«Nosferatu»: Griselda Gambaro; relato y análisis.
Nosferatu (Nosferatu) es un relato de vampiros de la escritora argentina Griselda Gabaro (1928- ), publicado en 1970.
En cierta forma, Nosferatu, uno de los mejores cuentos de Griselda Gambaro, pronostica la atmósfera de horror y reclusión que llegarían con la dictadura militar en 1974 en Argentina. De hecho, Griselda Gambaro sería perseguida por el gobierno genocida, llegando a encabezar todas las listas negras de autores prohibidos. Sin ir más lejos, una de sus mejores novelas, Ganarse la muerte, fue prohibida por decreto presidencial.
Nosferatu explora un costado inédito del relato de vampiros. Lejos de la pompa y la grandiosidad, Griselda Gambaro nos presenta al último descendiente de una antigua familia de vampiros sumido en la miseria, instalado en una vieja casona sin muebles ni comodidades de ningún tipo. Vencido por las adversidades, Nosferatu pasa sus horas sentado en el suelo de una habitación vacía. De tanto en tanto sale a las calles, acechando por hábito, pero el hambre y la indigencia de sus presas lo mueve a una insólita caridad.
Griselda Gambaro imagina para Nosferatu un destino de oprobio, contrario al de los vampiros de la tradición literaria; en este caso, vampirizado por un grupo de policías que tal vez presagian las violentas estrategias instauradas durante la dictadura militar, sustituyendo de este modo el horror por lo sobrenatural, representado por los vampiros, por el miedo informe frente a un Estado que priva a sus ciudadanos de sus derechos.
Casi olvidado en la actualidad, Nosferatu es quizás el mejor relato argentino de vampiros.
Nosferatu.
Nosferatu, Griselda Gambaro (1928- )
Obviamente, se acostó al amanecer. Antes, se había acercado a la ventana que carecía de vidrios, cubiertos de polvo los bastidores de madera, y había mirado hacia abajo con sus ojos sin párpados. La oscuridad se diluía suavemente, vencida por la luz. Pasó un ómnibus colmado de obreros, cruzaron dos o tres coches con los focos todavía encendidos.
Nosferatu acarició el polvo de la ventana con sus largos dedos de uñas crecidas y el polvo permaneció quieto. Miró de nuevo hacia afuera y suspiró: podía dormir en paz. Ningún movimiento extraño lo amenazaba.
Se acostó vestido sobre el suelo lleno de tierra y no se despertó hasta el anochecer. Durmió de un tirón, sin sueños, y la oscuridad lo despertó como despierta la luz. Debía salir, la calle entrañaba un peligro pero en la calle encontraba su sustento. No podía recorrerla como si fuera otro, con un cuerpo sin más historia que la juventud o la vejez. Asustaban su forma de caminar, su alta y negra estatura, la mirada inmóvil que no daba el respiro del párpado.
Pensó que se habían empequeñecido sus gestos, antes lo movía la pasión y ahora, cuando salía, consumaba un simple despojo, robaba como el más mísero de los ladrones y con menor aptitud. La noche anterior lo habían perseguido tenazmente. Él había actuado con una falta de prudencia que más tarde recordó con asombro y no supo explicarse. Había agredido a un transeúnte rezagado, caminante inerme entre las sombras y sin embargo dueño dichoso del calor y el movimiento de su sangre. Hostigado por la avidez y la nostalgia que conservamos hacia los deseos perdidos, Nosferatu lo había atacado desde atrás: con una vara de hierro había golpeado repetida, bárbaramente la nuca frágil, como si se concediera un desquite o se castigara.
Luego, en lugar de moverse, había permanecido quieto, fascinado ante la sangre que le provocaba una incomprensible repugnancia. Y cuando por fin se arrodilló junto al hombre que yacía en la calle y se levantaba ya con el botín en la mano, otros transeúntes lo habían sorprendido. Huyó entonces y supo que su salvación la debía a una persecución emprendida con desgano. Las piernas no le respondían. Él, que había sido capaz de transformarse en criatura alada, estaba pegado a un cuerpo que le hablaba sólo de necesidad y no de gloria.
