«Las minas de Falun»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.
Las minas de Falun (Die Bergwerke zu Falun) es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado en la antología de 1819: Los hermanos Serapión (Die Serapionsbrüder).
Las minas de Falun, sin dudas uno de los cuentos de E.T.A. Hoffmann más interesantes del período, narra la historia del marinero Elis Fröbom, quien debido a un sentimiento de culpa por la muerte de su madre, cambia la profesión y se inscribe para trabajar en las oscuras minas de Falun: un yacimiento real sobre el cual orbitan leyendas verdaderamente escalofriantes.
De este modo, Elis permuta su vida en la superficie, en la luz de los mares, por el oscuro y opresivo mundo subterráneo, en el cual parecen habitar criaturas sumamente inquietantes; entre ellas, un viejo minero con habilidades proféticas y una misteriosa reina de las profundidades, la cual se manifiesta en sueños particularmente aterradores.
En este contexto, Las minas de Falun, auténtico clásico del relato psicológico de la época, posee muchos elementos en común con El hombre de arena (Der Sandmann), en especial la relación entre las siniestras apariciones que acechan al protagonista y su delicado estado emocional.
Las minas de Falun.
Die Bergwerke zu Falun, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Un brillante día soleado de julio toda la población de Gotemburgo se reunió en la costa. Una espléndida nave procedente de las Indias Orientales, que había regresado de un largo y próspero viaje, estaba fondeada en el puerto de Klippa, sus gallardetes y banderas con los colores de Suecia flameando alegres en el límpido aire azul, mientras cientos de botes, esquifes y lanchas, cargados de pescadores jubilosos, iban de un lado a otro sobre las aguas lisas como un espejo del Gota Alv, y los cañones de Masthurggetorg hacían llegar a gran distancia sobre el mar el ruido atronador de una salva de bienvenida.
Los caballeros de la Compañía de Indias Orientales se paseaban por el muelle, calculando con una sonrisa las ganancias que habían hecho, y regocijándose ante el éxito que crecía año a año de su azarosa empresa, y ante la prosperidad comercial en aumento de su amada Gotemburgo. Por los mismos motivos, todos miraban a estos valientes caballeros con orgullo y deleite y se regocijaban con ellos; porque su éxito infundía un nuevo vigor a toda la actividad de la ciudad.
La tripulación de la nave, unos buenos ciento cincuenta hombres, desembarcó en una cantidad de botes, decorados para la ocasión, y se preparó para su hónsning. Ese es el nombre que le dan a la fiesta que la tripulación hace en tales ocasiones, y que con frecuencia dura varios días. Al frente marchaban los músicos con uniformes maravillosos, tocando con ganas sus flautas y violines, sus oboes y tambores. Después venían los alegres cantores, y detrás de ellos los marinos, de a dos en fondo. Algunos, con cintas de color en la gorra o la chaqueta, agitaban banderines; otros bailaban y hacían cabriolas; y todos gritaban y saludaban, hasta llenar el aire con el estruendo de su alegría. Así marchó la alegre procesión a través de los muelles y los suburbios hasta que llegaron a Haga, donde les habían preparado un gran banquete en una posada, con comida y bebida en abundancia para todos.
Allí la cerveza fluía a chorros, y los vasos se vaciaban uno tras otro; y, como ocurre cuando los marineros regresan de un largo viaje, pronto se unieron a ellos bonitas muchachas de todo tipo. Entonces empezó el baile, la diversión se volvió cada vez más salvaje, y más alto y demencial el alboroto. Sólo un marinero, un hombre delgado y apuesto de apenas veinte años, se había alejado del tumulto, y estaba sentado afuera, solo, en un banco junto a la puerta, donde lo descubrieron dos de sus compañeros.
—¡Elis Froebom! ¡Elis Froebom! —llamó uno de ellos con una carcajada—. ¿Otra vez te estás haciendo el idiota melancólico, perdiéndote la diversión con tus estúpidas cavilaciones? ¡Caramba, si no participas de nuestro hónsning, será mejor que no vuelvas a subir al barco! Nunca haremos de ti un buen marinero, si sigues portándote así. Eres bastante valiente, y también arrojado en el peligro, pero no sabes beber. Supongo que prefieres guardarte el dinero en el bolsillo antes que dárselo a estas ratas de tierra firme. Pero bebe y alégrate, viejo, o algún día Nácken el demonio del mar y todos su trolls te atraparán.
Elis Froebom se levantó del banco con un rápido salto y miró con ojos ardientes de furia a sus compañeros. Después tomó un vaso, que estaba lleno hasta el borde de aguardiente, y dijo mientras lo vaciaba de un trago:
—Ahí tienes, Joens, como ves, puedo beber como uno de ustedes. Y en cuanto a si soy o no un buen marino, el capitán puede juzgarlo. ¡Así que cierra tu maldita boca y ahueca el ala! No puedo soportar el escándalo que hacen ustedes. Lo que hago aquí afuera no es asunto tuyo.
—Vamos, vamos —contestó Joens—. Sabemos que eres de Nerika, y todos los de allí son tristes y sombríos, no participan realmente de la vida feliz de un marino. Pero aguarda un momento, mi querido Elis, y te mandaré a alguien que te arrancará de ese banco al que te clavó el viejo Nácken.
Un momento después una hermosa muchacha salió por la puerta de la posada y se sentó junto al melancólico Elis, que estaba otra vez en el banco y cavilaba en silencio. Tanto el vestido como el aspecto de la muchacha decían a las claras que era una mujer de las calles, pero la vida que llevaba no había destruido del todo la seducción de su rostro. No había rastros de descaro repulsivo en su ojos oscuros, sino una especie de anhelo sereno y triste.
—¿No vas a reunirte a tus camaradas, Elis? —preguntó—. ¿No sientes en ti ninguna alegría, ahora que has escapado de todos los peligros de los mares traicioneros y estás otra vez en casa, con los pies pisando la tierra natal?
Hablaba con voz suave, amable, y rodeó con los brazos la cintura del hombre. Entonces, como si saliera de un sueño, Elis Froebom miró a la muchacha a los ojos, le tomó la mano y se la llevó al pecho. Era evidente que sus palabras le habían llegado al corazón.
—Ah —dijo, después de una pausa, como si le costara esfuerzo pensar—. La alegría y el placer ya no tienen sentido para mí. Al menos no puedo reunirme a la ruidosa parranda de mis compañeros de tripulación. Entra querida niña, y alégrate y canta con los demás. Deja al melancólico Elis en paz. Él sólo echaría a perder la fiesta. Pero aguarda. Me gustas, y quiero que a veces pienses en mí cuando esté otra vez en alta mar.
Mientras hablaba sacó dos ducados brillantes del bolsillo y un hermoso pañuelo indio del pecho y se los entregó a la muchacha. Pero ésta se levantó, con lágrimas en los ojos, y dejó el dinero en el banco.
—Oh, guárdate tus ducados —dijo—. Sólo me harán sentir desdichada. Pero usaré el pañuelo, para recordarte. Cuando regresen el año que viene para el hónsning es probable que no me encuentren en Haga.
La muchacha se apartó de la posada, y bajó la calle corriendo, cubriéndose la cara con las manos, dejando que Elis Froebom cayese una vez más en su lúgubre ensoñación, y quedara hundido en ella. De pronto, sin embargo, cuando el estruendo de la taberna se hizo más alto y más salvaje, exclamó en voz alta:
—Me gustaría estar enterrado en las profundidades del mar. Porque no queda nadie en el mundo con quien pueda ser feliz.
Entonces una voz profunda y ronca habló detrás de él:
—Tiene que haberte pasado una desgracia, muchacho, para que desees la muerte justo ahora que la vida se abre ante ti.
