«Hubo una vez un Gnomo»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis


«Hubo una vez un Gnomo»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.




Hubo una vez un Gnomo (A Gnome There Was) es un relato fantástico de los escritores norteamericanos Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de octubre de 1941 de la revista Unknown Worlds, y luego reeditado en la antología de 1950: Hubo una vez un Gnomo y otros relatos (A Gnome There Was and Other Stories).

Hubo una vez un Gnomo, probablemente entre los cuentos de Henry Kuttner menos conocidos, narra la historia de Tim Crockett, un sujeto engreído e idealista que se empeña en adoctrinar a un grupo de mineros, hasta que cierto día, y mediante circunstancias que no revelaremos aquí, se convierte en Gnomo.

Este Gnomo es una versión deslucida de esta criatura mágica, aunque posee algunas características que menciona el folclore, y se asemeje, al menos en parte, a los gnomos de Paracelso. Lo cierto es que Tim Crockett tiene el cuerpo de un Gnomo pero el intelecto de un hombre, con lo cual traslada sus ideales sindicalistas al mundo subterráneo de estas criaturas, generando un verdadero revuelo en aquella sociedad.

Es importante aclarar que Hubo una vez un Gnomo, uno de los cuentos de Catherine L. Moore y Henry Kuttner más logrados dentro de su propuesta, es básicamente un relato humorístico, una sátira, que contrasta los ideales de nuestra sociedad con la de los Gnomos, mucho más anárquica, es cierto, pero también con extrañas reglas que el pobre Tim Crockett deberá descifrar.




Hubo una vez un Gnomo.
A Gnome There Was, Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)

Tim Crockett nunca debió escabullirse dentro de la mina de la montaña Dornsef. Lo que se planea en California puede acarrear consecuencias desastrosas en las minas de carbón de Pensilvania, Especialmente cuando los gnomos están involucrados. Claro que Tim Crockett no sabía nada de los gnomos. El simplemente estaba estudiando las condiciones de vida de las clases bajas, por usar sus propias e impertinentes palabras. Pertenecía a un grupo de californianos del sur que habían resuelto que los trabajadores les necesitaban.

No era precisamente así. Eran ellos quienes necesitaban trabajar, ocho horas al día, por lo menos. Crockett, como sus colegas, consideraba al trabajador una combinación de gorila y Hombre de la Azada que tal vez incluía a algún Kallikak entre sus ancestros. Hablaba enérgicamente de las minorías explotadas, escribía artículos virulentos para Tierra, el órgano del grupo, y se las compuso hábilmente para no ingresar como actuario en el bufete del padre. Tenía, según sus palabras, una misión. Lamentablemente, ni obreros ni opresores simpatizaban mucho con él. Cualquier psicólogo habría analizado fácilmente a Crockett. Era un jovenzuelo alto, delgado, vivaz, con ojillos acuosos y buen gusto para las corbatas. Todo lo que necesitaba era una buena patada en el trasero.

¡Pero ciertamente que no, propinada por un gnomo! Viajaba cómodamente por el país con el dinero de su padre, investigando las condiciones de trabajo, para gran fastidio de los trabajadores que encontraba. Fue con ese propósito que entró subrepticiamente en la mina de carbón Ayax —o al menos en una de sus fosas— después de disfrazarse de minero y tiznarse la cara con polvo negro. Al bajar en —el montacargas, lucía especialmente desaliñado en medio de un grupo de caras impecables. Los mineros eran sucios sólo después de un día de trabajo.

La montaña Dornsef es una especie de colmena, pero no por los túneles de la Compañía Ayax. Los gnomos conocen modos de bloquear los túneles cuando los humanos cavan demasiado cerca. El lugar desorientó completamente a Crockett. Se limitó a seguir a los otros, hasta que se pusieron a trabajar. Una vagoneta llena pasó traqueteando por los rieles. Crockett titubeó, y luego abordó a un espécimen huraño que parecía llevar las señales de una gran aflicción estampadas en la cara.

—Oye —le dijo—. Quiero hablar contigo.

—¿Inglís? —preguntó el otro—. Viski. Yinebra. Vinu. Demonios.

Tras demostrar así su imperfecto dominio del idioma, soltó una risotada ronca y regresó al trabajo ignorando al desconcertado Crockett, que se lanzó a la búsqueda de otra víctima. Pero este sector de la mina parecía desierto. Otra vagoneta cargada le pasó al lado, y Crockett decidió averiguar de dónde venía. Lo consiguió después de golpearse dolorosamente la cabeza y caer de bruces por lo menos cinco veces. Venía de un agujero en la pared. Crockett entró, y simultáneamente oyó un grito ronco a sus espaldas. El desconocido ordenó a Crockett que regresara.

—¡Vuelve o te quiebro ese pescuezo cuadrado! —prometió, añadiendo un rosario de maldiciones siseantes—, ¡Fuera de allí!

Crockett miró hacia atrás, vio un amenazante perfil de gorila, y de inmediato comprendió que su estratagema había sido descubierta. Los propietarios de la mina Ayax tenían un matón para asesinarlo, o al menos para reducirle a una pulpa insensible. El terror prestó alas a los pies de Crockett. Frenético, echó a correr en busca de un túnel lateral donde perderse. Los bramidos del otro retumbaban contra las paredes. Y de pronto, Crockett oyó claramente una frase significativa:

—¡...antes que estalle esa dinamita!

En ese preciso instante la dinamita estalló. Crockett, sin embargo, no se enteró. Descubrió, muy fugazmente, que estaba volando. De golpe, el techo le detuvo dolorosamente. Después perdió el conocimiento, y cuando se recobró, vio una cabeza que le observaba fijamente. No era una cabeza alentadora, y por cierto no inspiraba un sentimiento instintivo de camaradería. En realidad era bastante extraña, cuando no repulsiva. Como Crockett ya tenía demasiado con mirarla, no advirtió que estaba viendo en la oscuridad.

¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? Tenía el vago presentimiento de que había sido bastante. La explosión... ¿Qué? ¿Lo había sepultado detrás de un techo de roca desmoronado? Crockett no se habría sentido mucho mejor de haber sabido que estaba en un túnel agotado, ya sin valor, abandonado hacía mucho tiempo. Los mineros sabían que al dinamitar para abrir un nuevo conducto el viejo se derrumbaría, pero eso no importaba.

Salvo para Tim Crockett. Parpadeó, y cuando volvió a abrir los ojos la cabeza había desaparecido, Era un alivio. Crockett se convenció de que esa cosa desagradable había sido un espejismo. De hecho, costaba recordar el aspecto. Sólo le quedaba la vaga impresión de un perfil de nabo, grande, con ojos centelleantes, y una fisura increíblemente ancha en el lugar de la boca. Crockett se levantó, gruñendo. ¿De dónde venía ese resplandor plateado? Era como la luz del día en una tarde brumosa, que no procede de un foco específico ni arroja sombras. 'Radio', pensó Crockett, que sabía un poco de mineralogía. Estaba en un túnel que se iba angostando en la penumbra hasta un recodo abrupto a quince metros de distancia.

Detrás de él... Detrás de él, el techo se había derrumbado. Instantáneamente Crockett tuvo dificultades para respirar. Se lanzó de inmediato sobre el montículo ripioso, arrojando rocas aquí y allá, jadeando y emitiendo ruidos roncos e inarticulados. De pronto reparó en sus manos. Cejó poco a poco en sus esfuerzos hasta quedarse absolutamente inmóvil, acuclillado, mirándose los objetos grandes, nudosos y sorprendentes que le crecían de las muñecas. ¿Era posible que durante su período de inconsciencia se haya puesto mitones? En el mismo momento en que le asaltó esa idea Crockett comprendió que jamás se tejieron mitones ni remotamente parecidos a lo que él, muy lógicamente, suponía eran sus manos. Se le estremecieron ligeramente.

