«Los retratos proféticos»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
Los retratos proféticos (The Prophetic Pictures) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en The Token durante 1837, y más adelante reeditado en la antología de 1837: Cuentos dos veces contados (Twice-Told Tales).
Los retratos proféticos, sin dudas uno de los grandes cuentos de Nathaniel Hawthorne, narra la historia de un artista que se dispone a pintar el retrato de un joven y feliz novio. La mirada del pintor lo lleva a perforar esa imagen de bondad, y descubre el alma diabólica que habita en él, la cual lentamente se va abriendo paso hacia la superficie del lienzo.
En este sentido, Los retratos proféticos de Nathaniel Hawthorne pone de manifiesto la filosofía del autor en relación al arte y la creación artística. Lejos de asumir el rol de testigo o de cronista de la realidad, aquí el artista es presentado como un intérprete, un profeta, capaz de observar la verdad subyacente de las cosas, sin importar cuán horribles puedan ser.
Los retratos proféticos.
The Prophetic Pictures, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
—¡Vaya con este pintor! –exclamó Walter Ludlow, con animación—. No sólo se estaca en su arte particular, sino que tiene vastos conocimientos sobre todas las otras disciplinas y ciencias. Habla en hebreo con el doctor Mather, y da clases de anatomía al doctor Boylston. En una palabra, es capaz de competir con los más instruidos de nosotros en sus respectivos terrenos. Además, es un caballero refinado, un ciudadano del mundo, sí, un verdadero cosmopolita, porque habla como nativo sobre todos los climas y países del orbe, con excepción de nuestros propios bosques, hacia donde se dirige ahora. Y ni siquiera es todo esto lo que más admiro en él.
—¡Es cierto! —dijo Elinor, que había escuchado la descripción de semejante hombre con interés femenino—. Sin embargo es suficientemente admirable.
—Claro que sí —asintió su enamorado—, pero lo es mucho menos que su virtud natural para adaptarse a todas las gamas de personalidad, hasta tal punto que todos los hombres, y también todas las mujeres, Elinor, encontrarán un espejo de sí mismos en este extraordinario pintor. Pero aún no me he referido a la mayor maravilla.
—Oh, no, si tuviera cualidades más prodigiosas que estas —dijo Elinor, riendo—, Boston sería una morada peligrosa para el pobre caballero. ¿Me hablas de un pintor o de un mago?
—En verdad —respondió él—, esa pregunta se podría enunciar con más seriedad que la que tú supones. Dicen que pinta no solo los rasgos del modelo, sino también su mente y su corazón. Capta las pasiones y los sentimientos secretos y los transporta a la tela, como un rayo de sol o quizás, en los retratos de los hombres de alma tenebrosa, como un destello del fuego infernal. Se trata de un don terrible —agregó Walter, bajando la voz, que hasta ese momento había sido arrebatada por el entusiasmo—. Me inspiraría mucho miedo posar para él.
—¿Walter, hablas en serio? —exclamó Elinor.
—Por amor a Dios, queridísima Elinor, no permitas que pinte la expresión que luces ahora —dijo su enamorado, sonriendo, aunque un poco atónito—. Muy bien, ya se está borrando, pero cuando hablaste me pareció que estabas despavorida, y también un poco triste. ¿En qué pensabas?
—En nada, en nada —contestó Elinor de prisa—. Tú trasladas a mi semblante tus propias fantasías. Bien, ven a buscarme mañana y visitaremos a este portentoso artista.
Pero es imposible negar que cuando el muchacho hubo partido la extraña expresión volvió a aparecer en el rostro terso y juvenil de su amada. Era una expresión triste y angustiada, que no armonizaba con los que deberían haber sido los sentimientos de una doncella en vísperas del himeneo. Sin embargo, Walter Ludlow era el elegido de su corazón.
—¡Mi expresión! —murmuró Elinor para sus adentros—. No es extraño que lo haya sorprendido, si reflejaba lo que a veces siento. Sé, por mi propia experiencia, cuán espantosa puede ser a veces una expresión. Pero todo fue una fantasía. En ese momento no pensé nada, desde entonces no volví a verlo... no fue más que un sueño.
