«La habitación que silbaba»: W.H. Hodgson; relato y análisis.
La habitación que silbaba (The Whistling Room) es un relato de fantasmas del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado originalmente en la edición de marzo de 1910 de la revista The Idler, y luego reeditado en la antología de 1913: Carnacki: el cazafantasmas (Carnacki, the Ghost-Finder).
La habitación que silbaba, uno de los grandes cuentos de W.H. Hodgson, pertenece al ciclo de relatos de Carnacki, un sagaz detective paranormal capaz de resolver casos difíciles, sobre todo aquellos que involucran algún tipo de fenómeno paranormal.
Aquí, Carnaki es convocado para investigar un extraño fenómeno en una casa embrujada: un silbido misterioso, inexplicable, que se oye en una de las habitaciones. Al parecer, una entidad sobrenatural acecha en aquella habitación, y su forma de manifestarse y de aterrorizar a los habitantes de la casa es también una señal que denuncia las circunstancias atroces en las que fue asesinada.
La habitación que silbaba.
The Whistling Room, William Hope Hodgson (1877-1918)
Como llegaba tarde, Carnacki me enseñó amistosamente el puño. Luego abrió la puerta del comedor y nos invitó a los cuatro: Jessop, Arkright, Taylor y yo, a que tomáramos asiento. Como de costumbre, cenamos bien y, también como siempre, Carnacki estuvo endiabladamente silencioso. Sólo al final, cuando ocupamos, provistos de copas y cigarros, nuestras usuales posiciones, Carnacki —que ya se había instalado confortablemente en su enorme sillón— comenzó a contarnos su historia sin mayores prolegómenos:
—Acabo de volver otra vez de Irlanda —dijo—. Y he pensado, queridos amigos, que estaríais interesados en conocer lo que me ha ocurrido. Así que pensé que vería las cosas más claras después de habéroslas contado con todo detalle. Sin embargo, debo deciros que desde el principio... hasta ahora, he estado completa y lamentablemente «despistado». He tenido que vérmelas con uno de los casos más peculiares de «embrujamiento» (o de manifestaciones diabólicas, si preferís ese nombre) con los que jamás me había encontrado. Así que poned atención.
He pasado estas últimas semanas en el castillo de Iastrae, que se encuentra a unas veinte millas al noroeste de Galway. Había recibido, hace ahora un mes, una carta de cierto señor Sid K. Tassoc, quien había comprado recientemente dicho castillo y se había mudado a él, pero sólo para comprobar que había hecho una adquisición un tanto peculiar. Cuando llegué, fue a buscarme a la estación, conduciendo un tílburi, con el que me llevó al castillo, al que, de pasada, llamaba su «choza». No tardé en comprobar que «acampaba» en ella en compañía de un hermano más joven y de otro americano que parecía ser una especie de sirviente y amigo. Al parecer, todo el servicio había abandonado el lugar, en masa como diríais vosotros, por lo que tenían que arreglárselas solos, excepción hecha de eventuales ayudas. Los tres hombres prepararon una comida bastante frugal y Tassoc me contó todo lo relacionado con su problema, mientras nos sentábamos a la mesa. Era lo más extraordinario con que me había topado, y resultaba diferente a todos mis casos, aunque pienso que el del «Zumbido» también fue bastante anormal. Tassoc fue al grano sin más.
—Hemos descubierto una habitación en esta choza —dijo—, que produce un silbido de lo más infernal, como si estuviese embrujada. Y puede comenzar en cualquier momento, sin que sepas cuándo, y sigue y sigue hasta que no Carnacki, haces más que temblar. No es un silbido ordinario, ni tampoco el viento. Espere a oírlo.
—Todos llevamos revólveres —dijo su hermano, dando una palmadita en el bolsillo de su americana.
—¿Tan mal van las cosas? —pregunté. A lo que el hermano mayor asintió con la cabeza.
—Quizá yo sea demasiado impresionable —me contestó—, pero espere a oírlo. A veces pienso que se trata de algo infernal y, al momento siguiente, estoy seguro de que es alguien gastándonos una broma pesada.
—¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello?
—Usted cree que, por lo general, la gente siempre tiene alguna razón para gastar bromas tan excesivamente preparadas como ésta —comentó—. Bueno, pues le diré que hay una dama en la región, la señorita Donnehue, que dentro de dos meses será mi esposa. Ella es más hermosa de lo que podría contarle y, hasta donde puedo ver, creo que he ido a meter la cabeza en un nido de avispas irlandesas. Había más de una docena de jóvenes irlandeses de cabeza caliente que la cortejaban desde hacía dos años, y ahora que he venido yo y les he dejado con un palmo de narices, se sienten rabiosos conmigo. ¿Comienza a ver por dónde van los tiros?
—Sí —contesté—. quizá en cierta forma, pero lo que no comprendo es de qué modo podría afectar todo esto a la habitación.
—Se lo voy a explicar —se apresuró a decir—. Cuando me decidí a casarme con la señorita Donnehue, comencé por buscar un sitio y compré esta pequeña choza. Una tarde, mientras estábamos cenando, le dije que pensaba establecerme en ella. Ella me preguntó si no tenía miedo de la habitación que silbaba. Yo comenté que eso debía ser alguna invención gratuita, porque no había oído nada al respecto. Estaban presentes algunos de sus amigos y vi que no tardó en circular entre sus rostros una sonrisa. Tras hacer varias preguntas, descubrí que durante los últimos veintitantos años varias personas habían comprado la propiedad y poco después habían acabado por venderla. Entonces aquellos muchachos comenzaron a meterse conmigo y a hacer apuestas después de la cena respecto a que no sería capaz de permanecer seis meses seguidos en la choza.
