«El murciélago es mi hermano»: Robert Bloch; relato y análisis


«El murciélago es mi hermano»: Robert Bloch; relato y análisis.




El murciélago es mi hermano (The Bat Is My Brother) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1944 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1977: Los rivales de Drácula (The Rivals of Dracula).

El murciélago es mi hermano, uno de los relatos de Robert Bloch más destacados, narra la historia de Graham Keene, quien despierta para encontrarse a sí mismo aparentemente enterrado vivo en una tumba. Si esta situación ya es suficiente como para inquietarse, las cosas se complican todavía más cuando Keene descubre que su entierro se debió a que fue atacado por extrañas criaturas de la noche, y que él mismo se ha convertido en vampiro.

Hay dos puntos que, al menos para El Espejo Gótico, son sumamente interesantes en El murciélago es mi hermano.

El primero consiste en despojar al vampirismo de todo rasgo romántico. Aquí, los vampiros no se enamoran de sus víctimas, simplemente utilizan la seducción como herramienta de manipulación para lograr una mayor eficiencia a la hora de alimentarse. Por otro lado, el protagonista, que recientemente se ha convertido en vampiro, debe aprender estos hábitos antes de ponerlo en práctica; así también como otras cuestiones importantes: los vampiros no se reflejan en los espejos ni proyectan sombra, algo que debe tenerse en cuenta para no ahuyentar a sus presas.

El segundo punto que vale la pena destacar tiene que ver con una progresión matemática que el cuento de vampiros rara vez aborda: si estas criaturas son capaces de multiplicarse a medida que se alimentan de los mortales, en poco tiempo la humanidad debería desaparecer por completo. El murciélago es mi hermano explica que, en el pasado, los vampiros se alimentaban de sangre, pero solo como aperitivo. Luego consumían por completo sus víctimas y de ese modo evitaban que su número se amplíe y sean detectados.

Pero las cosas han cambiado. Uno de los vampiros más antiguos se ha propuesto revertir esa tradición, es decir, intenta contagiar deliberadamente a sus víctimas para evitar que su raza desaparezca de la faz de la Tierra.




El murciélago es mi hermano.
The Bat Is My Brother, Robert Bloch (1917-1994)

Comenzó en el atardecer. Un crepúsculo que no pude ver. Mis ojos se abrieron a la oscuridad, y durante unos instantes me pregunté si aún estaba soñando. Entonces deslicé las manos hacia abajo y sentí la textura barata del ataúd, y supe que no soñaba.

Quise gritar, pero ¿quién iba a oírme a través de los dos metros de tierra que cubrían mi tumba? Lo mejor era cuidar el aliento y tratar de conservar la cordura. Yacía boca arriba, rodeado de una impenetrable oscuridad. Las negras, frías, húmedas tinieblas de lo muerto. No podía recordar cómo había llegado aquí, ni qué había hecho que me enterraran prematuramente. Lo único que sabía era que estaba vivo.

Entonces sucedió algo que no puedo recordar con detalle. La madera astillándose, un excavar desenfrenado entre la tierra poco apelmazada de la fosa, mi respiración sofocada por la histeria mientras me abría paso hacia la superficie y la cordura del mundo que había encima.

Por fin salí. Tengo que agradecer mi liberación a la pobreza, la pobreza que había hecho que me enterraran en un ataúd poco sólido y sin sellar dentro de una fosa común. Cubierto de pegajoso barro, empapado de un sudor frío, sacudido por un profundo asco, pude escapar a rastras de las garras de la muerte. La bruma se deslizaba entre las tumbas y, un poco a mi izquierda, la luna espiaba a las legiones de sombras que conquistaban el mundo en el nombre de la Noche.

Me erguí jadeando bajo la mirada deslumbrante de la luna, y desee abandonar aquel lugar antes de que los árboles revelasen mi secreto a los innumerables muertos sin nombre. A pesar de mis deseos, tuvieron que pasar varios minutos antes de que reuniera las fuerzas necesarias para permanecer en pie sin estremecerme. Di una bocanada llena de niebla y putrefacción; luego me dirigí hacia la senda. En ese momento apareció la figura.

Se deslizaba como una sombra entre las sombras más profundas que habitaban debajo de los árboles, y cuando la luz de la luna iluminó un rostro humano sentí que mi corazón explotaba de alegría. Corrí hacia la figura, las palabras pugnaban por salir de mi boca a borbotones.

—¿Puede ayudarme? —farfullé—. Mire lo que ha pasado… me han enterrado vivo… Estaba atrapado… dentro de la fosa… He salido… lo entenderá… No puedo recordar cómo ha sucedido… ¿me ayudará?

Asintió con la cabeza en completo silencio. Me detuve, intentando recuperar la compostura.

—Esto es muy embarazoso —dije, más tranquilo—. En realidad, no tengo derecho a solicitar su ayuda. Ni tan siquiera sé quién es.

La voz que surgió de las tinieblas tan sólo era un susurro, pero todas y cada una de sus palabras resonaron como un trueno en mi cerebro.

—Soy un vampiro —dijo el desconocido.

Locura. Me di la vuelta para huir, pero la voz me persiguió.