Salió echando la llave, aunque no había muebles ni pertenencias en el cuarto. Completamente vacío. Ni siquiera una luz en el techo. Sólo tierra que había entrado durante años por la ventana sin vidrios. Tierra seca o acompañada de lluvia, seca en seguida, como si la humedad rehusara su lejano parentesco con la sangre. Bajó las escaleras ocultándose de los vecinos y caminó, tratando de imitar el paso de los otros. Se adhería demasiado a la pared, se agazapaba cuando oía risas o murmullos, y sabía que era un error. Debía haber esperado que la noche avanzara y la oscuridad fuera intensa, creciera solitaria como él mismo, y sin embargo no podía hacerlo. Desfallecía. Comer, pensó, e imaginó torrentes de sangre, océanos de sangre, fuerza y saciedad. Pero la imaginación no lo alentaba, como quien sueña para otro.
Una vieja caminaba delante de él y se detenía cada tanto en los botes de basura. Comenzó a seguirla por costumbre, una costumbre ancestral que no podía abandonar aunque fuera ya inútil, gratuita y sin sentido como tantas costumbres. La vieja intuyó su presencia porque de pronto se volvió, enfrentándolo inmóvil.
Nosferatu vio sus ropas carcomidas, su cabellera rala. La vieja lo miraba sin miedo, y esto lo fastidió un poco, lo atemorizó también. Sin embargo, cuando llegó más cerca, comprendió que la vieja estaba inmovilizada por el hambre. Mientras que en él era sequedad, en ella el hambre rezumaba saliva, como en un animal esperando su alimento. Él pensó en atacarla, descubrió los colmillos y apresuró los últimos pasos, sabiendo no obstante que el simulacro no sustituiría a la acción. Ya no podía atacar de esa manera, provocar el minuto de espanto y casi de amor que anticipaba en sus víctimas la entrega, el éxtasis pavoroso del deseo y de la muerte.
La vieja pronunció unas palabras que él no entendió pero que intentaban un saludo; insinuó una temblorosa sonrisa. Cuando estuvo a su alcance, extendió la mano hacia él con un gesto pedigüeño, ávido y remiso al mismo tiempo.
Nosferatu le mostró los dientes como un perro que gruñe listo para el ataque. Pasó de largo y se sintió desfallecer. A ciegas, abrazó un tronco en busca de apoyo, por un segundo reclinó la cabeza.
—¿Qué le ocurre? —preguntó la vieja con voz educada, una sombra de afecto.
Él negó mudamente y se alejó, no sin antes depositarle unos billetes en la mano, como si fuera ése el precio para seguir su camino, el pago del fracaso o de la indiferencia que necesitaba.
—Gracias, señor —dijo la vieja, y después de un momento la escuchó correr detrás de él—. Es mucho. —explicaba sin resuello, disculpándose ella misma de esa generosidad desmedida que sólo podía ser fruto de una equivocación.
Nosferatu no se detuvo y ella lo sujetó por la manga. Él apartó el brazo y un trozo de tela se desprendió limpiamente.
—Dios mío —susurró la vieja con una inquietud que le nacía de las sombras, del frío, del resultado de su gesto desprovisto de violencia.
—No es nada. —dijo él en un murmullo.
La carne brotaba lívida del desgarrón, pero no intentó cubrirse.
La vieja miró con asombro el trozo de tela que se deshizo como ceniza entre sus dedos. Se sobresaltó, las arrugas se le profundizaron y abrió la boca, dispuesta al grito.
Él desvió los ojos, preservándola de su fijeza inmutable, y trató de ocultar los colmillos que habían sido temibles. Para tranquilizarla, se encorvó aún más, empequeñeciéndose, y retrocedió unos pasos. Lo consiguió, porque la vieja dejó de respirar aceleradamente y sonrió avergonzada, como después de un susto sin motivo.