»Miré una o dos veces a la señorita Donnehue para asegurarme de que había tomado el hilo de la conversación, pero comprobé que ella pensaba que iba en serio. En parte, creo, porque había cierta sorna en la manera que tenían de meterse conmigo, y también porque ella creía realmente que había algo de verdad en aquel cuento espeluznante de la habitación que silbaba. Sin embargo, hice todo lo posible para seguirles el juego. Acepté todas sus apuestas y así les cerré el pico, llevando yo la voz cantante. Creo que a algunos les va a costar bastante trabajo ganarme, porque no pienso darme por vencido. Y bueno, creo que ya conoce toda la historia.
—No del todo —comenté—. Lo único que sé es que usted se ha comprado un castillo con una habitación un tanto «extraña», y que ha hecho una apuesta. También sé que sus sirvientes se han espantado y han salido corriendo. ¿Puede contarme algo acerca del silbido?
—¡Ah! ¡Eso! —exclamó Tassoc—. Lo oí la segunda noche de estar aquí. Como puede suponer, yo había examinado a fondo la pieza durante el día, pues la conversación que habíamos tenido en Arlestrae, donde vive la señorita Donnehue, me había intrigado un poco. La verdad es que me pareció tan corriente como otras de la parte antigua, aunque quizá diese mayor sensación de abandono. Pero quizá aquello hubiera que achacarlo a lo que me habían contado de ella. El caso es que el silbido comenzó a eso de las diez de la segunda noche, como ya le dije. Tom y yo estábamos en la biblioteca, cuando oímos un silbido espantoso y sobrenatural que venía del corredor este, pues recordará que la habitación se encuentra en el ala este. «¡Es ese maldito fantasma!», le dije a Tom. Sujetamos los candelabros de encima de la mesa y fuimos a echar un vistazo.
»Mientras avanzábamos por el corredor sentí que se me hacía un nudo en la garganta, la cosa era terriblemente abominable. En cierta forma, sonaba como una canción, aunque más pareciese como si un diablo, o alguna cosa maligna se riese de nosotros y fuese a atraparnos por detrás.
»Así es como me sentía. Al llegar a la puerta no nos quedamos esperando, sino que la abrimos bruscamente, y le aseguro que el sonido de aquello me golpeó en el rostro. Tom me dijo que sintió lo mismo, una mezcla de extrañeza y de maravilla. Echamos un buen vistazo alrededor y en seguida nos sentimos muy nerviosos, por lo que nos fuimos rápidamente, cerrando la puerta con llave.
»Bajamos hasta esta habitación y nos servimos un buen trago. Nos sentimos algo recuperados y comenzamos a tener la sensación de que al fin nos la habían pegado. Así que tomamos unos bastones y salimos fuera, pensando que a lo mejor todavía nos encontrábamos con alguno de aquellos tramposos de irlandeses que seguían haciendo de fantasmas. Pero no encontramos a nadie. Volvimos a la casa y, después de recorrerla por entero, fuimos a hacer otra visita a la habitación. Pero, sencillamente, no pudimos soportarlo. Salimos corriendo por las buenas y volvimos a echar la llave a la puerta. No puedo decirlo con palabras, pero tuve la sensación de encontrarme ante algo abominablemente peligroso. ¡Ya lo ve! Desde entonces llevamos encima nuestras armas. Por supuesto, al día siguiente exploramos a fondo la habitación y toda la casa, e incluso los sótanos, sin encontrar nada extraño. Y ahora no sé qué pensar, excepto que alguna parte sensible dentro de mí me dice que se trata de algún plan de esos brutos de irlandeses para volverme loco.
—¿Hicieron algo después de lo sucedido? —pregunte.
—Sí —me dijo—. Montar guardia por la noche, junto a la puerta de la habitación, patrullar fuera de la casa y sondear los muros y el piso de la habitación. Hicimos todo lo que se nos ocurrió, y sólo cuando vimos que a los nuestros comenzaban a fallarles los nervios le llamamos a usted.
Cuando terminó de contarme la historia, ya habíamos acabado de comer. Mientras nos levantábamos de la mesa, Tassoc nos impuso silencio.
—¡Ssh! ¡Escuchen!
Nos callamos al instante, aguzando el oído. Entonces lo oí. Era un silbido prolongado, monstruoso e inhumano, que llegaba de muy lejos, de los corredores que estaban a mi derecha.
—¡Por Dios! —exclamó Tassoc—. ¡Y eso que aún no es de noche! Cojan esas velas y vengan conmigo.
En unos instantes nos encontramos fuera del comedor, subiendo las escaleras a toda prisa. Tassoc dobló hacia un largo corredor y los demás le seguimos, apantallando con la mano nuestras velas, mientras corríamos. El ruido parecía ocupar todo el pasillo a medida que nos acercábamos, hasta el punto de que tuve la sensación de que el mismísimo aire latía bajo el imperio de alguna nefanda e inmensa Fuerza..., una sensación como de corrupción palpable, por decirlo de alguna manera, como si alguna monstruosidad nos rodease. Tassoc corrió el pestillo de la cerradura y, empujando con el pie, abrió la puerta, para echarse hacia atrás y sacar su revólver. Cuando la puerta quedó abierta de par en par, el sonido nos abofeteó. Fue algo imposible de explicar a quien no lo haya oído. Había en él una nota inconfundible y terrible, como si hubiera alguien agazapado en la oscuridad.
