El día que matamos una frase


El día que matamos una frase.




El hombre tiende a creer cualquier cosa encerrada en una frase certera, aun cuando ésta vaya en contra de toda lógica.

La mente es permeable, sobre todo a la letra impresa; y si la cosa se redondea en una frase eficiente, más todavía. En este sentido, Robert Stevenson aconseja que el escritor joven, y no tanto, debe amasar la mente del lector, como si fuese un delicado bollo, y someterla a la levadura de su arte. Para acentuar el efecto sugiere redactar frases elegantes pero naturales, fluidas, combinar tonos, texturas y saltos, manteniendo al lector en un estado de perpetua ansiedad por lo que vendrá más adelante.

Después de todo, nadie quiere verdades. La conciencia se entrega mansamente ante el versificador hábil pero lucha encarnizadamente contra la verdad desnuda.

Amilcar Bruni, hombre volátil pero de enfriamiento rápido, cultivó el arte de conquistar mujeres con veloces ráfagas verbales. Se le atribuyen conquistas imposibles, paranormales, y romances fulminantes que resolvía en cuestión de minutos. Le bastaba acercarse a una dama en el subterráneo —siempre prefirió los sótanos— y volcar sobre su oído dos o tres frases demoledoras. Acto seguido, descendía de la formación del brazo de sus presas con destino incierto.

La mujer, decía Bruni, es particularmente sugestionable ante una técnica lingüística depurada. Su mente, insistía, cede gozosamente ante un caballero que sepa sustraerle los secretos de su corazón.

Sus teorías, naturalmente, le otorgaron una reputación de cretino entre las seguidoras de licenciada Safo, y el odio algunos adeptos epicúreos del profesor Lugano. Muchos de estos últimos se reunían en el Teufel para compartir ideas sobre mitología y mujeres, como si se trataran de temas vecinos.

Cierta noche, Amilcar Bruni se acercó al bar y narró su última conquista: una impactante colombiana que, merced a sus artificios, dejó varada a su pareja en un reconocido balneario de La Boca. Nos explicó que la había enamorado con una frase inapelable. Menos irritados por la desfachatez de Bruni que por la eficacia de sus técnicas, los parroquianos que de nada vale conquistar a una mujer mediante ardides retóricos, y que el amor, aún en su forma más pasional y efímera, debe nacer siempre de la verdad, de la honestidad, de la sinceridad, etc.

Amilcar sonrió, y refutó preguntando cuántos de nosotros habíamos garchado aquella tarde.

El silencio se instaló en el bar como una presencia inquietante. Masticardi cerró las persianas metálicas silbando algo que nadie entendió. Corrió el vino.

Cerca del amanecer llevamos a Bruni, borracho como una cuba, hasta las dependencias sanitarias. Allí, alégremente, le arrancamos su secreto a patadas, matamos una frase.




Diario Éxtimo. I Egosofía.


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