«El entorno conveniente»: Ambrose Bierce; relato y análisis


«El entorno conveniente»: Ambrose Bierce; relato y análisis.




El entorno conveniente (The Suitable Surroundings) es un relato de terror del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado originalmente en la edición del 14 de julio de 1889 del periódico San Francisco Examiner, y luego reeditado en la antología de 1891: Cuentos de soldados y civiles (Tales of Soldiers and Civilians).

El entorno conveniente, uno de los grandes cuentos de Ambrose Bierce, analiza la esencia del relato de fantasmas, y se formula una pregunta fundamental para el género: en el contexto adecuado, o mejor dicho, en el entorno conveniente, ¿puede una persona morir de miedo?

La respuesta, según Ambrose Bierce, es sí.




El entorno conveniente.
The Suitable Surroundings, Ambrose Bierce (1842-1914)


La noche:

Una noche de mediados de verano, el hijo de un granjero que vivía a unos veinte kilómetros de la ciudad de Cincinnati, cruzaba un bosque denso y oscuro siguiendo un camino de herradura. Se había desorientado mientras buscaba unas vacas perdidas, y cerca ya de la medianoche se encontraba muy lejos de su casa, en una zona con la que no estaba familiarizado. Pero era un joven valiente y, como conocía la dirección aproximada en la que se hallaba su casa, se metió en el bosque sin vacilar, guiado por las estrellas. Al encontrarse, el camino de herradura y observar que iba en la dirección correcta, lo siguió.

La noche era clara, pero en el bosque estaba todo muy oscuro. El muchacho se mantenía en el camino más por el sentido del tacto que por el de la vista. La verdad es que no era fácil perderse, pues los matorrales de ambos lados eran tan espesos que resultaban casi impenetrables. Se había introducido ya en el bosque unos dos kilómetros cuando se sorprendió al ver un débil rayo de luz que brillaba a través del follaje que bordeaba el camino por el lado izquierdo. Ver aquello le sorprendió e hizo que su corazón empezara a latir poderosamente.

—La casa del viejo Breede debe estar por aquí —dijo para sí mismo—. Éste debe ser el otro lado del camino por el que llegamos a ella desde nuestra casa. ¿Pero qué será esa luz encendida?

Sin embargo, siguió adelante. Al cabo de un momento había salido del bosque y había entrado en un pequeño claro en el que crecían sobre todo zarzales. Había restos de una valla podrida. A unos metros del sendero, en mitad del claro, estaba la casa de la que procedía la luz a través de una ventana sin cristal. Lo había tenido en otro tiempo, pero hacía ya mucho que tanto éste como el marco que lo sujetaba había cedido a las piedras lanzadas por manos de muchachos aventureros que gustaban de poner a prueba tanto su valor como su hostilidad hacia lo sobrenatural; pues la casa Breede tenía fama de estar hechizada.

Posiblemente no fuera así, pero hasta el más escéptico no podría negar que estaba desierta; lo que en las zonas rurales viene a ser lo mismo.

Al contemplar la misteriosa y débil luz que salía de la ventana en ruinas, el muchacho recordó con aprensión que su propia mano había ayudado a su destrucción. Lo patético de su arrepentimiento estaba en proporción con su tardanza e ineficacia. Casi esperaba que se lanzaran contra él todas las malevolencias ultraterrenas e incorpóreas a las que había ultrajado ayudando a romper sus ventanas y su paz. Pero este tenaz muchacho, sacudiendo todos sus miembros, no se retiró. La sangre de sus venas era fuerte y estaba enriquecida con el hiedo de los hombres de la frontera. Pertenecía a aquella raza que, dos generaciones atrás, había sometido al indio. Se dispuso a pasar junto a la casa.

Cuando estaba haciéndolo, miró por el espacio vacío de la ventana y contempló algo extraño y aterrador: la figura de un hombre sentado en el centro de la habitación, en una mesa sobre la que había unas hojas sueltas de papel. Tenía apoyados los codos en la mesa, sujetándose con las manos la cabeza, que llevaba descubierta. A cada lado, los dedos se introducían en los cabellos. A la luz de la única vela, que estaba un poco lejos, su rostro parecía de un amarillo mortal. La llama iluminaba ese lado del rostro, y el otro estaba en una sombra profunda.

Los ojos del hombre estaban fijos en el espacio vacío de la ventana, con una mirada en la que un observador de más edad y más brío habría discernido algo de aprensión, pero que al muchacho le pareció que carecía totalmente de alma. Creyó que aquel hombre estaba muerto. La situación era horrible, pero no carecía de fascinación. El muchacho se detuvo para fijarse en todo. Se sentía débil y tembloroso; podía sentir que la sangre se le retiraba del rostro. Sin embargo, apretó los dientes y avanzó con resolución hacia la casa.