Imaginaos la habitación estremeciéndose y chirriando con una enloquecida y vil alegría, ante aquellos aflautados y perversos silbidos, mientras era consciente de nuestra presencia. Quedarse allí y escucharlo era ir derecho al manicomio. Era como si de repente alguien os mostrase la boca de un enorme pozo y dijese: «Eso es el Infierno.» Y supieseis que os había dicho la verdad. ¿Lo comprendéis siquiera un poco? Di un paso hacia el interior de la habitación y levanté la vela por encima de mi cabeza, echando un rápido vistazo alrededor. Tassoc y su hermano se unieron a mí, y el primero se situó detrás. Todos habíamos levantado las velas.
Yo me encontraba aturdido por el sonido estridente y agudo del silbido. Entonces me pareció oír una voz muy clara que me decía al oído: «¡Sal de aquí... en seguida! ¡Deprisa! ¡Deprisa!»
Como bien sabéis, queridos amigos, jamás desprecio ese tipo de advertencias. A veces no son más que los nervios, pero, como recordaréis, una advertencia parecida me salvó la vida en «El caso del Perro Gris» y en el curso de mis experiencias con el «Dedo Amarillo», por no citar más casos. Así que me volví hacia los demás.
—¡Fuera! —dije—. ¡Por el amor de Dios, fuera! ¡Deprisa!
En un instante estábamos todos en el pasillo. El abominable silbido se convirtió en un extraordinario aullido y, de repente, con la rapidez del trueno, se hizo un absoluto silencio. Cerré violentamente la puerta y eché la llave. Me la guardé en el bolsillo y miré a los que estaban conmigo. Se encontraban terriblemente pálidos, y supongo que yo no debía de desentonar mucho a su lado. Y allí nos quedamos un momento, sin decir nada.
—Bajemos a tomar un whisky —acabó por decir Tassoc, con una voz que intentaba pasar por normal; y abrió la marcha. Yo iba en la retaguardia, y vi que todos, yo incluido, no hacíamos más que mirar todo el tiempo por encima de nuestros hombros. Cuando llegamos abajo, Tassoc nos fue pasando la botella.
Se sirvió una buena dosis y dejó violentamente su vaso encima de la mesa. Luego se dejó caer en un mullido sillón.
—¡Qué maravilla tener una cosa como esa en la casa de uno! ¿No les parece? —comentó. Y poco después preguntó sin ambages—: ¿Por qué diablos nos hizo salir tan deprisa, Carnacki?
—Porque me pareció oír que alguien me decía que saliésemos en seguida —contesté—. Suena un tanto tonto... y supersticioso, lo sé, pero cuando uno se encuentra mezclado en este tipo de asuntos, siempre es bueno hacer caso a todas esas ensoñaciones y arriesgarse a que se rían de uno.
Y entonces le conté El caso del Perro Gris, que escuchó, asintiendo de continuo con la cabeza.
—Desde luego —dije—, quizá sólo se trate de esos supuestos rivales de los que hablara antes, que nos estaban gastando una broma, pero personalmente, intentando mantener la mente abierta, siento que hay algo bestial y peligroso en este asunto.
Seguimos charlando un poco más. Tassoc sugirió que jugáramos al billar, y lo hicimos con bastante poca convicción, pues todo el tiempo estábamos con el oído puesto en la puerta, por decirlo coloquialmente, atentos a los ruidos; pero, como no oímos ninguno, tras tomarnos un café nos propuso que fuéramos a acostarnos, para proceder al día siguiente a un exhaustivo examen de la estancia. Mi habitación se encontraba en la parte más reciente del castillo y su puerta daba a la galería de los cuadros. Hacia el extremo este de la galería se hallaba la entrada al corredor del ala este, que estaba separado de la galería por dos antiguas y pesadas puertas de madera de roble, en extraño contraste con las demás puertas de las habitaciones, más modernas.
Cuando llegué a mi habitación, no me fui a la cama, sino que comencé a deshacer el baúl que contenía todos mis instrumentos y cuya llave siempre guardo conmigo. Intentaba realizar una o dos pruebas preliminares en mi investigación del extraordinario silbido. No mucho después, cuando todo era silencio en el castillo, me deslicé fuera de mi habitación y franqueé la entrada del gran corredor. Abrí una de las puertas gruesas y bastante bajas y barrí con el haz luminoso de mi linterna de bolsillo el pasillo. Estaba vacío. Empujé la puerta de roble y avancé por el largo corredor, iluminando sucesivamente delante y detrás y con el revólver amartillado.
Me había puesto un «collar protector» de ajos alrededor del cuello, y su olor parecía llenar el corredor y darme confianza; como sabéis, es una maravillosa «protección» contra las formas Aeiirii más usuales de semimaterialización, las cuales eran, a mi entender, las causantes del silbido; no obstante, en aquel estadio de mi investigación aún me hallaba dispuesto a aceptar que procedían de una causa perfectamente natural, pues es sorprendente constatar el enorme número de casos que demuestran no deberse a nada sobrenatural. Además del collar, me había puesto en los oídos dientes de ajo, que no me incomodaban mucho; y, como no tenía pensado permanecer en la habitación más que unos minutos, no esperaba correr ningún peligro.
Cuando llegué a la puerta y metí la mano en el bolsillo para buscar la llave, tuve una súbita sensación de intenso terror. Pero no estaba dispuesto a retroceder si conseguía dominarme. Corrí el pestillo y giré el pomo de la puerta; la abrí de una violenta patada, como había hecho Tassoc, y saqué el revólver, aunque realmente no esperase hacer uso de él.
Barrí con el haz de la linterna toda la habitación y di un paso hacia dentro, con la incomodísima y horrible sensación de ir derecho al encuentro del peligro. Permanecí expectante unos segundos, sin que se produjera nada, mientras la habitación se veía completamente vacía. Y entonces, fijaos, me di cuenta de que estaba sumida en un abominable silencio, tan espantoso como cualquiera de los ruidos obscenos que esas Cosas son capaces de hacer. ¿Recordáis lo que os conté del asunto del Jardín silencioso?