—Es mucho —repitió, y justificó la fragilidad de las ropas por razones de miseria.
Pero la dádiva la desconcertaba. Escudriñó el rostro sumido y dijo:
—Usted lo necesita más.
Eligió un billete y lo guardó bajo el escote. El resto lo tendió hacia él, pero bruscamente volvió a asustarse, se inclinó y abandonó el dinero sobre el suelo.
Nosferatu no lo recogió, se alejó rápidamente y dobló en la primera esquina. A lo lejos, una luz caía sobre la puerta de un bar. Apenas un foco anémico, rodeado por la niebla, que le hería la vista como si encandilara. Pensó que no habría alimento en la oscuridad y hacia la luz se encaminó. Un perro vagabundo aulló a su paso, erizó el pelaje del lomo y se escondió luego con el rabo entre las piernas. Él se apresuró, apretando la boca para sofocar náuseas de debilidad y de vacío. Entró al bar y se sentó, protegiéndose los ojos con la mano.
Un mozo atendía desganado, el delantal gris, las uñas largas que debían hundirse en los platos de sopa. Temiendo la desnudez de su voz, señaló con el índice en el menú y supo en seguida que no podía esperar tanto.
—¿Qué? —dijo el mozo.
—Leche —repitió él, alzando apenas la voz, que se le antojó ronca, inhumana.
Pero el otro no pareció darse cuenta. Asintió y casi sin demora depositó sobre la mesa un vaso que rebasaba.
—Lo demás va marchando —explicó por rutina, y limpió la superficie de la mesa con el borde de su delantal sucio. Lo miró con una curiosidad que no alimentó, cansado.
Nosferatu se abalanzó hacia la leche y bebió. Tenía ganas de morder el vaso, pero ya no podía morder. No sabía por qué, quizá corrían otros tiempos, otras crueldades, y el gesto se había vuelto irrisorio. El líquido atemperó la sensación de vacío, la quemazón del hambre. Reclinándose contra el respaldo de la silla, suspiró y se dejó estar, como si él también pudiera adherirse a la frágil esperanza de los otros en la ventura posible, o más modestamente, compartiera la dicha de existir en la inadvertencia.
Un policía fornido, de uniforme, se acercó al mostrador y conversó con el dueño del bar; debió contar un suceso hilarante porque ambos comenzaron a reír, el dueño con carcajadas rotundas y halagadoras. Luego, el policía giró el cuerpo y apoyando los codos sobre el mostrador, recorrió las mesas con la vista de un modo que quería ser inofensivo y resultaba escrupuloso. Se detuvo un instante sobre un parroquiano, que aún de espaldas, se agitó inquieto, y en la mesa siguiente descubrió la figura oscura que se protegía los ojos con la mano. Entonces interrumpió el escrutinio en la certidumbre de su presa. Nosferatu lo había percibido también, a pesar de la mano sobre los ojos, la tensión dolorosa del cuerpo, la inmovilidad alerta, como la de un animal aterrorizado.
El policía se separó del mostrador y se afirmó sobre sus pies, frotándose los muslos con los dedos abiertos. Nosferatu se enderezó en la silla, sintió el dardo de la luz e involuntariamente se incorporó volcando el vaso, que rodó estrellándose contra el suelo. El policía empezó a caminar hacia su mesa. Caminaba lentamente y sonreía, con una sonrisa de reencuentro o de ternura.
Nosferatu apartó al mozo semidormido, forcejeó con los batientes de la ventana hasta que consiguió abrirlos y saltó hacia la calle. Escuchó el sonido odioso de un silbato señalando fuga y persecución. Ruido de sillas caídas, pisadas. Cayó lastimándose las rodillas; se levantó y corrió. Desvió la cabeza y miró fugazmente. Ya no era un policía aislado, todo un grupo había emprendido una persecución tenaz. Aceleró, pero sin ganar distancia, enloquecido por el sonido implacable, por la secuela ininterrumpida y sorda de las pisadas en el pavimento. No podía correr más, el corazón se le estrangulaba, las rodillas sin rótula. Se ocultó detrás de una hilera de autos y esperó.