No tenía ninguna intención consciente: era el simple valor que da el terror. Metió su blanco rostro por la abertura iluminada y, en ese instante, un lamento extraño y agudo, un grito, rompió el silencio de la noche: el canto de una lechuza. El hombre se puso en pie de un salto, derribó la mesa y apagó la vela. El muchacho escapó.


El día anterior:

—Buenos días, Colston. Parece que estoy de suerte. Siempre ha dicho usted que mis alabanzas de su obra literaria eran mera cortesía, pero aquí me encuentra absorbido, diría que sumergido, en su última historia aparecida en el Messenger. Si no llega a tocarme en el hombro, ni me habría dado cuenta de su presencia.

—La prueba es más poderosa de lo que usted parece entender —contestó el otro—. Es tan fuerte su deseo de leer mi historia que voluntariamente está renunciando a consideraciones egoístas y perdiendo todo el placer que podría obtener de ella.

—No le entiendo —contestó el primero plegando el periódico que sostenía y metiéndolo en el bolsillo—. De todas maneras ustedes, los escritores, son bastante raros. A ver, dígame lo que he hecho o dejado de hacer en este asunto. ¿En qué medida depende de mí el placer que obtengo, o podría obtener, de su obra?

—De muchas maneras. Permítame preguntarle si disfrutaría mucho de su desayuno si lo tomara en este coche público en la calle. Supongamos que el fonógrafo se ha perfeccionado tanto que puede darle una ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le proporcionaría mucho placer si lo pusiera en marcha en el despacho mientras trabaja? ¿Importa realmente una serenata de Schubert cuando la escucha interpretada por un italiano inoportuno en un transbordador matinal? ¿Está siempre preparado y dispuesto para el placer? ¿Mantiene todos los estados de ánimo a su disposición, listos para cualquier demanda? ¡Permítame, señor, que le recuerde que la historia que me ha hecho el honor de empezar, como una manera de olvidarse de la incomodidad de este coche, es una historia de fantasmas!

—¿Y bien?

—¿Cómo que y bien? ¿Es que el lector no tiene deberes que se corresponden con sus privilegios? Usted ha pagado cinco centavos por ese periódico. Es suyo. Tiene el derecho a leerlo donde y cuando quiera. Gran parte de lo que contiene no se ve afectada, ni para bien ni para mal, por el momento, el lugar o el estado de ánimo; una parte exige en realidad que se lea enseguida: mientras se encuentra en efervescencia. Pero mi historia no tiene ese carácter. No es lo último de Fantasmalandia. No se espera de usted que esté au courant de lo que está sucediendo en la esfera de los espectros. La historia se conservará hasta que tenga usted tiempo para introducirse en el marco mental apropiado para el sentimiento de lo escrito; y respetuosamente opino que no podrá conseguirlo en un coche público, aunque sea el único pasajero. Ese tipo de soledad no es la adecuada. Un autor tiene sus derechos, que el lector está obligado a respetar.

—¿Puede darme un ejemplo concreto?

—El derecho a la atención continuada del lector. Negárselo es inmoral.

Compartir su atención con el traqueteo de un coche, con el móvil panorama de las multitudes por las aceras y de los edificios al otro lado —con cualquiera de las miles de distracciones de nuestro entorno habitual— es tratar al autor con grave injusticia. ¡Dios mío, es algo infame!

El que así hablaba se había puesto en pie y se sujetaba gracias a una de las cintas de cuero que colgaban del techo del coche. El otro hombre levantó la mirada y le contempló con repentino asombro, preguntándose si un agravio tan trivial podía justificar un lenguaje tan fuerte. Vio que el rostro de su amigo estaba inhabitualmente pálido y que sus ojos brillaban como carbones encendidos.

—Sabe a qué me refiero —siguió diciendo el autor, amontonando impetuosamente sus palabras—. Sabe perfectamente lo que quiero decir, señor Marsh. Mi historia aparecida en el Messenger de esta mañana está claramente subtitulada como «Una historia de fantasmas»; lo bastante grande como para que todos lo vean. Todo lector honorable entenderá con ello las condiciones en las que ha de leerse la obra.

El hombre al que se habían dirigido con el nombre de Marsh parpadeó un poco antes de preguntar con una sonrisa:

—¿Qué condiciones? Sabe usted que sólo soy un sencillo hombre de negocios y no se supone que deba entender de tales cosas. ¿Cómo, cuándo y dónde debería leer su historia de fantasmas?