Y dedicó todos sus afanes al bordado de la gorguera con la que se proponía hacerse retratar. El pintor al que se habían referido no era uno de esos artistas nativos que, en un periodo posterior a aquel en el que transcurre la historia, copiaron sus colores de los indios y fabricaron sus pinceles con las pieles de animales salvajes. Quizá, si hubiera podido cancelar su vida y rehacer su destino, habría optado por pertenecer a esa escuela sin maestro, con la esperanza de ser por lo menos original, porque no había obras de arte para imitar ni reglas a las cuales atenerse. Pero había nacido en Europa y allí se había educado. La gente decía que había estudiado la magnificencia o belleza de concepción, y todas las pinceladas de la mano maestra que se exponían en los cuadros más famosos, en los gabinetes y galerías, y sobre los muros de las iglesias, hasta que a su poderosa mente no le quedó nada por asimilar.
El arte no podía agregar otra revelación a sus lecciones, pero la Naturaleza sí. En consecuencia había visitado un mundo por el que no lo había precedido ninguno de sus colegas, para recrear sus ojos sobre imágenes visibles que eran nobles y pintorescas, aunque nunca habían sido transportadas a la tela. América era demasiado pobre para proporcionar otras tentaciones a un pintor descollante, aunque muchos aristócratas coloniales, al tener noticia de la llegada del artista, expresaron el deseo de legar sus rasgos a la posteridad recurriendo a su pericia. Cada vez que le hacían una de estas propuestas, clavaba sus ojos penetrantes en el candidato y parecía atravesarlo con la mirada.
Si sólo descubría un rostro pulido y apacible, aunque estuviera acompañado por una casaca recamada en oro para adornar el cuadro y por una oferta de guineas también de oro para pagarlo, rechazaba cortésmente el encargo y la recompensa. Pero si las facciones reflejaban algo inusitado, ya fuera a nivel de las ideas, los sentimientos o la experiencia; o si encontraba en la calle a un mendigo de barba blanca y frente surcada de arrugas; o si ocasionalmente un niño levantaba la vista y sonreía, agotaba con ellos todo el arte que había negado a los ricos.
Puesto que la destreza pictórica era tan escasa en las colonias, el artista se convirtió en blanco de la curiosidad general. Si bien eran pocos o ninguno quienes podían apreciar el mérito técnico de sus obras, había empero puntos respecto de los cuales la opinión de la multitud valía tanto como el juicio exquisito del aficionado. Observaba el efecto que cada cuadro producía sobre estos espectadores inexpertos y sacaba provecho de sus comentarios, en tanto que ellos se sentían tan poco autorizados a asesorar a la misma Naturaleza como a aquél que parecía rivalizar con ésta. Debemos aclarar que la admiración estaba empañada por los prejuicios de la época y el país.
Algunos pensaban que era una trasgresión a la ley mosaica, e incluso una burla vanidosa al Hacedor, forjar imágenes tan vívidas de sus criaturas. Otros, espantados por un arte que era capaz de conjurar fantasmas a voluntad, y de salvaguardar la figura de los muertos entre los vivos, tendían a catalogar al pintor como un mago, o quizá como el famoso Hombre Negro de los viejos tiempos de la brujería, que planeaba aberraciones con un nuevo disfraz. La chusma creía más que a medias en estas absurdas fantasías. Incluso los círculos superiores rodeaban su carácter con una vaga aureola amenazante, que se desprendía en parte como una voluta de humo de las supersticiones populares, pero que provenía fundamentalmente de los diversos conocimientos y talentos que él ponía al servicio de su profesión.
Puesto que se hallaban en vísperas de su boda Walter Ludlow y Elinor estaban ansiosos por hacerse pintar sus retratos, los cuales serían indudablemente, según esperaban, los primeros de una larga serie de cuadros familiares. Un día después de mantener la conversación arriba registrada visitaron los aposentos del pintor. Un sirviente los hizo entrar en el departamento donde, aunque el artista en persona no estaba visible, se acumulaban próceres que ellos no pudieron dejar de saludar con respeto. Sabían, en verdad, que toda la concurrencia sólo estaba constituida por retratos, y sin embargo les resultó imposible separar de tan asombrosas imágenes la idea de la vida y el intelecto.