Los policías doblaron la esquina y se detuvieron unos segundos, desconcertados ante la calle desierta, la brusca desaparición de la rígida figura de negro que los precedía. Formaron un grupo compacto y conversaron un momento entre ellos.
Nosferatu se preguntó cómo habían aparecido tan de golpe. En la ciudad dormida, qué hacían ellos, tan despiertos. Jadeando penosamente, espió mientras el sudor inundaba su piel que había sido reseca. Sudor de miedo, pensó. Eran cinco, todos altos y erguidos, y uno de ellos tenía un revólver desenfundado, apuntaba hacia las sombras de manera imprecisa, haciendo oscilar el arma como un niño que juega. Oyó risas, una frase pronunciada con un acento de orden. En seguida, se dividieron y avanzaron hacia la hilera de autos.
Nosferatu se alzó y empezó a correr. Las balas silbaron por encima de su cabeza, muy desviadas, como si no quisieran acertarle. Sin embargo, estaban cada vez más cerca, cada vez más nítidamente escuchaba los gritos. Y luego, no ya la sensación de peligro, la persecución que permite una mínima esperanza, sino la realidad inevitable, los cuerpos pesados, el resuello animal a distancia imperceptible; una mano tocó su hombro, resbaló aferrándolo por la ropa. El saco se desprendió enteramente, se disgregó en hilachas, polvo, ceniza.
Pero los otros no se asustaron. Rieron, rieron un poco sin aliento por la carrera. Nosferatu dio dos zancadas, tropezó y cayó de bruces. Los cinco se abalanzaron hacia él. Lo sujetaron y se quedó quieto y sin resistencia mientras el silencio se instalaba entre los hombres que lo habían perseguido. Esperó, hasta que las manos que lo aprisionaban se levantaron y por un momento pensó que se había equivocado y que lo favorecería una impensable justicia o misericordia, puesta fuera de esos hombres, puesta fuera de su destino, casi fuera del mundo. Pero las manos descendieron de nuevo sobre él y lo inmovilizaron de espaldas contra el pavimento. El que tenía el revólver desenfundado lo guardó en la cartuchera.
Desde el suelo, Nosferatu los miró. Parecían inmensos, gigantes. Uno de ellos se dejó caer de rodillas a su lado y acercó el rostro. Abrió la boca. Los dientes asomaron, muy blancos, irreales. Nosferatu gritó. El policía le clavó los dientes en el cuello, torpemente, pero con decisión. Atacó la carne varias veces hasta que la sangre brotó limpia. Nosferatu volvió a gritar. Y luego, uno tras otro, se inclinaron sobre él, con la boca abierta.
Relatos de vampiros. I Relatos góticos.
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« ».
Hay algo muy convincente en los relatos de H.P. Lovecraft, algo inquietante, algo que perturba interiormente, pero que es muy difícil de definir con algún grado de precisión. No es solo su estilo, claramente superior al de la mayoría de los autores del género. Tampoco su verborrea excesiva, a veces a expensas de una escasa o nula caraterización de personajes. Tampoco son sus monstruos, sus dioses, que al principio parecen más extraños que aterradores. No, ninguno de esos elementos puede explicar por sí solo el Efecto Lovecraft.
Incluso el lector habituado a transitar por los laberintos de los Mitos de Cthulhu puede sorprenderse genuinamente al descubrir cuán asombrado puede dejarlo una historia de Lovecraft, cuán perturbado, cuando a menudo no parece merecer tal reacción. De eso se trata el Efecto Lovecraft, de una reacción. Puede ser de disgusto, de repugnancia, de rechazo, de secreta fascinación, pero nunca de indiferencia.
Una tarde, hace muchos años, me encontraba releyendo un libro de Lovecraft en una estación de tren. No noté al hombre que se sentó a mi lado (un anciano, supe después), solo escuché su voz cuando dijo:
—Sabés, todo lo que escribió Lovecraft era cierto.