Bueno, pues en aquella habitación había precisamente aquel mismo tipo de silencio malévolo, la bestial tranquilidad de una cosa que te está mirando, sin hacerse visible, y que piensa que ya te tiene. ¡Oh, lo reconocí al instante! Así que ajusté el haz de mi linterna para que iluminase toda la habitación. Me puse a trabajar enérgicamente, aunque sin dejar de mirar a mi alrededor. Precinté las dos ventanas con cabellos humanos, de uno a otro lado, sellándolas en los marcos. Mientras hacía aquel trabajo, una extraña y casi imperceptible tensión se insinuó en el ambiente, y el silencio pareció solidificarse: no sé si me explico. Entonces supe que no tenía nada que hacer allí sin contar con una protección total, pues estaba prácticamente seguro de que no se trataba de una simple manifestación Aeiirii, sino de una de las peores formas de las Saiitii, como en El caso del hombre que gruñía, si recordáis.
Terminé con la ventana y, sin pérdida de tiempo, me dirigí hacia la gran chimenea. Era inmensa y tenía varios hierros en forma de horca, creo que se dice así, que salían de detrás de la bóveda. Precinté la abertura con cabellos humanos... de forma que el séptimo cabello se cruzara con los otros seis.
Justo cuando estaba a punto de acabar, un tenue silbido, inconfundiblemente burlón, sonó en la habitación. Un escalofrío helado me subió por la espalda y, después de recorrer la frente, se alojó en mi nuca. El repugnante sonido llenaba toda la habitación con una extraordinaria y grotesca parodia de silbido humano, aunque resultaba demasiado gigantesco para proceder realmente de un hombre..., como si algo gargantuesco y monstruoso intentase silbar como un ser humano. Mientras permanecí allí, acabando de colocar el último sello, casi no tuve duda de que había ido a dar con uno de aquellos casos, tan escasos como horribles, en que lo Inanimado reproduce las funciones de lo Animado.
Agarré mi linterna y me dirigí rápidamente hacia la puerta, mirando hacia atrás y esperando que la cosa hiciese lo que yo esperaba. Y así sucedió, pues, justamente cuando empuñaba el pomo..., un chillido de increíble y malévola cólera dominó el tono bajo del silbido. Salí a toda prisa, dando un portazo, y eché la llave.
Durante unos instantes me apoyé en la pared de enfrente de la puerta, sintiéndome como vacío, pues aquel chillido había sido algo terriblemente monstruoso: No dispondrás de salvaguarda alguna ni de lugar santo, cuando la abominación haga hablar a la madera y a la piedra. Así dice el Manuscrito Sigsand. No existe, pues, ninguna protección contra esa particular especie de monstruo, excepto quizá durante una breve fracción de tiempo, ya que puede materializarse o tomar para sus propósitos la misma forma material de la protección que estéis utilizando, puesto que tiene poder para adoptar cualquier forma dentro del pentáculo, aunque no de manera inmediata.
Por supuesto que siempre existe la posibilidad de recitar el Último Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa, aunque sea demasiado incierta, ya que el peligro al que uno se expone resulta extremadamente terrible y porque además sólo protege durante «quizá cinco latidos del corazón», como recuerda el Manuscrito Sigsand. Dentro de la habitación sonaba en aquellos momentos un silbido continuo, como meditabundo, que no tardó en cesar, con lo que el silencio dio la impresión de ser peor, pues siempre hay en él una sensación de oculta malignidad. Poco después precinté la puerta, cruzándola con varios cabellos, y regresé por el gran pasillo, yéndome a la cama. Durante bastante tiempo permanecí despierto, hasta que al fin conseguí dormirme.
A eso de las dos de la mañana, me despertó el silbido de la habitación, que llegaba hasta mí incluso a través de tantas puertas cerradas. El sonido era tremendo y parecía sacudir toda la casa como si fuese a pasar algo terrible, como si al otro extremo del pasillo (recuerdo que lo pensé entonces) un gigante monstruoso estuviese organizando para su uso exclusivo un carnaval demente. Me levanté, sentándome al borde de la cama y preguntándome si no debía volver y echar un vistazo a los precintos, cuando llamaron a mi puerta y entró Tassoc, con una bata encima del pijama.
—Como pensaba que también se habría despertado, he venido a charlar un rato —dijo—. No puedo dormir. ¿Verdad que es algo encantador?
—Resulta maravilloso —comente, lanzándole mi pitillera.
Encendió un cigarrillo y estuvimos sentados, charlando, cerca de una hora; durante todo aquel tiempo, el ruido no dejó de llegarnos del otro extremo del gran corredor.
De repente, Tassoc se levantó.
—Tomemos nuestros revólveres y vayamos a ver más de cerca a la Bestia — dijo, haciendo ademán de salir.
—¡No! —le repliqué—. ¡Por Júpiter!... ¡NO! Aunque aún no puedo afirmar nada, creo que la habitación encierra el mayor de los peligros.
—¿Está embrujada?... ¿Realmente embrujada? —preguntó, de manera directa, sin asomo de ese humor que tan frecuente era en él.
