«La casa entre los laureles»: W.H. Hodgson; relato y análisis.
La casa entre los laureles (The House Among the Laurels) es un relato de fantasmas del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado originalmente en la edición de febrero de 1910 de la revista The Idler, y luego reeditado ese mismo año en la antología: Carnacki: el cazafantasmas (Carnacki, the Ghost Finder).
La casa entre los laureles, probablemente entre los cuentos de W.H. Hodgson más deslucidos, pertenece al ciclo de relatos de Carnacki, el gran detective paranormal de la literatura de aquellos años, y presenta una inquietante casa embrujada cuyos misterios el protagonista debe descifrar.
Aquella vieja casa evidencia todos los síntomas de ser un lugar embrujado, sin embargo, Carnacki también encuentra motivos para dudar de la veracidad de los sucesos paranormales que allí se presentan. Es así que el detective desafía las estremecedoras tradiciones que giran sobre el lugar y decide pasar una noche en la casa.
La casa entre los laureles.
The House Among the Laurels, William Hope Hodgson (1877-1918)
(Thomas Carnacki, el famoso investigador de historias de fantasmas reales, cuenta quí sus increíbles y extrañas experiencias en la Casa Entre los Laureles)
—Es un curioso asunto el que estoy por relatarles —dijo Carnacki, luego de una tranquila y breve cena y que nos acomodamos en su acogedor comedor.
Acabo de regresar del Oeste de Irlanda. Wentworth, un amigo mío, tuvo hace poco una inesperada herencia, con una enorme finca y una casona, a milla y media fuera del pueblo de Korunton. El lugar se llama Gannington Manor, y ha estado vacío durante gran cantidad de años; esto, como ustedes se han dado cuenta, es una constante en los casos de casas supuestamente encantadas, y reputación de tal tenía esta. Parecía que cuando Wentworth fue a tomar posesión, se encontró con que el lugar estaba necesitando arreglos y una restauración, y, según yo mismo supe, se veía muy desolado y solitario.
Entró en la casa y admitió luego haberse sentido muy incómodo; pero, por supuesto, esto no puede ser atribuído a otras cosa que a la natural tristeza que provoca una enorme casa vacía, que ha estado mucho tiempo inhabitada, y a través de la cual una persona se pone a deambular sola.
Una vez que hubo terminado su recorrida, volvió a la villa, con la intención ver al albacea, y para contratar a alguien que fuera a cuidar el lugar. El albacea, un escocés, estaba muy deseoso de tomar la administración de la finca; pero le aseguró a Wentworth que no podrían conseguir a nadie que fuera a vigilar la zona, y le recomendó que demoliera la construcción y edificará una nueva. Esto, naturalmente, sorprendió a mi amigo, y, por supuesto, intentó que el hombre le aclarase el motivo de su consejo. Surgieron entonces una serie de historias curiosas acerca del lugar, que tiempo atrás se llamó el Castillo Landru, y que en el lapso de los últimos siete años habían muerto dos personas ahí.
Fueron dos vagabundos, quienes ignorantes de la reputación de la casa, pensaron probablemente que el lugar les serviría para pernoctar. No había habido ningún signo de violencia que indicara causa alguna de muerte, y en ambos casos los cuerpos fueron hallados en el gran vestíbulo de la casa.
Entonces Wentworth, que se había alojado en una posada, le dijo al albacea que probaría que todas esas historias de encantamientos eran pamplinas y que se quedaría una o dos noches en el caserón para probarlo. Las muertes de los vagabundos fueron ciertamente curiosas; pero esto no probaba que ocurrieran allí hecho sobrenatural alguno. Habían sido accidentes aislados, que la memoria colectiva de los habitantes de la villa, a lo largo de los años, tendió a atribuirle causas siniestras.
Los vagabundos tienen que morir en algún momento, y en algún lugar, y solo han muerto dos, sobre un número posiblemente elevado de los que han dormido en la casa vacía. Pero el albacea tomó un tono muy serio al realizar su advertencia, y ambos, él y Dennis, el posadero, hicieron el mejor intento que pudieron para disuadir a Wentworth de no ir a la casa. El irlandés Dennis le suplicó que no hiciera tal cosa, y el escocés fue igualmente serio en su ruego.
Era ya tarde, y, según Wentworth me contó luego, hacía calor y ya estaba harto de escuchar los ruegos de aquellas dos personas, hablando tan seriamente sobre algo imposible. Se sintió con valor, y creyó que podría dar por tierra todas esas habladurías pasando esa misma noche en la casa. Les ratificó su decisión e incluso intentó que ellos se ofrecieran para acompañarles en su intento. Pero el viejo Dennis estaba bastante asustado, según creo, sugestionado; y aunque Tabbit, el albacea, lo tomó más tranquilamente, seguía muy serio en torno a sus palabras. Parece que Wentworth fue; a pesar, según me dijo, que cuando cayó la noche, le pareció una tarea muy distinta para afrontar. Una multitud de habitantes de la villa se congregó a su partida; para ese momento ya todos sabían de su intención. Wentworth llevaba consigo su pistola, y un paquete de velas; y dejó en claro que no toleraría que nadie le hiciera ningún truco, ya que tenía la intención de disparar enseguida.
En ese momento tuvo el primer indicio de la seriedad de la misión que había acometido; uno del grupo se le acercó, ofreciéndole como compañía a un gran mastín, al que lo tenía con una correa. Wentworth le dio un golpecito a su arma; pero el viejo que era dueño del perro, sacudió su cabeza y le explicó que la bestia podía advertirle el peligro con el suficiente tiempo como para alejarse del castillo. Por esto fue que era obvio que él no consideraba que el arma fuera de algún provecho.