Mi reacción a esta increíble declaración fue extraña. Interiormente sentía lo mismo, aunque nunca lo había puesto en esos términos. No me refiero a que Lovecraft fuese una especie de cronista cósmico, pero en su obra había algo verdadero, indefinible para mí, pero claramente perceptible para cualquier lector sensible.
No recuerdo mucho más sobre aquel encuentro con el viejo. Solo una anécdota un poco perturbadora.
Me contó que en su adolescencia se había inspirado en Lovecraft para sus primeras pinturas. Al parecer, era un tipo bohemio, lo suficiente como para pintar una frase en una de las lenguas alienígenas de Lovecraft sobre la puerta de entrada de su casa (ver: Las lenguas prehumanas de Lovecraft). Dijo que, un día después, se presentó un individuo extraño en su casa. Le informó oscuramente que, a menos que borrara la frase del marco de la puerta, algún tipo de desgracia podría ocurrirle. El viejo (joven, en ese entonces) mencionó que este visitante tenía facciones extrañas, anfibias, añadió.
Un lunático, indudablemente, pero la anécdota se quedó conmigo. En parte, me hizo preguntarme por qué no había otros dementes por ahí asegurando que habían visto al cuervo de Poe o al Pennywise de Stephen King. Sin embargo, existían cultos a los Mitos; cultos reales, con gente que adoraba a las deidades del panteón lovecraftiano. ¿Por qué su obra inspiraba este tipo de afirmaciones?
Creo que todos estos lináticos estaban reaccionando a los mismos elementos que causan esa mezcla de asombro y verosimilitud en los cuentos de Lovecraft, por otro lado, presentes en todos nosotros.
Ese aspecto verdadero en Lovecraft procede de una fuente común a todos: los sueños. Eso es lo que nos perturba, lo que nos atrapa.
Nuestra razón, nuestra mente consciente, no puede encontrar ningún punto de apoyo para explicar la fascinación o el rechazo tajante que produce Lovecraft, porque hay componente inconsciente, surgido de esos sueños e incorporado a las historias, ante el cual nuestro propio inconsciente reacciona involuntariamente.
Examinemos brevemente algunas cuestiones biográficas para analizar el simbolismo detrás de los sueños y relatos de Lovecraft.
Susan Whipple, madre de Lovecraft, era una de las tres hijas de una familia rica de Rhode Island. Winfield Scott Lovecraft, su padre, era un vendedor apuesto, aunque algo presuntuoso. Susan tenía 31 años, y Winfield 35, cuando se casaron. Dos años después nació Howard. Cuando el niño tenía dos años y medio, su padre sufrió un rápido deterioro mental que requirió su hospitalización hasta el momento de su muerte, cinco años y medio después. Parece probable que Winfield tuviera sífilis. Se ha especulado mucho sobre si la afección se transmitió a su esposa e hijo, pero se desconoce (ver: El horror hereditario y la enfermedad de Lovecraft)
Desde la muerte de Winifred, Susan sufrió alucinaciones y delirios, pero no está claro si se debió a la sífilis o no. Se sabe muy poco de la relación de Howard y su padre, pero es interesante especular sobre las consecuencias de la ausencia del padre justo cuando el niño se encontraba en medio de la etapa edípica de desarrollo, formando un vínculo sexual con su madre y deseando que su padre, su rival, se fuera. Hay casos bien documentados en los que, si el padre muere en este momento, el niño lo percibe como un resultado de sus deseos, y la culpabilidad posterior puede afectarlo de manera permanente.
La reacción de Susan a la enfermedad y muerte de Winfield fue volverse más posesiva y protectora del único vínculo que le quedaba con su esposo: su hijo. Hasta su muerte en 1921, a la edad de 64 años, o hasta que Howard cumplió 31, ella dominó completamente a su hijo. Rara vez se apartaba de él, cuidándolo en exceso en detrimento del desarrollo de su propia independencia. Howard nunca pasó una noche fuera de casa hasta los 30 años.
