Historia de la seducción


Historia de la seducción.




Si hablamos de seducción es razonable pensar en una suerte de juego de complicidad mediante el cual dos personas, o una sola, intentan atraer al otro. Sin embargo, el término dista mucho de aludir a una cuestión lúdica. De hecho, seducir es todo lo contrario.

Retrocedamos hasta el romanticismo, período en donde el amor sufrió una feroz revisión crítica, y donde su espíritu quedó signado para siempre. Allí, la seducción, es decir, la acción propuesta por el seductor, es un intento de inducir a alguien a ceder ante las invitaciones lascivas del operante. Más aún, la seducción tal y como se la prevenía en la educación femenina, era vista como un diabólico ensayo masculino cuyo propósito era persuadir a la mujer a realizar cesiones que se pagaban con creces en el confesionario.

La seducción, entonces, era vista como una impostura, una estafa, una puesta en escena del oficiante. A tal punto que la primera aparición de la palabra «seducción», en el diccionario de la RAE, sostiene que seducir es: «engañar con arte y maña».

En el futuro el término no cambió tanto, aunque fue suavizándose hasta convertirse en una operación más bien galante. El seductor ya no fue visto como un ente hipnótico que busca arrancar a la mujer de su estado de beatitud, desde luego, ligado al celibato prematrimonial. Por el contrario, el seductor pasó a convertirse en un caballero atractivo, que busca agradar más que conquistar, es decir, que busca la aceptación de la mujer, y no su rendición.

Uno de los primeros filósofos del amor romántico no perteneció al romanticismo, de hecho, vivió diecisiete siglos antes de que Lord Byron y Casanova arrasaran en los salones de baile [ver: Casanova, el Marqués de Sade, y el misterioso Libro de la Seducción]. Su nombre es Ovidio, y publicó su Arte de amar (Ars Amandi) en el año 8 d.C. Ya en esa época el término «seducir» había sufrido tremendas variaciones, y su verdadero significado se había perdido irremediablemente en las arenas cenagosas de la lengua.

La verdadera seducción, es decir, la seducción original, distaba mucho de ser una conquista mediante la persuación o la exposición antojadiza y caprichosa de atributos agradables a la mujer. Ni siquiera podemos hablar de la seducción como una estrategia o una guerra, sino de una invasión que en nada tenía en cuenta los deseos femeninos.

La palabra Seducir proviene del verbo latino Seducere. Si nos dejamos llevar por una interpretación amable, podemos decir que se compone del prefijo Se, de naturaleza separativa, y el verbo Ducere, «conducir». De tal forma que el Seductor es alguien con conduce una situación, que la guía hacia un terreno favorable. Hasta aquí no hay nada para reclamar a los seductores de antaño. Sin embargo, la raíz del verbo sugiere un pasado bastante siniestro en su posterior aplicación a los lances amorosos.

Ducere proviene de la raíz indoeuropea Deuk, que en latín terminó siendo Dux, «guía», y posteriormente «camino». Podía aplicársela a cualquier cargo militar, de hecho, la palabra Duque también proviene de allí. Se la puede hallar en incontables ejemplos: conducir, deducir, inducir, reducir... todas ellas utilizan el verbo Ducere. Ahora bien, varios siglos antes de que Ovidio nos llenase de placer con sus visiones sobre el amor como vehículo de las más altas esferas de la nobleza humana, los seductores hacían estragos, literalmente.

Antes hablábamos de una interpretación amable, ahora vayamos a la real. Seducere, es decir, seducir, significaba «apartar». ¿En qué sentido? En el acto de guiar o conducir a alguien fuera de sus deseos, presumiblemente, fuera de un estado de rechazo o negación. Es así que los seductores de tiempos inmemoriales eran llamados así no ya por su naturaleza galante, sino por una acción que forzaba los deseos de su objetivo. Seducir era «llevar aparte», separar, conducir a una dama fuera del orbe de sus deseos.

Es imposible atribuirle este pasado nefasto al pobre Lord Byron, cuya actitud seductora barría las miradas femeninas aún cuando éste sufría una deficiencia en sus pies que lo obligaba a caminar como un pato. Sin embargo, esta «acción de separar», de arrancar a alguien de sus deseos de decir «no», puede apreciarse en una de las visiones más inquietantes de la seducción, y que acaso tenga un vínculo estrecho con aquel pasado remoto de pasiones desmedidas, que no tenían en cuenta las intenciones del otro, reducido a una mera concavidad. Hablamos de esa obra notable de Søren Kierkegaard: Diario de un seductor (Forførerens Dagbog).




El lado oscuro del amor. I Filología.


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1 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente información



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