Varias de esas caras les resultaban conocidas, ya fuera porque pertenecían a destacados personajes de la época o a amigos particulares de ellos. Allí estaba el gobernador Burnett, que parecía haber recibido un mensaje ofensivo de la Cámara de Representantes, para el que estaba elaborando una violentísima respuesta. El señor Cooke colgaba junto al gobernante al que se oponía, adusto y un poco puritano, como corresponde a un cabecilla popular. La vieja esposa de Sir William Phipps los contemplaba desde la pared, con gorguera y guardainfante, una anciana prepotente que no había sido inmune a las acusaciones de brujería. John Winslow, entonces muy joven, lucía una expresión de exaltación bélica, que más tarde lo convirtió en un distinguido general. Bastaba una ojeada para reconocer a sus amigos personales. En la mayoría de los cuadros el espíritu y el carácter afloraban totalmente en las facciones y se concentraban en una sola mirada, de modo que, para decirlo en términos paradójicos, los originales no se parecían a sí mismos tan notablemente como los retratos.
Entre estos próceres modernos figuraban dos viejos santos barbudos, que casi se habían borrado de las telas oscurecidas. También los acompañaba una Madona pálida, pero nítida, que quizás había sido reverenciada en Roma, y que ahora contemplaba a los enamorados con una expresión tan dulce y santa que ellos también anhelaban venerarla.
—Es increíble —observó Walter Ludlow—, que este bello rostro haya sido bello durante más de doscientos años. ¡Ah, si toda la hermosura pudiera perdurar así! ¿No la envidias, Elinor?
—Si la tierra fuera el cielo, quizá lo haría —respondió ella—. Pero donde todo se desvanece, ¡qué desdicha me causaría ser la única en no marchitarme!
—Este oscuro y viejo San Pedro tiene una expresión feroz y repelente, por muy santo que sea —continuó Walter—. Me fastidia. Pero la Virgen nos mira con ternura.
—Sí, pero me parece que muy tristemente —dijo Elinor.
El caballete se encontraba entre estos tres antiguos cuadros y sostenía otro que recién había sido comenzado. Después de una breve inspección, empezaron a reconocer los rasgos de su propio pastor, el reverendo doctor Colman, que parecía tomar forma y vida, por así decirlo, a partir de una nube.
—¡Qué anciano bondadoso! —exclamó Elinor—. Me mira como si se dispusiera a darme un consejo paternal.
—Y a mí —agregó Walter—, como si estuviera a punto de menear la cabeza y sermonearme por alguna presunta iniquidad. Pero otro tanto hace el original. Nunca me sentiré muy cómodo bajo su mirada hasta que nos presentemos ante él para casarnos.
En ese momento oyeron una pisada junto a la puerta y, al volverse, vieron al pintor, que estaba en el cuarto desde hacía pocos minutos y había escuchado algunos de sus comentarios. Era un hombre de edad intermedia, con un rostro muy digno de su propio pincel. En verdad, dado el pintoresco pero negligente arreglo de sus ricas vestiduras, y quizá porque su alma residía entre las imágenes pintadas, él mismo parecía un retrato. Los visitantes percibían un vínculo de parentesco entre el artista y sus obras y se sintieron como si uno de los modelos hubiera salido de la tela para saludarlos. Walter Ludlow, que tenía alguna amistad con el pintor, explicó el propósito de su visita.
Mientras hablaba, un rayo de sol cayó sobre su figura y la de Elinor, con un efecto tan dichoso que ellos también parecieron las imágenes vivientes de la juventud y la belleza, estimuladas por la radiante fortuna. El artista quedó evidentemente impresionado.
—Mi caballete estará ocupado durante varios de los próximos días, y mi estadía en Boston será necesariamente breve —dijo, con tono pensativo, y luego, después de echar una atenta mirada, agregó—: Pero vuestros deseos serán satisfechos, aunque tenga que desilusionar al presidente del Supremo Tribunal y a Madam Oliver. No debo perder esta oportunidad por el gusto de pintar unos pocos metros de terciopelo y brocado.
El pintor expresó el deseo de incluir sus dos retratos en un solo cuadro, y de representarlos entregados a alguna actividad apropiada. Este plan habría complacido a los novios, pero debieron rechazarlo porque una tela de tan grandes dimensiones habría sido impropia para la habitación que estaba destinada a decorar. Por consiguiente optaron por dos retratos de medio cuerpo. Después de abandonar el estudio, Walter Ludlow le preguntó a Elinor, con una sonrisa, si conocía la influencia que el pintor estaba próximo a adquirir sobre sus destinos.
—Las viejas de Boston afirman —continuó—, que después de haberse apoderado del rostro y la figura de un individuo, puede pintarlos en cualquier otra actitud o situación... y que el retrato tendrá virtudes proféticas. ¿Tú lo crees?