Wentworth tomó el perro, y le agradeció al hombre. Él me contó que ya estaba empezando a arrepentirse de su intención; pero, dada las circunstancias, ya no podía volverse atrás. Cuando comenzó a dirigirse hacia el castillo, se dio cuenta que todo aquel grupo lo estaba acompañando, y al llegar frente a la finca, todos estaban detrás suyo. Ya había caído la noche oscura, y por un rato más, todos los hombres siguieron allí, vacilantes, como si se sintieran avergonzados que irse y dejar a Wentworth solo. Él me contó que, en ese momento, hubiera dado felizmente cincuenta libras a quien se atreviera a acompañarlo. Pero entonces, tuvo una idea. Sugirió que todos se quedaran con él durante toda la noche.
Al principio todos se negaron, y trataron de persuadirlo de regresar con ellos; pero finalmente él hizo una proposición: sugirió que todos volvieran a la posada, que agarraran un par de docenas de botellas de whisky y cargaran un burro con una cantidad de leña y más velas. Entonces que volvieran, y que hicieran un gran fuego en la chimenea, encendieran todas las velas y las pusieran en torno al lugar, abrieran las botellas y estuvieran toda la noche allí. Y, ¡por Júpiter! ellos se pusieron de acuerdo en ello.
Ellos regresaron a la posada, y allí, mientras el burro era pertrechado, y las candelas y botellas distribuídas, Dennis intentó nuevamente convencer a Wentworth de regresar; pero cuando vio que era inútil, dejó de hacerlo, ya que no quería asustar a los demás de acompañar a Wentworth. -Le digo, esto no es bueno, hubo sangre inocente en esta maldición, sería mejor que tirara todo abajo, y construyera una nueva casa. Pero si usted quiere pasar toda la noche allí, entonces deje la puerta principal bien abierta, y mire por el goteadero de sangre. Si cae una gota tan solo, no se quede allí ni por todo el oro del mundo. Wentworth le preguntó a que se refería con el goteadero de sangre.
—Seguro —dijo— es de la sangre vertida por Black Mick; antiguamente, había una pelea con una familia escocesa, y él y su familia, pretendían arreglar este conflicto. Así que invitó a los O'Hara, les dieron una cena, les hablaron con flexibilidad, y con confianza. Pero cuando dormían, los asesinaron. Esta historia viene del abuelo de mi padre. Y desde que hubo estas muertes en la casa, según dicen, viene la noche y en el castillo comienza el goteadero de sangre. Estas gotas, apagan todas las luces de la casa, hasta el fuego de la chimenea, y en la consecuente oscuridad, hasta la mismísima Vírgen no puede proteger a quien siga en la casa.
Wentworth me contó que se rió ante esta historia; uno siempre tiende a reirse ante este tipo de historias, a pesar que haga sentir inferior al otro. Le preguntó al viejo Dennis si esperaba que él creyera eso.
—Si, señor —dijo Dennis—, se lo dije para que lo crea; y, por el amor de Dios, si usted lo cree, mañana por la mañana estará sano y salvo.
La seriedad y simplicidad del hombre cautivaron a Wentworth, y él le estrechó la mano. Pero, después de todo, él regresó; y debo admirar su valor. Había unos cuarenta hombres, y cuando regresaron de nuevo a la casa - o castillo, como los lugareños lo solían denominar - no tardaron mucho tiempo en encender las velas y en hacer un gran fuego. Todos estaban munidos de palos; así que constituían un grupo lo bastante fuerte como para ser acometidos por nadie o nada simplemente físico; y, por supuesto, Wentworth tenía su arma. Guardó el whisky ya que deseaba mantener a los hombres sobrios; pero primero permitió que todos se tomaran una fuerte copita, para hacer que la cosa fuese un poco más agradable; y por supuesto quiso que todos se pusieran a hablar y a contar cosas. Si uno deja a una multitud así en silencio, tarde o temprano comenzarán a pensar, y luego a imaginar cosas.
La gran puerta de entrada había sido dejada abierta, según la recomendación de Dennis; era una noche de gran quietud, lo que permitió que las luces se mantuvieran prendidas y que todo el grupo se mantuviera de buen humor por cerca de tres horas. Luego, Wentworth abrió una segunda vuelta de botellas, y para ese momento ya todos estaban de buen templante; alguno, incluso, se puso a vociferar y a llamar a los fantasmas, que vinieran y se mostraran de una vez. Entonces, una cosa muy extraordinaria sucedió; la pesada puerta principal comenzó a mecerse silenciosamente, como si fuera empujada por una invisible mano, y se cerró con un agudo chasquido.
Wentworth se quedó helado, mirando la puerta y estremeciéndose. Entonces recordó a los hombres, y se volvió para mirarlos a todos. Varios se callaron la boca, y se quedaron mirando de la misma manera; sin embargo la gran mayoría seguía parloteando, sin haberse dado cuenta. Él asió su arma, y al siguiente momento el gigantesco mastín comenzó a ladrar fuertemente, lo que terminó por acaparar la atención del grupo. El vestíbulo en cuestión era oblongo. La pared que daba al sur estaba compuesta por ventanas, pero la opuesta y la que daba al este, tenían varias puertas, que comunicaban a las distintas partes de la casa, mientras que la pared del oeste estaba ocupada por la gran entrada.