Susan estaba obsesionada con la salud de Howard, que creía delicada, a tal punto que lo revisaba constantemente, en los escasos momentos en los que estaba solo en su cuarto, para ver si se había desmayado. Curiosamente, y a pesar de su abierta preocupación, Susan le hizo algunas cosas devastadoras a su hijo. Para empezar, siempre había querido una niña y mantuvo a Howard con vestidos y rizos hasta los seis años, cuando sus cabellos dorados fueron cortados a pesar de sus lágrimas de protesta (ver: ¿Por qué a Lovecraft lo vestían de niña). Susan insistió durante toda su vida, tanto a sus vecinos como a su propio hijo, que Howard era horriblemente feo. Tal es así que le hacía cubrirse el rostro cuando salían a la calle.
Lovecraft, quien en realidad creció hasta convertirse en un hombre alto, bien formado y con buena presencia, siempre conservó esta autoimagen paralizante de debilidad y falta de atractivo.
Lo más interesante es que, a pesar de todos esos cuidados excesivos, Susan aborrecía el contacto físico y rara vez tocaba a su hijo. Con esta ausencia casi total de afecto físico, algo esencial para el desarrollo de un niño, Lovecraft creció hasta convertirse en un hombre de naturaleza muy reservada y asexual, probablemente una reacción exagerada a la convicción de su propia fealdad; tal es así que su primer beso fue a los 32 años. Solo se puede especular sobre si Lovecraft o su madre conocían la naturaleza sexual de la enfermedad de Winfield. Esa información también podría influir en sus actitudes.
Cuando Lovecraft tenía 14 años, la familia perdió su amado hogar con la misma rapidez y sorpresa con la que habían perdido a Winfield. La pequeña familia se vio obligada a mudarse a cuartos más pequeños y menos elegantes. Lovecraft nunca dejó de lamentar esa pérdida. No fue tanto la caída en el prestigio familiar como la abrupta separación de un lugar que había asociado fuertemente con la seguridad; la pérdida de los objetos equivalía a la pérdida de los sentimientos. Desde entonces, Lovecraft se convirtió en una persona que pasaba una cantidad anormal de tiempo consigo mismo, retraído, evitando el contacto humano.
A veces, las personas reaccionan al impacto de la pérdida evitando la formación de vínculos estrechos. Después de todo, al no tener vínculos estos ya no pueden perderse. Para evitar la compañía no deseada, Lovecraft, según el libro de Sprague de Camp: , fingía estar fuera; incluso corría las cortinas para que no se vieran las rendijas de luz debajo de la puerta. Recibía a sus amigos en bata de baño y pantuflas, y se disculpaba explicando que se estaba yendo a la cama.
Lovecraft permaneció dedicado solo a su madre. Compartía con ella todas sus ideas y pensamientos buscando aprobación. Su muerte, cuando él tenía 32 años, lo dejó a la deriva, y se apresuró a casarse, en solo año y medio, con una mujer siete años mayor que él. ¿Estaba Lovecraft tratando de reemplazar a su madre? En cualquier caso, el intento no tuvo éxito; el matrimonio se disolvió en unos años, probablemente porque Sonia quería un marido, no un hijo.
Lovecraft pensaba en sí mismo —señala de Camp— como una especie de intelecto incorpóreo, no distraído por las pasiones humanas. El propio maestro de Providence se definía a sí mismo en los siguientes términos: Nunca estaré muy feliz o muy triste, porque estoy más inclinado a analizar que a sentir. Si tomáramos al pie de la letra sus palabras, deberíamos esperar que sus escritos consistan en material científico y objetivo. Pero, de hecho, son todo lo contrario.
Los sueños de este racionalista autodidacta estaban llenos de pesadillas, y la preponderancia de su obra no trata sobre lo racional y lo analítico. Se puede ver que hay mucho, mucho contenido debajo de la superficie de este hombre aparentemente sin deseos, que encuentra expresión en sus sueños y sus historias.
