«La ventana esquinera de mi primo»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis


«La ventana esquinera de mi primo»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.




La ventana esquinera de mi primo (Des Vetters Eckfenster) es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado por entregas, entre el 23 de abril y el 4 de mayo de 1822, en la revista Der Zuschauer —El espectador—, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Historias (Erzählungen).

La ventana esquinera de mi primo, uno de los cuentos de E.T.A. Hoffmann más acabados, nos sitúa en Berlín, donde el narrador de la historia visita a su primo, un escritor que, a causa de una obstinada enfermedad, ha perdido por completo el uso de sus pies. Si bien el enfermo no puede abandonar el departamento, desde la ventana esquinera observa día y noche la actividad de la gente, su ir y venir, sus desgracias, sus alegrías, su peculiar modo de sentirse libre aún bajo la esclavitud del sistema.

Es probable que La ventana esquinera de mi primo posea algunos matices autobiográficos, en especial aquellos pasajes acerca de la enfermedad y el aislamiento que asedian al protagonista. Recordemos que el cuento fue terminado apenas dos meses antes de la muerte de E.T.A. Hoffmann, por aquel entonces, muy desmejorado físicamente.




La ventana esquinera de mi primo.
Des Vetters Eckfenster, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

A mi pobre primo le pasa lo mismo que al conocido Scorron. Al igual que éste, tampoco mi primo puede valerse de sus pies a causa de una pertinaz enfermedad. Así, pues, con ayuda de una muleta firme y del brazo vigoroso de un lisiado huraño al que le gusta hacer de enfermero, mi primo va de la cama al sillón acolchado y del sillón a la cama. Pero mi primo tiene algo más en común con aquel francés que dotado de un humor superior a lo común del ingenio francés ocupa un sitio incuestionable dentro de la literatura de ese país, a pesar de lo escaso de sus obras. Al igual que Scorron, mi primo también escribe, y posee también un espíritu notablemente vivaz y un humor extraordinario y singular.

Pero para el buen nombre del escritor alemán, hay que hacer notar que jamás ha considerado necesario condimentar sus pequeños platos picantes con asafétida para hacerles cosquillas en el paladar a sus lectores alemanes, a quienes no les apetece en absoluto. Le basta el condimento noble, que alimenta al mismo tiempo que da buen sabor. La gente lee con gusto lo que él escribe; se dice que es bueno y entretenido. Yo de eso no entiendo nada: Me solazaba y o con la conversación amena de mi primo, y prefería escucharlo a leer sus libros. Pero justamente esa inclinación irreprimible hacia el arte de escribir ha tenido para mi primo nefastas consecuencias.

La terrible enfermedad no logró impedir el raudo rodar de la fantasía que seguía trabajando en su interior creando siempre cosas nuevas. Así pues solía contarme, todo tipo de historias graciosas que ideaba a pesar de su inmenso dolor. Pero el demonio maligno de la enfermedad le había destruido el camino que tenía que seguir el pensamiento hasta aparecer configurado en el papel. No bien se proponía mi primo escribir alguna cosa, no sólo los dedos fracasaban en la tarea, sino que la idea misma desaparecía, se esfumaba. Así pues, mi primo cayó en la más negra melancolía.

—¡Prima! —me dijo una vez con un tono de voz que me asustó—. Todo está terminado para mí. Se me ocurre que soy como aquel viejo pintor trastornado por la locura que se pasaba los días ante un lienzo enmarcado alabando ante quienes iban a visitarlo las incomparables bellezas del magnífico cuadro que acababa de pintar. ¡Se acabó, se acabó la vida activa, creadora, que fluye de mí para configurarse en una forma exterior y consagraciarse con el mundo! Mi espíritu se recluye en su celda.

Desde entonces mi primo ya no se dejó ver por nadie. El viejo lisiado huraño nos echaba desde la puerta gruñendo y refunfuñando como un fiero perro guardián. Tengo que aclarar que mi primo vive en un piso bastante alto, en habitaciones bajas y pequeñas. Eso es típico de poetas y escritores. ¿Qué importa el techo bajo? La fantasía levanta vuelo de todos modos y se construye una cúpula alta y alegre que llega hasta el cielo azul. Así pues, la estrecha. habitación del poeta es como aquel inmenso jardín de diez pies cuadrados encerrado entre cuatro paredes: no es amplia ni es larga, pero tiene una altura considerable. Además, la casa de mi primo está ubicada. en la parte más bonita de la ciudad, frente a la inmensa feria rodeada de lujosas construcciones y en cuyo centro brilla el magnífico edificio del teatro, de genial arquitectura.

La casa de mi primo está justo en una esquina, y desde la ventana de un pequeño gabinete abarca de una sola mirada todo el espectáculo de la inmensa feria. Y justamente era día de feria cuando abriéndome paso entre el abigarrado gentío caminaba yo por la calle desde la que ya de lejos puede divisarse la ventana esquinera de mi primo. No me sorprendió poco ver en aquella ventana el conocido gorro rojo que éste solía usar en sus viejos tiempos; y ya más cerca, pude observar también que lucía una suntuosa bata de Varsovia y fumaba en su pipa turca de los domingos. Le hice señas con el brazo, con el pañuelo; logré que me viera y me saludó cordialmente. ¡Cuántas esperanzas!

Subí las escaleras con la velocidad de un rayo. El lisiado me abrió la puerta. Su cara parecía por lo común un guante mojado lleno de arrugas y apergaminado, pero algunos rayos de sol lo habían alisado un poco transformándolo en una careta pasable. Dijo que el señor estaba sentado en la mecedora y que se le podía hablar. El cuarto estaba limpio, y en el biombo había adherido un cartel donde estaban escritas en grandes caracteres estas palabras:


Et si male nunc, non olim sic erit.


Todo era señal de nuevas esperanzas y renovada fuerza vital.

—¡Ah! —exclamó mi primo cuando entré al gabinete—. ¡Por fin llegas, primo! ¿Sabes? Realmente tenía ganas de verte. Pues a pesar de que te importen un pito mis obras inmortales, de todos modos te aprecio mucho porque eres un espíritu vivaz al que se puede entretener, aunque uno no sea entretenido.

Sentí que me ruborizaba al escuchar el sincero cumplido de mi primo.

—Tú crees —continuó sin prestar atención a mi bochorno— que estoy en franca mejoría, o incluso tal vez completamente restablecido. ¡De ningún modo! Mis piernas son vasallos desleales que se han rebelado contra la cabeza de su señor y no quieren tener nada que ver con el resto de mi estimado cadáver. Eso significa que no puedo moverme de mi sitio y ando con mucha gracia de un lado a otro en esta silla de ruedas, mientras mi viejo lisiado me silba las marchas más melodiosas de sus años de guerra, como acompañamiento. Pero esta ventana es mi consuelo. Aquí volvió a revelarse para mí la vida más variada, y me he reconciliado con su hacer sin pausa. ¡Ven aquí, primo! Mira hacia afuera.