Elis se dio vuelta y vio a un viejo minero apoyado contra las paredes de madera de la posada, cruzado de brazos, mirándolo con ojos graves, penetrantes. Después de devolverle la mirada por un momento, a Elis la pareció que una figura familiar había entrado en la soledad en la que se había creído perdido, para consolarlo y protegerlo. Así que trató de recobrarse, y le contó al anciano minero que su padre había sido un experto timonel, y había muerto en una violenta tormenta en la que él mismo se había salvado por milagro, que sus dos hermanos soldados habían muerto en batalla, y que él había quedado para mantener a su pobre madre viuda con la paga generosa que obtenía después de cada viaje a la India. Dijo que, como lo habían criado para el mar, se había visto obligado a ser marino, y que cuando entró al servicio de la Compañía de las Indias Orientales pensó que había tenido un golpe de suerte.
Esta vez las ganancias habían sido mayores que nunca, y cada marino había recibido una suma considerable de dinero aparte de la paga. Así que se había apresurado, muy alegre, con el bolsillo lleno de dinero, hacia la cabaña donde vivía la madre. Pero rostros extraños se habían asomado a las ventanas, y una joven que por fin le abrió la puerta le había contado fría y groseramente, cuando le dijo quién era, que su madre había muerto hacía tres meses, y que podía recoger lo poco que había quedado de su dinero después de pagar los gastos de entierro, en el Ayuntamiento, donde lo esperaban. La muerte de la madre le había roto el corazón. Se sentía abandonado por el mundo entero, solo como en una balsa desolada, impotente y desdichado.
Toda su vida en el mar le parecía un esfuerzo demencial, insensato. Cuando pensaba en la pobre madre, probablemente mal atendida por extraños y agonizando sin– el consuelo de su presencia, le parecía algo malvado y horrible haber partido como marino en vez de quedarse en casa y cuidarla. Sus camaradas lo habían arrastrado al hónsning, y él mismo había imaginado que la diversión y la bebida fuerte podrían matar su pena, pero en vez de eso pronto había sentido que cada una de sus venas le estallaba en el pecho y estaba a punto de sangrar hasta la muerte.
—Bueno —dijo el viejo minero—, pronto estarás otra vez mar afuera, Elis, y entonces superarás tu pena con bastante rapidez. Los viejos mueren, es inevitable. Y, como tú mismo dijiste, la vida que tu madre dejó atrás era una pobre vida de preocupaciones.
—Oh, nadie cree en mi pena —dijo Elis—. Todos creen que soy un tonto, y me llaman condenado idiota. Eso es lo que me desespera. No volveré al mar. En otros tiempos mi corazón saltaba de alegría cuando la nave se deslizaba veloz sobre las aguas, con las velas desplegadas como alas enormes, gloriosas, y cuando las olas salpicaban y sonaban como una música feliz, y el viento cantaba en los mástiles crujientes. Entonces podía cantar a voz en cuello sobre cubierta, con mis compañeros; y en las medianoches quietas y oscuras en que me tocaba hacer la guardia podía pensar en mi regreso a casa, e imaginar la alegría de mi madre al tener de nuevo a su Elis sano y salvo. Bien podía regocijarme en el hónsning cuando había derramado mis ducados y muchas otras cosas raras que había traído de otras regiones. Entonces sus ojos se iluminaban de placer, entonces batía palmas, incapaz de controlar su deleite, entonces iba corriendo a buscar para su Elis la mejor cerveza que le había guardado, y por las noches me quedaba sentado con la anciana y le contaba acerca de la gente extraña que había conocido, acerca de las costumbres y modales y todos los paisajes maravillosos que había visto en mi largo viaje. A ella eso le encantaba, y después me hablaba de los fantásticos cruceros de mi padre al lejano Norte, y me ofrecía más de un cuento de marinos que ya había oído cien veces, pero que nunca me cansaba de oír. Oh, ¿quién puede devolverme esa felicidad? No, no regresaré al mar. ¿Qué podría hacer entre mis compañeros de tripulación, que no harían más que burlarse de mí? ¿Y cómo podría encontrarle gusto al trabajo? No sería mas que una tarea cansadora, sin sentido.
—Escucharte ha sido un placer, muchacho —dijo el minero cuando Elis terminó—. Así como ha sido un placer observarte, cosa que estuve haciendo en las dos últimas horas, sin que tú lo notaras. Todo lo que has hecho y dicho me muestra que tienes un carácter piadoso, inocente y profundamente reflexivo, y el Cielo no podía darte mejor don. Pero el mar no se hizo para ti. ¿Cómo va a caerle bien la salvaje vida del mar a un tranquilo y melancólico hombre de Nerika? Porque tus rasgos y toda tu actitud me dicen que lo eres. Rices bien en abandonar esa vida para siempre. Pero seguramente no piensas quedarte cruzado de brazos, ¿verdad? Sigue mi consejo, Elis Froebom, vete a Falun y sé minero, capataz y así sucesivamente, cada vez más alto. Tienes unos cuantos ducados en el bolsillo Inviértelos, ahorra más, y conseguirás una concesión para ti, y después, quizás, intereses en la mina. Sigue mi consejo, Elis Froebom, y sé minero.
Elis Froebom estaba casi asustado por las palabras del anciano.
—¡Cómo! —dijo—. ¿Qué me estás aconsejando? ¿Pretendes que deje la tierra hermosa y libre y el cielo brillante, soleado, que me revive y me alivia, para bajar a ese terrible pozo infernal, y que cave y cave como un topo en busca de minerales y metales, por una paga miserable?
—¡Típico de los hombres! —exclamó el anciano con furia—. Desprecian lo que nunca tuvieron oportunidad de conocer. ¡Una miserable paga! Como si las angustias constantes y dolorosas de la superficie fueran más nobles que el trabajo de un minero, cuya tarea habilidosa y paciente es recompensada por la naturaleza con la revelación de sus tesoros secretos. Hablas de una paga miserable, Elis Froebom. Pero puede haber algo más valioso enjuego. Tal vez el ciego topo cave la tierra por ciego instinto, pero bien puede ser que en las más hondas profundidades, al débil resplandor de un lámpara de minero, los ojos de un hombre vean con mayor claridad. Puede ser que al fin se vuelvan tan penetrantes que vean reproducido en las gemas subterráneas el reflejo de secretos que están ocultos por encima de las nubes. No sabes nada de minería. Déjame contarte algo al respecto.
Con estas palabras el anciano se sentó en el banco junto a Elis y, para paliar su ignorancia, empezó una minuciosa descripción de los distintos procesos, que presentaba en detalle con los colores más límpidos y brillantes.
Habló de las minas de Falun, en la cuales, según dijo, había trabajado desde su más tierna juventud. Describió él gran pozo de entrada con sus paredes de color marrón negruzco, y habló de las riquezas incalculables de la mina en piedras preciosas. Sus palabras se hicieron cada vez más vividas, los ojos despedían un fulgor cada vez más feroz, a medida que atravesaba las distintas galerías como si se tratara de los senderos de un jardín encantado. Las joyas cobraban vida, los fósiles empezaban a moverse, la maravillosa pirosmalita y la almandina brillaban a la luz de las lámparas de los mineros, los cristales de roca centelleaban y rielaban. Elis escuchó con atención; el modo extraño en que el anciano hablaba de aquellas maravillas subterráneas, como si estuviera de pie en medio de ellas, subyugaba todo su ser.
Sentía la respiración sofocada; era como si ya hubiese bajado a esas profundidades en compañía del anciano, y lo retuviera abajo un sortilegio poderoso, de modo que nunca volvería a ver la luz del día. Pero también sentía como si el anciano le hubiese abierto un mundo nuevo y desconocido, en el que se sentía cómodo, y como si ya hubiese conocido toda la magia de ese mundo en su más tierna infancia, por medio de premoniciones extrañas y secretas.