Todas las puertas en cuestión estaban cerradas, y fue en dirección a una de estas puertas, en la pared norte, que el enorme perro corrió, sin acercarse demasiado; súbitamente la puerta comenzó a moverse, muy lentamente, hasta que la negrura del pasillo que guardaba quedó a la vista. El perro retrocedió, y se quedó con los hombres, gimiendo, y por el lapso de alrededor de un minuto, hubo un sepulcral silencio. Entonces Wentworth se adelantó del grupo y sacó su arma, apuntando hacia la puerta.
—Quienquiera que esté ahí, salga o abriré fuego —gritó, pero nadie salió, y él descargó el barril en la oscuridad.
Como si esto hubiera sido una señal, todas las puertas norte y este comenzaron lentamente a abrirse, y Wentworth y sus hombres se quedaron mudos y asustados, mirando fijo aquellos pasillos oscuros.
Wentworth recargó rápidamente su arma, y llamó al perro; pero la bestia intentaba cubrirse detrás de los hombres; y este pánico en el animal, asustó aún más a Wentworth, según me dijo. Entonces algo más pasó. Tres de las velas que estaban puestas en una esquina del vestíbulo, se apagaron; lo mismo pasó con aproximadamente una docena de ellas, en distintos lugares. Más velas se apagaron, y las esquinas comenzaron a quedarse poco a poco en la penumbra. Los hombres estaban todos parados, asiendo sus palos, y agolpados unos a otros. Nadie decía una palabra. Wentworth me dijo que se sintió enfermo de tanto miedo. Conozco el sentimiento. En ese momento algo le salpicó la palma de su mano izquierda. Cuando se miró, se dio cuenta que tenía la mano cubierta por un líquido rojo que goteba de su dedo. Un viejo irlandés, cerca de él, lo vio también, y crascitó, con voz temblorosa:
—¡El goteadero de sangre!
Todos los demás miraron, y al mismo instante, otros sintieron lo mismo. Entonces comenzaron a gritar asustados:
—¡El goteadero de sangre! ¡El goteadero de sangre!
Una docena de velas más se apagaron al instante, y el vestíbulo quedó casi a oscuras. El perro pegó una lastimoso aullido, y luego siguió un horrible silencio, ante el cuál todos se quedaron rígidos en sus posiciones. Cuando la tensión estalló, hubo una precipitación demente del grupo hacia la puerta principal. La abrieron y todos corrieron hacia el exterior. Pero algo volvió a cerrar la puerta, esta vez con un gran estrépito, quedando el perro dentro. Wentworth lo escuchó aullar, pero nadie tuvo el valor como para regresar y dejarlo salir, lo que no me sorprende. Wentworth envió por mí al otro día. Él había escuchado acerca de mi investigación en el caso del Monstruo del Capitel.
Llegué por la noche, y me encontré con Wentworth en la posada. Al siguiente día fuimos a la vieja casona, que ciertamente se levantaba en medio de una selva; lo que más me llamó la atención fue el elevado número de árboles de laurel alrededor de la casa. Parecía sofocada con estas plantas; era como si la casa se hubiera levantado sobre un mar de laureles verdes. Estos, y el aspecto descuidado y antiguo de la construcción, me dieron la impresión de un lugar malsano y fantasmal, incluso a la luz del día. El vestíbulo era un lugar muy grande, y bien iluminado de día, por lo que no me apesadumbró. Hallamos al pobre mastín, tieso y con el cuello roto. Esto me hizo perder el humor, ya que demostraba a las claras que, si tanto la causa del fenómeno fuese sobrenatural o no, lo que había en esa casa era una fuerza cuyo peligro era en extremo mortal.
Luego, mientras Wentworth hacía guardia con su arma, examiné el lugar. Las botellas y copitas de las que los hombres habían bebido whisky estaban esparcidas por todo el lugar; y también estaba lleno de velas, que permanecían erectas en su propio sebo. En este breve vistazo, no encontré nada; y decidí comenzar un examen más riguroso, tenía que mirar cada palmo del lugar, no solamente en el vestíbulo, en este caso, sino también en el resto del castillo. Pasé tres incómodas semanas, buscando, pero sin resultados de ningún tipo. Y, ustedes lo sabrán, lo hice con los mayores recaudos; había resuelto cientos de casos de supuestos encantamientos, simplemente mediante la más minuciosa investigación, y a través de una perfecta apertura mental. Pero, como he dicho, en este caso nada había encontrado. Durante mi búsqueda Wentworth siempre estuve en guardia, con su arma cargada; y concretamente jamás nos pilló el anochecer en esa finca.
Decidí finalmente realizar el experimento de pasar la noche en el gran vestíbulo, por supuesto protegido. Se lo comuniqué a Wentworth; pero, como su propio intento de hacer tal cosa lo había dejado tan nervioso, me suplicó que no hiciera tal cosa. Sin embargo, pensé que bien valía la pena correr el riesgo y supe al fin persuadirlo para que él mismo esté presente. Con este plan en vista, fui al pueblo vecino de Gaunt, y obtuve, con arreglo del Jefe de Policía, el servicio de seis policías con sus rifles. El arreglo fue, por supuesto, extraoficial, y los hombres acudieron como voluntarios, con la promesa de una paga. Cuando los vigilantes arribaron, antes de caer la noche, a la posada, les dí una buena cena; y luego de eso, partimos todos para la casa.