Me senté frente a mi primo en un pequeño taburete que cabía justo delante de la ventana. La vista era en verdad extraña y sorprendente. Toda la feria parecía una masa única y abigarrada de gente, y daba la impresión de que si se arrojaba sobre ella una manzana, jamás podría llegar al suelo. Los colores más diversos resplandecían a la luz del sol dispuestos como en pequeñas manchitas. Se me ocurría que todo era como un inmenso cantero de tulipanes mecidos por el viento, y para mis adentros tuve que aceptar que el panorama era realmente bonito pero aburrido, si bien podía producir cierto vértigo a personas excitadas, similar a la agradable sensación que provoca la cercanía del sueño. En ello residía para mí el placer que procuraba a mi primo aquella ventana, y se lo hice saber abiertamente. Pero mi primo se llevó las manos a la cabeza, y entre nosotros se suscitó este diálogo:

MI PRIMO: ¡Primo, primo! Bien veo ahora que no arde en ti ni la más mínima chispa de talento literario. Te falta el requisito principal para poder seguir alguna vez los pasos de tu digno primo inválido, esto es: un ojo que realmente mire. Aquella feria no ofrece para ti nada más que el espectáculo de una muchedumbre colorida y caótica que se mueve sin ningún sentido. ¡Ja, ja, amigo!, para mí se despliega allá el escenario más variado de la vida burguesa, y mi espíritu —como un bizarro Callot, o un moderno Chadowiecki— realiza un boceto tras otro cuyos trazos son a menudo bastante audaces. ¡Arriba, primo! Voy a ver si consigo enseñarte por lo menos los rudimentos del arte de ver. Mira hacia abajo, a la calle. Aquí tienes mi lente. ¿Ves esa mujer de atuendo un poco extravagante, con una enorme canasta en su brazo, que en intenso diálogo con el vendedor de cepillos parece estar concertando negocios domésticos diversos a los referidos al alimento del cuerpo?

YO: Ya la he visto. Tiene un pañuelo de estridente color limón atado a la cabeza como un turbante, y su rostro, al igual que toda su persona, indican claramente que es francesa. Posiblemente se quedó después de la última guerra y está haciendo su agosto aquí.

MI PRIMO: No está mal. Seguro que el hombre tiene que agradecer una buena ganancia a alguna rama de la industria francesa, y con ello su mujer podrá llenar bien su canasta con los mejores productos. Ahora se mete entre el gentío. Trata de seguir su intrincado recorrido sin perderla de vista; el pañuelo amarillo te servirá de guía.

YO: ¡Ah! ¡Cómo parte en dos a la masa ese punto amarillo ardiente! Ahora está cerca de la iglesia, ahora está comprando algo en los puestos... se fue... ¡oh!, la he perdido... no. . . allá atrás aparece de nuevo, en el puesto de aves; toma un ganso desplumado, lo toca con mano de experta.

MI PRIMO: ¡Bien! Fijar la vista es requisito indispensable para una buena percepción. Pero en vez de tratar de enseñarte de manera aburrida un arte que es casi imposible aprender, déjame que te muestre un montón de cosas divertidas que suceden ante nuestros ojos. ¿Ves esa mujer que allá en la esquina se abre paso con los codos aunque la congestión no es muy grande?

YO: ¡Qué figura estrafalaria! Un sombrero de seda que desafía con su informalidad caprichosa cualquier dictado de la moda: las plumas de colores se mecen al viento... una túnica corta de seda cuya tonalidad retorna a la nada originaria, encima un chal bastante decente, el borde del vestido amarillo le llega hasta los tobillos, medias azules amarronadas, zapatos abotinados; y detrás de ella una criada elegante con dos canastas, una red de pescar y una bolsa de harina ... ¡Dios me ampare! ¡Qué miradas furibundas lanza aquella persona sedosa! ¡Con qué rabia se introduce por donde hay más gente! ¡Cómo toca todo, verdura, fruta, carne! ¡Cómo mira, y mete la mano, y discute y no compra nada!

MI PRIMO: A esa persona que nunca falta en los días de feria la he bautizado el ama de casa furibunda. Se me ocurre que ha de ser la hija de un burgués rico, quizá de un conocido jabonero, cuya mano y anexos ha conquistado no sin esfuerzos un pequeño secretario privado. El cielo no la ha dotado de gracia ni de belleza, pero según dicen los vecinos, era la muchacha más casera y ahorrativa de todo Berlín. Y realmente, es tan ahorrativa y hace economías diariamente de manera tan espantosa que el pobre secretario está totalmente consternado, y él mismo querría irse al demonio. A toda hora se toca con timbales y trompetas todo el registro de notas de las compras, los encargos, las reventas y las múltiples necesidades de la casa, y así pues la economía doméstica del secretario privado es como un mecanismo de relojería a cuerda que toca constantemente una sinfonía enloquecida compuesta por el mismo diablo. Más o menos cada cuarto día de feria acompañan nuevas tríadas. ¡Sapienti sat! Mira... pero, ¡oh, oh, ese grupo que se está formando merecería ser eternizado por el lápiz de un Hogarth! ¡Mira, primo, hacia la tercera entrada del teatro!

YO: Un par de viejas sentadas en sillitas bajas, todos sus trastos extendidos ante ellas en un cesto voluminoso... una de ellas vende trapos de colores, mercadería para engañar a ojos estúpidos, y la otra tiene un arsenal de zoquetes azules y grises, lana para tejer, etc. Se acercan una a la otra, se susurran algo al oído. Una de ellas toma una tacita de café; la otra, absorbida por el tema de la conversación, parece haber olvidado la ginebra que recién iba a tomarse. ¡Un par de fisonomías realmente llamativas! ¡Qué manera de gesticular con los brazos flacos y huesudos!

MI PRIMO: Esas dos mujeres siempre se sientan juntas, y a pesar de que sus mercaderías no dan pie a ninguna competencia y por lo tanto tampoco a ningún tipo de envidia profesional, hasta hoy se han mirado siempre con malos ojos, y si no me falla mi diestro conocimiento de la fisonomía, se han lanzado mutuamente indirectas maliciosas y sarcásticas. ¡Oh, mira, mira, primo! Son cada vez más carne y uña. La, que vende trapos comparte una tacita de café con la que vende medias. ¿Qué significa eso?

¡Ya lo sé! Hace pocos minutos se acercó a la canasta, traída por los trapos de colores, una muchachita de no más de dieciocho años, linda como la luz del sol, cuyo aspecto y modales dejaban traslucir educación y pudorosa pobreza. Había visto un pañuelo blanco con un borde de colores que quizás en ese momento le hacía buena falta. Regateó un poco; la vieja puso en juego todas las artes de la astucia mercantil mientras extendía el pañuelo y dejaba que los colores brillaran al sol. Llegaron a un acuerdo. Pero cuando la pobre sacó las pocas monedas del pañuelo en que las tenía envueltas, el dinero no le alcanzaba. Con las mejillas ardientes y lágrimas en los ojos, la muchacha se alejó tan rápido como pudo, mientras la vieja, con una carcajada burlona, doblaba otra vez el pañuelo y lo metía en la canasta.

Durante este episodio deben haberse suscitado expresiones notables. Pero la otra diabla conoce a la pequeña y sabe bosquejar la triste historia de una familia empobrecida como una crónica de frivolidades y quizá también de delitos que divierte a la tendera engañada. Seguramente ésta retribuía con una taza de café alguna calumnia grosera.

YO: En todo lo que dices, querido primo, puede que no haya ni una pizca de verdad, pero cuando miro a las dos mujeres, todo me resulta tan verosímil gracias a tu animada descripción, que tengo que creerlo, me guste o no.