—Elis Froebom —concluyó el anciano—, te he presentado todas las glorias de un oficio para el que la Naturaleza realmente te ha destinado. Ahora consulta contigo mismo, y haz lo que tu juicio te indique.
Después saltó del banco y se alejó, sin despedirse de Elis o al menos darse vuelta para mirarlo. Pronto se perdió de vista. Entretanto el alboroto de la posada se había calmado. El poder de la cerveza fuerte y el aguardiente había triunfado. Muchos marinos se habían escabullido con las muchachas, otros estaban tendidos en los rincones, roncando. Elis, que no podía regresar a su antiguo hogar, pidió un cuarto para dormir, y se lo dieron. Pero acababa de tenderse, cansado y agotado, en la cama, cuando los sueños agitaron las alas sobre su cabeza. Parecía ir navegando a toda vela en una espléndida nave sobre un mar liso como un espejo, con un cielo oscuro que se alzaba sobre él.
Sin embargo, cuando bajó los ojos hacia las olas, pronto vio que lo que había tomado por el mar era una sustancia firme, transparente, centelleante, en cuyo resplandor toda la nave se había fundido maravillosamente, dejándolo de pie sobre un piso de cristal sobre el que se alzaba una bóveda de roca negra, fulgurante. Porque lo que al principio había tomado por el cielo era en realidad roca. Impulsado por un poder desconocido, siguió su camino. Pero todo empezó a moverse de inmediato a su alrededor, y flores y plantas magníficas de metal brillante, se alzaron del suelo como olas, disparando sus hojas y capullos desde las más hondas profundidades y entrelazándose entre sí en las formas más bellas. El suelo era tan transparente que Elis podía distinguir con claridad las raíces de las plantas.
Pero cuando su mirada llegó a mayor profundidad, vio al fondo las formas de incontables doncellas hermosas, que se abrazaban las unas a las otras con brazos blancos y lustrosos, y las raíces de las flores y las plantas crecían de sus corazones. Cuando las doncellas sonrieron un dulce sonido resonó en toda la amplia bóveda, y las flores metálicas crecieron más alto y con mayor alegría aún. El joven se sintió invadido por una sensación indescriptible de pena y ansiedad; un mundo de amor y anhelo y deseo ardiente se alzó dentro de él.
—¡Bajar, bajar hasta ustedes! —exclamó, y se arrojó con los brazos abiertos sobre el piso cristalino. Pero éste cedió bajo él y pareció flotar en un éter centelleante.
—¿Y, Elis Froebom, qué te parece este mundo glorioso? —exclamó una voz poderosa, y Elis advirtió que el anciano minero estaba junto a él.
Pero cuando lo miró con mayor atención se transformó en una forma gigantesca moldeada en metal luminoso. Elis empezaba a tener miedo, pero en ese instante algo como un relámpago brilló en las profundidades para revelar el rostro solemne de una mujer majestuosa. Elis sintió que el deleite crecía y crecía en su corazón hasta convertirse en un dolor aniquilante. El anciano le tomó el brazo y exclamó:
—Ten cuidado, Elis Froebom, ésa es la reina. Ahora puedes alzar los ojos.
Alzó la cabeza sin querer y divisó las estrellas del cielo nocturno que brillaban por un grieta de la bóveda. Una voz suave pronunció su nombre en tonos de pena inconsolable. Era la voz de la madre, y creyó ver su forma a través de la grieta. Pero se trataba de una mujer joven y hermosa, que tendía la mano hacia él dentro de la bóveda, y pronunciaba su nombre.
—Llévame arriba —le gritó al anciano—. Pertenezco al mundo superior y al cielo amistoso.
Pero ahora, cuando bajó los ojos otra vez hacia el rostro severo de la mujer majestuosa, sintió que todo su ser se fundía en la roca luminiscente. Gritó con un miedo innombrable y despertó del extraño sueño, cuyo hechizo y terror despertaban ecos profundos en su espíritu.
—Supongo que no podía dejar de soñar en todas esas cosas extraordinarias —se dijo Elis mientras recobraba con esfuerzo el control de sí mismo—. El viejo minero me habló tanto de las maravillas del mundo subterráneo que me llenó la cabeza. Nunca me he sentido como ahora. Tal vez aún sueño. No, no, lo más probable es que esté descompuesto. Saldré al aire libre, un poco de brisa marina me curara.
Logró levantarse, y corrió al puerto de Klippa, donde los festejos del hónsning comenzaban una vez más. Pero pronto advirtió que toda la alegría lo dejaba indiferente, que no podía retener los pensamientos, y que premoniciones y anhelos sin nombre le cruzaban la cabeza sin pausa. Pensó con profunda pena en su madre muerta. Y después le pareció que sólo ansiaba ver otra vez a la muchacha que le había hablado con tanta amabilidad el día anterior. Y después tuvo miedo de que si la muchacha surgía de alguna calle, resultaría ser al fin el viejo minero, de quien no podía dejar de tener miedo, sin saber el motivo. Sin embargo le habría gustado oírlo hablar más de las maravillas de la mina.
Sacudido por el tumulto contradictorio de sus pensamientos, bajó los ojos hacia el agua, y le pareció ver que las olas plateadas se endurecían en ese centelleo mineral en el que se había fundido la nave, mientras las nubes densas que empezaban a oscurecer el cielo parecían a punto de bajar y condensarse hasta convertirse en una bóveda rocosa. Estaba otra vez en el sueño. Una vez más contemplaba el rostro solemne de la mujer majestuosa, y una vez más lo invadía el dolor desorientante de su anhelo apasionado. Sus compañeros de tripulación lo sacaron del ensueño. Tuvo que seguirlos. Pero ahora le parecía oír una voz desconocida que le susurraba sin pausa al oído:
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vete! Tu hogar está en las minas de Falun. Allá te espera toda la gloria que soñaste. ¡Vete, vete a Falun!
Elis Froebom vagó durante tres días por las calles de Gotemburgo, perseguido sin cesar por las imágenes extrañas del sueño, exhortado sin cesar por la voz desconocida. Al cuarto día estaba en la gran puerta de la que partía el camino que llevaba a Gefle, cuando un hombre de gran corpulencia pasó junto a él a grandes trancos. Elis creyó reconocer al viejo minero e, impulsado por una urgencia irresistible, se apresuró a seguirlo. Pero no le dio alcance. El hombre siguió y siguió sin detenerse, y Elis supo que debía de encontrarse en el camino a Falun. Esto lo tranquilizó, de un modo extraño, porque estaba seguro de que la voz del destino le había hablado a través del viejo minero, que ahora lo guiaba hacia su suerte prefijada.
En efecto, sobre todo en los momentos en que sentía alguna incertidumbre con respecto al camino a tomar, a menudo veía al viejo aparecer de pronto, saliendo de un barranco o de entre densos macizos de arbustos o rocas oscuras y caminar ante él, sin darse vuelta, para desaparecer rápidamente otra vez. Por último, después de muchos días de marcha agotadora, Elis vio dos grandes lagos a lo lejos y un denso humo que se elevaba entre ambos. Cuando trepó más alto por las pendientes que se dirigían hacia el oeste, distinguió algunas torres y techos oscuros en medio del humo. El viejo se erguía como un gigante ante él, señalando el humo con los brazos tendidos, y después desapareció entre las rocas.
—¡Es Falun! —exclamó Elis—. Falun, la meta de mi viaje.