Quizás estaban embadurnadas de barro. No. No era barro. Las manos se le habían...alterado. Eran objetos enormes, rugosos, pardos, como nudosas raíces de roble. Una pelambre negra y rala les crecía en el dorso. Las uñas necesitaban manicura, por cierto. Preferiblemente con cincel. Crockett se miró a sí mismo. Emitió unos chillidos frágiles —testimonios de su incredulidad—. Tenía piernas rechonchas y arqueadas, gruesas y fuertes, de no más de medio metro de largo. Menos, en todo caso. Temblando de incertidumbre, Crockett exploraba su cuerpo.

Había cambiado, y no ciertamente para mejor. Tenía poco más de un metro veinte de estatura, y un metro de ancho, con un torso redondeado, pies enormes y chatos, piernas gruesas y cortas, y le faltaba el cuello. Llevaba sandalias rojas, pantalones cortos y azules, y una túnica roja que dejaba descubiertos los brazos flacos y musculosos. La cabeza... Tenía forma de nabo. La boca... ¡Ay! Sin darse cuenta Crockett se había metido el puño dentro. Retiró de inmediato la mano ofensora, miró perplejo alrededor y se desplomó en el suelo. No podía ser cierto. Era totalmente imposible. Alucinaciones. Estaba muriendo de asfixia y en su agonía tenía visiones. Crockett cerró los ojos, de nuevo convencido de que sus pulmones buscaban aire.

—Me muero —dijo—. No p-puedo respirar.

—¡No creerás que estás respirando aire... —dijo una voz desdeñosa.

—Yo n-no...

Crockett no terminó la frase. Abrió de nuevo los ojos. Oía cosas. Las oyó de nuevo.

—Eres un gnomo bastante inservible —dijo la voz—. Pero bajo la ley de Nid no podemos elegir a gusto. No obstante, no servirás para extraer metales duros, por lo que veo. Tu velocidad será adecuada para la antracita. ¿Qué estás mirando? Eres mucho más feo que yo.

Crockett trató de relamerse los labios resecos y se horrorizó al descubrir que la punta de la lengua húmeda se le arrastraba con indolencia sobre los ojos. La retrajo con un fuerte chasquido y logró ponerse de pie. Después se quedó absolutamente quieto, mirando. La cabeza había desaparecido. Esta vez tenía un cuerpo debajo.

—Soy Gru Magru —dijo cordialmente—. Recibirás un nombre gnómico, desde luego, a menos que el tuyo sea suficientemente gutural. ¿Cuál es?

—Crockett —respondió el hombre, con voz aturdida y mecánica.

—¿Eh?

—Crockett.

—Deja de croar como una rana y... Oh, ya veo. Bien... Crockett. Ahora levántate y sígueme o recibirás una buena patada.

Pero Crockett no se levantó enseguida. Estaba observando a Gru Magru: un gnomo, obviamente. Baja, rechoncha y corpulenta, la figura de la criatura parecía un barrilito abultado coronado por un nabo invertido. El pelo formaba una mata puntiaguda; la raíz, por expresarlo así. En la cara de nabo había una boca inmensa con forma de ranura, una nariz con forma de botón, y dos ojazos enormes.

—¡Arriba! —dijo Gru Magru.

Esta vez Crockett obedeció, pero el esfuerzo le agotó por completo. Si volvía a moverse, enloquecería, pensó. Tal vez era lo mejor. Gnomos... Gru Magru le estampó el ancho pie en el lugar apropiado, y Crockett describió un arco que terminó en un pedrejón mellado desprendido del techo.

—Levántate —dijo el gnomo con gratuito mal humor— o te pateo otra vez. Ya es bastante molesta la posibilidad de que venga una patrulla de rescate. En cualquier momento podría toparme con un hombre, con.., ¡Arriba!

Crockett se levantó. Gru Magru!e aferró el brazo y lo empujó hacia las profundidades del túnel.

—Bien, ahora eres un gnomo —le dijo—. Es la ley de Nid. A veces me pregunto si vale la pena. Pero supongo qur sí... Los gnomos no pueden propagarse, y de alguna manera hay que conservar la población media.

—Quiero morir —rezongó Crockett.

—Los gnomos no pueden morir —rió Ma Gru—. Son inmortales, hasta el Día. Me refiero al Día del Juicio.

—No eres lógico —señaló Crockett, como si al rechazar tan sólo un factor rechazara automáticamente todo ese asunto increíble—. O bien eres de carne y hueso y eventualmente morirás, o bien no lo eres, y entonces no eres real.

—Oh, claro que somos de carne y hueso —dijo Gru Magru—. Pero no somos mortales. Esa es la diferencia. Y atención, que no tengo nada contra ciertos mortales —se apresuró a explicar—. Los murciélagos, por ejemplo. Y las lechuzas, de acuerdo. ¡Pero los hombres! —se estremeció—. Ningún gnomo puede tolerar la visión de un hombre.

Crockett encontró la tabla de su salvación.

—Yo soy hombre.

—Lo eras, querrás decir —dijo Gru—. Tampoco eres un espécimen muy bueno, por cierto. Pero ahora eres gnomo. Es la ley de Nid.

—No hablas más que de la ley de Nid —se quejó el flamante gnomo.

—Claro, tú no comprendes —dijo Gru Magru con tono algo paternal—. Es así. En los tiempos antiguos se decretó que la décima parte de los humanos que se perdieran en la tierra inferior serían transformados en gnomos. El primer emperador gnomo lo dispuso así, Podrang III. Al ver que las hadas podían raptar niños humanos y conservarlos, fue a hablar con las autoridades al respecto; dijo que era injusto, así que cuando los mineros y otros se pierden bajo tierra, una décima parte se transforma en gnomos y se nos une. Es lo que a ti te ha ocurrido, ¿entiendes?

—No —masculló Crockett—. Mira. Me has dicho que el primer emperador gnomo fue Podrang. ¿Por qué se llamaba Podrang III?

—No hay tiempo para preguntas. ¡De prisa!

Gru Magru ahora iba casi corriendo. Arrastraba al desdichado Crockett. El nuevo gnomo todavía no dominaba sus extrañas extremidades, y como las sandalias eran demasiado anchas, se apoyaba pesadamente en la mano derecha. Después aprendió a mantener los brazos arqueados y pegados a los flancos. Las paredes, iluminadas por el extraño resplandor plateado, pasaban rápidamente.

—¿Qué es esa luz? —atinó a jadear Crockett—. ¿De dónde viene?

—¿Luz? —preguntó Gru Magru—. No es luz.

—Pero...no es oscuridad.

—Por supuesto que es oscuridad —repuso el gnomo—. ¿Cómo podrían ver si no fuera oscuridad?

Para esto no había réplica comprensible, excepto un alarido frenético, pensó Crockett. Y necesitaba todo el aliento para correr. Ahora estaba en un laberinto, y doblaban sucesivos recodos por túneles innumerables y sinuosos. Crockett sabía que nunca podría volver sobre sus pasos. Lamentó haber dejado la escena del derrumbe. ¿Pero cómo haberlo evitado?

—¡De prisa! —insistía Gru Magru—, ¡De prisa!

—¿Por qué? —jadeó Crockett.

—¡Hay una pelea! —dijo el gnomo.

En ese preciso instante doblaron un recodo y casi tropezaron con la pelea. Una masa hormigueante de gnomos colmaba el túnel batallando con frenesí. Pantalones y túnicas rojos y azules formaban un tapiz inquieto y bullente; cabezas de nabo subían y bajaban con ferocidad. Parecía ser que todos peleaban contra todos.