Le dije que, desde luego, no podía dar un sí o un no definitivos a su pregunta, pero que esperaba poder contestarla satisfactoriamente muy pronto. Después le di un breve curso acerca de la Falsa Rematerialización de la Fuerza Animada en lo Inerte Inanimado, de suerte que comenzó a comprender hasta qué punto podía ser peligrosa aquella habitación, si realmente daba lugar a tales manifestaciones. Cerca de una hora después, el silbido cesó bruscamente y Tassoc volvió de nuevo a su cama. Yo también me fui a la mía y logré conciliar un breve sueño. A la mañana siguiente me acerqué a la habitación. El precinto de la puerta estaba intacto. Entonces entré. Los sellos y cabellos de la ventana estaban intactos, pero el séptimo cabello que cruzaba de un lado a otro la gran chimenea se había roto. Aquello me dio qué pensar. Quizá todo se debiera al hecho de haberlo dejado excesivamente tirante, pero también se podía haber roto por otra causa.
De cualquier modo, era muy poco probable que un hombre, por poner un ejemplo, hubiera podido pasar a través de los seis cabellos que no estaban rotos, pues nadie habría sido capaz de distinguirlos entrando en la habitación por aquel sitio, por lo que los habría roto sin saber de su existencia. Quité los demás cabellos y los sellos. Entonces, metiendo la cabeza en la chimenea, miré hacia arriba. A pesar de ser bastante larga, pude distinguir en su extremo el azul del cielo. Era un conducto amplio y libre de recovecos que hubieran podido esconder a alguien. Pero no podía fiarme de un examen tan superficial, y así, después del almuerzo, me puse un mono y lo escalé hasta arriba del todo, sondeándolo mientras avanzaba, pero no encontré nada.
Entonces bajé y me fui a la habitación, buscando exhaustivamente en piso, techo y paredes, tras parcelar las respectivas superficies en cuadrados de seis pulgadas de lodo y tantearlas con martillo y sonda. Pero no encontré nada anormal. Después de aquello, invertí tres semanas en investigar por todo el castillo de manera parecida, con los mismos resultados. Incluso una noche, nada más comenzar el silbido, fui más lejos e hice una prueba con un micrófono. Si el silbido era producido mecánicamente, el micrófono me habría dado la evidencia de que había algún tipo de máquina obrando en el interior de las paredes. Era un método de investigación muy moderno, como veis.
Por supuesto que yo no pensaba que ninguno de los rivales de Tassoc hubiese instalado ningún sistema mecánico parecido, pero me parecía posible que alguien hubiese podido utilizar años atrás uno similar, capaz de producir el silbido, quizá con intención de dar a la habitación una reputación que pudiese preservarla de la intrusión de gente curiosa. ¿Comprendéis a qué me refiero? Era muy posible, si tal era el caso, que alguien conociese el secreto de aquel sistema y lo estuviese utilizando para gastarle a Tassoc una broma diabólica.
Como iba diciendo, la prueba del micrófono para sondear las paredes me permitiría conocer si tenía o no razón. Pero no obtuve resultado alguno. Prácticamente, ya no me quedaba ninguna duda de que se trataba de un genuino caso de lo que popularmente se designa como embrujamiento. Durante todo aquel tiempo, cada noche, y en muchas ocasiones durante su mayor parte, el chirriante silbido de la habitación se hacía insoportable. Era como si encerrase dentro una Inteligencia que estuviese al tanto de los pasos que se estaban dando contra ella, y silbase y chirriase en una especie de desprecio demente y burlón. Os aseguro que resultaba tan extraordinario como terrible.
De vez en cuando, en calcetines y andando de puntillas, me acercaba a la habitación precintada (pues siempre la dejaba así), hasta varias veces en una misma noche, y con frecuencia el silbido del interior parecía convertirse en una nota brutalmente burlona, como si el monstruo medio materializado me viese claramente a través de la puerta cerrada. Y siempre que me quedaba allí esperando, el estruendo del silbido parecía llenar completamente el corredor, hasta el punto de que me sentía como un intruso en medio de la celebración de uno de los misterios del Infierno.
Cada mañana entraba en la habitación y examinaba los diferentes cabellos y sellos. Después de la primera semana había tendido cabellos a todo lo largo de las paredes y del techo, mientras que sobre el piso, que era de piedra pulimentada, había dispuesto pequeñas etiquetas incoloras, con la parte adhesiva por encima. Estaban numeradas y ordenadas según un plan preconcebido, lo que me permitiría trazar los movimientos exactos de cualquier cosa animada que pasase por encima de ellas. Comprenderéis que no había ser material ni criatura viviente que pudiese entrar en la habitación sin dejar numerosas pistas de su paso. Pero jamás se alteró nada, así que comencé a pensar que debía arriesgarme a pasar una noche en la habitación dentro del pentáculo eléctrico.
Fijaos que sabía muy bien que hacerlo era una locura, pero es que ya me estaba cansando y por eso me sentía decidido a intentar cualquier cosa. Así pues, poco antes de la medianoche rompí el precinto de la puerta y eché una mirada rápida en su interior; os aseguro que toda la habitación lanzó un aullido demencial y quiso abalanzarse sobre mí, en medio de una oscuridad que parecía envolverme, como si las paredes se hubiesen curvado para atraparme. Desde luego que debió de tratarse de mi imaginación. En cualquier caso, con el aullido había tenido más que suficiente. Salí de la habitación, dando un portazo, y la cerré con llave, sintiendo que la debilidad me iba bajando por el espinazo. Me pregunto si conocéis esa sensación. Y entonces, cuando había llegado a ese momento en que uno siempre está dispuesto a emprender lo que sea, pensé que acababa de hacer un descubrimiento.