Estaba en lo cierto. Porque la gente que le dio alcance le confirmó que la que se extendía allí, entre los lagos Runn y Warpann, era la ciudad de Falun, y que la colina por la que él subía era el Guffrisberg, donde estaba situado el pinge o pozo principal de la mina. Avanzó con valor. Pero cuando estuvo ante aquella sima monstruosa, infernal, se le heló la sangre en las venas, y se quedó paralizado ante el espectáculo de toda aquella terrible desolación. Es bien sabido que el pozo principal de la mina de Falun tiene trescientos sesenta metros de largo, ciento ochenta de ancho y cincuenta y cuatro metros de profundidad. Las opacas paredes marrones son en su mayor parte perpendiculares en la entrada, pero a una profundidad moderada empiezan a inclinarse por los grandes montones de piedras y escombros. En estos contrafuertes de escombros y en los muros puede verse aquí y allá el maderamen de viejas galerías, formados con grandes leños, puestos uno junto al otro y ensamblados en el extremo, según el método de la construcción de blocaos.
Ni un árbol, ni una hoja de hierba crecen en este lúgubre abismo de piedra, desde el que se proyectan en todos los costados masas dentadas de roca con formas extrañas, a menudo de fósiles monstruosos, o de gigantes de forma humana. En la sima propiamente dicha hay piedras y escoria —deshechos de fundición— y un permanente vapor sulfuroso, sofocante, que se alza desde abajo, como si estuviera cociendo un caldo infernal cuyos vapores envenenan toda la belleza verde de la Naturaleza. Podría pensarse que fue aquí donde Dante bajó y vio el Infierno con todo su horror y sufrimiento incesante.
Cuando Elis se asomó al monstruoso abismo, recordó una historia que le había contado hacía mucho tiempo el viejo timonel de la nave. Aquel compañero había estado una vez con fiebre, acostado, cuando había sentido que las olas del mar huían todas y el abismo inconmensurable se abría debajo de él, de tal modo que veía los monstruos horribles de lo profundo enroscándose y retorciéndose en tremendas contorsiones en medio de crustáceos extraordinarios y grupos de coral y entrando y saliendo entre rocas extrañas, hasta que al fin quedaban con las fauces abiertas, helados por la muerte. El viejo marino dijo que aquella visión pronosticaba que pronto moriría ahogado, y en efecto, poco después tropezó por accidente en cubierta, cayó al mar y desapareció antes de que pudieran rescatarlo.
Eso fue lo que recordó Elis. Porque el abismo le recordaba el lecho del mar seco, y las rocas negras y los montones rojizos y azulados de escoria le parecían monstruos deformes que tendían hacia él sus repugnantes tentáculos de pulpo. En ese preciso momento salían unos obreros de la mina, y con sus prendas de trabajo oscuras, con sus rostros negros y torvos, parecían criaturas terribles, que se arrastraban dolorosamente fuera de la tierra, tratando de llegar a la superficie. Elis sintió que lo recorría un escalofrío de miedo, y sintió un vahído de una intensidad que nunca había conocido en el mar. Era como si manos invisibles lo arrastraran al abismo.
Corrió unos pasos con los ojos cerrados, y sólo cuando se encontró otra vez bajando el Guffrisberg, a cierta distancia del pozo, y pudo alzar los ojos hacia el cielo soleado se sintió libre del terror que lo había atacado ante aquel espectáculo temible. Entonces volvió a respirar libremente y exclamó en voz alta, desde lo más profundo de su corazón:
—¡Señor de mi vida! ¿Qué son todos los horrores del mar comparados con el terror que habita ese tajo desolado entre las rocas? La tormenta puede bramar, las negras nubes pueden bajar sobre el oleaje rugiente, pero pronto triunfa el sol glorioso; la tormenta se aplaca bajo sus rayos bienvenidos. Pero el sol nunca entra en esas cavernas negras, nunca una brisa primaveral alivia el pecho allí. No, no me uniré a ustedes, gusanos de tierra, nunca podré acostumbrarme a vuestra vida lúgubre.
Elis decidió pasar la noche en Falun y después regresar a Gotemburgo, a primera hora de la mañana. Cuando llegó a la plaza del mercado —o Helsingtorget, como allí la llaman— encontró una multitud congregada en ella. Una larga procesión de mineros con sus mejores galas y llevando sus linternas de trabajo, con una banda en la cabeza, acababan de detenerse ante una casa de muy buen aspecto. Salió un hombre alto, delgado, maduro, y miró a su alrededor con una sonrisa. Sus modales espontáneos, la mirada franca y los brillantes ojos azules decían a las claras que era un auténtico hombre de Dalecardia. Los mineros lo rodeaban en círculo, y él les estrechó la mano y tuvo palabras de afecto para cada uno.
Cuando preguntó, Elis Froebom se enteró de que se trataba de Pehrson Dahlsjoe, supervisor en jefe del distrito y propietario de una valiosa frálse en Stora–Kopparberg. Frálse es el nombre que le dan en Suecia a la tierra entregada en concesión para la explotación del cobre y la plata. Los propietarios de las mismas tienen acciones de las minas, y son responsables de su administración. A Elis también le contaron que habían terminado las sesiones del Tribunal de las minas y que los mineros festejaban el último día yendo en manifestación a las casas del dueño de la mina, de los supervisores y de los capataces, todos los cuales los recibían con gran generosidad.
Cuando miró a aquellos hombres agradables, apuestos, de rostro franco y amistoso ya no pudo seguir pensando en los que le habían parecido gusanos de tierra en el pozo principal. La saludable alegría que se reavivó en todo aquel círculo cuando Pehrson Dahlsjoe salió era de un tipo muy distinto al estruendoso escándalo de los marinos en su hónsning. El modo en que se regocijaban los mineros le llegó al corazón al silencioso y taciturno Elis. Sentía una felicidad indescriptible, y apenas pudo contener las lágrimas cuando uno de los trabajadores más jóvenes empezó una antigua canción, de melodía sencilla y espontánea, que ensalzaba la vida de los mineros. Cuando la canción terminó Pehrson Dahlsjoe abrió las puertas de su casa, y todos los mineros entraron, uno tras otro.
Elis los siguió sin querer, pero se quedó parado en el umbral, desde el que podía abarcar todo el espacioso salón, donde los mineros se habían sentado en bancos. Sobre la mesa estaba dispuesto un generoso banquete. En ese momento se abrieron las puertas del extremo opuesto a Elis, y una hermosa muchacha entró, vestida de fiesta. Tenía todo el encanto de la más tierna juventud; era alta y esbelta, llevaba el cabello recogido alrededor de la cabeza en varias trenzas, y un limpio y bello jubón asegurado con broches enjoyados. Cuando entró todos los marineros se levantaron y un murmullo bajo de deleite recorrió sus filas.
—¡Ulla Dahlsjoe! ¡Ulla Dahlsjoe! —exclamaban—. Una hija tan encantadora y virtuosa ha sido una verdadera bendición de Dios para nuestro supervisor.
Hasta los ojos de los mineros más viejos centelleaban cuando Ulla les estrechaba la mano en un amistoso saludo, como hizo con todos. Después trajo espléndidos jarros plateados, llenos de la famosa cerveza fuerte de Falun, y se los alcanzó a los felices invitados, con su rostro puro brillando de inocencia angélica y franca.
En cuanto Elis Froebom posó los ojos sobre la doncella, un rayo pareció atravesarle el corazón, encendiendo toda la pasión que había en él, toda la gloria del cielo y todos los sufrimientos del amor. Porque era Ulla Dahlsjoe quien había tendido la mano para rescatarlo en su sueño de mal agüero. Ahora creía entender el sentido más profundo del sueño y, olvidando al viejo minero, agradeció el destino que lo había llevado a Falun. Pero después, parado en el umbral, sintió que era un extraño desconocido, infeliz, desconsolado y abandonado, y deseó haber muerto antes de ver a Ulla Dahlsjoe, porque ahora iba a morir de amor y deseo. No podía apartar los ojos de la encantadora criatura y, cuando pasó cerca de él, pronunció su nombre en tonos temblorosos. Ella se volvió y vio al pobre Elis, parado con los ojos bajos y el rostro escarlata, inmóvil e incapaz de decir palabra. Ulla se acercó entonces a él, y dijo con una dulce sonrisa:
—Tienes que ser forastero, querido amigo. Puedo verlo en tus ropas de marino. ¿Pero por qué te quedas parado en la puerta? Entra, por favor, y disfruta con nosotros.