Llevábamos cuatro mulas con nosotros, pertrechadas con combustible y otros materiales; también dos grandes sabuesos de caza. Cuando llegamos a la casa, dispuse que los hombres descargasen las mulas; en mientras, Wentworth y yo nos dispusimos a sellar con cintas y cera todas las puertas, excepto la entrada principal, ya que si las puertas realmente se abrían, yo quería estar seguro del hecho. No quería correr el riesgo de verme engañado por alucinaciones de fantasmas, o influencias mesméricas.
Una vez que terminamos tal tarea, los policías esperaban afuera, habiendo descargado las mulas, y mirando con curiosidad los alrededores. Dispuse que dos hombres prepararan una hoguera en la verja. Luego tomé uno de los sabuesos y lo puse en el lugar más remoto de la entrada, donde clavé una grampa en el piso, atando al animal con una correa corta ahí mismo. Luego, a su alrededor, dibujé en el piso la figura de un pentáculo, con una tiza. Fue de la figura, dispuse un círculo con ajos. Hice exactamente lo mismo con el otro animal, pero lo puse en la esquina opuesta del gran vestíbulo, donde terminaban en el mismo ángulo las dos hileras de puertas. Una vez que esto fue hecho, puse a uno de los policías en el centro de la estancia para que rápidamente barriera el área; luego habiendo despejado ese lugar, puse todos mis aparatos allí.
Más tarde fui a la puerta principal y la abrí de par en par, enganchándola de manera que para ser cerrada hubiera que quebrar el gancho que le puse al pestillo. También puse bujías frente a cada una de las puertas selladas, y una en cada esquina de la gran habitación; luego las encendí todas. Cuando vi que estaba iluminado correctamente, junté a todos los hombres, con la montón de cosas en el centro de la habitación, y tomé sus pipas, ya que me quería asegurar que no hubiera fuego desde dentro de la barrera.
Tenía mi cinta métrica, y medí un círculo de treinta y tres pies de diámetro, e inmediatamente lo marqué con la tiza. Los policías y Wentworth me miraban con gran interés. Les advertí que aquello no era ninguna tontería, sino que tenía la intención de levantar una barrera entre nosotros y aquella cosa no humana que esa misma noche probablemente se nos aparecería. Les advertí también que si apreciaban sus vidas, y más que sus vidas, no se atreverían a salirse fuera de los límites de la barrera que estaba haciendo. Luego de dibujar el círculo, tomé un trozo de ajo, y lo esparcí en torno a la figura, a corta distancia de su perímetro. Cuando completé esta tarea, pedí más velas y encargué a algunos policías que las prendieran y adhirieran al suelo, dentro del círculo, a cinco pulgadas del límite. Como cada vela medía una pulgada de diámetro, fueron necesarias sesenta y seis velas para completar el círculo; no necesito decirles que cada número y medida tenía su especial significancia.
Entonces tomé unas bolsas de cabello humano, y lo entrelacé entre vela y vela, alternadamente de izquierda a derecha, hasta que el círculo fue completado. Ya estaba bastante oscuro afuera, y me apresuré en terminar nuestra defensa. Para tal fin, junté a todos los hombres, y comencé a acomodar el Pentáculo Eléctrico alrededor nuestro, de manera que las cinco puntas de la Estrella Defensiva encuadraran justo dentro del Círculo de Pelo. Luego de un minuto, conecté las baterías, y una débil luminiscencia azulada proveniente del tubo catódico entrelazado comenzó a brillar sobre nosotros. Me sentí más tranquilo entonces, ya que este pentáculo funcionaba, como ustedes saben, como maravillosa defensa.
Ya les había contado como me vino la idea, luego de leer el libro del Prof. Garder, Experimentos con un Médium. Él descubrió que una corriente, un cierto número de vibraciones, en el vacío, aislaban al médium. Es difícil sugerir una explicación no técnica, y si ustedes están realmente interesados deberían darle una leída a otro libro de Garder, titulado Vibraciones Astrales Comparadas con Vibraciones Matero Bajo el Límite de los Seis Mil Millones.
A medida que terminaba mi trabajo, podía escuchar fuera un constante goteo desde los laureles, que como antes les dije, se levantaban alrededor de toda la casa, en gran abundancia. Por el sonido, me di cuenta que había una suave lluvia; y no había viento en lo absoluto, dado que las llamas de las bujías permanecían rectas. Me quedé quieto un momento, escuchando y en eso, uno de los hombres me tocó el brazo, preguntándome en tono bajo, qué debían hacer. Por su tono, podría decirles que el hombre estaba un poco inquieto y alterado, por la extrañeza del lugar; y los otros hombres, incluyendo a Wentworth, estaban tan quietos, que temía que comenzaran a temblar. Comencé, entonces, a distribuirlos de manera que sus espaldas quedaran apuntando a un centro en común, sentados en el piso, con sus pies extendidos hacia afuera del círculo.
Luego hice que sus piernas quedaran apuntando hacia los ocho puntos principales, y después tracé un círculo con tiza a su alrededor; opuesto a sus pies, dibujé, entonces, los Ocho Signos del Ritual Saaamaaa. Los ocho lugares estaban, por supuesto, vacíos; pero listos para ser ocupados en cualquier momento, dado que omití trazar el Signo Sellador en aquellos puntos, hasta que hubiera terminado todos mis preparativos, y pudiera ingresar en la Estrella Interior.
