«El terror rosa»: Jean Ray; relato y análisis


«El terror rosa»: Jean Ray; relato y análisis.




El terror rosa (La terreur rose) es un relato de terror del escritor belga Jean Ray (1887-1964), publicado en la antología de 1964: Los últimos cuentos de Canterbury (Les derniers contes de Canterbury).

El terror rosa, quizás uno de los cuentos de Jean Ray menos conocidos, relata la irrupción de una criatura cósmica en nuestro plano de existencia, o quizás algún tipo de ser interdimensional, el cual fácilmente podríamos inscribir dentro del horror cósmico, así también como entre las más extrañas monstruosidades de la ficción.




El terror rosa.
La terreur rose, Jean Ray (1887-1964)

Sócrates Birdsie movió preocupado la cabeza y me dijo:

—Siento que no vengas con nosotros, Biddy. No, no; no prometas nada, poor old fellow. Cuando regresemos ya no estarás aquí… Tú no serás el primero que haya enloquecido en estas malditas canteras de caolín.

Goorman, el timonel flamenco, aprobó.

—No seremos más que cuatro para conducir el May Bug de Fowey a R'dam, con cargamento completo de arcilla de porcelana. No es demasiado, pero el viento es favorable y el mar está de buen humor. Tú no eres un marinero muy bueno, Biddy, pero estás instruido y tu conversación sirve para llenar las horas vacías cuando el viento cesa y las corrientes nos son adversas. Tú me has enseñado muchas cosas que no se relacionaban con el mar; porque de las cosas del mar…, ¡ay, deja que me ría un poco!.., no entiendes ni una palabra…

Sócrates Birdsie, el patrón, me estrechó la mano.

—Nos vamos… Es preciso que antes de dos horas hayamos salido de la bahía. Si quieres seguir el consejo de un hombre que no es un animal del todo, vuelve la espalda a este zalamero polvo de arroz y sigue la ruta del Oeste hacia Salisbury o la del Este hacia Winchester.

Declamé algunos versos que, con razón o sin ella, atribuía a Coleridge: Yo no iré de viaje; pero ¿quién dirá adónde irá mi corazón?

—Bien —dijo Goorman—. Desde el momento en que hablas como los pícaros de feria, es mejor decirte adiós.

Durante quince meses, yo había formado parte de la tripulación del pequeño schooner May Bug, que transportaba caolín de Fowey y cemento de Pórtland a Holanda y Bélgica, y el capitán y el segundo de a bordo me querían sinceramente, a pesar de que mis servicios no tenían grandes méritos.

—A propósito —murmuró Sócrates—: no será conveniente que busques la compañía del clérigo de Barnstaple. En mi opinión, ese hombre del Severn…

Buscó un final de frase y, al no encontrarla, se alejó, moviendo la cabeza con ademán entristecido, familiar en él en los graves momentos de reflexión. Me quedé solo en el muelle, a treinta pasos de un alcaraván posado en lo alto de la estatua de un viejo duque de Alba; una barnacla pasó, dando grandes aletazos, a ras de las olas, y tierra adentro, una locomóvil, accionando las cabrias de una de las canteras, silbó estrepitosamente. Una dolorosa sensación de soledad me atenazó el corazón.

Hubiera querido lanzarme al galope en seguimiento de mis compañeros, cuyas figuras encorvadas habían desaparecido tras el espigón, pero un estúpido amor propio me retuvo. Aún estaba allí, en la silenciosa compañía del alcaraván gris, cuando el schooner, con los foques hinchados, se deslizó sobre el agua, el bauprés apuntando hacia la costa francesa. Me pregunto qué habrá querido decir Sócrates al hacer alusión al hombre de Barnstaple…

El alcaraván, girando bruscamente sobre un ala, chilló: ¡rawoo!, perdiéndose en el deslumbramiento azulado de la inmensidad marina.

—¡Ah! —exclamé—. ¡Qué deliciosamente azul es todo esto!