—En soledad, por la noche, a la luz de una vela. Hay ciertas emociones que un escritor puede provocar con bastante facilidad: como la compasión o la alegría. Puedo conmoverle hasta las lágrimas o la risa casi bajo cualquier circunstancia. Pero para que mi historia de fantasmas sea efectiva debe disponerse a sentir miedo, por lo menos una poderosa sensación de lo sobrenatural, y eso ya es más difícil. Tengo derecho a esperar de usted que si quiere leerme me dé una posibilidad; que usted mismo se predisponga y se vuelva accesible a la emoción que trato de inspirar.

El coche había llegado ya a su destino y se detuvo. Acababa de completar el primer viaje del día y la conversación de los dos primeros pasajeros no había sido interrumpida. Las calles se encontraban todavía silenciosas y desoladas; las azoteas de las casas empezaban a ser rozadas por el sol naciente. Cuando se bajaron del coche y se marcharon caminando juntos, Marsh contempló atentamente a su compañero, del que se decía que era adicto, como casi todos los hombres de capacidad literaria poco frecuente, a diversos vicios destructivos.

Ésa es la venganza que las mentes oscuras suelen cobrarse contra las más brillantes, por el resentimiento que les causa la superioridad de estas últimas. Se reconocía que el señor Colston era un hombre genial. Hay almas honestas que creen que la genialidad es un tipo de exceso.

Se sabía que Colston no bebía alcohol, pero muchos decían que tomaba opio. Había algo en su aspecto de aquella mañana —un cierto salvajismo en la mirada, una palidez inusual, una manera de hablar rápida e impulsiva— que al señor Marsh le confirmó ese informe. Sin embargo, no era dado a abandonar un tema que le resultaba interesante, por mucho que excitara a su amigo.

—¿Quiere decir entonces que si me tomo la molestia de observar sus directrices —situarme en las condiciones que usted exige: soledad, nocturnidad y una vela de sebo— puede darme con su oro fantasmal un sentimiento incómodo de lo sobrenatural, tal como lo expresó? ¿Puede acelerar mis pulsaciones, que me sobresalte por los ruidos repentinos, transmitir una corriente fría y nerviosa por mi columna y hacer que se me erice el cabello?

Colston se volvió repentinamente hacia él y, sin dejar de caminar, le miró fijamente a los ojos.

—No se atrevería... no tendría usted el valor suficiente —dijo enfatizando las palabras con un gesto de desprecio—. Es lo bastante valiente para leerme en un coche público, pero en una casa desierta... ¡solo... en el bosque... por la noche! ¡Bah! Tengo en mi bolsillo un manuscrito que le mataría.

Marsh se sintió colérico. Se consideraba un valiente y aquellas palabras le molestaron.

—Si conoce usted algún lugar semejante, lléveme allí esta noche y déjeme su historia y una vela. Vuelva a por mí cuando haya tenido tiempo suficiente para leerla, le contaré la trama entera y... le echaré de allí a patadas.

Así es como ocurrió que el hijo del granjero, al mirar por la ventana sin cristales de la casa Breede, vio a un hombre sentado a la luz de una vela.


El día siguiente:

A última hora de la tarde del siguiente día, tres hombres y un muchacho se acercaron a la casa Breede por el mismo lugar por el que el joven había escapado la noche anterior. Los hombres estaban animados, reían y hablaban con voz potente. Hacían sobre la aventura del muchacho irónicos comentarios chistosos y humorísticos, pues era evidente que no le creían. El muchacho aceptaba sus bromas con seriedad y sin responderles. Tenía un sentido de lo apropiado de las cosas y sabía que el que afirma haber visto a un muerto levantarse de su silla y apagar una vela de un soplido no es un testigo creíble.

Como al llegar a la casa encontraron la puerta abierta, el grupo de investigadores entró sin ceremonial. Desde el pasillo principal se abría una puerta a la derecha y otra a la izquierda. Entraron en la habitación de la izquierda: la que tenía la ventana vacía. Había allí el cadáver de un hombre. Yacía sobre un costado, con el brazo debajo y la mejilla sobre el suelo. Sus ojos estaban muy abiertos y su mirada no resultaba agradable. Tenía abiertas las mandíbulas y un charquito de saliva se había formado bajo la boca.