—Sí, soy un vampiro —dijo—. Y tú también.

Entonces debí de desmayarme. Él habrá tenido que sacarme del cementerio, pues al abrir de nuevo los ojos yacía en un sofá de su casa. Las paredes cubiertas de paneles eran muy altas y las sombras se agrupaban más allá de la luz de la vela.

Me senté, parpadeando, y contemplé al desconocido que se inclinaba hacia mí. Ahora podía verle bien y me sentía asombrado. Era de mediana estatura, el pelo gris, bien afeitado y vestía un discreto traje negro. A primera vista parecía alguien perfectamente normal. Mientras su rostro se acercaba pude observarle desde más cerca, e intenté traspasar la máscara de su aparente cordura, pugnando por descubrir la locura que se ocultaba tras aquella prosaica apariencia exterior de ropas y piel. Le contemplé y descubrí algo peor que la simple locura.

A aquella distancia su semblante se hallaba iluminado cruelmente por la luz. Vi la palidez cerúlea de su piel y, lo que era aún peor, unas peculiares ondulaciones. Tenía toda la cara y la garganta cubiertas por una red de diminutas arrugas, y cuando sonreía parecía una momia. Sí, su rostro era blanco y estaba cubierto de arrugas; blanco, rugoso y muerto hace mucho tiempo. Sólo los ojos y los labios parecían vivos, eran rojos… demasiado rojos. Un rostro tan blanco como la carne muerta, unos ojos y labios tan rojos como la sangre.

Olía a moho.

Todas estas sensaciones se me hicieron patentes después de que hablara. Su voz sonaba igual que el aullido del viento sobre las coronas de flores que colocan en las tumbas.

—¿Estás despierto? Eso es bueno.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres?

—Te encuentras en mi casa. Aquí estarás a salvo, creo. En cuanto a mí, soy tu guardián.

—¿Guardián?

Sonrió. Vi sus dientes. Nunca había visto nada igual, excepto en las fauces de las bestias carnívoras. Y aun así, ¿no era eso la respuesta?

—Estás desconcertado, amigo mío. Es completamente normal. Y por eso necesitas un guardián. Hasta que conozcas las sendas de tu nueva vida yo debo protegerte —asintió—. Sí, Graham Keene, yo te protegeré.

—Graham Keene.

Era mi nombre. Ahora lo sabía. Pero ¿cómo lo sabía él?

—¡Por todos los santos, dime que es lo que me ha pasado! —grité.

Me dio unas palmaditas en el hombro. Incluso a través de la ropa pude notar el contacto helado de sus pálidos dedos. Se deslizaron por mi cuello como gusanos, como escurridizos gusanos blancos.

—Cálmate —me dijo—. Ya sé que es un terrible shock. Entiendo que estés confuso. Si puedes tranquilizarte un poco y me escuchas, creo que podré explicártelo todo. Para empezar, tienes que aceptar ciertas evidencias. La primera es que eres un vampiro.

—Pero...

Frunció los labios, esos labios demasiado rojos, y asintió.

—Desgraciadamente, no hay dudas acerca de eso. ¿Puedes decirme cómo te las arreglaste para salir de la tumba?

—No. No lo recuerdo. Debo de haber sufrido un ataque cataléptico. El shock hizo que entrase en un estado de amnesia. Pero me recuperaré. Estoy bien, debo estarlo.

Las palabras parecían huecas, a pesar de haber salido de mi garganta.

—Quizás. Pero yo creo que no —suspiró—. Puedo probar tu condición con suma facilidad. ¿Podrías decirme qué ves detrás de ti, Graham Keene? En la pared.

—No veo nada.

—Exactamente. ¿Dónde está tu sombra?

Miré de nuevo. No había ninguna sombra, ninguna silueta. Durante unos instantes perdí el juicio. Luego le miré.

—Tú tampoco tienes sombra —exclamé triunfante—. ¿Qué prueba eso?

—Que soy un vampiro —dijo con calma—. Y que tú también lo eres.

—Eso no tiene sentido. Se trata de un efecto de la luz —me burlé.

—¿Todavía escéptico? Explícame entonces esta ilusión óptica —dijo, ofreciéndome un objeto brillante con su mano huesuda.

Lo tomé, sujetándolo. Se trataba de un simple espejo de mano.

—Mira.

Miré.

El espejo resbaló de entre mis dedos y cayó al suelo.

—¡No refleja nada! —murmuré.

—Los vampiros no se reflejan en los espejos. —Su voz era suave. Parecía que estuviera razonando con un niño.

—Si dudas aún —insistió—, te recomiendo que te tomes el pulso. Intenta sentir los latidos de tu corazón. ¿Alguna vez has intentado escuchar el sonido de la esperanza dentro de tu interior sabiendo que es lo único que puede salvarte? ¿Alguna vez lo has hecho y no has podido oír nada? ¿Nada, excepto el silencio de la muerte?

Entonces lo supe, sin ningún género de dudas. Era un No Muerto, uno que no tiene sombra, cuya imagen no se refleja en los espejos, cuyo corazón está en silencio para siempre, pero cuyo cuerpo vive, vive, y camina y se alimenta.