Di un último vistazo al gran vestíbulo, y vi que los dos grandes sabuesos estaban echados, tranquilos, con sus hocicos entre sus patas. El fuego estaba alto y las velas frente a las hileras de puertas seguían ardiendo firmes, lo mismo que aquellas solitarias en cada una de las cuatro esquinas. Di una vuelta alrededor de la pequeña estrella de hombres, y les advertí que no importa que ocurriera fuera, no tenían que asustarse; y que confiaran en la Defensa; y que no dejaran que nada les tentara a salir fuera de la Barrera. También, les dije que vigilaría sus movimientos, y que cuidaran estríctamente que sus pies permanecieran en sus lugares. Por el resto, no era necesario ningún disparo, y les di mi palabra. Al final, me acomodé en mi lugar, y me senté, haciendo el Octavo Signo justo frente a mis pies. Luego arreglé mi cámara y el dispositivo del flash, examinando también mi revólver.
Wentworth se sentó tras el Primer Signo, y esto era justo a mi izquierda. Le pregunté en un tono bajo, como se sentía, y me confesó que un poco nervioso; pero que tenía confianza en mi conocimiento, y que estaba resuelto a ir hasta el final del asunto, en orden de resolverlo. Nos dispusimos a esperar. No había charlas entre nosotros, a excepción de uno o dos comentarios entre los policías, acerca del lugar, que parecieron ser apenas audibles, debido al intenso silencion reinante, roto solamente por el monótono goteo, proveniente de la moderada lluvia de fuera, y el crujiente sonido del fuego en la gran chimenea. Era un extraño grupo el nuestro, sentados espalda contra espalda, con nuestras piernas extendidas en estrella hacia fuera; y por sobre nosotros el extraño fulgor azulado del Pentáculo, y más allá, el brillo del gran anillo de velas. Fuera de la iluminación de las bujías, la gran habitación daba una impresión de lobreguez, por contraste, a excepción de los lugares donde brillaban las velas frente a las puertas y del hogar de la chimenea, donde ardía el fuego. ¿Se lo pueden imaginar?
Habría pasado alrededor de una hora hasta que de improviso me dio una extraordinaria sensación, como si proviniera del aire del lugar. No era aquella que provenía del nerviosismo o del misterio que inspiraba la situación; era algo que me decía que en cualquier momento iba a ocurrir algo. Abrúptamente, hubo un leve ruido, proveniente del confín este del vestíbulo, y sentí que la estrella de hombres se movía súbitamente.
—¡Cuidado! ¡Mantengan la calma! —grité, y todos se quedaron quietos.
Miré alrededor, y vi que los perros estaban en cuatro patas, mirando fíjamente hacia la puerta principal. Acto seguido me volví hacia esa misma dirección, sintiendo también como los hombres estiraban el cuello para mirar. De repente, los perros, aún con la vista clavada en la gran entrada, dieron tremendos ladridos, los cuales cesaron rápidamente. Parecía como si se hubieran silenciado para poder escuchar.
En el mismo instante escuché, apenas perceptible, un tintineo de metal, a mi izquierda. Era el gancho con que había trabado la gran puerta. Se movía, era la injerencia de alguna cosa invisible. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y sentí como que todos los hombres que me acompañaban se estremecían al mismo tiempo. Tenía la certeza de algo inminente; como si fuese la impresión de una presencia invisible. El vestíbulo estaba en absoluto silencio, y los perros se quedaron en calma. Entonces vi que el gancho era levantado lentamente, del pasador, sin que hubiera nada visible en contacto. Un súbito poder me vino, y levanté mi cámara, con el flash, tomando una fotografía de la puerta. Siguió al relámpago del flash, el simultáneo bramido de los perros.
La intensidad del flash provocó que, durante unos momentos, todo el lugar nos pareciera más oscuro que antes. En este lapso de oscuridad, escuché un tintineo desde la puerta, y traté de ver en tal dirección. El efecto de la luz intensa pasó, y una vez que se me aclaró la vista, vi como la puerta de entrada iba cerrándose lentamente. Se cerró con un sutil golpecito. Luego no hubo más que un largo silencio, salvado solo por el gemido de los perros. Me volví y miré a Wentworth. Me estaba mirando.
—Tal y como pasó antes —me murmuró.
—Extraordinario —dije, y él cabeceó hacia todos lados, mirando de manera nerviosa.
Los policías estaban todos quietos, y juzgué que se sentirían peor que Wentworth; lo que estábamos viendo no era del todo natural. Yo, que he visto tantas cosas extraordinarias, aún podía mantener mis nervios calmos, durante más tiempo que la mayoría de la gente. Miré sobre mi hombro a los demás, y les volví a precaver, en un tono bajo, que no se movieran fuera de la Barrera, sin importar que ocurra; ni siquiera si la casa estuviera balanceándose o derrumbándose sobre ellos; yo sabía bien que algunas de las grandes Fuerzas eran perfectamente capaces de tal proeza. En ese caso, a no ser que probáramos que se tratase de una de las más terribles Manifestaciones, estábamos con total certeza seguros, siempre y cuando pudiéramos mantener nuestro orden dentro del Pentáculo.
Transcurrió un lapso de una hora y media, sin novedad, de perfecta calma, a excepción de un momento en que los perros se pusieron a gemir de nuevo. Sin embargo, se calmaron y volvieron a su posición primigenia: echados, con las patas sobre sus narices y, visiblemente, temblando. Esta visión me hizo poner un poco nervioso, como ustedes podrán imaginarse. Súbitamente, la vela en la esquina más lejana de la puerta principal, se apagó. Un instante después, Wentworth tiró de mi brazo, y vi que la vela frente a una de las puertas también se apagó. Preparé mi cámara. Entonces, una tras otra, cada una de las velas del vestíbulo comenzaron a extinguirse, con tal velocidad e irregularidad que nunca pude ver ninguna en el mismo acto de apagarse. Sin embargo, ante cualquier duda, tomé una nueva fotografía en general del vestíbulo.
