Un sueño inconcluso


Un sueño inconcluso.




El brillo del monitor se tornó insoportable. Vio rostros idénticos, como si todos los matices faciales convergieran en una misma estructura lunática. Los rostros hablaban. Algunos balbuceaban cumplidos, otros, menos atribulados por la visión de su cuerpo, ensayaban conjeturas fantásticas sobre anacrónicos amores a distancia.

Ella, por cierto, había adquirido una resistencia extraordinaria ante los rostros, una impermeabilidad epidérmica que la ponía a salvo de sus abismos. Hasta que llegó él.

Allí, sentada o de pie, elaborando acrobacias ante el monitor y el ojo impávido de una cámara, ella veía y olvidaba los rostros apenas cruzaban por el espacio. Algunos se diluían en ínfimas columnas de humo, como un mal sueño, pero otros persistían durante varios segundos, como el eco del sol que late sobre los párpados cerrados.

Los ojos se sucedían en una secuencia interminable y ella los aceptaba como se acepta el amancer o las estrellas. Simplemente existían.

Él apareció una noche, furtivo como una sombra, apenas un reflejo repentino que cruza las aguas inmóviles. Ella lo vió, un segundo, quizás, pero que alcanzó para turbarla profundamente.

El monitor cerró su destello aleatorio, pero los Ojos seguían alli, horadando su alma, desnudándola, arrancándole todas las seguridades y confianzas levantadas a lo largo de los años. Con enorme placer —con creciente horror— ella contempló la destrucción de sus últimas defensas.

Desnuda en la oscuridad de su cuarto, se volvió invisible para los demás.

Soñó con una tierra lejana, acaso con un lago y un amplio sótano iluminado por velas. Viajó sobre las nubes remotas del sur, y buscó sus ojos en infinitos rostros desconocidos. Se halló a sí misma pensando en Él cuando otros labios se saciaban en los suyos. Su corazón, prudentemente a salvo en sus cámaras subterráneas, permaneció ajeno al encantamiento. Era su piel, y acaso su alma, la que consultaba a los astros en la soledad de la noche.

Lo encontró una tarde, cerca del agua, como si la luna hubiese conjurado su silueta en las ambarinas costas de un lago urbano. Los Ojos hablaron. Los labios permanecieron mudos. Y la piel de ambos, finalmente, se deshizo en aquel sitio extraviado, lejos del rostro incansable que se repite infinitamente, y volvió a unirse en los indivisibles salones del recuerdo.

La noche fue de ellos. Y el mundo se deshizo a su alrededor sin que ninguno lo notara.




Diario Éxtimo. I Egosofía.


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