MI PRIMO: Antes de alejarnos de los muros del teatro, echemos todavía un vistazo a aquella mujer gorda y cordial, de mejillas rebosantes de salud, que con una tranquilidad y una calma estoica está sentada en una sillita de paja, con las manos metidas bajo el delantal, y que sobre lienzos blancos tiene extendida una gran variedad de cucharas, cuchillos y tenedores bruñidos, loza fina, platos y soperas de porcelana de forma algo anticuada, tazas de té, cafeteras, artículos de punto y qué se yo cuántas cosas más, de manera tal que sus mercancías, probablemente rejuntadas en pequeñas subastas, configuran un verdadero orbis pictus . Ella escucha las ofertas del comprador sin un gesto, y sin importarle que la venta se haga o no. Vende al mejor postor y saca la mano de debajo del delantal para tomar el dinero del cliente, que se sirve por sí mismo lo que ha comprado y se lo lleva.

Es una vendedora paciente y sensata con buenas perspectivas en su negocio. Cuatro semanas atrás todo lo que tenía para vender era más o menos media docena de medias finas de algodón e igual cantidad de vasos. Cada vez que se abre la feria, su negocio crece, y el hecho de que no se traiga una silla mejor y siga como siempre con las manos bajo el delantal, indica que posee un espíritu prudente y no adopta una actitud de soberbia a causa de su buena fortuna. ¡No sé por qué se me ocurre de pronto una idea tan burlesca! Ahora mismo estoy pensando que un diablillo malicioso se ha acurrucado bajo la silla de la vendedora —al igual que el que en la página de Hogarth se esconde bajo la silla de la beata— y, envidioso de su buena fortuna, le serrucha con disimulo y perfidia las patas de la silla. ¡Plum ! La vendedora se cae sobre sus vasos y porcelanas y se acabó el negocio. Eso sería literalmente una bancarrota.

YO: En verdad, querido primo, ya me has enseñado a observar mejor. Mientras dejo que mi mirada se deslice por entre el hormigueo colorido de la gente, me saltan a la vista una y otra vez jóvenes muchachitas que acompañadas de cocineras pulcramente vestidas con canastos amplios y relucientes, andan por la feria haciendo las compras. El atuendo a la moda de las muchachas, todo su aspecto, no deja lugar a dudas: pertenecen por lo menos a lo más distinguido de la burguesía. ¿Qué hacen ellas en la feria?

MI PRIMO: La explicación es sencilla. Desde hace unos pocos años se ha hecho costumbre que incluso las hijas de los más altos funcionarios vayan a la feria para aprender en la práctica lo que dentro de la economía doméstica se refiere a la compra de provisiones.

YO: Es realmente una costumbre loable que seguramente producirá notables beneficios en la conducción del hogar.

MI PRIMO: ¿Te parece? Yo opinó lo contrario. ¿Qué otra finalidad puede tener el hecho de hacer las compras uno mismo, sino cerciorarse de la calidad de la mercadería y conocer los precios reales de los productos de la feria? Las cualidades, aspecto y características de una buena verdura, de un buen trozo de carne, etc., aprende a distinguirlas el ama de casa muy de otra manera, y el ahorro de esos pocos centavitos, que ni siquiera es tal, porque la cocinera acompañante se ha puesto de acuerdo en secreto con los vendedores, no compensa en absoluto las desventajas que puede traer aparejadas la visita a la feria. Jamás expondría por unos pocos centavos a mi hija al riesgo de escuchar alguna obscenidad, o de tener que aguantarse, metida entre la gentuza, la respuesta indecorosa de alguna mujer o de algún tipo vulgar.

Y luego, por lo que toca a las especulaciones de ciertos jovenzuelos que suspiran de amor montados a caballo y vistiendo capas azules, o a pie con sayales amarillos de cuello negro, la feria es... ¿Pero mira, primo, mira! ¿Qué te parece la muchacha que viene por allí, cerca de la bomba de agua, acompañada de una cocinera bastante vieja? ¡Toma mi lente, primo, toma mi lente!

YO: ¡Ah! ¡Qué criatura! La gracia, la gentileza personificadas, pero baja los ojos, como avergonzada. Cada paso que da es vacilante, temeroso; permanece tímida junto a su acompañante, que empuja a la gente para abrirle paso. La voy siguiendo, la cocinera se detiene ante los cajones de verdura, regatea, empuja a la pequeña para que se acerque; ella, mirando para otro lado, saca rápido el dinero de su bolsita y paga, contenta de desligarse pronto del asunto. No se me va a escapar porque tiene un chal rojo... parece que no encuentran lo que buscan; por fin, por fin se detienen ante el puesto de una mujer que vende verdura fresca en bonitos canastos.

Toda la atención de la deliciosa criatura se centra en un canasto lleno de hermosas coliflores, ella misma elige una y se la pone a la cocinera en la cesta ... ¡¿Qué?!, ¡qué desvergonzada!... Sin más trámite la cocinera saca la col del canasto, vuelve a ponerlo en el cajón de la verdulera y escoge otro, mientras sacude impetuosamente la cabeza ornada con una cofia diciendo que no, y deja ver que recrimina a la pequeña que por primera vez había querido elegir algo por su cuenta.

MI PRIMO: ¿Qué te parece que puede sentir esa niña, a quien quieren imponerle una tarea doméstica totalmente opuesta a sus tiernas inclinaciones? Conozco a la deliciosa niña: es la hija de un alto consejero de hacienda; una criatura natural, libre de toda afectación, animada de un verdadero sentido femenino y dotada de esa inteligencia siempre alerta, y el delicado tacto que caracteriza a las mujeres de ese tipo.
¡Ah, primo! Esto es lo que yo llamo una feliz coincidencia. Aquí viene doblando la esquina la contraparte exacta de aquella imagen. ¿Que te parece esta muchacha, primo?

YO: ¡ Ah, qué figura esbelta y encantadora! Joven, ágil, mira a todo el mundo con ojos resueltos, despreocupados. En el cielo siempre brilla el sol, en el aire hay siempre alegres melodías. ¡Cómo se abre paso con osadía, sin ninguna timidez, por entre la abigarrada masa de gente! La criada que la sigue con la canasta no parece mayor que ella, y entre ambas reina cierta cordialidad. La damisela luce bonitos vestidos, el chal es de última moda, el sombrero hace juego con todo su arreglo matinal, como también el vestido, de corte muy sentador.

Todo muy bonito y muy correcto. ¡Oh!, ¿qué veo? La señorita lleva zapatos blancos de seda... ¡Viejas zapatillas de baile en la feria! En general, cuanto más observo a la muchacha, tanto más noto algo muy particular que no podría definir. Es cierto; al parecer está haciendo las compras con ferviente interés; elige y elige, regatea, conversa, gesticula, todo con tanta vitalidad que raya casi en la excitación; pero se me ocurre que busca algo más que provisiones.

MI PRIMO: ¡Bravo, bravo, primo! Tu mirada se va aguzando según veo. Mira: a pesar de su atuendo a la moda, la agilidad de sus movimientos, las zapatillas de baile en la feria te tendrían que haber revelado que la pequeña damisela pertenece al cuerpo de baile, o por lo menos al teatro. Qué es lo que está buscando es algo que tal vez pronto descubriremos. ¡Ah! Eso es. Mira la calle querido primo, un poco hacia la derecha, y dime a quién ves en la vereda, delante del hotel, donde casi no hay gente.