¡Se alimenta!

Pensé en los labios rojos de mi acompañante y en sus dientes afilados. Pensé en la luz que llameaba en aquellos ojos. El fulgor del hambre. ¿Hambre de qué? ¿Cuándo empezaré a sentir hambre? Él debió de intuir la pregunta, ya que en seguida volvió a hablar.

—Finalmente te has dado cuenta de que te digo la verdad. Eso está bien. Debes aceptar tu nueva condición y prepararte luego para llevar a cabo los ajustes necesarios. Tienes que aprender muchas más cosas para sobrellevar los siglos que te quedan por delante.

»Para empezar, tengo que decirte que muchas de las supersticiones comunes sobre nosotros —la gente como nosotros— son falsas. Dicen que no soportamos el ajo. Eso es mentira. Dicen que no podemos atravesar los cursos de agua. Otra mentira. Dicen que, durante el día, tenemos que reposar bajo la tierra de nuestras sepulturas. Una estupidez pintoresca y sin sentido.

»Tan sólo estas cosas, y sólo éstas, son ciertas. Recuérdalas, pues serán muy importantes para ti en el futuro. Tenemos que dormir por el día y sólo podemos levantarnos al caer el sol. Al amanecer, un aletargamiento insuperable se adueña de nuestros sentidos y caemos en una especie de coma hasta el crepúsculo. No tenemos por que dormir dentro de un ataúd, eso es una estupidez melodramática, ¡te lo aseguro! Pero es mejor reposar en la oscuridad, a salvo de ser descubiertos por los hombres.

»No sé por qué es así, como tampoco sé mucho más de lo relativo a la enfermedad. Pues, como ya sabes, el vampirismo es una enfermedad.

Sonrió al decirlo.

Yo no. Yo gemía.

—Sí, es una enfermedad. Y además, contagiosa, que se transmite de manera clásica, con una mordedura. Como la rabia. Nadie sabe por que el cuerpo vuelve a la vida después de la muerte. Ni tampoco por qué necesitamos un alimento especial para subsistir. El coma en el que entramos durante el día tiene una explicación médica más sencilla. Quizás se trata de algún tipo de alergia a los rayos directos del sol. Estoy interesado en esas cuestiones y las he investigado. En los siglos venideros podré investigar el problema a conciencia. Seguramente ayudará a perpetuar mi existencia, y también la tuya.

Su voz era ahora más severa. Sus finos dedos se agitaban en el aire con nerviosismo.

—Piensa un momento en ello, Graham Keene —susurró—. Olvida esas morbosas y terroríficas supersticiones y encara la realidad. Recuerda cómo eras antes de despertar bajo el crepúsculo. ¡Imagínate que aún sigues ahí dentro, en el ataúd, dormido para siempre! ¡Muerto, muerto para toda la eternidad! ¡Sí, piensa y da gracias! Ya nunca morirás. Las armas no pueden hacerte daño, no estás expuesto a las enfermedades ni al paso del tiempo. Eres inmortal. ¡Te enseñaré a vivir como un dios!

Se puso serio.

—Pero eso puede esperar. Primero tenemos que atender nuestras necesidades. Quiero que me escuches atentamente. Deja a un lado tus prejuicios estúpidos y escúchame. Voy a revelarte todo lo necesario sobre nuestra alimentación. No es sencillo, ya lo sabes. No existen colegios en los que puedas aprender lo que tienes que hacer. Tienes que aprenderlo todo por tu propia cuenta. Todo. Incluso algo tan sencillo y vital como morder una garganta, usando correctamente los incisivos, es un asunto completamente personal.

»Tómalo como un pequeño detalle, un simple ejemplo. Para empezar tienes que seguir a pies juntillas la trinidad clásica: el tiempo, el lugar y la muchacha. Cuando estés preparado, debes hacerle creer que vas a besarla. Las manos detrás de sus orejas. Esto es importante, sujetar su cuello con fuerza y en el ángulo adecuado. Debes sonreír todo el tiempo, sin permitir que tu expresión o el brillo de los ojos te traicionen. Luego inclinas la cabeza, le besas el cuello. Si está relajada, acercas los labios a la base del cuello, los abres sigilosamente y dejas los incisivos en posición.

»Al mismo tiempo —tiene que ser al mismo tiempo— deslizas la mano izquierda hacia arriba para taparle la boca. Con la derecha coges sus manos y se las pones detrás de la espalda. Ya no es necesario sujetarle el cuello. Los dientes se encargan de eso. Entonces, y sólo entonces, el instinto vendrá en tu ayuda. Tiene que ser entonces porque, una vez que has empezado, todo lo demás desaparece en medio de un remolino rojo de satisfacción.

No puedo describir el tono de su voz mientras hablaba, ni los movimientos inconscientes que acompañaron su increíble alocución. Pero era muy fácil nombrar el sentimiento que apareció en sus ojos: Hambre.

—Vamos, Graham Keene —susurró —. Debemos irnos.

—¿Irnos? ¿Adónde?

—A cenar.