—¡Mira! —comentó Gru—. ¡Una pelea! Pude olería a seis túneles de aquí. ¡Qué belleza! —se agachó cuando un gnomo pequeño y de cara maligna salió del montón para tomar una piedra y arrojársela con perversa precisión. El proyectil erró el blanco y Gru, olvidando a su cautivo, se arrojó de inmediato sobre el gnomo, lo tumbó en el suelo y empezó a golpearle la cabeza contra la roca. Ambos bandos gritaban a todo pulmón, y las voces se perdían en el clamor ensordecedor que reverberaba a través del túnel.

—Cielo santo —musitó Crockett.

Se quedó mirando, lo cual fue un error. Un gnomo enorme dejó la refriega, tomó a Crockett de los pies y lo arrojó por el aire. El aterrado y desprevenido proyectil cruzó el túnel para estrellarse pesadamente contra algo que dijo ¡uuuff!. Había una maraña de brazos y piernas deformes. Al levantarse, Crockett descubrió que había volteado a Un gnomo ceñudo y de pelo rojo flamígeo, con cuatro botones de diamante en la túnica. Esta criatura repulsiva yacía inmóvil, fuera de combate. Crockett se pasó revista a las heridas: no tenía ninguna. Al menos su nuevo cuerpo era resistente.

—¡Me has salvado! —dijo una nueva voz, que pertenecía a una dama gnomo.

Crockett pensó que si había algo más feo que un gnomo, eso era la gnoma. La criatura estaba agazapada a sus espaldas, blandiendo una roca con la manaza. Crockett se agachó.

—No te atacaré a ti —aulló la otra por encima de la barahúnda que atronaba el pasadizo—. ¡Tú irte salvaste! Mugza estaba tratando de arrancarme las orejas. ¡Oh, está despertando!

El gnomo pelirrojo recobraba el conocimiento. Lo primero que hizo fue levantar los pies y sin ponerse de pie, darle a Crockett una patada que lo mandó al extremo opuesto del túnel. El gnomo femenino se sentó inmediatamente sobre el pecho de Mugza y le golpeó la cabeza con la roca hasta inmovilizarlo. Luego se levantó.

—¿No estás herido? —le preguntó a Crockett—. ¡Bien! Soy Brockle Buhn... ¡Oh, mira! ¡Perderá la cabeza en un minuto!

Crockett se volvió para comprobar que su ex guía, Gru Magru, tironeaba gnómicamente de la cabeza de un rival no identificado con el aparente propósito de arrancársela.

—¿Por qué todo este lío? —aulló Crockett—. Eh... Brockle Buhn. ¡Brockle Buhn! Ella se volvió de mala gana.

—¿Qué...

—¡La pelea! ¿Corno empezó?

—Yo la empecé —explicó ella—. Dije: hagamos una pelea, y luego empezamos.

—Oh. ¿Eso fue todo?

—Por supuesto —Brockle Buhn cabeceó—. ¿Cómo te llamas?

—Crockett.

—Eres nuevo aquí, ¿verdad? Oh, ya sé. ¡Eras humano! —de pronto una luz nueva le destelló en los ojos protuberantes—. Crockett, quizá tu puedas explicarme algo. ¿Qué es un beso?

—¿Un beso? —repitió Crockett, alelado.

—Sí. Una vez. estaba escuchando dentro de una loma, y oí a dos seres humanos hablando. Hombre y mujer, por sus voces. No me atreví a mirarles, desde luego. Pero el hombre le pidió un beso a la mujer.

—Oh —dijo Crockett con voz neutra—. ¿Le pidió un beso, eh?

—Y se oyó como un chasquido húmedo y la mujer dijo que era maravilloso. Me ha intrigado desde entonces. Porque si un gnomo me pidiera un beso, yo no sabría a qué se refiere.

—¿Los gnomos no se besan? —preguntó Crockett con tono de distraído.

—Los gnomos cavan —dijo Brockle Buhn—. Y comemos. Me gusta comer. ¿Un beso es como la sopa de lodo?

—Bien, no exactamente —Crockett se las compuso para explicarle la mecánica osculatoria.

La muchacha gnomo guardó un reflexivo silencio.

—Te daré un beso —dijo al fin, con aire de ofrecerle sopa de lodo a un hambriento.

Crockett tuvo una visión pesadillesca donde su cabeza entera era engullida por esa mandíbula descomunal. Y retrocedió.

—No, no —balbuceó—. Mejor que no.

—Entonces peleemos —Dijo Brockle Buhn sin rencor, y le tiró un puñetazo que rebotó dolorosamente contra la oreja de Crockett—. Oh, no —dijo apesadumbrada, apartándose—. La pelea ha terminado. ¿No fue muy larga, verdad?

Crockett se frotaba la oreja lastimada. Veía que en todas partes los gnomos se recobraban y volvían presurosos a sus tareas. Parecían haber olvidado totalmente el reciente conflicto. El túnel estaba de nuevo en silencio, salvo por el palmoteo de los pies de los gnomos sobre la roca. Gru Magru se les acercó con una sonrisa jovial, para saludarles.

—Hola, Brockle Buhn. Una buena pelea, ¿eh? ¿Quién es éste? —señaló el cuerpo postrado de Mugza, el gnomo pelirrojo.

—Mugza —dijo Brockle Buhn—. Todavía sigue desmayado. Pateémosle —y procedieron a patearlo con gran entusiasmo mientras Crockett, observador, decidía no permitir que le golpearan cuando él estuviera inconsciente. Pero, ¿cómo?

Finalmente, sin embargo, Gru Magru se cansó del juego y volvió a tomar a Crockett del brazo.

—Ven conmigo —dijo, y avanzaron a lo largo del túnel mientras Brockle Buhn se dedicaba a brincar sobre el estómago de Mugza.

—Parece que no os importa golpear a la gente desmayada, ¿eh? —aventuró Crockett.

—Es mucho más divertido —le aseguró Gru—. Así puedes darles donde se te antoja. Ven. Tendrás que ser presentado. Día nuevo, gnomo nuevo. Conserva estable la población —explicó, y se puso a tararear una cancioncilla.

—Mira —dijo Crockett—. Se me acaba de ocurrir algo. Dices que los humanos son transformados en gnomos para mantener la estabilidad de la población. Pero si los gnomos no mueren, ¿no significa que ahora hay más gnomos que nunca? La población sigue aumentando, ¿verdad?

—Cállate —ordenó Gru Magru—. Estoy cantando.

Era una canción bastante desafinada. Crockett, con la cabeza hecha un torbellino, se preguntó si los gnomos tendrían un himno nacional.

—Vamos a ver al emperador —dijo al fin Gru—. Siempre ve a los gnomos nuevos. Mejor que le produzcas una buena impresión, o te pondrá a hacer minería de lava.

—Eh... —Crockett se miró la túnica mugrienta—. ¿No será mejor que me limpie un poco? Esa pelea me ha dejado muy mal.

—No fue la pelea —dijo ofensivamente Gru—. ¿Pero cuál es tu problema? Yo no veo nada fuera de lugar.

—Mis ropas. Están sucias.

—No te preocupes por eso —dijo el otro—. Es una suciedad mugrienta y saludable, ¿no? ¡Espera! —se detuvo, se agachó, recogió un puñado de polvo y frotó el pelo y la cara de Crockett—. Así está mejor.

Crockett sentía náuseas. Atravesaron un laberinto muy por debajo de la montaña de Dornsef, y finalmente salieron a una cámara espaciosa y desnuda con un trono de roca en un extremo. Un gnomo pequeño estaba sentado en el trono cortándose las uñas de los pies.

—Feliz oscuridad —saludó Gru—, ¿Dónde está el emperador?