Mientras decía estas palabras lo tomó de la mano, lo guió, al interior del salón y le alcanzó un jarro lleno de cerveza.
—Bebe, querido amigo —dijo—. ¡Salud a nuestra fiesta!
Entonces Elis se sintió como en el glorioso paraíso de un sueño, del que pronto despertaría para descubrir su desdicha indecible. Vació el jarro con un gesto mecánico. En ese momento Pehrson Dahlsjoe se acercó a él, y después de estrecharle amistosamente la mano le preguntó de donde venía y qué lo traía a Falun. Elis sintió que la calidez de la bebida le recorría todas las venas y, cuando miró al amable Dahlsjoe a los ojos, se sintió alegre y audaz. Contestó que era hijo de un marino, y que había estado en el mar desde la infancia; que acababa de regresar de un viaje por las Indias Orientales para encontrarse con que la madre, para quien había guardado sus ganancias, ya no vivía; que ahora se sentía completamente solo en el mundo, y que la alborotada vida del mar le resultaba desagradable por completo; que sus verdaderas inclinaciones lo habían llevado a las minas, y que en Falun trataría de conseguir empleo como minero. La última afirmación, tan contraria a su decisión de unos minutos antes, se le escapó sin querer. Fue como si no pudiese darle al supervisor otra respuesta, como si en realidad hubiese expresado su deseo más profundo, del que él mismo había sido inconsciente hasta ese momento.
Pehrson Dahlsjoe le dirigió al joven una mirada muy grave, como si quisiera leerle el corazón, antes de contestar:
—Elis Froebom, supongo que no es el simple amor al cambio lo que te ha llevado a abandonar tu antiguo oficio, ni que has dejado de reflexionar seriamente en las penalidades y sacrificios de una vida de minero antes de decidirte a emprenderla. Una vieja creencia nuestra es la de que los poderosos elementos con los que tiene que verse un minero lo destruyen a menos que esfuerce todo su ser por dominarlos, o si permite que otros pensamientos socaven su vigor, que debe reservar por completo para sus trabajos con la tierra y el fuego. Pero si has puesto a prueba suficientemente su llamado interior, y lo encuentras auténtico, has venido en el momento justo. Hay escasez de trabajadores en mi parte de la mina. Puedes quedarte desde ya aquí, si gustas, y mañana bajarás con el capataz, que te mostrará cuál es tu trabajo.
El corazón de Elis dio un salto ante la palabras de Pehrson Dahlsjoe. No pensó ni un momento en los terrores del terrible pozo infernal al que se había asomado. Ver a la amable Ulla todos los días, vivir bajo el mismo techo con ella, lo llenaba de gozo; se entregaba a la más dulce de las esperanzas. Pehrson Dahlsjoe informó a los mineros que un joven acababa de pedirle empleo, y les presentó a Elis. Todos miraron con aprobación al vigoroso joven, y observaron que con semejante cuerpo prieto y poderoso había nacido para minero; tampoco creían que le faltase laboriosidad o aplicación.
Uno de los mineros, ya bien entrado en años, se acercó y, estrechándole la mano con cordialidad, dijo que era el capataz en jefe de la mina de Pehrson Dahlsjoe, y que le alegraría mucho darle todas las instrucciones que necesitara. Elis tuvo que sentarse junto a él, y el anciano empezó de inmediato, por encima del jarro de cerveza, a darle abundante información sobre los primeros trabajos de minería. Elis recordó al minero de Gotemburgo y, por algún motivo extraño, pudo repetir casi todo lo que el viejo le había dicho.
—¡Caramba! —exclamó asombrado el capataz—. ¿De dónde sacaste todo lo que sabes, Elis Froebom? Con eso no pasará mucho tiempo sin que llegues a ser el mejor obrero de la mina.
La amable Ulla, que iba de aquí para allá entre los invitados, para atenderlos, le dirigía con frecuencia a Elis un amistoso movimiento de cabeza, y lo animaba a disfrutar de la reunión.
—Ahora ya no eres un extraño —dijo—. Estás en tu casa. Has terminado con los mares traicioneros. Ahora tu hogar está en Falun, con sus ricas minas.
Las palabras de Ulla hicieron que el joven se sintiera en el cielo. Era evidente que le gustaba estar cerca de él, y su padre también observaba su modo de ser silencioso y taciturno con obvia aprobación. Pero el corazón de Elis aceleró sus latidos cuando se encontró una vez más al borde de aquella boca infernal llena de vapores, en ropa de minero, calzado con pesadas botas con suela de hierro, y cuando bajó con el capataz al profundo pozo. Los vapores calientes pronto le oprimieron el pecho y amenazaron con sofocarlo. Pronto las lámparas mineras titilaron en las corrientes frías y penetrantes que soplaban en los niveles más bajos. Bajaron más y más hasta que por fin tuvieron que hacerlo por escalerillas de hierro de menos de medio metro de ancho y Elis Froebom descubrió que la destreza obtenida como marino al trepar por el velamen no le servía allí de nada.
Por fin llegó al fondo de la mina, y el capataz marcó el trabajo que Elis debía hacer. Pensó en la amable Ulla. Vio su forma como la de un ángel brillante que se cernía sobré él, y olvidó todos los terrores del pozo, toda la dureza de su trabajo agotador. De una cosa estaba bien seguro: sólo si se entregaba al trabajo con Pehrson Dahlsjoe con toda la energía de su mente y toda la potencia de la que su cuerpo era capaz, había alguna posibilidad de que sus esperanzas se hicieran realidad.
Y fue así como en un tiempo increíblemente breve llegó a trabajar tan bien como el obrero más diestro de la mina. Pehrson sentía cada vez más afecto por aquel joven bueno y laborioso a medida que pasaban los días, y con frecuencia le decía francamente que había encontrado en él no sólo un minero de primera sino también un hijo amado. También la mirada afectuosa de Ulla se hizo cada vez más obvia. A menudo, cuando partía hacia el trabajo y había algo de peligroso en la tarea del día le rogaba y le imploraba, con lágrimas en los ojos, que se cuidara mucho, y a su regreso se precipitaba feliz a su encuentro. Siempre le tenía lista la mejor cerveza fuerte, o un plato suculento para reanimarlo.
El corazón de Elis dio un salto de alegría cuando Pehrson Dahlsjoe le dijo en una oportunidad qué dado que había traído consigo una buena cantidad de dinero y que era de carácter tan laborioso y sobrio, llegaría sin duda el momento en que lograría una concesión, o incluso una mina propia, y que ningún propietario de mina de Falun lo rechazaría si él le pedía la mano de su hija. A Elis le hubiese gustado revelar en ese mismo momento la profundidad del amor que sentía por Ulla, y cómo había puesto todas sus esperanzas en hacerla suya. Pero una timidez insuperable, o quizás más bien la brusca duda acerca de si Ulla lo amaba realmente —aunque sospechaba con frecuencia que sí lo hacía— le cerró la boca.