Me guió a través de la casa y de una senda que serpenteaba por el jardín más allá del cercado. La luna estaba alta en el cielo y, mientras caminábamos sobre un acantilado sacudido por el viento, unas figuras aladas tejían una especie de tela de araña sobre la brillante faz de la luna. Mi acompañante se encogió de hombros.

—Murciélagos —dijo. Y sonrió—. Dicen que tenemos el poder de cambiar de forma. Que podemos convertirnos en murciélagos o lobos. Ay, tan sólo es otra superstición. Ojalá fuera cierto. Nuestras vidas serían mucho más sencillas. En cambio, la búsqueda del sustento que nos proporcionan los mortales es dura. Pero pronto lo entenderás.

Me eché hacia atrás. Su mano sujetó mi hombro con fría resolución.

—¿Adónde me llevas? —pregunté.

—A comer.

La indecisión me abandonó. Emergí como de una pesadilla, intentando asirme a la razón.

—No quiero —murmuré—. No puedo.

—Debes hacerlo —dijo—. ¿Quieres volver a la tumba?

—Lo prefiero —musité—. Sí, prefiero estar muerto.

Sus dientes brillaron a la luz de la luna.

—Eso es lo malo del asunto —dijo—. Ya no puedes morir. Si no te alimentas te sentirás débil, sí. Y parecerá que estás muerto. Si alguien te encuentra entonces, volverá a enterrarte. Pero seguirás vivo ahí abajo. ¿Cómo podrás resistir el permanecer tumbado para siempre en esa oscuridad eterna, retorciéndote de dolor mientras te debilitas cada vez más, sufriendo los tormentos de un apetito feroz y los calambres de la desintegración? ¿Cuánto tiempo crees que podrás aguantar? ¿Cuánto tiempo antes de que tu cerebro se pudra? ¿Cuánto tiempo soportarás el conocimiento carnal del gusano devorador? ¿Acaso cuando seas simple polvo seguirás sufriendo la agonía?

Su voz estaba llena de espanto.

—Ése es el destino al que has escapado. Pero ese destino aún te aguarda si no vienes a cenar conmigo. Además, créeme, no está tan mal. Y estoy seguro, amigo mío, de que empiezas a sentir las punzadas del hambre.

Yo no podía, no me atreví a responder. Pues era cierto. Aun mientras él seguía hablando. Tenía hambre. Un apetito más voraz del que nunca había sentido antes. Llámese ansia, llámese deseo, llámese gula. Lo sentía, me roía las entrañas. La repugnancia desapareció, barrida por una necesidad creciente y espeluznante.

—Sígueme —dijo, y yo le seguí.

Le seguí por el acantilado y a través del desierto camino comarcal. Paramos repentinamente en la carretera. Un cartel de neón reluciente parpadeaba incongruentemente un poco más adelante. Leí el absurdo letrero.


AUTOSERVICIO DANNY.


—Bien —susurró mi guardián—. Se acerca la hora. Deben de estar saliendo ahora.

—¿Quién?

—El señor Danny y su camarera. Ella sirve a los clientes en los automóviles. Siempre salen juntos, sé que es la hora de cerrar. Ven y haz lo que te he dicho.

Le seguí carretera abajo. Sus pies sonaban en la grava que había delante del mostrador en tinieblas del autoservicio. Mi andar era nervioso. Me adelante como impulsado por una mano gigantesca. La mano del hambre. Llegó a la puerta del mostrador. Sus dedos rasparon el cristal. Sonó una voz irritada.

—¿Qué quiere? Estamos cerrando.

—¿Puede atendemos?

—No. Demasiado tarde. Váyase.

—Pero estamos muy hambrientos.

Casi sonreí. Sí, estábamos realmente hambrientos.

—¡Fuera! —Danny no se sentía hospitalario en ningún sentido.

—¿No podemos pedir nada?

Danny permaneció en silencio durante un rato. Evidentemente, estaba considerando el asunto. Luego llamó a alguien que se encontraba en el interior de la casucha.

—¡Marie! Hay un par de clientes aquí afuera. ¿Crees que podrás tomarles una nota rápida?

—Oh, supongo que sí —La voz de la muchacha era suave y complaciente.

¿Sería ella también tan suave y complaciente?

—De acuerdo. ¿Piensan comer afuera?

—Mejor no.

—Abre la puerta, Marie.

Los zapatos de tacón alto de Marie repiquetearon en el suelo de madera. Abrió la puerta y parpadeó bajo la oscuridad exterior. Mi compañero dio un paso. De repente atrajo a la muchacha hacia fuera.

—¡Ahora! —rugió.

Arremetí contra ella en la oscuridad. Ya no recordaba sus instrucciones sobre eso de sonreírle todo el rato, o lo de poner las manos detrás de sus orejas. Lo único que veía era su cuello blanco, suave y liso, excepto en el sitio en el que una delgada vena sobresalía un poco. Quería tocar ese lugar de su cuello con los dedos, con los labios, con los dientes. Así que me la llevé a la oscuridad, y mis manos estaban sobre su boca, y podía oír el roce de sus tacones sobre la grava mientras tiraba de ella. Del interior de la casucha tan sólo surgió un largo gemido, y luego nada; excepto la palidez que iba cubriendo sus mejillas mientras mi rostro se afanaba sobre la palpitante vena.