—Tomando un baño —dijo el otro—. Ojalá se ahogue. Lodo, lodo, lodo... Mañana, tarde y noche. Primero está muy caliente, después está muy frío. Después está muy espeso. Me gasto ¡os dedos preparándole los baños de lodo, y todo lo que recibo es una patada —continuó quejosamente el gnomo—. Hasta la suciedad tiene un límite. Tres baños de lodo por día es exagerar demasiado. ¡Y sin la menor consideración por mí! Oh, no. Hoy me llamó sabandija. Dijo que no había terrones duros en el lodo. Bien, ¿por qué no? Esa maldita arcilla que estuvimos trayendo es capaz de revolverle el estómago a un gusano. Encontraréis a Su Majestad allí dentro —terminó el pequeño gnomo, señalando con el pie una arcada en la pared.

Crockett fue arrastrado al cuarto contiguo, donde un gnomo gordinflón estaba sentado en una cavidad llena de lodo pardo y humeante. A través de la viscosidad que lo cubría sólo se le veían los ojos. Se llenaba las manos de lodo y se lo dejaba gotear en la cabeza con una risita senil.

—Lodo —le comentó satisfecho a Gru Magru, con una voz que parecía un rugido de león—. No hay nada comparable. El lodo es espléndido. ¡Ah!

Gru se daba cabezazos contra el suelo, y con la enorme manaza ceñía el cuello de Crockett para obligarle a hacer lo mismo.

—Oh, levantaos —dijo el emperador—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho este gnomo? Habla.

—Es nuevo —explicó Gru—. Lo encontré en la zona superior. La ley de Nid, ya sabes.

—Sí, por supuesto. Echémosle un vistazo. ¡Ugh! Yo soy Podrang II, emperador de los gnomos. ¿Qué tienes que decir?

Todo lo que se le ocurrió a Crockett fue:

—¿Cómo puedes ser Podrang II? Creí que el primer emperador había sido Podrang III.

—Un charlatán —dijo Podrang II, y desapareció bajo la superficie del lodo, resoplando al emerger—. Encárgate de él, Gru. Al principio trabajo liviano. Que extraiga antracita. Y cuidado con comerla mientras trabajas —le advirtió al asombrado Crockett—.Cuando hayas cumplido un siglo aquí, se te permitirá un baño de lodo por día. No hay nada como un baño —agregó embadurnándose la cara con la mano pegajosa.

De golpe se quedó tieso. Soltó un rugido de león.

—¡Druck! ¡Druck!

El pequeño gnomo que Crockett había visto en la sala del trono entró a toda prisa agitando las manos.

—¡Majestad! ¿El lodo no está bien tibio?

—¡Burbuja rastrera! —bramó Podrang II—. ¡Baboso, vástago de seis mil hediondeces individuales! ¡Ojos de mica, incompetente, orejas serpeantes! ¡Eres una mancha que se retuerce sobre el buen nombre de los gnomos! ¡Error geológico! ¡Pedazo de... de...!

Druck aprovechó la momentánea trabazón del amo.

—Es lodo del mejor, Majestad. Lo he refinado personalmente. Oh, Majestad. ¿Qué ocurre?

—¡Hay un gusano dentro! —bramó Su Majestad, y barbotó una sarta de maldiciones tan injuriosas que casi hacía hervir el lodo.

Crockett, tapándose los oídos, se dejó arrastrar por Gru Magra.

—Me gustaría trenzarme con el viejo en una pelea —rezongó Gru, cuando estuvieron a una distancia prudente—. Pero, claro, recurriría a la magia... Así es él. El mejor emperador que jamás hayamos tenido. Por nada del mundo jugaría limpio.

—Oh —dijo distraídamente Crockett—. ¿Y qué haremos ahora?

—Has oído a Podrang, ¿verdad? A extraer antracita. Y si te sorprendo comiéndola, te hago tragar los dientes de una patada.

Cavilando sobre el mal genio de los gnomos, Crockett se dejó conducir a una galería donde docenas de gnomos de ambos sexos blandían picas y zapas con furioso vigor.

—Es aquí —dijo Gru—. ¡Adelante! A extraer antracita. Trabajas veinte horas, luego duermes seis.

—¿Y después?

—Después a cavar de nuevo —explicó Gru—. Te corresponde un breve descanso cada diez horas. Entretanto no debes dejar de cavar, a menos que haya una pelea. Ahora te diré cómo localizar el carbón. Simplemente piensa en él.

—¿Eh?

—¿Cómo crees que te hallé a ti? —preguntó Gru con impaciencia—. Los gnomos tienen...ciertos sentidos. Según la leyenda las hadas pueden encontrar agua con una horqueta. Bien, a nosotros nos atraen los metales. Piensa en la antracita —terminó, y Crockett obedeció; instantáneamente se volvió a la pared del túnel que tenía más cerca—. ¿Ves cómo funciona? —sonrió Gru—. Evolución natural, supongo. Funcional. Tenemos que saber dónde están los depósitos subterráneos, para eso las autoridades nos dieron este sentido cuando fuimos creados. Piensa en un filón de metal o cualquier depósito mineral, y serás atraído por él. Del mismo modo la luz del día repele a todos los gnomos.

—¿Qué dices? —Crockett se sobresaltó ligeramente—. No lo entiendo.

—Negativo y positivo. Necesitamos los depósitos, así que somos atraídos por ellos. La luz del día nos hace daño, y si creemos estar muy cerca de la superficie pensamos en la luz y nos repele. ¡Inténtalo!

Crockett obedeció. Algo le presionaba la coronilla, al parecer.

—Derecho hacia arriba —confirmó Gru—. Pero está muy lejos. Una vez vi la luz del día. Y también un hombre —miró fijamente al otro—. Olvidé explicarte... Los gnomos no toleran ver a los seres humanos. Ellos...bien, hay un límite de la fealdad que pueden tolerar nuestros ojos. Ahora eres uno de nosotros y te ocurrirá lo mismo. Mantente alejado de la luz del día, y nunca mires a un hombre. Es por el bien de tu cordura.

Una idea despertó en la mente de Crockett. Entonces podría salir de este laberinto de túneles guiándose por el nuevo sentido, que lo llevaría hacia la luz. Después..., bien, al menos estaría en la superficie... Después que Gru Magra le instalara entre dos gnomos atareados y le pusiera una pica en las manos, el tutor le dijo:

—Bien. A trabajar.

—Gracias por... —empezó Crockett, cuando de pronto Gru Magru le pateó y se marchó canturreando alegremente en voz baja.

Otro gnomo se acercó, vio a Crockett inmóvil y le dijo que pusiera manos a la obra, acompañando la orden con un golpe en la oreja ya magullada. Crockett no tuvo más remedio que recoger el pico y ponerse a arrancar antracita de la pared.

—¡Crockett! —dijo una voz familiar—, ¡Eres tú! Imaginé que te mandarían aquí. Era Brockle Buhn, el gnomo femenino que Crockett había conocido antes. Blandía un pico como los demás, pero lo soltó para sonreírle al compañero.

—No estarás mucho tiempo aquí —le consoló—. Diez años, más o menos, a menos que te busques problemas. Luego te encomendarán trabajos realmente duros.

A Crockett ya le dolían las manos.

—¿Trabajos duros? En cualquier momento se me caen los brazos —se reclinó sobre el pico—. ¿Este es tu puesto?

—Sí, pero rara vez estoy aquí. Casi siempre me castigan. Suelo causar problemas. Me como la antracita —hizo una demostración, y el audible crujido hizo estremecer a Crockett.

Entonces se acercó el capataz. Brockle Buhn se dio prisa en tragar.

—¿Qué pasa? —refunfuñó—. ¿Por qué no estáis trabajando?

—Estábamos a punto de pelear —explicó Brockle Buhn.

—Oh... ¿Vosotros dos, solamente, o puedo intervenir?

—Estáis todos invitados —ofreció ese gnomo tan poco femenino, y descargó el pico sobre la cabeza del desprevenido Crockett, que cayó redondo.