Ocurrió un día que Elis Froebom estaba trabajando en el fondo mismo del pozo, tan envuelto en el denso vapor sulfuroso, que su lámpara apenas lo atravesaba y casi no podía distinguir cómo corría el filón. De pronto oyó un golpeteo que parecía sonar a una profundidad aún mayor, como si alguien trabajara allí con un martillo. Como ese tipo de trabajo no era posible a semejante profundidad, y como Elis sabía muy bien que nadie había bajado ese día aparte de él, porque el capataz había puesto a trabajar a todos sus hombres en el pozo de extracción, el golpeteo le sonó inconcebible. Bajó la maza y el pico y prestó atención a los golpes retumbantes, que parecían acercarse cada vez más. De pronto advirtió una sombra negra junto a él y, en el momento en que una fuerte corriente apartó el vapor sulfuroso, reconoció al viejo minero de Gotemburgo parado a su lado.
—¡Salud! —exclamó el viejo—. ¡Salud a Elis Froebom aquí, en medio del mineral! ¿Cómo va esa vida, camarada?
Elis estuvo a punto de preguntar por qué milagro el hombre había entrado al pozo. Pero éste siguió golpeando la roca con el martillo, con tanto vigor que saltaban chispas ardientes por todas partes y en la galería había una eco como de truenos lejanos.
—Hay una espléndida veta de trap aquí —gritó el anciano con una voz terrible—. Pero un vagabundo miserable como tú no puede ver más que un filón de trum que no vale ni cinco centavos. Acá abajo eres un topo ciego, y el Príncipe de los Metales nunca será tu amigo. Tampoco sirves de nada en la superficie. Nunca lograrás encontrar el metal puro. Quieres casarte con Ulla, la hija de Pehrson Dahlsjoe, ¿verdad? Por eso estás trabajando aquí, no por amor o interés en tu trabajo. ¡Cuídate, tramposo barato, o el Príncipe de los Metales al que desafías puede pulverizarte los miembros con rocas agudas! Y Ulla nunca será tu esposa, esto te lo aseguro.
La rabia de Elis hirvió ante las palabras insultantes del viejo.
—¿Qué estás haciendo en la mina de mi patrón, Pehrson Dahlsjoe? ¡Trabajo lo mejor que puedo, y cumplo con mi deber! Vete de aquí por donde viniste, o veremos en seguida quién es más capaz de abrirle la cabeza al otro.
Con estas palabras Elis adoptó una posición amenazante frente al viejo, y agitó el martillo, con el que había estado trabajando, por encima de su cabeza. El viejo soltó una risa desdeñosa, y Elis vio con horror como subía las estrechas escalerillas a los saltos, como una ardilla, y desaparecía en las negras galerías. Elis sentía todos los miembros paralizados. No podía seguir con su trabajo, y subió a la superficie. Cuando el viejo capataz, que había subido del pozo de extracción, lo vio, exclamó:
—¿Por Dios, qué te ha pasado, Elis? Estás pálido como un muerto. Sin duda fue el vapor de sulfuro. Aún no te acostumbraste. Toma un trago, muchacho. Te hará bien.
Elis tomó un trago de aguardiente del frasco que le ofrecía el capataz, y después, una vez que recobró un poco las fuerzas, le contó lo que le había pasado abajo en la mina, y el modo extraño en que había conocido al viejo minero de Gotemburgo. El capataz escuchó todo con calma, después sacudió la cabeza pensativo y dijo:
—El que encontraste era el viejo Torbern, muchacho, y ahora sé que lo que cuentan sobre él por aquí no son cuentos. Hace más de cien años hubo en Falun un minero llamado Torbern. Fue uno de los primeros que llevó el oficio de la minería a la perfección, y en sus tiempos las ganancias eran mucho mayores que ahora. No había nadie que supiera de minería más que Torbern. Tenía grandes conocimientos científicos, y en Falun era el mejor de toda la industria. Los filones más ricos se le revelaban como si estuviera dotado de poderes ocultos y poderosos; y como además era un hombre melancólico y sombrío, sin esposa ni hijos, sin siquiera un hogar propio en Falun, y que apenas salía a la superficie, ya que trabajaba sin cesar en las galerías, inevitablemente empezó a correrse la voz de que estaba aliado a los poderes ocultos que rigen en las entrañas de la tierra y que funden los metales.
»Sin tener en cuenta las advertencias de Torbern (por que insistía en profetizar que ocurriría un desastre una vez que los mineros dejaran de verse impulsados al trabajo sólo por el verdadero amor a los maravillosos metales) siguieron extendiendo las galerías cada vez más, por amor al lucro, hasta que al fin, en el Día de San Juan del año 1678 se produjo el terrible derrumbe que creó nuestra entrada principal presente, y que arruinó tanto las instalaciones de la época, que sólo mediante grandes esfuerzos y considerable ingenio pudieron abrirse otra vez muchas de las bocas. Nada volvió a saberse de Torbern, ni se lo volvió a ver, y parecía seguro que se encontraba trabajando bien hondo y había sido enterrado por el derrumbe.
»Pero no mucho después, cuando el trabajo empezaba a desarrollarse otra vez, algunos mineros afirmaron que habían visto al viejo abajo, que les había dado buenos consejos, y les había señalado los filones más ricos. Otros lo habían encontrado paseándose por el borde del pozo principal, a veces lamentándose en voz alta y a veces con ataques de ira. Otros aun, jóvenes que vinieron aquí como tú lo has hecho, declaraban que un viejo minero los había alentado a emprender la minería y les había mostrado el camino a este lugar. Esto siempre ocurría cuando había escasez de obreros Debe de haber sido su modo de preservar el oficio. Si era realmente el viejo Torbern aquel con quien discutiste en el pozo, y si te habló de un buen filón de trap, sin duda hay una buena veta metálica allí, y mañana nos fijaremos. Porque como sabes a los filones con hierro les llamamos trap, y un trum es una veta de esa clase que se subdivide una y otra vez hasta que probablemente termina en nada.
Cuando Elis regresó a la casa de Pehrson Dahlsjoe, la mente llena de ideas contradictorias, Ulla no salió a darle la bienvenida, como de costumbre. Estaba sentada con los ojos bajos y, según le pareció a Elis, con señales de llanto en la cara; y junto a ella estaba un apuesto joven, sosteniéndole la mano y haciendo grandes esfuerzos por decir cosas agradables a las que Ulla no prestaba la menor atención. Ganado por un sombrío presentimiento, Elis fijó los ojos en la pareja. Pero Pehrson Dahlsjoe lo llevó a otra habitación y empezó:
—Elis Froebom, pronto podrás darme una prueba de tu amor y lealtad. Siempre te he tratado como a un hijo, y pronto serás realmente un hijo para mí. El hombre que nos visita es Eric Olavsen, un rico mercader de Gotemburgo. Ha venido a pedir la mano de mi hija, y se la daré; se la llevará a Gotemburgo y tú quedarás solo conmigo para sostenerme en mi vejez. Pero, Elis, ¿por qué no dices nada? Estás pálido. Espero que mi decisión no te disguste, y que ahora que mi hija debe abandonarme no te vayas tú también. Pero oigo que el señor Olavsen me llama. Debo ir.
Una vez dichas estas palabras regresó al salón, dejando a Elis con la sensación de que le abrían el corazón con cuchillos al rojo. No podía encontrar palabras, ni lágrimas. Se precipitó fuera de la casa en loca desesperación, hacia el gran pozo de la mina. El enorme abismo ya parecía bastante terrible a la luz del día, pero ahora que había caído la noche y el disco de la luna acababa de alzarse, las rocas desoladas parecían un rebaño innumerable de monstruos horribles que rodaban y se arrojaban a la sima, como una monstruosa progenie infernal que se retorcía sobre el piso humeante, disparando miradas ardientes y tendiendo sus garras gigantescas para atrapar a la raza del hombre.