¿Cómo podemos correlacionar este breve resumen con algunas facetas de las obras de Lovecraft?
El corpus principal gira en torno a los Mitos de Cthulhu, un grupo de cuentos que comparten un tema común. Un panteón de dioses existe justo fuera del tejido del espacio-tiempo de nuestro universo, y a veces dentro de él. Dominaron el mundo hace milenios, hasta que finalmente fueron expulsados, pero desde algún lugar, o no lugar, amenazan con recuperarlo. Si tuvieran éxito, la raza humana sería esclavizada o directamente exterminada. En otras palabras, lo que tenemos aquí es la cordura del mundo que apenas se sostiene manteniendo alejadas a una serie de fuerzas destructivas.
Decir que ese esquema es análogo a vida de Lovecraft, es decir, un modelo para la represión de sus propios impulsos sexuales y sociales, sería temerario. Sin embargo, resulta claro que esas fuerzas amenazan con abrumarlo a menos que se mantengan bajo control. En esta línea de pensamiento, no asombra que muchos cuentos de Lovecraft más poderosos y significativos estén ambientados en esenarios de esterilidad y frío. Lovecraft escribió que la mayoría de sus sueños también ocurrían en entornos invernales.
En este contexto, una de sus historias más evocativas es Aire frío (Cool Air), que trata sobre un hombre muerto que mantiene una especie de pseudo-vida al mantener la temperatura en su apartamento bajo cero. Cuando la máquina que consigue este efecto sufre un desperfecto, su cuerpo se pudre rápidamente. Aunque Sigmund Freud advierte que no hay arquetipos universales, que las fantasías de cada persona deben ser interpretadas únicamente por su propio simbolismo idiosincrásico, es tentador recurrir a Carl Jung y especular sobre si Lovecraft está tratando de decir algo sobre sí mismo en Aire frío, viéndose destruido si el el calor del contacto humano entrara en su vida (ver: H.P. Lovecraft vs. Freud: la interpretación de los sueños según Cthulhu)
Pensemos también en El horror de Dunwich (The Dunwich Horror), donde una mujer albina y deforme concibe un hijo de uno de los Dioses Mayores. El pequeño crece hasta alcanzar una madurez aparentemente normal. Un día, sin embargo, es atacado por un perro que rasga su ropa para revelar que, de la cintura para abajo, está cubierto de masa enmarañada de pelo negro. Sus piernas tienen una forma extraña, y además posee un ojo en cada cadera. Largos tentáculos de color gris verdoso con bocas rojas y chupadoras sobresalen de su abdomen. Poco después de esta revelación, se disuelve en una masa blanquecina y pegajosa. El simbolismo sexual es sorprendente, y no es difícil hallar en él algunos elementos autoreferenciales.
Es en estos pequeños detalles, en estas intermitencias narrativas, donde subyace el Efecto Lovecraft.
¿En qué consiste?
En que es algo cierto, como declaró el viejo en la estación, o como sienten todos los que lean sus obras, ya sea con placer o con rechazo, incluso con repugnancia. Lovecraft está siendo muy sincero con el lector, está contándole algo profundo y significativo sobre sí mismo, casi siempre inconscientemente, y por eso nuestro propio inconsciente reacciona de forma igualmente genuina.
Es interesante observar cómo el Efecto Lovecraft puede decirnos algo sobre el maestro de Providence, pero también sobre la forma en la cual reaccionamos ante sus obras. Esa, posiblemente, es la mayor y más noble aspiración de la ficción: revelar algo tan verdadero sobre uno mismo, que la única forma de hacerlo es sublimándolo, transformándolo en algo más, algo irreconocible incluso para el propio autor, pero accesible para el inconsciente de sus lectores.
H.P. Lovecraft. I Taller gótico.
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2 comentarios:
Me ha gustado bastante. Ahora bien, nada como la película de Murnau, para describir a este personaje. Obra cumbre del expresionismo alemán.
Que buen relato!!!! Por supuesto que poco me interesa el supuesto trasfondo político del asunto, si lo hubiese.
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