Poemas que hacen llorar a los hombres.
Rápidamente debemos aclarar que el título de este artículo no es caprichoso; es decir, producto afinidades personales.
De hecho, responde a una excelente antología conocida como Poemas que hacen llorar a los hombres adultos (Poems That Make Grown Men Cry), la cual recopila más de cien poemas elegidos por los hombres como los más lacrimógenos de la historia.
Repasemos los más interesantes.
Uno de los poemas más elegidos por los hombres fue Después de un gran dolor (After Great Pain), de Emily Dickinson, donde se describe de forma magnífica la desesperación y la pérdida como tributos necesarios para obtener el don de la vida:
Después de un gran dolor, uno se hace formal,
Los nervios se apoltronan, como tumbas,
El corazón ya tieso se pregunta
Si fue Él quien lo pudo soportar,
Si fue ayer o hace siglos.
Los pies, igual a autómatas, recorren
En el suelo, en el aire, en el vacío,
Un sendero del bosque
Que ha nacido al descuido,
Resignación de cuarzo, como piedra.
Es la hora del plomo;
Si se la sobrevive, es recordada
Como quien soportó nieves glaciales;
Frío —al principio— luego aturdimiento,
Después dejarse ir.
Los nervios se apoltronan, como tumbas,
El corazón ya tieso se pregunta
Si fue Él quien lo pudo soportar,
Si fue ayer o hace siglos.
Los pies, igual a autómatas, recorren
En el suelo, en el aire, en el vacío,
Un sendero del bosque
Que ha nacido al descuido,
Resignación de cuarzo, como piedra.
Es la hora del plomo;
Si se la sobrevive, es recordada
Como quien soportó nieves glaciales;
Frío —al principio— luego aturdimiento,
Después dejarse ir.
Otro de los poemas favoritos del género masculino es El soldado (The Soldier), de Rupert Brooke; versos que vindican el honor y la amistad entre quienes han vivido lo más amargo de la vida: la guerra.
Si es que muero, esto solo pensad, tan sólo esto:
que algún rincón cualquiera de alguna tierra extraña
es ya Inglaterra siempre. Mis huesos habrán puesto
su puñado de polvo de otra tierra en la entraña.
Polvo a quien dio Inglaterra forma, palabra, gesto;
sus flores para amarlas, para andar su campaña;
vaho mortal y polvo de Inglaterra compuesto,
que en sol se bendice y en sus aguas se baña.
Y pensad que ya limpio de todo mal el hueso,
pulso vital, el alma derrama la abundancia
que Inglaterra le diera con generoso exceso:
su dulce sueño alegre, su música y fragancia;
la risa entre los labios de la madre; y el beso
de un corazón que duerme, bajo el cielo, en su infancia.
que algún rincón cualquiera de alguna tierra extraña
es ya Inglaterra siempre. Mis huesos habrán puesto
su puñado de polvo de otra tierra en la entraña.
Polvo a quien dio Inglaterra forma, palabra, gesto;
sus flores para amarlas, para andar su campaña;
vaho mortal y polvo de Inglaterra compuesto,
que en sol se bendice y en sus aguas se baña.
Y pensad que ya limpio de todo mal el hueso,
pulso vital, el alma derrama la abundancia
que Inglaterra le diera con generoso exceso:
su dulce sueño alegre, su música y fragancia;
la risa entre los labios de la madre; y el beso
de un corazón que duerme, bajo el cielo, en su infancia.
El escritor Thomas Hardy también es un asiduo visitante de esta antología.
Su poema Durante viento y lluvia (During Wind and Rain), estremece por su melancolía, pero sobre todo por su enorme eficacia.
Cada verso es un golpe letal, una herida en el corazón. Poco a poco avanzamos hasta darnos cuenta que ese viento y esa lluvia envuelven al poeta, de pie frente a varias tumbas, y que todos en aquella familia feliz están muertos:
Ellos cantaban las canciones más dulces;
Él, ella, todos ellos, sí,
Agudos y tenores y bajos,
Y uno para jugar;
Con velas que empalidecían cada rostro.
Los años caen cómo las hojas enfermas
Que limpian el musgo rastrero,
Marcando los caminos,
Alegrando el jardín;
Construyendo una sombría casa.
Y los años, los años, verás;
Son como aves blancas que roen el cielo,
Son como sombras que nos desayunan:
Hombres y mujeres, viejos y jóvenes;
Bajo un árbol del verano,
La bahía de fondo,
Mientras la mascota busca su falda.
¡Oh, los años!
La rosa marchita cae del muro agrietado;
Todos han encontrado un nuevo hogar:
Él, ella, todos ellos, sí;
Relojes y alfombras y escaleras
Yacen sobre el césped, eternamente.
Y los años, los años,
Erosionan sus nombres donde llora la lluvia.
Él, ella, todos ellos, sí,
Agudos y tenores y bajos,
Y uno para jugar;
Con velas que empalidecían cada rostro.
Los años caen cómo las hojas enfermas
Que limpian el musgo rastrero,
Marcando los caminos,
Alegrando el jardín;
Construyendo una sombría casa.
Y los años, los años, verás;
Son como aves blancas que roen el cielo,
Son como sombras que nos desayunan:
Hombres y mujeres, viejos y jóvenes;
Bajo un árbol del verano,
La bahía de fondo,
Mientras la mascota busca su falda.
¡Oh, los años!