Al despertar, un rato después, investigó sobre sus costillas doloridas y se convenció de que Brockle Buhn le había pateado después de que perdiera el conocimiento. ¡Qué gnomo! Crockett se levantó. Estaba en el mismo túnel. Docenas de gnomos cavaban sin parar. El capataz se les acercó.

—¿Despierto eh? ¡A trabajar!

El aturdido Crockett obedeció. Brockle Buhn le saludó con una sonrisa complacida.

—Te has perdido una buena... Conseguí una oreja..., ¿ves? —la mostró; Crockett se apresuró a explorarse con la mano: no era suya.

Cavar... Cavar... Cavar... Las horas pasaban lentamente. Crockett nunca había trabajado tan duro en su vida. Pero notó que ningún gnomo se quejaba. Veinte horas de trabajo, con un breve paréntesis. Durante el descanso, él caía a dormir. Y después... Cavar... Cavar... Cavar... Sin dejar de trabajar, Brockle Buhn le dijo:

—Creo que serás un buen gnomo, Crockett. Ya te estás endureciendo. Nadie creería que una vez fuiste hombre.

—Oh... ¿No?

—No. ¿Qué eras? ¿Minero...?

—Era... —Crockett se interrumpió de golpe; los ojos le brillaron extrañamente—. Era sindicalista —terminó.

—¿Qué es eso?

—¿No has oído hablar de los sindicatos? —preguntó Crockett, con una mirada intensa.

—¿Es un filón? —Brockle Buhn meneó la cabeza—. No, nunca. ¿Qué es un sindicato?

Crockett le explicó. Ningún sindicalista genuino habría aceptado esa explicación. Lo menos que se podría decir de ella es que era tendenciosa. Brockle Buhn parecía perpleja.

—No entiendo bien a qué te refieres, pero supongo que tienes razón.

—Prueba de este modo —dijo Crockett—: ¿no te cansas de trabajar veinte horas por día?

—Claro. ¿Quién no?

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Siempre lo hemos hecho —dijo indulgentemente Brockle Buhn—. No podemos parar.

—Supón que todos lo hicierais —insistió Crockett—. Todos y cada uno de los gnomos. Supón que haces una huelga...

—Me castigarían, me apalearían con estalactitas...

—Supón que todos hacéis una huelga.

—Estás loco —dijo Brockle Buhn—. Nunca sucedió algo así. Es...humano.

—Nunca sucedió nada parecido a un beso, tampoco —dijo Crockett—. ¡No, no quiero ninguno! Y pelear, mucho menos, por favor. Santo cielo, déjame entender vuestra organización. La mayoría de los gnomos trabaja para beneficio de la clase dominante.

—No. Simplemente trabajamos.

—¿Pero por qué?

—Siempre lo hacemos. Y el emperador quiere que lo hagamos.

—¿Ha trabajado el emperador alguna vez? —preguntó Crockett con aire triunfal—. ¡No! ¡El sólo se dedica a los baños de lodo! ¿Por qué los demás gnomos no gozan del mismo privilegio? ¿Por qué...?

El sindicalista siguió hablando mientras trabajaba, explayándose en los detalles. Brockle Buhn le escuchaba can creciente interés. Y al fin tragó el anzuelo con sedal y todo. Una hora más tarde asentía con entusiasmo.

—Pasaré la voz. Esta noche. En la Cueva Rugiente. Después de trabajar.

—Espera un minuto —objetó Crockett—. ¿Cuántos gnomos podríamos conseguir?

—Bien... No muchos. ¿Treinta?

—Antes, tendremos que organizamos. Necesitamos un plan definido.

Brockle Buhn se fue por la tangente.

—Peleemos.

—¡No! ¿Quieres escucharme? Necesitamos un consejo. ¿Quién es el más pendenciero?

—Mugza, creo —dijo ella—. El gnomo pelirrojo que desmayaste cuando él me golpeó.

Crockett frunció el ceño. ¿Mugza le guardaría rencor? Probablemente no. O mejor dicho, no sería peor que los otros gnomos. Quizá Mugza intentara acogotarlo, pero haría lo mismo con cualquier otro gnomo. Además, como le explicara Brockle Buhn, Mugza era el equivalente gnómico a un duque. Su respaldo podía ser valioso.

—Y Gru Magru —sugirió ella—. Adora las cosas nuevas, especialmente si causan revuelo.

—Sí —no eran los dos que Crockett hubiera elegido, pero a él no se le ocurrían otros candidatos—. Si pudiéramos conseguir a alguien cercano al emperador... ¿Qué te parece Druck... El que le prepara los baños de lodo a Podrang?

—¿Por qué no? Yo lo arreglaré.

Brockle Buhn perdió el interés y subrepticiamente se puso a comer antracita. Como el capataz le estaba mirando, el resultado fue una riña violenta que a Crockett le dejó un ojo morado; después, él volvió al trabajo maldiciendo entre dientes. Pero entretanto tuvo tiempo para cambiar unas palabras más con Brockle Buhn. Ella se encargaría. Esa noche los conspiradores celebrarían una reunión clandestina. Crockett había estado anhelando un buen descanso, pero la oportunidad era demasiado buena para dejarla ir. No tenía deseos de continuar con su desagradable tarea de extraer antracita. El cuerpo le dolía terriblemente. Además, si era posible incitar a los gnomos a una huelga tal vez así podría presionar a Podrang II. Gru Magru había dicho que el emperador era mago. Quizá fuera capaz de devolverle a su condición de hombre...

—Nunca lo ha hecho —respondió Brockle Buhn, y entonces Crockett comprendió que había pensado en voz alta.

—Pero tal vez pueda hacerlo, pienso... Si lo quisiera.

Brockle Buhn simplemente se estremeció, pero él atisbo un rayo de esperanza. ¡Volver a ser humano...!

Cavar... Cavar... Cavar... Cavar... Con regularidad monótona y entumecedora Crockett se hundía en el embotamiento. A menos que llevara a los gnomos a la huelga, enfrentaba una eternidad de faenas agotadoras. Apenas se dio cuenta de que perdía el conocimiento, de que Brockle Buhn le metía la mano rugosa bajo el brazo, de que le llevaban a través de pasadizos hasta un cubículo diminuto, que era su nuevo hogar. La gnoma le dejó allí y él se encaramó a un catre de piedra y se durmió. Poco después le despertó un puntapié. Parpadeando, Crockett se incorporó, eludiendo instintivamente el golpe que Gru Magru le dirigía a la cabeza. Tenía cuatro visitantes: Gru, Brockle Buhn, Druck y el pelirrojo Mugza.

—Lamento haber despertado tan pronto —dijo Crockett con irónica amargura—. De lo contrario podrías haber seguido pateándome a tu entero gusto...

—Oh, no faltará oportunidad —dijo Gru—, Ahora, ¿a qué viene todo esto? Quería dormir, pero Brockle Buhn me dijo que habría pelea. Una grande, ¿eh?

—Primero a comer —dijo con firmeza Brockle Buhn—. Prepararé sopa de lodo para todos —se dirigió a un rincón y se puso a preparar un refrigerio.

Los otros gnomos se acuclillaron y Crockett se sentó en el borde del catre, aún medio dormido. Pero atinó a explicar su idea del sindicato. Fue recibida con interés, pero reparó que ese interés respondía a la mera posibilidad de una riña descomunal.

—¿Quieres decir que todos los gnomos de Dornsef atacan al emperador? —preguntó Gru.

—¡No, no! Arbitraje pacífico. Simplemente nos negamos a trabajar. Todos.

—Yo no puedo —dijo Druck—. Podrang tiene que tomar sus baños de lodo, maldita babosa gordinflona. Me enviaría a ¡as fumarolas hasta que me asara.

—¿Quién te llevaría? —preguntó Crockett.

—Los guardias, supongo.

—Pero ellos también estarían en huelga. Nadie obedecería a Podrang hasta que él cediera.

—Entonces me hechizaría —dijo Druek.