Permanecí con los ojos obstinadamente fijos sobre el inmenso mantel del mar y del cielo conjugados, haciendo un enorme esfuerzo para no volver la cabeza. Porque, una vez vueltos los ojos hacia tierra, sabía que lo azul desaparecería, dejando sitio a un tinte invasor, alucinante, irrevocablemente rosa: el camino, que atravesaba la duna cubierta de cardos de color suave a la vista y que no se encuentran más que allí; los dos semáforos pintados de cal rosa; las estameñas rosas de un poste de señales y, por último, la formidable cantera de caolín rosa, abandonada hoy porque, a causa de los azares de la oferta y de la demanda extranjeras, no se cargaba más que el caolín blanco y el amarillo.

—Sé lo que es eso, amigo mío. Empieza por un encantamiento sin límites. Se cree uno en el corazón de un paraíso, de una piedra preciosa y monstruosa del Oriente. Es el maleficio rosa que aprisiona, que domina, que opera por brujería sobre los sentidos y las almas… del hombre de Barnstaple, del individuo contra quien mi querido amigo Sócrates Birdsie había tratado de ponerme en guardia en el momento de separarnos, me despedí la noche anterior cuando terminó de pronunciar esta frase.

El rosa no es un color. Es el hijo bastardo de la unión del rojo triunfante y de la luz culpable; nacido de un incesto, en el que tanto el cielo como el infierno representan su papel.

Pero de esto no me di cuenta hasta más adelante, cuando me fue imposible ya salir de la gehena. El conocimiento tras el golpe, lo que llega demasiado tarde para salvarnos, me recordó que el rosa es hermano gemelo del horror. Flor sangrienta de pulmones tísicos, espuma en los labios de los seres que mueren con el pecho atravesado, tejido viscoso de los fetos, pupilas espantosas de los albinos morbosos, testigo del virus y del bacilo, compañero de las sanies y de todas las purulencias, ha necesitado de la inocencia y de la admiración de los niños y de las jovencitas para rodearlo de deseos y preferencias, y eso mismo demuestra su maldad y su tenebrosa esencia.

La cantera abría al cielo sus fauces, de una profundidad de cuarenta metros, con el fondo invadido por las aguas fluviales, que hacían de él un lago en donde se agazapaba la ternura de las auroras, única excusa del monstruo. Las paredes eran abruptas, de una tersura de muralla de precipicio, y despertaban el horror vertical que precede un segundo al más fatal de los vértigos. Su materia grasa y cohesiva había permitido a las máquinas cortar allí como en un enorme pastel, no dejando en ellas protuberancias, surcos ni salientes.

Eso impedía a la mirada punto de apoyo ni de reposo; la mirada caía a pico en el lago con rigidez de plomada. Yo volvía allí, una y otra vez, desde hacía diez días, buscando con febril deseo el minúsculo círculo, afortunadamente oscuro, que sobrepasaba el alto borde y que era el reflejo de mi inquieto rostro inclinado sobre esta terrible fantasmagoría. Hacía comidas precipitadas y nauseabundas en una posada de paredes rosas, situada a media legua de allí. Comía carnes fibrosas y rosadas y un pan sonrosado a causa del tizón. Bebía una cerveza sonrosada, como vinillo de especias, y servido todo por una maritornes de mejillas, labios y manos rosas, rosas, rosas…

Huía, con la náusea en los labios, para volver a ocupar inmediatamente mi lugar de condenado en el seno de ese dulzarrón esplendor. El hombre de Barnstaple apareció en el momento en que un proyecto muy curioso acababa de germinar en mi mente.

—¿Qué intenta usted hacer con esa cuerda, ese anzuelo y ese trozo de carne cruda?

Y añadió, a media voz:

—¿Carne rosada?

Estaba en pie a mi lado, apartando la cabeza de las profundidades del lago, y consideré de buen gusto que llevase una sotana negra y no uno de esos atroces trajes rosas que los escasos insulares que me encontraba vestían con marcada predilección.

—Quiero pescar —contesté—. Voy a poner cebo en esta cuerda, que es larga como usted ve, y arrojarla a esa agua.

Se pasó la mano por la frente llena de sudor. Vi gotas grasientas y rosas perlar sus sienes y mi estómago se revolvió.