—No totalmente —respondió Elinor, sonriendo—. Sin embargo, si gozara de ese poder mágico, sus modales son tan dulces que estoy segura de que lo utilizaría correctamente.
El pintor decidió pintar los dos retratos simultáneamente, y la razón que dio para ello, en el lenguaje místico que a veces empleaba, consistió en que había un intercambio de luminosidad entre ambos rostros. Por consiguiente le daba a ratos una pincelada a la imagen de Walter, y luego otra a la de Elinor, y los rasgos de los enamorados empezaron a resaltar tan vivazmente que parecía que su arte victorioso terminaría por desencarnarlos de la tela. En medio de la luz radiante y la sombra espesa, veían los fantasmas de ellos mismos. Pero, aunque el parecido prometía ser perfecto, no estaban totalmente satisfechos con la expresión. La encontraban más vaga que en la mayoría de las obras del pintor.
Él, empero, estaba conforme con la perspectiva de éxito, y puesto que sentía mucho interés por los amantes empleaba sus momentos de ocio, sin que ellos lo supieran, en bosquejar sus figuras con lápiz. Durante las sesiones los hacía conversar, e iluminaba sus rostros con rasgos característicos que, aunque variaban constantemente, él tenía la intención de combinar y fijar. Por fin anunció que cuando volvieran a visitarlo encontrarían los dos retratos listos para la entrega.
—Si mi pincel permanece fiel a mi idea, con los últimos toques que tengo meditados —observó el pintor—, estos dos retratos se convertirán en mis mejores obras. En verdad, pocas veces un artista tiene semejantes modelos.
Mientras hablaba, continuó apuntando hacia ellos su ojo penetrante y no dejó de hacerlo hasta que hubieron llegado al pie de la escalera. En todo el inmenso ámbito de las vanidades humanas nada se apodera con más fuerza de la imaginación que el hecho de hacerse pintar un retrato. ¿Por qué ha de ser así? El espejo, los globos pulidos de los morillos, el agua quieta y todas las otras superficies reflectantes nos muestran sin cesar retratos, o más exactamente fantasmas, de nosotros mismos, que miramos y olvidamos inmediatamente. Pero los olvidamos sólo porque se desvanecen. Lo que otorga semejante interés misterioso a nuestros propios retratos es esta idea de perduración... de inmortalidad terrenal.
Walter y Elinor no eran ajenos a este sentimiento y se apresuraron a concurrir puntualmente al estudio del pintor, a la hora señalada, para conocer esas imágenes pintadas que habrían de representarlos ante la posteridad. La luz del sol inundó la habitación cuando ellos entraron, pero la dejó relativamente en penumbras cuando cerraron la puerta. Sus ojos fueron instantáneamente atraídos por los retratos, que descansaban contra la pared opuesta del cuarto. Al echar la primera mirada a través de la luz tenue y la distancia, y al verse precisamente en sus actitudes naturales y con ese talante que ellos reconocían tan bien, lanzaron una exclamación simultánea de júbilo.
—¡Allí estamos —exclamó Walter, con entusiasmo—, perpetrados bajo la luz del sol! ¡Jamás una pasión tenebrosa podrá cernirse sobre nuestros rostros!
—No —respondió Elinor, con tono más sereno—, ningún cambio desventurado podrá apenarnos.
Esto fue lo que dijeron mientras se aproximaban y cuando aún no habían tenido una visión cabal de los retratos. El pintor, después de saludarlos, se inclinó sobre una mesa, esmerándose por completar un dibujo trazado a lápiz, y dejó que los visitantes se formaran su propia opinión acerca del fruto de sus desvelos. A ratos los atisbaba desde abajo de sus espesas cejas, estudiando el perfil de sus facciones, con el lápiz suspendido sobre el bosquejo. Ya hacía algunos minutos que cada uno de ellos estaba frente al retrato del otro, contemplándolo con extasiada atención, pero sin pronunciar una palabra. Al fin, Walter se adelantó, luego retrocedió, estudió el retrato de Elinor desde varios ángulos, y se decidió a hablar.
—¿No hay un cambio? —preguntó, con tono dubitativo y caviloso. —Sí, cuanto más miro con más claridad lo percibo. Es sin duda el mismo retrato que vi ayer. El vestido... los rasgos... todos son los mismos, y sin embargo algo está alterado.