—No puede hechizarnos a todos —repuso Crockett.

—Pero me hechizaría a mí —dijo Druck resueltamente—. Además, sí que podría lanzar un hechizo sobre todos los gnomos de Dornsef... Transformarnos en estalactitas, o algo por el estilo.

—¿Y qué? No tendría más gnomos. Algo es mejor que nada. Simplemente emplearemos la lógica contra él. ¿No preferiría que se trabajara menos en vez de nada?

—El no —terció Gru—. Preferiría hechizarnos, sin duda. Oh, es un dechado de maldad —terminó aprobatoriamente el gnomo.

Pero Crockett se negaba a creerlo. Era demasiado ajeno a su comprensión de la psicología... humana, desde luego. Se volvió a Mugza, que temblaba de furia. —¿Qué opinas tú?

—Quiero pelear —dijo el otro rencorosamente—. Quiero patear a alguien.

—¿No te gustaría bañarte en lodo tres veces por día?

—Claro —gruñó Mugza—. Pero el emperador no me deja.

—¿Por qué no?

—Porque me gustaría.

—No puedes darte por vencido —dijo Crockett desesperado—. La vida no es sólo...cavar.

—Claro. También están las peleas. Podrang nos deja pelear a nuestro antojo.

Crockett tuvo una inspiración súbita.

—Pero ese es el problema. ¡Va a cancelar las peleas! Decretará una prohibición general de pelear, menos para sí mismo...

Fue un golpe de mano eficaz. Todos los gnomos saltaron.

—¡Cancelar las peleas! —vociferó Gru, incrédulo—. Caramba, siempre hemos peleado...

—Bien, dejaréis de hacerlo —insistió Crockett.

—¡Jamás!

—¡Exacto! ¿Por qué razón? Todos los gnomos tienen derecho a la vida, la libertad, Sos esfuerzos...pugilísticos.

—Démosle una tunda a Podrang —sugirió Mugza, aceptándole a Brockle Buhn un cuenco de humeante sopa de lodo.

—No, ese no es el modo... A mí no me sirvas, Brockle Buhn, muchas gracias —dijo Crockett para rechazar su ración de potaje—. Como estaba diciendo, no es el modo. Lo que necesitamos es una huelga. Pacíficamente obligaremos a Podrang a darnos lo que queremos —se volvió a Durck—. ¿Qué puede hacer Podrang si todos nos quedamos sentados rehusando trabajar?

Et pequeño gnomo reflexionó.

—Maldecir. Y patearme.

—Sí. Y después, ¿qué...

—Después hechizaría a todo el mundo, túnel por túnel.

—Aja —asintió Crockett—. Eso es importante. Lo que hace falta es solidaridad. Si Podrang sorprende a unos pocos gnomos, puede darles un buen susto. Pero si todos estamos unidos... ¡Eso es! Cuando se declare la huelga, todos nos encontraremos en la cueva más grande de la montaña.

—Esa es la Cámara del Consejo —dijo Gru—. Al lado de la sala del trono de Podrang.

—Bien. Nos reuniremos allí. ¿Cuántos gnomos se nos unirán?

—Todos —gruñó Mugza, arrojando el cuenco de sopa a la cabeza de Druck—. El emperador no puede cancelar las peleas.

—¿Y cuáles serían las armas de Podrang, Druck?

—Podría utilizar los Huevos de Basilisco —dijo el otro dubitativamente.

—¿Qué es eso?

—En realidad no son huevos —intervino Gru—. Son gemas mágicas para encantamientos múltiples. Cada una obra hechizos diferentes. Los verdes son para transformar a la gente en gusanos, creo. Podrang rompe uno y el encantamiento se propaga unos seis metros. Los rojos son..., veamos. Son para transformar a los gnomos en seres humanos. Aunque eso es demasiado cruel. No... Sí. Los azules...

—¿En seres humanos? —Crockett dilató los ojos—. ¿Y dónde se guardan esos huevos?

—Peleemos —insistió Mugza abalanzándose sobre el pequeño Druck, que chilló con frenesí y se defendió del atacante partiéndole el cuenco de sopa en la cabeza. Brockle Buhn se unió a la refriega pateando imparcialmente a los dos rivales, hasta que Gru Magru la tumbó. Poco después el cuarto se pobló con los alaridos entusiastas de una batalla gnómica. La participación de Crockett fue inevitable...

De todos los seres vivientes increíbles y perversos que hayan existido jamás, los gnomos casi eran los más insólitos. Era imposible entender su filosofía. Sus mentes seguían otros rumbos que los habitualmente tomados por las inteligencias humanas. Carecían de los instintos vitales en los humanos, como el de supervivencia individual y racial. No morían ni se propagaban. Simplemente trabajaban y peleaban. Monstruitos de malas pulgas, pensaba Crockett con irritación. Pero existían desde hacía...milenios. Tal vez desde el principio. Ese organismo social era el resultado de una evolución mucho más antigua que la del hombre. Tal vez era adecuada para los gnomos. Quizá Crockett estaba mellando los engranajes del mecanismo.

¿Y qué? El no se pasaría una eternidad extrayendo antracita, aunque retrospectivamente recordaba sentir un curioso estremecimiento de vago placer mientras trabajaba. Tal vez cavar era divertido para los gnomos. Ciertamente para ellos era una raison d'étre. Con el tiempo, el mismo Crockett quizá iría perdiendo sus aficiones humanas hasta metamorfosearse completamente en gnomo. ¿Qué había ocurrido con los otros humanos que habían sufrido una alteración similar? Todos los gnomos, al parecer, son iguales. Pero quizá Gru Magru había sido humano una vez, o Druck, o Brockle Buhn.

Ahora eran los gnomos, en todo caso. Y pensaban y existían totalmente como gnomos. Y con el tiempo él sería exactamente igual a ellos. Ya había adquirido el extraño tropismo que lo atraía a los metales y lo alejaba de la luz diurna. ¡Pero no le gustaba cavar! Trató de recordar lo poco que sabía sobre los gnomos: mineros y artesanos que vivían bajo tierra. Había algo sobre los pictos, hombres de talla escasa que se ocultaron bajo tierra cuando Inglaterra fue invadida hace muchos siglos. Eso parecía relacionarse vagamente con el temor de los gnomos por los seres humanos. Pero los gnomos no descendían de los pictos, por cierto. Muy probablemente las dos razas y especies se habían identificado al ocupar el mismo hábitat.

Bueno, eso era inconducente. ¿Y el emperador? Parece que no era un gnomo muy inteligente, pero era mago. Esas gemas —los Huevos de Basilisco— eran significativas. Si pudiera apoderarse de las que transformaban a los gnomos en hombres. Pero obviamente no podía por el momento. Mejor esperar. Hasta que se declare la huelga. La huelga... Crockett se durmió... Le despertó Brockle Buhn, que parecía haberle adoptado. Es probable que fuera la curiosidad de ella por los besos. De vez en cuando se ofrecía besar a Crockett, pero él era terminante en la negativa. En cambio, ella le preparó el desayuno.

Al menos, pensó sombríamente Crockett, su organismo asimilaría bastante hierro; después de todo las astillas oxidadas eran bastante parecidas a los copos de maíz. Brockle Buhn aderezó el menjunje con polvo de carbón, un condimento especial. Bien, sin duda el sistema digestivo también se le había alterado. Crockett deseó poder tomarse una radiografía de las entrañas. Luego pensó que sería demasiado perturbadora y que era mejor no saber... Pero le costaba reprimir la curiosidad. ¿Engranajes en el estómago? ¿Pequeñas piedras de molino? ¿Qué pasaría si ingiriera inadvertidamente polvo de esmeril? Tal vez podría sabotear al emperador de esa manera...

Al notar que ya era demasiado divagar, Crockett engulló el resto del desayuno y siguió a Brockle Buhn al túnel de antracita.