—Naturalmente, no pescará nada —dijo con esfuerzo—. Estas aguas se niegan a todo brote de vida.

—Naturalmente— repetí.

Y arrojé la cuerda. Allí permaneció tres días, y, cuando la subí, el cebo estaba intacto. Solo, de haber reposado sobre el fondo, estaba completamente manchado de rosa pálido. Creo, sin embargo, que el maleficio rosa, como yo lo llamaba, comenzaba a perder su dominio sobre mi espíritu. Planes de partida se formaban lentamente. Hasta comencé una carta dirigida a Sócrates Birdsie, en la que solicitaba de nuevo entrar a formar parte de la tripulación del May Bug. Por las noches me reunía con el hombre de Barnstaple…, se apellidaba Tartlet, nombre divertido y un poco ridículo…, en una taberna próxima a las canteras blancas, en donde se escapaba uno, por fin, a la obsesión rosa y en donde se bebía una cerveza rubia de Pórtland bastante aceptable. Poco a poco nuestras conversaciones se fueron apartando de la norma primera, hasta la noche en que Tartlet dio un grito y golpeó la mesa con tal puñetazo que nuestros vasos se volcaron.

—¡No pica, y ya sé por qué!— gritó.

—¿Qué está usted diciendo?— pregunté, porque yo me hallaba a muchos kilómetros de pensar en mi inútil pesca.

—No pica porque usted ha utilizado un cebo rosa. ¿Por qué la rana no muerde en un trozo de tela verde y, por el contrario, se arroja ávidamente sobre un pedazo de lana roja? ¿Por qué el toro desprecia un capote azul y se lanza furioso contra uno colorado? ¿Por qué el tucán naranja persigue con rabia a los pájaros grises y deja en paz a las aves de plumajes abigarrados de arlequín? Mañana seré yo quien vaya a pescar y prenderé un trozo de tela negra al anzuelo. ¡Ah!.. Le obligaré a salir de su terrible paz después de todo lo que él me ha hecho sufrir con su suciedad rosa.

Tartamudeaba de ira y la baba se le escapaba de los labios. Ante este extraño furor no me atreví a preguntarle quién era ese él misterioso al que acusaba de su sufrimiento. Al amanecer, cuando atravesaba la duna, vi a Tartlet avanzar hasta el borde de la cantera rosa y preparar su plomada. Apenas había luz, pero su figura se destacaba claramente sobre el horizonte, ¡ay!, rosa hasta la saciedad. Fue una suerte que yo no estuviese a su lado; si no, su espantoso destino hubiera sido también el mío. Con mano segura arrojó la cuerda. Vi un ancho trozo de tela negra voltear en el aire y desaparecer en las profundidades.

A continuación…Estoy casi seguro de que el suelo tembló, porque me vi arrojado de cara contra la tierra. Cuando alcé los ojos, vi la oscura forma de Tartlet destacándose, con los brazos levantados en un ademán de horror, sobre el cielo matinal. Pero algo había cambiado en el aspecto lejano de la cantera. Un cono gigantesco, de un rosa deslumbrador, se elevaba de su centro, forma maciza que hubiérase podido tomar por un volcán surgido bruscamente en la inmensidad. Mas esta forma estaba animada de una vida monstruosa; muy vagamente, es cierto, creí distinguir en ella abominables apariencias humanas, y aquello creció y subió hasta el cielo. Luego asistí a una escena de inenarrable terror. Tartlet había comenzado a crecer igualmente. Se hacía gigantesco. Su cabeza golpeó una nube y se hundió en ella; pero, aparte de este crecimiento infernal, su cuerpo se hacía brumoso, vaporoso, para no ser, al poco rato, más que una sombra desmesurada.

Un inmenso fulgor desgarró el cielo; una espantosa explosión conmovió la tierra y yo viajé como un ave por encima de las dunas, que se desfondaban, a lo largo de un mar que invadía la arena con sus olas rugientes. Hay que creer que la Sabiduría Infinita quiso conservar la vida al único testigo de esta catástrofe. Un tornado colosal arrasó el país, destruyó Salisbury y Winchester, alcanzó Londres después de haber llevado la desolación a la región de los Downs. Una monstruosa tempestad atrapó en pleno canal de la Mancha a cargos de dos mil toneladas y los llevó a la playa, lejos del mar. Mientras que millares de seres perdieron la vida en el cataclismo, yo salí de él sin el más ligero rasguño.

