las manos estaban descarnadas y cubiertas de un vello rojizo y suave. Intenté incorporarme, pero los ojos de la cosa me miraban con vileza y me ordenaban permanecer en silencio.
Le enfadaba que cuestionara su supremacía espiritual. Tenía los ojos al descubierto, pero aquella nariz gigantesca y repugnante permaneció misericordiosamente oculta por varias capas de las casi desintegradas vendas. Resultaba espantoso ver los esfuerzos que hacía la cosa por liberarse. Se retorcía y contraía continuamente, y en su malignidad se asemejaba a un gran gusano rollizo que intentara escapar de un agujero excavado en la tierra.
Lo que sucedió a continuación siempre quedará confuso en mi cerebro. Creo recordar que el profesor Dewey yacía tumbado de espaldas con los ojos cerrados, y que algo se erguía delante de él en medio de la penumbra reinante, como un vengador de tiempos remotos. Creo que vislumbré unas facciones terriblemente espantosas, dos orejas enormes que sobresalían de un cráneo estrecho y verdoso, y la silueta de una nariz gigantesca, tan larga como la trompa de un elefante, que permaneció breves momentos de perfil.
Después fuego, un diluvio de fuego que salió de la nariz y de la boca de la criatura, un fuego salido del infierno, de más allá de Arturo. Vi que los ojos del profesor se abrían, y descubrí que contemplaba a la cosa con una momentánea mirada de triunfo. El júbilo de su rostro fue rápidamente reemplazado por la agonía y la desesperación. Extendió los brazos como si intentara rechazar una terrible maldición y, mientras yo miraba, su rostro se marchitó y ennegreció.
—Tenía razón —gritó—. Los egipcios no veneraban a los hombres. ¡Dios tenga piedad de mi alma!
No me quedé para reconfortar a mi malherido amigo. Salí gritando de la habitación y corrí hasta abandonar la casa y llegar al exterior. Miré hacia arriba y pude ver un hilillo de humo que salía de una de las ventanas superiores, pero me di la vuelta. Corrí alocadamente a través de avenidas solitarias y retorcidas callejuelas, y finalmente encontré la entrada de una boca de metro. Me precipité salvajemente escaleras abajo y pasé por delante de la taquilla sin pagar el peaje. Por suerte nadie me vio. Al rato me hallaba en el interior de un rugiente convoy, con los hombros apoyados en un desgraciado que estaba borracho, a cuyos oídos susurré una historia que le hizo lanzar una exclamación y negar con la cabeza.
—A vosotros los jóvenes siempre os pasan cosas —hizo una mueca—. Ya me gustaría tener tu suerte.
Siempre he pensado que los periódicos son excesivamente prosaicos a la hora de relatar las noticias. El siguiente recorte, aparecido en un periódico de Nueva York, demostrará lo que digo:
»Un incendio en el West Side causa serios problemas ayer por la mañana, cuando tres dotaciones de reserva de la policía tuvieron que ayudar a los bomberos para cerrar el paso a los excitados transeúntes que querían acercarse al edificio en llamas. Durante dos horas treinta o cuarenta hombres encapuchados se esforzaron por rescatar al inquilino y causaron serios inconvenientes. La policía no se podía explicar por qué unos extraños se tomaron tantísimo interés en un pobre y moribundo desdichado, hasta que luego se descubrió que el edificio estaba habitado por un profesor excéntrico y misántropo al que se cree envuelto en ciertas operaciones de contrabando.
»El agente Henley, de la comisaría de la Calle Oeste 93, asegura que uno de los rescatadores se quitó la capucha un instante, y que su rostro estaba cuarteado y comido por los bordes. Por suerte para la reputación del agente Henley se sabe que sufre de migrañas, y lo más probable es que lo que ha imaginado ver no tenga ninguna base real.
»Los intentos alocados y nerviosos de los desconocidos por entrar en el edificio dieron al traste con las operaciones de rescate. Se le vio un instante en una de las ventanas, y todos los que permanecían mirando desde la calle declararon que su pelo y su barba estaban ardiendo. La parte superior del edificio quedó destruida por completo. Se encontró una serie de huesos bastante curiosos diseminados por la habitación, incluyendo el esqueleto de un perro gigantesco. Ya se han declarado tres incendios más durante las tres semanas anteriores y la policía está investigando los rumores sobre un posible pirómano.
Frank Belknap Long (1901-1994)
Relatos góticos. I Relatos de Frank Belknap Long.
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El análisis y resumen del cuento de Frank Belknap Long: El dios con orejas de perro (The Dog-Eared God), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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