El sótano estaba helado, helado y en tinieblas. Me removí inquieto en el camastro y mis ojos parpadearon abriéndose a la oscuridad. Intenté ver algo mientras me sentaba y el frío abandonaba lentamente mis huesos. Me sentía débil, pesado, como un reptil aletargado. Bostecé, intentando recordar algo entre el laberinto rojo que envolvía mi mente. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Qué había estado haciendo?

Bostecé. Una mano se acercó a mi boca. Mis labios estaban cubiertos de una sustancia seca y descascarillada. Lo sentía, y entonces el recuerdo me invadió. La noche anterior, en el autoservicio, me había dado un banquete. Y luego...

—¡No! —exclamé.

—¿Has dormido? Bien.

Mi huésped se erguía frente a mí. Me incorporé precipitadamente y le planté cara.

—Dime que no es cierto —supliqué—. Dime que estaba soñando.

—Lo estabas —respondió—. Cuando salí de la caseta estabas tumbado bajo los árboles, inconsciente. Te traje a casa antes de que saliera el sol y te acosté. Has estado soñando desde la aurora hasta el crepúsculo, Graham Keene.
—¿Pero la noche anterior?

—Fue real.

—¿Quieres decir que maté a aquella muchacha y...?

—Por supuesto —asintió—. Pero, vamos, debemos ir arriba y hablar un poco. Hay ciertas cosas que debo preguntarte.

Subimos las escaleras lentamente hasta llegar a la planta baja. Ahora podía observar lo que me rodeaba con mayor objetividad. La casa era grande, y vieja. Aunque estaba amueblada en su totalidad, parecía, de alguna manera, deshabitada. Era como si nadie hubiera vivido en ella desde hacía mucho tiempo. En seguida recordé quién era mi huésped, y lo que era. Sonreí tristemente. En realidad era cierto. Nadie vivía en aquella casa.

El polvo se acumulaba por todas partes y las arañas tejían sus decadentes diseños en las esquinas. Las sombras se apelotonaban en la oscuridad y trepaban por las decrépitas paredes. Pues las tinieblas y la decadencia formaban parte de aquel lugar.

Entramos en el estudio en el que había despertado la noche anterior y, mientras tomaba asiento, mi guardián ladeó la cabeza hacia mí en una actitud interrogativa.

—Hablemos con franqueza —empezó—. Quiero que me contestes una pregunta muy importante. ¿Qué le hiciste? A la muchacha, la noche anterior. ¿Qué hiciste con su cuerpo?

—Todo está borroso. No puedo recordarlo.

—Yo te diré lo que le hiciste —bramó—. Arrojaste su cuerpo al pozo. Vi cómo flotaba.

—Sí —musité—. Ahora lo recuerdo.

—Estúpido, ¿por qué lo hiciste?

—Quería ocultarlo. Pensé que así no lo encontrarían.

—¡Pensaste! —el desprecio llenaba su voz—. No pensaste nada. ¿No te das cuenta? Ahora jamás volverá a levantarse.

—¿Levantarse?

—Sí, como tú. Levantarse para convertirse en uno de los nuestros.

—Pero no lo entiendo.

—Eso está muy claro —dio unos pasos por la habitación, luego me encaró de nuevo—. Ya veo que tengo que explicarte ciertas cosas. Quizás no debo maldecirte pues no te das cuenta de la situación. Ven conmigo.

Me hizo una seña. Yo le seguí. Atravesamos el salón y entramos en una habitación grande y llena de estanterías. Obviamente, se trataba de la biblioteca. Encendió una lámpara y se detuvo.

—Echa un vistazo —invitó—. Mira lo que quieras, amigo mío.

Observé los títulos que había sobre las estanterías, todos ellos estampados en letras doradas, apenas visibles en los lomos de piel avejentada. Allí estaban los últimos tratados científicos y médicos, flanqueados por vetustos incunables. Los volúmenes más modernos versaban sobre psicopatología. Los más antiguos trataban claramente sobre magia negra.

—Aquí está mi colección —susurró—. En ella encontrarás todo lo que se sabe, todo lo que se ha escrito sobre nosotros.

—¿Una biblioteca sobre vampirismo?

—Sí. Tarde décadas en completarla.

—Pero ¿por qué?

—Porque la sabiduría es poder. Y es el poder lo que yo busco.

De repente, la cordura pareció abrirse paso en mi interior. Me sacudí la pesadilla que parecía envolverme y luché por encontrar un punto de vista objetivo. Una pregunta me rondaba el cerebro, y no hice nada por retenerla.

—¿Quién eres? —inquirí—. ¿Cuál es tu nombre?

—No tengo nombre. Es triste, ¿verdad? Cuando me enterraron no hubo ningún amigo que se molestara en poner una lápida con mi nombre. Y al salir de la fosa nadie se encargó de guiarme y hablarme de mi pasado. Aquéllos eran unos tiempos brutales en la Prusia del Este de 1777.

—¿Falleciste en 1777? —musité.