YO: Veo a un joven alto y flaco con un corto sayal amarillo de cuello negro y botones bruñidos. Tiene puesta una pequeña gorra roja con bardados de plata; por debajo desbordan bonitos rizos negros, casi demasiado abundantes. El pequeño bigote negro subraya no poco la expresión de su semblante pálido, de delicadas facciones masculinas. Lleva un portafolios bajo el brazo (indudablemente, un estudiante camino al colegio, pero se ha quedado ahí como petrificado, con la mirada inmóvil, fija en la feria, y parece haber olvidado el colegio y todo lo que lo rodea.

MI PRIMO: Así es, querido primo. Todo su, pensamiento está pendiente de nuestra pequeña actriz. El momento ha llegado; se acerca al puesto de frutas, donde se exhiben las mercancías más apetitosas, y parece preguntar por frutas que casualmente no hay. Es del todo imposible que una mesa bien servida carezca de frutas. Nuestra pequeña comediante tiene pues que terminar sus compras para el almuerzo de su casa en la frutería. Una manzana redonda de rojas mejillas se le desliza con picardía de entre los deditos: el de amarillo se inclina, la recoge... Una leve y graciosa reverencia de la pequeña hada del teatro y ya la conversación se ha iniciado; consejos mutuos y ayuda en la harto difícil elección de las naranjas, completa el encuentro y la relación iniciada seguramente ya antes, en tanto que inmediatamente se organiza la deliciosa cita que sin duda se repite y se varía de mil maneras.

YO: ¡Que el estudiante siga cortejando y eligiendo naranjas! No me interesa en absoluto, y menos aún cuando en la esquina del teatro, donde vende sus flores la florista, ha vuelto a aparecer aquella criatura angelical, la hija del consejero de hacienda.

MI PRIMO: No me gusta en absoluto mirar hacia el lado de las flores, querido primo, y por una razón muy especial. La vendedora, que por lo común tiene los más hermosos ramos de claveles, rosas y otras flores menos conocidas, es una muchacha muy bonita y amable que aspira a cultivar su espíritu. En cuanto tiene un momento libre, lee con avidez libros que, por su encuadernación, pertenecen al ejército literario de Kralowski, que difunde victorioso la luz de la educación espiritual hasta los últimos rincones de la Resistencia. Una florista lectora es un espectáculo irresistible para un escritor ameno. Así fue que un día, hace mucho tiempo, al pasar frente al puesto de la florista (que vende flores todos los días, y no sólo cuando hay feria), me detuve sorprendido al ver a la lectora.

Estaba sentada entre un denso follaje de geranios en flor con un libro abierto sobre la falda, sosteniendo la cabeza entres las manos. En ese instante, el héroe debía de estar en evidente peligro, o por lo menos en un momento culminante de la acción, porque las mejillas de la muchacha ardían y sus labios temblaban; parecía completamente aislada del mundo. Primo, voy a confesarte sin miramientos la singular debilidad de un escritor. Estaba como atado a ese sitio; iba de un lado a otro. ¿Qué estará leyendo la muchacha? Ese pensamiento no me dejaba en paz. Mi espíritu de escritor se conmovió y me hacía cosquillas el pensamiento de que pudiera ser una de mis obras la que transportaba así a la muchacha al fantástico mundo de mis ensoñaciones. Por fin cobré ánimo, me acerqué y le pregunté cuánto costaba un ramo de claveles que estaba algo alejado. Mientras ella iba a buscarlo, dije yo:

—¿Qué lee usted, señorita? —y tomé el libro que ella había dejado. ¡Oh, cielos! Era realmente una obrita mía. La muchacha trajo las flores y me dijo el precio. ¡Qué flores ni qué ramo! En aquel momento la muchacha era para mí un público mucho más valioso que todo el elegante mundo de la Resistencia. Agitado, conmovido por los más dulces sentimientos autorales, le pregunté con aparente indiferencia qué opinaba del libro.

—¡Ah, mi estimado señor! —replicó la muchacha—. Es un libro muy gracioso. Al principio uno se hace un poco de lío, pero después es como si se estuviera dentro.

Para mi no poca sorpresa, me relató la muchacha mi cuento con tal claridad que era evidente que debía haberlo leído varias veces; volvió a decir que era un libro muy gracioso, que algunas veces la había hecho reír mucho y otras veces le había dado ganas de llorar. Me aconsejó que en caso de que yo no lo hubiese leído todavía, fuera a buscarlo esa tarde a lo del señor Kralowski, porque justamente ella iba a devolverlo. Entonces debía llegar el golpe de efecto: Con la mirada baja, con una voz comparable por la dulzura a la miel hiblea, con la sonrisa radiante de autor pleno de gozo, le susurré:

—Aquí, dulce criatura, aquí está el autor del libro que tanto la divierte, ante usted, en carne y hueso.

La muchacha abrió grandes los ojos, y se quedó mirándome muda, con la boca abierta. Interpreté esto como la expresión del inmenso asombro, del alegre susto ante la repentina aparición entre los geranios del genio sublime cuya capacidad creativa ha engendrado una obra como esa. Quizá, pensé al ver que la muchacha no cambiaba su expresión, quizá no cree en absoluto en la feliz casualidad que ha traído a su lado al famoso autor de... Procuré entonces probarle por todos los medios que el autor del cuento y yo éramos una y la misma persona, pero era como si se hubiese quedado petrificada, y de sus labios no brotaba más que:

—Mmm, o sea que...

Mas, ¡cómo podría describirte lo ultrajado que me sentí en aquel momento! Resulta que a la muchacha no se le había ocurrido jamás que los libros que leía tenían que ser escritos previamente. El concepto de escritor, de poeta, le era absolutamente desconocido, y en realidad creo que si hubiera preguntado un poco más, habría manifestado la ingenua creencia infantil de que Dios hace crecer los libros como los hongos. Totalmente abatido volví a preguntarle cuánto costaban los claveles. Entretanto, a la muchacha debió habérsele ocurrido alguna otra oscura idea acerca de la elaboración de los libros, porque mientras yo contaba el dinero, me preguntó con toda candidez y naturalidad si yo hacía todos los libros en lo del señor Kralowski. Me fui de ahí con mis claveles más rápido que una flecha.

YO: ¡Primo, primo! A eso lo llamo yo una condenada vanidad de autor. Pero mientras me contabas tu trágica historia, no quitaba los ojos de mi adorada criatura. Sólo en el puesto de las flores le dejó el insolente demonio cocinero elegir con toda libertad. La huraña institutriz de la cocina había apoyado la pesada canasta en el suelo, y se hallaba entregada, con otras tres colegas, al inefable placer de la conversación, cruzando a veces los brazos gordos, o poniéndose en jarras, según parecía exigirlo la retórica externa del diálogo, y creo a pies juntillas que debía de ser muy sabroso. Mira un poco qué hermoso ramillete ha elegido aquel ángel adorable; lo hace llevar por un chico robusto. ¿¡Qué!? No, no, eso ya no me gusta tanto: en el camino va comiendo cerezas que saca de la canastita. ¿Cómo se conciliará el delicado paño de batista que seguro la recubre por dentro, con la jugosa fruta?