Sin embargo, tuve buen cuidado de no hablar nada de mi aventura, porque el manicomio de Bedlam acoge demasiado benévolamente a los parlanchines sin juicio. Dos años más tarde, vuelto a mi puesto del May Bug, estaba de paso en Altona cuando una colisión con un vapor sueco envió a nuestro pobre schooner a dique seco por espacio de tres semanas. Mientras que mis compañeros se dirigían a Inglaterra, yo me quedé en Altona como guarda del barco. Yo no soy un pilar de taberna, y prefiero a las tascas, que no dudo son muy acogedoras, las salas de conferencias populares donde hombres de gran inteligencia y cultura hacen uso de la palabra.

Pronto tuve amistad con un profesor, bastante gordo, barbudo y melenudo, de cara terrible, pero que era el hombre más encantador del mundo. Herr doctor Graupilz había estado durante veinte años en el observatorio de Treptow y, tras su retirada, continuaba compartiendo su ciencia con los humildes de Altona, su ciudad natal. Entre dos vasos, le conté mi aventura y, con asombro de mi parte, su rostro permaneció serio.

—Recuerdo —dijo con voz alterada— que hace dos años…, sí, era en la época del gran cataclismo de que usted acaba de hablarme, una gran nube cósmica se hizo visible en el campo de la constelación de Sagitario. La fotografiamos en varias posiciones y comprobamos, no sin reírnos un poco, que tenía una forma vagamente humana. En ese momento, Hopps, de Mount Wilson, observaba una nova aparecida en el campo de esta misma constelación, y observó que la hube se dirigía hacia ella con inaudita velocidad. Nuestros aparatos no nos permitieron seguirla más lejos; pero Hopps estimó que una nueva galaxia nacía en esta región desolada del espacio celeste.

El doctor Graupilz había hablado más para sí mismo que para mí, y yo no comprendía palabra de sus sabias frases. Sin embargo, se dignó ponerse a mi nivel, explicando:

—Suponiendo que un hombre se desintegre, no en átomos ni en electrones, sino en energía pura, de la que tal vez estén compuestas ciertas nubes cósmicas, tomaría casi forma de universo en el espacio. Tal vez fuera así como actuara la Inteligencia Suprema con los Grandes Rebeldes de Su primera creación… Pero el espíritu…, el alma, si usted quiere…, ¿habría participado en esta monstruosa transformación? No lo creo.

—Así, pues, Tartlet…— murmuré.

—Tal vez haya servido al nacimiento de un universo. Dentro de uno o de diez millones de años, cien quizá, porque el tiempo es un factor mínimo en la vida del cielo, Tartlet habrá formado una galaxia con globos habitados, uno o varios soles, satélites, sistemas planetarios, y su espíritu estará sobre ella, asignándole sus leyes, buenas o malas, según su inteligencia.

—¡Dios!— exclamé.

—Tartlet—Dios —replicó el sabio sonriendo—. ¿Y por qué no puede ser así?

—Pero el cono rosa…— balbucí.

Se encogió de hombros.

—No me pregunte tanto, querido muchacho. Llame a eso, si quiere, la catálisis rosa. Por mi parte, siempre he creído reconocer en este misterio, que los sabios llaman así, cierta inteligencia fría y ordenada.

—¡Esa suciedad rosa!— exclamé, fuera de toda argumentación y comprensión.

—¿Cómo? —preguntó el profesor Graupilz—. Ahora recuerdo que el análisis espectral de la famosa nube cósmica reveló ese color; pero eso no prueba nada, mucho menos que nada. Y con esto, amigo mío, cerremos el paréntesis, porque este es uno entre los innumerables errores e hipótesis de que se compone la ciencia de los hombres…

Jean Ray (1887-1964)




Relatos góticos. I Relatos de Jean Ray.


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El análisis y resumen del cuento de Jean Ray: El terror rosa (La terreur rose), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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