La rosa marchita cae del muro agrietado;
Todos han encontrado un nuevo hogar:
Él, ella, todos ellos, sí;
Relojes y alfombras y escaleras
Yacen sobre el césped, eternamente.
Y los años, los años,
Erosionan sus nombres donde llora la lluvia.
Thomas Hardy, decíamos, ocupa un rol preponderante entre los poemas que hacen llorar a los hombres.
La voz (The Voice), escrito inmediatamente después de la muerte de su primera esposa, en 1912, da testimonio de una inmensa tristeza:
Mujer que tanta falta me haces, me llamas, me llamas a mí.
Dices que ahora no eres como eras,
Cuando cambiaste de quien lo era todo para mí;
Si no al principio, en nuestra primavera,
¿Será a ti a quien oigo? Deja que te vea entonces
De pie como cuando iba al pueblo;
Donde me esperabas: sí, como entonces te conocí,
En ese primer vestido azul.
¿O es tan sólo la brisa, en su letargo
Que viaja por la húmeda aguamiel hasta mí,
Y tú disuelta en pálido olvido
Nunca más oída, ni lejos ni cerca?
Entonces tropiezo hacia adelante,
Las hojas a mi alrededor se desparraman
El viento se escabulle suave por la espina del norte
Y la mujer que llama.
Dices que ahora no eres como eras,
Cuando cambiaste de quien lo era todo para mí;
Si no al principio, en nuestra primavera,
¿Será a ti a quien oigo? Deja que te vea entonces
De pie como cuando iba al pueblo;
Donde me esperabas: sí, como entonces te conocí,
En ese primer vestido azul.
¿O es tan sólo la brisa, en su letargo
Que viaja por la húmeda aguamiel hasta mí,
Y tú disuelta en pálido olvido
Nunca más oída, ni lejos ni cerca?
Entonces tropiezo hacia adelante,
Las hojas a mi alrededor se desparraman
El viento se escabulle suave por la espina del norte
Y la mujer que llama.
Otro poeta notable que sin dudas resulta muy adecuado para hacer llorar a los hombres es Walt Whitman, en especial su poema La terrible duda de las apariencias (Of the Terrible Doubt of Appearances).
Pienso en la terrible duda de las apariencias,
En la incertidumbre en que nos hallamos, pienso que quizá
somos juguetes de una ilusión.
Que acaso la esperanza y la fe no son más que especulaciones,
Que acaso la identidad de ultratumba sólo es una bella fábula;
Que quizá las cosas que percibo, los animales, las plantas,
los hombres, las colinas, las aguas brillantes, las corrientes,
Los cielos del día y de la noche, los colores, las densidades, las formas,
Quizá todas esas cosas no son (lo son seguramente) sino apariciones,
y que nos falta por conocer aún lo verdaderamente real.
¡Cuántas veces estas cosas se desprenden de ellas mismas
como para confundirme y burlarme!
¡Cuántas veces pienso que yo ni hombre alguno sabemos la menor palabra de ello!
Pudiera ser que las cosas me parecieran lo que son
(seguramente no son sino aparentes) según mi criterio presente,
y que ellas no serían (seguramente resultaría así) tales como me parecen ahora,
quizá no serían nada consideradas con criterios enteramente distintos.
Sin embargo, para mí estas cuestiones y otras del mismo orden
son curiosamente resueltas por los que me aman.
Cuando el que amo camina conmigo o está sentado junto a mí,
oprimiendo largo rato mi mano con la suya,
Cuando el aire sutil, lo impalpable,
el sentido que las palabras y la razón no expresan,
nos rodean y nos invaden,
Entonces me siento dueño de una sapiencia inaudita,
indecible, permanezco silencioso, no pregunto nada,
No puedo resolver el problema de las apariencias ni el de la identidad de ultratumba.
Pero me paseo o me detengo, indiferente me siento contento,
El que oprime mi mano me ha serenado y satisfecho.
En la incertidumbre en que nos hallamos, pienso que quizá
somos juguetes de una ilusión.
Que acaso la esperanza y la fe no son más que especulaciones,
Que acaso la identidad de ultratumba sólo es una bella fábula;
Que quizá las cosas que percibo, los animales, las plantas,
los hombres, las colinas, las aguas brillantes, las corrientes,
Los cielos del día y de la noche, los colores, las densidades, las formas,
Quizá todas esas cosas no son (lo son seguramente) sino apariciones,
y que nos falta por conocer aún lo verdaderamente real.
¡Cuántas veces estas cosas se desprenden de ellas mismas
como para confundirme y burlarme!
¡Cuántas veces pienso que yo ni hombre alguno sabemos la menor palabra de ello!
Pudiera ser que las cosas me parecieran lo que son
(seguramente no son sino aparentes) según mi criterio presente,
y que ellas no serían (seguramente resultaría así) tales como me parecen ahora,
quizá no serían nada consideradas con criterios enteramente distintos.
Sin embargo, para mí estas cuestiones y otras del mismo orden
son curiosamente resueltas por los que me aman.
Cuando el que amo camina conmigo o está sentado junto a mí,
oprimiendo largo rato mi mano con la suya,
Cuando el aire sutil, lo impalpable,
el sentido que las palabras y la razón no expresan,
nos rodean y nos invaden,
Entonces me siento dueño de una sapiencia inaudita,
indecible, permanezco silencioso, no pregunto nada,
No puedo resolver el problema de las apariencias ni el de la identidad de ultratumba.
Pero me paseo o me detengo, indiferente me siento contento,
El que oprime mi mano me ha serenado y satisfecho.
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