MI PRIMO: Al apetito juvenil del momento no le importan las manchas de cereza, que se pueden quitar con oxalato de potasa y otros recursos caseros muy eficaces. Y justamente esa libertad recobrada a la que se abandona, librándose de los tormentos de la maligna feria, es expresión de la naturalidad infantil.

Pero desde hace un buen rato estoy observando a aquel hombre que es para mí un enigma indescifrable: el que está parado contra la segunda bomba de agua, junto al coche desde el que una campesina vende mermelada de ciruelas barata que saca de una enorme barrica. Pero antes, primo, observa un poco la agilidad de la mujer, que armada con una larga cuchara de madera, despacha primero las ventas grandes de libra, media libra y cuarto, y recién entonces reparte con la velocidad de un rayo a los golosos que le tienden sus cartuchos, y alguno que otro también la gorra, esa cucharada que saborean inmediatamente como si fuese la más espléndida colación matinal. ¡Caviar del pueblo!

Al ver a la vendedora que distribuye hábilmente la mermelada con su cuchara de madera, me viene a la memoria algo que escuché cuando era chico: que en una boda de ricos campesinos todo había sido tan espléndido que el delicioso arroz con leche espolvoreado con azúcar, canela y clavo de olor, había sido repartido con un rastrillo. Los dignos comensales no tenían más que abrir tranquilamente la boca para recibir su porción, y así todo marchaba como en el país de Cucaña. Pero primo, ¿descubriste al hombre del que te hablaba?

YO: ¡Por supuesto! ¿Quién cuernos será ese personaje extravagante? ¡Un hombre de por lo menos seis pies de alto, flaco como un espárrago, que para colmo está ahí parado, tieso como una estaca, y que tiene una joroba en la espalda! Por debajo del sombrerito de tres picos aplastado asoma la cocarda de una red que luego se adhiere a la espalda haciéndase amplia. La capa gris de corte anticuado se ajusta al cuerpo sin un solo plieguecito, cerrada por delante de arriba hasta abajo con botones, y recién cuando el hombre empezó a caminar junto al carro pude notar que lleva pantalones y medias negras, y enormes hebillas de metal en los zapatos. ¿Qué habrá en esa caja cuadrada que lleva con tanto cuidado bajo el brazo izquierdo, y que tanto se parece al cajón de un ropavejero?

MI PRIMO: Enseguida lo sabrás; obsérvalo atentamente.

YO: Abre la caja... el sol brilla dentro... reflejos luminosos... la caja está forrada de metal... se saca el sombrero y se inclina casi con reverencia ante la mujer de la mermelada... qué rostro tan original y expresivo ... labios finos y apretados... nariz aguileña... grandes ojos oscuros... cejas espesas y muy arqueadas... frente amplia ... cabello negro... el toupet en coeur con ricitos almidonados sobre las orejas... Le extiende la caja a la campesina que se la llena sin más de mermelada, y se la devuelve con un saludo amable ... Tras volver a inclinarse ante la mujer, el hombre se aleja... se dirige al barril de los arenques... abre una gaveta de su caja, introduce algunos pescados que compró, y vuelve a cerrar la gaveta... Un tercer compartimiento está destinado al perejil y un cuarto a las especias, según veo.

Ahora atraviesa la feria en distintas direcciones con un andar solemne, hasta que vuelve a detenerlo el abundante surtido de aves desplumadas expuestas sobre un mostrador. También aquí hace unas cuantas reverencias antes de empezar las compras, conversa largo y tendido con la mujer, que lo escucha amablemente, apoya con cuidado su caja en el suelo y toma dos patos que mete con toda comodidad en la faltriquera. ¡Cielos! También un ganso (al pavo sólo le echa amorosas miradas, pero no puede evitar hacerle una caricia con el dedo índice y el mayor), luego levanta rápido su caja, saluda a la mujer inclinándose con desmesurada cortesía y se aleja apartándose con violencia del objeto que tienta su avidez... Ahora va directamente hacia los puestos de carne, ¿será un cocinero que tiene que preparar un banquete? Compra una pierna de ternera que va a parar también a la faltriquera... Por fin ha terminado con sus compras. Toma ahora la Charlottenstrasse con un aire tan solemne y extraño que parece un hombre llegado de algún lejano país.

MI PRIMO: Ya me he roto bastante la cabeza con este extraño personaje. ¿Qué te parece mi hipótesis, primo? El hombre es un viejo profesor de dibujo que se ha ganado la vida dando clase en escuelas mediocres, y quizá todavía lo haga. Amasó una buena fortuna con todo tipo de ingeniosas empresas; es avaro, desconfiado, espantosamente cínico, y solterón. Sólo venera a un dios el estómago. Todo su placer consiste en comer bien, se entiende que solo y en su cuarto; no tiene servidumbre. Él mismo hace las compras. En los días de feria, como has podido comprobar, adquiere las provisiones para cuatro días, y él mismo se prepara la comida en la cocinita que está pegada a su cuartucho; luego devora todo con un apetito casi salvaje, ya que con su método el cocinero acierta siempre con los gustos del señor. También habrás observado, querido primo, con qué habilidad ha adaptado una vieja caja de dibujo convirtiéndola en canasta para hacer las compras.

YO: ¡Fuera con ese hombre repelente!

MI PRIMO: ¿Por qué repelente? También tiene que haber tipos como ése, dice un hombre de mucha experiencia, y no le falta razón, porque la variedad no es nunca lo suficientemente variada. Pero si tanto, te disgusta el hombre, querido primo, puedo proponerte otra hipótesis respecto de quién es y qué hace. Cuatro franceses, parisienses para más dato —un profesor de lengua, un profesor de esgrima, un profesor de danza y un pastelero—, llegaron a Berlín por la misma época en sus años mozos, e hicieron aquí su buena fortuna, como no podía ser de otro modo (al revés de lo que sucedía a fines del siglo pasado). Desde el momento en que se conocieron en el coche que los llevaba a Berlín, los cuatro se hicieron íntimos amigos, carne y uña, y después de cada jornada se reunían por las noches como verdaderos viejos franceses; así, mientras cenaban frugalmente, conversaban con animación. Las piernas del profesor de baile se entumecieron; con los años, los brazos del profesor de esgrima perdieron su vigor; los rivales del profesor de lengua lo vencieron haciendo gala del más moderno dialecto de París, y las ingeniosas creaciones del pastelero fueron superadas por confiteros más jóvenes, formados por los gastrónomos más extravagantes de París.

Entretanto, cada uno de los miembros del cuarteto fiel había amasado su buena fortuna. Entonces los cuatro se mudaron a una casa amplia, muy bonita aunque un poco apartada; abandonaron sus ocupaciones, y convivían así fieles a la antigua usanza francesa, entretenidos y sin problemas, porque supieron evitar hábilmente las preocupaciones de aquella época desafortunada. Cada uno tiene su tarea, mediante la cual beneficia y deleita a la comunidad: el profesor de baile y el de esgrima visitan a sus viejos alumnos que, por haber ejercido una práctica de gran jerarquía, son oficiales ya retirados de alto rango, chambelanes y mayores de la corte, etc.