Era cerca de la una de la mañana y paseaba sin prisa alrededor del castillo, pisando la hierba. Había llegado hasta la fachada este y podía oír por encima de mi cabeza el vil y obsceno silbido de la Habitación, que desde abajo se veía sumida en la tiniebla. Entonces, súbitamente, a pocos pasos delante de mí, oí la voz de un hombre, hablando en voz baja, pero, según toda evidencia, contento:
—¡Por San Jorge! No sé vosotros, amigos, pero desde luego yo no traería a mi mujer a vivir a una casa como ésta —dijo con el acento de un irlandés cultivado.
Alguien le contestó, pero se interrumpió, porque entonces oí una exclamación y gente corriendo, y todo acabó en ruido de pisadas que se dirigían hacia todas las direcciones. Era evidente que me habían visto. Durante unos pocos segundos me quedé sin reaccionar, sintiéndome poco menos que un asno. ¡Así que, después de todo, aquellos tipos eran los responsables del embrujamiento! ¿Comprendéis que me pareciera que había hecho el idiota? Debían de ser los rivales de Tassoc, y yo... ¡había sentido en lo más profundo de mis huesos que tenía entre las manos un caso genuino! Pero entonces acudieron a mi memoria infinidad de detalles que de nuevo me hicieron dudar.
De cualquier forma, ya se tratase de algo natural o sobrenatural, todavía quedaba mucho por aclarar. A la mañana siguiente le conté a Tassoc lo que había descubierto, y durante cinco noches seguidas mantuvimos en estrecha vigilancia el ala este, pero seguimos sin ver el menor rastro de nadie merodeando por ella; sin embargo, durante todo aquel tiempo, prácticamente desde el atardecer al amanecer, el grotesco silbido sonó espantosamente en las tinieblas que se cernían sobre nosotros.
En la mañana del sexto día recibí un telegrama de Inglaterra que me obligaba a regresar en el primer barco. Le expliqué a Tassoc que estaría fuera pocos días, haciendo hincapié en que siguiera montando guardia alrededor del castillo. Sólo me preocupaba una cosa, y era que debía prometerme formalmente que no entraría en la habitación entre la puesta y la salida del sol. Le dejé bien claro que no teníamos nada definitivo, en un sentido o en otro, y que si la habitación era lo que me había parecido en un principio, tendría muchas probabilidades de hallar la muerte si entraba en ella cuando hubiera anochecido. Una vez en Inglaterra y zanjados mis asuntos, pensé que os sentiríais interesados por este caso.
En fin de cuentas, lo que estaba buscando era aclarar un poco mis ideas, y por eso os llamé. Mañana regreso de nuevo. Cuando esté de vuelta, seguro que tengo algo realmente extraordinario que contaros. A propósito, me olvidé de contaros una cosa curiosa. Intenté obtener un registro fonográfico del silbido, pero no conseguí que impresionara la cera. Eso fue una de las cosas que peor me hicieron sentir. Otra cosa extraordinaria es que el micrófono no amplifica el sonido, ni siquiera lo capta: parece como si no lo tuviese en cuenta, como si no existiese. Por el momento me hallo absoluta y categóricamente perplejo. Y me pregunto con cierta curiosidad si alguno de vosotros tendría la suficiente cabeza para poder arrojar alguna luz en este asunto. Yo no puedo... por ahora. Y se levantó.
—Buenas noches a todos —dijo, y nos puso en la puerta, como si fuese su propio mayordomo, aunque sin resultar ofensivo para nosotros.
Dos semanas más tarde nos enviaba una tarjeta a cada uno y, como es fácil imaginar, en aquella ocasión no llegué tarde. Cuando nos encontramos todos juntos, Carnacki nos hizo pasar al comedor, y nada más acabar de cenar, mientras nos sentíamos la mar de felices, prosiguió su relato donde lo había dejado. Ahora escuchadme muy atentamente, pues tengo que contaros algo muy singular. Llegué, avanzada la noche, y tuve que caminar hasta el castillo, ya que no les había avisado de mi regreso. Había un magnífico claro de luna, de manera que el paseo fue más placentero que otra cosa. Cuando me acerqué, el lugar estaba rodeado de tinieblas, y pensé, rodear el castillo para ver si Tassoc o su hermano estaban montando guardia. Pero no pude encontrar a ninguno de ellos, por lo que supuse que habrían acabado por cansarse y se habían ido a dormir.
Volvía sobre mis pasos, cruzando el césped que se extiende al pie del ala este, cuando oí el terrible silbido de la Habitación, curiosamente nítido en medio de la tranquilidad de la noche. Recuerdo que tenía una nota peculiar, baja y constante, extrañamente meditabunda. Miré hacia su ventana, brillante a la luz de la luna, y tuve la súbita ocurrencia de ir a una escalera de los establos para intentar echar un vistazo desde fuera. Con esta idea, contorneé rápidamente el castillo, dirigiéndome hacia los establos, y no tardé en volver con una escalera larga y bastante ligera, aunque no lo bastante para que uno solo pudiese llevarla fácilmente. ¡Vaya si pesaba! Al principio pensé que no podría levantarla.
Al fin lo conseguí y apoyé su extremo superior con mucha suavidad contra el muro, un poco por debajo del antepecho de la ventana. Subí por ella silenciosamente. No tardé en asomar la cabeza por encima del antepecho y mirar por el cristal, a solas con el claro de luna. Como era de esperar, el extraño silbido sonó más fuerte, aunque seguí sintiendo la curiosa impresión de antes, como si alguien tocase para sí... ¿Comprendéis lo que quiero decir? A pesar del tono meditabundo de la nota, su cualidad horrible y gargantuesca era evidente... como una poderosa parodia de humanidad, como si me hallase escuchando una abominación que silbase con labios de monstruo, pero con alma de hombre.
