Marginalias: reflexiones, quejas y maldiciones de los monjes medievales


Marginalias: reflexiones, quejas y maldiciones de los monjes medievales.




Durante la Edad Media la única forma de copiar de un libro era a mano. Esta tarea correspondía a los monjes escribas, o copistas: oficio solitario, ingrato, e incluso físicamente devastador.

Copiar un libro medieval era un asunto complicado. Se debía trabajar sobre un atril, diseñado específicamente para maximizar la luz natural y permitir que la tinta no se esparciera por todo el pergamino. Si bien estos diseños eran perfectos para el uso de las herramientas, eran terribles para el escriba.

El cuerpo se tensaba sobre el atril, los ojos debían esforzarse a una distancia muy corta del pergamino, los vapores de la tinta lentamente destrozaban las vías respiratorias, los brazos, manos y dedos estaban sometidos constantemente al frío. Este calvario de soledad, dolor y aburrimiento, se prolongaba durante largas horas copiando palabra por palabra, párrafo por párrafo, hasta la caída del sol:


Gracias a Dios, pronto oscurecerá.


Semejante grado de monotonía les permitió a los copistas desarrollar un rasgo prácticamente ausente en personalidad fatalista de la vida monástica: el sentido del humor.

La palabra marginalia define a todo aquello que está escrito en los márgenes de un libro; y fue precisamente allí, sobre los márgenes de las obras que copiaban, donde los escribas medievales fueron añadiendo quejas, maldiciones y reflexiones filosóficas:


Así como el puerto es bienvenido por el marinero, la última línea lo es para el escriba.


Las marginalias de la Edad Media no siempre evidencian un pensamiento elaborado. Muchas veces son simplemente una queja:


¡Oh, mi mano!

¡Hace frío!


Estadísticamente hablando, la mayoría de los apuntes hechos al margen se relacionan con algún tipo de reproche acerca del frío y el dolor corporal que implicaba pasar todo el día en el scriptorium. Algunos monjes, sin embargo, efectuaban sus quejas de un modo más descriptivo:


La escritura es trabajo excesivo. Se dobla la espalda, se oscurece la vista, se retuerce el estómago y sus lados.


Otro ejemplo:


El trabajo está escrito, Señor, ahora necesito un trago. Deja que la mano derecha del escriba se libere de la opresión del dolor.


Pero no todos son lamentos metafísicos en las marginalia. También hay anotaciones insólitas, como la de un tal Henry de Damme, quien copió una crónica de Bruselas y se lamentó de su magra compensación:


11 letras doradas, ocho monedas; 700 letras iniciales con doble eje, 7 monedas por cada 100; 35 folios, cada uno con 16 páginas, 3 monedas por cada 1.


Posteriormente, el escriba añadió en impecable latín:


Pro tali precio nunquam plus scriber volo.
(Por este precio no volveré a escribir)


También existen marginalias sumamente profesionales, de monjes que no se entregaban fácilmente a la desesperación, sino que aprovechaban los márgenes de los libros que copiaban para dar cuenta de la satisfacción y la ansiedad que les producía la calidad de los productos con los que trabajaban:


La tinta es una mierda.


Otros, en cambio, formulaban sus observaciones con mayor grado de elegancia:


Que se me juzgue culpable por el escrito, pero la tinta es mala, el pergamino defectuoso, y el día es oscuro.


Hay casos de marginalias en donde un escriba comenta el trabajo hecho por su predecesor en el original. A veces los comentarios son elogiosos, otras justifican una labor mediocre:


Cithruadh Magfindgaill escribió lo anterior sin piedra pomez y con malas herramientas.


El pergamino sobre el cual se trabajaba estaba hecho con piel de animales, usualmente de vaca, oveja o cabra. El de mejor calidad se obtenía de animales nonatos, pero este era extremadamente caro. En cualquier caso, los errores tipográficos eran muy habituales, incluso en manuscritos espléndidamente iluminados, donde la crítica también tenía su espacio:


Este pergamino tiene pelos.

El pergamino es áspero, pero más duro de leer es este libro.


Cuando se debía copiar un manuscrito iluminado muchos escribas se entregaban a la más honda ansiedad por trabajar con materiales extremadamente preciosos; otros, en cambio, ejercían una feroz crítica sobre el original:


Quien sea que haya traducido estos Evangelios hizo un trabajo muy pobre.


Algunos escribas sentían la tentación de alterar ciertos párrafos del original, pero la mayoría era lo suficientemente responsable como para plasmar esas versiones alternativas en los márgenes. Un monje de Herne, insatisfecho con la traducción que debía copiar, no solo dejó su propia versión en los márgenes, sino que previamente hizo las aclaraciones pertinentes:


Así es como yo lo hubiese traducido.


Casi todos los manuscritos copiados se hacían por encargo, a veces por una abadía, otras por alguna corte. En cualquier caso, los trabajos eran personalizados, y el escriba se ocupaba de que todo el esfuerzo vertido no solo cayera en las manos indicadas, sino que permaneciera ahí. Con ese propósito se dejaban severas maldiciones escritas en los márgenes de casi todos los libros de la Edad Media.


Cualquiera que tome indebidamente este libro, o lo robe de la iglesia de Santa Cecilia, será condenado y maldecido por siempre, hasta que lo regrese y expíe sus actos.


Otros eran mucho más enérgicos en sus maldiciones:


Si alguien roba este libro, sepa que en el Día del Juicio los santos y los mártires lo acusarán en presencia de nuestro Señor, Jesucristo.


El aburrimiento, que para muchos escribas se traducía en dolor, o en queja, en otros se convertía en una especie de desesperación cósmica. Son estas las marginalias más bellas y conmovedoras, justamente porque trascienden las penas del presente y aspiran a la eternidad:


Es triste de pensar, pero algún día alguien se inclinará sobre estas páginas y dirá: la mano que escribió esto ya no existe más.




Libros prohibidos. I Libros extraños.


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