—¿Eso significa que la semejanza entre el retrato y el original es menor que ayer? —inquirió el pintor, acercándose en ese momento con incontrolable interés.
—Las facciones son perfectas, Elinor —respondió Walter—, y a primera vista la expresión también me pareció la suya. Pero me atrevería a imaginar que el retrato ha cambiado de semblante, mientras yo lo observaba. Los ojos están fijos en los míos con una mirada enigmáticamente triste y ansiosa. ¡No, lo que veo es angustia y terror! ¿Elinor es así?
—Compare el rostro pintado con el vivo —dijo el artista.
Walter miró de reojo a su amada y tuvo un sobresalto. El rostro de Elinor, inmóvil y absorto, fascinado, se podría decir, en la contemplación del retrato de Walter, había asumido precisamente la expresión por la que él acababa de quejarse. Si ella hubiera practicado durante horas y horas frente a un espejo, no podría haber captado mejor esa expresión. Si el retrato mismo hubiera sido un espejo, no podía haber reflejado el aspecto que tenía en ese momento con una veracidad más intensa y melancólica. Elinor parecía completamente ajena al diálogo que mantenían el artista y su prometido.
—Elinor —exclamó Walter, azorado—, ¿qué cambio se ha producido en ti?
Ella no lo escuchó, ni perdió la fijeza de su mirada hasta que él le tomó la mano y atrajo así su atención. Entonces, con un estremecimiento súbito Elinor pasó la vista del retrato al rostro del original.
—¿No encuentras ningún cambio en tu retrato? —inquirió ella.
—¿En el mío? ¡Ninguno! —contestó Walter, examinándolo—. Pero déjame ver... Sí, hay un ligero cambio, una mejora, creo, en el retrato, aunque no en el parecido. Tiene una expresión más animada que ayer, como si alguna idea brillante fulgurara en los ojos y estuviera a punto de emanar de los labios. Ahora que he notado la expresión, me parece muy resuelta.
Mientras Walter estaba abstraído en estas observaciones, Elinor se volvió hacia el pintor. Lo miró con pena y temor, y le pareció que él retribuía sus sentimientos con simpatía y conmiseración, aunque sólo pudo adivinar vagamente la razón de ello.
—¡Esa mirada! —susurró Elinor, y se estremeció—. ¿Cómo llegó allí?
—Señora —dijo el pintor, tristemente, tomándole la mano y conduciéndola aparte—, en ambos retratos he representado lo que veía. El artista, el verdadero artista, debe indagar por debajo de la superficie. Su privilegio, el más valioso de todos, pero a menudo el más melancólico, consiste en otear los recovecos del alma y en hacerlos fulgurar o ennegrecer sobre la tela, mediante un poder que ni siquiera él mismo podría definir, con miradas que expresan las ideas y el sentimiento de muchos años. ¡Ojalá pudiera convencerme de que me equivoqué en este caso!
En ese momento se acercaron a la mesa, sobre la cual había cabezas modeladas en yeso, manos casi tan expresivas como rostros comunes, campanarios de iglesia tapizados de hiedra, cabañas con techo de paja, viejos árboles quemados por el rayo, vestimentas orientales y antiguas, y otras pintorescas divagaciones trazadas por la mano del artista en sus ratos de ocio. Al volverlas, con aparente indiferencia, dejó al descubierto un bosquejo en lápiz de dos figuras.
—Si he fracasado —continuó el artista—, si vuestro corazón no se ve reflejado en vuestro propio retrato, si no tenéis motivos secretos para confiar en la delineación del otro, aún no es demasiado tarde para modificarlos. También podría cambiar la actitud de estas figuras. ¿Pero acaso ello influiría sobre los acontecimientos?
Dirigió la atención de Elinor hacia el dibujo. Un escalofrío corrió por el cuerpo de la joven y un alarido subió a sus labios pero ella lo ahogó, con ese dominio de sí que se convierte en la virtud rutinaria de todos aquellos que ocultan dentro de sus pechos sentimientos de temor y angustia. Apartándose de la mesa, observó que Walter se había acercado suficientemente para ver el bosquejo, aunque no pudo determinar si este había atraído su atención.
—No haremos modificar los retratos —dijo Elinor, apresuradamente—. Si el mío es triste, me limitaré a asumir un talante más alegre para marcar el contraste.