Y así reúnen las novedades del día para tener siempre tema en sus conversaciones. El profesor de lengua revuelve las tiendas de antigüedades y rescata más y más obras francesas, de aquellas cuya lengua y estilo aplaudió la Academia. El pastelero se ocupa de la cocina; él mismo hace las compras y también prepara la comida, tarea en la que lo ayuda un viejo criado francés. Además, se ocupa de lavar los platos un muchacho rubicundo que los cuatro fueron a buscar a los Orphelins Francais cuando murió la vieja francesa sin dientes que, de institutriz, había descendido a fregona. Allá va el pequeño llevando en un brazo un canasto con panecillos, y en el otro uno lleno de lechuga. Así pues, he transformado al repelente profesor alemán de dibujo en un simpático pastelero francés, y creo que esta nueva personalidad le sienta muy bien.

YO: Esta invención honra a tu talento literario, querido primo. Pero desde hace ya algunos minutos me saltan a la vista aquellas grandes plumas que surgen por encima del abigarrado gentío. Por fin aparece la persona entera, cerca de la bomba de agua: una mujer grande, delgada, de aspecto agradable —el abrigo de pesada seda color rosa es flamante, el sombrero, de última moda, el lazo que lo adorna, de hermosas puntillas, los guantes, de cabritilla blanca—. ¿Qué habrá llevado a una dama tan elegante, posiblemente invitada a un déjeuner, a meterse entre la gente de la feria? ¿Cómo? ¿También ella está haciendo compras? Se detiene y le hace señas a una vieja sucia y harapienta —viva imagen de la miseria en la hez del pueblo— que la sigue renqueando dificultosamente con un canasto medio destartalado en el brazo.

La dama elegante le hace señas en la esquina del teatro, para darle una limosna al soldado ciego que está allí contra el muro. Se quita con dificultad el guante de la mano derecha. ¡Dios santo! se asoma un puño rojo que todavía conserva forma masculina. Pero sin elegir mucho, la dama le pone al ciego una moneda en la mano y se va rápido hasta el medio de la Charlottenstrasse, donde empieza a caminar con paso majestuoso, y sin preocuparse ya por su mísera acompañante enfila por la Charlottenstrasse hacia los tilos.

MI PRIMO: La mujer ha dejado la canasta en el suelo para descansar. De una ojeada podrás ver todo lo que aquella dama elegante ha comprado.

YO: Es en realidad bastante peculiar. Un repollo, un montón de papas, algunas manzanas, un pancito, algunos arenques envueltos en papel, un queso de oveja que no tiene aspecto muy apetitoso, un hígado de carnero, un pequeño rosal, un par de chinelas, un calzador, ¡qué diablos!

MI PRIMO: ¡Basta, basta con la de rosa, primo! Observa atentamente al ciego aquel a quien la frívola hija de la perversión acaba de darle una limosna. ¿Hay acaso una imagen más conmovedora del dolor humano inmerecido, de la resignación más devota consagrada a Dios y a la propia suerte? Apoyado contra el muro del teatro, las manos huesudas, flacas, dobladas sobre un bastón colocado a un paso delante de él para que los imprudentes no lo atropellen al pasar, el rostro de palidez cadavérica erguido, la gorra de reservista encasquetada sobre los ojos. Allí permanece inmóvil en el mismo sitio desde la mañana temprano hasta que la feria termina.

YO: Pide limosna, y sin embargo los soldados ciegos, lisiados de guerra, gozan de especial atención.

MI PRIMO: Te equivocas. Ese pobre hombre es el criado de una mujer que vende verdura en la feria, y que pertenece a la clase más baja de las verduleras, porque las más distinguidas se hacen llevar la verdura en carros. Este ciego trae cada mañana de feria los cajones llenos de verdura, como si fuera una bestia de carga, y a tal punto viene cargado, que el peso casi lo derriba; sólo con dificultad consigue mantenerse en pie y caminar con pasos vacilantes ayudándose con el bastón. La mujer grandota y robusta a quien sirve, o que quizá sólo lo usa para que le lleve la verdura hasta la feria, apenas si se molesta en tomarlo del brazo y ayudarlo a llegar hasta donde está ahora. Allí le quita los cajones de la espalda; ella misma se los lleva, y deja al ciego ahí parado sin preocuparse por él en lo más mínimo hasta que la feria termina, y entonces vuelve a cargarle los cajones vacíos o semivacíos.

YO: Es notable que a un ciego se lo reconozca inmediatamente aunque no tenga los ojos cerrados y ninguna otra señal revele su ceguera, por la postura erguida de la cabeza, tan propia, que parece denota un empeño constante por ver algo en la noche que los rodea.

MI PRIMO: Para mí no hay nada tan conmovedor como un ciego que con la cabeza erguida parece mirar a lo lejos. Ha caído ya para el pobre la última tarde de la vida, pero su ojo interior ya procura descubrir la luz eterna que brilla para él desde el más allá, plena de fe y de esperanza. Pero me estoy poniendo demasiado serio. El reservista ciego me procura cada vez que hay feria un verdadero tesoro de observaciones. Notarás, querido primo, cuán vivamente se expresa con este pobre hombre la compasión de los berlineses. A menudo pasan a su lado largas hileras de gente, y nadie deja de darle una limosna. Pero todo reside en el modo de dársela. Observa durante un rato, querido primo, y cuéntame lo que ves.

YO: Aquí vienen justamente tres, cuatro, cinco criadas grandotas y rudas; los canastos excesivamente cargados casi les lastiman los brazos gordos y un poco azulados; tienen motivo para apurarse, así se libran de tanto peso. Y sin embargo cada una de ellas se demora un instante, mete la mano en la canasta y le pone al ciego una moneda en la mano sin mirarla siquiera. Ese gasto es inevitable y está ya incluido en el presupuesto del día de feria. ¡Muy bien!

Ahí viene una mujer cuyo atuendo, y todo su aspecto, indica claramente que es rica y vive bien: se detiene ante el lisiado, saca su monedero, busca y busca; ninguna moneda le parece bastante pequeña para el acto de caridad que se ha propuesto realizar —llama a la cocinera— resulta que también a ella se le acabaron los centavitos —tiene que pedir cambio a las verduleras—, por fin aparece el centavo para la dádiva, entonces le golpea al ciego la mano, para que se dé cuenta de que le van a dar algo; él abre la palma, la caritativa señora le pone la moneda y le cierra el puño para que no se le vaya a perder el espléndido regalo.

¿Por qué caminará aquella simpática niña de un lado a otro con pequeños saltitos, acercándose cada vez más al ciego? ¡Ah! Le ha puesto una moneda en la mano con tal rapidez, que seguramente no lo ha notado nadie más que yo, que la tengo en el foco de la lente; seguro que no era un centavito lo que le dio.

Ese hombre alegre, cebado, de capa marrón, que viene caminando tan tranquilo por allá es seguramente un rico burgués. También él se para delante del ciego y le habla largo y tendido, impidiendo que otra gente se acerque y le dé limosnas; por fin saca una gran bolsa verde de dinero del bolsillo, la desata no sin trabajo, y hurga entre las monedas con tanto ímpetu que se oye hasta aquí. Parturiunt montes. Pero realmente quiero creer que ese noble amigo del hombre, conmovido por la imagen de la miseria, saca el último centavo. Con todo, me parece sin embargo que no es poco lo que recauda el ciego en los días de feria, y lo que me sorprende es que reciba todo sin dar la menor señal de agradecimiento. Sólo un movimiento casi imperceptible de los labios indica que dice algo, que ha de ser gracias, pero eso solamente de vez en cuando.