—¡Torbern! ¡Torbern! —exclamó Elis con una voz terrible, que resonó en la galería desolada—. ¡Torbern, aquí estoy! ¡Tenías razón, soy un miserable vagabundo y no puedo fijar mis estúpidas esperanzas en la superficie! Mi tesoro está abajo. ¡Allí está mi vida, todo! Baja conmigo, muéstrame los ricos filones de trap y yo cavaré, sudaré y trabajaré, y nunca volveré a la luz del día. ¡Torbern, Torbern, baja conmigo!
Elis sacó pedernal del bolsillo, encendió su linterna y bajó por el pozo en el que había estado el día anterior, sin ver en ningún momento al anciano. Pero una vez en el fondo descubrió para su asombro que podía distinguir con claridad la veta del trap y hasta seguir el borde y la dirección del filón. Pero a medida que sus ojos se fijaban con mayor firmeza en la maravillosa veta de la roca, una luz deslumbrante pareció llenar toda la galería y sus paredes se volvieron transparentes como el más fino cristal.
El sueño fatídico que había soñado en Gotemburgo volvió a él. Se encontraba mirando los campos celestiales de árboles y plantas minerales, de los que colgaban joyas encendidas en vez de frutos y capullos y flores. Vio las doncellas y contempló el rostro de la reina majestuosa, que lo tomó por los hombros, lo atrajo hacia ella y lo apretó contra su pecho. Entonces una luz ardiente le atravesó el corazón y dejó de tener conciencia de todo lo que no fuera flotar en las ondas de una niebla azul, transparente, centelleante.
—¡Elis Froebom! ¡Elis Froebom! —exclamó una voz poderosa desde arriba, y la galería fue inundada por un reflejo de antorchas.
Era Pehrson Dahlsjoe en persona, que había bajado con el capataz a buscar al muchacho, a quien habían visto correr como un loco hacia el pozo principal. Lo encontraron parado y rígido, con el rostro apretado contra la roca fría.
—¿Qué estás haciendo acá abajo por la noche, pedazo de idiota? Recóbrate y sube con nosotros. Tal vez arriba te esperan buenas noticias.
Elis subió en completo silencio; en completo silencio siguió a Pehrson Dahlsjoe, que no dejó de increparlo con severidad por haber corrido semejante peligro. Cuando llegaron a la casa era pleno día. Allí Ulla se arrojó con un grito a los brazos de Elis, tratándolo con las palabras más tiernas, y el padre exclamó:
—¡Idiota! ¿Acaso crees que no sabía desde hace tiempo que amabas a Ulla, y que era por ella que trabajabas duro en la mina? ¿Acaso crees que no sabía desde hace tiempo que Ulla también te amaba desde el fondo de su corazón? ¿Qué mejor yerno podía desear que un minero trabajador y concienzudo como tú, Elis? Pero no decías nada, y eso me hería.
—¿Acaso nosotros mismos sabíamos que nos amábamos? —intervino Ulla.
—Sea como fuere —siguió Pehrson Dahlsjoe— me fastidiaba que Elis no me lo dijera con franqueza y honestidad, y fue por ese motivo, y porque también quería poner a prueba tu corazón, Ulla, que inventé ayer la historia sobre Eric Olavsen, que casi te llevó a la muerte, muchacho. ¡Mira que eres loco! Eric Olavsen hace años que está casado, y te doy la mano de mi hija a ti, Elis, porque, déjame decirlo una vez más, no podría desear un yerno mejor.
Lágrimas de alegría corrieron por las mejillas de Elis. La buena suerte había bajado sobre él de modo tan inesperado que casi le parecía que se trataba de otro dulce sueño. Pehrson Dahlsjoe invitó a todos los mineros a una cena para festejar el acontecimiento. Ulla se vistió con sus mejores ropas y parecía más encantadora que nunca, tanto que todos exclamaban una y otra vez:
—¡Oh, qué hermosa novia consiguió nuestro amigo Elis Froebom! ¡Qué el cielo los bendiga a los dos por su bondad y virtud!
Sin embargo el terror de la noche aún cruzaba el rostro pálido de Elis, y a menudo miraba fijo ante él, como abstraído de lo que lo rodeaba.
—¿Qué te pasa, Elis, querido? —preguntó Ulla, y él le contestó mientras la apretaba contra su pecho:
—Sí, sí, ahora eres mía realmente, y todo está bien.
Pero en medio de su felicidad Elis seguía sintiendo como si una mano de hielo le estrujara el corazón, y le parecía oír que una voz lúgubre le decía:
—¿Así que ése es tu mayor ideal: casarte con Ulla? ¡Pobre tonto! ¿Acaso no miraste a la reina en la cara?
Se sentía abrumado por una angustia indecible; y lo torturaba la idea de que uno de los mineros podía asumir bruscamente proporciones gigantescas, y después, para su terror, vería que se trataba de Torbern que había venido a hacerle recordar el terrible mundo subterráneo de gemas y metales al que él se había entregado. Y sin embargo no podía ver motivos para que aquel viejo fantasmal fuera su enemigo, ni qué relación había entre su pericia como minero y su amor. Pehrson advirtió la abstracción de Elis, pero la atribuyó a la pena por la que había pasado y a la noche pasada en el pozo.
No pasaba lo mismo con Ulla, que sentía un presentimiento secreto y presionaba a su amante para que le contará qué cosa terrible le había pasado para apartarlo tanto de ella. Elis sentía como si se le fuera a reventar el corazón. Se esforzó en vano por hablarle a su amada del rostro maravilloso que se le había revelado en la mina. Era como si un poder desconocido le cerrara los labios por la fuerza, como si la cara imponente de la reina se asomara desde su propio corazón, como si en caso de pronunciar él su nombre todo lo que lo rodeaba fuera a transformarse en piedra opaca, negra, agrietada, como ante la mirada de una horrible cabeza de Medusa. Toda la magnificencia que en la mina lo había inundado de felicidad ahora le parecía un infierno de torturas sin fin, engañosamente embellecido para llevarlo a la ruina.
Pehrson Dahlsjoe le dijo a Elis que se quedara en la casa por uno días, para recobrarse del todo de la enfermedad que parecía haberlo atacado, y durante este tiempo el amor de Ulla, que brillaba fulgurante y límpido en sus ojos inocentes, disipó el recuerdo de la funesta aventura de la mina. Su felicidad lo devolvió a la vida y a la creencia en su buena suerte que, según le parecía, ningún poder maligno podía perturbar ahora.
Cuando bajó una vez más a la mina, todo le pareció cambiado. Los filones más espléndidos aparecían nítidos ante sus ojos, trabajaba con celo redoblado, olvidado de todo lo demás. Cuando subía a la superficie tenía que pensar en Pehrson Dahlsjoe y su amada, pero el esfuerzo parecía dividirlo en dos. Era como si su yo más auténtico y mejor bajara al centro de la tierra y se quedara allí, en brazos de la reina, mientras él regresaba a su triste vivienda de Falun. Cuando Ulla le hablaba de su amor y de su feliz vida futura juntos, él empezaba a hablar de los esplendores de las profundidades, y de las enormes riquezas que allí yacían, expresándose todo el tiempo en un lenguaje tan extraño e incomprensible que la pobre muchacha se sentía invadida por un miedo opresivo, y no podía explicarse cómo Elis había llegado a cambiar tanto.
Elis siempre les contaba al capataz y al propio Pehrson Dahlsjoe cómo había descubierto las vetas más ricas y los mejores filones de trap. Y cuando sus hallazgos demostraban ser sólo roca estéril soltaba una risa despectiva y afirmaba que él era realmente el único hombre que comprendía los signos secretos que la reina había grabado en las piedras, y que bastaba con comprenderlos, sin revelar su significado a los demás. Cuando Elis hablaba con ojos demenciales y ardientes sobre el paraíso que refulgía en las profundidades de la tierra, el viejo capataz lo miraba con tristeza.