—Haced lo que os plazca —respondió el pintor, con una inclinación de cabeza—. ¡Ojalá vuestras tribulaciones sean tan fantasiosas que sólo el retrato deba condolerse por ellas! Y que vuestras alegrías sean auténticas y hondas y se pinten sobre ese bello rostro hasta que desmientan categóricamente mi arte.
Después de la boda de Walter y Elinor, los retratos se convirtieron en los dos ornamentos más espléndidos de su residencia. Colgaban el uno junto al otro, separados por un angosto panel, y parecían contemplarse constantemente aunque siempre devolvían la mirada del espectador. Los viajeros veteranos, que profesaban saber de estas cosas, los catalogaban entre los ejemplares más admirables del arte moderno del retrato; en tanto que los observadores comunes los comparaban con los originales, rasgo por rasgo, y se extasiaban elogiando el parecido. Pero los retratos causaban la mayor impresión en una tercera categoría, que no era ni la de los conocedores mundanos ni la de los observadores comunes, sino la de los individuos dotados de sensibilidad natural.
Era posible que estas personas empezaran por echar una mirada indiferente, pero luego, cada vez más interesadas, regresaban día tras día y estudiaban los rostros pintados como si fueran las páginas de un volumen místico. El retrato de Walter Ludlow era el primero que cautivaba la atención. En ausencia del modelo y de su esposa, los visitantes discutían a veces la expresión que el artista había querido proyectar sobre las facciones, y todos concordaban en que su apariencia revestía verdadera trascendencia, aunque no había dos que lo explicaran de igual modo. Existían menos discrepancias respecto del retrato de Elinor. Los críticos diferían, en verdad, cuando se trataba de evaluar la naturaleza y la profundidad de la congoja que velaba su rostro, pero coincidían en que de congoja se trataba y en que esta era ajena al temperamento natural de su jovial amiga.
Luego de un detenido estudio, cierta persona imaginativa anunció que ambos retratos formaban parte de una misma escena y que el melancólico vigor de sentimientos que se percibía en el semblante de Elinor guardaba relación con la emoción más intensa o, como la definió él, con la intensa pasión que se reflejaba en el de Walter. Aunque inexperto en el arte, incluso inició un bosquejo en el que la actitud de las dos figuras debía armonizar con sus respectivas expresiones.
Los amigos empezaron a susurrar que, a medida que trascurría el tiempo, el rostro de Elinor asumía una expresión más marcada de pesadumbre, que amenazaba convertirla muy pronto en la auténtica contraparte de su melancólico retrato. En cambio, Walter no adquirió el gesto vivo que el pintor le había atribuido en la tela, sino que tomó un aire reservado y abatido, de modo tal que aunque la emoción lo estuviera quemando por dentro él no dejaba que se manifestara visiblemente. Más tarde, Elinor colgó frente a los retratos una hermosa cortina de seda púrpura, bordada con flores y festoneada con gruesos cordones dorados, con el pretexto de que el polvo estropearía los colores o la luz los borraría.
Eso bastó. Sus visitantes comprendieron que nunca deberían descorrer los pesados pliegues de seda ni mencionar los retratos en su presencia. Pasó el tiempo y el pintor regresó. Había llegado suficientemente al norte para contemplar la cascada de plata de las Crystal Hills, y para admirar la vasta perspectiva de nubes y bosques que se divisaba desde la cumbre de la montaña más alta de Nueva Inglaterra. Pero no profanó ese escenario imitándolo con su arte.
También recorrió en una canoa el seno del Lake George, y convirtió su alma en el espejo de su belleza y majestuosidad hasta que ningún cuadro del Museo Vaticano fue más vívido que su recuerdo. Se trasladó al Niágara con los cazadores indígenas, y allí, una vez más, arrojó su impotente pincel al abismo, con la sensación de que le resultaría más fácil pintar el rugido que cualquiera de los otros detalles que se conjugaban para formar la colosal catarata. En realidad, pocas veces sentía el impulso de copiar el paisaje natural, como no fuera como marco para sus reproducciones de la forma y el rostro humanos, del instinto y la razón, la pasión o el sufrimiento. Sus aventurados peregrinajes lo habían enriquecido con un valioso acervo de estas imágenes: la adusta dignidad de los jefes indios; la oscura belleza de las muchachas aborígenes; la vida doméstica de las tolderías; la marcha sigilosa; la batalla al pie de los pinos tenebrosos; el fuerte de frontera con su guarnición; la anomalía del viejo guerrillero francés, nacido en las cortes, pero encanecido en los desiertos escabrosos... he aquí las escenas y retratos que había bosquejado.