MI PRIMO: Ahí tienes la expresión más absoluta de total resignación: ¿de qué le sirve al ciego el dinero? No puede usarlo. Sólo en manos de otro, en quien debe poner toda su confianza, cobra éste su valor. Puede ser que me equivoque, pero me parece que la verdulera a la que le lleva los cajones es un mal bicho que maltrata al pobre ciego, aunque posiblemente sea ella la que recaude todo el dinero que él recibe. Cada vez, cuando trae de vuelta los cajones, rifle con el ciego y lo hace en mayor o menor grado, según le haya ido con sus ventas. El rostro mortalmente pálido del ciego, su aspecto demacrado, sus harapos, permiten sospechar que su situación es bastante miserable, y sería asunto de un filántropo activo investigar esta relación más en detalle.

YO: Al echar una ojeada sobre toda la feria veo que los carros de harina, que parecen carpas cubiertos con esas lonas, ofrecen un espectáculo pintoresco porque constituyen para la mirada un refugio a cuyo alrededor el variado gentío se configura en grupos definidos.

MI PRIMO: También conozco la contraparte de los carros blancos de harina, de los enharinados mozos del molino y las muchachas de rosadas mejillas, cada una de ellas una bella molinara.

En verdad que, con mucha pena, echo de menos a una familia de carboneros que solía armar su puesto junto al teatro, derecho frente a mi ventana, y que parece haber sido trasladada ahora al otro lado. El conjunto está compuesto por un hombre grandote, robusto, de rostro expresivo y rasgos enérgicos, fuerte, casi brutal en sus movimientos, en fin: tina fiel imagen de aquellos carboneros que suelen aparecer en las novelas. En realidad te digo que si me encontrara con ese hombre en un bosque solitario me daría miedo, y nada valoraría más en el mundo que una disposición amistosa de su parte hacia mi persona. A este hombre se contrapone como segundo miembro del grupo, en violento contraste, un tipo de no más de cuatro pies de alto con una curiosa joroba, que es la gracia en persona. Bien sabes, primo, que hay gente de aspecto muy singular: a primera vista se da uno cuenta de que son jorobados, pero al mirarlos más de cerca no se puede precisar dónde tienen realmente la joroba.

YO: Eso me recuerda la cándida frase de un ingenioso militar que estuvo en tratos por cuestiones de negocios con un engendro de esos, .y para quien lo indescifrable de la caprichosa constitución del hombre aquel era un verdadero enigma.

—Este tipo —dijo una vez—, tiene una joroba; pero dónde la tiene, el diablo lo sabrá.

MI PRIMO: La naturaleza tenía pensado hacer de mi pequeño carbonero un hombrón de como siete pies de altura, por lo que dejan ver sus manos y pies gigantescos, casi te diría los más grandes que he visto en mi vida. Este hombrecito, vestido con una capa de cuello enorme, está moviéndose constantemente; salta y camina de un lado a otro con una agilidad desagradable; una vez está aquí, al momento, allá, y se empeña en hacer el papel del galán, del primo amoroso de la feria. No deja pasar a una mujer —a menos que sea una aristócrata— sin seguirla y decirle piropos que de seguro han de ser muy del gusto de los carboneros, acompañándolos de movimientos, gestos y muecas inimitables.

A veces lleva la galantería a tal punto, que mientras habla pasa con suavidad su brazo por las caderas de la muchacha y alaba —gorra en mano— su belleza, ofreciéndole sus servicios de caballero. Lo curioso es que las muchachas no sólo consienten eso, sino que además lo aprueban sonrientes, e incluso parece que les gustan esas galanterías. Ese tipo posee sin duda una buena dosis de gracia natural, un notable talento para lo cómico y la capacidad de manifestarlo. Es el pagliazzo, el mequetrefe del barrio, que domina el bosque donde mete bulla. Sin él no puede haber bautismos ni fiestas de bodas, ni bailes en la posad, ni banquetes. La gente se divierte con sus bromas y las festeja durante todo el año.

El resto del grupo, dado que las mujeres —si las hay— y los niños se quedan en casa, consta de otras dos mujeres de constitución robusta y aspecto sombrío y huraño, notablemente resaltado por la carbonilla que se les adhiere a las arrugas de la cara. La afectuosa fidelidad de un enorme perro lobo con el que la familia comparte cada bocado durante la feria, me indica además que en el puesto de los carboneros debe reinar un aire patriarcal y franco. El chiquito tiene la fuerza de un gigante, y por eso es en el grupo el que se encarga de llevar las bolsas vendidas de carbón hasta las casas de los compradores. Muchas veces he visto cómo las mujeres lo cargaban con unas diez canastas grandes que iban amontonándole sobre la espalda, y él se marchaba a grandes trancos, como si no le pesaran en absoluto.

Visto desde atrás, ofrecía el aspecto más cómico que pudiera concebirse. Naturalmente, del pequeño no se veía ni un ápice; era sólo un inmenso saco de carbón con patitas. Como si algún animal fabuloso, una especie de canguro fantástico anduviera a los saltos por la feria.

YO: ¡Mira, mira, primo! Allá, al lado de la iglesia, se está armando una pelea. Seguramente dos verduleras han entrado en conflicto a causa del dichoso meum y tuum, y parece que se están lanzando exquisitos improperios. La gente se amontona, un círculo compacto rodea a las dos mujeres, las voces son más y más estridentes, cada vez manotean con más vehemencia en el aire y arremeten con más fuerza, enseguida van a empezar a puñetazo limpio. La policía se abre paso: ¡oh!, veo de pronto entre las dos furibundas un montón de gorros relucientes. Las madrinas consiguen apaciguar en un momento los ánimos acalorados. La pelea terminó, sin ayuda de la policía; las mujeres regresan calmadas a sus cajones de verdura. La gente que sólo a gritos manifestaba su apoyo por una u otra en momentos drásticos, se va dispersando.

MI PRIMO: ¿Te das cuenta, primo, que ésta fue la única pelea que se suscitó en la feria durante todo el tiempo que hemos estado junto a esta ventana, y que finalmente fue sofocada por el pueblo mismo? Incluso una discusión seria y peligrosa es aplacada por la gente de la feria que se mete entre los contrincantes y los separa. El otro día, se había parado entre los puestos de carne y fruta un tipo grandote, zaparrastroso, de aspecto descarado y rudo, que de repente empezó a provocar al peón de la carnicería que pasaba por ahí. Sacó sin más trámite el garrote que llevaba a la espalda como un arma y trató de golpear al muchacho; seguramente lo habría derribado allí mismo, si el chico no lo hubiese esquivado hábilmente, metiéndose después en su tienda.

Pero una vez allí se armó de una poderosa cuchilla de carnicero y trató de arremeter contra su agresor. Todo hacía pensar que la cosa acabaría en un asesinato y que tendría que intervenir la justicia del crimen. Pero las vendedoras de fruta, mujeres robustas y bien alimentadas, se sintieron de pronto impulsadas a abrazar al peón con tanto afecto y tanta fuerza, que éste no pudo moverse de su sitio. Estaba ahí parado, blandiendo su cuchilla, igual que en aquella frase patética del salvaje Pirro, como una fiera humana pintada, inerme entre la fuerza y la voluntad, no hacía nada. Entretanto, otras mujeres —vendedoras de cepillos, de calzadores y otras cosas— habían rodeado al otro sujeto, y así dieron tiempo de llegar a la policía, que se llevó a aquel tipo, un ex presidario, si no me equivoco

YO: O sea que reina en el pueblo un sentido del orden y de su mantenimiento que sin lugar a dudas ha de reportar grandes ventajas para todos.