Como consecuencia, pasó un rato en que nos sentimos medio cegados por el gran resplandor del flash, y me arrepentí por no haber traído un par de gafas ahumadas, que he usado de vez en cuando en estos casos. Sentí como los hombres se sobresaltaban con la luz, y les ordené que se mantengan sentados y quietos, con sus pies en la posición exacta en la que debían estar. Mi voz, como ustedes podrán imaginar, sonó horrible y asustada en la gran estancia; el momento era ciertamente desagradable. Una vez que fui capaz de volver a ver propiamente, comencé a dar mirar de un lado a otro del vestíbulo; pero no había nada inusual; solamente, por supuesto, que estaba oscuro sobre las esquinas.
De repente, vi que el gran fuego de la chimenea se extinguía. Era como si alguna criatura monstruosa, invisible e imposible, le estuviera succionando la vida. Era algo extraordinario de ver. Luego de que el último vestigio de fuego se hubo apagado, no quedaron luces fuera del anillo de velas que circundaba el Pentáculo. La deliberación con la que esta cosa atacaba me hacía cavilar más de lo que puedo darles a entender. Por momentos había una sensación de calma. Pero la firme intención de oscurecer era horrible. La magnitud del Poder para afectar lo material era un constante y aprensivo interrogante en mi cerebro. ¿Pueden comprenderlo?
Detrás mío, podía escuchar a los policías que se volvían a mover. Supe que estaban muy asustados. Me di vuelta y les hablé, con tranquilidad y calma, diciéndoles que solo estarían seguros dentro del Pentáculo, manteniendo las posiciones indicadas. Si ellos las rompían, o se marchaban fuera de la Barrera, no podía comunicarles la peligrosidad y el peligro al que se arriesgaban. Los tranquilicé un poco con ese recordatorio; pero si ellos hubieran sabido, como yo sabía, que ciertamente no había tal Protección, hubieran probablemente sufrido mucho más, y roto la Defensa y hubieran corrido, enloquecidos, hacia una imposible seguridad. Otra hora pasó, en absoluta calma.
Yo estaba bajo una sensación permanente de abominable tensión y opresión, ya que, como dije antes, sentía la compañía de algún monstruo invisible, proveniente de un mundo del cual tenemos apenas conciencia. Me acerqué a Wentworth y le pregunté, casi susurrando, si sentía como si algo estuviera en el salón. Me miró muy pálido, con sus ojos permanentemente en movimiento. Él miraba para todos lados, y luego me miró a los ojos y asintió con la cabeza. Cuando lo pensé, me di cuenta que yo estaba haciendo lo mismo.
De repente, como si fuera la acción de un centenar de manos invisibles, se extinguió cada vela de las que circundaban la Barrera, y quedamos en una oscuridad que pareció, por un instante, absoluta; ya que la luz que provenía del interior del Pentáculo era insuficiente y muy débil para penetrar en el resto del vestíbulo. Les confieso, por un momento, quedé sentado allí como un bloque de hielo. Sentía mi propio corazón latiendo extraordinariamente fuerte. Luego de un rato comencé a sentirme mejor; pero en ese momento no tenía ni siquiera el valor de mover un solo músculo. ¿Pueden comprenderlo? En ese momento, mi coraje volvió. Aferré mi cámara y flash y esperé.
Mis manos estaban empapadas con sudor. Lo volví a mirar a Wentworth. Apenas lo podía ver. Sus hombros estaban levemente encorvados, y su cabeza agachada; estaba inmóvil, pero sin embargo, sus ojos no podían parar de moverse. Los policías seguían en silencio. Así, de esta manera, pasamos otro rato más.
Un súbito ruido rompió el silencio. De ambos lados del vestíbulo venían débiles ruidos. Los reconocí, como provenientes del agrietamiento de la cera de los sellos. Las puertas selladas estaban abriéndose. Levanté la cámara y, con una mezcla particular de temor y coraje, presioné el botón y saqué otra fotografía. Un gran fogonazo iluminó la estancia, y sentí como todos los hombres pegaban saltos alrededor mío. La oscuridad cayó luego como un trueno, si ustedes pueden comprender, y pareció diez veces más negra. Sin embargo, en el momento del resplandor, pude ver que todas las puertas que había sellado estaban completamente abiertas. Súbitamente, alrededor nuestro, comenzó a escucharse un drip, drip, drip, sobre el piso del gran vestíbulo.
Nos estremecimos con una sensación de inminente y real peligro. Había comenzado el goteadero de sangre. Y la pregunta grotesca era ahora si la Barrera podría salvarnos de lo que sea que habría ingresado en el vestíbulo. A través de varios desagradables minutos, el goteo sangriento continuó cayendo de manera acentuada; algunas gotas estaban cayendo dentro de la Barrera. Vi varias grandes gotas cayendo y salpicando sobre el débil resplandor del Pentáculo Eléctrico; pero, extrañamente, no pude ver indicios que alguna de ellas cayera entre nosotros. No había otros sonidos, aparte del goteo, hasta que, repentinamente, vino un terrible aullido de agonía, proveniente de una de las esquinas, donde estaba uno de los perros. Acto seguido se escuchó un repugnante sonido de quebradura, y un inmediato silencio.