El resplandor de los momentos de peligro; los fogonazos de espíritu salvaje; las contiendas de las fuerzas feroces... el amor, el odio, el dolor, el delirio, en una palabra, el gastado corazón de la vieja tierra se le había revelado totalmente bajo una nueva forma. Su cartapacio estaba lleno de ilustraciones extraídas del volumen de su memoria, que el genio transmutaría en su propia sustancia y dotaría de inmortalidad. Sentía que había descubierto la honda sabiduría de su arte, que él siempre había buscado.
Pero en medio de la naturaleza agreste o seductora, de los peligros del bosque o de su abrumadora placidez, habían persistido dos fantasmas, los compañeros de su ruta. Al igual que todos los otros hombres en torno de los cuales se teje una idea absorbente, él estaba aislado de la masa del género humano. No tenía propósitos, ni goces, ni simpatías que no estuvieran finalmente ligados con su arte. Aunque dulce en sus modales y probo en sus intenciones y sus actos, no albergaba sentimientos generosos. Su corazón era frío, y ninguna criatura humana podía acercarse a él en la medida suficiente para entibiarlo. Sin embargo, había experimentado por esos dos seres, con la mayor vehemencia, ese interés peculiar que siempre lo ataba a los modelos de su pincel. Había escudriñado sus almas con su sensibilidad más aguda y había reproducido el resultado sobre sus rasgos con la mayor pericia, hasta colocarse muy cerca de esa pauta que ningún genio ha alcanzado jamás, la de su propia concepción severa.
Había rescatado de las penumbras del futuro, o por lo menos esto imaginaba, un secreto aterrador, y lo había revelado vagamente en los retratos. Había prodigado tanto de sí, de su estro y de todas sus otras facultades, en el estudio de Walter y Elinor, que casi los consideraba sus propias criaturas, como a los otros miles con los que había poblado los mundos del Retrato. Por consiguiente revoloteaban a través del crepúsculo de los bosques, flotaban en la neblina de las cascadas, miraban desde el espejo del lago, y no se esfumaban con el sol del mediodía. Invadían su fantasía pictórica, no como remedos de vida, no como pálidos fantasmas de los muertos, sino con la apariencia de retratos, cada uno de los cuales lucía la expresión inmutable que su magia había evocado de las cavernas del alma. No podría volver a atravesar el Atlántico sin haber visto nuevamente los originales de esas figuras etéreas.
—¡Oh, Arte glorioso! —musitaba el entusiasta pintor mientras marchaba por la calle—. Tú eres la imagen de la propia obra del creador. Las innúmeras formas que vagan por la nada nacen cuando tú las convocas. Los muertos resucitan. Tu los retrotraes a sus antiguos escenarios y otorgas a sus grises sombras el lustre de una vida mejor, simultáneamente terrenal y eterna. Tú recobras los momentos fugaces de la Historia. Contigo no hay Pasado, porque, en virtud de tu toque, todo lo excelso se convierte en un presente perpetuo, y los hombres ilustres viven siglos consagrados a la ejecución visible de aquellos mismos actos que los convirtieron en lo que son. ¡Oh, Arte poderoso! Cuando tú implantas, en esa estrecha franja de luz que llamamos Ahora, el Ayer tenuemente bosquejado, ¿puedes atrapar el velado Futuro para que ambos se encuentren allí? ¿Acaso yo no lo he logrado? ¿Acaso no soy tu Profeta?
Así, con un fervor orgulloso, pero melancólico, poco le faltó para expresarse a gritos, mientras transitaba por la calle bulliciosa, entre gentes que no conocían sus ensueños ni podían entenderlos ni preocuparse por ellos. No es bueno que un hombre cultive una ambición solitaria. A menos que lo rodeen aquellos por cuyo ejemplo él pueda regirse, sus pensamientos, deseos y esperanzas se tornarán extravagantes, y él se convertirá en la imagen, y quizás en la materialización, de un demente. El pintor, si bien leía en los pechos ajenos con una perspicacia casi sobrenatural, era insensible al desorden que reinaba en el suyo propio.