—¿Y la huelga? ¿Qué novedades hay?

—Todo bien, Crockett —ella sonrió y Crockett torció la cara ante el espectáculo—. Esta noche todos los gnomos se reunirán en la Cueva Rugiente. Después de trabajar.

No hubo tiempo para conversar más. Llegó el capataz y los gnomos recogieron los picos. Cavar... Cavar... Cavar... Siempre al mismo ritmo. Crockett sudaba y trajinaba. No sería por mucho tiempo. La mente se le embotó de tal manera que se amodorró despierto, y los músculos le reaccionaban automáticamente. Cavar, cavar y cavar. A cada tanto, una pelea. Una vez un período de descanso. Luego a cavar otra vez. Cinco siglos más tarde se acabó la jornada. Era hora de dormir. Pero había algo mucho más importante. La reunión sindical en Cueva Rugiente. Brockle Buhn le condujo hasta ahí, una vasta caverna adornada con estalactitas verdes y relucientes. Acudían gnomos. Gnomos y más gnomos. Las cabezas de nabos estaban por todas partes. Se iniciaron varias peleas. Gru Magru, Mugza y Druck se instalaron cerca de Crockett. Durante una tregua Brockle Buhn lo empujó hacia una plataforma de roca que sobresalía del suelo.

—Ahora —susurró—, Todos están al tanto. Diles lo que quieres.

Crockett escrutó las cabezas movedizas, los atuendos rojos y azules, todo iluminado por ese inquietante resplandor plateado.

—Compañeros gnomos—.—empezó tímidamente. ¡Compañeros gnomos! Las palabras retumbaron amplificadas por la acústica de la caverna. Ese bramido taurino alentó a Crockett, que siguió adelante—. ¿Por qué tenéis que trabajar veinte horas por día? ¿Por qué no podéis comer la antracita que extraéis mientras Podrang goza de su baño y se ríe de vosotros? Compañeros gnomos: el emperador es sólo uno. ¡Vosotros sois muchos! ¡No puede obligaros a trabajar! ¿No os gustaría comer sopa de lodo tres veces por día? El emperador no puede resistiros. Si os negáis a trabajar, todos vosotros, tendrá que ceder. ¡Se verá obligado!

—Cuéntales del edicto que prohibe las peleas —dijo Gru Magru.

Crockett obedeció. Eso surtió efecto. Las peleas eran algo entrañable para todo corazón gnómico, Y Crockett siguió hablando.

—Podrang intentará desmentirse. Alegará que jamás se ha propuesto prohibir las peleas. ¡Eso demostrará que os tiene miedo! ¡La ventaja es nuestra! Declararemos la huelga y el emperador no podrá hacer nada... Cuando se quede sin lodo para sus baños, no tardará en capitular.

—Nos hechizará a todos —murmuró tristemente Druck.

—¡No se atreverá! ¿De qué podría servirle? El sabe donde le...eh, donde le baten el todo. ¡Podrang es injusto con los gnomos! ¡Esa es nuestra consigna!

Por supuesto, todo terminó en una trifulca. Pero Crockett estaba satisfecho. El próximo día los gnomos no trabajarían. En cambio, se reunirían en la Cámara del Consejo, contigua a la sala del trono de Podrang, y se quedarían sentados. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente Crockett se dirigió con Brockle Buhn a la Cámara del Consejo, una caverna gigantesca con capacidad para los miles de gnomos apiñados en ella. Bajo la luz plateada las vestimentas rojas y azules tenían un toque extrañamente sobrenatural. Que quizás era muy natural, pensó Crockett. En rigor, ¿los gnomos no eran duendes? Entró Druck.

—No he preparado el baño de iodo de Podrang —anunció roncamente—. Oh, pero se pondrá furioso. Escuchadlo.

En efecto, airados juramentos se oían a lo lejos, a través de una arcada en la pared de la caverna. Pronto llegaron Mugza y Gru Magru.

—Llegará enseguida —dijo el último—. ¡Qué pelea se armará...!

—Peleemos ya mismo —sugirió Mugza—. Quiero patear a alguien. Fuerte.

—Hay un gnomo dormido —dijo Crockett—. Si lo sor prendes, podrás propinarle una en la cara.

Mugza se puso en marcha babeando ligeramente. En ese momento Podrang II, emperador de los gnomos de Dornsef, irrumpió en la caverna. Era la primera vez que Crockett veía al monarca sin la costra de lodo, y no pudo evitar un respingo. Podrang era muy feo. Combinaba las cualidades más repulsivas de todos los gnomos que Crockett había conocido hasta entonces. El resultado era absolutamente indescriptible.

—Ah. Tengo huéspedes —dijo Podrang, deteniéndose y contoneándose sobre las piernas curvas—. ¡Druck! ¿Dónde está mi baño, en nombre de los nueve infiernos humeantes?

Pero Druck se había esfumado. El emperador cabeceó.

—Ya veo. Bien, no perderé la calma. ¡No perderé la calma! ¡NO PERDERÉ LA...

Calló cuando una estalactita se desprendió del techo y se desmoronó. Aprovechando el paréntesis de silencio, Crockett se adelantó.

—Estamos de huelga —anunció, titubeando ligeramente—. Es una sentada. No trabajaremos...

—¡laa! —aulló el furibundo emperador—. ¿No trabajaréis, eh? ¡Vástagos de algas soeces, ojos hundidos, lenguas chatas, vientres planos! ¡Mancha escurridiza y leprosa de setas mordisqueadas por murciélagos! ¡Parásitos encogidos en el cuerpo miserable de un gusano inmundo! ¡laa!

—¡Pelea! —gritó el incontenible Mugza, arrojándose sobre Podrang, que lo volteó con un certero golpe bajo.

A Crockett se le secó la garganta. Elevó la voz, trató de mantenerla fume.

—¡Majestad, un minuto, por favor...

—¡Narices de hongos! ¡Hijos de murciélagos negros y degenerados! —chillaba el airado emperador a voz en cuello—. ¡Os hechizaré a todos! ¡Os transformaré en náyades! ¡Huelgas a mí! ¿Conque privándome del baño de lodo? Por Kronos, Nid, Ymir y Loki que lo lamentaréis, ¡Iaa! —terminó, atragantándose de furia.

—¡Pronto! —susurró Crockett a Gru y Brockle Buhn—. Interponeos entre él y la puerta para que no llegue a los Huevos de Basilisco.

—No están en la sala del trono —fue la tardía explicación de Gru Magru—. Podrang los toma del aire.

—¡Oh! —resopló Crockett.

En ese momento estratégico los peores instintos de Brockle Buhn se adueñaron de la muchacha. Con un estentóreo grito de placer tumbó a Crockett, lo pateó dos veces y brincó hacia el emperador. Atinó a dar un buen golpe antes que Podrang le martillara la cabeza con el puño ganchudo, e instantáneamente el cráneo con forma de nabo pareció hundírsele en el torso. El emperador, púrpura de furia, tendió el brazo y un cristal amarillo le apareció en la mano. Era uno de los Huevos de Basilisco. Bramando como un elefante en celo, Podrang lo arrojó. Un círculo de seis metros se despejó de inmediato entre los gnomos apretujados. Pero no quedó vacío. Docenas de murciélagos se elevaron revoloteando y acrecentaron la confusión. La confusión que se transformó en caos. Con aullidos de gozoso furor, los gnomos avanzaron hacia el monarca. "¡Pelea!", gritaban estruendosamente, y el grito reverberaba en el techo: ¡Pelea!