—Por lo que puedo recordar —replicó, haciendo una mueca de desprecio—. Por eso es por lo que no sé mi nombre. En apariencia, debí de fallecer lejos de mi región natal, pues todas las investigaciones que llevé a cabo para saber quiénes eran mis padres fueron vanas, y tampoco encontré a nadie que pudiera reconocerme después de mi... regreso. Y por eso no tengo nombre, aunque sí muchos seudónimos. Durante las últimas diecisiete décadas he viajado lejos y conocido todas las costumbres de los hombres.

»Baste decir que, lentamente y de una manera gradual, mi conocimiento de las cosas del mundo se ha ido haciendo más vasto. Y que he desarrollado un plan. Con ese fin he acumulado riquezas y reunido una gran biblioteca como base de mis operaciones. Espero que mis planes te interesen. Cuando los sepas te darás cuenta del porqué de mi enfado cuando arrojaste el cadáver al pozo.

Se sentó. Yo le imité. Sentía que algo iba a acontecer. Estaba a punto de contarme algo, algo que yo ansiaba conocer, aunque también me daba miedo. Desveló el misterio con astucia, lentamente.

—¿Alguna vez te has preguntado —comenzó— por qué no hay más vampiros en la tierra?

—¿Qué quieres decir?

—Piénsalo. Se dice, y es cierto, que las víctimas de los vampiros se convierten a su vez en nuevos vampiros. Estos hacen sus propias presas. ¿No sería razonable suponer que, en un corto lapso de tiempo y por pura progresión aritmética, el virus del vampirismo se extendería como una epidemia por el mundo? En otras palabras, ¿nunca te has preguntado cómo es posible que el mundo no esté lleno de vampiros a estas alturas?

—Bueno, sí… aunque jamás he pensado en esas cosas. ¿Por qué es así? —pregunté.

Me miró mientras levantaba un blanco dedo. Luego lo puso sobre mi pecho, acusadoramente.

—Por culpa de estúpidos como tú. Estúpidos que arrojan a sus víctimas a un pozo, estúpidos cuyas víctimas son enterradas en ataúdes sellados, que ocultan los cuerpos o los hacen pedacitos para que nadie sospeche ni los encuentre. Por eso pocos logran madurar. Y los más antiguos, como yo mismo, estamos sujetos a los estragos del tiempo. Podemos desintegrarnos, ya lo sabes. Que yo sepa, tan sólo existen unos cientos de vampiros hoy en día. Y sin embargo, si las nuevas víctimas tuvieran la posibilidad de desarrollarse, dispondríamos de un ejército en tan sólo un año. ¡En tres más habría millones! ¡En tan sólo diez podríamos conquistar el mundo!

»¿Te das cuenta? Si no existiera la cremación, si se tuviera un poco de cuidado, podríamos dar por terminada nuestra existencia como criaturas nocturnas, ¡los hermanos de los murciélagos! ¡Ya no volveríamos a ser una leyenda, una minoría marginada, ni atenderíamos cada uno a nuestras propias leyes individuales!

Su voz se elevó. También el pelo de mi nuca. Estaba empezando a comprenderlo.

—Supón que aprovechamos los humildes instrumentos del destino —sugirió—. Esos tristes, despreocupados, ignorantes y despreciables hombrecitos: vigilantes de cementerios y tumbas. Supón que los eliminamos. Que tomamos su puesto. Que ponemos vampiros en su lugar, hombres que irán a los cementerios y liberarán a las víctimas de sus mordeduras antes de que los cuerpos estén fríos y sin vida. Podríamos salvar la mayor parte de los nuevos reclutas que hagamos. ¿No es razonable?

A mí me parecía una completa locura, pero asentí.

—Supón que hacemos un séquito de víctimas. Los rescatamos, los reanimamos, los educamos y permitimos que sean nuestros aliados. Sólo trabajarán por la noche, nadie se enterará. Es sólo una pequeña idea, ¡pero tan obvia! ¡Y significaría tanto! Lo único que necesitamos es organización. Conozco a muchos hermanos. Mi deseo es reunirlos pronto a todos y exponerles mis planes. Nunca antes hemos trabajado en cooperación, pero cuando les muestre los beneficios ellos no podrán negarse.

»¿Puedes imaginarlo? Un mundo que podríamos gobernar y aterrorizar a nuestro antojo, un mundo en el que los seres humanos serían de nuestra propiedad, nuestro ganado. Es muy sencillo. Deja a un lado tus absurdos conceptos sobre Drácula y todas las demás supersticiones artificiales que enmascaran la realidad a las mentes del público. Admito que somos algo... antinaturales. Pero no tenemos por qué ser estúpidos, inútiles creaciones de la fantasía. ¡Existe algo más para nosotros que andar acechando por ahí envueltos en capas negras y retrocediendo ante los crucifijos!

»Después de todo, somos una forma de vida, una raza aparte. La biología aún no nos ha reconocido, pero existimos. Todavía no se ha evaluado ni catalogado nuestra morfología y metabolismo; tampoco nuestras acciones y reacciones. Pero existimos. Y somos superiores a los simples mortales. ¡Demostremos nuestra superioridad! La simple inteligencia humana, unida a nuestros poderes sobrenaturales, nos ayudará a imponernos a todas las criaturas vivas. Pues somos más poderosos que la Vida. ¡Somos Vivos en la Muerte!