Si alguna vez salieron de caza, y rompieron el cuello de un conejo, ustedes tendrán una idea del sonido en cuestión, ¡pero en miniatura! Como un relámpago, la idea atravesó mi cerebro: ESO había cruzado el Pentáculo. Ustedes recordarán que yo había trazado uno alrededor de cada uno de los perros. Pensé instantáneamente, con aprehensión, acerca de nuestra propia Barrera. Había algo en el vestíbulo, que había logrado traspasar la Barrera del Pentáculo alrededor del primer animal.
Durante el siguiente lapso de silencio, me estremecí. Y, de repente, uno de los hombres detrás mío pegó un grito, como una mujer, y huyó hacia la puerta. Fue a tientas hacia allá. Grité a los demás que no se movieran; pero ellos lo siguieron como un rebaño, y los escuché patear las velas durante el pánico de sus huídas. Uno de ellos pisó el Pentáculo Eléctrico, y lo pateó, con lo que quedamos en la más tétrica oscuridad. En un instante comprendí que estaba indefenso, contra los poderes del Mundo Desconocido, y con un salvaje brinco, salí de la ya inútil Barrera, cruzando la gran puerta y saliendo al exterior. Creo que grité acobardado. Los hombres iban por delante mío, y nunca cesé de correr; tampoco ellos. Algunas veces, miraba detrás; y me mantuve mirando por entre los laureles, que crecían a través de todo el camino. La llovizna había parado y un tétrico viento comenzó a soplar a través del bosque.
Era desagradable. Encontré a Wentworth y a los policías en la puerta de la posada. Encontramos al viejo Dennis, despierto y esperándonos, y a la mitad del pueblo haciéndole compañía. Nos contó que él ya se imaginaba lo que había pasado, que sentía en su alma que tendríamos que haber regresado.
Afortunadamente, había sacado mi cámara de la casa (quizás por el hecho que la correa estaba sobre mi hombro). Me senté con el resto de los hombres en el bar, donde hablamos por algunas horas, tratando de ser coherente acerca de aquel horrible asunto. Más tarde, fui a mi cuarto y procedí a revelar mis fotografías. Ya estaba más tranquilo, y tenía la esperanza que los negativos pudieran mostrarme algo. Sobre dos de las placas, no noté nada inusual; pero sobre la tercera, que había sido la primera que tomé, vi algo que me hizo excitar. La examiné cuidadosamente con un lente de aumento; entonces la lavé, y la puse a secar. El negativo mostraba algo muy extraordinario, y me había hecho a la idea que tenía que probar la verdad de lo que parecía indicar, sin pérdida de tiempo. No era útil decir nada a Wentworth o a los policías, hasta que tuviera plena seguridad; y, además, creía tener gran chance de comprobarlo por mí mismo; sin embargo, para tal fin, no pensaba regresar a la casa nuevamente esa noche.
Tomé mi revólver, y bajé tranquilamente las escaleras, y salí afuera. La llovizna había vuelto a comenzar; pero eso no me molestaba. Caminé bastante. Evité pasar por la puerta de la posada, trepé un muro, salté al parque, me mantuve alejado del camino, y llegué a la casa entre los tétricos laureles. Ustedes se lo pueden imaginar, a cada momento que la fronda susurraba, yo saltaba. Rodeé la casa y me introduje a través de una pequeña ventana que había llamado mi atención durante mi búsqueda anterior; ya que, por supuesto, conocía bien el lugar, desde el techo al sótano. Subí silenciosamente las escaleras de la cocina, y cuando llegué arriba, no sin temblores, caminé por un largo corredor que daba a una de las puertas que había sellado anteriormente.
Miré hacia gran vestíbulo y vi una débil y parpadeante luz al final del mismo; fui caminando de puntillas, con mi revólver listo. A medida que me acercaba a la puerta abierta, escuchaba las voces de varios hombres, como si estuvieran riendo a carcajadas. Cuando me acerqué lo suficiente, pude ver a un grupo de hombres, todos bien vestidos, y uno, por lo menos, que estaba armado. Ellos estaban examinando mi barrera contra lo Sobrenatural, con una cruel carcajada. Nunca me sentí más tonto en toda mi vida. Estaba claro para mí que ellos eran los responsables de los sucesos de la casa, y que habían estado utilizando la mansión vacía, quizás por espacio de años, para algún propósito determinado; y ahora que Wentworth quería tomar posesión, estaban fingiendo el encantamiento del lugar, para ahuyentar a la gente de manera que ellos pudieran seguir utilizando el lugar. Pero que eran ellos, si especuladores, ladrones, inventores o qué, yo no me podía figurar al momento.
En ese momento ellos se fueron del Pentáculo y rodearon al perro que quedaba vivo, que se encontraba curiosamente tranquilo, como si estuviera medio drogado. Hubo alguna charla sobre si irían a dejar con vida a la pobre bestia, y finalmente decidieron que sería buena política sacrificarlo. Vi a dos de ellos girando una soga alrededor de su hocico, y los dos extremos de la soga fueron atados en la parte anterior del cuello del animal. Entonces, un tercer hombre enganchó un grueso bastón a través del lazo. Los dos hombres con la soga agarraron al perro, y no pude ver que fue lo que hicieron luego; pero la pobre bestia pegó un horripilante aullido, e inmediatamente se repitió ese inconfortable sonido de rotura que habíamos escuchado con anterioridad, según ustedes recordarán. Los hombres se fueron, dejando el cuerpo del perro ahí tirado.