Y entonces vi algo. El suelo de aquella enorme y vacía estancia se levantaba en su centro, para formar un extraño montículo, de apariencia blanda, que exhibía en su cima una cambiante oquedad, responsable del enorme y espantoso silbido. En algunos momentos, mientras miraba, vi que la oquedad palpitaba con un inconcebible movimiento de succión, como si fuese el resultado de una respiración enorme, y entonces la cosa se dilataba y volvía a tocar la increíble melodía. Y, mientras la miraba, se me ocurrió que la cosa estaba viva y que me encontraba mirando dos enormes y negruzcos labios, hinchados y horribles, a la luz de la luna. De repente crecieron en una tremenda explosión de fuerza y sonido, endureciéndose e hinchándose, monstruosamente descomunales y nítidos bajo los rayos lunares. Una espesa baba recubrió el enorme labio superior.
En el mismo momento el silbido explotó en una nota demencial y estridente que me dejó sordo, a pesar de estar fuera, en la ventana. Instantes después, miraba con ojos abiertos e inexpresivos el suelo de la habitación, sólido como siempre, de lisa piedra pulimentada, que la cubría de un extremo a otro. Y en ella reinaba un silencio absoluto.
Supongo que me podéis imaginar mirando atónito al interior de la Habitación que ha quedado en silencio, después de haber contemplado aquel portento. Me sentía como un niño asustado y tuve unas ganas terribles de deslizarme sin hacer ruido por la escalera y echar a correr. Pero en aquel mismo instante oí la voz de Tassoc dentro de la Habitación, pidiendo auxilio, auxilio. ¡Dios mío! Estaba tan aturdido y desconcertado que tuve la vaga e imprecisa noción de que, después de todo, los irlandeses le habían atrapado y le estaban haciendo pasar un mal rato. Como la llamada volvió a repetirse, rompí el vidrio de la ventana y penetré de un salto en la habitación para ayudarle. Tuve la confusa idea de que la llamada había venido de la sombra proyectada por la gran chimenea, y me dirigí hacia ella, pero sin encontrar a nadie.
—¡Tassoc! —exclamé.
Mi voz suscitó ecos en las paredes de la enorme habitación. Entonces, con la rapidez del relámpago, supe que no era Tassoc el que llamaba. Giré en redondo, enfermo de miedo, hacia la ventana, mientras resonaba un tremendo silbido, espantoso y exultante, que parecía llenar la habitación. A mi izquierda, el extremo de la pared se había abombado en dirección a mí, formando un par de labios gargantuescos, negros y absolutamente monstruosos, a menos de una yarda de mi rostro. Durante un instante, dominado por la locura, busqué mi revólver; pero no para utilizarlo contra la cosa, sino contra mí mismo, pues aquel peligro era mil veces peor que la muerte. Y, entonces, alguien murmuró en la habitación el Ultimo Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa de manera perfectamente audible.
Al instante sucedió lo que ya había experimentado antes: era como si comenzase a caer por los alrededores un fino polvo, de manera continua y monótona, y supe que mi vida pendía, detenida durante un breve instante, presa de vértigo, mientras se veía rodeada de seres invisibles. Aquella sensación terminó y entonces supe que, una vez más, estaba entre los vivos. Mi alma y mi cuerpo se juntaron de nuevo y la vida y las energías volvieron a mí. Me lancé como un poseso hacia la ventana, casi tirándome de cabeza, pues había dejado de tener miedo a la muerte. Me di contra la escalera y caí por ella, mientras intentaba no perder su contacto, hasta que llegué al suelo, ileso. Entonces me senté en el suave y húmedo césped, bajo la luz de la luna. De arriba, saliendo de la rota ventana de la habitación, llegaba el monótono silbido.
Eso es lo esencial de la historia. No me había hecho daño. Me fui rápidamente a la fachada principal y desperté a Tassoc. Cuando me abrieron, tuvimos una larga charla, ayudada con un excelente whisky —pues yo estaba hecho polvo—, en el transcurso de la cual intenté explicarles lo sucedido como mejor pude. Le dije a Tassoc que había que demoler la Habitación y quemar todos y cada uno de sus escombros en un horno montado en el interior de un pentáculo. Asintió con la cabeza.
Y como no había más que contar, me fui a la cama. Pusimos a trabajar a un pequeño ejército, y en diez días aquel maldito asunto se convirtió en humo, y lo que quedó fue calcinado y debidamente limpiado. No comencé a comprender cómo las cosas habían podido llegar a extremos tan tremendos hasta el momento en que los obreros empezaron a arrancar el revestimiento de las paredes. Encima de la gran chimenea, al quitar el revestimiento de madera de roble, encontré, encastrada en la pared, una placa de piedra con una inscripción en gaélico que explicaba que en aquella habitación había sido quemado vivo Dian Tiansay, el bufón del rey Alzof, quien compuso la Canción de la Locura a la intención del rey Ernore del Séptimo Castillo.
En cuanto pasé a limpio la traducción, se la entregué a Tassoc. Se excitó muchísimo, pues conocía la vieja leyenda, y me llevó a la biblioteca para consultar un viejo pergamino que contaba detalladamente aquella historia. Por otra parte, vi que aquel incidente se encontraba muy difundido por la región, a pesar de que siempre hubiera sido considerado más como una leyenda que como un hecho auténtico. Al parecer, nadie se había imaginado nunca que la vieja ala este del castillo de Iastrae fuese lo único que quedaba del Séptimo Castillo. Gracias al antiguo pergamino supe que, mucho tiempo atrás, en aquel lugar había ocurrido un suceso más bien siniestro.