Me incorporé a medias. Él me empujó hacia atrás, jadeante.

—Supón que nos agrupamos y hacemos planes. Supón que elegimos nuestras víctimas de acuerdo a nuestros intereses. En vez de considerarlas un simple vehículo de alimentación, pensemos en ellas como los nuevos reclutas de un ejército. Seleccionemos mentes inteligentes, cuerpos fuertes y jóvenes. Hagamos que nuestras presas sean lo mejor que la tierra nos puede ofrecer. Entonces seremos fuertes y ningún hombre se escapará de nuestras manos, ¡o dientes!

Se acurrucó como una araña negra que teje su telaraña, nublando mi juicio. Sus ojos relampagueaban. Era grotesco contemplar cómo una criatura surgida de entre las supersticiones de terror urdía con toda calma una sociedad dictatorial basada en la muerte. Y sin embargo, yo era uno de ellos. Todo era real. Ese ser sin nombre podía conseguirlo.

—¿Te has preguntado en algún momento por qué te cuento todo esto? ¿Te has preguntado por qué eres mi confidente en esta aventura? —prosiguió.

Sacudí la cabeza, negando.

—Porque eres joven. Yo soy viejo. Durante años he estado solo trabajando en este proyecto. Ahora que mis planes están depurados, necesito ayuda. Juventud, un punto de vista actual. Te conozco, Graham Keene. Te he observado. Has sido elegido con ese propósito.

—¿Elegido? —De repente me di cuenta. Luché porque un grito ahogado no saliera de mi garganta mientras hacía la pregunta—: ¿Entonces sabes quién me hizo esto? ¿Sabes quién me mordió?

Sus colmillos putrefactos se abrieron en una sonrisa. Asintió lentamente.

—Por supuesto —susurró—. Yo lo hice.

Seguramente él estaba preparado para cualquier cosa excepto para la calma con la que me tomé aquella revelación. Desde luego, se sentía complacido.

El resto de aquella noche, y de la siguiente, la pasó hablando de sus planes, con todo detalle. Supe que aún no se había llegado a comunicar con otros vampiros para exponerles sus ideas. Pronto celebrarían una reunión. Luego empezaríamos a poner en práctica los planes. Como él mismo había dicho, ahora era el momento adecuado. La guerra, un mundo lleno de agitación... podríamos movernos sin ser advertidos y encontraríamos más facilidades.

Yo estaba de acuerdo. Incluso me atreví a añadir ciertas sugerencias. Él estaba encantado con mi cooperación. Luego, la tercera noche, volvió el hambre. Se ofreció a servirme de guía, pero yo lo rechace.

—Deja que lo intente por mí mismo —sonreí—. Después de todo, más tarde o más temprano tendré que aprender. Y te prometo que seré muy cuidadoso. Esta vez me encargaré de que el cuerpo quede intacto. Luego investigaré el lugar en el que lo entierran y llevaré a cabo un pequeño experimento. Seleccionaré a alguien con posibilidades, luego podemos ir a abrir el sepulcro y comprobar el resultado de nuestro plan.

Sonrió abiertamente.

Aquella noche fui solo en busca de una presa. Volví cuando la aurora comenzaba a intuirse en los cielos orientales, y pasé el resto el día sumido en un profundo sueño. Aquella noche hablamos y yo le hice partícipe de mi éxito.

—Su nombre es Sydney J. Garrat —dije—. Profesor universitario, más o menos 45 años. Le encontré paseando solo por un camino próximo al campus. Los árboles se cerraban sobre sí oscureciendo el desierto camino. No opuso resistencia. Le dejé allí. No creo que lleguen a hacerle la autopsia, pues las marcas en su cuello eran totalmente invisibles y todo el mundo sabía que padecía del corazón. Vivía solo y no tenía parientes. Tampoco tenía dinero. Eso significa un ataúd de madera y un entierro rápido mañana en Everest. Por la noche podremos acercarnos al lugar.

—Lo has hecho muy bien —dijo.

Pasamos el resto de la noche perfeccionando nuestros planes. Iríamos a Everest, localizaríamos al vigilante nocturno y nos desharíamos de él, y luego visitaríamos la nueva tumba del profesor Garrat. Y así fue, y así volvimos al cementerio la noche siguiente. De nuevo una luna nocturnal vigilaba desde la órbita ciclópea del cielo. De nuevo el viento susurraba a nuestro paso y los árboles se inclinaban, sumisos y tenebrosos, a lo largo de la senda.

Nos acercamos sigilosamente hasta la casucha del guardia del cementerio y vigilamos su quieta figura a través de la ventana.

—Yo golpearé la puerta —sugerí—. Entonces, cuando se acerque...

Mi compañero asintió con la cabeza.

—Nada de colmillos —murmuró—. Ese hombre es viejo y no nos sirve. Utilizaré armas más mundanas.

Me encogí de hombros. Luego llamé. El anciano abrió la puerta, parpadeando ante mí con ojos de reumático.