Por mi parte, aprecié la calculadora implacabilidad que habían demostrado estos hombres para decidir sobre la muerte del animal, y la fría determinación y pulcritud con que lo ejecutaron. Presumí que un hombre que fuera atrapado por estas personas, tranquilamente tendría un fin igualmente inconfortable.
Un minuto después, uno de los hombres ordenó al resto que debían cambiar los cables. Uno de los hombres comenzó a avanzar hacia la puerta del corredor en el que me encontraba espiando, y retrocedí silenciosamente hacia la oscuridad del final del pasillo. Vi al hombre alcanzando y tomando algo de arriba de la puerta, y escuché el sonido metálico de un cable de acero. Cuando se hubo ido, volví y vi a los hombres pasando, uno tras otro, a través de una abertura en las escaleras, luego de retirar uno de los pesados escalones de mármol. Cuando el último hombre hubo desaparecido, la losa que cubría el escalón fue nuevamente puesta en su lugar, y ya no había rastro de pasadizo secreto.
Era el séptimo escalón desde abajo, y tomé el recaudo de contarlos; espléndida idea, ya que todos ellos eran tan sólidos, que ninguno sonaba a hueco, a pesar que fueran fuertemente martillados, según pude comprobar después. Hay algo más para narrar. Salí de la casa rápida y silenciosamente, y volví a la posada. La Policía, cuando se enteró que aquellos 'fantasmas' eran gente de carne y hueso, acudieron sin dubitación. Ingresamos en el parque de la mansión por el mismo camino que yo había seguido. Cuando intentamos sacar el escalón, fallamos, así que finalmente lo tuvimos que hacer añicos, cosa que habrá advertido a los rondadores; luego descendimos a un cuarto secreto que encontramos al final de un largo y angosto pasaje, pero ya no encontramos a ninguno de estos hombres.
La Policía estaban horriblemente disgustados, como ustedes podrán imaginarse; pero por mi parte, de cualquier manera ya no me importaba mucho. Ya había 'derribado' el asunto de los fantasmas, y eso era lo que yo había ido a hacer. No estaba particularmente temeroso de verme como objeto de burla de los otros. Buscamos a través de estos pasillos secretos, y encontramos una salida, al final de un largo túnel, que daba a un lado de un manantial, fuera en el bosque. El techo del vestíbulo estaba hueco, y había una pequeña escalera secreta dentro de la gran escalera. El goteadero de sangre era ni más ni menos que agua coloreada, vertida a través de minúsculas grietas hechas entre el ornamentado cielorraso.
Cómo hicieron para apagar las velas, no lo sabía; sin embargo los merodeadores no actuaban tal como la tradición, que sostenía que las luces se apagaban por el goteo. Quizás era muy difícil dirigir el fluído, sin echar ciertamente un chorro. Las velas y el fuego de la chimenea probablemente eran extinguidos con la anuencia de gas carbónico. Pero de qué manera, no me lo podía figurar. Los lugares secretos en los que se ocultaban eran, por supuesto, antiguos. También había, ¿no se los conté? una campana que estaba en un aparejo, que tañía cada vez que alguien ingresaba al portón de la casa, desde el camino del bosque. Si yo no hubiera ingresado a la casa trepando el muro, para mi pesar, no hubiera encontrado nada, ya que la campanales hubiera advertido de mi presencia a través de la entrada principal.
—¿Y qué había en el negativo? —pregunté, con mucha curiosidad.
Se veía el fino cable y el garfio con el que ellos habían sujetado el gancho que trababa el pestillo de la gran puerta. Lo deslizaron a través de una de las grietas del cielorraso. Evidentemente ellos no estaban preparados para elevar el gancho. Supongo que nunca pensaron que alguien viniera con todos estos artilugios, así que tuvieron que improvisar un garfio. El cable era tan fino que no podía verse en el vestíbulo, debido a la poca cantidad de luz que había, pero el flash lo pescó. ¿Lo ven?
La apertura de las puertas interiores era realizada a través de cables, como ustedes habrán adivinado, que ellos desmontaban con prisa luego de usarlos. De otra manera yo hubiera podido encontrarlos, cuando realicé mi búsqueda. Creo que ahora explicamos todo. El sabueso fue asesinado, por supuesto, por estos hombres. Ustedes lo ven, ellos, en primer lugar, dejaban el salón lo más oscuro posible. Por supuesto, si hubiera por casualidad utilizado el flash en ese mismo momento, todo la fantochada del encantamiento, habría sido expuesta. Pero el Destino quiso que fuera de otra manera.
—¿Y los vagabundos? —pregunté.
—Oh, ¿hablas de aquellos dos mendigos que fueron encontrados muertos en la casa? —dijo Carnacki—. Bueno, por supuesto, es imposible de tener seguridad al respecto. Quizás ocurrió que encontraron algo, y estos delincuentes les dieron una hipodérmica. También es muy probable que hubieran encontrado la muerte por causas naturales. Es concebible que un gran número de vagabundos haya dormido en la vieja casa, alguna u otra vez.
Carnacki se detuvo y golpeteó su pipa. Nos levantamos y fuimos por nuestras capas y sombreros.
—¡Fuera! —dijo Carnacki, genialmente, utilizando su conocida fórmula. Y salimos hacia el malecón, y a través de la oscuridad, hacia nuestras respectivas casas.
William Hope Hodgson (1877-1918)
Relatos góticos. I Relatos de W.H. Hodgson.
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El análisis y resumen del cuento de W.H. Hodgson: La casa entre los laureles (The House Among the Laurels), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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