Lo que Mary Shelley nunca contó sobre Víctor Frankenstein.
Se sabe que la novela gótica tiende a exagerar. Todo hecho, aunque sea extraordinario, es una pieza aislada que no constituye una historia en sí misma. En este sentido, el arte de narrar consiste en exagerar, en ensanchar, en acentuar, en revestir ciertos sucesos con un valor fundamental, relevante, incluso trascendental.
Toda buena novela es un paciente ejercicio de dilatación.
Por cierto, está en la sabiduría del autor, en su experiencia, pero también en la astucia para omitir ciertos hechos irrelevantes para el argumento —aún cuando puedan ser esenciales en otros foros, como una corte de justicia—, para unir esos fragmentos dispersos y armar una historia.
En este contexto, sabemos que la novela de Mary Shelley: Frankenstein (Frankenstein), utilizó algunos sucesos aislados para consolidar un exquisito culebrón. La historia real, sin embargo, dista mucho de la versión de Shelley, precisamente porque los hechos que la conforman son, en rigor a la verdad, mucho más espeluznantes.
Víctor Frankenstein, a su vez, opera del mismo modo que la autora: utiliza fragmentos —pedazos de cadáveres— para crear una criatura abominable: un híbrido, si se quiere, cuyo organismo es animado mediante dispositivos eléctricos que el propio científico loco tuvo la precaución de fabricar.
Esto no significa que Shelley —o el propio Víctor Frankenstein— carezcan de originalidad. Solo se puede construir algo nuevo a partir de lo que ya fue hecho. La originalidad, en todo caso, consiste en la habilidad del creador para disimular sus influencias.
Shelley tuvo que alterar los hechos verdaderos justamente porque estos siempre son exiguos para la literatura. En definitiva, lo que nos estremece en la vida real no siempre justifica una novela.
Lo cierto es que el científico no utilizó retazos cadavéricos para su experimento, sino el cuerpo de su esposa, fallecida en circunstancias misteriosas.
Por supuesto, podemos especular que accionó la máquina que había inventado mientras reía como un poseso, que la corriente eléctrica sacudió cada músculo en proceso de descomposición, cada tendón, cada cartílago; que el aire del laboratorio se saturó con el hedor cadavérico ya galvanizado, reducido a una fina capa de vapor, y que su esposa, cuando la electricidad por fin se detuvo, seguía muerta.
Taller de literatura. I Egosofía.
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2 comentarios:
Para partirse el c. Literalmente. "Toda buena novela es un paciente ejercicio de dilatación". ;-)
Y cuando se dio cuenta de su fracaso enloqueció y se convirtió en Igor...
¡EXCELENTE!
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