La habitación sólo contenía, aparte del cadáver, una mesa derribada, una vela parcialmente utilizada, una silla y un papel escrito. Todos contemplaron el cadáver y le tocaron el rostro por turnos. El muchacho se quedó en pie, en actitud grave, junto a la cabeza, asumiendo una actitud de propietario. Fue el momento de mayor orgullo de su vida. Uno de los hombres comentó que el chico había tenido razón, observación que fue recibida por los otros dos con asentimientos de aquiescencia. Era el escepticismo excusándose ante la verdad.

Entonces, uno de los hombres tomó del suelo la hoja manuscrita y se dirigió hacia la ventana, pues ya las sombras de la tarde estaban oscureciendo el bosque. Se escuchó en la distancia el canto de un chotacabras, mientras un abejorro monstruoso salió velozmente por la ventana batiendo estruendosamente las alas hasta que se perdió a lo lejos. El hombre que había cogido el papel lo leyó:


El manuscrito:

Antes de cometer el acto que, correcta o equivocadamente, he decidido, y presentándome ante mi Hacedor para ser juzgado, yo, James R. Colston, considero mi deber como periodista hacer una declaración pública. Creo que mi nombre es tolerablemente bien conocido por la gente como escritor de relatos trágicos, pero ni la más sombría imaginación concibió nunca nada tan trágico como mi propia vida e historia. No en los incidentes: mi vida ha estado desprovista de aventura y acción. Pero mi historia mental ha estado repleta de experiencias como el asesinato y la condenación. No las volveré a contar aquí: algunas de ellas están escritas y dispuestas a ser publicadas en diversos lugares.

El objetivo de estas líneas es explicar a quien pueda estar interesado que mi muerte es voluntaria: es un acto que yo mismo he decidido. Moriré a las doce de la noche del quince de julio: un aniversario significativo para mí, pues en ese día y a esa hora mi amigo en el tiempo y la eternidad, Charles Breede, juró ante mí con el mismo acto que por su fidelidad a nuestra promesa ahora me obliga a mí.

Se quitó la vida en su pequeña casa de los bosques de Copeton. Dieron el habitual veredicto de locura temporal. Si hubiera testificado yo en la investigación, y hubiera dicho todo lo que sabía, ¡me habrían considerado loco!»

Me queda todavía una semana de vida para disponer mis asuntos mundanos y prepararme para el gran cambio. Es suficiente, pues mis asuntos son escasos y hace ya cuatro años que la muerte se convirtió para mí en una obligación imperativa. El escrito estará junto a mi cuerpo; ruego el favor, al que lo encuentre, de que lo entregue al juez.

JAMES R. COLSTON


Posdata: Willard Marsh, en este fatal día quince de julio, le he entregado este manuscrito para que sea abierto y leído en las condiciones acordadas y en el lugar que yo designé. Renuncio a mi intención de mantenerlo junto a mi cuerpo para explicar la forma de mi muerte, que no es importante. Servirá para explicar la forma de la suya. Tengo que ir a buscarle durante la noche para asegurarme de que ha leído el manuscrito. Me conoce lo suficiente para saber que acudiré. Pero amigo mío, eso será después de las doce de la noche. ¡Que Dios tenga piedad de nuestras almas!

J. R. C.


Antes de que el hombre que estaba leyendo el manuscrito lo hubiera terminado, habían recogido y encendido la vela. Cuando el lector terminó, acercó tranquilamente el papel a la llama y, a pesar de las protestas de los demás, lo sostuvo allí hasta que se convirtió en cenizas. El hombre que lo hizo, y que después aguantó plácidamente una severa reprimenda del juez, era un yerno del fallecido Charles Breede. En la investigación nadie pudo sacarle un relato inteligente de lo que contenía aquel papel.


De El Times:

Ayer, los comisionados del manicomio enviaron al asilo al señor James R. Colston, autor de cierta fama local relacionado con el Messenger. Se recordará que en la noche del día quince el señor Colston fue puesto bajo custodia por uno de sus compañeros de alojamiento de Baine House, quien había observado que actuaba muy sospechosamente, descubriéndose la garganta y afilando una cuchilla cuyo borde comprobaba de vez en cuando produciéndose cortes en la piel del brazo, etc. Al ser entregado a la policía, el infortunado presentó una desesperada resistencia, y desde entonces se ha mostrado tan violento que ha sido necesario ponerle una camisa de fuerza. Casi todos los demás estimados escritores contemporáneos de nuestro autor siguen en libertad.

Ambrose Bierce (1842-1914)




Relatos góticos. I Relatos de Ambrose Bierce.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Ambrose Bierce: El entorno conveniente (The Suitable Surroundings), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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