—Y ésta debe ser la casa —dijo, mirando la fachada de arriba a abajo, antes de golpear—. ¡Qué el cielo salve mi mente! ¡Esa imagen! Pienso que nunca desaparecerá. Ya sea que mire las ventanas o la puerta, allí me parece verla en un marco, vigorosamente pintada y fulgurando con los colores más intensos... los rostros de los retratos... ¡las figuras y la acción del bosquejo!
Golpeó.
—¡Los Retratos! ¿Están adentro? —le preguntó al sirviente, y recuperando luego la noción de la realidad agregó—: ¡Vuestro amo y vuestra ama! ¿Están en casa?
—Están, señor —respondió el sirviente, quien al observar el raro aspecto del que el pintor no podía despojarse dijo—: ¡Y los Retratos también!
El huésped ingresó en la sala, que se comunicaba mediante una puerta central con una habitación interior de las mismas dimensiones. Puesto que el primer cuarto estaba vacío, se encaminó hacia el segundo, en cuyo interior encontró a los personajes de carne y hueso, así como las imágenes pintadas, que habían sido durante mucho tiempo los objetos de su interés tan singular. Se detuvo involuntariamente sobre el umbral. Ellos no habían notado su presencia. Walter y Elinor se encontraban de pie frente a los retratos. El primero acababa de descorrer los ricos y voluminosos pliegues de la cortina de seda y sostenía la borla dorada con una mano, mientras que con la otra apretaba la de su esposa.
Los cuadros, ocultos durante meses, irradiaban nuevamente su primitivo esplendor, y parecían proyectar a través del aposento una luminosidad sombría en lugar de exhibirse con un fulgor prestado. El de Elinor había sido casi profético. En primer término la melancolía y luego una apacible tristeza habían transitado sucesivamente por su semblante, profundizándose, con el transcurso del tiempo, en una callada angustia. Una combinación de temor lo habría convertido en ese momento en el fiel reflejo del retrato. La fisonomía de Walter ostentaba una expresión cavilosa y opaca, o animada sólo por accesos espasmódicos cuya fugaz luminosidad dejaba en pos de sí, por contraste, tinieblas más espesas. Miraba alternadamente a Elinor y su retrato, y luego el suyo propio, en cuya contemplación quedó por fin absorto.
El pintor pareció oír los pasos del Destino que se aproximaba por detrás de él, encaminándose hacia sus víctimas. Un extraño pensamiento atravesó su mente. ¿La forma con la que se había corporizado ese destino no era la suya, y no era él uno de los protagonistas del infortunio inmediato que había presagiado? Walter continuó mudo frente al retrato, comunicándose con él como si se tratara de su propio corazón y abandonándose al hechizo de la influencia maligna que el pintor había estampado sobre sus rasgos. Sus ojos se encendieron progresivamente, y mientras Elinor observaba el creciente delirio de sus facciones las de ella se cubrieron con un velo de terror, de modo que cuando por fin Walter se volvió hacia su esposa la semejanza de ambos con sus retratos fue total.
—¡Somos prisioneros de nuestro destino! —aulló Walter—. ¡Muere!
Desenvainó un puñal, sostuvo a Elinor cuando esta empezó a desplomarse desvanecida, y lo enfiló contra el pecho de ella. En la escena, y en la expresión y la actitud de ambos, el pintor vio reproducidas las figuras de su bosquejo. El cuadro, con la totalidad de su tremendo colorido, estaba completo.
—¡Detente, loco! —gritó, severamente.
Avanzó desde la puerta y se interpuso entre esos dos seres desgraciados, sintiéndose con tantas facultades para gobernar su destino como para alterar una escena pintada sobre la tela. Se erguía como un mago, controlando los fantasmas que había evocado.
—¡Cómo! —masculló Walter Ludlow, mientras pasaba de la feroz vehemencia a una silenciosa pesadumbre—. ¿El Destino frustra su propia orden?
—¡Infeliz mujer! —dijo el pintor—. ¿Acaso no os previne?
—Lo hicisteis —asintió Elinor, serenamente, en tanto que su pánico dejaba paso de nuevo a la callada pena que había perturbado. ¡Pero... lo amaba!
¿No creéis que esta historia tiene una profunda moraleja? Si fuera posible proyectar y fijar delante de nosotros el resultado de uno de nuestros actos, o de todos, algunos dirían que se trata del Destino y se abalanzarían a su encuentro, en tanto que otros se dejarían arrastrar por sus apasionados deseos, pero los retratos proféticos no detendrían a nadie.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: Los retratos proféticos (The Prophetic Pictures), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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