MI PRIMO: Mis observaciones me han llevado a confirmar, querido primo, mi opinión de que el pueblo berlinés ha evolucionado notablemente desde aquella época desdichada en que el enemigo invadió con osadía y arrogancia nuestra tierra, procurando en vano someter aquel espíritu que pronto volvió a resurgir con fuerza renovada, como un resorte. En una palabra: el pueblo se ha civilizado, y si algún lindo día de verano te diriges hacia las tiendas y observas a la gente que se embarca para Moabit, comprobarás que incluso las mujeres más vulgares y los jornaleros procuran ser corteses en cierto modo, lo cual resulta muy agradable. A la masa le ha sucedido lo mismo que al individuo que ha visto muchas cosas nuevas, que ha tenido experiencias diferentes, y que con el nil admirari ha suavizado sus costumbres.

Antes, el pueblo de Berlín era rudo y brutal. A un extranjero, por ejemplo, le resultaba prácticamente imposible preguntar por una calle, una dirección, o por cualquier otra cosa, sin recibir una respuesta burlona o grosera, o una información falsa. El pillo berlinés que aprovechaba la menor ocasión, el mínimo pretexto —quizás un traje algo llamativo, o un accidente grotesco— para burlarse de manera alevosa, ya no existe. Porque esos chicos vagabundos que venden cigarros ante los portones, que ofrecen el fidelen Hamburger avec du feu, esos bellacos que terminan sus vidas en Spandau o en Straussberg, o como hace todavía poco uno de ellos, en el cadalso, no son en absoluto lo que era el auténtico pillo berlinés que —es gracioso decirlo— no era vagabundo sino aprendiz de un amo, y poseía a pesar de toda su impiedad y corrupción, un cierto point d'honneur y una notable gracia natural.

YO: Querido primo, déjame que te cuente en pocas palabras cómo el otro día me faltó el respeto uno de esos bellacos. Paso por delante de la puerta de Brandeburgo, y empiezan a seguirme y a importunarme unos carreteros de Charlottenburgo. Uno de ellos, un muchacho de no más de dieciséis o diecisiete abos, lleva a tal punto la insolencia, que me agarra del brazo con su mano mugrienta.

—¡No me toque! —le digo irritado.

—Pero Señor —me replica el muchacho con toda parsimonia, clavándome una mirada hosca—, ¿por que no voy a tocarlo? ¿Acaso no es usted una persona decente?

MI PRIMO: ¡Ja, ja, ja! Esa sí que es una broma, pero brotada del pozo hediondo de la depravación. Los chistes de las fruteras berlinesas, entre otros, eran mundialmente famosos y hasta se les hacía el honor de calificarlos de shaskespeareanos, sin pensar que, vistos más de cerca, su originalidad y su fuerza consistían sólo en el desvergonzado descaro con que servían la mugre más infame como si se hubiese tratado de platos famosos. La feria era el campo de batalla de discusiones, riñas, estafas y robos, y ninguna mujer honesta habría podido atreverse a hacer las compras por su cuenta sin exponerse a sufrir todo tipo de insultos y ultrajes. Porque no era sólo que los vendedores arremetieran contra los de su clase y contra todo el mundo, sino que además muchos venían expresamente a promover peleas para pescar en el río revuelto. Ese era el caso de la gentuza rejuntada de todas partes del mundo que formaba er. aquel tiempo los regimientos.

Mira querido primo, cómo ahora por el contrario la feria ofrece el cuadro más ameno de bienestar y tranquilidad. Ya sé que los entusiastas rigurosos y los ascetas superpatrióticos se irritan ante esta creciente educación de las costumbres del pueblo, porque piensan que con ello también se pule y así se pierde lo popular. Yo por mi parte estoy plenamente convencido de que un pueblo que trata tanto a compatriotas como a extranjeros con cortesía, y no con rudeza o desprecio burlón, de ningún modo pierde por eso su carácter. Con un ejemplo muy evidente que manifiesta la verdad de mi afirmación quedaría yo muy mal, en verdad, ante estos fanáticos.


El gentío se había ido dispersando y la feria iba quedando vacía. Las verduleras montaban sus cajones en los carros o se los llevaban por su cuenta —los carros de harina ya se marchaban—; las jardineras se llevaban las flores sobrantes en grandes carretillas. La policía se ocupaba activamente de mantener el orden y en especial de dirigir el tránsito de los carros. Ese orden no habría sido alterado, de no ser porque a un muchacho campesino cismático se le había ocurrido descubrir su propio pasaje de Bering a través de la plaza, seguirlo, y orientar su intrépida carrera por entre los puestos de fruta derecho hacia la puerta de la iglesia alemana. Eso provocó gritos y molestias al conductor del carro, demasiado genial.

—Esta feria —dijo mi primo—, es también ahora una imagen fiel de la vida siempre cambiante. Una actividad intensa, la necesidad del momento, reúnen a la masa humana; en pocos instantes todo queda desierto; las voces que se confundían en un estrépito confuso han enmudecido, y cada sitio abandonado expresa demasiado vivamente el terrible ha sido.

Un reloj dio la hora; el lisiado huraño entró en la habitación y dijo con el rostro contraído que el señor podría abandonar ahora la ventana y. almorzar, porque de lo contrario la comida volvería a enfriarse.

—Pero, ¿todavía tienes apetito, primo? —le pregunté.

—¡Oh, sí! —me respondió con una sonrisa triste—, ya verás.

El lisiado lo llevó al comedor. La comida servida constaba de un frugal plato sopero lleno de caldo, un huevo pasado por agua y medio panecillo.

—Un solo bocado más —dijo mi primo en voz baja y lastimera, apretándome la mano—, el mínimo trocito de la carne más tierna me provoca dolores terribles y me quita todo coraje y la última chispa de buen humor que de vez en cuando quiere encenderse en mí.

Mirando entonces la hoja sujeta en el biombo, estreché a mi primo contra mi corazón.

—Sí, primo —exclamó con una voz que llegó hasta lo más hondo de mi alma colmándola de desgarradora tristeza—, sí, primo.


Et si male nune, non olim sic erit.


¡Pobre primo!

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)




Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: La ventana esquinera de mi primo (Des Vetters Eckfenster), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Ricardo Corazón de León dijo...

Hola, Aefwine!
No sé qué me pasa con E.T.A. Hoffmann pero cada relato que leo de él menos me gusta. No entiendo muy bien su fama, porque este es un coñazo de los serios. He logrado terminarlo a duras penas y es soporifero.
Luego, estoy leyendo dos antologías de relatos de terror: Malos Sueños y Felices Pesadillas y ambas vienen con E.T.A. Hoffmann encabezando el primer relato. Bueno, pues si el de una es malo, el de la otra peor, y ahora esto...
Debe ser que como escribió tanto y tanto, le dio tiempo a hacer tontadas o a tener "negros", pero este es con creces el peor relato de él que he leído.

Un abrazo muy fuerte. Muchas gracias por este maravilloso blog.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Mitología.
Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.

Taller gótico.
Poema de Robert Graves.
Relato de May Sinclair.