—¿Qué sucede? —resolló, curioso—. Se supone que nadie puede permanecer en el cementerio a esta hora de la noche.

Unos delgados dedos se cerraron en torno a su tráquea. Mi compañero lo sacó del interior de la caseta, arrastrándole hasta unos arbustos. Su brazo libre subió y bajó, dibujando un arco plateado. Había utilizado un cuchillo.

Luego nos apresuramos por la senda, antes de que el aroma de la sangre nos pudiera distraer de nuestra verdadera misión. Bastante lejos, en la colina reservada a los últimos y más pobres enterramientos, vi los bordes cortantes y mullidos de una fosa recientemente cubierta de tierra. Él corrió de vuelta a la caseta para tomar las picas que habíamos olvidado con las prisas. La luna nos servía de linterna mientras llevábamos a cabo nuestro espeluznante cometido bajo una brisa susurrante.

Nadie nos descubrió, nadie nos oyó, pues sólo las cuencas vacías y los oídos destrozados yacen en lo profundo de la tierra. Picamos duro, y luego paramos y sacamos la tierra. La fosa era profunda, muy profunda. En el fondo estaba el ataúd y tiramos hasta dejar al aire libre la caja de madera de pino.

—Qué trabajo más malo —dijo mi compañero—. Una fosa muy poco profesional, según mi opinión. No estaba cavada correctamente. Y este ataúd es de pino, pero muy grueso. Jamás habría conseguido salir. Es imposible romper los tablones. Y la tierra estaba apelmazada a conciencia. ¿Por qué gastar tanto tiempo en la fosa de un miserable?

—Ya no importa —susurré—. Abrámosla. Tenemos que darnos prisa.

También había traído un martillo de la caseta del guardia y se metió dentro de la fosa para quitar los clavos de la caja. Oí cómo desprendía los tablones de madera y me incliné para mirar desde el borde.

Él se agachó para mirar en el interior de la caja, su rostro era una máscara de muerte bajo la luz de la luna. Le oí sisear entre dientes.

—Pero… ¡el ataúd está vacío! —jadeó.

—¡No por mucho tiempo!

Saqué una llave inglesa de mi bolsillo, la levanté, y la hice descender con todas mis fuerzas hasta que golpeó sobre su cráneo. Luego salté al interior de la fosa y cogí el cuerpo gimiente y aún tembloroso, y lo metí dentro del ataúd, puse la tapa encima y fijé sobre ella los recios clavos. Pude oír cómo sus lamentos se iban transformando en unos grititos sordos, pero éstos fueron aumentando de tono mientras echaba paletadas de tierra sobre la caja de pino.

Seguí trabajando hasta que no pude oír ningún sonido del interior de la fosa. Aplasté la tierra a conciencia, mucho mejor de lo que lo había hecho la noche anterior cuando cavé la fosa por primera vez. Y luego, por fin, el trabajo estaba completado.

Allí yacía, el que no tenía nombre, el inmortal; cubierto por dos metros de tierra y en el interior de una recia caja de madera de pino. Sabía que le sería imposible salir. Y aunque pudiera, le había colocado boca abajo dentro de su prisión de madera. No tenía escape posible. Que yazca ahí dentro, tal y como él lo describió: ni vivo ni muerto. Que sea consciente de su descomposición, y de la descomposición de la madera y de los gusanos en su festín. Que sufra hasta que lleguen por fin a su corrupto cerebro y devoren sus malignos pensamientos.

Podía haberle clavado una estaca en el corazón. Pero sus terribles planes le hacían merecedor de un destino semejante. Ya estaba hecho, y ahora podía regresar antes de ser descubierto, regresar a su enorme mansión, que era el único hogar que me quedaba en la tierra.

Regresé, y durante las últimas horas he estado escribiendo esto para que todo el mundo sepa la verdad. No soy muy hábil con las palabras, y al releer lo escrito aquí me parece estar ante un melodrama barato. El mundo es un lugar supersticioso y, aun así, cínico, y lo más seguro es que este relato sea considerado el desvarío de una mente loca o estúpida; incluso aún peor, como una simple broma.

Así que te imploro: si quieres comprobar la veracidad de lo que he escrito, ve al cementerio Everest mañana y busca una fosa recientemente cavada sobre la colina. Díselo a la policía cuando encuentren el cuerpo del guardián, convénceles de que vayan al pozo que hay cerca del autoservicio de Danny. Luego, si quieres, puedes ir hasta el cementerio y desenterrar la fosa, y comprobarás que, en el interior, aún hay algo que se agita retuerce. Cuando lo veas, creerás en mis palabras y, en justicia, no aliviarás los tormentos del ser monstruoso que hay dentro clavándole una estaca en el corazón.

Pues esa estaca representa la paz y el descanso.

Me gustaría que luego te acercaras hasta aquí y que trajeras una estaca para mí.


Robert Bloch (1917-1994)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Robert Bloch: El murciélago es mi hermano (The Bat Is My Brother), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Ricardo Corazón de León dijo...

Es uno de los mejores relatos de vampiros que he leído. Y he leído muchos. Gracias por compartirlos con nosotros.
Un saludo.



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