—Oh, señor —le susurraba al oído a Pehrson Dahlsjoe— ese terrible Torbern ha embrujado al pobre muchacho.
—No creas en esos cuentos de viejos mineros —contestaba Dahlsjoe—. Lo que pasa es que es uno de esos tipos solemnes de Nerika, y el amor le ha hecho perder la cabeza. Eso es todo. Espera sólo a que se realice la boda, y entonces terminará con sus filones de trap y sus tesoros y su paraíso subterráneo.
Al fin llegó el día fijado por Dahlsjoe para la boda. En los días anteriores Elis había estado más silencioso, grave y abstraído que nunca. Pero, por otro lado, nunca había parecido tan enamorado de Ulla como entonces. No podía apartarse de ella ni por un instante, y por lo tanto no había bajado a la mina. Parecía haber olvidado por completo su inquieto entusiasmo por los trabajos mineros, porque sus labios no pronunciaron una sola palabra acerca del reino subterráneo. Ulla sentía una felicidad gloriosa. Había olvidado sus temores acerca de que los poderes amenazantes de las profundidades, que había oído mencionar con frecuencia a los viejos mineros, pudiesen llevar a Elis a la perdición. Y Dahlsjoe, también, le dijo al viejo capataz con una carcajada:
—Ya ves: Elis estaba un poco trastornado por el amor a mi Ulla, nada más.
A primera hora de la mañana del día de la boda —era el Día de San Juan— Elis llamó a la puerta de la novia. Ella abrió y dio un salto atrás, aterrada al verlo, ya con su traje de novio pero mortalmente pálido y con un fuego sombrío en los ojos.
—Querida Ulla —dijo él con voz suave y temblorosa—, quería decirte solamente que estamos a punto de alcanzar la mayor riqueza que pueden tener los hombres sobre la tierra. Me fue revelado anoche. En lo más hondo de la mina, oculta entre clorita y mica, espera una veta de almandina de reflejos rojos como la sangre, sobre la que está grabada el destino de nuestras vidas, y que debes recibir de mí como regalo de boda, Es más bella que el más espléndido rubí rojo sangre; y cuando estemos unidos por nuestro amor y miremos en sus reflejos luminosos, entonces veremos cómo nuestros corazones han terminado por fundirse en esa veta maravillosa que surge del corazón de la reina en el centro de la tierra. Sólo necesito traer esa piedra a la luz del día; y es lo que haré ahora. Cuídate, querida Ulla. Pronto regresaré.
Ulla le imploró con lágrimas amargas que abandonara aquel proyecto visionario, porque sentía un agudo presentimiento de desastre. Pero Elis Froebom declaró que sin la piedra jamás se sentiría en paz, y que no había posibilidad de peligro. Después abrazó cariñosamente a su amada, y se retiró. Los invitados ya se habían reunido para acompañar a los novios a la iglesia de Copparberg, donde después de la misa se celebraría la ceremonia nupcial. Un grupo de muchachas con ropas de brillantes colores, que iban a caminar ante la novia, de acuerdo a la costumbre nacional, reían y bromeaban alrededor de Ulla. Los músicos afinaban sus instrumentos y ensayaron una alegre marcha nupcial. Era casi mediodía y seguía sin haber señales de Elis Froebom, cuando de pronto llegaron unos mineros, con el miedo y el horror pintados en sus rostros pálidos, para avisar que acaba de ocurrir un terrible derrumbe, que había destruido todas las galerías de Pehrson Dahlsjoe.
—¡Elis, oh, Elis, has muerto, has muerto! —exclamó Ulla con un grito salvaje, y se desmayó.
Recién entonces Pehrson Dahlsjoe supo, de labios de su capataz, que Elis había bajado por la entrada principal a primera hora de esa mañana. Nadie más había estado en la mina. Porque el capataz y los mineros habían sido invitados todos a la boda; Dahlsjoe y los demás partieron de inmediato, pero todas las búsquedas, incluso con grave riesgo de sus propias vidas, fueron en vano. No encontraron a Elis Froebom. No había dudas de que el derrumbe había sepultado en la roca al desdichado. De ese modo la desolación y el llanto cayeron sobre la casa del bravo Pehrson Dahlsjoe en el momento en que él creía haberse asegurado la paz y el descanso para sus años postreros.
Hacía mucho que Pehrson Dahlsjoe, propietario y supervisor de minas, había muerto; hacía mucho también que su hija Lilla había desaparecido. En Falun nadie los recordaba, y habían pasado unos buenos cincuenta años desde el desafortunado día de boda de Froebom, cuando unos mineros que estaban abriendo un pasaje de comunicación entre dos galerías descubrieron por casualidad, a una profundidad de doscientos setenta metros, tendido en un charco de líquido brillante, el cadáver de un joven minero que, según lo que vieron al sacarlo a la superficie, parecía haberse petrificado. El joven se veía como si estuviera profundamente dormido, tan frescas y bien conservadas estaban sus facciones, tan impecables sus ropas nuevas de minero, y hasta las flores que llevaba en el ojal. Cuando lo sacaron de la mina toda la gente de las cercanías lo rodeó. Ninguno de los mineros recordaba que alguno de sus compañeros hubiese quedado atrapado en las galerías, y estaban por llevar el cadáver a Falun cuando una mujer canosa, muy anciana, se acercó trabajosamente sobre sus muletas.
—Es la viejita del Día de San Juan —exclamó uno de los mineros.
Le habían dado ese nombre, porque habían advertido durante muchos años que la mujer se presentaba en cada Día de San Juan y se asomaba al pozo de la mina, estrujándose las manos y gimiendo de un modo lamentable. Después rodeaba la entrada mayor y desaparecía. En cuanto la anciana vio el cuerpo rígido dejó caer ambas muletas, alzó los brazos al cielo y exclamó con una voz desgarradora:
—¡Oh, Elis Froebom! ¡Elis mío! Mi dulce novio.
Y se arrodilló junto al cadáver, tomó sus manos de piedra y las apretó contra su pecho helado por la edad, en el que aún latía un corazón encendido de amor, así como arde una llama sagrada de petróleo bajo una capa de hielo.
—¡Ay! —exclamó, mirando a los que la rodeaban—. Nadie, ninguno de ustedes reconoce ya a la pobre Ulla Dahlsjoe, que fue la novia feliz de este mozo hace cincuenta años. Cuando, en medio de la pena y la desesperación, me fui a Ornaes, el viejo Torbern me consoló con la promesa de que vería aún una vez más sobre esta tierra a mi Elis, que quedó sepultado entre las rocas en el día de nuestra boda. Por eso he venido aquí año tras año y me he asomado con ojos ansiosos y amantes al pozo de la mina. Y hoy me ha sido otorgada la bendita visión. ¡Oh, Elis mío, mi novio amado!
Abrazó una vez más al joven con sus brazos delgados, como si no quisiera soltarlo nunca, y los hombres que la rodeaban se sintieron profundamente conmovidos. Sus gemidos y sollozos se hicieron cada vez más suaves, hasta apagarse. Los mineros se acercaron y trataron de alzarla en sus brazos. Pero ella había exhalado su último soplo de vida sobre el cuerpo del novio. Entonces los espectadores vieron que el cuerpo sólo había parecido petrificado, porque empezó a convertirse en polvo. En la iglesia de Copparberg, donde tendría que haberse celebrado la boda cincuenta años antes, enterraron las cenizas de Elis Froebom, y con él el cuerpo de su desdichada novia, que le había sido fiel hasta la muerte.
E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: Las minas de Falun (Die Bergwerke zu Falun), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Me gusto mucho el relato
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