Podrang tomó otro cristal de la nada, esta vez uno verde. Treinta y siete gnomos fueron inmediatamente transformados en gusanos y pisoteados. El emperador cayó bajo un alud de atacantes que desaparecieron de golpe, transformados en ratones por otro Huevo de Basilisco. Crockett vio volar un cristal hacia él y echó a correr desesperadamente. Se ocultó detrás de una estalagmita y desde allí observó la batalla. Sin duda que era un espectáculo digno de verse, aunque no recomendable para personas nerviosas. Los Huevos de Basilisco estallaban incesantemente. Y cada vez que estallaban el hechizo se difundía unos seis metros o más, antes de perder eficacia. Los que eran sorprendidos en los bordes del círculo quedaban transformados sólo parcialmente. Crockett vio un gnomo con cabeza de topo. Otro era gusano de la cintura para abajo. Otro era... ¡Glup! Algunos de los hechizos parece que ni siquiera se inspiraban en la mitología conocida.

El bullicio que reinaba en la caverna arrancaba del techo una lluvia de estalactitas. A cada tanto reaparecía la cabeza maltrecha de Podrang, sólo para volver a hundirse bajo las nuevas oleadas de atacantes, que a su vez eran hechizados. Ratones, topos, murciélagos y otras criaturas poblaban la Cámara del Consejo. Crockett cerró los ojos y rezó. Lo abrió a tiempo para vez corno Podrang arrancaba del aire un cristal rojo y lo depositaba cuidadosamente tras de sí. Luego vino un Huevo de Basilisco púrpura. Se estrelló contra el suelo y treinta gnomos se convirtieron en sapos. Al parecer, sólo Podrang era inmune a su propia magia. Los miles que habían atestado la caverna eran diezmados rápidamente, pues los Huevos de Basilisco parecían provenir de una fuente inagotable. ¿Cuánto faltaría para que íe tocara uno a Crockett? No permanecería allí escondido para siempre...

Clavó los ojos en el cristal rojo que Podrang había depositado tan cuidadosamente. Estaba recordando algo. El Huevo de Basilisco que transformaría a los gnomos en seres humanos. ¡Claro! Podrang no lo utilizaría, pues la sola presencia de los hombres repugnaba a los gnomos. Si Crockett pudiera echar mano de ese cristal rojo... Lo intentó. Se escurrió entre la confusión, pegándose a la pared de la caverna hasta acercarse a Podrang. El emperador fue barrido por otra ola de gnomos que de repente se transformaron en lirones, y Crockett se apoderó de la gema roja. Era muy fría al tacto. Iba a partirla cuando le asaltó un pensamiento escalofriante. Estaba muy en el fondo de la montaña de Dornsef, en un laberinto de cavernas. Ningún ser humano podría hallar la salida. Pero un gnomo sí, con la ayuda del extraño tropismo que le indicaba la luz. Un murciélago le rozó la cara. Crockett echó una última ojeada a la caverna antes de disponerse a huir.

El caos era total: murciélagos, topos, gusanos, patos, anguilas y muchas otras especies se arrastraban, volaban, corrían, mordían, chillaban, bufaban, gruñían, gritaban y croaban en todo lugar. Desde todas las direcciones los gnomos restantes —ahora apenas un millar— convergían sobre un creciente montículo de gnomos que indicaba dónde estaba el emperador. De pronto, Crockett vio disolverse el montículo, ahora vuelto un tropel de lagartijas que echaban a correr.

—¡Conque huelgas! —bramaba Pondrang—. ¡Os daré huelgas!

Crockett volvió la espalda y huyó. La sala del trono estaba desierta y se metió en el primer túnel. Allí concentró su mente en la luz del día. Sintió una presión en el oído izquierdo. Corrió hasta que vio un pasaje lateral a la izquierda, una cuesta ascendente por donde trepó a toda velocidad. El ruido sofocado del combate murió detrás. Aferró vigorosamente el huevo de Basilisco rojo. ¿Qué había ocurrido? Podrang tendría que haberse detenido a parlamentar. Pero no lo había hecho. Un gnomo singularmente arisco y miope. Probablemente no se detendría hasta despoblar el reino entero. Ese pensamiento le incitó a correr más rápido. El tropismo lo guiaba. A veces se equivocaba de túnel, pero siempre, cada vez que pensaba en la luz del día, sentía la presión de la luz.

Sus piernas cortas eran asombrosamente resistentes. Luego oyó pasos atrás. No se volvió. Las maldiciones siseantes que caracolearon en el oído le anunciaban la identidad del perseguidor. Sin duda Podrang había vaciado la Cámara del Consejo hasta el último gnomo, y ahora se proponía hacer trizas a Crockett. Esa era sólo una de las cosas que había prometido.

Crockett corrió. Atravesó el túnel como una exhalación. El tropismo le guiaba, pero temía desembocar en algún conducto sin salida. A sus espaldas el clamor era cada vez más alto. Si Crockett no hubiera sabido quién era, habría imaginado que lo perseguía un ejército de gnomos. ¡Rápido! ¡Más rápido! Pero Podrang ya estaba a la vista. Sus rugidos hacían temblar las paredes. Crockett aceleró, dobló un recodo y vio una pared de luz flamígea: un círculo resplandeciente a la distancia. Era la luz diurna vista por ojos gnómicos. No podría llegar a tiempo. Podrang estaba demasiado cerca. Unos segundos más y esas manos ganchudas y terribles se le cerrarían sobre la garganta.

Luego Crockett recordó el Huevo de Basilisco. Si ahora se transformaba en hombre, Podrang no se atrevería a tocarle. Y estaba casi en la boca del túnel. Se detuvo, giró sobre los talones y levantó la gema. Simultáneamente el emperador, viéndole la intención, tendió ambas manos y arrancó del aire seis o siete cristales. Se los arrojó directamente a Crockett, una andanada multicolor. Pero Crockett ya había partido a sus pies la gema roja. Hubo un estrépito ensordecedor. Parecía que estallaban gemas dentro de un amplio círculo alrededor de Crockett. Pero la roja se había partido antes.

El techo se derrumbó. Un rato después Crockett se arrastró penosamente fuera de los escombros. Una mirada le indicó que el camino hacia el mundo exterior estaba abierto. Y —¡gracias al cielo!— la luz diurna era nuevamente normal, no ese resplandor flamígeo y blanco que irritaba los ojos. Miró hacia las honduras del túnel y quedó petrificado. Podrang se levantaba, con cierta dificultad, de un montículo de escombros. Mascullaba maldiciones con el ardor de siempre. Crockett se volvió para correr, tropezó con una roca y cayó de bruces. Mientras se levantaba notó que Podrang le había visto.

El gnomo quedó paralizado un instante. Luego aulló, giró sobre los talones y huyó hacia la oscuridad. Desapareció. El eco de sus pasos se fue apagando. Crockett tragó con dificultad. Los gnomos tienen miedo de los hombres... ¡Vaya! Había faltado tan poco para... Pero ahora...

Sentía más alivio del que imaginó que sentiría. Subconscientemente debió haber dudado del efecto del hechizo pues Podrang le había arrojado seis o siete Huevos de Basilisco. Pero él había partido antes el rojo. Hasta ese extraño resplandor plateado se había extinguido. Las profundidades de la caverna eran totalmente negras y silenciosas. Crockett caminó hacia la entrada. Salió y gozó de la tibieza del sol de la tarde. Estaba cerca del pie de la montaña Dornsef, en un zarzal. A treinta metros un granjero araba la planicie de un campo. Crockett se le acercó tambaleando. El hombre se volvió al oírle. Quedó paralizado un instante. Luego aulló, giró sobre los talones y huyó. Los alaridos vibraron ladera arriba mientras Crockett, recordando los Huevos de Basilisco, se examinaba aprensivamente el cuerpo. Luego él también chilló. Pero el sonido que emitió jamás podría haber brotado de una garganta humana. Algo muy natural, dadas esas circunstancias.

Henry Kuttner (1915-1958)
C.L. Moore (1911-1987)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y Catherine L. Moore: Hubo una vez un Gnomo (A Gnome There Was), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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