Al parecer, el rey Alzof y el rey Ernore eran enemigos hereditarios, como podría decirse; todo se había reducido a algunas incursiones por ambas partes, hasta que Dian Tiansay compuso la Canción de la Locura, dedicada al rey Ernore, que cantó en presencia del rey Alzof, quien la apreció tanto que dio al bufón por esposa a una de sus mujeres. No tardó en conocerse aquella canción en toda la región, hasta que llegó a oídos del rey Ernore, quien se sintió tan airado que declaró la guerra a su viejo enemigo, capturandole y quemándole vivo en su castillo; pero se llevó consigo a Dian Tiansay, el bufón, y, habiéndole arrancado la lengua por la canción que había compuesto, le encerró en una habitación del ala este de su castillo (que, a todas luces, reservaba para fines poco placenteros), quedándose con su mujer, ya que había sido sensible a sus encantos.
Pero una noche, la mujer de Dian Tiansay desapareció y, al día siguiente, la encontraron muerta entre los brazos de su marido, quien silbaba la Canción de la Locura, ya que no podía cantarla. Entonces asaron a Dian Tiansay en la gran chimenea... posiblemente sujetándole con los hierros que creo haber mencionado. Y hasta que murió, no «dejó de silbar» la Canción de la Locura, ya que no la podía cantar. A partir de entonces, «en aquella habitación» se oyó con mucha frecuencia el sonido de alguien que silbaba, y «se sintió una gran Presencia en ella», de suerte que nadie se atrevió a dormir entre sus cuatro paredes. Bien pronto, al parecer, el rey se marchó a otro castillo pues el silbido le molestaba. Y bien, ya conocéis toda la historia. Por supuesto que sólo se trata de un rápido resumen de la traducción del manuscrito. ¡Resulta bastante extraña! ¿Pensáis lo mismo que yo?
—Sí —contesté, hablando por los demás—. ¿Pero cómo pudo crecer aquella cosa, al punto de conseguir una materialización tan tremenda?
—Se trataba de uno de esos casos en que la constancia del pensamiento produce una acción positiva sobre la materia del entorno material inmediato —explicó Carnacki—. La evolución debió de seguir adelante a lo largo de los siglos para llegar a producir semejante monstruosidad. Era un genuino ejemplo de una manifestación Saiitii, que sólo puedo explicar comparándola con un hongo inmaterial que, para crecer, modificase la misma estructura de las fibras del éter y que, al hacerlo, adquiriese un control esencial sobre la «sustancia material» involucrada. Es imposible explicarlo más claramente en pocas palabras.
—¿Qué fue lo que rompió el séptimo cabello? —preguntó Taylor.
Carnacki no supo qué responder. Pensaba que tal vez nada ni nadie, sino que fue debido a un exceso de tensión. También explicó que los hombres que huyeron nada más verle no tenían nada que ver con lo sucedido, sino que habían ido en secreto al castillo para oír el silbido, ya que se había convertido en el motivo predilecto de comentario de toda la región.
—Otra cosa más —dijo Arkright—. ¿Tienes idea del principio que gobierna el uso del Último Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa? Sé, por supuesto, que fue utilizado por los Sacerdotes No Humanos en el Encantamiento de los Raaee. Pero, aparte de eso, ¿quién lo utilizó en tu favor y quién lo pronunció?
—Quizá fuera conveniente que leyeras la monografía de Harzam y el comentario que escribí sobre ella, sobre la Coordinación e interferencia entre el Astral y el Astarral —dijo Carnacki—. Es una materia apasionante, y sólo puedo deciros en este momento que las vibraciones humanas no pueden ser aisladas del «astarral» (como siempre se supuso que era el caso, cuando existían interferencias con lo invisible), sin que intervengan al punto las Fuerzas que gobiernan la revolución de la Esfera Exterior. En otras palabras, se ha conseguido demostrar una y otra vez que existe una Fuerza Protectora, que resulta inescrutable, y que se interpone continuamente entre el alma humana (fijaos que no digo cuerpo) y las Monstruosidades del Exterior. ¿He sido suficientemente claro?
—Creo que sí —respondí—. Y supongo que pensaste que la Habitación se había convertido en la expresión material del antiguo bufón..., que su alma, corroída por el odio, acabó creando un monstruo. ¿Estoy en lo cierto? —le pregunté, para terminar.
—En efecto —dijo Carnacki, asintiendo—. Creo que lo has explicado muy bien. Es una curiosa coincidencia que la señorita Donnehue parezca descender, según he oído, del mismísimo rey Ernore. No me digáis que la cosa no tiene miga, ¿eh? El próximo matrimonio y la habitación despertando de nuevo a la vida... Si ella hubiese entrado en la habitación... ¿eh? ESO llevaba esperando mucho tiempo. Los pecados de los padres... Sí, claro que lo he pensado. Van a casarse la próxima semana y me toca hacer de padrino, que es algo que odio. Y ahora que lo pienso... ¡Tassoc ha ganado la apuesta! Pero imaginaos lo que hubiese pasado si ella hubiese entrado en la habitación. ¡Uff! ¡Qué horrible!
Asintió con la cabeza, siniestramente, y los cuatro asentimos a coro con él. Entonces se levantó y nos llevó a todos hasta la puerta, despidiéndonos con su fórmula familiar, mientras divisábamos el Embankment y sentíamos en el rostro el fresco aire de la noche.
—Buenas noches —dijimos, a guisa de despedida, yéndonos a nuestros respectivos hogares.
Y, mientras tanto, yo no hacía más que pensar: ¿Y si ella hubiese entrado? ¿Eh? ¿Y si hubiese entrado?
William Hope Hodgson (1877-1918)
Relatos góticos. I Relatos de W.H. Hodgson.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de W.H. Hodgson: La habitación que silbaba (The Whistling Room), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario